Llegaron a Yokosé al mediodía. Buntaro había salido al encuentro de Zataki la noche anterior y, siguiendo órdenes de Toranaga, le había dado la bienvenida con gran ceremonia.
—Le pedí que acampara fuera del pueblo, al Norte, hasta que estuviese preparado el lugar de reunión, señor —dijo Buntaro—. El encuentro formal se realizará esta tarde aquí, si a ti te parece bien. —Y añadió, agriamente—: Pensé que la Hora de la Cabra sería de buen augurio.
—Bien.
—Él quería reunirse contigo esta noche, pero me negué. Le dije que tendrías el «honor» de recibirlo hoy o mañana, como él prefiriese, pero no después del anochecer.
Toranaga gruñó su aprobación, pero no se apeó de su caballo. Llevaba peto, casco y una armadura ligera de bambú, lo mismo que su escolta, cubierta de polvo a causa del viaje. De nuevo miró atentamente a su alrededor. El claro había sido bien escogido, no había ninguna posibilidad de emboscada. No había árboles ni casas próximos, donde pudiesen ocultarse arqueros o mosqueteros. Al este del pueblo, el terreno era llano y un poco elevado. El Norte, el Oeste y el Sur estaban protegidos por el pueblo y por el puente de madera, tendido sobre el río de rápida corriente. Aquí, en el desfiladero, el agua formaba remolinos y estaba llena de rocas. Al Este, detrás de él y de sus cansados y sudorosos jinetes, el camino subía empinado por el paso, hasta la brumosa cresta, a cinco ri de distancia. Las montañas se elevaban alrededor, muchas de ellas eran volcánicas, y la mayor parte de los picos rozaban las nubes. En el centro del claro se había levantado un estrado de doce esteras sobre pilastras bajas. Estaba cubierto por un alto dosel. Las prisas no se advertían en el montaje. Dos cojines de brocado aparecían colocados de frente sobre el tatamis.
—Tengo hombres allí, allí y allí —siguió diciendo Buntaro, mientras señalaba con el arco todas las alturas dominantes—. Puedes ver a muchos ri en todas direcciones, señor. Buenas posiciones defensivas, el puente y todo el pueblo están cubiertos. Al Este tienes asegurada la retirada por más hombres. El puente está estrechamente vigilado por centinelas, y he dejado una «guardia de honor» de cien hombres en su campamento.
—¿Está ahora allí el señor Zataki?
—No. Elegí una posada para él y sus escuderos en las afueras del pueblo, hacia el Norte, procurando que fuese digna de su rango, y le invité a disfrutar de los baños. La posada es solitaria y segura. Le di a entender que tú irías mañana al balneario de Shuzenji y que él sería tu invitado. —Buntaro señaló una bonita posada de un solo piso al borde del claro, y que era la que gozaba de una vista mejor, cerca de un manantial de agua caliente que surgía de la roca y caía en una bañera natural—. Ésa es tu posada, señor. —Delante de la posada había un grupo de hombres, arrodillados, inmóviles y con las cabezas bajas—. Son el jefe y los ancianos del pueblo. No sabía si querías verlos en seguida.
—Más tarde.
Toranaga desmontó, se estiró y caminó un poco para desentumecer los músculos de la espalda y de las piernas. Había venido de Anjiro de un tirón, a marcha forzada, deteniéndose sólo para cambiar de montura. El resto del tren de equipaje —palanquines y portadores—, al mando de Omi, había quedado muy atrás, en el camino que bajaba de la cresta. La carretera de Anjiro serpenteaba, a lo largo de la costa y, luego, se bifurcaba. Habían seguido la ruta del Oeste, tierra adentro, y subido entre frondosos bosques ricos en caza, con el monte Omura a la derecha y los picos de la cordillera volcánica Amagi a la izquierda, elevándose a casi cinco mil pies de altitud. El viaje le había entusiasmado. ¡Por fin realizaba alguna acción! Parte del trayecto era tan adecuado para la cetrería, que se había prometido cazar un día en Izú.
—Bien. Muy bien —dijo, en medio del ruido de sus hombres, que desmontaban y se distribuían—. Lo has hecho muy bien.
—Si quieres complacerme, señor, te suplico que me permitas aniquilar inmediatamente al señor Zataki y a sus hombres.
—¿Te ha insultado?
—No. Por el contrario, sus modales han sido dignos de un cortesano, pero la bandera que enarbola es un signo de traición contra ti.
—Ten paciencia. ¿Cuántas veces he de decírtelo? —lo apercibió amablemente Toranaga.
—Tengo miedo, señor —respondió Buntaro, con aspereza—. Te ruego que me disculpes.
—Eras amigo suyo.
—Y él era tu aliado.
—Te salvó la vida en Odawara.
—Luchamos en el mismo bando en Odawara —replicó fríamente Buntaro y, después, estalló—: ¿Cómo puede hacerte esto, señor? ¡Tu propio hermano! ¿No lo favoreciste, no luchasteis juntos… toda la vida?
—La gente cambia. —Toranaga contempló el estrado. Delicadas cortinas de seda pendían de las vigas sobre el tablado, para adornarlo mejor. Borlas ornamentales de brocado, que hacían juego con los cojines, formaban una bonita cenefa, y había otras más grandes en los postes de las esquinas—. Esto es demasiado rico y da excesiva importancia a la reunión —dijo—. Simplifícalo. Quita las cortinas, las borlas y los cojines, devuélvelo todo a los mercaderes, y, si no quieren devolver el dinero al intendente, dile a éste que lo venda. Consigue cuatro cojines, no dos, sencillos y llenos de borra.
—Sí, señor.
Toranaga vio el manantial y caminó hasta él. El agua, humeante y sulfurosa, silbaba al brotar de una hendidura de la roca. Su cuerpo le pedía un baño.
—¿Y el cristiano? —preguntó.
—¿Qué, señor?
—Tsukku-san, el cura cristiano.
—¡Oh, ése! Está en algún lugar del pueblo, pero al otro lado del puente. Se le ha prohibido pasar a este lado sin tu permiso. ¿Por qué? ¿Es importante? Dice que sería para él un honor hablar contigo, cuando juzgases conveniente. ¿Quieres que venga ahora?
—¿Iba solo?
Buntaro frunció los labios.
—No. Llevaba una escolta de veinte acólitos, todos tonsurados como él…, hombres de Kiusiu, señor, samurais de buena cuna. Todos montados, pero sin armas. Los hice cachear a fondo.
—¿Y a él?
—Naturalmente, a él más que a nadie. Llevaba cuatro palomas mensajeras en su equipaje. Las confisqué.
—Bien hecho. Destrúyelas… Una equivocación en la comida, una desgracia, ¿neh?
—Comprendo. ¿Quieres que lo mande a buscar ahora?
—Más tarde. Lo veré más tarde.
Buntaro frunció el ceño.
—¿Hice mal en registrarle?
Toranaga negó con la cabeza y se volvió a mirar la cresta de los montes, sumido en sus reflexiones. Después, dijo:
—Envía a un par de hombres de confianza a vigilar el Regimiento de Mosquetes.
—Ya lo he hecho, señor. —La cara de Buntaro se iluminó de cruel satisfacción—. Y tenemos algunos espías entre la guardia personal del señor Yabú. Éste no podrá tirarse un pedo sin que tú lo sepas, señor.
—Bien.
La cabeza del tren de equipaje, todavía lejano, dobló un recodo del sinuoso camino. Toranaga vio los tres palanquines. Omi cabalgaba al frente, según lo ordenado, y Anjín-san lo hacía a su lado, con desenvoltura.
Les volvió la espalda.
—He traído a tu mujer.
—Sí, señor.
—Me ha pedido permiso para ir a Osaka.
Buntaro lo miró fijamente, pero no dijo nada. Después, se volvió a mirar las apenas visibles figuras.
—Le di mi aprobación, a condición, naturalmente, de que tú también lo apruebes.
—Apruebo todo lo que apruebes tú, señor —dijo Buntaro.
—Puede ir por tierra desde Mishima, o acompañar a Anjín-san a Yedo, e ir por mar a Osaka desde allí. Anjín-san se ha comprometido a encargarse de ella, si tú lo apruebas.
—Sería más seguro por mar —sugirió Buntaro, ardiendo por dentro.
—Todo dependerá del mensaje del señor Zataki. Si Ishido me declara formalmente la guerra, se lo prohibiré, naturalmente. Si no, tu esposa puede marcharse mañana o pasado, si te parece bien.
—Todo lo que tú apruebes me parecerá bien.
—Esta tarde, encarga de tus deberes a Naga-san. Es un buen momento para que hagas las paces con tu esposa.
—Discúlpame, señor, pero preferiría quedarme con mis hombres. Te suplico que me dejes con ellos. Hasta que estés a salvo lejos de aquí.
—Esta noche transmitirás tus funciones a mi hijo. Tú y tu esposa cenaréis conmigo. Os alojaréis en la posada. Y haréis las paces.
Buntaro agachó la cabeza. Después dijo, fríamente:
—Sí, señor.
—Te ordeno que intentes hacer las paces —dijo Toranaga. Iba a añadir que «una paz honrosa es mejor que la guerra», pero esto no era verdad y podía dar pie a una discusión filosófica, y ahora estaba cansado y no quería discusiones, sino sólo un baño y descansar un rato—. Ahora, ¡llama al jefe del pueblo!
El jefe del pueblo y los ancianos se atropellaron en sus prisas por postrarse ante él, dándole la bienvenida de la manera más extravagante. Toranaga les dijo que esperaba que fuera justa y razonable la factura que presentasen a su intendente al marcharse él.
—Hai —replicaron humildemente al unísono bendiciendo a los dioses por su inesperada buena suerte y por las pingües ganancias que, sin duda, les produciría aquella visita. Con muchas más reverencias y cumplidos, y diciendo que estaban orgullosos de poder servir al daimío más grande del Imperio, el viejo y vivaracho jefe del pueblo los introdujo en la posada.
Toranaga la inspeccionó minuciosamente, entre bandadas de corteses y sonrientes doncellas de todas las edades, flor y nata de la aldea. Había diez habitaciones alrededor de un estrambótico jardín con una casita de té en el centro, cocinas en la parte posterior y una casa de baño al Oeste, adosada a las rocas y alimentada directamente por los manantiales. Toda la posada estaba perfectamente vallada —un camino cubierto conducía al baño— y era fácil de defender.
—No necesito toda la posada, Buntaro-san —dijo, plantándose de nuevo en la galería—. Tres habitaciones serán suficientes: una para mí, otra para Anjín-san y otra para las mujeres. Tú tomarás una cuarta. Podemos ahorrarnos las demás.
—Mi intendente me ha dicho que hizo un buen trato para toda la posada, señor, por días, y a menos de la mitad del precio, y todavía estamos fuera de temporada. Yo lo aprobé, pensando en tu seguridad.
—Está bien —convino Toranaga, de mala gana—. Pero quiero ver la factura antes de que nos marchemos. No hay que derrochar el dinero. Y llena las habitaciones de guardias, cuatro en cada una.
—Sí, señor.
Buntaro había decidido ya por su cuenta hacerlo así. Observó cómo se alejaba Toranaga, con dos guardias personales y cuatro de las más lindas doncellas, hacia su dormitorio, situado en el ala Este. «¿Qué mujeres? —se preguntaba, desorientado—. ¿Qué mujeres se necesitaban en la habitación? ¿Mariko? No te preocupes, no tardarás en saberlo.»
Salió al patio y miró hacia el camino.
«¿Por qué, a Osaka?»
A la Hora de la Cabra, los centinelas del puente se apartaron a un lado. El cortejo empezó a cruzarlo. Iban primero los heraldos, llevando estandartes con la todopoderosa enseña de los regentes, seguía el rico palanquín, y más guardias cerraban la marcha.
Los lugareños tocaban el suelo con la frente. Todos estaban de rodillas, secretamente pasmados ante tanta pompa y riqueza. El jefe del pueblo había preguntado, prudentemente, si podía reunir a toda su gente, para honrar a los visitantes. Toranaga le había enviado un mensaje diciéndole que los que no estuviesen trabajando podían asistir, con el permiso de su jefe. Por tanto, éste había seleccionado cuidadosamente una delegación, compuesta, en su mayoría, por ancianos y jóvenes sumisos, lo suficiente para una exhibición —aunque todos los adultos habrían querido estar presentes—, sin contravenir las órdenes del gran daimío. Todos los que podían hacerlo, observaban disimuladamente desde puertas y ventanas.
Saigawa Zataki, señor de Shinano, era más alto que Toranaga, cinco años más joven que él, y tenía su misma anchura de hombros y su misma nariz prominente. Pero su vientre era plano, y los breves pelos de la barba, negros y tupidos. Sus ojos eran meras rendijas en su cara. Aunque parecía haber un curioso parecido entre los dos medio hermanos, cuando estaban separados, ahora, que estaban juntos, se veían distintos por completo. El quimono de Zataki era rico, su armadura, resplandeciente y ostentosa, sus sables, bien cuidados.
—Sé bienvenido, hermano —dijo Toranaga, avanzando e inclinándose. Llevaba un quimono sencillo y sandalias de paja. Y sables—. Perdona que te reciba con tan poca ceremonia, pero he venido lo más de prisa que he podido.
—Perdóname tú, por molestarte. Tienes buen aspecto, hermano. Muy bueno.
Zataki bajó del palanquín, se inclinó a su vez y empezaron las interminables y minuciosas formalidades de un ceremonial que regía para los dos.
—Por favor, ocupa ese cojín, señor Zataki.
—Sírvete disculparme, pero me sentiría más honrado si te sentases tú primero, señor Toranaga.
—Eres muy amable. Pero hazme el honor de sentarte primero.
Por fin, se sentaron frente a frente en los cojines, a dos sables de distancia. Buntaro estaba detrás, a la izquierda de Toranaga. El primer ayudante de Zataki, un viejo samurai de cabellos grises, estaba detrás y a la izquierda de éste. Alrededor del estrado, y a veinte pasos de distancia, había varias hileras de samurais de Toranaga, sentados, vestían las mismas ropas con las que habían viajado, pero con sus armas en perfectas condiciones. Omi estaba sentado en el suelo, al borde del estrado, y Naga, en el lado opuesto. Los hombres de Zataki vestían ricos trajes de ceremonia, sujetos con hebillas de plata los grandes mantos de hombreras como alas. También iban bien armados, se habían sentado a veinte pasos de distancia.
Mariko sirvió el cha tradicional y empezó la charla inofensiva y formal entre los dos hermanos. En el momento oportuno, Mariko hizo una reverencia y se marchó, mientras Buntaro percibía dolorosamente su presencia y se sentía, al mismo tiempo, orgulloso de su gracia y su belleza. Y entonces, prematuramente, Zataki dijo, con brusquedad:
—Traigo órdenes del Consejo de Regencia.
Se hizo un súbito silencio en la estancia. Todos se quedaron estupefactos ante la descortesía de Zataki y la manera insolente con que había dicho «órdenes» y no «un mensaje», sin esperar a que Toranaga le preguntase: «¿En qué puedo servirte?», como exigía el ceremonial.
Naga dirigió rápidamente la mirada desde el brazo del sable de Zataki al de su padre. Vio enrojecer el cogote de Toranaga, señal infalible de una explosión inminente. Pero el rostro de Toranaga permanecía tranquilo, y Naga quedó sorprendido al oír la serena contestación:
—Perdón, ¿traes órdenes? ¿De quién, hermano? Seguramente te habrán dado algún mensaje.
Zataki se sacó de la manga dos pequeños rollos. La mano de Buntaro estuvo a punto de cerrarse sobre la empuñadura de su sable ante aquella inesperada brusquedad, pues el ritual exigía que todos los movimientos fuesen lentos y deliberados. Pero Toranaga no se había movido.
Zataki rompió el sello del primer pergamino y leyó, en voz alta y terrible:
Por orden del Consejo de Regencia, en nombre del Emperador Go-Niji, Hijo del Cielo: Saludamos a nuestro ilustre vasallo Yoshi Toranaga-noh-Minowara y lo invitamos a prestarnos obediencia en Osaka inmediatamente, así como a informar en el acto a nuestro ilustre embajador, el regente señor Saigawa Zataki, de si nuestra invitación es aceptada o rechazada.
Levantó la mirada y, con voz igualmente firme, siguió diciendo:
—Está firmado por todos los regentes y sellado con el Gran Sello del Reino.
Con altivez, dejó el rollo ante él. Toranaga hizo una seña a Buntaro, el cual avanzó, se inclinó ante Zataki, tomó el rollo, se volvió a Toranaga y se inclinó de nuevo. Toranaga aceptó el rollo e indicó a Buntaro que volviese a su sitio.
Toranaga examinó el escrito sin ninguna prisa.
—Todas las firmas son auténticas —admitió Zataki—. ¿Lo aceptas, o lo rechazas?
Con voz contenida, de modo que sólo los que estaban en el estrado, Omi y Naga, pudieron oírle, Toranaga dijo:
—¿Por qué no he de cortarte la cabeza, por tus malos modales?
—Porque soy hijo de mi madre —respondió Zataki.
—Esto no te servirá de nada, si sigues por ese camino.
—Entonces, ella morirá antes de tiempo.
—¿Qué?
—La señora, nuestra madre, está en Takato. —Takato era una fortaleza inexpugnable y capital de Shinano, la provincia de Zataki—. Lamentaría mucho que su cuerpo se tuviera que quedar allí para siempre.
—¡Baladronadas! La honras igual que yo.
—Por su espíritu inmortal, te diré, hermano, que, por mucho que la honre, aún detesto más lo que tú estás haciendo al Reino.
—No deseo más territorios ni pretendo…
—Pretendes impedir la sucesión.
—También en esto te equivocas. Protegeré siempre a mi sobrino contra los traidores.
—Quieres la caída del Heredero. Yo lo creo así, y, por tanto, he decidido seguir con vida y cerrarte Shinano y la carretera del Norte, cueste lo que cueste, y seguiré haciéndolo hasta que el Kwanto esté en manos amigas…, cueste lo que cueste.
—¿En tus manos, hermano?
—En manos seguras, lo cual te excluye a ti, hermano.
—¿Confías en Ishido?
—No confío en nadie, tú me lo enseñaste. Ishido es Ishido, pero su lealtad es indiscutible. Incluso tú debes admitirlo.
—Lo único que admito es que Ishido trata de destruirme y de dividir el Reino, que ha usurpado el poder y que está quebrantando la voluntad del Taiko.
—Pero tú tramaste con el señor Sugiyama la destrucción del Consejo de Regencia, ¿neh?
En la frente de Zataki empezó a latir una vena como un gusano negro.
—¿Qué puedes decir? —prosiguió—. Uno de sus consejeros confesó la traición: que te pusiste de acuerdo con Sugiyama para que aceptase al señor Ito en tu lugar, que dimitiese el día antes de la primera reunión y que escapase por la noche, sumiendo al Reino en la confusión. Yo oí esta confesión…, hermano.
—¿Fuiste tú uno de los asesinos?
Zataki enrojeció.
—Fueron unos ronín fanáticos quienes mataron a Sugiyama, no yo, ni ninguno de los hombres de Ishido.
—Pero es curioso que tú tomases su puesto de regente, ¿neh?
—No. Mi linaje es tan antiguo como el suyo. Pero yo no ordené su muerte, y tampoco lo hizo Ishido. Él lo juró por su honor de samurai. Y también lo juro yo. Los ronín mataron a Sugiyama, aunque éste lo tenía merecido.
—Fue torturado, deshonrado en un asqueroso sótano, y sus hijos y consortes fueron despedazados delante de él, ¿no?
—Eso es un rumor difundido por los cerdos descontentos, tal vez por tus espías, para desacreditar al señor Ishido, e, indirectamente, a dama Ochiba y al Heredero. No hay pruebas de ello.
—Mira sus cadáveres.
—Los ronín incendiaron la casa. No hay cadáveres.
—Muy oportuno, ¿neh? ¿Cómo puedes ser tan crédulo? ¡No eres un campesino estúpido!
—Me niego a seguir sentado aquí, oyendo estas indecencias. Dame tu respuesta ahora mismo. Y además, córtame la cabeza y haz que ella muera, o déjame marchar. —Zataki se inclinó hacia delante—. Momentos después de que mi cabeza sea separada de mis hombros, diez palomas mensajeras emprenderán el vuelo hacia el Norte, hacia Takato. Tengo hombres de confianza en el Norte, Este y Oeste, a un día de marcha de aquí, fuera de tu alcance, y, si ellos fracasan, hay más al otro lado de tus fronteras. Si me decapitas, o me haces asesinar, o muero en Izú, por el motivo que sea, ella morirá también. Y ahora, toma mi cabeza o acabemos con los rollos, para que pueda partir en seguida de Izú. ¡Elige!
—Ishido asesinó al señor Sugiyama. Dame tiempo y te lo demostraré. Es importante, ¿neh? Sólo necesito un poco de…
—¡No tienes más tiempo! El mensaje dice «inmediatamente». Pero como veo que te niegas, no hablemos más de ello. ¡Toma! —Zataki puso el segundo rollo sobre el tatamis—. Ésta es tu inculpación formal y la orden de que te hagas el harakiri, orden que supongo desobedecerás también… ¡y que el señor Buda te perdone! Con esto acaba todo. Me marcharé en seguida, cuando volvamos a encontrarnos, será en el campo de batalla, y, por el señor Buda, que he jurado que el mismo día, antes de que se ponga el Sol, clavaré tu cabeza en una pica.
Toranaga mantuvo la mirada fija en su adversario.
—El señor Sugiyama era amigo tuyo y mío. Era nuestro camarada, el samurai más honrado que jamás existió. Debería importarte conocer la verdad sobre su muerte.
—La tuya tiene más importancia, hermano.
—Ishido te ha engatusado como a un chiquillo.
Zataki se volvió a su consejero.
—Por tu honor de samurai, ¿he tendido yo alguna emboscada, y cuál es el mensaje?
El viejo y digno samurai de grises cabellos, jefe de los confidentes de Zataki y bien conocido de Toranaga como hombre honorable, se sentía avergonzado, como todos los presentes, al ver aquella incalificable ostentación de odio.
—Lo siento, señor —dijo, en un murmullo ahogado, inclinándose ante Toranaga—, pero mi Amo dice la verdad. ¿Cómo podría discutirse esto? Y, por favor, discúlpame, pero es mi deber haceros notar a los dos, sincera y humildemente, que… esta lamentable falta de cortesía entre vosotros no es digna de vuestro rango ni de la solemnidad de esta ocasión. Si os hubiesen podido oír vuestros vasallos, dudo de que cualquiera de los dos hubiese podido contenerlos. Disculpadme, por favor —se inclinó ante ambos—, pero tenía que decirlo. —Después, añadió—: Todos los mensajes dicen lo mismo, señor Toranaga, y llevan el sello oficial del señor Zataki. «Matad a la señora, mi madre, inmediatamente.»
—¿Cómo puedo probar que no intento derribar al Heredero? —preguntó Toranaga a su hermano.
—Abdicando inmediatamente de todos tus títulos y de todo tu poder en favor de tu hijo y heredero, el señor Sura, y haciéndote hoy mismo el harakiri. En tal caso, yo y todos mis hombres apoyaríamos a Sudara como señor del Kwanto.
—Reflexionaré sobre eso.
—¿Eh?
—Reflexionaré sobre lo que me has dicho —repitió Toranaga, con mayor firmeza—. Nos reuniremos mañana a esta hora, si te parece bien.
Zataki hizo una mueca.
—¿Es otro de tus trucos? ¿Por qué hemos de reunirnos?
—Por lo que dijiste y por esto —dijo Toranaga, levantando el rollo que tenía en la mano—. Mañana te daré mi respuesta.
—¡Buntaro-san! —exclamó Zataki, señalando el segundo rollo—. Por favor, da eso a tu señor.
—¡No! —La voz de Toranaga resonó en el claro. Después, ceremoniosamente, añadió—: Es un honor para mí aceptar el mensaje del Consejo, y daré mi respuesta a su ilustre embajador, el señor de Shinano, mañana a esta misma hora.
Zataki lo miró, receloso.
—¿Qué posible res…?
—Perdón, señor —lo interrumpió el viejo samurai, en voz baja y con grave dignidad, manteniendo en privado la conversación—, pero el señor Toranaga tiene perfecto derecho a sugerir esto. Le has planteado un grave dilema, un dilema que no figura en los rollos. Es justo y honorable concederle el plazo que exige.
Zataki cogió el segundo rollo y lo introdujo de nuevo en su manga.
—Muy bien, de acuerdo. Señor Toranaga, sírvete excusar mis malos modales. Y, para terminar, te ruego me digas dónde está Kasigi Yabú. Tengo un rollo para él. Uno solo.
—Te lo enviaré.
El halcón plegó las alas en el cielo del atardecer, bajó mil pies y chocó con la paloma en un revoloteo de plumas, después, la sujetó con sus garras, sin dejar de caer como una piedra, y, al llegar a pocos pies del suelo, soltó su presa muerta, frenó en seco y se posó sobre ella. «Ik-ik-ik-iiik», chilló, erizando, orgulloso, las plumas del cuello y rajando con las garras la cabeza de la paloma, en su éxtasis de triunfo.
Toranaga, seguido de Naga, se acercó al galope. El daimío saltó de su caballo. Llamó suavemente al ave, y ésta, obediente, se posó en su guante. Al punto fue recompensada con un trozo de carne de una presa anterior. Le puso el capirote, apretando las correhuelas con los dientes. Naga recogió la paloma, la introdujo en el zurrón, medio lleno, que pendía de la silla de su padre y, dando media vuelta, llamó a los batidores y a los guardias que se habían mantenido alejados.
Toranaga volvió a montar y contempló el cielo, calculando el tiempo que quedaba de luz.
Al caer la tarde había vuelto a aparecer el Sol, que ahora se ocultaba ya detrás de los montes de Occidente. Al morir rápidamente el día, el aire corría fresco y agradable. Las nubes eran empujadas hacia el Norte por el viento dominante, y se acumulaban sobre los picachos, ocultando muchos de ellos.
—Mañana tendremos un buen día, Naga-san. Despejado, si no me equivoco. Creo que saldré de caza al amanecer.
—Sí, padre.
Naga lo observaba, perplejo, temeroso de hacerle preguntas, pero deseoso de saberlo todo.
No comprendía cómo podía mostrarse su padre tan indiferente después de un encuentro tan violento.
Vio a unos jinetes salir del bosque y galopar en dirección a ellos por la ondulada cuesta. Más allá del verde oscuro del bosque, el río era como una serpenteante cinta negra. Las luces de las posadas parpadeaban como luciérnagas.
—¡Padre!
—¿Qué? ¡Ah, sí, ya los veo! ¿Quiénes son?
—Yabú-san, Omi-san y… ocho guardias.
—Tu vista es mejor que la mía. Sí, ahora los reconozco.
Naga dijo, sin previa reflexión:
—No habría dejado que Yabú-san fuese solo a ver al señor Zataki… —Se interrumpió y murmuró—: Discúlpame, por favor.
—¿Por qué no habrán enviado solo a Yabú-san?
Naga se maldijo por haber hablado y se estremeció al ver la mirada de Toranaga.
—Perdóname, pero temía no enterarme de los convenios secretos que pudieran concertar. Y habrán podido hacerlo fácilmente. Yo los habría mantenido apartados. Discúlpame, padre, pero no me fío de él.
—Si Yabú-san y Zataki-san urden alguna traición a mis espaldas, lo harán tanto si envío testigos como si no. A veces, conviene soltar hilo… para pescar a un pez, ¿neh?
—Sí, perdóname.
Toranaga se dio cuenta de que su hijo no comprendía, no comprendería nunca, pues era sólo un halcón al que lanzar contra el enemigo, duro, veloz y mortal.
—Me alegro de que lo entiendas, hijo mío —dijo, para animarlo, pues conocía y apreciaba sus buenas cualidades—. Eres un buen hijo —añadió, sinceramente.
—Gracias, padre —respondió Naga, lleno de orgullo por el desacostumbrado cumplido—. Sólo espero que perdones mi estupidez y me enseñes a servirte mejor.
—No eres estúpido —opuso Toranaga.
«El estúpido es Yabú —estuvo a punto de añadir—. Pero cuanto menos gente lo sepa, tanto mejor, y no hace falta que te estrujes el cerebro, Naga. Eres muy joven…, mi hijo más joven, a excepción de tu medio hermano, Tadateru. ¿Qué edad tiene? Sí, siete años, a punto de cumplir.»
Observó un momento a los jinetes que se acercaban.
—¿Cómo está tu madre, Naga?
—Como siempre, es la mujer más feliz del mundo. Pero sólo me permite verla una vez al año. ¿No podrías hacerla cambiar?
—No —dijo Toranaga—. No cambiará nunca.
Toranaga sentía siempre satisfacción al pensar en Chano-Tsuboné, su octava consorte oficial y madre de Naga. Rió para sus adentros al recordar su buen humor, los hoyuelos de sus mejillas y sus formas rollizas.
Era viuda de un agricultor de las cercanías de Yedo. Había vivido tres años con él y, después, le había pedido permiso para volver al campo. Él se lo había concedido. Ahora vivía en una hermosa finca cerca del lugar de su nacimiento, rolliza y contenta, se había hecho monja budista, era respetada por todos y no dependía de nadie. De vez en cuando, él iba a verla y reían juntos, porque sí, como buenos amigos.
—Es una buena mujer —dijo Toranaga.
Yabú y Omi se apearon de sus monturas. A diez pasos de Toranaga, se detuvieron y se inclinaron.
—Me ha entregado un pergamino —dijo Yabú, furioso, agitando el rollo—. …Te invitamos a abandonar Izú y venir a Osaka, hoy mismo, y a presentarte en el castillo de Osaka para una audiencia, de no hacerlo, tus tierras serán confiscadas y tú serás declarado fuera de la ley. —Arrugó el pergamino y lo arrojó al suelo—. ¡Hoy mismo!
—Entonces, debes ponerte en camino inmediatamente —sugirió Toranaga, malhumorado por la truculencia y la estupidez de Yabú.
—Te lo suplico, señor —terció apresuradamente Omi, hincándose de rodillas—. El señor Yabú es fiel vasallo tuyo, y te suplico humildemente que no lo vituperes. Perdona mi rudeza, pero el señor Zataki… Perdona mi rudeza.
—Disculpa mi observación, Yabú-san… Ha sido una broma —replicó Toranaga, maldiciendo su resbalón—. Hay que acoger estos mensajes con cierto humor, ¿neh? —Llamó a su halconero, le confió el ave y lo despidió, lo mismo que a los batidores. Después hizo que todos los samurais, menos Naga, se alejasen de modo que no pudiesen oírle y, poniéndose en cuclillas, los invitó a hacer lo mismo—. Tal vez sería mejor que me contases lo ocurrido.
—No hay casi nada que contar —observó Yabú—. Fui a verlo y me recibió con el mínimo de cortesía. Ante todo, me «saludó» de parte del señor Ishido y me invitó descaradamente a aliarme con él, a tramar tu asesinato y a matar a todos los samurais de Toranaga en Izú. Naturalmente, me negué a escucharle, y entonces, sin la menor cortesía, ¡me entregó esto! —Señaló furiosamente el rollo con el dedo—. De no haber sido por tu orden de protegerle, ¡lo habría despedazado en el acto! Te pido que revoques esa orden. No puedo vivir con esta vergüenza. ¡He de vengarme!
—¿No ocurrió nada más?
—¿Te parece poco?
Toranaga hizo caso omiso de la rudeza de Yabú y reprendió a Omi:
—Tú tuviste la culpa, ¿neh? ¿Por qué no protegiste mejor a tu señor? Se supone que eres su consejero. Tenías que haberle servido de escudo. Tenías que haber hecho que el señor Zataki se confiase, tratar de averiguar lo que pretende Ishido, lo que estaba dispuesto a pagar, los planes que tiene. Tienes fama de consejero experto. Tuviste una oportunidad excelente y la desperdiciaste como un palurdo.
Omi inclinó la cabeza.
—Te ruego que me perdones, señor.
—Yo podría hacerlo, pero no sé cómo podrá el señor Yabú. Tu señor aceptó el pergamino. Ahora está comprometido. Ahora tiene que tomar una decisión.
—¿Qué? —exclamó Yabú.
—¿Por qué crees que hice lo que hice? Desde luego, para ganar tiempo —dijo Toranaga.
—Pero, ¡un día! ¿Qué vale un día? —preguntó Yabú.
—¡Quién sabe! Un día más para ti es un día menos para el enemigo. —Toranaga volvió a mirar a Omi—. El mensaje de Ishido, ¿fue verbal o por escrito?
Fue Yabú quien contestó:
—Verbal, naturalmente.
Toranaga siguió mirando fijamente a Omi.
—Faltaste a tu deber para con tu señor y para conmigo.
—Por favor, discúlpame…
—¿Qué dijiste, exactamente?
Omi no respondió.
—¿Has olvidado también los buenos modales? ¿Qué dijiste?
—Nada, señor. No dije nada.
—¿Qué?
—No dijo nada a Zataki —terció Yabú—, porque no estaba presente. Zataki quiso hablar a solas conmigo.
—¡Oh! —Toranaga ocultó su satisfacción, al ver que Yabú confesaba lo que él había presumido ya y que ahora se mostraba como una parte de la verdad—. Por favor, discúlpame, Omi-san. Como es natural, suponía que habías estado presente.
—Fue culpa mía, señor. Tenía que haber insistido. Tienes razón: no protegí a mi señor —dijo Omi—. Fui poco tenaz. Perdóname, Yabú-sama, perdóname.
Antes de que Yabú pudiese contestar, Toranaga dijo:
—Quedas perdonado, Omi-san. Si tu señor contrarió tus intenciones, tenía derecho a hacerlo. ¿Fue así, Yabú-sama?
—Sí, sí, pero pensé que no tenía importancia. ¿Crees que yo…?
—Bueno, el daño está ya hecho. ¿Qué piensas hacer?
—Desde luego, despreciar el mensaje como se merece. —Yabú estaba intranquilo—. ¿Crees que no debí cogerlo?
—Desde luego. Podías haber conseguido que te dieran un día para pensarlo. Tal vez más. Incluso semanas —añadió Toranaga, hurgando en la herida, maliciosamente satisfecho de que Yabú hubiese caído en la trampa por su propia estupidez, y sin preocuparse en absoluto de que Yabú hubiese sido sobornado, engatusado o atemorizado para hacerle traición—. Lo siento, pero estás comprometido. Mas no importa, es como tú mismo dijiste: «Cuanto antes elija cada cual su bando, tanto mejor será.» —Se levantó—. No hace falta que volváis esta noche al Regimiento. Cenaréis conmigo. He preparado una diversión.
«Para todos», añadió hablando consigo mismo.
Los hábiles dedos de Kikú iniciaron un acorde, sosteniendo firmemente el plectro. Después empezó a cantar, y la pureza de su voz llenó la noche callada. Todos permanecían arrobados en la espaciosa estancia que daba a la galería y al jardín, subyugados por el extraordinario efecto que producía bajo las temblorosas antorchas, el captar la luz los hilos de oro de su quimono, mientras ella se inclinaba sobre el samisén.
Toranaga miró un momento a su alrededor, alerta al curso de la noche. Junto a él, en uno de los lados, estaba Mariko, sentada entre Blackthorne y Buntaro. En el otro se hallaban Omi y Yabú. El sitio de honor permanecía vacío. Zataki había sido invitado, aunque, naturalmente, había rehusado por motivos de salud, si bien lo habían visto galopar por las colinas del Norte. Naga y unos cuantos guardias bien seleccionados estaban distribuidos alrededor, mientras Gyoko revoloteaba en segundo término. Kikú-san estaba arrodillada en la galería, frente a ellos, de espaldas al jardín, menuda, sola, distante.
«Mariko tenía razón —pensó Toranaga—. Esa cortesana vale su peso en oro.» Estaba encandilado con ella y había menguado su ansiedad por el asunto de Zataki. «¿Volveré a llamarla esta noche, o dormiré solo?» Su virilidad se agitó al recordar la noche pasada.
—¿Querías verme, Gyoko-san? —había preguntado a ésta, en su residencia privada de la fortaleza.
—Sí, señor.
Él había encendido la varilla de incienso convenida.
—Habla, te lo ruego.
—Señor —empezó a decir Gyoko—, ante todo, debo darte humildemente las gracias por el honor que haces a mi pobre casa y a Kikú-san, la primera de mis Damas del Mundo de los Sauces. El precio que he pedido por el contrato es una insolencia, lo sé, y no será firme hasta el amanecer de mañana, momento en que dama Kasigi y dama Toda habrán de decidir, con su sabiduría. Cierto que, si fuese cosa tuya, habrías decidido hace ya tiempo, pues, ¿qué es el despreciable dinero para un samurai y, sobre todo, para el daimío más grande del mundo?
Gyoko abrió una pausa, para dar mayor efecto. No había picado el anzuelo, sino que había movido ligeramente el abanico, cosa que podía interpretarse como irritación por su palabrería, aceptación del cumplido o rechazo del precio, según quisiera ella interpretarlo. Ambos sabían perfectamente quién aprobaría el precio en definitiva.
—¿Qué es el dinero? —siguió diciendo ella—. Sólo un medio de comunicación, como la música de Kikú-san. ¿Qué hacemos, en realidad, en el Mundo de los Sauces, sino comunicar y entretener, iluminar el alma del hombre, aligerar su carga…?
Toranaga contuvo una cáustica respuesta, recordando que la mujer había comprado el tiempo de una varilla por quinientos kikús y que, por ello, merecía un auditorio complaciente. Así, la dejó continuar, escuchándola con un oído, mientras el otro gozaba de la música perfecta de Kikú, que le conmovía profundamente y le infundía una sensación de euforia. Después volvió bruscamente a la realidad, por algo que Gyoko acababa de decir.
—¿Qué?
—Sólo te sugería que tomases el Mundo de los Sauces bajo tu protección y cambiases el curso de la Historia.
—¿Cómo?
—Haciendo lo que siempre has hecho, señor, preocupándote por el futuro del Imperio, más que por el tuyo propio.
—Pero, ¿qué tiene que ver con esto el Mundo de los Sauces?
—Dos cosas, señor. Primera: el Mundo de los Sauces está actualmente entremezclado con el mundo real, en detrimento de ambos. Segundo: nuestras damas no pueden alcanzar la perfección que los hombres tienen derecho a esperar.
—¿Eh? —Una ráfaga del perfume de Kikú, un perfume desconocido para él, excitó su olfato. Había sido perfectamente elegido. Involuntariamente, miró a la joven. Una débil sonrisa, para él solo, se dibujó en los labios de Kikú. Después, ésta bajó los ojos, sus dedos pulsaron las cuerdas, y él las sintió en lo más hondo de su ser. Trató de concentrarse—. Perdón, Gyoko-san, ¿qué estabas diciendo?
—Disculpa mi falta de claridad, señor. En primer lugar, el Mundo de los Sauces debería estar separado del mundo real. Mi Casa de Té de Mishima está en una calle del Sur, otras están desparramadas por toda la ciudad. Lo mismo ocurre con Kioto, en Nara y en todo el Imperio. Incluso en Yedo. Pero yo pensé que Yedo podía marcar la pauta para todo el mundo.
—¿Cómo?
—Todos los demás oficios tienen sus calles o sus barrios exclusivos, señor. Yedo es una ciudad nueva, podrías considerar la conveniencia de establecer una sección especial para tu Mundo de los Sauces. Incluye todas las Casas de Té dentro de esta zona y prohíbe que se establezcan fuera de ella, por modestas que sean.
Toranaga concentró su mente en el asunto, pues la idea era importante. Era tan buena, que se censuró dado que no se le había ocurrido a él. Todas las Casas de Té y todas las cortesanas dentro de un recinto, con esto, la Policía podría vigilarlas fácilmente y vigilar también a sus parroquianos, y se simplificaría la cuestión de los impuestos. También sabía la gran influencia que tenían las Damas de Primera Clase.
—Sí —replicó, sorbiendo su cha—. Reflexionaré sobre lo que acabas de decir. Prosigue.
—Segundo —añadió Gyoko, aguzando su ingenio—, segundo y último: podrías, señor, dividir definitivamente el Mundo de los Sauces. Considera algunas de nuestras damas. Kikú-san, por ejemplo, ha estudiado canto y baile y el samisén desde que tenía seis años. Ha trabajado continuamente y con todo empeño en perfeccionar su arte. Con justicia reconocida por todos, se ha convertido en una Dama de Primera Clase, pues lo merecía por sus peculiares dotes. Pero sigue siendo una cortesana, y hay clientes que quieren divertirse con ella en la cama, además de disfrutar con su arte. Yo creo que habría que crear dos clases de Damas. Primera: las cortesanas de siempre, divertidas, alegres, físicas. Segunda: una nueva clase, que tal vez podríamos designar con la palabra gei-sha: Personas de Arte, personas dedicadas sólo al arte. Los juegos de almohada no figurarían entre los deberes de las gei-shas. Éstos serían sólo la conversación, la danza, el canto, la música, y ellas, como especialistas, se entregarían exclusivamente a esta profesión. Que las gei-shas solacen la mente y el espíritu de los hombres, con su belleza, con su gracia y con su arte. Y que las cortesanas satisfagan su cuerpo, también con belleza, su gracia y su arte.
Se sintió de nuevo impresionado por la sencillez y las grandes posibilidades de la idea.
—¿Cómo escogerías una gei-sha?
—Por sus aptitudes. Durante su pubertad, su dueña decidiría su futuro. Y el gremio podría adoptar o rechazar a la aspirante, ¿neh?
—Es una idea extraordinaria, Gyoko-san.
Toranaga interrogó a las dos mujeres. Guardó la información en su memoria, para su futuro empleo, y, después, envió a Kikú al jardín.
—Quisiera que ella se quedara esta noche, Gyoko-san, hasta el amanecer, si no le importa y… si está libre. ¿Querrás preguntárselo? Desde luego, comprendo que debe de estar cansada, después de haber tocado tan espléndidamente durante tanto rato. Pero tal vez acepte. Te agradeceré que se lo preguntes.
—Desde luego, señor, pero sé que ella se sentirá honrada por tu invitación. Y nuestro deber es servirte en todo lo que podamos, ¿neh?
—Sí. Pero, como has dicho con razón, ella es un caso especial. Si está cansada, lo comprenderé perfectamente. Pregúntaselo en seguida, por favor. —Entregó a Gyoko una bolsita de cuero que contenía diez kobán—. Tal vez esto te compensará esta agotadora velada y será una pequeña muestra de agradecimiento por tus ideas.
—Nuestro deber es servir, señor —dijo Gyoko, y él vio que se esforzaba, en vano, por evitar que sus dedos contasen el dinero a través del fino cuero de la bolsa—. Gracias, señor. Si me disculpas, iré a preguntárselo. —Entonces, extraña e inesperadamente, sus ojos se llenaron de lágrimas—. Por favor, acepta las gracias de una mujer vieja y vulgar, por tu cortesía al escucharla. Y es que, si nosotras brindamos placer, nuestra única recompensa suele ser un río de lágrimas. De veras, señor, es difícil explicar lo que siente una mujer… Perdóname, te lo ruego…
—Bueno, Gyoko-san, lo comprendo. No te preocupes. Pensaré en todo lo que me has dicho. ¡Ah, sí! Ambas partiréis conmigo poco después del amanecer. Unos cuantos días en la montaña será un cambio agradable. Supongo que el precio del contrato será aprobado, ¿neh?
Gyoko dio las gracias con una reverencia, se enjugó las lágrimas y dijo, con voz firme:
—¿Puedo preguntar el nombre de la honorable persona para la que se adquirirá el contrato?
—Yoshi-Toranaga-noh-Minowara.
Ahora, en la noche de Yokosé y bajo el aire suave y fresco, absortos todos en la música y el canto de Kikú-san, Toranaga dejó fluir sus pensamientos. Recordó la expresión de orgullo que se había pintado en la cara de Gyoko, y se admiró una vez más de la asombrosa credulidad de la gente. Era chocante que incluso las personas más listas y astutas viesen sólo lo que querían ver, y raras veces mirasen detrás de la más tenue de las pantallas. O ignorasen la realidad, prescindiendo de ella y de la pantalla. Después, cuando todo su mundo se caía en pedazos y se arrodillaban para abrirse el vientre o cortarse el cuello, o se sumían en el mundo helado, se tiraban de los pelos y se rasgaban las vestiduras y maldecían su karma, culpando a los dioses, o al kami, o a la suerte, o a sus señores, o maridos, o vasallos…, a todo y a todos, menos a ellas mismas.
¡Qué extraño!
Miró a sus invitados y vio que todos observaban a la niña…, todos, menos Anjín-san, que parecía irritado e inquieto.
«No te preocupes, Anjín-san —pensó Toranaga, divertido—. Esto no es más que falta de civilización. Pero todo llegará con el tiempo, y si no, no importa, con tal de que obedezcas. De momento, necesito tu susceptibilidad, tu furia y tu violencia.
»Sí, todos estáis aquí. Omi, Yabú, Naga, Buntaro, y tú, Mariko, y Kikú-san e incluso Gyoko, todos mis halcones de Izú adiestrados y a punto. Todos menos uno…, el sacerdote cristiano. Pero pronto llegará tu turno, Tsukku-san. O tal vez el mío.»
El padre Martín Alvito, de la Compañía de Jesús, estaba furioso. Precisamente cuando debía estar preparándose para su encuentro con Toranaga, que requeriría todo su ingenio, tenía que enfrentarse con esta nueva e inesperada abominación.
—¿Qué puedes decir en tu defensa? —gritó al asustado acólito japonés, humildemente arrodillado ante él. Los otros hermanos formaban semicírculo en la pequeña estancia.
—Perdóname, padre, por favor. He pecado —murmuró el hombre, miserablemente—. Perdóname…
—Repito: sólo Dios Todopoderoso, en su sabiduría, puede perdonar. Has cometido un pecado mortal. Has quebrantado tu voto. ¿Y bien?
La respuesta fue casi inaudible:
—Lo siento, padre.
Su nombre de pila era José, y tenía treinta años. Los otros acólitos, todos miembros de la Compañía, tenían de dieciocho a cuarenta años. Todos habían sido tonsurados, eran de noble cuna samurai y habían sido rigurosamente instruidos para el sacerdocio, aunque ninguno de ellos había sido aún ordenado presbítero.
—He confesado, padre —dijo el hermano José, manteniendo inclinada la cabeza.
—¿Crees que eso basta?
Alvito se volvió, impaciente, y se acercó a la ventana. Hasta él llegaba la voz lejana de Kikú-san, dominando los rumores del río. Sabía que hasta que no acabase con la cortesana, no sería llamado por Toranaga. «¡Sucia ramera!», exclamó para sí, más irritado que de costumbre por las discordancias de la canción japonesa, y sintiendo crecer su indignación por la traición de José.
—Escuchad, hermanos —advirtió Alvito a los demás, volviéndose de nuevo a ellos—. Estamos juzgando al hermano José, que, la noche pasada, estuvo con una ramera, quebrantando así sus votos de castidad y de obediencia, mancillando su alma inmortal, su condición de jesuita, su lugar en la Iglesia, y todo lo que esto significa. Ante Dios, os pregunto a todos: ¿habéis hecho lo mismo?
Todos negaron con la cabeza.
—¿Lo habéis hecho alguna vez?
—No, padre.
—¡Tú, pecador! ¿Confiesas tu pecado ante Dios?
—Sí, padre, ya he con…
—¿Ha sido la primera vez?
—No, no ha sido la primera vez —repuso José—. Fui… fui con otra hace cuatro noches, en Mishima.
—Pero…, ¡pero ayer dijimos misa! ¿Comulgaste sin confesar, en pecado mortal?
El hermano José estaba pálido de vergüenza. Vivía en la comunidad con los jesuitas desde que tenía ocho años.
—Fue…, fue la primera vez, padre. No había pecado en toda mi vida. Pero fui tentado, y, que me perdone la Santísima Virgen, esta vez pequé. Tengo treinta años. Soy un hombre…, todos somos hombres. Por favor, el Señor Jesús perdonó a los pecadores, ¿por qué no puedes tú perdonarme? Somos hombres…
—¡Somos sacerdotes!
—No somos verdaderos sacerdotes. No hemos profesado, ¡ni siquiera hemos sido ordenados! No podemos hacer el cuarto voto como tú —replicó José, enfurruñado—. Otras comunidades ordenan a sus hermanos, pero no los jesuitas. ¿Por qué no podemos…?
—¡Calla!
—¡Por el amor de Dios, padre!, ¿por qué no puede ordenarse uno solo de nosotros? ¡Alguien tenía que atreverse a preguntártelo! —José se había puesto en pie—. Llevo estudiando dieciséis años. El hermano Mateo, veintitrés, Juliáo, aún más. Sabemos las oraciones, y el catecismo, y los himnos mejor que tú, y Miguel y yo hablamos latín además de portu…
—¡Basta!
… portugués, y predicamos y discutimos con los budistas y con todos los demás idólatras, y hacemos la mayor parte de las conversiones. ¡Lo hacemos nosotros! En nombre de Dios y de la Virgen, ¿qué pasa con nosotros? ¿Por qué no valemos para jesuitas? ¿Será porque no somos portugueses o españoles? ¿Por qué no hay un solo japonés ordenado jesuita?
—¡Cállate de una vez!
—¡Incluso hemos estado en Roma Miguel, Juliáo y yo! —estalló José—. Tú no has estado nunca en Roma, ni has conocido al padre general ni a Su Santidad el Papa, como nosotros…
—Lo cual es otra razón para que no discutas. Has hecho voto de castidad, de pobreza y de obediencia. Fuiste elegido entre muchos, favorecido entre muchos, y ahora has dejado, desgraciadamente, que tu alma se corrompa hasta el punto de…
—Perdona, padre, pero no creo que fuese un privilegio gastar ocho años en ir allá y volver, si todos nuestros estudios, oraciones y predicaciones no nos sirven para ser ordenados tal como se nos prometió…
—¡Te prohíbo que sigas hablando! ¡Te ordeno que te calles! —Después, en el terrible silencio, Alvito miró a los otros, que, alineados junto a la pared, escuchaban y observaban con atención—. Todos seréis ordenados a su debido tiempo. Pero tú, José…
—¿Cuándo llegará ese momento? —inquirió José.
—Cuando Dios lo quiera —replicó Alvito, pasmado por la descarada rebeldía del acólito y sintiendo estallar su celo—. ¡Ponte de rodillas!
El hermano José trató de sostener su mirada, pero no pudo. Entonces, superado su arranque de furia, suspiró, hincó las rodillas y bajó la cabeza.
—Que Dios se apiade de ti. Has confesado tu odioso pecado mortal, eres culpable de quebrantar los votos de castidad y obediencia a tus superiores. Y culpable de una insolencia inconcebible. ¿Cómo te atreves a discutir las órdenes de nuestro general sobre la política de la Iglesia? Has puesto en peligro tu alma inmortal. Has ofendido a tu Dios, a tu Compañía, a tu familia y a tus amigos. Tu caso es grave y deberé tratarlo con el visitador general. Hasta entonces, no podrás confesar ni comulgar, ni tomar parte en los oficios… —Los hombros de José empezaron a temblar de angustia y remordimiento—. Como penitencia inicial, se te prohíbe hablar, sólo tomarás arroz y agua durante treinta días, pasarás treinta noches de rodillas, rezando a la Santísima Virgen para que perdone tus odiosos pecados, y, además, serás azotado. Treinta azotes. Quítate la sotana.
Los hombros de José dejaron de temblar. Éste levantó la cabeza.
—Acepto toda la penitencia que me has impuesto, padre —dijo—, y pido perdón con todo mi corazón y toda mi alma. Pero no quiero que me azoten como a un vulgar criminal.
—¡Serás azotado!
—Por favor, discúlpame, padre —dijo José—, en nombre de la Santísima Virgen. No es por el dolor. El dolor no significa nada para mí, ni tampoco la muerte. Si soy condenado y tengo que arder eternamente en el infierno, será mi karma y lo soportaré. Pero soy samurai, pertenezco a la familia del señor Harima.
—Tu orgullo me da asco. No te castigo por el dolor, sino para quitarte tu asqueroso orgullo. ¿Un criminal vulgar? ¿Dónde está tu humildad? Nuestro Señor Jesucristo padeció tormentos. Y murió entre dos delincuentes comunes.
—Sí, y aquí está nuestro mayor problema, padre.
—¿Qué?
—Por favor, disculpa mi audacia, padre, pero si el Rey de Reyes no hubiese muerto en la cruz como un criminal vulgar, los samurais aceptarían…
—¡Basta!
… más fácilmente el cristianismo. La Compañía hace muy bien en no predicar a Cristo crucificado, como suelen hacer las otras Órdenes.
—En nombre de Dios, ¡calla y obedece, si no quieres ser excomulgado! ¡Sujetadlo y desnudadlo!
Los otros salieron de su inmovilidad y se adelantaron, pero José se puso en pie de un salto, sacó un cuchillo, se puso de espaldas a la pared. Todos se detuvieron en seco. Salvo el hermano Miguel, que siguió avanzando, despacio, tranquilo, con la mano extendida.
—Por favor, dame el cuchillo, hermano —dijo, amablemente.
—No. Perdóname.
—Entonces, reza por mí, hermano, como yo rezo por ti —sugirió Miguel, disponiéndose a coger el arma.
José retrocedió unos pasos y se dispuso a descargar el golpe mortal.
—Perdóname, Miguel.
Miguel se acercó más.
—¡Detente, Miguel! ¡Déjalo! —ordenó Alvito.
Miguel obedeció, ya a pocos centímetros de la hoja mortal.
Entonces, Alvito, que había palidecido, dijo:
—Que Dios se apiade de ti, José. Quedas excomulgado. Satanás ha poseído tu alma en la tierra, como la poseerá cuando mueras. ¡Vete!
—¡Renuncio al Dios cristiano! ¡Soy japonés, soy shinto! ¡He recobrado mi alma! ¡No tengo miedo! —gritó José—. Sí, soy orgulloso, no soy como los bárbaros. Los japoneses no somos bárbaros. Ni siquiera nuestros campesinos son bárbaros.
Alvito trazó solemnemente la señal de la cruz y volvió la espalda, impávido, al cuchillo. Los otros se volvieron también, la mayoría de ellos, con tristeza, aún temerosos, los demás. Sólo Miguel se quedó donde estaba, mirando a José, el cual se arrancó la cruz y el rosario, y ya se disponía a tirarlos, cuando Miguel alargó de nuevo la mano.
—Dámelo, hermano, por favor. Es un pequeño regalo —dijo.
José lo miró un largo instante y se lo dio.
—Rezaré por ti —dijo Miguel.
—¿No lo has oído? ¡He renunciado a Dios!
—Yo rezaré a Dios para que Él no renuncie a ti, Uraga-noh-Tadamasa-san.
—Perdóname, hermano —dijo José.
Se guardó el cuchillo, abrió la puerta, recorrió a ciegas el pasillo y salió a la galería. Varias personas lo observaron con curiosidad, entre ellas Uo el pescador, que esperaba pacientemente en la sombra. José cruzó el patio y se dirigió al portal. Un samurai le cerró el paso.
—¡Alto!
José se detuvo.
—¿Adónde vas, por favor?
—Perdona, pero… no lo sé.
—Estoy al servicio del señor Toranaga. Lo siento, pero no he podido dejar de oír lo ocurrido ahí. Toda la posada debe de haberlo oído. Una vergonzosa falta de modales… Tu jefe hizo mal en gritar de esa manera y perturbar la tranquilidad. Y tú, también. Yo estoy aquí de vigilancia. Creo que lo mejor es que te presentes al oficial de guardia.
—¿Qué? ¡Ah…, sí! Disculpa —murmuró José, tratando de hacer funcionar su cerebro.
—Está bien. Gracias.
El samurai se volvió, porque otro se acercaba por el puente. El recién llegado saludó.
—Voy a buscar a Tsukku-san, de parte del señor Toranaga.
—Está bien. Te están esperando.