CAPÍTULO XLIII

Toranaga observó al alto sacerdote que avanzaba por el claro. La vacilante luz de las antorchas hacía que su flaco rostro pareciese más blanco que de costumbre sobre la negrura de su barba. La túnica budista, color naranja, del cura, era muy elegante, y una cruz y un rosario pendían de su cinto.

El padre Alvito se detuvo a diez pasos de distancia, se arrodilló y se inclinó ceremoniosamente, iniciando las formalidades de costumbre.

Toranaga estaba sentado solo en el estrado, y los guardias formaban un semicírculo a su alrededor, a una distancia desde la que nada podían oír. Sólo Blackthorne estaba más cerca, apoyado en el estrado, tal como le habían ordenado, y taladrando al cura con los ojos. Alvito pareció no reparar en él.

—Me alegro de verte, señor —dijo el padre Alvito, en cuanto se lo permitió la cortesía.

—Y yo de verte a ti, Tsukku-san —dijo Toranaga, invitando al sacerdote a sentarse en un cojín colocado sobre un tatami, en el suelo, ante el estrado—. Hacía tiempo que no te veía.

—Sí, señor, y hay mucho que contar. —Alvito se dio perfecta cuenta de que el cojín estaba en el suelo y no en el estrado, y también advirtió los sables de samurai que llevaba Blackthorne—. Traigo un mensaje confidencial de mi superior, el padre visitador, que te saluda con todo respeto.

—Gracias, pero antes háblame de ti.

—¡Ah, señor! —exclamó Alvito, sabiendo que Toranaga era demasiado listo para no haber advertido el remordimiento que le roía por dentro, por más que trataba de ocultarlo—. Esta noche comprendo demasiado bien mis propias faltas. Esta noche quisiera olvidar mis deberes terrenales y retirarme a rezar, a implorar la misericordia de Dios. —Estaba avergonzado de su propia falta de humildad. Aunque el pecado de José era horrible, Alvito se había precipitado y dejado llevar por la ira y la estupidez. Él tenía la culpa de que un alma se hubiese perdido para siempre—. Nuestro Señor dijo una vez: «Padre, aparta de mí este cáliz.» Pero incluso él tuvo que apurarlo. Y nosotros, los que estamos en el mundo, debemos tratar de seguir su ejemplo lo mejor posible.

—¿Cuál ha sido tu «cáliz», viejo amigo?

Alvito se lo explicó todo. No veía razón para ocultar los hechos pues Toranaga no tardaría en enterarse, si es que no se había enterado ya.

—Es muy triste perder a un hermano, es terrible hacer de él un desdichado, por muy grave que fuese su falta. Debí ser más paciente. Yo tuve la culpa.

—¿Dónde está él ahora?

—No lo sé, señor.

Toranaga llamó a uno de los guardias.

—Busca al cristiano renegado y tráemelo mañana al mediodía —ordenó, y el samurai se alejó rápidamente.

—Te suplico que te apiades de él, señor —dijo rápidamente Alvito, con toda sinceridad, aunque sabía que no serviría de mucho, si Toranaga había tomado ya una resolución.

De nuevo lamentó que la Compañía no tuviese poder civil para detener y castigar a los apóstatas, como en todos los demás lugares del mundo. Él lo había recomendado con insistencia, pero sus proposiciones habían sido siempre rechazadas en el Japón, e incluso en Roma, por el general de la Orden.

—¿Por qué no son ordenados sacerdotes en vuestra Compañía, Tsukku-san?

—Porque ninguno de nuestros acólitos está todavía lo bastante instruido, señor.

Alvito creía esto sinceramente. También se oponía tenazmente a la creación de un clero jesuita de japoneses ordenados, contra el criterio del padre Visitador.

—Pero dos o tres de esos aprendices de sacerdotes hablan latín y portugués, ¿neh? Es verdad lo que dijo aquel hombre, ¿neh? ¿Por qué no han sido elegidos?

—Lo siento, pero el general de nuestra Compañía considera que no están lo suficientemente preparados. Quizá la trágica caída de José sea un ejemplo.

—Sí —admitió Toranaga—. Mala cosa es quebrantar un juramento solemne y gritar y turbar la armonía de una posada.

—Discúlpame, señor, y perdona que haya mencionado mis problemas. Gracias por escucharme. Como siempre, tu interés hace que me sienta mejor. ¿Me permites saludar al capitán?

Toranaga asintió.

—Debo felicitaros, capitán —dijo Alvito, en portugués—. Los sables os sientan muy bien.

—Gracias, padre, estoy aprendiendo a emplearlos —añadió Blackthorne—. Pero lamento decir que todavía soy muy torpe con ellos. Prefiero las pistolas, los cuchillos y los cañones, si tengo que luchar.

—Ojalá no tengáis que volver a luchar, capitán, y que vuestros ojos se abran a la infinita misericordia de Dios.

—Los tengo abiertos. Los vuestros están nublados.

—Por la salvación de vuestra alma, capitán, mantenedlos abiertos y abrid también la mente. Podéis estar equivocado. En todo caso, debo daros las gracias por salvar la vida al señor Toranaga.

—¿Quién os lo dijo?

Alvito no respondió. Se volvió a Toranaga.

—¿Qué habéis dicho? —preguntó éste, rompiendo el silencio.

Alvito se lo dijo, y añadió:

—Aunque es un pirata enemigo de mi fe, celebro que te salvase, señor. Los designios de Dios son inescrutables. Lo has honrado mucho haciéndolo samurai.

—También es hatamoto —añadió Toranaga, gozando con el momentáneo asombro del cura—. ¿Has traído un diccionario?

—Sí, señor, y varios de los mapas que pediste, que muestran algunas bases portuguesas en la ruta desde Goa. El libro está en mi equipaje. ¿Puedo enviar a alguien a buscarlo, o prefieres que se lo dé a él más tarde, personalmente?

—Dáselo más tarde. Esta noche o mañana. ¿Trajiste también el informe?

—¿Sobre las armas que se dice que fueron traídas de Macao? El padre Visitador lo está preparando, señor.

—¿Y el número de mercenarios japoneses empleados en cada una de vuestras nuevas bases?

—El padre Visitador ha pedido datos actualizados de todas ellas, que te entregaremos en cuanto estén completos.

—Bien. Ahora dime cómo te enteraste de mi salvamento.

—Casi todo lo que sucede a Toranaga-noh-Minowara es objeto de rumores y comentarios. Al venir de Mishima, nos enteramos de que habías estado a punto de perecer en el terremoto, señor, y de que el Bárbaro de Oro te había sacado de una sima. También se dijo que tú habías hecho lo mismo por él y por una dama… Supongo que se trataría de dama Mariko.

Toranaga asintió.

—Sí. Ahora está en Yokosé. —Pensó un momento y, después, dijo—: Mañana desearía confesarse, según vuestras costumbres. Pero sólo de cosas que nada tengan que ver con la política. Supongo que esto excluye todo lo que pueda tener algo que ver conmigo o con mis hatamotos, ¿neh? También se lo he explicado a ella.

Alvito se inclinó, comprensivo.

—Con tu permiso —dijo—, ¿podría decir una misa para todos los cristianos aquí presentes, señor? Naturalmente, sería un acto muy discreto. ¿Mañana?

—Lo pensaré. —Toranaga siguió hablando un rato de cosas insustanciales, y después, dijo—: ¿Traes un mensaje para mí? ¿De tu Sumo Sacerdote?

—Con toda humildad, señor, debo insistir en que es mensaje confidencial.

Toranaga fingió reflexionar, aunque había proyectado exactamente el desarrollo del encuentro y dado a Anjín-san instrucciones concretas sobre lo que había de hacer y decir.

—Está bien. —Se volvió a Blackthorne—. Puedes irte, Anjín-san, hablaremos más tarde.

—Sí, señor —respondió Blackthorne—. Perdona… El Buque Negro. ¿Llegó a Nagasaki?

—¡Oh, sí! Gracias —dijo Toranaga, contento de que la pregunta de Anjín-san pareciese espontánea—. Bueno, Tsukku-san, ¿ha atracado ya?

Alvito quedó sorprendido por el japonés de Blackthorne y turbado por la pregunta.

—Sí, señor. Atracó hace catorce días.

—Catorce días, ¿eh? —observó Toranaga—. ¿Has comprendido, Anjín-san?

—Sí. Gracias.

—Bien. Si tienes algo más que preguntar a Tsukku-san, lo harás más tarde, ¿neh?

—Sí, señor. Con tu permiso.

Blackthorne se levantó, hizo una reverencia y se marchó. Toranaga lo observó mientras se alejaba.

—Un hombre muy interesante… para ser pirata. Bueno, ante todo, háblame del Buque Negro.

—Llegó felizmente, señor, con el mayor cargamento de seda que jamás se haya visto. —Alvito trató de parecer entusiasmado—. Surte efecto el convenio entre los señores Harima, Kiyama, Onoshi y tú. El año próximo, por estas fechas, tu tesoro se habrá enriquecido en decenas de millares de kobán. La calidad de la seda es excelente, señor. He traído una copia del inventario para tu intendente. El capitán general Ferriera te manda sus respetos, esperando verte pronto personalmente. Éste ha sido el motivo de mi tardanza en venir a verte. El Visitador general me envió urgentemente de Osaka a Nagasaki, para asegurarnos de que todo estaba en orden. Precisamente cuando salía de Nagasaki, me enteré de que estabas en Izú, y por eso vine lo más rápidamente que pude por barco, hasta Puerto Nimazu, con una de nuestras más rápidas embarcaciones, después fuimos por vía terrestre. En Mishima me encontré con el señor Zataki y le pedí permiso para unirme a su comitiva.

—¿Está aún tu barco en Nimazu?

—Sí, señor. Allí me espera.

—Bien. —Toranaga se preguntó si le convenía o no enviar a Mariko a Osaka en aquel barco, pero resolvió estudiar esto más tarde—. Por favor, entrega el inventario al intendente esta noche.

—Sí, señor.

—¿Está resuelto lo concerniente a los embarques de este año?

—Sí, por completo.

—Bien. Pasemos ahora a lo otro. A lo importante.

Alvito notó que se le secaban las manos.

—Ni el señor Kiyama ni el señor Onoshi se avienen a abandonar al señor Ishido. Lo siento, pero no quieren pasarse a tu bando, a pesar de nuestras enérgicas sugerencias.

—¡Ya advertí que deseaba algo más que sugerencias! —exclamó Toranaga con voz dura e incisiva.

—Lamento traer malas noticias, señor, pero nadie querrá declararlo públicamente…

—¿Públicamente, dices? ¿Y si es en privado, en secreto?

—En privado se mostraron tan reacios como en púb…

—¿Hablasteis con ellos juntos, o por separado?

—Juntos y por separado y con absoluta reserva, pero nada de lo que les sugerimos…

—¿Sólo les «sugeristeis» un curso de acción? ¿No les ordenasteis nada?

—Como dijo el padre Visitador, señor, no podemos ordenar a ningún daimío ni a ningún…

—¡Ah! Pero podéis ordenar a uno de vuestros fieles, ¿neh?

—Sí, señor.

—¿Los amenazasteis con excomulgarles?

—No, señor.

—¿Por qué no?

—Porque no han cometido ningún sacrilegio —replicó Alvito con firmeza, tal como había convenido con Dell’Aqua—. Discúlpame, señor, pero nosotros no hacemos las leyes divinas, de la misma forma que no haces tú el código de bushido, el Camino del Guerrero. Tenemos que aceptar lo que…

—Excomulgáis a un pobre imbécil por un acto tan natural como ir con una mujer y, en cambio, cuando dos de vuestros conversos se comportan de un modo antinatural e incluso traidoramente, y yo, que soy vuestro amigo, os pido ayuda urgente, os limitáis a hacer «sugerencias». Comprendes la gravedad de esto, ¿neh?

—Lo siento, señor. Perdona, pero…

—Tal vez no te perdone, Tsukku-san. Como suele decirse, ha llegado el momento de elegir un bando —dijo Toranaga.

—Nosotros estamos contigo, señor. Pero no podemos ordenar al señor Kiyama o al señor Onoshi que…

—Afortunadamente, yo puedo dar órdenes a mi cristiano.

—¿Señor…?

—Puedo dejar en libertad a Anjín-san. Con su barco. Con sus cañones.

—Ten cuidado, señor. El capitán es diabólicamente listo, pero es un hereje, un pirata, y no se puede confiar en él.

—Aquí, Anjín-san es samurai y hatamoto. En el mar, tal vez sea un pirata. Y, si lo es, supongo que atraería a otros muchos corsarios y wako a su lado. Lo que haga un extranjero en alta mar es sólo de su incumbencia, ¿neh? Nuestra política ha sido siempre así, ¿neh?

Alvito guardó silencio y se estrujó el cerebro. Nadie habría podido pensar que el inglés se acercase tanto a Toranaga.

—Esos dos daimíos cristianos, ¿no aceptarían ningún compromiso, aunque fuera secreto?

—No, señor. Nosotros tratamos de…

—¿Ninguna concesión?

—No, señor…

—¿Ningún cambalache, arreglo o compromiso, nada?

—No, señor. Nosotros intentamos todos los medios de persuasión. Puedes creerme. —Alvito sabía que estaba en una trampa y no podía ocultar su desesperación—. Si sólo hubiese sido yo, sí, los habría amenazado con la excomunión, aunque habría sido una amenaza falsa, porque nunca la habría hecho realidad, a menos que hubiesen cometido algún pecado mortal y se hubiesen negado a confesarlo y expiarlo. Pero incluso la posibilidad de un beneficio temporal estaría muy mal por mi parte, señor, sería un pecado mortal. Arriesgo la condenación eterna.

—¿Estás diciendo que si pecasen contra tu credo los excomulgarías?

—Sí. Pero no digo que esto sirviese para atraerlos a tu bando, señor. Discúlpame, pero… de momento, están absolutamente contra ti. Lo siento, pero es la verdad. Ambos lo expresaron claramente, juntos y a solas. Ruego a Dios para que los haga cambiar de modo de pensar. El padre Visitador y yo te dimos nuestra palabra, ante Dios, de que lo intentaríamos. Y hemos cumplido nuestra promesa. Por desgracia, hemos fracasado.

—Entonces, perderé —dijo Toranaga—. Lo sabes, ¿no? Si mantienen su alianza con Ishido, todos los daimíos cristianos estarán de su parte. Y perderé. Veinte samurais contra cada uno de los míos, ¿neh?

—Sí.

—¿Cuál es su plan? ¿Cuándo me atacarán?

—No lo sé, señor.

—¿Me lo dirías si lo supieses?

—Sí, te lo diría.

«Lo dudo —pensó Toranaga, y contempló la noche, abrumado por la carga de su preocupación—. ¿Habrá que recurrir, a fin de cuentas, a Cielo Carmesí?», pensó desesperado. ¿El estúpido y desesperado ataque contra Kioto?

Odiaba la vergonzosa jaula en la que se veía encerrado. Como el Taiko y Goroda antes que él, había tolerado a los curas cristianos, porque éstos eran inseparables de los portugueses, como los tábanos de un caballo, y tenían un poder temporal y espiritual absoluto sobre su indócil rebaño. Sin los curas, no había comercio. Su buena voluntad como negociadores e intermediarios en la operación del Buque Negro era vital porque hablaban el idioma y gozaban de la confianza de ambas partes, y si se les prohibía definitivamente a los sacerdotes la entrada en el Imperio, todos los bárbaros se marcharían en sus barcos para no volver jamás. Recordó la vez en que el Taiko había intentado librarse de los curas sin dejar de fomentar el comercio. Durante dos años, no hubo Buque Negro. Los espías informaron de que el jefe supremo de los sacerdotes, asentado como una venenosa araña negra en Macao, había ordenado interrumpir su comercio, como represalia por los Decretos de Expulsión, sabedores de que el Taiko acabaría por humillarse. El tercer año, el Taiko había tenido que resignarse a lo inevitable e invitar a los sacerdotes a volver, cerrando los ojos a sus propios Edictos y a la traición y rebelión que los sacerdotes habían fomentado.

«No hay escapatoria a esta realidad —pensó Toranaga—. Ninguna. No creo lo que dice Anjín-san, que el comercio es tan esencial para los bárbaros como lo es para nosotros, que su codicia les obligaría a comerciar, con independencia de lo que hiciésemos a los curas. El riesgo es demasiado grande, y no tengo tiempo ni fuerza para ello. Lo intentamos una vez más y fracasamos. ¿Quién sabe? Quizá los sacerdotes podrían tenernos incomunicados durante diez años: son lo suficiente despiadados. Si los sacerdotes ordenan que no haya comercio, creo que no lo habrá. No podremos aguantar diez años, ni siquiera cinco. Si echamos a todos los bárbaros, al bárbaro inglés le costará arreglarlo veinte años, si es que Anjín-san dice la verdad y si… ¡cuántos síes!, si los chinos convienen en comerciar con ellos contra los bárbaros del Sur. No creo que los chinos cambien de táctica. Nunca lo han hecho. Veinte años es demasiado… demasiado…

»No hay escapatoria de esta realidad. O de la peor realidad de todas, el espectro que petrificó en secreto a Goroda y al Taiko, está levantando ahora su horrible cabeza: si los fanáticos y temerarios curas cristianos se ven demasiado apurados, pondrán toda su influencia y su poder comercial y su fuerza en el mar al servicio de uno de los grandes daimíos cristianos. Más aún: montarán una fuerza invasora de fanáticos conquistadores, con armaduras de hierro y los más modernos mosquetes, para apoyar a este daimío cristiano…, como casi hicieron la última vez. Ellos solos, por muchos que fuesen los bárbaros invasores y sus sacerdotes, nada podrían contra nuestras fuerzas unidas, numéricamente muy superiores. Como vencimos a las hordas de Kublai Kan, así triunfaríamos de cualquier invasor. Pero, aliados a uno de los nuestros, a un gran daimío cristiano con ejércitos de samurais, y contando con las guerras civiles que se producirían en todo el Reino, podrían dar en definitiva, a este daimío, el poder absoluto sobre todos nosotros.

»¿Kiyama u Onoshi? Salta a la vista que éste debe ser el plan del cura. El momento es perfecto. Pero, ¿qué daimío?

»Inicialmente, los dos, ayudados por Harima de Nagasaki. Pero, ¿quién enarbolará la última bandera? Kiyama…, porque Onoshi, el leproso, ya no es de este mundo, y la recompensa de Onoshi por ayudar a su odiado enemigo y rival, Kiyama, sería una vida eterna y feliz garantizada, en el cielo de los cristianos, con un asiento permanente a la derecha de su Dios.

»Entre ambos, tienen ahora cuatrocientos mil samurais. Su base está en Kiusiu, una isla fuera de mi alcance. Los dos juntos podrían dominar fácilmente toda la isla, después, tendrían tropas innumerables, comida en abundancia, todos los barcos necesarios para una invasión, toda la seda, y Nagasaki. En todo el país, hay quizás otros quinientos o seiscientos mil cristianos. De éstos, más de la mitad, los conversos de los jesuitas, son samurais, lindamente repartidos entre las fuerzas de todos los daimíos, un formidable depósito de posibles espías, traidores o asesinos…, si los curas lo ordenasen. ¿Y por qué no habrían de ordenarlo? Obtendrían algo que aprecian más que su propia vida: el poder absoluto sobre todas las almas y, por ende, sobre el alma de este País de los Dioses —para heredar nuestra tierra y todo lo que contiene— como ha ocurrido ya cincuenta veces, según dice Anjín-san, en su Nuevo Mundo… Convierten a un rey y después lo utilizan contra su gente, hasta que se apoderan de todo el país.

»A esa pequeña banda de sacerdotes bárbaros, les es muy fácil conquistarnos. ¿Cuántos hay en el Japón? Cincuenta o sesenta. Pero tienen el poder. Y la fe. Están dispuestos a morir alegremente por sus creencias, con orgullo y con bravura, con el nombre de su Dios en los labios. Lo vimos en Nagasaki, cuando cometió el Taiko su desastroso error. Ningún sacerdote abjuró, decenas de millares de personas presenciaron la quema, decenas de millares se convirtieron, y este “martirio” dio un prestigio inmenso a la religión cristiana. Los sacerdotes cristianos se aprovechan desde entonces de tal prestigio.

»Para mí, los curas han fracasado, pero esto no les desviará del curso que se han trazado. Esto es también una realidad.

»Así, pues, es Kiyama.

»¿Está ya trazado el plan, a espaldas de Ishido y de dama Ochiba y del propio Yaemón? ¿Ha pactado ya Harima secretamente con ellos? ¿Debo lanzar inmediatamente a Anjín-san contra el Buque Negro y Nagasaki?

»¿Qué debo hacer?

»Lo de siempre. Tener paciencia, buscar la armonía, desterrar las preocupaciones acerca de mí o de ti, de la Vida o de la Muerte, Olvido o Vida Venidera, el Ahora o el Entonces, y urdir un nuevo plan. Pero, ¿cuál? —habría querido gritar, desesperado—. ¡No hay ninguno!»

—Me llena de tristeza que aquellos dos apoyen al verdadero enemigo.

—Juro que hicimos todo lo posible, señor —dijo Alvito, quien lo miró compasivamente, comprobando la aflicción de su espíritu.

—Sí, lo creo. Creo que tú y el padre Visitador cumplisteis vuestra solemne promesa, por consiguiente, cumpliré la mía. Podéis empezar a construir en seguida vuestro templo en Yedo. El terreno ha sido reservado. No puedo prohibir a los sacerdotes, los otros Peludos, la entrada en el Imperio, pero, al menos, puedo declararlos no gratos en mis dominios. Los nuevos bárbaros tampoco serán gratos, si llegan alguna vez. En cuanto a Anjín-san… —Toranaga se encogió de hombros—. Pero el tiempo que todo esto… bueno, eso es karma, ¿neh?

Alvito dio fervientes gracias a Dios por Su misericordia, ante la inesperada absolución.

—Gracias, señor —dijo, casi incapaz de hablar—. No te arrepentirás de esto. Rezaré para que tus enemigos sean barridos como escoria y para que alcances el premio del Cielo.

—Perdona mis duras palabras. Fueron fruto de la ira. Hay tantas cosas que… —Toranaga se levantó pesadamente—. Tienes mi permiso para celebrar mañana tu oficio, viejo amigo.

—Gracias, señor —dijo Alvito, inclinándose profundamente y compadeciendo a aquel hombre normalmente tan majestuoso—. Gracias de todo corazón. Que Dios te bendiga y te guarde.

Toranaga entró en la posada arrastrando los pies, seguido de sus guardias.

—¡Naga-san! —llamó.

—Sí, padre —dijo el joven, corriendo hacia él.

—¿Dónde está dama Mariko?

—Allí, señor, con Buntaro-san —dijo Naga, señalando la casita de té iluminada con faroles en el recinto del jardín, y en la que se percibían sombras de figuras—. ¿Debo interrumpir el cha-no-yu?

El cha-no-yu era una Ceremonia del Té sumamente ritual.

—No. Esto no debe interrumpirse nunca. ¿Dónde están Omi y Yabú-san?

—En su posada, señor —dijo Naga, indicando el edificio bajo del otro lado del río, cerca de la orilla opuesta.

—¿Quién la eligió?

—Yo lo hice, señor. Discúlpame, pero dijiste que les buscase alojamiento al otro lado del puente. ¿Te entendí mal?

—¿Y Anjín-san?

—Está en su habitación, señor. Esperando, por si lo necesitas.

Toranaga negó con la cabeza.

—Lo veré mañana. —Después de una pausa, dijo con la misma voz distraída—: Voy a tomar un baño. Después, no quiero que nadie me moleste hasta el amanecer, salvo que…

Naga lo observó inquieto, al ver que su mirada se perdía en el espacio, y su actitud lo desconcertó.

—¿Estás bien, padre?

—¿Qué? ¡Oh! Sí, sí, estoy bien. ¿Por qué?

—Por nada…, discúlpame. ¿Piensas todavía salir de caza al amanecer?

—¿De caza? ¡Ah, sí! Es una buena idea. Gracias por sugerirlo, sí, sería muy conveniente. Veremos. Está bien, buenas noches… ¡Oh! He dado permiso a Tsukku-san para que diga una misa mañana. Pueden asistir todos los cristianos. Y tú también irás.

—¿Señor?

—El día Primero de Año te harás cristiano.

—¿Yo?

—Sí. Por tu libre voluntad. Díselo privadamente a Tsukku-san.

—¿Señor?

Toranaga se volvió furiosamente a él.

—¿Estás sordo? ¿No comprendes una cosa tan sencilla?

—Perdóname, padre. Sí. Comprendo.

—Bien.

Toranaga volvió a su actitud distraída, y se alejó, seguido de su guardia personal. Todos los samurais se inclinaron reverenciosamente, pero él no les correspondió.

Un oficial se acercó a Naga, también lleno de inquietud.

—¿Qué le ocurre a nuestro señor?

—No lo sé, Yoshinaka-san. —Naga miró hacia el claro. Alvito acababa de salir y se dirigía al puente, escoltado por un solo samurai—. Debe de ser algo relacionado con ése.

—Nunca he visto al Señor Toranaga andar tan pesadamente. Nunca. Dicen… dicen que el sacerdote es un mago, un brujo. Debe de serlo cuando habla nuestro idioma tan bien, ¿neh? ¿Habrá hechizado a nuestro Señor?

—No, nunca. A mi padre no.

—Los bárbaros me dan escalofríos, Naga-san. ¿Te has enterado de la pelea? Tsukku-san y su banda, gritando y riñendo como mal educados eta

—Sí. Lamentable. Estoy seguro de que ese hombre ha destruido la armonía de mi padre.

—Si me lo preguntas, te diré que una flecha en el cuello de ese cura ahorraría muchos disgustos a nuestro señor.

—Sí.

—Tal vez deberíamos enterar a Buntaro-san de lo que ocurre al señor Toranaga. Es nuestro oficial superior.

—Sí, pero más tarde. Mi padre me dijo que no debía interrumpir el cha-no-yu. Esperaré a que haya terminado.

En la paz y tranquilidad de la casita, Buntaro abrió ceremoniosamente la cajita de loza del té, de la Dinastía Tang, y, con igual cuidado, tomó la cucharilla de bambú, iniciando la parte final del rito. Recogió hábilmente la cantidad exacta de polvo verde y lo depositó en la taza de porcelana sin asas. Una antigua tetera de hierro hervía sobre el carbón. Con la misma pausada elegancia, Buntaro vertió el agua hirviente en la taza, volvió a colocar la tetera sobre la trébede, y removió suavemente el polvo y el agua con el batidor de bambú, para mezclarlos perfectamente.

Añadió una cucharada de agua fría, hizo una reverencia a Mariko, que estaba arrodillada delante de él, y le ofreció la taza. Ella se inclinó y la tomó con igual refinamiento, admirando el verde líquido, y sorbió tres veces, descansó y volvió a sorber, apurando el contenido. Ella le volvió a ofrecer la taza. Él repitió la operación formal del preparado del cha y le volvió a ofrecer la bebida. Ella le pidió que probase el cha, como era de rigor. Después de la cuarta taza, Mariko rehusó con toda cortesía. Con gran cuidado, ritualmente él lavó y secó la taza, usando el paño de algodón, después dejó ambas cosas en su sitio. Él se inclinó ante ella y ésta le correspondió. El cha-no-yu había terminado.

Buntaro estaba contento de haberlo hecho lo mejor posible y de que ahora, al menos de momento, hubiese paz entre ellos. Por la tarde, no la había habido.

Él se había acercado al palanquín. Como siempre, se había sentido inmediatamente rudo y tosco en contraste con la frágil perfección de la mujer, como uno de los salvajes, despreciados y bárbaros miembros de la tribu de los velludos ainos, que antaño habían morado en el país, pero que habían sido expulsados hacia el lejano Norte, a través de los estrechos, hasta la inexplorada isla de Hokkaido. Todas sus bien pensadas palabras habían huido de su memoria, y la había invitado torpemente al cha-no-yu, añadiendo:

—Hace años que no… Nunca te he ofrecido uno, pero esta noche sería conveniente. —Y después acabó de estropearlo todo al decir, sin proponérselo y sabiendo que era estúpido, descortés y terriblemente inoportuno—: El señor Toranaga ha dicho que es hora de que hablemos.

—¿Y tú no, señor?

A pesar de su resolución, él se sonrojó y su voz sonó ronca.

—Me gustaría que hubiese armonía entre nosotros, cada vez más. No he cambiado nunca, ¿neh?

—Por supuesto, señor. Y, ¿por qué tendrías que cambiar? Si algo no va bien, a quien le corresponde cambiar es a mí, no a ti. Si hay algo que va mal es por mi culpa, perdóname, por favor.

—Te perdonaré —dijo él, mirándola desde junto al palanquín, consciente de que los demás los estaban observando, Anjín-san y Omi entre ellos.

Ella estaba tan encantadora, delicada, con su elevado peinado, sus ojos bajos, si bien ahora llenos con el mismo hielo negro de siempre. Le provocó un ciego e impotente frenesí, impulsándolo a matar, gritar mutilar, aplastar y actuar del modo como ningún samurai lo había hecho.

—He reservado la casa de cha para esta noche —dijo él—. Para esta noche, después de la cena. El señor Toranaga ha dispuesto que cenemos con él. Sería para mí un honor que fueses mi invitada después.

—El honor será mío.

Se inclinó y esperó, con los ojos bajos, y él habría querido matarla, aplastándola en el suelo, y, después, clavarse el cuchillo en el vientre y dejar que el eterno dolor aliviase el tormento de su alma.

Vio que ella lo miraba con ojos escrutadores.

—¿Algo más, señor? —le había preguntado, suavemente.

El sudor corría por la espalda y los muslos del hombre, manchando su quimono, y le dolía el pecho y la cabeza.

—Esta noche… te quedarás en la posada.

Entonces, la había dejado y había tomado minuciosas disposiciones sobre el equipaje. En cuanto había podido, había delegado sus funciones en Naga y, con fingida arrogancia, había bajado a la orilla del río y, una vez solo, se había sumergido desnudo en la corriente, sin importarle su seguridad, y había luchado con el río hasta que se había despejado su cabeza y mitigado aquel dolor palpitante.

Se había tumbado en la ribera, para acabar de serenarse. Ahora que ella había aceptado, tenía que empezar su tarea. Quedaba poco tiempo. Hizo acopio de vigor y volvió a la tosca puerta del pequeño jardín emplazado dentro del jardín principal, y permaneció un momento allí, rumiando su plan. Quería que, esta noche, todo fuese perfecto. Evidentemente, la casita era imperfecta, como lo era el jardín, un rudo intento provinciano de imitar una verdadera casa de té. «No importa —pensó, ahora completamente absorto en su tarea—, será bastante. La noche ocultará muchos defectos y las luces prestarán la distinción que falta.»

Los criados habían traído ya las cosas que había ordenado más temprano —tatamis, lámparas de aceite, de alfarería, y utensilios de limpieza—, lo mejor de Yokosé, nuevo pero modesto, discreto, sin pretensiones.

Se despojó del quimono y empezó la limpieza. Primero el cuartito de recepción, la cocina y la galería. Después el caminito con las losas cubiertas de musgo y, finalmente, las rocas y el jardín exterior. Fregó, barrió y cepilló, hasta que todo quedó inmaculado, entregándose a la humilde labor manual que era principio obligado del cha-no-yu, donde sólo el anfitrión debía cuidar de que estuviese todo inmaculado. La principal perfección era la limpieza absoluta.

Al anochecer, habían terminado casi todos los preparativos. Entonces se había bañado meticulosamente y soportado la cena y las canciones. En cuanto había podido, se había puesto ropas más oscuras y había vuelto apresuradamente al jardín. Corrió el pasador de la puerta. Primero encendió las lámparas de aceite. Después, cuidadosamente, echó agua sobre las losas y los árboles, hasta que el jardincillo adquirió un aspecto mágico con las gotas de rocío bailando en el calor de la brisa estival. Acabó de arreglar las luces. Por último, satisfecho, descorrió el pasador de la puerta, y entró en el vestíbulo. Comprobó que los cuidadosamente seleccionados pedazos de carbón, que habían sido colocados en pirámide sobre arena blanca, ardiesen correctamente. Las flores parecían bien dispuestas en el tokonama. Una vez más limpió los ya impecables utensilios. La tetera empezó a hervir, y le gustó su sonido, enriquecido por el retintín de unos trocitos de hierro cuidadosamente colocados en el fondo. Todo estaba a punto. La principal perfección del cha-no-yu era su pulcritud, la segunda, una completa sencillez. La última y más importante, acomodarse al invitado o invitados en particular.

Oyó los pasos de ella en las baldosas y el ruido que hacía al lavarse ritualmente las manos en el aljibe de agua fresca del río, y secárselas. Tres pisadas suaves hasta la galería. Otras dos hasta la puerta cubierta con la cortina. Incluso ella tuvo que inclinarse para cruzar la puertecita, deliberadamente baja para que todo el mundo tuviese que humillarse. En un cha-no-yu, todos eran iguales, el anfitrión y el invitado, el más encumbrado daimío y el simple samurai. Incluso el campesino, si era invitado.

Ante todo, ella observó el arreglo floral de su marido. Éste había escogido un solo capullo de rosa blanca silvestre y puesto una sola gota de agua en la hoja verde, y la había colocado sobre piedras rojas. «Se acerca el otoño —sugería con la flor, decía por medio de la flor—, no llores por el otoño, que es tiempo de morir, cuando la tierra empieza a dormirse, goza con el tiempo de empezar de nuevo y experimenta el fresco delicioso del aire del otoño en esta noche de verano…, pronto desaparecerán las lágrimas y la rosa, y sólo quedarán las piedras, pronto tú y yo nos desvaneceremos, y sólo quedarán las piedras.»

Él la observó, algo ausente de sí mismo, en el estado de semitrance que un maestro de cha tiene a veces la suerte de experimentar, en armonía con lo que lo rodea.

Ella se inclinó ceremoniosamente ante la flor y fue a arrodillarse delante de él. Su quimono era de color castaño oscuro, y un hilo de oro viejo en las costuras realzaba su cara y la blanca columna de su cuello, el obi, de un verde muy oscuro, hacía juego con la prenda de debajo del quimono, su peinado era sencillo, alto y sin adornos.

—Sé bien venida —dijo él, con una reverencia, iniciando el ritual.

—Es un honor para mí —respondió ella, aceptando su papel.

Él sirvió el pequeño refrigerio en una inmaculada bandeja de laca, trozos de pescado sobre arroz, que había preparado aparte, y, para completar el efecto, unas cuantas flores silvestres que había encontrado en la orilla del río, desparramadas con un desorden perfecto. Cuando ella, y después él, hubieron terminado de comer, Buntaro cogió la bandeja con estudiados movimientos —para ser observados, juzgados y recordados— y, cruzando la puerta baja, la llevó a la cocina. Ya sola, ella contempló críticamente el fuego, los carbones parecían una brillante montaña en un mar de rígida arena blanca bajo el trípode. Escuchó el silbante sonido del fuego, mezclado con el de la tetera. Desde la cocina le llegaba asimismo el sonido del roce del paño sobre la porcelana, así como el del agua, limpiando lo que ya estaba limpio. Su mirada se paseó por las vigas y los bambúes, y por las cañas que formaban la portezuela. Las sombras que proyectaban las escasas lámparas que él había colocado intencionadamente, hacían lo pequeño grande, y lo insignificante, raro, todo en perfecta armonía. Después de que lo hubo contemplado todo y aquilatado en su espíritu, Mariko salió al jardín y se dirigió de nuevo al poco profundo aljibe que, en un tiempo infinito, había formado la Naturaleza en la roca. Una vez más, se purificó las manos y la boca con el agua clara y fresca, y se enjugó con una toalla limpia.

Cuando hubo vuelto a su sitio, dijo él:

—¿Quieres tomar ahora el cha?

—Sería un honor. Pero, por favor, no te tomes tantas molestias por mí.

—El honor es mío. Tú eres mi invitada.

Él le sirvió el cha. Y ahora llegaban al final.

Mariko permaneció inmóvil en el silencio, pero conservando su serenidad, no deseando reconocer aún aquel final, ni turbar la paz que la rodeaba. Pero sentía la fuerza creciente de los ojos de él. El cha-no-yu había terminado. La vida volvía a empezar.

—Lo hiciste a la perfección —murmuró, abrumada por la tristeza, y una lágrima resbaló de sus ojos y pareció rasgarle el corazón, el pecho.

—No, no. Discúlpame, por favor… Tú eres la perfección… Esto ha sido una cosa vulgar —dijo él, sorprendido por la inesperada alabanza.

—Ha sido lo mejor que nunca he visto —dijo ella, conmovida por la sinceridad de su voz.

—No. No, por favor, perdóname. Ha sido maravilloso a causa de tu presencia, Mariko-san. Lo he hecho de modo mediocre, tú lo hubieras hecho a la perfección.

—Todo intachable. ¡Lástima que otros, más dignos que yo, no hayan podido presenciarlo! —añadió, y sus ojos brillaron a la luz vacilante.

—Tú lo has presenciado. Con esto basta. Lo hice sólo para ti. Los otros no habrían comprendido.

Ella sintió unas lágrimas cálidas en sus mejillas. Normalmente, se habría avergonzado de ellas, pero ahora no le importaban.

—Gracias. ¿Cómo puedo darte las gracias?

Él cogió una ramita de tomillo y, con dedos temblorosos, se inclinó y recogió suavemente una de las lágrimas.

—Mi obra…, mi obra es insignificante comparada con la belleza de esto. Gracias.

Él contempló la gota en la hoja. Un trozo de carbón cayó de la montaña, él cogió las tenazas y lo puso en su sitio. Unas chispas bailaron en el aire desde la cúspide de la montaña, y ésta se convirtió en un volcán en erupción.

Ambos se sumieron en una dulce melancolía, unidos por la sencillez de una simple lágrima, contentos en el silencio, unidos en la humildad, sabedores de que lo que se había dado había sido devuelto escrupulosamente. Más tarde, dijo él:

—Si nuestro deber no lo prohibiese, te pediría que te unieses a mí en la muerte. Ahora.

—De buen grado te acompañaría —respondió ella al punto—. Vayamos a la muerte. Ahora.

—No podemos. Nuestro deber para con el señor Toranaga nos lo impide.

Ella sacó el estilete que llevaba en el obi y lo colocó, reverente, sobre el tatami.

—Permíteme preparar el camino.

—No. Esto sería faltar a nuestro deber.

—Lo que ha de ser, será. Tú y yo no podemos torcer el rumbo de las cosas.

—Sí. Pero no podemos irnos antes que nuestro señor. Ni tú, ni yo. Necesita a todos sus vasallos fieles, durante un poco más de tiempo. Perdóname, pero debo prohibirlo.

—Me gustaría ir esta noche. Estoy preparada. Es más, siento grandes deseos de ir más allá. Sí, mi espíritu está lleno de gozo. —Esbozó una sonrisa de duda—. Por favor, excúsame por ser egoísta. Tienes toda la razón en lo tocante a lo de nuestro deber.

La hoja afilada brillaba a la luz de las velas. Ellos la observaban, sumidos en su contemplación. Al fin, él rompió el hechizo.

—¿Por qué vas a Osaka, Mariko-san?

—Hay que hacer cosas que sólo yo puedo hacer.

Él frunció más el entrecejo al observar que la luz de una goteante vela alcanzaba la gota, la cual se reflejaba en infinitas tonalidades.

—¿Qué cosas?

—Cosas que atañen al futuro de nuestra casa y que debo hacer yo.

—Siendo así, debes ir. —Le dirigió una mirada escrutadora—. Pero, ¿tú sola?

—Sí. Quiero asegurarme de la perfección de los convenios familiares entre nosotros y el señor Kiyama, para la boda de Saruji. El dinero, la dote, las tierras, etcétera. Hay que formalizar el aumento del feudo. El señor Hiro-matsu y el señor Toranaga así lo exigen. Yo soy la responsable de la casa.

—Sí —dijo él, pausadamente—. Es tu deber. —La miró fijamente—. Si el señor Toranaga dice que puedes ir, ve, aunque no es probable que te admitan allí. En todo caso, debes regresar en seguida. Lo más rápidamente posible. Sería una imprudencia permanecer en Osaka un momento más de lo necesario.

—Sí.

—Por mar sería más rápido que por tierra. Pero tú has odiado siempre el mar.

—Y sigo odiándolo.

—¿Tienes que estar allí en seguida?

—No creo que importen medio mes o un mes. No lo sé. Siento sólo que debo ir en seguida.

—Entonces, dejaremos el asunto y el momento en manos del señor Toranaga…, si es que, en definitiva, te permite que vayas. La presencia aquí del señor Zataki, y los dos pergaminos, sólo pueden significar la guerra. Sería peligroso ir allá.

—Sí. Gracias.

Buntaro, contento de haber terminado esta cuestión, miró satisfecho a su alrededor, sin preocuparse de que su fea figura dominara la estancia, los muslos, más anchos que la cintura, y los brazos, más gruesos que el cuello.

—Ésta es una bella estancia, mejor de lo que me había atrevido a esperar. He disfrutado aquí. Esto me recuerda que un cuerpo no es más que una choza en el desierto. Gracias por estar aquí —dijo—. Me alegro de que hayas venido a Yokosé, Mariko-san. De no haber sido por ti, nunca habría ofrecido un cha-no-yu aquí, ni me habría sentido tan identificado con la eternidad.

Ella vaciló y, después, levantó tímidamente la tetera T’ang. Era una jarrita sencilla, con tapa y sin adornos. El barniz de color anaranjado oscuro había dejado un borde irregular de porcelana desnuda en el fondo, acentuando la espontaneidad del alfarero y su renuncia a disimular la sencillez de sus materiales. Buntaro la había comprado a Sen-Na-kada, el más famoso artesano del ramo de todos los tiempos, por veinte mil kokús.

—¡Es tan hermosa! —murmuró ella, gozando de su tacto—. ¡Tan perfecta para la ceremonia!

—Sí.

—Esta noche has sido un verdadero maestro, Buntaro-san. Me has hecho muy feliz.

Ella habló en voz baja y atenta, inclinándose un poco.

—Para mí todo ha sido perfecto, el jardín y la artística forma en que disimulaste las grietas disponiendo las luces y las sombras. Y esto. —Ella tocó de nuevo el bote de cha—. Todo perfecto, incluso lo que has escrito en el paño, al, afecto. Para mí, esta noche afecto ha sido la palabra perfecta. —De nuevo se deslizaron unas lágrimas por sus mejillas—. Por favor, perdóname —dijo ella, secándose el llanto.

Él se inclinó, turbado por el elogio. Para disimularlo, empezó a envolver la tetera en sus fundas de seda. Cuando hubo terminado, la colocó en la caja y puso ésta, delicadamente, delante de la mujer.

—Mariko-san, si nuestra casa tiene problemas de dinero, toma esto y véndelo.

—¡Jamás! —Era el único bien, aparte sus sables y su arco, que él apreciaba realmente—. Esto sería lo último que vendería.

—Discúlpame, por favor, pero, si la paga de mis vasallos es un problema, tómalo.

—Tenemos bastante para todos ellos, con buena administración. Y tenemos las mejores armas y los mejores caballos. En esto, nuestra casa es fuerte. No, Buntaro-san, la T’ang es tuya.

—No nos queda mucho tiempo. ¿Para qué la quiero? ¿Para Saruji?

Ella miró los carbones y el fuego que consumía el volcán, humillándolo.

—No. No, hasta que sea un excelente maestro del cha, como su padre. Te aconsejo que dejes la T’ang al señor Toranaga, que es digno de ella, y le pidas que, antes de morir, juzgue si nuestro hijo merece recibirla.

—¿Y si el señor Toranaga pierde y muere antes del invierno, como estoy seguro de que perderá?

—¿Qué?

—Aquí, en privado, puedo decirte en voz baja la verdad, sin disimulo. ¿Acaso la franqueza no es parte importante del cha-no-yu? Sí, perderá, a menos que convenza a Kiyama y Onoshi… y a Zataki.

—En tal caso, pon en tu testamento que la T’ang sea enviada solemnemente a Su Alteza Imperial, con el ruego de que la acepte. Ciertamente, la T’ang merece la divinidad.

—Sí. Ésta sería la alternativa perfecta. —Observó el cuchillo y añadió, tristemente—: ¡Ay, Mariko-san! Nada podemos hacer por el señor Toranaga. Su karma está escrito. Ganará o perderá. Pero, tanto si gana como si pierde, habrá una gran matanza.

—Sí.

Él apartó la mirada del cuchillo de ella y, meditabundo, contempló la ramita de tomillo y la lágrima todavía pura. Después, dijo:

—Si pierde antes de que yo muera, mataré a Anjín-san, y, si he muerto, lo hará uno de mis hombres.

La cara de ella parecía etérea en contraste con la oscuridad. La suave brisa movía mechones de cabellos de Mariko, haciéndola parecer más estatuaria aún.

—Perdona, pero, ¿puedo preguntarte por qué?

—Es demasiado peligroso para dejarlo vivir. Sus conocimientos, sus ideas, repetidas hasta la saciedad, infectarán el Reino y pueden contagiar incluso al señor Yaemón. El señor Toranaga está ya bajo su hechizo, ¿neh?

—El señor Toranaga aprecia su conocimiento —dijo Mariko.

—En cuanto muera el señor Toranaga, esto significará también la sentencia de muerte contra Anjín-san. Pero espero que nuestro señor abra los ojos mucho antes. —La lámpara chisporroteó y se apagó. Él miró a Mariko—. ¿Caíste tú también bajo su hechizo?

—Es un hombre fascinador. Pero su mentalidad es tan distinta de la nuestra…, sus valores tan…, sí, tan diferentes en muchos aspectos, que a veces es casi imposible entenderlo. Una vez, traté de explicarle el cha-no-yu, pero estaba fuera de su alcance.

—Debe de ser terrible haber nacido bárbaro —dijo Buntaro.

—Sí.

—Algunos creen que Anjín-san fue japonés en su anterior vida —dijo él mirando la hoja de su daga—. No es como otros bárbaros y trata… trata de hablar y actuar corro nosotros, aunque no lo consigue, ¿neh?

—Me habría gustado que lo hubieses visto casi hacerse el seppuku, Bantaro-san. Yo… fue extraordinario. Vi cómo la muerte se aproximó a él, si bien fue apartada por la mano de Omi. Si fue previamente japonés, creo que esto explicaría muchas cosas. El señor Toranaga considera que es muy valioso para nosotros ahora.

—Creo que deberías dejar de instruirlo y volver a ser enteramente japonesa.

—¿Qué quieres decir, señor?

—Creo que el señor Toranaga está hechizado por él. Y también tú.

—Perdona, señor, pero no creo estarlo.

—Aquella noche en Anjiro, en que las cosas anduvieron mal, tuve la impresión de que estabas con él y en contra de mí. Desde luego, fue un mal pensamiento, pero lo tuve.

Ella apartó la mirada del cuchillo, miró fijamente a Buntaro y no respondió. Otra lámpara chisporroteó un momento y se apagó. Sólo quedó una luz en la estancia.

—Sí, aquella noche lo odié —prosiguió Buntaro, con voz tranquila—. Habría querido verlo muerto, y también a ti y a Fujiko-san. Mi arco me susurró que lo matara, tal como suele hacerlo a veces. Y cuando, al amanecer, lo vi bajar por la cuesta empuñando las cobardes pistolitas, sentí que mis saetas estaban ansiosas de verter su sangre. Pero dejé su muerte para más adelante y me humillé, porque lamentaba mis malos modales más que él, y estaba avergonzado de mi comportamiento a causa del saké. —Su cansancio se manifestó ahora claramente—. ¡Cuánta vergüenza tenemos que soportar tú y yo!, ¿neh?

—Sí.

—¿No quieres que lo mate?

—Debes hacer lo que creas que es tu deber —dijo ella—, como yo procuro cumplir siempre con el mío.

—Esta noche nos quedaremos en la posada —dijo él.

—Sí.

Y entonces, porque ella había sido una invitada perfecta y porque el cha-no-yu le había salido mejor que nunca, cambió Buntaro de idea y decidió darle tiempo y paz, en la misma medida en que los había recibido de ella.

—Ve a la posada y duerme —le dijo, recogiendo el estilete y ofreciéndoselo—. Cuando los meples estén desnudos de hojas, o cuando vuelvas de Osaka, empezaremos de nuevo. Como marido y mujer.

—Sí. Gracias.

—¿Lo aceptas libremente, Mariko-san?

—Sí. Gracias.

—¿Ante tu Dios?

—Sí, ante Dios.

Mariko se inclinó, tomó el cuchillo, lo guardó, hizo una nueva reverencia y salió.

Sus pasos se extinguieron al alejarse. Buntaro contempló la ramita que tenía todavía en la mano, y la lágrima prendida en la hoja diminuta. Sus dedos temblaron al poner la ramita sobre las últimas brasas. Las hojitas verdes se encogieron al tostarse. La lágrima se desvaneció con un susurro.

Entonces, envuelto en el silencio, Buntaro empezó a llorar de rabia, súbitamente seguro, en lo más profundo de su ser, de que ella lo había traicionado con Anjín-san.

Blackthorne la vio salir del jardín y cruzar el patio bien iluminado. Contuvo el aliento ante su belleza inmaculada. La aurora asomaba despacio en el cielo de oriente.

—Hola, Mariko-san.

—¡Ah! Hola, Anjín-san. Lo siento, pero… me has asustado. No te había visto. Te acuestas muy tarde.

—No. Gomen nasai, me he levantado ya. —Sonrió y señaló hacia el Este, por donde apuntaba el día—. Es una costumbre que adquirí en el mar: levantarme antes de la aurora, con buen tiempo, para subir arriba y tomar el sol. —Su sonrisa se hizo más amplia—. ¡Eres tú quien se acuesta tarde!

—No me había dado cuenta de que… de que la noche había terminado. —Había samurais en todas las puertas, observándoles con curiosidad. Entre ellos, estaba Naga. La voz de ella se hizo casi imperceptible al decir en latín:

—Guarda tus ojos, te lo suplico. Incluso la noche contiene presagios del destino.

—Pido perdón.

Miraron hacia afuera al oír que resonaban pisadas de caballos en la puerta principal. Allí estaban los halcones, los monteros y soldados de la escolta. Desalentado, Toranaga salió de la posada.

—Todo está listo, señor —dijo Naga—. ¿Puedo acompañarte?

—No, no, gracias. Descansa. ¿Cómo ha estado el cha-no-yu, Mariko-san?

—Muy bien, señor. Francamente delicioso.

—Buntaro-san es un maestro. Tienes suerte.

—Sí, señor.

—¡Anjín-san! ¿Quieres venir a cazar? Me gustaría enseñarte el arte de la cetrería.

—Sí, gracias —dijo Blackthorne.

—Bien. —Toranaga le señaló un caballo—. Ven conmigo.

—Sí, señor.

Mariko los vio marchar. Cuando hubieron desaparecido del camino, ella se dirigió a su habitación. Su doncella la ayudó a desnudarse, a quitarse el maquillaje y a deshacerse el peinado. Mariko le dijo que se quedase en la habitación y que no dejase que la molestasen hasta el mediodía.

Después, se tendió y cerró los ojos experimentando un exquisito placer al notar que su cuerpo se hundía suavemente en el blando colchón de plumas. Estaba agotada y gozosa al mismo tiempo. El cha-no-yu le había proporcionado una paz extraña, la había purificado, y, después, la sublime y alegre decisión de ir al encuentro de la muerte la había elevado a unas alturas jamás alcanzadas hasta entonces. Y, al bajar de nuevo a la vida, había tenido la fantástica e increíble impresión del gozo de vivir. Le había parecido estar fuera de sí misma cuando había contestado pacientemente a Buntaro, segura de que sus respuestas y su actitud eran perfectas. Se acurrucó en la cama, contenta de que hubiese vuelto la paz…, hasta que cayesen las hojas.

—¡Oh, Virgen mía! —oró fervorosamente—, te doy las gracias por haber aplazado la ejecución de mi sentencia. Te doy las gracias y te venero con todo mi corazón y con toda mi alma por toda la eternidad.

Rezó humildemente un Avemaría, y, pidiendo perdón, de acuerdo con su costumbre y su obediencia a su señor feudal, por otro día, encerró a Dios en el interior de su mente.

«¿Qué habría hecho —murmuró antes de dormirse—, si Buntaro hubiese querido compartir mi lecho? Me habría negado. ¿Y si él hubiese insistido, usando de su derecho? Habría cumplido mi promesa. ¡Oh, sí! Nada ha cambiado.»