CAPÍTULO XLI

El correo galopó por el camino, en la oscuridad, hacia la dormida aldea. La aurora empezaba a teñir el cielo, y las barcas de pesca nocturna, que habían tendido sus redes cerca de los arrecifes, empezaban a entrar en el puerto. El hombre había cabalgado sin descanso desde Mishima, por pasos montañosos y malas carreteras, cambiando de montura cuando había podido.

Su caballo recorrió las calles de la aldea —ojos ocultos observaban su paso—, cruzó la pinza y subió la cuesta de la fortaleza. El correo llevaba la enseña de Toranaga y sabía el santo y seña. Sin embargo, fue detenido e identificado cuatro veces antes de que pudiese entrar y hablar con el oficial de guardia.

—Naga-san, traigo despacho de Mishima, del señor Hiro-matsu.

Naga tomó el rollo y se adentró, corriendo, en la fortaleza. Al llegar al bien custodiado shoji, se detuvo.

—¿Padre?

—¿Sí?

Naga se deslizó por la puerta y esperó. Toranaga volvió a envainar el sable. Uno de los guardias trajo una lámpara de aceite.

Toranaga, sentado bajo la protección del mosquitero, rompió el sello. Dos semanas atrás, había enviado secretamente a Hiro-matsu, con un regimiento escogido, a la ciudad-fortaleza de Mishima, en la carretera de Tokaido, y que guardaba la entrada al puerto de montaña que conducía a las ciudades de Atami y Odawara, en la costa oriental de Izú. Atami era la puerta de Odawara, hacia el Norte. Odawara era la llave de la defensa de todo el Kwanto.

Hiro-matsu escribía:

Señor, tu medio hermano Zataki, señor de Shinano, llegó hoy aquí, procedente de Osaka, y pidió un salvoconducto para visitarte en Anjiro. Viaja solemnemente, con un centenar de samurais y de portadores, bajo la enseña del «nuevo» Consejo de Regencia. Lamento decirte que el anuncio de dama Kiritsubo es correcto: Zataki te ha traicionado y alardea de su fidelidad a Ishido. Lo que ella no sabía es que Zataki es ahora regente, en sustitución del señor Sugiyama. Me mostró su designación oficial, debidamente firmada por Ishido, Kiyama, Onoshie Ito. Lo único que pude hacer fue contener a mis hombres, indignados por su arrogancia, y obedecer tus órdenes de dejar pasar a cualquier mensajero de Ishido. También yo tenía ganas de matar a ese comedor de estiércol. Con él viaja el sacerdote bárbaro Tsukku-san, que llegó por mar al puerto de Numazu, procedente de Nagasaki. Pidió permiso para visitarte y, por ello, lo envié con el mismo grupo. Hice que los escoltasen doscientos de mis hombres. Llegarán dentro de dos días a Anjiro. ¿Cuándo regresarás a Yedo? Los espías dicen que Jikkyu está movilizando en secreto, y llegan noticias de Yedo según las cuales los clanes del Norte están dispuestos a unirse a Ishido, en vista de que Zataki está contra ti. Te suplico que salgas de Anjiro en seguida y por mar. Deja que Zataki te siga a Yedo, donde podremos darle su merecido.

Toranaga dio un puñetazo en el suelo.

—Naga-san, di a Buntaro-san, Yabú-san y Omi-san, que vengan inmediatamente.

Llegaron en seguida. Toranaga les leyó el mensaje.

—Debemos cancelar la instrucción. Y enviar el Regimiento de Mosqueteros, completo, a las montañas. No podemos permitir la menor fisura en nuestra seguridad.

—Perdona, señor —dijo Omi—, pero podrías detener al grupo en la montaña. Digamos en Yokosé. Invita al señor Zataki —y eligió cuidadosamente el título— a tomar las aguas en uno de los balnearios próximos, pero celebrad la reunión en Yokosé. Después, cuando él te haya dado su mensaje, puedes escoltarlo hasta la frontera con tus hombres, o destruirlos a todos, según prefieras.

—No conozco Yokosé.

—Es un lugar muy hermoso —dijo Yabú, dándose importancia—. Está casi en el centro de Izú, señor, en un angosto valle de la alta montaña y a orillas del río Kano. El Kano fluye hacia el Norte, pasa por Mishima y desemboca en el mar en Numazu, ¿neh? Yokosé está en una encrucijada de carreteras que van de Norte a Sur y de Este a Oeste. Sí. Yokosé es un buen lugar de reunión, señor. El balneario de Shuzenji está muy cerca, es uno de los mejores que tenemos, pues el agua es muy buena y muy caliente. Deberías visitarlo, señor. Creo que Omi-san ha hecho una buena sugerencia.

—¿Podríamos defenderlo fácilmente?

—Sí, señor —replicó Omi-san—. Hay un puente. La vertiente es muy abrupta. Cualquier atacante tendría que remontar un camino serpenteante. Ambos puertos pueden ser defendidos con pocos hombres. Estarías a salvo de cualquier emboscada. Tenemos hombres más que suficientes para defenderte y destruir a una tropa diez veces más numerosa que la suya, en caso necesario.

—Los destruiremos, pase lo que pase, ¿neh? —dijo Buntaro, despectivamente—. Pero mejor allí que aquí. Deja que yo me encargue de la seguridad del lugar, señor. Quinientos arqueros, no mosqueteros y todos a caballo. Sumados a los hombres que envió mi padre, serán más que suficientes.

Toranaga comprobó la fecha del mensaje.

—¿Cuándo llegarán al cruce de caminos?

—Supongo que no antes de esta noche —respondió Yabú, mirando a Omi en busca de confirmación.

—Sí, o tal vez al amanecer de mañana.

—Ponte inmediatamente en marcha, Buntaro-san —dijo Toranaga—. Detenlos en Yokosé, pero no los dejes cruzar el río. Yo saldré mañana al amanecer, con otros cien hombres. Deberíamos estar allí al medio día. De momento, Yabú-san, encárgate de nuestro Regimiento de Mosqueteros y guarda nuestra retirada. Os apostaréis en la carretera de Heikawa, de modo que podamos retirarnos por allí en caso contrario.

Buntaro se dispuso a salir, pero se detuvo al oír que Yabú decía, inquieto:

—¿Cómo puede haber traición, señor? No tienen más que cien hombres.

—Yo espero que la haya. Él señor Zataki no pondría su cabeza en mis manos si no tramase algo, pero, naturalmente, le cortaré la cabeza por poco que pueda —afirmó Toranaga—. Si él no estuviese al frente de sus fanáticos, nos sería mucho más fácil cruzar sus montañas. ¿Por qué lo arriesga todo? ¿Por qué?

—Tal vez pretenda cambiar nuevamente de bando —insinuó Omi.

Todos sabían la antigua rivalidad que existía entre los dos medios hermanos. Una rivalidad amistosa hasta ahora.

—No, no lo creo. Nunca me he fiado de él. ¿Os fiaríais ahora alguno de vosotros?

Todos movieron la cabeza.

—No debes preocuparte, señor —dijo Yabú—. El señor Zataki es uno de los regentes, sí, pero ahora es sólo un mensajero.

«¡Estúpido! —habría querido gritarle Toranaga—. ¿Es que no entiendes nada?»

—Pronto lo sabremos. Buntaro-san, vete en seguida.

—Sí, señor. Escogeré cuidadosamente el lugar de la reunión, pero no dejes que se te acerque a menos de diez pasos. Yo estuve con él en Corea. Es demasiado rápido con el sable.

—Sí.

Buntaro se alejó a toda prisa. Yabú dijo:

—Tal vez podríamos tentar a Zataki para que traicionara a Ishido, pues, incluso sin su caudillaje, los montes de Shinano son terribles. ¿Cuál podría ser el cebo?

—El cebo es evidente —dijo Toranaga—. El Kwanto. ¿No es esto lo que desea, lo que siempre ha deseado? ¿No es lo que quieren todos mis enemigos? ¿No lo quiere el propio Ishido?

No le respondieron. No hacía falta.

—¡Que Buda nos ayude! —exclamó Toranaga—. La paz del Taiko ha terminado. Va a empezar la guerra.

Los oídos de marino de Blackthorne habían percibido la prisa del caballo que se acercaba al galope, respirando peligro. Se había despertado inmediatamente, dispuesto a atacar o retirarse, con todos los sentidos alerta. Pero el ruido pasó, remontó la cuesta de la fortaleza y se extinguió.

Esperó. Ningún ruido de escolta. «Probablemente un mensajero solitario —pensó—. ¿De dónde? ¿Habrá empezado la guerra?»

Se anunciaba la aurora. Blackthorne podía ver ahora un trozo de cielo. Estaba nublado y cargado de lluvia, el aire, cálido y ligeramente salado, agitaba de vez en cuando el mosquitero. Un mosquito zumbaba, frenético, en el exterior. Blackthorne se alegraba de estar allí, a salvo de momento. «Disfruta de la seguridad y de la tranquilidad mientras duren», se dijo.

Kikú dormía junto a él, acurrucada como un gatito. Despeinada por el sueño, le parecía aún más hermosa. Él se estiró con cuidado en la suavidad de las colchas, sobre el suelo de tatami.

«Esto es mucho mejor que una cama. Mejor que cualquier litera, ¡mucho mejor! Pero pronto estaré de nuevo a bordo, ¿neh? Pronto caeré sobre el Buque Negro y me apoderaré de él, ¿neh? Creo que Toranaga está de acuerdo, aunque no lo ha dicho claramente. ¿Acaso no ha accedido a la manera japonesa? Nada puede resolverse en el Japón, si no es por métodos japoneses. Sí, creo que esto es verdad.

»Quisiera estar mejor informado. ¿No dijo él a Mariko que lo tradujese todo y me explicase sus problemas políticos?

»Yo quería dinero para comprar mi nueva tripulación. ¿No me dio él dos mil kokús?

»Pedí doscientos o trescientos corsarios. ¿No me dio doscientos samurais, la autoridad y el rango que necesitaba? ¿Me obedecerán? ¡Claro que sí! Él me hizo samurai y hatamoto. Me obedecerán hasta la muerte, los llevaré a bordo del Erasmus, serán mi tropa de abordaje, y yo dirigiré el ataque.

»¡Increíble suerte la mía! Tengo todo lo que quiero. Menos a Mariko. Pero incluso a ella la tengo. Tengo su espíritu secreto y su amor. Y poseí su cuerpo la pasada noche, la noche mágica que nunca existió. Amamos sin amar. ¿Es mucha la diferencia?

»No hay amor entre Kikú y yo. Sólo un deseo que floreció.

»Después, él se había echado a reír, y ella le había murmurado: “¿Por qué te ríes?”, y él le respondió: “No lo sé, pero me has hecho feliz.”

»¿Dormirías con Fujiko? —se preguntó—. No. Creo que no podría.

»¿No es éste tu deber? Si aceptas los privilegios de samurai y quieres que los otros te traten como a samurai, con todo lo que esto significa, debes aceptar las responsabilidades y los deberes, ¿neh? Es lo justo, ¿neh? Y lo honrado, ¿neh? Tienes el deber de dar un hijo a Fujiko.

»¿Y Felicity? ¿Qué diría a esto?

»Y, cuando zarpes de aquí, ¿qué será de Fujiko-san y de Mariko-san? ¿Volverás aquí, renunciando al título de caballero y a los aún más grandes honores que, sin duda, te dispensarán, con tal de que les lleves un tesoro? ¿Navegarás de nuevo por aguas hostiles, desafiando el gélido horror del estrecho de Magallanes, soportando las tormentas, el escorbuto y los motines, durante otros seiscientos noventa y ocho días, para atracar aquí por segunda vez, para reanudar esta vida? ¡Decide!»

Entonces recordó lo que le había dicho Mariko sobre los compartimientos de la mente: «Sé japonés, Anjín-san, debes serlo, para sobrevivir. Haz lo que nosotros: ríndete, sin avergonzarte, al ritmo del karma. Alégrate de las fuerzas que escapan a tu control. Pon todas las cosas en sus propios compartimientos separados y entrégate al wa, a la armonía de la vida. Entrégate, Anjín-san, karma es karma, ¿neh?»

«Sí, decidiré cuando llegue el momento.

»Antes he de reunir a la tripulación. Después, capturar el Buque Negro. Después, navegar hasta Inglaterra, dando media vuelta al mundo. Después, comprar barcos y equipo. Y entonces, decidiré. Karma es karma

—Sí, Omi-sama, desde luego —dijo Gyoko—. Iré a buscar al punto a Anjín-san. Discúlpame, por favor. Ako, ven conmigo.

Gyoko envió a Ako a buscar té, y después, corrió al jardín, preguntándose qué noticias vitales habría traído el mensajero nocturno, porque ella había oído también el ruido de los cascos del caballo.

«¿Y por qué está hoy Omi tan extraño? —se preguntó—. ¿Por qué tan frío, rudo y amenazador? ¿Y por qué ha venido personalmente para una tarea tan baladí? ¿Por qué no ha enviado a un samurai cualquiera?

»¡Ah! ¡Quién sabe! Omi es un hombre. ¿Cómo comprender al hombre, sobre todo si es samurai? Pero algo grave ocurre. ¿Traería el mensajero una declaración de guerra? Supongo que sí. Pero si es la guerra, ésta no perjudicará nunca nuestro negocio. Daimíos y samurais necesitan siempre diversión, y más aún en guerra…, y en guerra, el dinero significa menos para ellos. Bueno, bueno, bueno.»

Sonrió. «¿Recuerdas los días de guerra de hace más de cuarenta años, cuando tú tenías diecisiete y eras la chica más famosa de Mishima? ¿Recuerdas que serviste al Viejo Calvo, el padre de Yabú, el anciano y simpático caballero que cocía a los delincuentes, como haría después su hijo? Durante todo un año, fue mi protector. Un buen hombre… ¡Qué tiempos aquéllos!

»La guerra o la paz, ¡qué más da! ¿Shigata ga nai? Tengo algunas inversiones en los negocios de prestamistas y de mercaderes de arroz, un poco aquí y un poco allí. Además, está la fábrica de saké de Odawara, la próspera casa de té de Mishima, y hoy, ¡el señor Toranaga va a comprar el contrato de Kikú!

»Sí, se avecinan tiempos muy interesantes.»

Apresuró el paso, pisando con la fuerza necesaria para anunciar su llegada. Subió los pulidos escalones de cedro. Llamó con discreción.

—Anjín-san, Anjín-san, perdona, pero el señor Toranaga te llama. Tienes que ir inmediatamente a la fortaleza.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

Ella lo repitió, simplificando las palabras.

—Comprendo. Está bien… Iré en seguida —respondió él, con su extraño acento.

—Lo siento, discúlpame. ¿Kikú-san?

—Sí, Mamá-san. —Al cabo de un momento, se abrió el shoji. Kikú le sonrió, suelto el quimono y graciosamente despeinados los cabellos—. Buenos días, Mamá-san, ¿has tenido buenos sueños?

—Sí, sí, gracias. Siento molestarte. ¿Quieres cha recién hecho, Kikú-san?

—¡Oh!

La sonrisa de Kikú se desvaneció. Con aquella frase en clave, que Gyoko podía emplear en presencia de cualquier cliente, decía a Kikú que su cliente más distinguido, Omi-san, estaba en la casa de té. Entonces, Kikú podía terminar su relato, su canción o su baile, con más rapidez y acudir junto a Omi-san, si así lo deseaba. Kikú se acostaba con muy pocos hombres, aunque entretenía a muchos… si le pagaban sus honorarios. Pocos, muy pocos, podían sufragar todos sus servicios.

—¿Qué pasa? —preguntó Gyoko, observándola fijamente.

—Nada, Mamá-san. Anjín-san —llamó, alegremente—, ¿quieres un poco de cha?

—Sí, por favor.

—Lo traerán en seguida —dijo Gyoko—. ¡Ako! ¡Date prisa, pequeña!

—Sí, mi ama.

Ako trajo la bandeja del té y dos tazas, y lo sirvió. Y Gyoko se marchó, disculpándose de nuevo por haberle molestado.

Kikú ofreció la taza a Blackthorne. Éste bebió, sediento, y después, ella lo ayudó a vestirse. Ako llevó un quimono limpio para Kikú. Ésta se mostraba muy cortés, pero le preocupaba la idea de que pronto tendría que acompañar a Anjín-san al portal, para despedirle. Era de buena educación. Más aún, era su privilegio y su deber. Sólo las cortesanas de primera clase podían cruzar el umbral para dispensar aquel raro honor, las damas tenían que quedarse en el patio. Era inconcebible que ella no terminase la noche como se esperaba, habría sido un terrible insulto para su invitado. Y, sin embargo… Por primera vez en su vida, Kikú no deseaba despedir a un cliente en presencia de otro.

«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Es porque Anjín-san es bárbaro y te avergüenzas de que la gente sepa que has sido poseída por un bárbaro? No. Todo Anjiro lo sabe ya, y, casi siempre, un hombre es como otro hombre cualquiera. ¡Este hombre es samurai, hatamoto y almirante del señor Toranaga! No, no es eso.

»Entonces, ¿qué?

»Es porque esta noche he descubierto que me avergonzaba de lo que le hizo Omi-san. Como todos deberíamos avergonzarnos. Omi-san nunca debió hacer una cosa así. Anjín-san está marcado, y mis dedos parecieron tocar la marca a través de la seda de su quimono. Sentí vergüenza por él, porque es un hombre bueno y no se merecía aquello.

»¿Me siento deshonrada?

»No, claro que no, sólo estoy avergonzada por él. Y avergonzada ante Omi-san por sentir vergüenza.»

Después, en los recovecos de su mente, volvió a oír las palabras de Mamá-san: «Pequeña, pequeña, deja para los hombres las cosas de los hombres. La risa es nuestro bálsamo contra ellos, el mundo, los dioses e incluso la vejez.»

—¿Kikú-san?

—Dime, Anjín-san.

—Me marcho.

—Sí. Te acompañaré —dijo ella.

Él tomó cariñosamente su cara entre sus rudas manos y la besó.

—Gracias. Me faltan palabras para darte las gracias.

—Soy yo quien debería dártelas. Por favor, permíteme que te dé las gracias. Y ahora, salgamos.

Dejó que Ako diese los últimos toques a sus cabellos, que pendían sueltos, se ató el cinto del quimono y salió con Blackthorne.

Kikú caminaba a su lado, no unos pasos atrás, como habría debido hacer la esposa, la consorte, la hija o la sirvienta. Él apoyó un momento una mano en su hombro, cosa que ella encontró de mal gusto, porque no estaban en la intimidad de una habitación. De pronto, tuvo la súbita y horrible premonición de que él la besaría en público —una costumbre bárbara, según le había dicho Mariko—, cuando estuviesen en la puerta. «¡Oh, Buda, impídelo!», pensó, casi presa de pánico.

Sus sables estaban en el cuarto de recepción. Era costumbre que todas las armas se dejasen guardadas fuera de las habitaciones de placer, para evitar disputas mortales entre los clientes e impedir que alguna dama pusiese fin a su vida. No todas las damas del Mundo de los Sauces eran felices o afortunadas.

Blackthorne colgó los sables de su cinto. Kikú lo acompañó al cruzar la galería donde él se puso las sandalias. Gyoko y otras mujeres se habían reunido para despedirlo como a un invitado distinguido. Más allá del portal se veía la plaza de la aldea y el mar. Muchos samurais rondaban por allí, entre ellos, Buntaro. Kikú no pudo ver a Omi, aunque estaba segura de que los observaba desde algún sitio.

Anjín-san parecía desmesuradamente alto, y ella, muy menuda a su lado. Ahora cruzaban el patio. Ambos vieron a Omi al mismo tiempo. Estaba de pie junto al portal.

Blackthorne se detuvo.

—Buenos días, Omi-san —dijo, amistosamente, inclinándose como un amigo, sin saber que Omi y Kikú eran más que amigos. «¿Cómo podía saberlo? —pensó ella—. Nadie se lo había dicho… ¿Por qué habían de decírselo? ¿Y qué importaba eso, a fin de cuentas?»

—Buenos días, Anjín-san.

La voz de Omi era amistosa, pero ella advirtió que su inclinación era de pura cortesía. Luego dirigió a ella sus ojos ardientes, ella hizo una reverencia, y su sonrisa fue perfecta.

—Buenos días, Omi-san. Es un honor para esta casa.

—Gracias, Kikú-san. Gracias.

Ella sintió su mirada escrutadora, pero fingió no advertirla y mantuvo los ojos modestamente bajos. Gyoko, las doncellas y las cortesanas que estaban libres, observaban desde la galería.

—Voy a la fortaleza, Omi-san —dijo Blackthorne—. ¿Va todo bien?

—Sí. El señor Toranaga te ha enviado a buscar.

—Voy inmediatamente. Espero verte pronto.

—Sí.

Kikú levantó los ojos. Omi seguía mirándola. Ella le dirigió su mejor sonrisa y miró a Anjín-san. Éste observaba fijamente a Omi, después, al sentir la mirada de ella, se volvió y sonrió.

—Lo siento, Kikú-san, Omi-san, pero debo marcharme.

Se inclinó ante Omi, que devolvió su saludo. Cruzó el portal. Ella lo siguió, sin atreverse a respirar. Todo se inmovilizó en la plaza. En medio del silencio, ella vio que él se volvía y, por un odioso instante, tuvo la seguridad de que iba a besarla. Mas, para su gran alivio, no lo hizo, sino que sólo se quedó esperando, como una persona civilizada.

Ella se inclinó con toda la ternura de que fue capaz, mientras los ojos de Omi la taladraban.

—Gracias, Anjín-san —dijo, sonriendo sólo para él. Un suspiro cruzó la plaza—. Gracias —y añadió la frase tradicional—: Visítanos de nuevo, por favor. Contaré los momentos hasta que volvamos a vernos.

Él se inclinó, con la naturalidad que era de rigor, y echó a andar con la arrogancia propia de un samurai eminente. Entonces, como él la había tratado con gran corrección, y para compensar la innecesaria frialdad del saludo de Omi, Kikú, en vez de volver inmediatamente a casa se quedó donde estaba y contempló a Anjín-san mientras se alejaba, para honrarlo aún más. Esperó a que él doblase la última esquina. Vio que se volvía y agitaba una mano. Ella hizo una reverencia, satisfecha de la atención despertada en la plaza, pero fingiendo no advertirla. Y sólo cuando él hubo desaparecido, volvió atrás, con orgullo y con la mayor elegancia. Y, hasta que se cerró la puerta, todos los hombres la observaron, admirando su belleza y envidiando a Anjín-san, que debía ser todo un hombre para que ella le distinguiese de este modo.

—¡Qué bonita eres! —exclamó Omi.

—Ojalá fuese verdad, Omi-san —dijo ella, con su segunda mejor sonrisa—. ¿Te apetece un poco de cha, Omi-sama? ¿O comida?

—Contigo, sí.

Gyoko se reunió con ellos, zalamera.

—Disculpa mi grosería, Omi-sama. Come con nosotras, por favor. ¿Te has desayunado ya?

—No, todavía no, pero no tengo apetito. —Omi miró a Kikú—. ¿Te has desayunado tú?

Gyoko los interrumpió animadamente:

—Permítenos traerte algo que no sea del todo inadecuado, Omi-sama. Kikú-san, cuando te hayas cambiado, te reunirás con nosotros, ¿neh?

—Desde luego. Sírvete disculparme, Omi-sama, por presentarme así. Lo siento.

La joven echó a correr, fingiendo una animación que no sentía. Ako la siguió.

Omi dijo escuetamente:

—Me gustaría estar con ella esta noche, para comer y conversar.

—Desde luego, Omi-sama —respondió Gyoko, haciendo una profunda reverencia y sabiendo que ella no estaría libre—. Honras mi casa y nos honras demasiado a nosotras. Kikú-san es muy afortunada por gozar de tu favor.

—¿Tres mil kokús? —preguntó Toranaga, escandalizado.

—Sí, señor —contestó Mariko. Estaban en la galería privada de la fortaleza. Había empezado a llover, pero continuaba el calor. Ella se sentía indiferente y fatigada, suspirando por el fresco del otoño—. Lo siento, pero no pude conseguir que la mujer rebajase más el precio. Estuvimos hablando hasta poco antes del amanecer. Lo siento, señor, pero tú me ordenaste que cerrase el trato la noche pasada.

—Pero, ¡tres mil, Mariko-san! ¡Esto es usura!

En realidad, Toranaga se alegraba de tener un nuevo problema que apartase de su mente la preocupación que lo atosigaba. El hecho de que el sacerdote cristiano Tsukku-san viajase con Zataki, el nuevo regente, era de mal augurio. Había estudiado todos los medios de escapar, todos los caminos de retirada y de ataque imaginables, y el resultado era siempre el mismo: «Si Ishido actúa rápidamente, estoy perdido. Tengo que ganar tiempo. Pero, ¿cómo?

»Si yo fuese Ishido, empezaría ahora mismo, antes de que cesasen las lluvias.

»Colocaría a mis hombres en posición, tal como hicimos el Taiko y yo para destruir a los Beppu. Es un plan que siempre da resultado. ¡Y tan sencillo! Ishido no puede ser tan estúpido que no vea que no se puede defender el Kwanto sin poseer Osaka y las tierras entre Osaka y Yedo. Mientras Osaka le sea hostil, el Kwanto estará en peligro. El Taiko lo sabía, y por esto me lo dio. Sin Kiyama, Onoshi y los curas bárbaros…»

Haciendo un esfuerzo, Toranaga dejó de pensar en el mañana y centró toda su atención en la inverosímil suma de dinero.

—¡Tres mil kokús es una cifra desorbitada!

—Estoy de acuerdo, señor. Tienes razón. La culpa es mía. Yo pensaba que incluso quinientos era una cantidad excesiva, pero Gyoko no quiso rebajar más. Aunque propuso una transacción.

—¿Cuál?

—Gyoko ofreció reducir el precio a dos mil quinientos kokús, si le hacías el honor de concederle una breve audiencia.

—¡Una Mamá-san que renuncia a quinientos kokús, sólo por hablar conmigo!

—Sí, señor.

—¿Por qué? —preguntó, receloso.

—Me dijo la razón, señor, pero suplicó humildemente la gracia de explicártela personalmente. Yo creo que su proposición puede interesarte, señor. Y quinientos kokús… son muy buenos de ahorrar. Lamento muchísimo no haber podido conseguir un trato mejor, aunque Kikú-san pertenece a la primera clase con todo merecimiento. Sé que te he defraudado.

—De acuerdo —dijo agriamente Toranaga—. Incluso mil sería demasiado. Esto es Izú, no Kyoto.

—Tienes toda la razón, señor. Yo dije a la mujer que el precio era tan absurdo que no podía darle mi conformidad, aunque tú me habías ordenado que cerrase el trato anoche. Confío en que perdonarás mi desobediencia, pero le dije que, antes de cerrar el trato, tenía que consultar con dama Kasigi, la madre de Omi-san, que es, aquí, la dama de más categoría.

Toranaga se animó, olvidadas sus demás preocupaciones.

—¿Quieres decir que está arreglado, pero no del todo?

—Sí, señor. No me he obligado a nada, hasta que pueda consultar con dicha dama. Dije que le daría una respuesta hoy al mediodía. Por favor, perdona mi desobediencia.

—¡Tenías que cerrar el trato tal como te ordené! —dijo Toranaga, secretamente encantado de que la astucia de Mariko le diese la oportunidad de poder aceptar o rechazar, sin pérdida de prestigio.

Habría sido inconcebible que él tratase de desdecirse personalmente, por una simple cuestión de dinero. Pero oh ko, tres mil kokús…

—¿Dices que el contrato de esa joven vale una cantidad de arroz suficiente para alimentar a mi familia durante tres años?

—Lo vale hasta el último grano, para el hombre adecuado.

Toranaga le dirigió una mirada astuta.

—¿Sí? Háblame de ella y de lo que pasó.

Ella se lo contó todo…, salvo sus sentimientos por Anjín-san y su profundo afecto por la niña.

—Bien. Sí, muy bien —dijo Toranaga—. Él debió de gustarle mucho para que ella se quedase en la puerta la primera vez.

—Sí.

—Los tres mil kokús invertidos valieron la pena para él. Ahora, se habrá hecho famoso.

—Sí —convino Mariko, sintiéndose orgullosa del éxito de Blackthorne—. Ella es una dama excepcional, señor.

—¿Dijiste que vale esa cantidad hasta el último grano? Me cuesta creerlo.

—Dije para el hombre adecuado, señor. Pero no sabría decir quién puede ser el hombre adecuado.

Llamaron al shoji.

—¿Sí?

—Anjín-san está en la puerta principal, señor.

—Tráelo aquí.

—Sí, señor.

Toranaga se abanicó. Había estado observando con disimulo a Mariko y había sorprendido un fugaz destello en sus ojos. Deliberadamente, no le había dicho que lo había enviado a buscar.

«¿Qué hacer? Todo lo planeado sigue en vigor. Pero ahora necesito más que nunca a Buntaro, a Anjín-san y a Omi-san. Y, sobre todo, a Mariko.»

—Buenos días, Toranaga-sama.

Éste devolvió el saludo a Blackthorne y advirtió la súbita animación de su semblante al ver a Mariko. Después de los ceremoniosos saludos y cortesías, dijo:

—Mariko-san, dile que saldrá conmigo al amanecer. Y tú también. Tú seguirás camino a Osaka.

Ella sintió un escalofrío.

—Sí, señor.

—¿Iré yo a Osaka, Toranaga-sama? —preguntó Blackthorne.

—No, Anjín-san. Dile, Mariko-san, que yo voy al balneario de Shuzenji, para un día o dos. Ambos me acompañaréis. Tú continuarás a Osaka. Él viajará conmigo hasta la frontera y, después, seguirá solo hacia Yedo.

Los observó fijamente, mientras Blackthorne hablaba a Mariko, rápidamente y en tono apremiante.

—Perdón, Toranaga-sama, pero Anjín-san pregunta humildemente si podría disponer de mí unos pocos días más. Dice, con perdón, que, con mi presencia, podría acelerar mucho el asunto de su barco. Después, con tu venia, tomaría inmediatamente uno de tus barcos costeros y me llevaría a Osaka, continuando él hasta Nagasaki. Sugiere que, con esto, podría ahorrarse tiempo.

—Todavía no he decidido nada sobre el barco. Ni sobre la tripulación. Tal vez no haga falta que vaya a Nagasaki. Díselo claramente. No, no hay nada decidido. Pero consideraré su petición en lo que a ti respecta. Mañana sabréis mi decisión. Ahora, podéis marcharos… ¡Ah, sí! Dile, Mariko-san, que necesito su genealogía. Puede escribirla, y tú lo traducirás, dando fe de su exactitud.

—Sí, señor. ¿Lo quieres en seguida?

—No. Tendrá tiempo de sobra cuando llegue a Yedo.

Mariko se lo explicó a Blackthorne.

—¿Para qué lo quiere? —preguntó éste.

Mariko lo miró fijamente.

—Hay que registrar el nacimiento y la muerte de todos los samurais, Anjín-san, así como sus feudos y concesiones de tierras. ¿Cómo podría, si no, el señor feudal, conocer exactamente la situación? ¿No hacen lo mismo en tu país? Aquí, la ley obliga a que todos los ciudadanos, incluso los eta, estén oficialmente registrados: nacimientos, defunciones, matrimonios. Cada pueblo o aldea tiene su registro oficial. En otro caso, ¿cómo podrías saber adónde y a quién perteneces?

—Nosotros no lo anotamos. No siempre. Y no oficialmente. ¿Todo el mundo está registrado aquí? ¿Todos?

—Sí, incluso los eta, Anjín-san. Es importante, ¿neh? Así, nadie puede hacerse pasar por otro, los malhechores pueden ser apresados más fácilmente, y los hombres, las mujeres y los padres, no pueden hacer trampas en las bodas, ¿neh?

Blackthorne dejó esta cuestión a un lado, de momento, y jugó otra carta en su juego con Toranaga, confiando en que podría llevarlo a apoderarse del Buque Negro.

Mariko lo escuchó atentamente, le preguntó algo y se volvió a Toranaga.

—Señor, Anjín-san te da las gracias por tu favor y por tus muchos dones. Pregunta si le harías el honor de escoger sus doscientos vasallos. Dice que tu guía en este particular sería muy valiosa.

—¿Valdría mil kokús? —preguntó al punto Toranaga.

Vio la sorpresa de ella y la de Anjín-san. «Me alegro de que sigas siendo transparente, Anjín-san, a pesar de tu apariencia de civilización —pensó—. Si fuese jugador, apostaría a que no fue idea tuya el pedir mi orientación.»

Hai —oyó que decía Blackthorne, con firmeza.

—Bueno —replicó vivamente—. Ya que Anjín-san es tan generoso acepto su ofrecimiento. Mil kokús. Servirán para ayudar a algún otro samurai necesitado. Dile que sus hombres lo estarán esperando en Yedo. Hasta mañana al amanecer, Anjín-san.

—Sí. Gracias, Toranaga-sama.

—Mariko-san, consulta en seguida a dama Kasigi. Ya que tú aprobaste la suma, supongo que ella estará de acuerdo con tu trato, por muy malo que parezca, aunque supongo que necesitará hasta el amanecer de mañana para considerar una cantidad tan exagerada. Envía un mensaje a Gyoko, diciéndole que esté aquí al ponerse el sol. Puede traer consigo a la cortesana. Kikú-san podrá cantar mientras nosotros hablamos, ¿neh?

Les despidió, encantado de haberse ahorrado mil quinientos kokús. «La gente es muy estrafalaria», pensó, benignamente.

—¿Tendré bastante para reunir una tripulación? —preguntó Blackthorne.

—¡Oh, sí, Anjín-san! Pero todavía no ha accedido a que vayas a Nagasaki —dijo Mariko—. Quinientos kokús son más que suficientes para que puedas vivir un año, y los otros quinientos podrás convertirlos en unos ciento ochenta kobán de oro para pagar a los marineros. Es una suma muy grande.

Fujiko se levantó trabajosamente y habló a Mariko.

—Tu consorte dice que no debes preocuparte, Anjín-san. Ella puede proporcionarte cartas de crédito para ciertos prestamistas que te adelantarán todo lo que necesites. Ella cuidará de todo.

—Sí, pero, ¿no tengo que pagar a todos mis criados? ¿Y cómo pagaré una casa, mi casa, Fujiko-san?

Mariko hizo un gesto de disgusto.

—Perdona, pero esto no es de tu incumbencia. Tu consorte te ha dicho que cuidará de todo. Ella…

Fujiko la interrumpió y las dos mujeres hablaron durante un momento entre ellas.

—¡Ah so desu, Fujiko-san! —Mariko se volvió a Blackthorne—. Dice que no debes perder tiempo en estas cosas, sino que te ruega que lo emplees pensando en los problemas del señor Toranaga. Ella tiene algún dinero propio, del que puede echar mano en caso de necesidad.

Blackthorne pestañeó.

—¿Me prestaría su propio dinero?

—¡Oh, no, Anjín-san! Naturalmente, te lo dará, si lo necesitas. Y no olvides que sólo habrá problemas este año —le explicó Mariko—. El año próximo, serás rico, Anjín-san. En cuanto a tus servidores, cobrarán dos kokús cada uno por un año. Recuerda que Toranaga te ha dado todas sus armas y caballos, y, con dos kokús pueden alimentarse ellos y sus familias y sus caballos. Y tampoco debes olvidar que diste a Toranaga la mitad de tu renta de un año para que él los escoja personalmente. Esto es un gran honor, Anjín-san.

—¿Lo crees así?

—Desde luego. Y también lo piensa Fujiko-san. Fuiste muy astuto al pensar en esto.

—Gracias —dijo Blackthorne, dejando traslucir cierta satisfacción.

«Estás recobrando tu astucia —se dijo—, y empiezas a pensar como ellos. Sí, hiciste bien en sobornar a Toranaga. Ahora tendrás los mejores hombres, cosa que no habrías podido conseguir tú solo. ¿Qué son mil kokús comparados con el Buque Negro?»

Bueno, otra de las cosas que había dicho Mariko resultaba cierta: una de las debilidades de Toranaga era la avaricia. Naturalmente, ella no lo había dicho tan claro, sino que sólo había indicado que Toranaga había hecho crecer su increíble riqueza mucho más que cualquier otro daimío del Reino. Esta indicación, unida a sus propias observaciones —que los trajes de Toranaga eran tan sencillos como su comida, y que su estilo de vida se diferenciaba poco del de cualquier samurai corriente— le daba otra llave para abrir la fortaleza de Toranaga.

Dio gracias a Dios por haber puesto a Mariko y al viejo fray Domingo en su camino.

Blackthorne recordó la cárcel y lo cerca que había estado entonces de la muerte, y lo cerca que estaba ahora de ella, a pesar de todos sus honores. «Lo que Toranaga da, puede quitarlo. Tú crees que es amigo tuyo, pero, si es capaz de asesinar a su mujer y a su hijo predilecto, ¿qué valor daría a tu amistad o a tu vida? No lo sé —se dijo—. Esto es karma. Yo no puedo influir en el karma, y he estado cerca de la muerte durante toda mi vida, por consiguiente, no me viene de nuevo. Confío en que el karma me proteja durante los seis próximos meses. Si es así, el año próximo, en esta época, cruzaré el estrecho de Magallanes en dirección a la ciudad de Londres, fuera de su alcance…»

Fujiko estaba hablando. Él la observó. Yacía penosamente en la esterilla, abanicada por su doncella.

—Ella lo tendrá todo preparado al amanecer, Anjín-san —dijo Mariko—. Tu consorte sugiere que te lleves dos caballos y otro para tu equipaje. Un criado y una doncella…

—Un criado será bastante.

—Perdona, pero debes tener una doncella que te sirva. Y, naturalmente, un cocinero con su ayudante.

—¿No habrá cocinas que podamos… que yo pueda usar?

—¡Oh, sí! Pero debes tener tus cocineros, Anjín-san. No olvides que eres hatamoto.

—Lo dejo todo en vuestras manos —dijo, sabiendo que de nada le serviría discutir.

—Haces bien, Anjín-san, haces muy bien. Y ahora, discúlpame, pero tengo que ir a hacer mi equipaje.

Mariko se marchó, contenta. No habían hablado mucho, sólo unas cuantas frases en latín para darse a entender, mutuamente, que, aunque la noche mágica no se había realizado y jamás volvería a ser comentada, ambos la conservarían en su imaginación.

—Me sentí orgullosa al enterarme de que ella estuvo tanto tiempo en el portal. Ahora, tu prestigio es grande, Anjín-san.

—Por un instante, casi olvidé lo que tú me habías dicho. Estuve a punto, involuntariamente, de besarla en público.

—¡Oh ko, Anjín-san, habría sido terrible!

Oh ko, tienes razón. A no ser por ti, habría perdido mi dignidad y sería como un gusano retorciéndose en el polvo. —Después dijo—: Me alegro mucho de que vengas también al Balneario. Pero, ¿por qué tienes que ir a Osaka?

—¡Oh! No es una orden. El señor Toranaga me permite ir allá. Tengo que resolver algunos asuntos de propiedades y familia. Y, además, mi hijo está ahora allí. También podré llevar mensajes privados para Kiritsubo-san y dama Sazuko.

—¿No será peligroso? Recuerda tus palabras: la guerra está próxima, e Ishido es el enemigo. ¿No lo dice también el señor Toranaga?

—Sí, pero todavía no estamos en guerra, Anjín-san. Y los samurais no luchan con las mujeres, a menos que éstas los ataquen.

—Pero, ¿y tú? ¿Olvidas el puente de Osaka, sobre el foso? ¿No te uniste a mí para engañar a Ishido? Él me habría matado. Y recuerda que empuñaste un sable en el barco.

—¡Bah! Sólo lo hice para defender a mi señor, y mi propia vida que estaba amenazada. Era mi deber, Anjín-san, nada más. No corro ningún peligro. He sido doncella de cámara de dama Yodoko, la viuda del Taiko, y de dama Ochiba, madre del Heredero. Tengo el honor de ser su amiga. Mi seguridad es absoluta. Por esto me permite ir Toranaga-sama. En cambio, tú no estarías seguro en Osaka, debido a la fuga del señor Toranaga y a lo que le hicisteis al señor Ishido. Por consiguiente, nunca debes desembarcar allí. Nagasaki será más seguro para ti.

—Entonces, ¿ha accedido a que vaya?

—No. Todavía no. Pero, cuando lo haga, no correrás peligro. Él tiene poder en Nagasaki.

Él habría querido preguntarle: ¿más que los jesuitas? Pero se limitó a decir:

—Ojalá el señor Toranaga te envíe en barco a Osaka.

Vio que ella temblaba ligeramente:

—¿Qué te inquieta?

—Nada. Sólo que… que el mar no me gusta.

—¿Lo ordenará él?

—No lo sé. Pero… —Se interrumpió y volvió a su tono malicioso, diciendo en portugués—: Sería conveniente, para tu salud, que Kikú-san viniese con nosotros, ¿neh? ¿Volverás esta noche a su Cámara Roja?

Él se echó a reír.

—No estaría mal, aunque… —Se interrumpió, al recordar con súbita claridad la mirada de Omi—. Escucha, Mariko-san, cuando estaba en la puerta, vi que Omi la miraba de un modo muy especial, como miraría un amante. Un amante celoso. Yo no sabía que fuesen amantes.

—Tengo entendido que él es uno de sus clientes, un cliente distinguido, sí. Pero, ¿por qué te preocupa esto?

—Porque fue una mirada muy particular. Muy especial.

—No tiene ningún derecho especial sobre ella, Anjín-san. Ella es una cortesana de Primera Clase. Puede aceptar o rechazar a quien le parezca.

—Si estuviésemos en Europa, y yo me acostase con su chica… ¿Comprendes, Mariko-san?

—Creo que sí, Anjín-san. Pero no estás en Europa, y ella no depende oficialmente de él. Si quiere aceptaros, a ti y a él, o incluso rechazarte a ti o rechazarlo a él, esto es sólo cosa suya.

Él le había dado las gracias una vez más y no había insistido. Pero su cabeza y su corazón le decían que estuviese alerta. «No es tan sencillo como te imaginas, Mariko-san, ni siquiera aquí. Omi cree que Kikú-san es algo más para él, aunque ella no piense lo mismo. Ojalá hubiese yo sabido que Omi la amaba. Prefiero tener a éste por amigo que por enemigo. Pero puede que Mariko tenga razón, que la cama no tenga, para ellos, nada que ver con el amor.

»La verdad es que estoy hecho un lío. Ahora soy en parte oriental, aunque en mayor parte occidental. Tengo que actuar y pensar como ellos, si quiero conservar la vida. Además, mucho de lo que creen ellos es mejor que lo que pensamos nosotros, hasta el punto de que sería tentador convertirse en uno de ellos… Pero, mi hogar está allá, al otro lado del mar, donde nacieron mis antepasados y vive mi familia, Felicity, Tudor y Elizabeth. ¿Neh?»

—¿Anjín-san?

—Dime, Fujiko-san.

—Por favor, no te preocupes por el dinero. No puedo verte preocupado. Siento no poder ir contigo a Yedo.

—Pronto nos veremos en Yedo, ¿neh?

—Sí. El médico dice que me curo bien, y la madre de Omi está de acuerdo.

—¿Cuándo vendrá el médico?

—Siento no poder ir contigo mañana. Perdóname, por favor.

Él se preguntó de nuevo sobre su deber para con su consorte. Después, guardó esta idea en su compartimiento, al surgir otra en su mente. Reflexionó sobre ella y le pareció buena. Y urgente.

—Ahora me voy, volveré pronto. Descansa…, ¿comprendes?

—Sí. Perdona que no me levante y… Lo siento mucho.

Él la dejó y se dirigió a su propia habitación. Sacó la pistola de su escondrijo, comprobó el gatillo y la guardó debajo de su quimono. Entonces, se marchó solo a la casa de Omi. Omi no estaba allí. Midori lo recibió y le ofreció cha, que él rehusó cortésmente. Tenía en brazos a su hijo de dos años. Dijo que Omi volvería pronto. ¿Quería Anjín-san esperarlo? Parecía inquieta, aunque cortés y amable. Él rehusó de nuevo y le dio las gracias, diciendo que volvería más tarde. Entonces, se dirigió a su propia casa.

Los lugareños habían despejado ya el lugar y se disponían a reconstruirlo todo. Nada se había salvado del incendio, salvo los utensilios de cocina. Fujiko no había querido decirle el coste de la reconstrucción. Era muy barato, le había dicho. No debía preocuparse.

Karma, Anjín-sama —dijo uno de los lugareños.

—Sí.

—¡Qué se le va a hacer! Tu casa estará pronto lista…, mejor que antes.

Blackthorne vio que Omi subía la cuesta, rígido y torvo. Salió a su encuentro. Cuando Omi lo vio, pareció suavizarse un poco.

—¡Ah, Anjín-san! —exclamó cordialmente—. Tengo entendido que te marchas con Toranaga-sama al amanecer. Muy bien, podemos cabalgar juntos.

A pesar de la aparente campechanía de Omi, Blackthorne se mantuvo en guardia.

—Escucha, Omi-san. Voy allí arriba. —Señaló la meseta—. Por favor, ven conmigo. ¿Sí?

—Hoy no hay instrucción.

—Lo sé. Por favor, ven conmigo. ¿Sí?

Omi vio que Blackthorne tenía la mano en la empuñadura del sable largo, sujetándola del modo tradicional. Después, sus agudos ojos observaron un bulto bajo el cinto y comprendió al punto, por su forma, que era una pistola oculta.

—El hombre a quien se permite llevar dos sables, debe saber usarlos, no llevarlos solamente, ¿neh? —dijo, con voz sibilante.

—¿Perdón? No comprendo.

Lo repitió, con menos palabras.

—Ah, comprendo. Sí. Mejor.

—Sí. El señor Yabú dijo que, ahora que eres todo un samurai, deberías empezar a aprender muchas cosas que nosotros damos por sabidas. Por ejemplo, cómo actuar de ayudante en un harakiri, o incluso prepararte para éste, como todos estamos obligados a hacer. Sí, Anjín-san, deberías aprender a usar los sables. Un samurai debe aprender a usar y honrar sus sables, ¿neh?

Blackthorne no comprendió la mitad de las palabras. Pero sabía lo que decía Omi.

Al menos, rectificó, inquieto, sabía lo que decía aparentemente.

—Sí. Cierto. Importante —dijo—. Por favor, un día tú enseñar…, perdón, ¿querrás enseñarme? Será un honor para mí.

—Sí, me gustaría enseñarte, Anjín-san.

Blackthorne se inquietó aún más ante la implícita amenaza de las palabras de Omi. «Cuidado —se dijo—. Y no empieces a imaginarte cosas.»

—Gracias. Ahora vayamos allí. Por favor. Poco tiempo. ¿Vienes conmigo? ¿Sí?

—Muy bien, Anjín-san. Pero iremos a caballo. Me reuniré en seguida contigo.

Omi echó a andar y entró en el patio de su casa. Blackthorne ordenó a un criado que ensillase su caballo, y montó torpemente por el lado derecho, como solía hacerse en el Japón y en China. «No creo que me convenga mucho dejar que me enseñe esgrima», pensó, tocando con la diestra el bulto de la pistola, cosa que lo tranquilizó un tanto. Pero esta confianza se desvaneció al reaparecer Omi. Lo acompañaban cuatro samurais montados.

Juntos subieron por el anfractuoso camino en dirección a la meseta. Se cruzaron con muchas compañías de samurais en plena marcha, armados y haciendo ondear los banderines de sus lanzas, detrás de sus oficiales. Cuando llegaron a la cima de la cuesta, vieron que todo el Regimiento de Mosquetes estaba formado fuera del campamento, en orden de marcha, cada hombre al lado de su caballo guarnecido y con un tren de equipaje en retaguardia. Al frente de todos, Yabú, Naga y sus oficiales. Empezó a llover con fuerza.

—¿Se va toda la tropa? —preguntó Blackthorne, sorprendido, frenando su montura.

—Sí.

—¿Van al Balneario con Toranaga-sama, Omi-san?

—No lo sé.

El sentido de conservación de Blackthorne le aconsejó que no hiciese más preguntas. Pero había una que requería respuesta:

—¿Y Buntaro-sama? —preguntó, en tono indiferente—. ¿Vendrá con nosotros mañana, Omi-san?

—No. Se ha marchado ya. Esta mañana estaba en la plaza cuando tú saliste de la Casa de Té. ¿No lo viste, cerca de la Casa?

Blackthorne no pudo leer nada en el semblante de Omi.

—No. No lo vi. Lo siento. ¿También ha ido al Balneario?

—Supongo que sí. No estoy seguro. —La lluvia goteaba del sombrero cónico de Omi, atado debajo del mentón. Sus ojos quedaban casi ocultos—. Bueno, ¿por qué has querido que viniese aquí contigo?

—Para mostrarte el lugar, como dije.

Antes de que Omi pudiese responder, espoleó su caballo. Con su agudo instinto de hombre de mar, se orientó en seguida y se dirigió rápidamente al punto exacto de la grieta. Desmontó y llamó a Omi.

—Por favor.

—¿Qué quieres? Di —dijo Omi, con voz cortante.

—Por favor, aquí, Omi-san. Solo.

Omi despidió a sus guardias con un ademán, y avanzó hasta colocarse encima de Blackthorne.

¿Nan desu ka? —preguntó, y su mano pareció cerrarse sobre la empuñadura del sable.

—Aquí, Toranaga-sama… —No encontró las palabras y trató de suplirlas con la mímica—. ¿Comprendes?

—Aquí le arrancaste de la tierra, ¿neh?

Blackthorne lo miró, después, miró expresivamente su propio sable y levantó de nuevo la mirada.

¿Nan desu ka? —repitió Omi, con mayor irritación. Blackthorne tampoco respondió. Omi miró la grieta y, después, la cara de Blackthorne. Y de pronto, sus ojos se iluminaron.

¡Ah, so desu! ¡Wakarimasu! —Omi reflexionó un momento y llamó a uno de sus guardias—. Que venga Mura en seguida. Con veinte hombres provistos de palas.

El samurai partió al galope. Omi envió a los otros al pueblo, se apeó de su caballo y se plantó junto a Blackthorne.

—Sí, Anjín-san —dijo—. Es una buena idea. Excelente.

—¿Idea? ¿Qué idea? —preguntó cándidamente Blackthorne—. Sólo te he mostrado el sitio. Pensé que querrías conocerlo, ¿neh? Perdona…, no comprendo.

—Toranaga perdió sus sables aquí —dijo Omi—. Son muy valiosos. Se alegrará de recuperarlos. Mucho, ¿neh?

¡Ah so! No idea mía, Omi-san —dijo Blackthorne—. Idea de Omi-san.

—Claro. Gracias, Anjín-san. Eres un buen amigo y tu mente es rápida. Debió ocurrírseme a mí. Sí, eres un buen amigo, y todos necesitaremos amigos durante los próximos meses. La guerra va a estallar, queramos o no.

Hai. ¿Has dicho guerra? ¿Ahora?

—Pronto. ¿Qué podemos hacer? Nada. No te preocupes, Toranaga-sama derrotará a Ishido y a sus traidores. Ésta es la verdad, ¿comprendes? Nada de preocupaciones, ¿neh?

—Comprendo. Ahora voy a mi casa, ¿neh?

—Sí. Nos veremos al amanecer. Gracias de nuevo.

Blackthorne asintió con la cabeza, pero no se marchó.

—Es bonita, ¿neh?

—¿Qué?

—Kikú-san.

Blackthorne tenía las piernas ligeramente separadas y estaba preparado para dar un salto atrás, sacar su pistola, apuntar y disparar. Recordaba perfectamente la increíble rapidez con que Omi había decapitado a aquel lugareño, tiempo atrás, y estaba apercibido. Había resuelto que su seguridad dependía de que aclarase el asunto de Kikú. Omi no plantearía nunca la cuestión. Lo consideraría de una mala educación inconcebible. Y, avergonzado de su propia flaqueza, ocultaría cuidadosamente sus celos. Y precisamente por ser un sentimiento tan antijaponés y vergonzoso, arderían en secreto hasta estallar el día menos pensado, ciega y ferozmente.

—¿Kikú-san? —preguntó Omi.

—Hai. Es bonita, ¿neh?

—Sí —dijo Omi—. Kikú-san es muy bonita —y soltó un torrente de palabras que Blackthorne no comprendió en absoluto.

—No tengo palabras ahora, Omi-san, no bastantes para hablar claro. Más adelante, sí. Ahora, no. ¿Comprendes?

Omi pareció no oírle. Después, dijo:

—Hay tiempo de sobra, Anjín-san, tiempo de sobra para hablar de ella, de ti, de mí y de karma. Pero estoy de acuerdo, ahora no es el momento, ¿neh?

—Creo comprender. Sí. Ayer yo no sabía que Omi-san y Kikú-san eran buenos amigos —dijo Blackthorne, yendo al grano.

—Ella no es de mi propiedad.

—Ahora sé que tú y ella sois buenos amigos. Ahora…

—Déjalo. Asunto terminado. La mujer no es nada. Nada.

Blackthorne insistió:

—La próxima vez que…

—¡Se acabó la conversación! ¿Lo oyes? ¡Se acabó!

¡Iyé! ¡Iyé, vive Dios!

Omi llevó la mano al sable. Blackthorne dio dos pasos atrás sin darse cuenta.

Pero Omi no desenvainó el sable, y Blackthorne no sacó la pistola. Ambos estaban preparados, pero ninguno de los dos quería ser el primero.

—¿Qué ibas a decir, Anjín-san?

—La próxima vez, yo preguntaré… sobre Kikú-san. Si Omi-san dice «sí», será «sí». Si dice «no», será «no». De amigo a amigo, ¿neh?

Omi aflojó ligeramente la mano de la empuñadura del sable.

—Repito: no es de mi propiedad. Gracias por enseñarme este lugar, Anjín-san. Adiós.

—¿Amigo?

—Desde luego.

Omi se acercó al caballo de Blackthorne y sujetó la brida. Blackthorne saltó sobre la silla.

—Adiós, Omi-san, y gracias.

Omi observó a Blackthorne mientras éste se alejaba, y sólo se volvió cuando hubo traspuesto el borde de la meseta. Marcó el sitio exacto de la grieta con algunas piedras y, muy agitado, se puso en cuclillas y esperó, sin reparar en el diluvio.

Pronto llegaron Mura y los lugareños, manchados de barro.

—Toranaga-sama cayó en la grieta precisamente en este punto, Mura. Sus sables están enterrados aquí. Tráemelos antes de que se ponga el sol.

—Sí, Omi-sama.

Omi se alejó al galope. Ellos le observaron un momento y, después, se distribuyeron en círculo alrededor de las piedras y empezaron a cavar. Mura bajó la voz:

—Uo, tú irás con el tren de los equipajes.

—Sí, Mura-san. Pero, ¿cómo?

—Te ofreceré a Anjín-san. Para él, serás como otro cualquiera.

—Pero su consorte, oh ko, me conocerá —susurró Uo.

—Ella no irá con él. Dicen que sus quemaduras son graves. Irá a Yedo en barco, más tarde. ¿Sabes lo que has de hacer?

—Buscar al santo padre en secreto y contestar sus preguntas.

—Sí. —Mura se relajó y volvió a hablar con normalidad—. Puedes ir con Anjín-san, Uo, pues es buen pagador. Debes serle útil, pero no demasiado, si no quieres que te lleve a Yedo con él. —Y, volviéndose a todos—. Bueno, a cavar y encontrar los sables.

Ellos obedecieron, sumido cada cual en sus propios pensamientos. El hoyo se fue haciendo cada vez más profundo. Pero, al cabo de un rato, Ninjín, roído por sus preocupaciones, no pudo contenerse por más tiempo e interrumpió el trabajo.

—Por favor, perdóname, Mura-san, pero, ¿qué has decidido sobre los nuevos impuestos? —preguntó, y los otros dejaron de cavar.

Mura siguió cavando metódicamente, a su aire.

—¿Qué hay que decidir? Yabú-sama dice: pagad, y nosotros pagamos, ¿neh?

—Pero Toranaga-sama redujo el impuesto a cuatro partes de cada diez, y él es nuestro señor feudal.

—Sí, pero devolvió Izú al señor Yabú, y también Suruga y Totomi, y lo instituyó de nuevo en amo supremo. Luego, ¿quién es nuestro señor feudal?

—Toranaga-sama. Seguro, Mura-san, que Tora…

—¿Vas a quejarte a él, Ninjín? ¡Vamos, despierta! Yabú-sama es el amo, como siempre lo fue. Nada ha cambiado. Y, si eleva los impuestos, pagaremos más. ¡Y se acabó!

—Pero esto se llevará todas nuestras reservas para el invierno. Todas. —La voz de Ninjín era como un zumbido furioso, pero todos sabían que decía la verdad—. Incluso con el arroz que robamos…

—Que salvamos —murmuró Uo, corrigiéndolo.

—Incluso con eso no habrá bastante para todo el invierno. Tendremos que vender una barca o dos…

—Nosotros no vendemos barcas —dijo Mura. Hincó su pala en la tierra, se secó el sudor de los ojos y se sujetó el cordón del sombrero. Luego, siguió cavando—. Trabaja, Ninjín. Así no pensarás en mañana.

—¿Cómo sobreviviremos al invierno, Mura-san?

—Todavía no ha terminado el verano.

—Sí —asintió amargamente Ninjín—. Hemos pagado más de dos anualidades de impuestos por anticipado, y aún no es bastante.

Karma, Ninjín —dijo Uo.

—Pronto habrá guerra. Tal vez vendrá otro señor que será más justo, ¿neh? —dijo otro.

—No puede ser peor. Nadie puede ser peor.

—No penséis en eso —aconsejó Mura—. Hoy estáis vivos… Pronto podéis estar muertos, y se acabaron las preocupaciones.

Su pala chocó con una piedra, y él se detuvo.

—Échame una mano, Uo, viejo amigo.

Juntos sacaron la piedra del barro. Uo murmuró, con ansiedad:

—Mura-san, ¿y si el santo padre pregunta por las armas?

—Díselo. Y dile que estamos dispuestos, que Anjiro está dispuesta.