A la Hora de la Cabra, el cortejo volvió a cruzar el puente. Todo era como la otra vez, salvo que Zataki y sus hombres vestían más sencillamente, preparados para el viaje… o para la lucha. Todos se sentaron frente a las fuerzas de Toranaga, muy superiores en número. El padre Alvito estaba a un lado, entre los espectadores. Y también Blackthorne.
Toranaga saludó a Zataki con la misma tranquila formalidad, prolongando la ceremonia de tomar asiento. Hoy, los dos daimíos estaban solos en el estrado, y los cojines, bastante separados entre sí. Yabú, Omi, Naga y Buntaro estaban fuera del estrado, del lado de Toranaga, y cuatro consejeros de Zataki, distribuidos detrás de éste.
En el momento oportuno, Zataki sacó el segundo rollo.
—Vengo a que me des tu respuesta formal.
—Estoy dispuesto a ir a Osaka y someterme a la voluntad del Consejo —respondió serenamente Toranaga, y se inclinó.
—¿Vas a someterte? —preguntó Zataki con un ademán de incredulidad—. Tú, Toranaga-noh-Minowara, ¿vas a…?
—Escucha —le interrumpió Toranaga, con su tonante voz de mando, que resonó en el claro, sin parecer demasiado fuerte—. ¡Hay que obedecer al Consejo de Regencia! Aunque es ilegal, está constituido, y ningún daimío tiene derecho a dividir el Reino, por mucho que le asista la razón. El Reino es lo primero. Yo juré al Taiko que nunca sería el primero en romper la paz, y no lo haré, aunque la maldad impera en el país. Acepto la invitación. Partiré hoy mismo.
Los samurais, pasmados, trataban de adivinar lo que significaba este increíble cambio de actitud.
Buntaro sabía que acompañaría a Toranaga en su último viaje y que compartiría su destino: la muerte, con toda su familia, con todas las generaciones. Ishido era su enemigo personal y no le perdonaría nunca, en todo caso, ¿quién podía desear seguir viviendo, cuando su propio señor renunciaba a la lucha de un modo tan cobarde? «Karma —pensó amargamente—. ¡Buda dame fuerza! Ahora tendré que arrancar la vida a Mariko y a nuestro hijo, antes de quitarme la mía. ¿Cuándo? Cuando haya cumplido mi deber, y nuestro señor haya pasado honorablemente al Vacío.»
Naga estaba asombrado. ¿No habría «Cielo Carmesí»? ¿No habría una guerra honrosa? ¿No habría lucha a muerte en los montes de Shinano o en los llanos de Kioto? ¿Debía renunciar a morir heroicamente en defensa de la bandera de su padre? Sí, no habría nada de esto. Sólo un harakiri, probablemente a toda prisa, sin pompa, ni ceremonia ni honor, y su cabeza clavada en una pica, entre la mofa del vulgo. La muerte y el fin de la estirpe Yoshi. Pues era indudable que todos morirían: su padre, todos sus hermanos y hermanas y primos, y todos sus sobrinos y sobrinas, tíos y tías. Miró a Zataki. Sintió sed de sangre…
Omi observaba a Toranaga, viéndolo a medias, devorado por el odio. «Nuestro señor se ha vuelto loco —pensó—. ¿Cómo puede ser tan estúpido? Tenemos cien mil hombres y el Regimiento de Mosquetes, y otros cincuenta mil alrededor de Osaka. ¡“Cielo Carmesí” es un millón de veces mejor que una tumba solitaria y apestosa!
»Todo ha ido mal —siguió pensando—. No hay paz en mi casa, sólo irritación y disputas, y Midori llorando continuamente. Mi venganza contra Yabú está más lejos que nunca. No hay convenio privado y secreto con Zataki, con Yabú o sin él, negociado durante horas de la noche pasada. No hay trato posible. Nada funciona. Incluso cuando Mura encontró los sables, ambos estaban tan estropeados por la fuerza de la tierra, que sé que Toranaga se disgustó cuando se los mostré. Y ahora, esto, ¡esta cobarde y traidora rendición!
»Es casi como si yo estuviese embrujado, víctima de un hechizo maléfico. ¿Lanzado por Anjín-san? Tal vez. Sea como fuere, todo está perdido. Ni sables, ni venganza, ni camino secreto para escapar, ni Kikú, ni futuro. ¡Espera! Hay un futuro con ella. La muerte es el futuro, el pasado y el presente, y sería tan claro y tan sencillo…»
—¿Vas a abandonar? ¿No vamos a la guerra? —rugió Yabú, comprendiendo que esto significaba la muerte para él y todo su linaje.
—Acepto la invitación del Consejo —respondió Toranaga—. ¡Y tú la aceptarás también!
—Yo no…
Omi salió de su ensoñación con la serenidad suficiente para darse cuenta de que tenía que interrumpir a Yabú para protegerlo de la muerte instantánea que supondría un enfrentamiento con Toranaga. Pero cerró deliberadamente los labios, regocijado por este regalo de los dioses y esperando presenciar la ruina de Yabú.
—Tú no… ¿qué? —preguntó Toranaga.
El alma de Yabú presintió el peligro. Logró murmurar:
—Yo… yo…, como vasallo tuyo, debo obedecer. Si… si lo decides…, sea lo que fuere…, te obedeceré.
Omi maldijo para sus adentros y asumió de nuevo su actitud helada, todavía confuso por la inesperada capitulación de Toranaga.
Éste dejó que Yabú siguiese desgranando sus disculpas. Luego, despectivamente, le cortó en seco:
—Está bien. —Se volvió a Zataki, pero sin descuidar su vigilancia—. Ya ves, hermano, que puedes guardarte el segundo rollo. Todo queda… —Por el rabillo del ojo, vio el cambio operado en el rostro de Naga, y se dirigió a éste—: ¡Naga!
El joven dio un respingo, pero su mano soltó el sable.
—¿Qué, padre? —preguntó.
—Ve a buscar recado de escribir. ¡En seguida!
Cuando Naga se hubo alejado, observó cuidadosamente a Buntaro, después a Omi, por último, a Yabú. Pensó que los tres estaban bastante dominados como para no hacer ninguna tontería que provocase un motín inmediato y una gran carnicería. De nuevo se dirigió a Zataki:
—Dentro de Izú, estás seguro, regente. Fuera de Izú también lo estás. Hasta que mi madre se libre de tus garras, estás seguro. Pero sólo hasta entonces. La reunión ha terminado.
—Bien. —La voz de Zataki era francamente despectiva—. ¡Qué hipocresía! Nunca pensé que llegaría un día en que Yoshi Toranaga-noh-Minowara se inclinaría ante el general Ishido. Sólo eres…
—¿Qué es más importante, hermano? —dijo Toranaga—. ¿La continuidad de mi estirpe, o la continuidad del Reino?
El valle estaba sombrío. Llovía a raudales. El claro y el patio de la posada estaban llenos de empapados y malhumorados samurais. Los caballos piafaban irritados.
Los oficiales gritaban órdenes con innecesaria rudeza. Faltaba apenas una hora para el anochecer.
Toranaga había escrito y firmado el florido mensaje y lo había enviado a Zataki, desoyendo las súplicas que le habían dirigido Buntaro, Omi y Yabú, en una conferencia privada. Había escuchado sus argumentos en silencio, y cuando terminaron, les dijo:
—¡Basta de charla! He tomado mi decisión. ¡Obedeced!
Y les dijo que volvería inmediatamente a Anjiro a recoger el resto de sus hombres. Mañana subiría por la carretera de la costa oriental hacia Atami y Adawara, y seguiría por los puertos de montaña hasta Yedo. Buntaro mandaría su escolta. Mañana, el Regimiento de Mosquetes embarcaría en las galeras de Anjiro y se haría a la mar para esperarlo en Yedo, al mando de Yabú. Al día siguiente, Omi marcharía a la frontera por la carretera central, con todos los guerreros disponibles que hubiera en Izú. Habría de ayudar a Hiro-matsu, que tenía el mando supremo, y asegurarse de que el enemigo, Ikawa Jikkyu, no entorpeciese el tráfico normal. De momento, Omi establecería su base en Mishima, para vigilar aquel tramo de la Carretera de Tokaido y preparar palanquines y caballos en número suficiente para Toranaga y el considerable séquito que requería una visita oficial.
Cuando todo estuvo dispuesto para la partida, Toranaga salió de sus habitaciones a la galería. Todos se inclinaron reverentes. Les indicó hoscamente que siguiesen con su trabajo y envió a buscar al posadero. El hombre se arrodilló, adulador, al presentarle la factura. Ésta era correcta. Toranaga la pasó a su intendente para que la pagase y llamó a Mariko y Anjín-san. Dio permiso a Mariko para ir a Osaka.
—Pero antes, irás directamente a Mishima y entregarás este mensaje privado a Hiro-matsu-san. Después seguirás hacia Yedo con Anjín-san. Responderás de él hasta vuestra llegada. Probablemente, irás por mar a Osaka, pero esto lo decidiré más adelante. ¡Anjín-san! ¿Recibiste el diccionario del cura-san?
—Sí.
—Cuando nos encontremos en Yedo, hablarás el japonés mejor que ahora. ¿Wakarimasu ka?
—Hai. Gomen nasai.
Con aire desalentado, Toranaga salió al patio, subió al palanquín, dispuesto en cabeza de la columna, y corrió las cortinas. Inmediatamente, los seis semidesnudos portadores levantaron la litera y emprendieron el trote, chapoteando en los charcos con los callosos pies descalzos.
Buntaro volvió al alto y curvo portal de la posada, sin reparar en el aguacero.
—¡Mariko-san!
Ésta corrió obediente a su encuentro, mientras la lluvia repicaba en su paraguas de papel embreado.
—Dime, señor.
Mirándola por debajo del borde de su sombrero de bambú, transfirió la mirada a Blackthorne, que los observaba desde la galería.
—Dile… —Se interrumpió.
—¿Qué señor?
Él la miró de arriba abajo.
—Dile que me responde de ti.
—Sí, señor —afirmó ella—. Pero, perdona, yo respondo de mí misma.
Buntaro se volvió y midió la distancia hasta lo alto de la columna. Al volverse de nuevo, su cara reflejó tormento.
—Ahora ya no caerán las hojas para nosotros, ¿neh?
—Todo está en manos de Dios, señor.
—No, está en manos del señor Toranaga —replicó él desdeñosa mente.
Ella miró sin vacilar. Seguía lloviendo. De su sombrilla caían gotitas como una cortina de lágrimas. El barro salpicaba el orillo de su quimono. Entonces, dijo él:
—Sayonara…, hasta que nos veamos en Osaka.
—Oh, perdona, pero, ¿no te veré en Yedo? Seguramente estarás allí con el señor Toranaga, llegarás aproximadamente al mismo tiempo, ¿neh? Entonces nos veremos.
—Sí, pero cuando nos encontremos en Osaka o cuando vuelvas de allí, empezaremos de nuevo. Entonces será cuando te veré de verdad, ¿neh?
—¡Ah! Comprendo. Perdona.
—Sayonara, Mariko-san —dijo él.
—Sayonara, mi señor. Ve con Dios —añadió, mientras se alejaba al galope.
Blackthorne vio que ella seguía con los ojos a Buntaro. Esperó bajo el refugio del tejado, mientras amainaba la lluvia. La cabeza de la columna no tardó en perderse de vista, seguida por el palanquín de Toranaga.
Por la mañana, la caza había empezado bien. Había escogido un halcón pequeño y de alas largas, y lo había lanzado con gran fortuna, contra una alondra. Abriendo la marcha como era su privilegio, había galopado por el bosque, siguiendo un sendero frecuentado por campesinos y buhoneros que se apartaban a su paso. Pero un viejo y curtido vendedor de aceite, montado en un escuálido caballo, le cerró el camino y, con insolencia, se negó a moverse. En la excitación de la caza, Blackthorne le gritó al hombre que se apartase, pero éste le contestó con rudeza y gritando igual que él. Entonces llegó Toranaga, señaló a su guardaespaldas y dijo:
—Anjín-san, déjame tu sable un momento —y algunas otras palabras que él no comprendió. Blackthorne obedeció al instante y, antes de que se diese cuenta de lo que pasaba, el samurai se lanzó contra el buhonero y le descargó un sablazo tan perfecto, que el vendedor de aceite dio un paso antes de caer, partido por la cintura.
Después, Toranaga le devolvió el sable, diciendo algo que Mariko le tradujo más tarde en estos términos: «Anjín-san, que estaba orgulloso de haber podido probar esa hoja, y te sugirió que llamases al sable Aceitera, para que su golpe y su filo fuesen recordados con honor. Ahora, tu sable ha entrado en la leyenda, ¿neh?»
«¡Ojalá no me lo hubiese dado nunca! —pensaba ahora—. Pero no toda la culpa fue de ellos, sino también mía. Yo le grité a aquel hombre, él me replicó rudamente, y un samurai no debe ser nunca tratado con rudeza.»
En todo caso, aquella muerte le había amargado la caza, aunque lo había disimulado cuidadosamente, porque Toranaga se había mostrado malhumorado durante todo el día.
Poco antes del mediodía habían regresado a Yokosé, se había celebrado la reunión con Zataki y, después, el padre Alvito había salido a su encuentro como un ángel vengador, escoltado por dos acólitos.
—¡Por Jesucristo, apartaos de mi camino!
—No hay por qué asustarse ni blasfemar —había dicho Alvito.
—¡Que Dios os maldiga, a vos y a todos los curas! —replicó Blackthorne, sin poder dominarse, aunque sabía que estaba en territorio enemigo, pues con anterioridad había visto a medio centenar de samurais dirigirse a misa.
—Que Dios perdone esta blasfemia, capitán. Sí. Que Él os perdone y os abra los ojos. Yo no os quiero mal. He venido a traeros un regalo. Tomadlo, es un don de Dios, capitán.
Blackthorne tomó el paquete, receloso. Pero cuando lo abrió y vio el diccionario-gramática portugués-latín-japonés, sintió un escalofrío. Hojeó unas cuantas páginas. Era, ciertamente, la mejor impresión que jamás había visto, y la calidad y el detalle de la información eran asombrosos.
—Muy valioso para regalarlo. ¿Qué pedís a cambio?
—Toranaga nos pidió que os lo diésemos. Y el padre Visitador accedió. Por consiguiente, ahí lo tenéis. Ha sido impreso este mismo año. Es bello, ¿no? Sólo os pedimos que lo apreciéis, que lo tratéis bien.
—Lo guardaré como se merece. Encierra inestimables conocimientos, como vuestros libros de ruta. Pero esto es mejor. ¿Qué pedís por él?
—Nada.
—No lo creo. —Blackthorne sopesó el libro, cada vez más receloso—. Me da todos vuestros conocimientos y nos hace ganar diez o veinte años. Con esto, pronto hablaré el japonés tan bien como vos. Y después, podré enseñar a otros. Es la llave del Japón, ¿neh? La lengua es la llave de cualquier país extranjero, ¿neh? Dentro de seis meses, podré hablar directamente con Toranaga.
—Es posible. Si disponéis de esos seis meses.
—¿Qué queréis decir?
—Nada que no sepáis ya. El señor Toranaga puede estar muerto mucho antes de seis meses.
—¿Por qué? ¿Qué noticias le trajisteis? Desde que habló con vos, parece un toro medio degollado. ¿Qué le dijisteis?
—Mi mensaje era privado, de Su Eminencia al señor Toranaga. Lo siento, no soy más que un mensajero. Pero el general Ishido domina Osaka, como sin duda sabéis, y cuando Toranaga-sama vaya a Osaka, todo habrá terminado para él. Y para vos.
Blackthorne sintió un escalofrío.
—¿Por qué para mí?
—No podréis escapar a vuestro destino, capitán. Ayudasteis a Toranaga contra Ishido. ¿Lo habéis olvidado? Pusisteis violentamente las manos sobre Ishido. Dirigisteis la fuga del puerto de Osaka. Lo siento, pero no os servirán de nada, ni vuestra capacidad de hablar japonés, ni vuestros sables de samurai. Tal vez esta condición de samurai os perjudicará aún más. Os ordenarán que os hagáis el harakiri, y si os negáis… —Y Alvito añadió, con voz igualmente amable—: Ya os advertí que son gente muy simple.
—También lo somos los ingleses —replicó él, con jactancia—. Si hay que morir, moriremos, pero antes confiamos en Dios y guardamos seca nuestra pólvora. No temáis, conozco algunos trucos.
—¡Oh! Yo nada temo, capitán. Ni a vos, ni a vuestra herejía, ni a vuestros cañones. Están enmohecidos, como vosotros.
—Es karma, o voluntad de Dios, decidlo como queráis —opuso Blackthorne, con irritación—. Pero por Dios que conseguiré mi barco, y entonces, en un par de años, traeré una flota de barcos ingleses y os echaré a todos de Asia.
Alvito replicó, con su enojosa y tremenda calma:
—Esto está en manos de Dios, capitán. Pero aquí la suerte está echada y no ocurrirá nada de lo que decís. Nada. —Miró a Blackthorne, como si ya estuviese muerto—. Que Dios se apiade de vos, capitán, porque, como Dios es mi juez, creo que nunca saldréis de estas islas.
Blackthorne se estremeció al recordar la convicción con que Alvito había dicho esto.
—¿Tienes frío, Anjín-san?
Mariko estaba ahora de pie a su lado, en la galería, sacudiendo el paraguas en la oscuridad.
—Oh, no. No tengo frío. Estaba pensando…
Miró hacia el puerto. Toda la columna había desaparecido entre la masa de nubes. La lluvia había amainado un poco. Algunos lugareños y criados chapoteaban en los charcos, de vuelta a casa. El patio estaba vacío, y el jardín, empapado. Ya no había centinelas en el portal ni a ambos lados del puente. Un gran vacío parecía dominar el crepúsculo.
Llegó una doncella que traía unos tabis secos. Tomó el paraguas de Mariko, se arrodilló y empezó a secarle los pies.
—Mañana al amanecer empezaremos nuestro viaje, Anjín-san.
—¿Cuánto durará?
—Muchos días, Anjín-san. El señor Toranaga dijo… —Mariko miró hacia atrás, al salir Gyoko de la posada—. El señor Toranaga me dijo que teníamos mucho tiempo por delante.
Y Gyoko hizo una profunda reverencia.
—Buenas tardes, dama Toda, discúlpame por interrumpirte.
—¿Cómo estás, Gyoko-san?
—Muy bien, gracias, aunque quisiera que parase de llover. No me gusta esta humedad. Sin embargo, cuando cesa la lluvia, viene el calor y aún es mucho peor, ¿neh? Pero el otoño no está lejos… Es una suerte que podamos esperar el otoño y la deliciosa primavera, ¿neh?
Mariko no respondió. La doncella acabó de ponerle los tabis y se levantó.
—Gracias —dijo Mariko, despidiéndola—. Bueno, Gyoko-san, ¿deseas algo de mí?
—Kikú-san pregunta si te sirve la cena, o que baile o cante para ti esta noche. El señor Toranaga le dijo que te distrajera, si querías.
—Sí, me lo dijo, Gyoko-san. Sería magnífico, pero tal vez no esta noche. Hemos de partir al amanecer, y estoy muy cansada. Ya tendremos otras noches, ¿neh? Por favor, preséntale mis excusas y… ¡ah, sí!, dile que estoy encantada de que ambas me acompañéis en el viaje.
—Eres muy amable —dijo Gyoko, con voz almibarada—. Es un honor para nosotras. ¿Iremos a Yedo?
—Sí, claro. ¿Por qué?
—No tiene importancia, dama Toda. Pero, en este caso, tal vez podríamos detenernos un día o dos en Mishima… A Kikú-san le gustaría recoger alguna ropa, no se siente lo bastante ataviada para el señor Toranaga, y tengo entendido que el verano de Yedo es muy bochornoso.
—Sí. Desde luego. Ambas tendréis tiempo de sobra.
—Es… es trágico lo de nuestro señor, ¿neh?
—Karma —respondió serenamente Mariko, y añadió, con suave malicia femenina—: Pero nada ha cambiado, Gyoko-san. Cobrarás el día de tu llegada, en plata, según dice el contrato.
—¡Oh, lo siento! —exclamó la mujer, simulando desagrado—. Perdona, dama Toda, pero, ¿qué importa el dinero? Sólo me preocupa el futuro de nuestro señor.
—Él es dueño de su futuro —dijo Mariko, con naturalidad, aunque no lo creía—. Pero el tuyo es bueno…, pase lo que pase. Ahora eres rica. Se acabaron tus preocupaciones materiales. Pronto tendrás mucho poder en Yedo, con tu nuevo gremio de cortesanas, sea quien sea el que gobierne el Kwanto.
—Lo único que me preocupa es el señor Toranaga. Si pudiese ayudarle en algo, lo haría con gusto.
—Eres muy generosa, Gyoko-san. Le haré saber tu ofrecimiento. Sí, una rebaja de mil kokús en el precio sería una gran ayuda para él. La acepto en su nombre.
Gyoko se abanicó, logró sonreír amablemente y ahogó a duras penas un alarido por su imbecilidad al meterse en la trampa como una novata borracha de saké.
—¡Oh, no, dama Toda! ¿Cómo podría ayudar con dinero a un protector tan generoso? —murmuró, tratando de recobrarse—. Le sería más útil alguna información, algún servicio o…
—Perdona, ¿qué información?
—Ninguna. Ninguna, de momento. Es sólo una manera de hablar, lo siento. Pero el dinero…
—¡Ah! Perdona. Sí. Le hablaré de tu ofrecimiento y de tu generosidad. En su nombre, gracias.
Gyoko saludó y se deslizó hacia el interior de la posada.
Mariko explicó a Blackthorne lo que habían dicho, y éste comentó:
—¿Pagará el señor Toranaga aunque…? —Se interrumpió. Mariko esperó, con aire ingenuo. Entonces, él siguió diciendo—: El padre Alvito me ha dicho que, cuando el señor Toranaga vaya a Osaka, estará perdido.
—¡Oh, sí! ¡Sí, Anjín-san, es la pura verdad! —exclamó Mariko con una animación que no sentía. Después, encerró a Toranaga y Osaka en sendos compartimientos de su mente, y recobró su tranquilidad—. Pero está a muchas leguas de aquí y muy lejos en el futuro, y ni Ishido, ni el buen padre, ni nosotros, ni nadie, sabemos lo que pasará. ¿Neh? Sólo lo sabe el buen Dios. Pero Él no nos lo dirá. ¿Neh?
—Hai. —Ambos rieron—. ¡Ah! Estás llena de sabiduría.
—Gracias. Y ahora, voy a hacerte una sugerencia, Anjín-san. Durante el viaje, olvidemos todos los problemas de los demás. ¡Todos! Pero no olvides que, durante el viaje, tendremos que tener muchísimo cuidado ante las dos mujeres.
—Descuida, señora.
Un samurai cruzó el portal y saludó a Mariko. Era un hombre de edad madura y cabellos grises, picado de viruela, y que cojeaba ligeramente.
—Discúlpame, dama Toda, pero, ¿saldremos al amanecer?
—Sí, Yoshinaka-san. Pero, si lo deseas, podemos retrasar la partida hasta el mediodía. Tenemos tiempo de sobra.
—Sí. Entonces, si no te importa, saldremos al mediodía. Buenas noches, Anjín-san. Permíteme que me presente. Soy Akira Yoshinaka, capitán de tu escolta.
—Buenas noches, capitán.
Yoshinaka se volvió de nuevo a Mariko.
—Yo respondo de ti y de él, señora, por consiguiente, ten la bondad de decirle que he ordenado que dos hombres duerman en su habitación, como sus guardias personales. Además, habrá diez centinelas nocturnos.
—Muy bien, capitán. Pero, perdona, sería mejor no poner a ningún hombre en la habitación de Anjín-san. Ellos tienen la inveterada costumbre de dormir solos o con una mujer. Probablemente, mi doncella estará con él. Ten la bondad de distribuir tus guardias a todo alrededor, pero no demasiado cerca, para no molestarlo.
—Muy bien, señora. Así se hará, aunque mi sistema es más seguro. En todo caso, dile que no salga por la noche, como suele hacer. Hasta que lleguemos a Yedo, yo respondo de él, y, cuando respondo de alguna persona importante, me pongo muy nervioso.
Saludó rígidamente y se alejó.
—El capitán te pide que no salgas solo durante el viaje. Si te levantas por la noche, lleva siempre contigo a un samurai.
—Está bien, así lo haré —respondió Blackthorne, observando al hombre que salía—. ¿Qué más te ha dicho? Algo acerca de dormir… No lo he entendido muy…
Se interrumpió. Kikú salía de la casa. Llevaba ropa de baño y una toalla alrededor de los cabellos. Se dirigió, saltando descalza, a la casa de baño del manantial caliente, haciendo una media reverencia y saludando alegremente con la mano.
Blackthorne vio que Mariko lo observaba fijamente y se volvió a ella.
—No —dijo, en tono indiferente y moviendo la cabeza.
Ella se echó a reír.
—Pensé que te sería difícil, tal vez incómodo, tenerla sólo como compañera de viaje, después de un juego de almohada tan especial.
—¿Incómodo? No. Al contrario, muy agradable. Tengo muy buenos recuerdos. Me alegro de que ahora pertenezca al señor Toranaga. Esto facilita mucho las cosas, para ella y para mí. Y para todos. —Iba añadir: «menos para Omi», pero lo pensó mejor—. A fin de cuentas, para mí fue sólo un regalo espléndido y muy especial. Nada más. ¿Neh?
—Sí, un regalo.
Tenía ganas de tocar a Mariko. Pero no lo hizo, sino que se volvió y contempló el puerto de montaña, no muy seguro de lo que había leído en los ojos de ella. La noche caía ahora sobre el puerto. Y las nubes. El agua goteaba suavemente del tejado.
—¿Qué más ha dicho el capitán?
—Nada importante, Anjín-san.