CAPÍTULO XL

—Me han encargado que averigüe si Kikú-san estará libre esta noche —dijo Mariko.

—¡Oh! Lo siento, dama Toda, pero no estoy segura —dijo Gyoko, la Dueña-san, con voz melosa—. ¿Puedo preguntar si el honorable cliente quiere a dama Kikú para toda la noche o parte de ella, o tal vez hasta mañana, si ella está libre?

La Dueña-san era una mujer alta y elegante, de poco más de cincuenta años y agradable sonrisa. Pero bebía demasiado saké, su corazón era una máquina calculadora, y poseía un olfato capaz de oler una moneda de plata a una distancia de cincuenta ri.

Mariko dijo, amablemente:

—Esto habrá de decidirlo el cliente. Tal vez podríamos hacer un convenio que cubriese todas las posibilidades.

—Lo siento. Discúlpame, por favor, pero todavía no sé si está disponible. ¡Está tan solicitada, dama Toda! Estoy segura de que lo comprenderás.

—¡Oh, sí! Naturalmente. Podemos considerarnos muy afortunados de tener una dama tan distinguida aquí, en Anjiro.

Mariko recalcó la palabra «Anjiro». Había enviado a buscar a Gyoko, en vez de visitarla, como hubiese podido hacer, y la mujer había llegado con el retraso exacto para que pudiese advertirse, sin llegar a la descortesía.

—¿Querrá el cliente honrar nuestra casa de té? ¿O preferirá que Kikú-san lo visite aquí, si es que está disponible?

Mariko frunció los labios, reflexivamente.

—La casa de té.

¡Ah, so desu!

El verdadero nombre de la Dueña-san era Heiko-ichi (Primera Hija del Constructor de Paredes). Su padre y su abuelo habían sido especialistas en la construcción de muros de jardín. Durante muchos años, ella había sido cortesana de Mishima, la capital de Izú, y alcanzado la categoría de segunda clase. Pero los dioses le habían sonreído, y, gracias a los obsequios de su patrona y a su propia astucia para los negocios, había conseguido reunir el dinero necesario para rescatar su contrato, en el momento oportuno, y convertirse a su vez en alcahueta, con casa de té propia, cuando empezó a perder los encantos que le habían brindado los dioses. Ahora se hacía llamar Gyoko-san, la dama de la Suerte.

—¿Saké, Gyoko-san?

—Sí, gracias. Gracias, dama Toda.

La doncella sirvió el saké. Mariko volvió a llenar las tazas.

—Si estuviese disponible, ¿te parece bien cinco kobán?

Un kobán era una moneda de oro que pesaba dieciocho gramos. Un kobán equivalía a tres kokú de arroz.

—Lo siento, pero tal vez me he expresado mal. No deseo comprar toda la casa de té de Mishima, sino sólo los servicios de la dama por una noche.

Gyoko se echó a reír.

—¡Ah, dama Toda! Tienes bien merecida tu reputación. Pero debo observar que Kikú-san es una dama de primera clase. El gremio le concedió este honor el año pasado.

—Cierto, y estoy segura de que se lo merece. Pero esto fue en Mishima. Incluso en Kioto… Bueno, ya sé que lo has dicho en broma, discúlpame.

Gyoko se tragó la palabrota que tenía entre los labios y sonrió con benignidad.

—Desgraciadamente, tendría que reembolsar a clientes que, según creo recordar, la habían solicitado. ¡Pobre niña! Cuatro de sus quimonos quedaron estropeados por el agua, al apagar el fuego. Vivimos tiempos duros, señora, estoy segura de que lo comprendes. Cinco sería un precio razonable.

—Desde luego. Cinco estaría bien en Kioto, para una semana de jolgorio con dos damas de primera clase. Pero no estamos en una época normal, y hay que hacer concesiones. Medio kobán. ¿Saké, Gyoko-san?

—Gracias, gracias. Este saké es bueno, de gran calidad, muy bueno. Otra tacita, por favor, y me marcharé. Si Kikú no está libre esta noche, me encantaría ofrecerte otra de las damas… tal vez Akeko. ¿O puede ser otro día? ¿Tal vez pasado mañana…?

Mariko no respondió de momento. Cinco kobán era una cifra fantástica. Medio kobán era un precio razonable para Kikú. Mariko conocía los precios de las cortesanas, porque Buntaro las utilizaba de vez en cuando e incluso había comprado el contrato de una de ellas, y Mariko había pagado las facturas, según le correspondía hacer.

—Tal vez —dijo—. Pero no, si no puede ser esta noche, creo que pasado mañana sería demasiado tarde. En cuanto a otra de las damas…

Mariko sonrió y se encogió de hombros. Gyoko dejó tristemente su taza.

—He oído decir que nuestro glorioso samurai va a dejarnos. ¡Qué lástima! ¡Las noches son aquí tan agradables! En Mishima, no tenemos la brisa del mar, como aquí. También lamentaré marcharme.

—Tal vez un kobán. Y, si esta oferta es satisfactoria, me gustaría hablar de lo que costaría su contrato.

—¡Su contrato!

—Sí. ¿Un poco más de saké?

—Sí, gracias. ¿Su contrato…? Bueno, esto es otra cosa. Cinco mil kokú.

—¡Imposible!

—Bueno —dijo Gyoko—, pero Kikú-san es como una hija para mí, más que una hija. La eduqué desde que tenía seis años. Es la dama del Mundo de los Sauces más cabal de todo Izú. ¡Oh! Ya sé que en Yedo tenéis grandes damas, más inteligentes, más mundanas, pero esto sólo se debe a que Kikú-san no tuvo la suerte de codearse con personas de tan alta calidad. Pero, incluso así, nadie la iguala cantando o tocando el samisén. Cinco mil kikús es una suma pequeña para esta flor. En realidad, creo que no me resignaría a vender su contrato, ni siquiera por el precio mencionado. No, tendría que pensarlo mejor, lo siento. Tal vez podríamos discutirlo mañana… ¿Perder a Kikú-san, a mi pequeña Kikú-san?

Y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Lo siento. Shigata ga nai, ¿neh? —dijo cortésmente Mariko, dejando llorar y gemir a la mujer y llenando una y otra vez su taza, mientras se preguntaba cuánto valdría realmente el contrato.

—¿Estás de acuerdo, Anjín-san? —había preguntado antes a éste, entre el griterío de los oficiales borrachos.

—¿Quieres decir que el señor Toranaga ha preparado una dama para mí, como parte de la recompensa?

—Sí. Kikú-san. Difícilmente podrías negarte. A mí… me han ordenado que haga de intérprete.

—¿Ordenado?

—¡Oh! Me encantará representar esta función. Pero, en realidad, no puedes negarte, Anjín-san. Sería una terrible descortesía después de tantos honores, ¿neh? —Le había sonreído, provocándolo, orgullosa y satisfecha de la increíble generosidad de Toranaga—. Por favor. Yo nunca he visto el interior de una casa de té. Me gustaría mucho ver una y hablar con una verdadera dama del Mundo de los Sauces.

—¿Qué?

—¡Oh! Las llaman así porque se presume que las damas son tan graciosas como los sauces. A veces, se habla también del Mundo Flotante, porque se las compara con lirios que flotan en un lago. Vamos, Anjín-san, acepta.

—Pero, ¿qué dirá Buntaro-sama?

—Ya sabe que tengo que arreglar esto para ti. El señor Toranaga se lo dijo. Es un asunto oficial. Yo cumplo órdenes. ¡Y tú también! ¡Por favor! —Y añadió en latín, lengua que nadie más hablaba en Anjiro—: Hay otra razón que te diré más tarde.

—¡Oh! Dímela ahora.

—Más tarde. Pero acepta de buen grado. Yo te lo pido.

—¿Tú…? ¿Cómo podría negarte algo?

Entonces, le había dejado, para cumplir su encargo.

—¡Oh! Estoy desolada con sólo pensar en vender el contrato de mi hermosa —gemía Gyoko—. Sí, gracias, sólo un poco más de saké, antes de marcharme. —Apuró la taza y la sostuvo, con ademán cansado, para que se la llenasen de nuevo—. ¿Digamos dos kobán para esta noche? Con esto demuestro mi deseo de complacer a una dama de tanto mérito.

—Uno. Si estás de acuerdo, tal vez podríamos seguir hablando del contrato esta noche, en la casa de té. Lamento no tener más tiempo, compréndelo… —Y señaló vagamente la sala de conferencias—. Negocios de Estado, el señor Toranaga, el futuro del Reino…, ya sabes lo que es esto, Gyoko-san.

—Oh, sí, dama Toda, desde luego. —Gyoko empezó a levantarse—. ¿Quedamos en uno y medio para la noche? Si es así, trato hecho…

—Uno.

Oh ko, señora, medio kobán apenas si merece discusión —gimió Gyoko, pensando que un kobán y medio sería el triple de los honorarios corrientes.

Pero, más que el dinero, era ésta la primera invitación que recibía de un verdadero noble del Japón, cosa que había anhelado siempre y por la que habría aconsejado a Kikú-san que se entregase de balde.

—Un kobán de oro, mañana, ¿neh?

Gyoko asió el frasco de porcelana y llenó dos tazas. Ofreció una a Mariko, apuró la otra y volvió a llenarla inmediatamente.

—Uno —dijo, casi atragantándose.

—Gracias. Eres muy amable. Anjín-san y yo estaremos en la casa de té dentro de poco.

—¿Eh? ¿Qué has dicho?

—Que Anjín-san y yo estaremos en la casa de té dentro de poco. Yo tengo que servirle de intérprete.

—¿El bárbaro? —jadeó Kikú.

—El bárbaro. Y estará aquí de un momento a otro, a menos que lo detengamos… Con ella, la más cruel y avara arpía que jamás me eché a la cara, ¡así renazca como una puta de callejón de decimoquinta clase!

A pesar de su miedo, Kikú se echó a reír de buena gana.

—¡Oh, Mamá-san, no te exaltes! Parece una dama muy simpática, y un kobán entero… Hiciste realmente un buen trato. Bueno, nos queda mucho tiempo. Un poco de saké te quitará todo el mal humor. Tráelo, Ako, con la rapidez de un colibrí.

Ako desapareció.

—Sí, el cliente es Anjín-san —dijo Gyoko, de nuevo a punto de ahogarse.

Kikú la abanicó, y Hana, la pequeña aprendiza, la abanicó también y acercó hierbas aromáticas a su nariz.

—Yo pensaba que hablaba en nombre del señor Buntaro… o del propio señor Toranaga. Desde luego, cuando nombró a Anjín-san, le pregunté en seguida por qué no era su propia consorte, dama Fujiko, la encargada de hacer los tratos, según exige la buena educación, pero me respondió que la dama sufría graves quemaduras y el propio señor Toranaga le había ordenado que hablase conmigo.

—¡Oh! ¡Entonces, tendré la suerte de servir al gran señor!

—Sí, pequeña. Pero, ¿y el bárbaro? ¿Qué pensarán todos tus demás clientes? ¿Qué dirán? Desde luego, dejé la cosa en el aire, diciéndole a dama Toda que no sabía si estabas libre. Por consiguiente, todavía puedes rehusar si lo deseas, sin ofender a nadie.

—¿Qué pueden decir los otros clientes? Es una orden del señor Toranaga. Nada podemos hacer, ¿neh? —dijo Kikú, disimulando su aprensión.

—¡Oh! Podrías negarte fácilmente. Pero debes pensarlo de prisa, Kikú-san. Oh ko, hubiese debido ser más astuta…, sí.

—No te preocupes, Gyoko-sama. Todo irá bien. Pero debemos pensar con claridad. Es un gran riesgo, ¿neh?

—Sí. Muy grande.

»Si aceptamos, no podremos volvernos atrás. Aconséjame.

—No puedo, Kikú-san. Me siento atrapada por mi kami. Debes decidirlo tú.

Kikú sopesó todos los horrores. Después, sopesó lo bueno.

—Apostemos. Aceptémosle. A fin de cuentas, es samurai y hatamoto, y vasallo favorito del señor Toranaga. No olvides lo que dijo la adivina: que te ayudaría a hacerte rica y famosa para siempre. Deseo hacer esto para pagarte todas tus bondades.

Gyoko acarició los adorables cabellos de Kikú.

—¡Qué buena eres, niña! Gracias, gracias. Sí, creo que tienes razón. De acuerdo. Puede visitarnos. —Le pellizcó afectuosamente la mejilla—. ¡Siempre fuiste mi predilecta! Pero, si lo hubiese sabido, habría pedido el doble por el almirante bárbaro.

—Lo has obtenido, Mamá-san.

—¡Habría debido ser el triple!

Kikú acarició la mano de Gyoko.

—No te preocupes… Aquí empieza tu buena suerte.

—Sí, y también es verdad que Anjín-san no es un bárbaro ordinario, sino un bárbaro samurai y hatamoto. Dama Toda me dijo que ha recibido un feudo de dos mil kokús, que ha sido nombrado almirante de todos los barcos de Toranaga, que se baña como una persona civilizada y que ya no apesta…

Ako volvió apresuradamente y escanció el vino sin derramar una gota. Cuatro tazas desaparecieron en rápida sucesión. Gyoko empezó a sentirse mejor, y empezaron los preparativos.

Cuando todo estuvo dispuesto, Gyoko se marchó a su habitación y se tumbó un rato para recuperar fuerzas. No había dicho nada a Kikú sobre la oferta de compra del contrato.

«Esperar y ver —pensó—. Si consigo las condiciones que pretendo, tal vez dejaré marchar a mi amada Kikú. Pero no sin saber con quién. Hice bien en advertírselo a dama Toda antes de despedirnos. ¿Por qué lloras, vieja estúpida? ¿Estás de nuevo borracha? ¡Aguza tu inteligencia! ¿Qué sacas con atormentarte?»

—¡Hana-san!

—¿Qué, Madre-sama?

La niña corrió hacia ella. Acababa de cumplir seis años, tenía los ojos castaños y largo y hermoso el cabello, y llevaba un quimono escarlata nuevo. Gyoko la había comprado hacía dos días, por medio del traficante del pueblo y de Mura.

—¿Te gusta tu nuevo nombre, pequeña?

—¡Oh! Mucho, muchísimo. Es un honor, Madre-sama.

El nombre quería decir «Capullito» —como Kikú significaba «Crisantemo»— y Gyoko se lo había puesto el primer día.

«Ahora soy tu madre», le había dicho, cariñosamente pero con firmeza, al pagar el precio y tomar posesión de ella, maravillándose de que semejante belleza en potencia pudiese proceder de una tosca familia de pescadores y de la rolliza Tamasaki. Después de cuatro días de intenso regateo, había pagado un kobán por los servicios de la niña hasta la edad de veinte años, lo bastante para alimentar a la familia Tamasaki durante dos años.

—Tráeme un poco de cha, mi peine y unas cuantas hojas aromáticas para purificar mi aliento del olor a saké.

—Sí, Madre-sama —dijo, y echó a correr a ciegas, jadeante, ansiosa de complacer, y tropezó con la falda sutil de Kikú al cruzar la puerta—. ¡Oh! ¡Oh! Lo sieeento…

—Debes tener cuidado, Hana-san.

—Perdona, perdona, hermana mayor, —dijo Hana-san, a punto de llorar.

—¿Por qué estás triste, Capullito? Vamos, vamos… —dijo Kikú, enjugándole cariñosamente las lágrimas—. En esta casa, desterramos la tristeza. Recuerda que nosotras, las del Mundo de los Sauces, no debemos estar tristes, pues, ¿de qué nos serviría? La tristeza es siempre desagradable. Y nuestro deber es agradar y estar alegres. Corre, pequeña, pero con cuidado, con gracia. —Kikú se volvió y mostró su vestido a la patrona, con radiante sonrisa—. ¿Te gusta, Dueña-san?

Blackthorne la miró y murmuró:

—¡Aleluya!

—Te presento a Kikú-san —dijo ceremoniosamente Mariko, animada por la reacción de Blackthorne.

La niña entró en la estancia con un rumor de seda, se arrodilló, se inclinó y dijo algo que Blackthorne no comprendió.

—Dice que eres bien venido, que honras su casa.

Domo —dijo él.

Do itasbemashite. ¿Saké, Anjín-san? —preguntó Kikú.

Hai. Domo.

Él observó cómo sus manos perfectas asían firmemente el frasco, comprobando que la temperatura fuese correcta, llenaba la taza y le ofrecía ésta —como Mariko le había enseñado— con una delicadeza insuperable.

—¿Prometes que te portarás realmente como un japonés? —le había preguntado Mariko, al salir de la fortaleza y avanzar, ella en el palanquín y él caminando a su lado, por el camino que conducía al pueblo y a la plaza que daba al mar. Portadores de antorchas marchaban delante y detrás, y diez samurais los acompañaban como guardia de honor.

—Lo intentaré, sí —dijo Blackthorne—. ¿Qué tengo que hacer?

—Lo primero, olvidarte que tienes que hacer algo, y recordar que esta noche es sólo para tu placer.

«Hoy ha sido el mejor día de mi vida —pensaba él—. Y esta noche… ¿Cómo será esta noche?» Estaba excitado por el desafío y resuelto a portarse como un japonés, a divertirse y a no preocuparse por nada.

—¿Qué…, bueno, qué costará la velada? —había preguntado.

—Esto es muy antijaponés, Anjín-san —le había pinchado ella—. ¿A qué viene? Fujiko-san estuvo de acuerdo en que había sido un trato muy satisfactorio.

Él había visto a Fujiko antes de salir. El médico la había visitado, le había cambiado los vendajes y le había dado hierbas medicinales. Ella estaba orgullosa de los honores y del nuevo feudo, y había charlado alegremente, sin dar muestras de dolor, contenta de que él fuese a la casa de té… Desde luego, Mariko-san la había consultado y todo se había arreglado de común acuerdo. ¡Qué buena era Mariko-san! Ella lamentaba que las quemaduras le hubiesen impedido hacer ella misma los tratos. Él había acariciado la mano de Fujiko, con simpatía, antes de marcharse. Ella le había dado las gracias, se había disculpado de nuevo y le había deseado que pasase una noche maravillosa. Gyoko y las doncellas le habían estado esperando en la puerta de la casa de té, para darle la bienvenida.

—Te presento a Gyoko-san, es la Mamá-san de la casa.

—Es un honor, Anjín-san, es un honor.

—¿Mamá-san? ¿Quiere decir mamá? ¿Madre? Lo mismo que en inglés, Mariko-san. Mamá, mamaíta, madre.

—¡Oh! Es casi igual, pero «mamá-san» significa «madrastra» o «madre adoptiva», Anjín-san. Madre es baha-san u oba-san.

Al cabo de un momento, Gyoko se excusó y se marchó apresuradamente. Blackthorne sonrió a Mariko. Se portaba como una chiquilla, mirándolo todo.

—¡Oh, Anjín-san! Siempre había deseado ver el interior de uno de estos lugares. ¡Qué suerte tienen los hombres! ¿No es hermoso? ¿No es maravilloso, incluso en una pequeña aldea? Gyoko-san debe haberlo amueblado completamente, valiéndose de nuestros artesanos. Fíjate en la calidad de la madera… ¡Oh! Eres muy amable al permitirme estar contigo. Jamás tendré otra oportunidad… Observa las flores… exquisitamente dispuestas… ¡Oh! Mira el jardín, allá fuera…

Blackthorne se alegraba, aunque al mismo tiempo le causaba tristeza, de que hubiese una doncella en la estancia y la puerta estuviese abierta, pues, incluso en una casa de té, habría sido inconcebible y letal para Mariko permanecer a solas con un hombre en una habitación.

—Eres hermosa —dijo en latín.

—Y tú también. —Su rostro estaba alegre—. Estoy muy orgullosa de ti, almirante de la Flota. Y Fujiko…, ¡oh!, se sentía tan orgullosa que no podía estarse quieta.

—Sus quemaduras tenían mal aspecto.

—No temas. Los médicos tienen mucha práctica, y ella es joven, vigorosa y animosa. Esta noche, no debes pensar en nada. No más preguntas sobre Ishido o Ikawa Jikkyu, o batallas o claves o feudos o barcos. Esta noche no hay preocupaciones…, sólo cosas mágicas para ti.

—Tú eres mágica para mí.

Ella agitó el abanico, sirvió vino y no dijo nada. Él la observó y, después, sonrieron los dos.

—Debemos tener cuidado, pues hay gente aquí y las lenguas no se están quietas. Pero me siento feliz por ti —dijo ella.

—Oye. ¿Cuál era la otra razón? Dijiste que había otra razón para que yo viniese aquí esta noche.

—Ah, sí, la otra razón. —Él volvió a sentirse envuelto por aquel perfume—. Es una vieja costumbre que tenemos, Anjín-san. Cuando una dama que pertenece a alguien se interesa por otro hombre y desea darle algo que le está prohibido dar, hace que otra ocupe su sitio… Le obsequia con… la cortesana más perfecta que puede encontrar.

—Dijiste «cuando una dama se interesa por otro hombre». ¿Quisiste decir «lo ama»?

—Sí. Pero sólo para esta noche.

—Tú.

—Tú, Anjín-san.

—¿Por qué esta noche, Mariko-san? ¿Por qué no antes?

—Ésta es una noche mágica y kami está con nosotros. Te deseo.

Entonces apareció Kikú en el umbral. «¡Aleluya!» Y dio la bienvenida a Blackthorne y sirvió saké.

—¿Cómo se dice que la dama es singularmente bonita?

Mariko se lo dijo y él repitió las palabras. La joven rió alegremente, aceptó el cumplido y correspondió a él.

Kikú-san pregunta si te gustaría que cantase o bailase para ti.

—¿Qué prefieres tú?

—Esa dama debe complacerte a ti, no a mí.

—¿Y tú? ¿Estás también aquí para complacerme?

—Sí, en cierto modo… muy privado.

—Entonces, ten la bondad de pedirle que cante.

Kikú dio unas ligeras palmadas y Ako le trajo el samisén. Era un instrumento largo, de forma algo parecida a la guitarra, y con tres cuerdas. Ako lo colocó debidamente en el suelo y dio el plectro de marfil a Kikú.

—Dama Toda —dijo Kikú—, sírvete decir a nuestro honorable invitado que, primero, cantaré El canto de la libélula.

—Kikú-san, me gustaría que esta noche me llamases Mariko-san.

—Lo haré, si te complace, aunque… —Su sonrisa era adorable—. Gracias, Mariko-sama.

Pulsó una cuerda. Desde el momento en que los invitados habían cruzado la puerta de su mundo, se habían aguzado todos sus sentidos. Los había observado sin ser vista, mientras hablaban con Gyoko-san y cuando estaban solos, buscando indicios que la ayudasen a complacerlo a él y a impresionar favorablemente a dama Toda.

Y le sorprendió una cosa que pronto se hizo evidente: Anjín-san deseaba a dama Toda, aunque lo disimulaba como debía hacerlo toda persona civilizada. Bien mirado, esto no era de extrañar, pues dama Toda era hermosísima, culta e importante, y era la única que podía hablar con él. Lo que la asombraba era que saltaba a la vista que dama Toda lo deseaba a él, tal vez aún más.

¡El bárbaro samurai y la dama samurai, noble hija del asesino Akechi Jinsai y esposa del señor Buntaro! ¡Oh! ¡Pobre hombre y pobre mujer! Era triste. Esto sólo podía terminar en tragedia.

Kikú estuvo a punto de llorar al pensar en la tristeza y la injusticia de la vida. «¡Oh! Quisiera haber nacido samurai y no lugareña, para poder ser al menos consorte de Omi-san y no sólo un juguete para él. Con gusto renunciaría a mi esperanza de renacer, a cambio de esto. Pero destierra la tristeza. Brinda placer, que es lo tuyo.»

Sus dedos pulsaron un segundo acorde, una cuerda llena de melancolía. Entonces advirtió que, si Mariko se dejaba seducir por su música, no ocurría lo propio con Anjín-san.

¿Por qué? Kikú sabía que no era por culpa de ella, pues estaba segura de que su arte era casi perfecto. Pocas tenían su maestría.

Un tercer acorde, aún más bello, por vía experimental. No hay duda, se dijo, esto no le gusta. Dejó que se extinguiese el acorde y empezó a cantar sin acompañamiento, elevando la voz con súbitos cambios de tono que había tardado años en perfeccionar. De nuevo pareció Mariko entusiasmada, pero no él. Entonces, Kikú se interrumpió.

—Esta noche no es para la música o el canto —anunció—. Es una noche de felicidad. Mariko-san, ¿cómo se dice, en su lengua, «discúlpame, por favor»?

Per favor.

Per favor, Anjín-san, esta noche sólo debemos reír, ¿neh?

Domo, Kikú-san. Hai.

—Es difícil entretener sin palabras, pero no imposible, ¿neh? ¡Ah, ya sé!

Se puso en pie de un salto e inició una pantomima cómica, imitando a diversos personajes: un daimío, un hombre-kaga, un pescador, un halconero, un pomposo samurai, incluso un viejo agricultor llenando un cubo, y todo ello tan bien y con tanto humor, que pronto Mariko y Blackthorne aplaudieron y rieron a mandíbula batiente.

Kikú saludó, agradeciendo los aplausos, sorbió un poco de cha y se enjugó el sudor de la frente. Entonces advirtió que él movía incómodamente los hombros.

—¡Oh, per favor, senhor! —y se arrodilló junto a él y empezó a darle masaje en el cuello.

Sus hábiles dedos encontraron pronto los puntos adecuados.

—Dios mío —dijo él—, esto es… Hai… Sí, ¡aquí!

Ella siguió la indicación.

—¿Querrías ayudarme, Mariko-san? Anjín-san tiene unos hombros muy grandes. Mis manos no son lo bastante vigorosas, lo siento.

Mariko se dejó persuadir e hizo lo que la otra le pedía. Kikú disimuló su sonrisa al ver cómo él se ponía tenso bajo los dedos de Mariko, y se felicitó por su improvisación.

—¿Te sientes mejor, Anjín-san?

—Mejor, mucho mejor. Gracias.

—¡Oh! Me alegro. Pero dama Toda es mucho más hábil que yo. —Kikú percibía la atracción existente entre ellos, aunque trataban de disimularla—. Ahora, ¿quizás un poco de comida?

La comida llegó en seguida.

—Para ti, Anjín-san —dijo Kikú con orgullo.

El plato contenía un pequeño faisán cortado en trocitos, asado sobre carbón y con una salsa dulce de soja. Ella le sirvió.

—Está delicioso, delicioso —dijo él, y lo estaba.

—¿Mariko-san?

—Gracias.

Mariko tomó un pedacito simbólico, pero no lo comió. En cambio, Kikú tomó un pequeño fragmento con los palillos y lo paladeó, encantada.

—Está bueno, ¿neh?

—No, Kikú-san. Está buenísimo. ¡Buenísimo! ¿Eso…? ¿Cómo…? —Y señaló la espesa salsa de color pardo.

—Kikú dice que es azúcar y soja, con un poco de jengibre. Pregunta si tenéis azúcar y soja en tu país.

—Azúcar de remolacha, sí, soja, no.

—¡Oh! ¿Cómo se puede vivir sin soja? —Kikú adoptó un tono solemne—. Haz el favor de decir a Anjín-san que nosotros conocemos el azúcar desde hace mil años. El monje budista Ganjín nos lo trajo de China. Todas las cosas mejores han venido de China, Anjín-san. El cha hace unos quinientos años. El monje budista Eisai trajo algunas semillas y las plantó en la provincia de Chikuzen, donde yo nací. También nos trajo el budismo Zen.

Mariko tradujo con igual solemnidad, y, entonces, Kikú se echó a reír.

—¡Oh! Perdona, Mariko-sama, pero los dos parecéis tan serios… Sólo pretendía mostrarme solemne en lo referente al cha…, ¡como si esto importase! Fue sólo para distraeros.

Kikú les sirvió más saké a los dos. Entonces, pensando en que había llegado el momento, dijo, cándidamente:

—¿Puedo preguntar qué ha sucedido hoy, durante el terremoto? Tengo entendido que Anjín-san salvó la vida al señor Toranaga. Consideraría un honor conocer el relato de primera mano.

Se reclinó pacientemente, dejando que Blackthorne y Mariko disfrutasen contando la historia, sin interrumpirles más que con un «¡oh!» o un «¿y qué pasó entonces?» ocasionales, sirviéndoles saké y mostrándose como una perfecta oyente.

Cuando hubieron terminado, Kikú admiró su valentía y la suerte del señor Toranaga. Hablaron un rato y, después, Blackthorne se levantó y Kikú dijo a una doncella que le mostrase el camino.

Mariko rompió el silencio:

—Hasta hoy no he sabido lo perfecta que puede ser una dama. Ahora comprendo que siempre debe existir un Mundo Flotante, un Mundo de los Sauces, y lo dichosos que son los hombres, y lo torpe que soy yo.

—¡Oh! No pretendí que pensaras eso, Mariko-sama. Sólo estamos aquí para complacer, durante un momento fugaz.

—Sí. Pero te admiro mucho. Quisiera tenerte por hermana.

Kikú se inclinó profundamente.

—No merezco tanto honor. —Había una corriente de simpatía entre las dos. Después, dijo—: Éste es un lugar muy secreto, todo el mundo es de confianza y no hay ojos indiscretos. La habitación del placer en el jardín es muy oscura, si se quiere que lo sea. Y la oscuridad guarda todos los secretos.

—La única manera de guardar un secreto es estando a solas y murmurándolo a un pozo vacío en pleno mediodía, ¿neh? —dijo ligeramente Mariko, tratando de ganar tiempo.

—Entre hermanas, los pozos son innecesarios. He despedido a mi doncella hasta el amanecer. Nuestra habitación de placer es un lugar muy privado.

—Allí estarás sola con él.

—Yo siempre puedo estar sola, siempre.

—Eres muy buena conmigo, Kikú-san, y piensas en todo.

—Es una noche mágica, ¿neh? Y muy especial.

—Las noches mágicas terminan demasiado pronto, hermanita. Las noches mágicas son para los niños, ¿neh?, y yo no soy ya una niña.

—¿Quién sabe lo que pasa en una noche mágica? La oscuridad lo contiene todo.

Mariko movió tristemente la cabeza y acarició a Kikú.

—Sí, pero, para él, si te contuviese a ti, lo contendría todo.

Kikú no insistió. Después, dijo:

—¿Soy un regalo para Anjín-san? ¿No me pidió él?

—Si te hubiese conocido, ¿cómo habría podido dejar de hacerlo? Realmente, es un honor para él que tú le recibas. Ahora lo comprendo.

—Pero él me vio una vez, Mariko-san. Estaba con Omi-san cuando éste se dirigía al barco para ir a Osaka la primera vez.

—¡Oh! Anjín-san dijo que había visto a Midori-san con Omi-san. ¿Eras tú la que estaba junto al palanquín?

—Sí, en la plaza. ¡Oh, sí! Era yo, Mariko-san, y no la señora esposa de Omi-sama. Él me dijo: konnichi wa. Pero, desde luego, él no lo recuerda. ¿Cómo podría recordarlo? Fue durante una vida anterior, ¿neh?

—¡Oh! Él la recordaba…, la hermosa niña de la sombrilla verde. Dijo que era la joven más hermosa que jamás había visto. Me habló de ella muchas veces. —Mariko la observó más de cerca—. Sí, Kikú-san, aquel día, bajo la sombrilla, podían confundirte fácilmente con ella.

Kikú sirvió saké, y Mariko se quedó maravillada de su inconsciente elegancia.

—Mi sombrilla era verdemar —dijo Kikú, muy complacida de que él la hubiese recordado.

—¿Qué aspecto tenía entonces Anjín-san? ¿Muy diferente? La Noche de los Alaridos debió de ser terrible.

—Sí, lo fue. Y él parecía entonces más viejo, la piel de su cara estaba tirante… Pero nos estamos poniendo demasiado serias, hermana mayor. ¡Ah! No sabes lo honrada que me siento al poder llamarte así. Esta noche es sólo una noche de placer. Basta de seriedad, ¿neh?

—Sí. De acuerdo. Perdóname, por favor.

Oyeron que Blackthorne se acercaba. Kikú le dio de nuevo la bienvenida y sirvió vino. Mariko se bebió el suyo de un trago, contenta de no estar sola y con la inquietante seguridad de que Kikú podía leer sus pensamientos.

Charlaron y jugaron a algunos juegos tontos, y, cuando Kikú creyó que era el momento adecuado, les preguntó si querían ver el jardín y las habitaciones de placer.

Salieron a la noche. El jardín, todavía mojado por la lluvia, resplandecía a la luz de las antorchas. El sendero serpenteaba junto a un diminuto estanque y una fuente cantarina. Al final del caminito estaba la pequeña casa, aislada en el centro del bosquecillo de bambúes. Se levantaba sobre el cuidado suelo, y cuatro escalones conducían a la galería circundante. Las dos estancias de la casa estaban deliciosa y costosamente amuebladas. La mejor madera, la mejor ebanistería, los mejores tatami, los mejores cojines de seda, las más elegantes colgaduras en el takonama.

—Es adorable, Kikú-san —dijo Mariko.

—La casa de té de Mishima es mucho más bonita, Mariko-san. Ponte cómodo, Anjín-san. Per favor, ¿te gusta esto, Anjín-san?

—Sí, muchísimo.

Kikú vio que todavía estaba un poco pasmado por la noche y el saké, pero que no perdía de vista a Mariko. Sintió la fuerte tentación de levantarse, pasar a la habitación interior, salir de nuevo a la galería y marcharse. Pero si lo hacía, sabía que quebrantaría la ley. Peor aún, sería una acción irresponsable, pues su corazón le decía que Mariko estaba dispuesta y al borde de que nada le importase.

«No —pensó—, no debo impulsarla a cometer una indiscreción tan trágica, por muy valiosa que pudiese ser para mi futuro. Se lo ofrecí, pero Mariko-san rehusó. E hizo bien. ¿Son amantes? No lo sé. Esto es su karma

Blackthorne vio que ambas lo estaban observando, adorables y pulcras, en aquella habitación inmaculada, despejada y tranquila. De pronto, su mente empezó a compararlo con el calor y la fetidez de su hogar inglés: humedad en el suelo de tierra, humo del fogón, que se elevaba hasta un agujero del techo —sólo había tres cocinas nuevas y con chimenea en el pueblo, propiedad de gente rica—. Dos pequeños dormitorios y una sola habitación, grande y desaseada, para comer, vivir, cocinar y charlar. Uno entraba en la casa con los zuecos puestos, en invierno y en verano, prescindiendo del barro y del estiércol, y se sentaba en una silla o en un banco, la mesa de roble estaba llena de trastos, como toda la habitación, y tres o cuatro perros y los dos niños —el suyo y la hija de su hermano muerto, Arthur— saltaban, se caían y jugaban atropelladamente, mientras Felicity cocinaba, arrastrando su larga falda por el polvo y el barro, y la arrugada doncella husmeaba y estorbaba, y Mary, la viuda de Arthur, tosía en la habitación contigua, que él había construido para ella, a punto de morirse, como siempre, pero sin acabar de hacerlo nunca.

Felicity. ¡Querida Felicity! Tal vez un baño una vez al mes, en verano y con gran reserva, en la bañera de cobre, pero lavándose la cara, las manos y los pies todos los días, siempre tapada hasta el cuello y las muñecas, envuelta todo el año en prendas de lana que permanecían meses o años sin lavar, oliendo mal, como todo el mundo, llena de piojos como todo el mundo, rascándose como todo el mundo.

Y todas las estúpidas creencias y supersticiones: que la limpieza podía ser mortal, que las ventanas abiertas podían matar, que el agua podía matar o aumentar el flujo o traer epidemias, que los piojos, las chinches, las moscas, las pulgas, la suciedad y las enfermedades eran castigos de Dios por los pecados cometidos en el mundo.

Y las comidas en casa. Una tajada de carne del asador, y, si se caía un pedazo al suelo, uno lo recogía, le quitaba la suciedad y se lo comía, si los perros no llegaban antes, pero, en todo caso, se arrojaban a éstos los huesos. Mondaduras en el suelo. Sobras tiradas al suelo para que fuesen barridas y, quizás, arrojadas a la calle. Durmiendo casi siempre vestido y rascándose siempre como un perro satisfecho, siempre rascándose. ¡Felicity! Vieja, siendo tan joven, fea, siendo tan joven, muriéndose, siendo tan joven. Ahora tenía veintinueve años, canas, pocos dientes, vieja, arrugada, seca.

—Y siendo tan joven… ¡pobre desgraciada! Dios mío, ¡qué absurdo! —chilló, enfurecido—. ¡Qué maldita manera de desperdiciar la vida!

—¿Nan desu ka, Anjín-san? —inquirieron las dos mujeres al unísono, sintiendo desvanecerse su contento.

—Perdón… Sólo… Vosotros sois todos tan pulcros, y nosotros tan puercos, y todo lo echamos a perder… Millones de los nuestros, y yo entre ellos…, ¡y sólo porque no conocemos nada mejor!

—¡Oh, sí! Desde luego —asintió Mariko, tratando de calmarlo, conmovida por su dolor—. Por favor, no te preocupes ahora, Anjín-san. Déjalo para mañana.

Kikú sonreía, pero estaba furiosa consigo misma. «Habrías debido tener más cuidado —se dijo—. ¡Estúpida, estúpida! Has dejado que se estropease la velada, ¡y la magia se ha ido, se ha ido, se ha ido!»

En realidad había desaparecido la pesada y casi tangible sexualidad que los afectara a todos. «Tal vez sea mejor así —pensó Kikú—. Al menos, Mariko y Anjín-san estarán protegidos otra noche.»

¡Pobre hombre! ¡Pobre mujer! ¡Qué triste! Los miró mientras hablaban y notó un cambio en el tono de sus voces.

—Ahora debo dejarte —dijo Mariko, en latín.

—Marchémonos juntos.

—Te suplico que te quedes. Por tu honor y por el de ella. Y por el mío, Anjín-san.

—No quiero este regalo —rechazó él—. Te quiero a ti.

—Soy tuya, puedes creerlo, Anjín-san. Quédate, te lo suplico, y sabe que esta noche soy tuya.

Él no insistió en que se quedase.

Cuando ella se hubo marchado, él se tumbó, cruzó los brazos debajo de la cabeza y contempló la noche a través de la ventana. La lluvia repiqueteaba en las tejas, el viento soplaba indiferente desde el mar.

Kikú estaba arrodillada, inmóvil, delante de él. Tenía las piernas agarrotadas. Le habría gustado tenderse también, pero no quería turbarlo con el menor movimiento. «No estás cansada. Las piernas no te duelen —se dijo—. Escucha la lluvia y piensa en cosas agradables. Piensa en Omi-san y en la casa de té de Mishima, y que estás viva, y que el terremoto de ayer fue sólo uno de tantos. Piensa en Toranaga-sama y en el precio inverosímil que Gyoko-san se atrevió a pedir oficialmente por tu contrato. La adivina acertó: tu sino es enriquecerla más de lo que puede soñar. Y si esta parte es verdad, ¿por qué no ha de serlo todo lo demás? Que un día te casarás con un samurai al que honrarás y darás un hijo, que vivirás en su casa, rica y respetada, y morirás de vieja, y que, ¡milagro de los milagros!, tu hijo será también samurai, y luego lo serán sus hijos.»

Kikú empezó a entusiasmarse con su increíble y maravilloso futuro.

Al cabo de un rato, Blackthorne se estiró complacido, invadido por una agradable lasitud. La vio y sonrió.

—¿Nan desu ka, Anjín-san?

Él movió amablemente la cabeza, se levantó y abrió el shoji de la habitación contigua. No había ninguna doncella arrodillada junto a las trenzadas cortinas. Estaba solo con Kikú en la exquisita casita.

Entró en el dormitorio y empezó a quitarse el quimono. Ella corrió a ayudarle. Se desnudó por completo y se puso el ligero quimono de dormir que ella le ofrecía. Abrió el mosquitero y se tumbó en el lecho.

Entonces, Kikú se cambió también de ropa. Blackthorne vio que se quitaba el obi, el quimono exterior, el quimono interior verde pálido y ribeteado de escarlata y, por último, las enaguas. Se puso el quimono de dormir de color de melocotón, se despojó de la complicada peluca-ceremonial y se soltó el cabello. Era negro azulado, fino y muy largo.

Se arrodilló junto al mosquitero.

—¿Dozo, Anjín-san?

Domo —dijo él.

Domo arigato goziemashita —murmuró ella.

Se deslizó por debajo del mosquitero y se tendió a su lado. Las velas y las lámparas de aceite resplandecían. Él se alegró de la luz, porque ella era muy hermosa.

Su desesperado afán se había desvanecido, aunque permanecía el dolor. «No te deseo, Kikú-san —pensó—. Aunque fuese Mariko, me ocurriría lo mismo. A pesar de que eres la mujer más bella que jamás he visto, incluso más bella que Midori-san, la cual pensé que superaba en belleza a todas las diosas. No te deseo. Tal vez más tarde, pero no ahora. Lo siento.»

Ella alargó una mano y lo tocó.

¿Dozo?

Iyé —dijo él, amablemente, moviendo la cabeza, asiéndole una mano y pasando un brazo debajo de sus hombros.

Ella se acurrucó obediente contra él, comprendiéndole al momento. Su perfume se mezcló con la fragancia de las sábanas y los cobertores. «Tan limpio —pensó él—, todo es increíblemente limpio.»

«¿Qué le había dicho Rodrigues? “Japón es el cielo en la tierra, inglés, si sabes dónde mirar.” O: “Esto es el paraíso, inglés.” No lo recuerdo. Sólo sé que no está allí, al otro lado del mar, donde yo pensaba que estaba. No está allí.

»El cielo en la tierra está aquí.»