Fujiko había sufrido lesiones, Nigatsu, su doncella, resultó muerta. La primera sacudida había derribado los pilares centrales de la casa y desparramado las ascuas del fuego de la cocina. Fujiko y Nigatsu habían sido atrapadas por una de las vigas caídas, y las llamas habían convertido a Nigatsu en una antorcha. Fujiko fue sacada a tiempo de allí. Había muerto también una hija del cocinero, pero todos los demás servidores habían sufrido sólo contusiones y algunas torceduras. Todos se alegraron muchísimo al ver que Blackthorne estaba vivo e ileso.
Fujiko yacía en una esterilla junto a la indemne valla del jardín.
Todavía un poco conmocionada, trató de levantarse, pero él se lo impidió. Tenía fuertes quemaduras en las piernas y en la parte inferior de la espalda. La atendía un médico, que le envolvía los miembros con vendas empapadas en cha y otras hierbas, para mitigar el dolor. Blackthorne disimuló su inquietud y esperó a que el médico hubiese terminado. Entonces, le preguntó en privado:
—Fujiko-san, ¿yoi ka? (¿Se pondrá bien?)
El médico le respondió que sanaría, puesto que era joven y vigorosa.
—Shigata ga nai —dijo, y ordenó a las doncellas que mantuviesen húmedos los vendajes, dio unas hierbas a Blackthorne para sus rozaduras y, tras decirle que volvería pronto, echó a andar cuesta arriba, en dirección a la casa de Omi.
Blackthorne volvió junto a Fujiko y ordenó a una doncella que trajese cha. Ayudó a aquélla a beber y luego le tuvo cogida la mano hasta que se quedó dormida, o pareció que dormía. Sus criados estaban salvando todo lo que podían, ayudados por unos cuantos campesinos. Sabían que pronto vendrían las lluvias. Cuatro hombres trataban de levantar un cobertizo provisional.
—Dozo, Anjín-san.
El cocinero le ofrecía té recién hecho y se esforzaba en disimular su desolación. La niña muerta era su hija predilecta.
—Domo —respondió Blackthorne—. Sumimasen. (Lo siento.)
—Arigato, Anjín-san. Karma, ¿neh?
Blackthorne asintió con la cabeza, aceptó el té y fingió no advertir el dolor del cocinero, para no avergonzarlo. Más tarde, llegó un samurai para decirle, de parte de Toranaga, que Blackthorne y Fujiko dormirían en la fortaleza hasta que hubiesen reconstruido la casa. Llegaron dos palanquines. Blackthorne colocó delicadamente a Fujiko en uno de ellos y la envió con sus doncellas. Despidió su propio palanquín, diciendo que no tardaría en seguirlas.
Empezó a llover, pero él no prestó atención. Se sentó en una piedra del jardín. Estaba destrozado. El puentecillo se había roto, el estanque estaba destrozado y el riachuelo había desaparecido.
Había una roca mellada y vulgar, pero Ueki-ya la había plantado de manera que, si se miraba fija y largamente al ponerse el sol, el rojizo resplandor que se reflejaba en sus vetas y cristales enterrados hacía que se viese toda una cordillera con tranquilos valles y profundos lagos, y, a lo lejos, un verde horizonte, donde acudía por la noche.
Blackthorne tocó la roca y dijo:
—Te llamaré Ueki-ya-sama.
Y se sintió complacido, porque sabía que, si Ueki-ya hubiese estado vivo, esto le habría gustado. «Y tal vez lo sepa, aunque esté muerto —pensó—, tal vez su kami esté ahora aquí. Los sintoístas creían que, al morir, se convertían en kami.»
—¿Qué es un kami, Mariko-san? —preguntó un día.
—El kami es inexplicable, Anjín-san. Es como un espíritu, pero no es tal, es como un alma, pero no es tal. Quizás es la esencia insustancial de una cosa o de una persona…
—¿Y el Shinto? ¿Qué es el Shinto?
—¡Ah! Eso es también inexplicable. Es como una religión, pero no es tal. Al principio, ni siquiera tenía nombre… Hace mil años, lo llamamos Shinto, el Camino del Kami, pura, distinguirlo de Butsudo, el Camino de Buda. Pero, aunque es indefinible, el Shinto es la esencia del Japón y de los japoneses, y, aunque no tiene teología ni divinidades ni es un sistema ético, supone nuestra justificación de la existencia.
—¿Eres sintoísta, además de cristiana?
—¡Oh, sí! Naturalmente…
Blackthorne volvió a tocar la piedra.
—Por favor, kami de Ueki-ya, ¡quédate en mi jardín!
Sus oídos lo obligaron a volverse. Levantó la mirada. Omi lo estaba observando, pacientemente sentado sobre los talones. Seguía lloviendo, y Omi llevaba un quimono recién planchado bajo su impermeable de paja de arroz, y un ancho y cónico sombrero de bambú.
—Karma, Anjín-san —dijo, señalando las humeantes ruinas.
—Hai. ¿Ikaga desuka? —replicó Blackthorne, secándose el agua de la cara.
—Yoi. —Omi señaló su casa—. ¿Watakushi no yuya wa hakaisarete ima sen ostukai ni narimasen-ka? (Mi baño no ha sufrido daños. ¿Quieres usarlo?)
—¡Ah so desu! Domo, Omi-san, hai, domo.
Blackthorne, muy complacido, siguió a Omi por el serpenteante sendero hasta el patio. Criados y artesanos de la aldea, bajo la supervisión de Mura, habían empezado ya las reparaciones.
Con signos y palabras sencillas y mucha paciencia, Omi le explicó que sus servidores habían podido dominar el fuego a tiempo. En un par de días, la casa volvería a estar como antes, no había que preocuparse. «La tuya tardará un poco más, cosa de una semana, Anjín-san. Pero no temas, Fujiko-san es buena administradora. Lo arreglará todo con Mura en un abrir y cerrar de ojos, y tu casa será mejor que antes. Me han dicho que se ha quemado.
»Bueno, esto ocurre a veces, pero no temas, nuestros médicos son muy expertos en quemaduras…, tienen que serlo, ¿neh? Sí, Anjín-san, ha sido un fuerte terremoto, pero podía haber sido peor. Los campos de arroz están casi indemnes, y el principal sistema de riego no ha sufrido daños. Tampoco las barcas, y esto es importante. El alud sólo mató a ciento cincuenta samurais, no muchos, ¿neh? También han muerto cinco campesinos y unos cuantos niños… ¡Nada! Anjiro tuvo suerte, ¿neh? Me han dicho que sacaste a Toranaga de una trampa mortal. Todos te lo agradecemos, Anjín-san. Mucho. Si lo hubiésemos perdido… El señor Toranaga dijo que aceptó tu sable, tuviste suerte…, es un gran honor. Bueno, seguiremos hablando cuando te hayas bañado. Me alegro de tenerte por amigo.»
Omi llamó a los servidores del baño.
—¡Isogi! (¡De prisa!)
Blackthorne se desnudó y se sentó. Los criados lo enjabonaron bajo la lluvia. Cuando estuvo limpio, entró en la caseta y se sumergió en el humeante baño. Todas sus preocupaciones se desvanecieron.
La magia de Suwo lo dejó como nuevo. Después, éste vendó sus cortes y magulladuras. Se puso el taparrabo, el quimono y el tabí que le habían preparado, y salió. Había dejado de llover.
Omi lo estaba esperando, acompañado de una vieja desdentada y de duras facciones.
—Por favor, siéntate, Anjín-san —dijo Omi.
—Gracias, y gracias también por la ropa —respondió Blackthorne, en vacilante japonés.
—No vale la pena. ¿Quieres cha o saké?
—Cha —respondió Blackthorne, pensando que le convenía tener la cabeza despejada para su entrevista con Toranaga—. Gracias.
—Te presento a mi madre —dijo ceremoniosamente Omi, que, por lo visto, la idolatraba.
Blackthorne hizo una profunda reverencia. La vieja sonrió afectadamente y suspiró.
—Es un honor para mí, Anjín-san —manifestó.
—Gracias, pero el honor es mío —y Blackthorne repitió automáticamente la serie de cumplidos que Mariko le había enseñado.
La anciana miró a otra parte y gruñó:
—¡De prisa! ¡Anjín-san quiere su cha caliente!
La muchacha que estaba al lado de la doncella que trajo la bandeja dejó pasmado a Blackthorne. Después, la recordó. ¿No era la joven a quien había visto con Omi, cuando cruzaba la plaza de la aldea en dirección a la galera?
—Ésa es mi esposa —dijo escuetamente Omi.
—Muy honrado —repuso Blackthorne, mientras ella ocupaba su sitio, se arrodillaba y se inclinaba.
—Debes perdonar su lentitud —dijo la madre de Omi—. ¿Está el cha lo bastante caliente?
—Está muy bueno, gracias —advirtió Blackthorne, sin sorprenderse, porque Mariko le había explicado ya la posición dominante de la suegra de la esposa en la sociedad japonesa.
—Gracias a Dios, no ocurre lo mismo en Europa —le había dicho él.
—La suegra de la esposa no puede obrar mal, a fin de cuentas, los padres eligen la esposa, y, ¿qué padre elegiría sin consultar primero a su mujer? Desde luego, la nuera tiene que obedecer, y el hijo hace siempre lo que quieren sus padres.
—¿Y si se niega?
—No es posible. Todo el mundo tiene que obedecer al jefe de la casa. El primer deber de un hijo es para sus padres. Las madres lo dan todo a sus hijos: la vida, alimento, cariño y protección. Por consiguiente, es justo que el hijo cumpla los deseos de su madre. Y la nuera… tiene que obedecer. Es su deber.
—¿Qué me dices de tu propia suegra?
—¡Ay! Murió, Anjín-san. Murió hace muchos años. Y el señor Hiro-matsu, en su sabiduría, nunca volvió a casarse.
—¿Es Buntaro-san su único hijo?
—Sí. Mi esposo tiene cinco hermanas vivas, pero ningún hermano. En cierta manera —había añadido, bromeando—, tú y yo somos parientes, Anjín-san. Fujiko es sobrina de mi esposo. ¿Qué te pasa?
—Me sorprende que nunca me lo dijeses.
—Bueno, la cosa es complicada, Anjín-san.
Y Mariko le explicó que, en realidad, Fujiko era hija adoptiva de Numata Akinori, el cual se había casado con la hermana pequeña de Buntaro, y que el verdadero padre de Fujiko era nieto del dictador Goroda, por su octava consorte, que Fujiko había sido adoptada por Numata siendo ella muy pequeña, cumpliendo órdenes del Taiko, porque éste quería estrechar los lazos entre los descendientes de Hiro-matsu y los de Goroda…
—¿Qué?
Mariko se había echado a reír y le había dicho que, en efecto, las relaciones familiares japonesas eran muy complicadas, debido a que la adopción era normal, a que las familias intercambiaban a menudo sus hijos y sus hijas y a que la gente se divorciaba y volvía a casarse continuamente.
—Para establecer exactamente los lazos familiares del señor Toranaga, se necesitarían varios días, Anjín-san. Piensa en las complicaciones: hoy, tiene siete consortes oficiales vivas, que le han dado cinco hijos y tres hijas. Algunas de las consortes eran viudas o habían estado casadas y tenían otros hijos e hijas, algunos de los cuales, fueron adoptados por Toranaga. En el Japón, no se pregunta si uno es hijo adoptivo o natural. En realidad, ¿qué importa? La herencia depende siempre de la voluntad del jefe de la casa. La madre de Toranaga se divorció. Después, volvió a casarse y tuvo otros tres hijos y dos hijas con su segundo marido, todos los cuales están ahora casados. El hijo mayor de su segundo matrimonio es Zataki, señor de Shinano.
—¿Cómo es la esposa de Toranaga? —había preguntado él, deseando que siguiese hablando, pues casi siempre evitaba el tema de la historia de Toranaga y su familia, y a él le importaba mucho saberlo todo a este respecto.
El semblante de Mariko se había ensombrecido.
—Está muerta. Era su segunda esposa. Murió hace diez u once años. Era hermanastra del Taiko. El señor Toranaga nunca tuvo suerte con sus esposas, Anjín-san.
—¿Por qué?
—¡Oh! La segunda era vieja, cansada y avarienta, aunque decía que no, adoraba el oro, lo mismo que su hermano el Taiko. También era estéril y agria de carácter. Desde luego, fue un matrimonio político. Yo fui una de sus camareras mayores durante un tiempo. Nada podía satisfacerla, y ningún hombre podía deshacer el nudo de su Pabellón de Oro.
—¿Qué?
—Su Puerta de Jade, Anjín-san. ¿No comprendes? Su… cosa.
—¡Ah! Comprendo. Sí.
—Nadie podía… satisfacerla.
—¿Ni siquiera Toranaga?
—Nunca cohabitó con ella, Anjín-san. Después de la boda, nada tuvo que ver con ella, salvo darle un castillo y criados y las llaves de su casa del tesoro. ¿Qué más podía hacer? Ella era muy vieja, se había casado dos veces con anterioridad, pero su hermano, el Taiko, había disuelto los matrimonios. Una mujer muy desagradable… Todo el mundo se sintió muy aliviado cuando se fue al Gran Vacío… Incluso el Taiko. Y todas sus nueras y todas las consortes de Toranaga quemaron secretamente incienso, con gran regocijo.
—¿Y la primera esposa de Toranaga?
—¡Ah!, dama Tachibana. Fue otro matrimonio político. El señor Toranaga tenía dieciocho años, y ella, quince. Y llegó a ser una mujer terrible. Hace veinte años, Toranaga la condenó a muerte, porque descubrió que instigaba para asesinar a su señor feudal, el dictador Goroda, al que odiaba. Mi padre me dijo muchas veces que pensaba que era una suerte que todos, él, Toranaga, Nakamura, y todos los generales, conservasen la cabeza porque Goroda era implacable, despiadado, y desconfiaba, sobre todo, de los que estaban cerca de él. Aquella mujer habría podido arruinarlos a todos, por muy inocentes que fuesen. Debido a su complot contra el señor Goroda, su propio hijo, Nobunaga, fue condenado a muerte, Anjín-san. Ella mató a su propio hijo. ¡Qué cosa más triste, más terrible! El pobre Nobunaga, hijo predilecto de Toranaga y su heredero oficial, era valiente, general por derecho propio y absolutamente leal. Era inocente, pero ella lo embrolló en su complot. Sólo tenía diecinueve años cuando Toranaga le ordenó que se hiciese el harakiri.
—¿Mató Toranaga a su propio hijo? ¿Y a su esposa?
—Sí. Él ordenó su muerte, pero no podía hacer otra cosa. De no haberlo hecho, el señor Goroda habría presumido, con razón, que Toranaga tenía parte en el complot, y le habría ordenado que se rajase el vientre. Sí, Toranaga tuvo suerte de librarse de las iras de Goroda, e hizo bien en despacharla a ella inmediatamente. Cuando hubo muerto, su nuera y todas las consortes de Toranaga se sintieron felices. Su hijo había tenido que echar de casa a su primera esposa, por una falta imaginaria…, después de haberle dado dos hijos. Y la muchacha se había suicidado…
Ahora, al mirar a la suegra de Midori, que, al beber el té, lo dejaba gotear en su barbilla, Blackthorne se asombró al pensar que la vieja arpía tenía poder de vida o muerte, de divorcio o de repudiación, sobre Midori, con tal de que el marido, como jefe de la casa, diese su consentimiento. Y Omi obedecía. ¡Qué cosa tan terrible!, se dijo.
Midori tenía, en gracia y juventud, todo lo que le faltaba a la vieja. Su rostro era ovalado, y su cabello, espeso. Era más hermosa que Mariko, pero sin su ardor y su fuerza, dúctil como un helecho y frágil como una telaraña.
—¿Dónde está la comidita? Anjín-san debe estar hambriento, ¿neh? —dijo la vieja.
—¡Oh! Lo siento —dijo Midori—. Ve a buscarla en seguida —ordenó a la doncella—. ¡De prisa! Disculpa, Anjín-san.
—No —dijo él—, no tengo hambre. Y esta noche debo cenar con el señor Toranaga.
—¡Ah so desu! Nos han dicho que le salvaste la vida. No sabes cuánto te lo agradecemos… todos sus vasallos —dijo la anciana.
—Cumplí con mi deber. No hice nada más.
—Hiciste mucho, Anjín-san. Omi-san y el señor Yabú aprecian tu acción lo mismo que todos nosotros.
Blackthorne vio que la vieja miraba a su hijo. «Quisiera examinarte a fondo, vieja arpía —pensó—. ¿Eres tan malvada como la otra, como Tachibana?»
—Madre —dijo Omi—, es para mí una suerte tener a Anjín-san por amigo.
—Es una suerte para todos —dijo ella.
—No, el afortunado soy yo —dijo Blackthorne— por tener amigos como la familia de Omi-san.
«Todos mentimos —pensó Blackthorne—, pero no sé por qué lo hacéis vosotros. Yo miento para protegerme y porque es la costumbre. Pero no olvido… ¡Espera un momento! Honradamente, ¿no fue karma? ¿No habría hecho yo lo mismo que Omi? Esto fue hace mucho tiempo, en una vida anterior, ¿neh? Ahora, no significa nada.»
Un grupo de jinetes, con Naga al frente, subía la cuesta. Naga desmontó y entró en el jardín. Todos los aldeanos suspendieron su trabajo y se hincaron de rodillas. Él les hizo ademán de que continuasen.
—Siento molestarte, Omi-san, pero me envía el señor Toranaga.
—No me molestas para nada. Reúnete con nosotros, por favor —dijo Omi, y Midori se levantó al punto y se inclinó.
—¿Quieres cha o saké, Naga-sama?
—Nada, gracias —dijo Naga, sentándose—. No tengo sed.
Omi insistió cortésmente, pasando por todo el interminable y necesario ritual, aunque veía que Naga tenía prisa.
—¿Cómo está el señor Toranaga?
—Muy bien. Tú, Anjín-san, nos prestaste un gran servicio. Sí. Te doy personalmente las gracias.
—Era mi deber, Naga-san. Pero hice muy poco. El señor Toranaga me arrancó a su vez… de la tierra.
—Sí. Pero esto fue después. Te doy las gracias.
—Naga-san, ¿desea algo de mí el señor Toranaga? —preguntó Omi, cuando la etiqueta le permitió ir al grano.
—Quisiera verte después de la cena. Habrá una conferencia plenaria de todos los oficiales.
—Será un honor.
—Y tú, Anjín-san, ten la bondad de venir conmigo.
—Desde luego. Es un honor.
Más reverencias y saludos, y, después, Blackthorne montó a caballo y empezó a bajar la cuesta con la falange de samurais.
—Toranaga-sama dice que toda la pólvora de cañón y las municiones fueron cargadas de nuevo en tu barco, Anjín-san, antes de salir éste de Anjiro para Yedo. Pregunta cuánto tardarías en preparar el barco para hacerse a la mar.
—Esto depende de su estado, de si ha sido carenado, de si se ha cambiado el mástil, etc. ¿Lo sabe el señor Toranaga?
—Dice que el barco parece estar en orden, pero, como él no es marino, no puede estar seguro. Suponiendo que esté en condiciones de hacerse a la mar, pregunta cuánto tardarías en prepararlo para la guerra.
El corazón de Blackthorne se retrasó un latido.
—¿Contra quién tengo que combatir, Mariko-san?
—Pregunta contra quién te gustaría hacerlo.
—Contra el Buque Negro de este año —respondió al punto Blackthorne, tomando rápidamente una decisión y esperando que fuese el momento oportuno de exponer a Toranaga el plan que preparaba en secreto desde hacía días.
Confiaba en que el hecho de haber salvado la vida de Toranaga por la mañana le confería un privilegio especial que le ayudaría a salvar los escollos. Su declaración sorprendió a Mariko.
—¿Qué?
—El Buque Negro. Dile al señor Toranaga que todo lo que tiene que hacer es darme una patente de corso. Lo demás corre de mi cuenta. Con mi barco y sólo un poco de ayuda… nos partiremos el cargamento, toda la seda y todo el dinero.
Ella se echó a reír. Toranaga permaneció serio.
—Mi… mi señor dice que sería un imperdonable acto hostil contra una nación amiga. Los portugueses son esenciales para el Japón.
—Sí, lo son… de momento. Pero yo creo que son tan enemigos suyos como míos, y que nosotros podemos servirle mejor que ellos. Y a menos coste.
—Dice que es posible. Pero no cree que China se aviniese a comerciar con vosotros. Los ingleses y los holandeses no tienen todavía fuerza en Asia, y nosotros necesitamos la seda ahora, y que continúe el suministro.
—Desde luego, tiene razón. Pero, dentro de un año o dos, habrá cambiado la situación y se lo demostraremos. Pero voy a hacerle otra sugerencia. Yo estoy en guerra con los portugueses. Fuera del límite de las tres millas, estaré en aguas internacionales. Con mi patente de corso, puedo apoderarme del barco, llevarlo a cualquier puerto y venderlo con su carga. Con mi barco y una tripulación sería cosa fácil. Dentro de unas semanas o unos meses podría entregar el Buque Negro en Yedo, con todo su contenido. Y venderlo. La mitad del valor sería suyo… como tasa portuaria.
—Dice que a él le tiene sin cuidado lo que pase en el mar entre vosotros y vuestros enemigos. El mar pertenece a todos. Pero esta tierra es nuestra, y aquí rigen nuestras leyes, y no pueden quebrantarse.
—Sí. —Blackthorne comprendió que pisaba un terreno peligroso, pero su intuición le decía que era el momento oportuno y que Toranaga mordería el anzuelo. Y Mariko—. Sólo era una sugerencia. Él me preguntó contra quién me gustaría combatir. Discúlpame, por favor, pero a veces conviene hacer planes para todas las eventualidades. Y en esto, creo que el señor Toranaga y yo tenemos intereses comunes.
Mariko tradujo. Toranaga gruñó y habló brevemente.
—El señor Toranaga aprecia las sugerencias sensatas, Anjín-san, como tu opinión sobre una armada, pero lo que dices ahora es ridículo. Aunque vuestros intereses fuesen los mismos, que no lo son, ¿cómo podrías atacar con nueve hombres un barco tan enorme, con casi mil personas a bordo?
—No podría. Necesito una nueva tripulación. Ochenta o noventa hombres, buenos marineros y artilleros. Los encontraría en Nagasaki, en los barcos portugueses. —Blackthorne fingió no advertir el pasmo de ella, ni la manera en que dejó de abanicarse—. Tiene que haber unos cuantos franceses, un par de ingleses, con un poco de suerte, y algunos alemanes y holandeses…, renegados en su mayoría, o enrolados por la fuerza. Necesitaría un salvoconducto hasta Nagasaki, alguna protección y un poco de plata o de oro. Siempre hay marinos, en las flotas enemigas, dispuestos a cambiar de bando por dinero o por una parte del botín.
—Mi señor dice que estaría loco quien confiase en esa carroña para un ataque.
—De acuerdo —admitió Blackthorne—. Pero yo necesito una tripulación para hacerme a la mar.
—Pregunta si podrías adiestrar como artilleros y marineros a los samurais y a nuestros pescadores.
—Fácilmente, pero con tiempo. Necesitaría meses. Podrían estar bien adiestrados el año próximo. Pero no podría atacar el Buque Negro de este año.
—El señor Toranaga dice: «No pienso atacar el Buque Negro portugués ni este año, ni el próximo. Los portugueses no son mis enemigos, y no estoy en guerra con ellos.»
—Lo sé. Pero yo sí que estoy en guerra con ellos. Desde luego, esto no es más que un comentario, pero necesito algunos hombres para hacerme a la mar, al servicio del señor Toranaga, si así lo desea.
—Mi señor desea saber —dijo Mariko—, para el caso de que tuvieses tu barco y los pocos tripulantes que llegaron contigo, si navegarías hasta Nagasaki para enrolar a los demás hombres que necesitas.
—No. Sería demasiado peligroso. Tendría pocos hombres para evitar que me capturasen los portugueses. Sería mejor traer los hombres aquí, a Yedo, ¿neh? Con toda una tripulación, y bien armado, el enemigo no podría nada contra mí en estos mares.
—Él no cree que pudieses apoderarte del Buque Negro con noventa hombres.
—El Erasmus es más veloz que él y puede hundirlo. Desde luego, Mariko-san, sé que todo esto no son más que conjeturas, pero si pudiese atacar a mi enemigo, zarparía para Nagasaki en cuanto tuviese mi tripulación completa. Si el Buque Negro estuviese ya en el puerto, desplegaría mis banderas de combate y me mantendría en alta mar, bloqueando su salida. Dejaría que hiciesen sus trueques y, cuando el viento fuese propicio para su regreso a casa, fingiría que necesito suministros y dejaría que saliese del puerto. Lo alcanzaríamos a unas pocas leguas, porque mi barco es mucho más veloz, y mis cañones harían lo demás. En cuanto él hubiese arriado la bandera, lo traería a Yedo con una parte de mi tripulación. Y habría casi cuatrocientas toneladas de oro a bordo.
—Pero si lo vencieses, ¿no hundiría su capitán el barco, antes de que lo abordaseis?
—Generalmente… —Iba a decir otra cosa, pero lo pensó mejor—. Generalmente, el barco vencido se rinde, Mariko-san. Una de nuestras costumbres, en las batallas navales, es no perder vidas innecesariamente.
—Perdona, Anjín-san, pero el señor Toranaga dice que es una costumbre deplorable. Si él tuviese barcos, no se rendiría. —Mariko sorbió un poco de cha y prosiguió—: ¿Y si el barco no está todavía en el puerto?
—Entonces, surcaría la zona para sorprenderlo en aguas internacionales. Sería más fácil de capturar, estando cargado, pero algo más difícil de traer a Yedo. ¿Para cuándo se espera su llegada a puerto?
—Mi señor no lo sabe. Dice que tal vez dentro de treinta días. Este año ha anticipado el viaje.
Blackthorne tuvo la impresión de que estaba muy cerca de su presa.
—Entonces, habría que someterlo a bloqueo y apoderarse de él al final de la estación. —Hizo una pausa, como considerando las alternativas, y dijo—: Si estuviésemos en Europa, habría otra manera. Podríamos entrar en el puerto por la noche y abordarlo. Un ataque por sorpresa.
La mano de Toranaga se cerró sobre la empuñadura del sable.
—Él dice: «¿Te atreverías a combatir en nuestro país contra tus enemigos?»
Blackthorne tenía los labios secos.
—No. Esto no es más que una suposición, pero si existiese un estado de guerra entre él y los portugueses y el señor Toranaga quisiese descargarles un buen golpe, ésta sería la manera de hacerlo. Si yo tuviese doscientos o trescientos soldados bien disciplinados, una buena tripulación y el Erasmus, sería fácil acercarse al Buque Negro y abordarlo. Él podría elegir el momento del ataque por sorpresa…, si estuviésemos en Europa.
Hubo un largo silencio:
—El señor Toranaga dice que esto no es Europa y que no existe ni nunca existirá estado de guerra entre él y los portugueses.
—Desde luego. Una última cuestión, Mariko-san: Nagasaki no está bajo el dominio del señor Toranaga, ¿verdad?
—No, Anjín-san, El señor Harima es dueño del puerto y de hinterland.
—Pero, en la práctica, ¿no son los jesuitas quienes controlan el puerto y todo el comercio? —Blackthorne advirtió la renuencia de ella a traducir, pero mantuvo su presión—. ¿No es esto honto, Mariko-san? ¿Y no es católico el señor Harima? ¿No es católica la católica Kiusiu? Por consiguiente, ¿no dominan los jesuitas, en cierto modo, toda la isla?
—El cristianismo es una religión. Los daimíos son dueños de sus propias tierras, Anjín-san —dijo Mariko, por su cuenta.
—A mí me han dicho que Nagasaki es, en realidad, suelo portugués. ¿No vendió el padre del señor Harima la tierra a los jesuitas?
La voz de Mariko se hizo más tajante.
—Sí. Pero el Taiko recuperó la tierra. Ahora, ningún extranjero puede tener tierras allí.
—Pero, ¿no controlan los jesuitas todos los embarques y todo el comercio de Nagasaki? ¿No lo hacen como intermediarios vuestros?
—Estás muy bien informado sobre Nagasaki, Anjín-san —dijo ella, vivamente.
—Tal vez el señor Toranaga quisiera arrancar el dominio del puerto al enemigo. Tal vez…
—Son enemigos tuyos, Anjín-san, no nuestros —dijo ella, mordiendo al fin el anzuelo—. Los jesuitas son…
—¿Nan ja?
Ella se volvió a Toranaga, se disculpó y le explicó lo que habían hablado. Después, habló Toranaga. Gravemente.
—Nuestro señor dice: «¿Por qué has hecho tantas preguntas, o declaraciones, sobre el señor Harima y Nagasaki?»
—Sólo para demostrar que el puerto de Nagasaki está dominado, de hecho, por extranjeros. Por los portugueses. Y, según mi ley, puedo atacar al enemigo en cualquier parte.
—Pero aquello no es «cualquier parte», dice él. Pertenece al País de los Dioses, y este ataque es inconcebible.
—Lo acepto de buen grado. Pero si algún día diese el señor Harima pruebas de hostilidad, o las diesen los jesuitas que dirigen a los portugueses, ésta sería la manera de vencerlos.
—El señor Toranaga dice que ni él ni ningún daimio permitirán el ataque de una nación extranjera contra otra en suelo japonés, ni que maten a uno solo de nuestros súbditos. Contra enemigos del Emperador, la cosa sería distinta. En cuanto a conseguir soldados y una tripulación, le sería fácil a cualquiera que hablase japonés. Hay muchos wako en Kiusiu.
—¿Wako, Mariko-san?
—¡Oh! Disculpa. Nosotros llamamos wako a los «corsarios», Anjín-san. Había muchos en Kiusiu, pero la mayoría fueron eliminados por el Taiko. Por desgracia, todavía existen supervivientes. Los wako sembraron el terror en las costas de China durante siglos. Por su culpa nos cerró China sus puertos. —Explicó a Toranaga lo que acababan de decir. Toranaga habló, con mayor énfasis—. Dice que nunca aprobará ni te permitirá ningún ataque en tierra, aunque sería correcto que hostigases a los enemigos de tu reina en alta mar. Debes tener paciencia.
—Sí. Pero si pudiese capturar el Buque Negro en alta mar y traerlo a Yedo como presa legal, bajo el pabellón inglés, ¿me permitirían venderlo con todo su contenido, según nuestra costumbre?
—Dice el señor Toranaga que eso dependería.
—Si estalla la guerra, ¿podría yo atacar al enemigo, al enemigo del señor Toranaga, lo mejor que pudiese?
—Dice que éste es el deber de un hatamoto. Pero un hatamoto debe estar siempre bajo su mando personal. Mi señor quiere que comprendas claramente que, en el Japón, las cosas sólo pueden resolverse por los métodos japoneses.
—Sí. Lo comprendo perfectamente. Con la debida humildad, me gustaría observar que, cuanto más sepa de sus problemas, más podré ayudarle.
—Dice que el deber de un hatamoto es ayudar siempre a su señor, Anjín-san. Dice que debo responder a las preguntas razonables que me hagas.
—Gracias. ¿Puedo preguntarle si le gustaría tener una armada propia, tal como le sugerí en la galera?
—Ya te dijo que le gustaría tener una armada, una armada moderna, tripulada por sus propios hombres. ¿A qué daimío no le gustaría?
—Entonces, dile esto: Si tuviésemos la suerte de apoderarnos del Buque Negro, lo llevaría a Yedo, trasladaría mi mitad del oro y la plata al Erasmus y revendería el Buque Negro a los portugueses, o lo ofrecería a Toranaga-sama como obsequio, o lo quemaría, según él prefiriese. Después, volvería a mi país. Y, al cabo de un año, regresaría aquí con cuatro barcos de guerra, como regalo de la reina de Inglaterra al señor Toranaga.
—El señor Toranaga dice que sería demasiada generosidad por parte de tu reina. Y añade que, si ocurriese este milagro y volvieses con los nuevos barcos, ¿quién instruiría a sus marineros, samurais y capitanes?
—Inicialmente, podría hacerlo yo, con su beneplácito. Sería un honor para mí, después, podrían hacerlo otros.
—Pregunta qué entiendes por «inicialmente».
—Dos años.
Toranaga esbozó una sonrisa fugaz.
—Nuestro señor dice que dos años no serían bastante, «inicialmente». Sin embargo, añade que todo esto es una ilusión. Él no está en guerra con los portugueses, ni con el señor Hishima, de Nagasaki. Repite que cuanto hagas con tu barco y tu tripulación fuera de las aguas japonesas, es tu karma. —Mariko pareció confusa—. Dice que, fuera de nuestras aguas, eres extranjero. Pero aquí eres samurai.
—Sí. Sé el honor que me hizo. ¿Puedo preguntar cómo piden dinero prestado los samurais, Mariko-san?
—A un prestamista, Anjín-san. A un sucio prestamista de dinero. —Tradujo a Toranaga—. ¿Por qué necesitarías el dinero?
—¿Hay prestamistas en Yedo?
—¡Oh, sí! Los hay en todas partes, ¿neh? ¿No ocurre lo mismo en tu país? Pregunta a tu consorte, Anjín-san, tal vez ella podrá ayudarte. Es parte de sus deberes.
—¿Has dicho que partimos mañana para Yedo?
—Sí, mañana.
—Desgraciadamente, Fujiko-san no estará en condiciones de viajar.
Mariko habló con Toranaga.
—El señor Toranaga dice que la enviará en la galera, cuando zarpe ésta. Pregunta para qué necesitas el dinero.
—Para conseguir una nueva tripulación, Mariko-san, para navegar a cualquier parte, para servir al señor Toranaga del modo que él desee. ¿Está esto permitido?
—¿Una tripulación de Nagasaki?
—Sí.
—Te dará una respuesta cuando lleguéis a Yedo.
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante.
Naga abrió el shoji y se inclinó profundamente.
—Discúlpame, padre, pero me dijiste que te avisase cuando hubiesen llegado todos tus oficiales.
—Gracias, iré en seguida. —Toranaga reflexionó un momento y, después, dijo a Blackthorne, en tono amistoso—: Ve con Naga-san, Anjín-san. Él te mostrará tu sitio. Gracias por tus opiniones. —Y, cuando hubieron salido, se volvió a Mariko—. Bueno, ¿qué piensas tú?
—Dos cosas, señor. En primer lugar, su odio a los jesuitas es inconmensurable, incluso mayor que su desprecio por los portugueses, por consiguiente, puedes emplearlo como un azote contra cualquiera de ellos, si lo deseas. Sabemos que es valiente, de modo que puede triunfar en un ataque por mar. Segundo: el dinero sigue siendo su objetivo. Sin embargo, diré en su defensa que, por lo que sé, el dinero es el único medio que tienen los bárbaros para alcanzar un poder duradero.
—¿Son los jesuitas enemigos míos?
—No lo creo.
—¿Y los portugueses?
—Creo que a éstos sólo les interesa el provecho, las tierras, y difundir la palabra de Dios.
—¿Son enemigos míos los cristianos?
—No, señor. Aunque algunos enemigos vuestros pueden ser cristianos, católicos o protestantes.
—¡Ah! ¿Crees que Anjín-san es mi enemigo?
—No, señor. No. Creo que te respeta y que, con el tiempo, llegará a ser un verdadero vasallo tuyo.
—¿Qué me dices de nuestros cristianos? ¿Quiénes son mis enemigos?
—Los señores Harima, Kiyama, Onoshi y cualquier otro samurai que se vuelva contra ti.
Toranaga se echó a reír.
—Sí, pero, ¿están dominados por los curas, como pretende Anjín-san?
—No lo creo.
—¿Lucharán esos tres contra mí?
—No lo sé, señor. En el pasado, fueron amigos y enemigos tuyos. Pero si apoyan a Ishido, será mala cosa.
—De acuerdo. Sí, eres un valioso consejero. Debe resultarte difícil ser católica cristiana y tener que hacer amistad con un enemigo y escuchar sus ideas.
—Sí, señor. Pero conviene conocer las dos caras de la moneda. Mucho de lo que dijo Anjín-san resultó ser cierto, por ejemplo, que los españoles y los portugueses se han repartido el mundo, que los curas hacen contrabando de armas…, por mucho que cueste creerlo. No debes temer por mi lealtad, señor. Por muy mal que se pongan las cosas, siempre te seré fiel.
—Gracias. Bueno, es muy interesante lo que ha dicho Anjín-san, ¿neh? Interesante, pero absurdo. Sí, gracias, Mariko-san, eres una buena consejera. ¿Quieres que ordene tu divorcio de Buntaro?
—¿Señor?
—¿Y bien?
¡Oh! ¡Ser libre! ¡Ser libre, Virgen Santa!
«Recuerda quién eres, Mariko, recuerda quién eres. Y recuerda que “amor” es una palabra bárbara.»
Toranaga la observaba en silencio. «Sí, es un halcón —pensó—. Pero, ¿contra qué presa he de lanzarla?»
—No, señor —dijo Mariko, al fin—. Gracias, señor, pero no.
—Anjín-san es un hombre extraño, ¿neh? Tiene la cabeza llena de sueños. Es ridículo pensar en atacar a nuestros amigos los portugueses o a su Buque Negro. Es una tontería creer lo que dice sobre cuatro o veinte barcos de guerra.
Mariko vaciló.
—Si dice que es posible formar una flota, señor, yo creo que lo es.
—No estoy de acuerdo —dijo, enfáticamente, Toranaga—. Pero tienes razón al decir que él y su barco son un contrapeso contra los otros. Es curioso…, pero muy ilustrador. Omi lo dijo: «De momento, necesitamos a los bárbaros, aprender de ellos.» Y hay mucho que aprender, en particular de él, ¿neh?
—Sí.
—Es hora de abrir el Imperio, Mariko-san. Ishido lo cerraría como una ostra. Si yo volviese a ser presidente del Consejo de Regencia, establecería tratados con cualquier nación, con tal de que se mostrase amiga. Enviaría hombres a aprender de otras naciones, sí, y también embajadores. La reina de ese hombre podría ser un buen principio Y, tratándose de una reina, tal vez debería mandarle una embajadora, si era lo bastante inteligente.
—Tendría que ser muy inteligente y muy fuerte, señor.
—Sí. Sería un viaje peligroso.
—Todos los viajes lo son, señor —replicó Mariko.
—Sí. —Toranaga cambió bruscamente de tema—. Si Anjín-san zarpase con su barco cargado de oro, ¿crees que volvería?
Ella pensó largo rato y dijo:
—No lo sé.
Toranaga resolvió no presionarla más, por ahora.
—Gracias, Mariko-san —dijo, dando por terminada la conversación—. Quiero que estés presente en la reunión, para traducir a Anjín-san lo que yo diga.
—¿Todo, señor?
—Sí. Y esta noche, cuando vayas a la casa de té, a contratar a Kikú, lleva contigo a Anjín-san. Dile a su consorte que lo arregle todo. Merece una recompensa, ¿neh?
—Hai.
Cuando llegó al shoji, Toranaga le dijo:
—Cuando esté solucionada la cuestión entre Ishido y yo, ordenaré tu divorcio.
Los ciento cincuenta oficiales estaban perfectamente alineados, con Yabú, Omi y Buntaro, en primera línea. Mariko estaba arrodillada junto a Blackthorne, en uno de los lados. Toranaga entró, acompañado de su guardia personal, y se sentó en el cojín aislado, frente a ellos. Correspondió a sus saludos, les informó brevemente de la esencia del asunto y, por primera vez, expuso en público su definitivo plan de batalla. Una vez más, se reservó la parte correspondiente a las insurrecciones secretas y cuidadosamente planeadas, y también a que el ataque se realizaría por la carretera del Norte de la costa y no por la del Sur. Y, para satisfacción de todos —pues todos sus guerreros se alegraban de que terminase al fin su incertidumbre—, les dijo que, cuando cesaran las lluvias, pronunciaría las palabras «Cielo Carmesí», que significaría el comienzo del ataque.
—Mientras tanto, espero que Ishido convoque ilegalmente un nuevo Consejo de Regencia. Espero que me inculpen injustamente. Espero que me declaren la guerra, contra toda ley. —Se inclinó hacia delante, apoyada la mano izquierda en el muslo, en actitud característica, y sujetando el sable con la diestra—. Escuchad. Yo defiendo el testamento del Taiko y reconozco a mi sobrino Yaemón como Kwampaku y heredero del Taiko. No ambiciono más tierras. No deseo más honores. Pero si los traidores me atacan, tengo que defenderme. Si los traidores engañan a Su Alteza Imperial y tratan de asumir el poder sobre el país, mi deber es defender al Emperador y combatir el mal. ¿Neh?
Un rugido de aprobación coreó sus palabras. Bélicos gritos de «¡Kasigi!» y «¡Toranaga!» surgieron en la estancia y resonaron en toda la fortaleza.
—Prepararéis el Regimiento de Asalto para embarcarlo en las galeras rumbo a Yedo, al mando de Toda Buntaro y con Kasigi Omi como lugarteniente. Dentro de cinco días. Tú, señor Kasigi Yabú, te servirás movilizar Izú y enviar seis mil hombres a los puertos fronterizos, para el caso de que el traidor Ikawa Jikkyu bajase al sur para cortar nuestras líneas de comunicación. Cuando cesen las lluvias, Ishido atacará el Kwanto…
Omi, Yabú y Buntaro aplaudieron en silencio la prudencia de Toranaga, al no informar sobre la decisión tomada por la tarde de lanzar el ataque inmediatamente, en la estación lluviosa.
—Nuestros mosquetes nos abrirán el camino —había dicho Yabú, entusiasmado, aquella misma tarde.
—Sí —había convenido Omi, sin confiar en el plan, pero sin poder ofrecer una alternativa.
«Es una locura —se había dicho, aunque se alegraba de que lo hubiesen ascendido a lugarteniente—. No comprendo cómo puede Toranaga imaginar que hay alguna probabilidad de triunfo en la ruta del Norte.»
Ahora oyó decir a Toranaga:
—Hoy estuve a punto de morir. Hoy, Anjín-san me ha salvado de la muerte. Ha sido la segunda vez, quizá, la tercera, que ha salvado mi vida. Mi vida no es nada comparada con el futuro de mi clan, y, ¿quién puede saber si habría vivido o muerto sin su ayuda? En todo caso, aunque es bushido que los vasallos no deben esperar ninguna recompensa por sus servicios, el señor feudal debe dispensar favores de vez en cuando. —Y, entre una aclamación general, añadió—: Anjín-san, ¡siéntate aquí! Mariko-san, siéntate tú también.
Omi observó, envidioso, cómo aquel hombrón se levantaba y se arrodillaba en el sitio que Toranaga le había señalado, a su lado, y todos los que se hallaban en la estancia lamentaron no haber tenido la fortuna de poder hacer lo que había hecho el bárbaro.
—Otorgo a Anjín-san un feudo cerca del pueblo de pescadores de Yoko-hama, al sur de Yedo, por un valor de dos mil kokú al año, el derecho a reclutar doscientos samurais a su servicio, y todos los derechos que le correspondan como samurai y hatamoto de la casa de Yoshi Toranaga-noh-Chikitada-Minowara. Además, recibirá diez caballos, veinte quimonos, todo el equipo de guerra para sus vasallos… y el rango de Primer Almirante y Piloto del Kwanto. —Toranaga esperó a que Mariko hubiese traducido sus palabras y, después, llamó—: ¡Naga-san!
Naga, obediente, llevó a Toranaga un paquete envuelto en un paño de seda. Toranaga lo descubrió. Había dos sables haciendo juego, uno, corto, y el otro, largo.
—Al advertir que la tierra se había tragado mis sables y que yo estaba desarmado, Anjín-san bajó de nuevo a la hendidura a buscar el suyo, y me lo dio. Anjín-san, te entrego éstos a cambio. Son obra del maestro artesano Yori-ya. Recuerda esto: el sable es el alma del samurai. Si lo olvida, o lo pierde, nunca será perdonado.
—Gracias, Toranaga-sama. Me haces un gran honor. Gracias.
Blackthorne iba a alejarse, pero Toranaga le ordenó que se quedase.
—No, siéntate aquí, a mi lado, Anjín-san —dijo, contemplando los agresivos y fanáticos rostros de sus oficiales.
«¡Estúpidos! —habría querido gritarles—. ¿No comprendéis que la guerra, ahora o después de las lluvias, sería desastrosa? ¿No comprendéis que lo único que puedo hacer es esperar y confiar en que Ishido se ahorque por sí mismo?»
Pero, en vez de esto, los arengó aún más, pues lo esencial era desconcertar al enemigo.
—¡Destruiré a Ishido y a todos sus traidores, empezando por Ikawa Jikkyu! Desde ahora concedo todas sus tierras, las provincias de Suruga y Totomi, que valen trescientos mil kokús, a mi fiel vasallo señor Kasigi Yabú, y confirmo a éste y a sus descendientes como señores de Izú.
Sonó una estruendosa aclamación. Yabú estaba entusiasmado.
Omi pateaba y gritaba con ardor. Por costumbre, el sucesor de Yabú heredaría todas sus tierras.
¿Cómo matar a Yabú, sin esperar la guerra?
Se fijó en Anjín-san. «¿Por qué no dejas que Anjín-san lo haga por ti?», se preguntó, pero en seguida se rió de su estúpida idea.
—Pronto tendrás el feudo que mereces —le gritó Buntaro, dándole una palmada en el hombro—. También tú mereces recompensa. Tus ideas y tus consejos son muy valiosos.
—Gracias, Buntaro-san.
—No te preocupes, podemos cruzar cualquier montaña.
—Sí.
Buntaro era un aguerrido general, y Omi sabía que los dos se complementaban: Omi, el audaz estratega, Buntaro, el intrépido caudillo para el ataque.
Omi observó a Blackthorne. «Has cambiado mucho, Anjín-san, desde que llegaste —pensó, satisfecho—. Todavía conservas muchas de tus extrañas ideas, pero te estás civilizando…»
—¿Qué te pasa, Omi-san?
—Nada… Nada, Buntaro-san.
—Parecía como si un eta te hubiese mostrado el trasero.
—No, nada de eso. ¡Todo lo contrario! Se me acaba de ocurrir una idea. ¡Bebamos! ¡Eh, Flor de Melocotonero, trae saké! ¡La taza de mi señor Buntaro está vacía!