CAPÍTULO XXXVIII

Acompañado de Naga, Blackthorne bajaba tristemente la cuesta, en dirección a las dos figuras sentadas sobre sendas esterillas, en el centro del círculo de guardias. Al reconocer a Mariko, se desvaneció en parte su tristeza.

Había ido muchas veces a casa de Omi, a ver a Mariko o preguntar por ella. Pero los samurais le habían impedido entrar, cortésmente pero con firmeza. Omi le había dicho, como tomodashi, como amigo, que ella estaba perfectamente.

Fujiko había ido varias veces a visitar a Mariko. Y, al volver, siempre decía que ésta se encontraba bien, y añadía el inevitable «Shinpai suruna, Anjín-san. ¿Wakarimasu? (No debes preocuparte, ¿comprendes?)»

Con Buntaro, era como si nada hubiese ocurrido. Se saludaban cortésmente cuando se encontraban durante el día. Aparte que utilizaba en ocasiones la caseta del baño, Buntaro se portaba como cualquier samurai de Anjiro, ni amistosamente, ni con hostilidad.

El acelerado adiestramiento, desde el amanecer hasta la noche, destrozaba a Blackthorne. Tenía que dominar sus frustraciones como instructor y esforzarse en aprender el lenguaje. Al terminar la jornada, estaba siempre rendido. Y se sentía solo, solo en un mundo extraño.

Por si esto fuera poco, se había producido algo horrible, tres días atrás. Había sido una jornada muy larga y muy húmeda. Al ponerse el sol, había llegado a casa muy cansado e, inmediatamente, había comprendido que ocurría algo. Fujiko lo había saludado nerviosamente.

¿Nan desu ka?

Ella le había respondido a media voz, prolijamente, con los ojos bajos.

Wakarimasen. (No comprendo.) Entonces, ella lo había conducido al jardín y señalado el sitio donde él había colgado el faisán.

—¡Oh! Me había olvidado de eso. Watashi… —Pero no podía recordar las palabras y se encogió de hombros—. Wakarimasu ¿han desu kiji ka? (Comprendo. ¿Qué ha sido del faisán?)

Los criados los observaban, petrificados, desde las puertas y las ventanas. Fujiko volvió a hablar. Él prestó atención, pero no pudo captar el sentido de las palabras.

Wakarimasen, Fujiko-san.

Ella suspiró profundamente. Después, imitó nerviosamente a alguien que descolgase el faisán, se lo llevase y lo enterrase.

—¡Aaaah! Wakarimasu, Fujiko-san. ¿Olía mal? —preguntó, y, como no sabía la frase japonesa, se tapó la nariz con los dedos.

Hai, hai, Anjín-san. Dozo gomen nasai, gomen nasai.

Imitó el zumbido de las moscas y describió con las manos una nube de insectos.

¡Ah so desu! Wakarimasu. —Se encogió de hombros, para aliviar el dolor dé la espalda y murmuró—: Shigata ga nai —deseoso de tomar un baño y de que le diesen masaje, únicas satisfacciones que hacían posible la vida—. ¡Al diablo con ello! —dijo en inglés, dando media vuelta.

Dozo, Anjín-san.

Shigata ga nai —repitió él, en voz más fuerte.

Ah so desu, arigato gaziemashita.

¿Tare toru desu ka? (¿Quién lo cogió?)

—Ueki-ya.

—¡Oh, ese viejo pillín! —Ueki-ya, el jardinero, el amable y desdentado viejo que cuidaba las plantas con manos amorosas y daba belleza al jardín—. Yoi, Motte kuru Ueki-ya. (Ve a buscarlo.)

Fujiko movió la cabeza. Su cara tenía la palidez del yeso.

—Ueki-ya shinda desu, ¡shinda desu! —murmuró.

¿Ueki-ya shindato? ¿Donoyoni? ¿Doshité? ¿Doshité shindanoda? (¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cómo murió?)

Ella señaló el sitio donde había estado el faisán y dijo muchas palabras suaves e incomprensibles. Después, imitó el movimiento de descargar un sablazo.

¡Santo Dios! ¿Mataste a ese viejo por un apestoso y maldito faisán?

Inmediatamente, todos los criados corrieron al jardín y se hincaron de rodillas. Fujiko esperó estoicamente a que todos estuviesen allí, y, después, se arrodilló también y se inclinó, pero como una samurai, no como los campesinos.

Gomen nasai, dozo gomen na

¡Al diablo con vuestros gomen nasai! ¿Qué derecho tenías a hacer una cosa así? ¿Eeeeh? —y empezó a maldecir furiosamente—. Por el amor de Dios, ¿por qué no me lo preguntaste? ¿Eh?

Fujiko levantó despacio la cabeza. Vio su dedo acusador y la ira pintada en su semblante. Murmuró una orden a Nigatsu, su doncella.

Nigatsu movió la cabeza y empezó a suplicar.

¡Ima!

La doncella echó a correr. Volvió con el sable largo, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. Fujiko tomó el sable y lo ofreció a Blackthorne con ambas manos. Habló, y, aunque él no comprendió todas sus palabras, supo lo que le decía.

¡IYÉ! —gritó, agarrando el sable y arrojándolo lejos—. ¿Crees que con esto devolverías la vida a Ueki-ya?

Se alejó de allí, desesperado, se dirigió a la colina que dominaba el pueblo, cerca del santuario que estaba junto al viejo ciprés, y lloró.

Lloró porque un hombre había muerto innecesariamente y porque ahora sabía que era él quien lo había matado.

—Perdóname, Dios mío. Soy yo el responsable…, no Fujiko. Yo lo maté. Ordené que nadie tocase el faisán. Yo di la orden, conociendo sus leyes y sus costumbres.

Al cabo de un rato, se agotaron sus lágrimas. Era noche cerrada. Volvió a su casa.

Fujiko lo estaba esperando, como siempre, pero sola. Tenía el sable sobre las rodillas. Se lo ofreció.

Dozo, dozo, Anjín-san.

Iyé —dijo él, tomando el sable como era debido—. Iyé, Fujiko-san. Shigata ga nai, ¿neh? Karma, ¿neh?

La tocó, como disculpándose. Sabía que ella pagaba las consecuencias de su propia estupidez. Y Fujiko lloró.

Arigato, arigato go… goziemashita, Anjín-san. Y él se sintió profundamente conmovido.

—¡Anjín-san! —dijo ahora Naga.

—¿Sí? ¿Sí, Naga-san? —Trató de olvidar su arrepentimiento y se volvió al joven que caminaba a su lado—. Pero, ¿qué decías?

—Decía que deseo ser amigo tuyo.

—¡Oh! Gracias.

—Sí, y tal vez tú querrías…

Soltó un chorro de palabras que Blackthorne no comprendió.

—¿Perdón…?

—Enseñar, ¿neh? Enseñar sobre el mundo…

—¡Ah, sí! Perdona. Enseñarte, ¿qué?

—Sobre tierras extranjeras, tierras remotas. El mundo, ¿neh?

—Sí, ya comprendo. Lo intentaré.

—Bien —dijo Naga, muy satisfecho.

Cuando llegaron cerca de los samurais, Naga les ordenó que dejasen libre el paso e hizo un ademán a Blackthorne para que avanzase él solo. Blackthorne obedeció, sintiéndose muy solo en aquel círculo de hombres.

Ohayo, Toranaga-sama. Ohayo, Mariko-san —dijo, al reunirse con éstos.

Ohayo, Anjín-san. Dozo suwaru. (Buenos días, Anjín-san. Siéntate, por favor.)

Mariko le sonrió.

Ohayo, Anjín-san. ¿Ikaga desu ka?

Yoi, domo —dijo Blackthorne, mirándola y alegrándose de verla—. Tu presencia me llena de gran alegría —añadió, en latín.

—También yo me alegro de verte. Pero estás sombrío. ¿Por qué?

¿Nan ja? —preguntó Toranaga.

Ella le tradujo lo que habían dicho. Toranaga gruñó y habló.

—Mi señor dice que pareces preocupado, Anjín-san. Y lo mismo creo yo. Pregunta cuál es la causa de tu preocupación.

—No es nada. Domo, Toranaga-sama. Nane mo. (No es nada.)

¿Nan ja? —le preguntó directamente Toranaga—. ¿Nan ja?

Blackthorne obedeció y se apresuró a responder.

—Ueki-ya —dijo, afligido—, hai, Ueki-ya.

¡Ah so desu! —dijo Toranaga, y habló largamente a Mariko.

—Mi señor dice que no debes entristecerte por el viejo jardinero. Me pide que te diga que todo se resolvió oficialmente. El viejo jardinero supo perfectamente lo que hacía.

—No comprendo.

—El faisán se estaba pudriendo al sol. Había un enjambre de moscas. Tu salud, la de tu consorte y la de toda tu casa estaban amenazadas. Y también había habido algunas quejas, reservadas y muy discretas, por parte del jefe de los criados de Omi-san… y de otras personas.

—Pero, ¿por qué no me avisaron? ¿Por qué no me lo dijo alguien? El faisán no significaba nada para mí.

—¿Qué había que decirte? Habías dado una orden. Ellos no conocen tus costumbres y no sabían qué hacer. —Habló unos momentos con Toranaga, explicándole lo que había dicho Blackthorne, y se volvió de nuevo a éste—. ¿Te aflige esto? ¿Quieres que continúe?

—Sí, por favor, Mariko-san.

—Bueno, tu primer criado, el cocinero, convocó una reunión de tus servidores, Anjín-san. También asistió oficialmente Mura, el jefe de la aldea. Decidieron que no podía pedirse a los eta del pueblo que se llevasen el faisán, pues era un problema que sólo incumbía a la casa. El viejo jardinero pidió que se le permitiese hacerlo, últimamente tenía continuos dolores en el vientre, y padecía mucho al sembrar y plantar, y no podía hacer su trabajo como hubiese querido. El tercer cocinero se ofreció también, diciendo que era muy joven y muy estúpido, y que su vida no valía nada, comparada con un asunto tan grave. Por fin, se concedió el honor al viejo jardinero. Realmente, fue un gran honor, Anjín-san. Todos lo saludaron ceremoniosamente, y él correspondió a sus saludos y se llevó aquella cosa y la enterró, para gran alivio de todos.

»Cuando volvió, fue directamente al encuentro de Fujiko-san y le dijo lo que había hecho, que había desobedecido tu ley, ¿neh? Ella le dio las gracias por haber eliminado aquel peligro y le dijo que esperase. Vino a pedirme consejo y me preguntó qué debía hacer. Le respondí que no lo sabía, Anjín-san. Pregunté a Buntaro-san, pero él tampoco lo sabía. Era complicado, debido a tu situación. Por consiguiente, preguntó al señor Toranaga. Y el señor Toranaga habló personalmente con tu consorte.

Mariko se volvió a Toranaga y le dijo lo que acababa de explicar, siguiendo sus instrucciones.

Toranaga habló rápidamente, y Blackthorne les observó a los dos.

Hai, Toranaga-sama. Hai. —Mariko miró a Blackthorne y dijo, en el mismo tono oficial—: Mi señor me pide que te diga que lo siente, que, si hubieses sido japonés, no habría habido ninguna dificultad, Anjín-san. El viejo jardinero habría ido sencillamente al campo de enterramientos, para recibir su liberación. Pero, y disculpa que lo diga, tú eres extranjero, aunque el señor Toranaga te haya hecho hatamoto, y había que decidir si eras legalmente samurai, o no. Celebro decirte que él resolvió que eras samurai y tenías los derechos de tal. Con esto quedó todo resuelto. La ley es clara. No había alternativa. —Su voz se volvió grave—. Pero el señor Toranaga sabe que te repugna matar, y por esto, para ahorrarte un sufrimiento, ordenó a uno de sus samurais que enviase al viejo jardinero al Gran Vacío.

—Pero, ¿por qué no me consultaron? Aquel faisán me tenía sin cuidado.

—El faisán no tiene nada que ver con esto, Anjín-san —le explicó ella—. Tú eres jefe de una casa. La ley dice que ningún miembro de tu casa puede desobedecerte. El viejo jardinero quebrantó deliberadamente la ley. Y todo el mundo se caería en pedazos si se permitiese a la gente violar la ley. Tu…

Toranaga la interrumpió y le habló. Ella le escuchó y le hizo algunas preguntas, y él le hizo ademán de que continuase.

Hai. El señor Toranaga quiere que te diga que cuidó él personalmente de que el viejo jardinero tuviese la muerte rápida, indolora y honrosa que se merecía. Incluso prestó al samurai su propio sable, que es muy afilado. Y yo debo decirte que el viejo jardinero se sintió muy orgulloso de que, en sus días de decrepitud, pudiese ayudar a tu casa, Anjín-san, contribuyendo a confirmar tu condición de samurai delante de todo el mundo. Sobre todo, estuvo orgulloso del honor que se le hacía al no emplearse con él verdugos públicos, Anjín-san. El señor Toranaga quiere que esto quede bien claro.

—Gracias, Mariko-san. Gracias por habérmelo aclarado. —Blackthorne se volvió a Toranaga y le dedicó su más correcta reverencia—. Domo, Toranaga-sama, domo arigato. Wakarimasu. Domo.

Fujiko y todos los demás habían hecho lo que debían.

«Fujiko es inocente. Todos son inocentes. Menos yo —se dijo—. No puedo deshacer lo que está hecho. ¿Cómo podré vivir con esta vergüenza?»

Permaneció sentado, con las piernas cruzadas, frente a Toranaga, sintiendo que la ligera brisa del mar sacudía su quimono y los sables que llevaba al cinto. Escuchaba dócilmente, y respondía, y nada tenía importancia. La guerra era inminente, decía Mariko. ¿Cuándo?, preguntaba él. Muy pronto, decía ella.

—Partirás conmigo, Anjín-san, y me acompañarás durante una parte del viaje, porque yo voy a Osaka y tú irás a Yedo por tierra, para preparar tu barco para la guerra…

De pronto, se hizo un silencio colosal.

Después, la tierra empezó a temblar.

Blackthorne sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar, y todas las fibras de su ser se estremecieron de pánico. Trató de mantenerse en pie, pero no pudo, y vio que todos los guardias eran igualmente impotentes. Toranaga y Mariko se agarraban al suelo con manos y pies. Un rugido, retumbante y catastrófico, pareció surgir de la tierra y del cielo, envolviéndoles, aumentando hasta que sus oídos estuvieron a punto de estallar. Él sintió que iba a vomitar, mientras su incrédula mente le decía que estaba en tierra firme y no en el mar, donde el mundo se movía a cada instante.

Un alud de rocas se desprendió de las montañas del Norte y rodó hacia el valle, aumentando el estruendo. Parte del campamento de samurais desapareció.

Cesó el temblor.

La tierra era de nuevo firme, como siempre había sido, como siempre hubiese debido ser. Blackthorne sintió que le temblaban las manos, las rodillas y todo el cuerpo. Trató de dominar el temblor y de recobrar aliento.

Entonces, la tierra lanzó un nuevo alarido. Empezó el segundo terremoto. Más violento. Esta vez, el suelo se abrió al otro lado de la meseta. La grieta corrió en su dirección a velocidad increíble, pasó a cinco pasos de ellos y siguió adelante. Los ojos incrédulos de Blackthorne vieron que Toranaga y Mariko se tambaleaban en el borde de la hendidura. Como en una pesadilla, vio que Toranaga, que era el que estaba más cerca de la grieta, iba a caer en ella. Saliendo de su estupor, saltó hacia delante. Agarró con la diestra el cinto de Toranaga, mientras temblaba la tierra como una hoja agitada por el viento.

La grieta tenía veinte pasos de profundidad y diez de anchura, y olía a muerte. Piedras y barro se desprendían de sus paredes, arrastrando a Toranaga y, con él, a Blackthorne. Éste pugnaba por agarrarse con las manos y los pies, gritando a Toranaga que lo ayudase. Todavía medio aturdido, Toranaga apoyó los pies en la pared y, medio a rastras, medio izado por Blackthorne, consiguió salir. Ambos yacieron jadeando en terreno firme.

Entonces, hubo otra sacudida.

La tierra se abrió de nuevo. Mariko chilló. Trató de huir, pero la nueva fisura la engulló. Blackthorne se arrastró frenéticamente hasta el borde y miró hacia abajo. Ella estaba temblando en una cornisa, a pocos metros debajo de él. La hendidura tenía unos nueve metros de profundidad y tres de anchura. El borde cedió bajo el peso de él, y Blackthorne resbaló, casi cegado por el barro y las piedras, y consiguió agarrar a Mariko y ponerla a salvo en otra cornisa. Ambos se esforzaron en recobrar el equilibrio. Una nueva sacudida. La mayor parte de la cornisa cedió. Estaban perdidos. Entonces, el puño de hierro de Toranaga agarró el cinto de Blackthorne, interrumpiendo el descenso a los infiernos.

Toranaga tiró de él hasta que volvieron a estar en una estrecha cornisa, y entonces, se rompió el cinto. Una momentánea pausa de los temblores dio tiempo a Blackthorne de izar a Mariko, mientras llovían piedras sobre ambos. Toranaga saltó para ponerse a salvo, gritándole que se diese prisa. La sima gruñó y empezó a cerrarse. Blackthorne y Mariko estaban todavía en sus fauces, y Toranaga ya no podía ayudarlos. El propio terror prestó a Blackthorne fuerzas sobrehumanas, y, de alguna manera, consiguió éste arrancar a Mariko de su tumba y empujarla hacia arriba. Toranaga la agarró de la muñeca y la izó sobre el borde. Blackthorne trepó detrás de ella, mientras la pared opuesta se iba acercando. Por un momento, pensó que estaba atrapado. Pero consiguió salir a medias de su tumba y se apoyó en el tembloroso borde, jadeando, incapaz de izarse del todo, con las piernas todavía en la hendidura. Ésta se estaba cerrando. Entonces, se quedó quieta… Su boca tenía seis pasos de anchura y ocho de profundidad.

Cesó el ruido. El suelo se inmovilizó. Volvió el silencio.

De manos y rodillas en el suelo, esperaron los tres que empezase de nuevo aquel horror. Blackthorne empezó a levantarse, empapado en sudor.

Iyé —le gritó Toranaga, haciéndole señas de que se estuviese quieto.

Tenía el rostro desencajado y una profunda herida en la sien, producida por el choque de una piedra.

Los tres jadeaban y sentían amargor de bilis en la boca. Los guardias empezaban a levantarse. Varios empezaron a correr hacia Toranaga.

¡Iyé! —les gritó éste—. ¡Maté! (¡Esperad!)

Ellos obedecieron. La espera se hizo eterna. Entonces, un pájaro pió en un árbol y levantó el vuelo. Otro lo siguió. Blackthorne sacudió la cabeza para expulsar el sudor de sus ojos. Una hormiga se movió entre la hierba. Y otra, y otra. Reanudaban su busca de alimento.

Todavía aterrorizado, Blackthorne se sentó sobre los talones.

—¿Dónde estaremos seguros?

Mariko no le respondió. Estaba como hipnotizada por la hendidura del suelo. Él se acercó a ella, medio a rastras.

—¿Estás bien?

—Sí… sí —respondió, con voz ahogada.

Tenía la cara manchada de barro, rasgado y sucio el quimono, y ambas sandalias y un tabí habían desaparecido. Y también su sombrilla. Él la ayudó a alejarse del borde. Después, miró a Toranaga.

¿Ikaga desu ka?

Toranaga era incapaz de hablar. Tenía el pecho molido y los brazos y las piernas llenos de contusiones. Señaló la grieta que había estado a punto de engullirlo y que era ahora como una estrecha zanja en el suelo. Hacia el Norte, la zanja era aún como un barranco, pero no tan ancho ni tan profundo como antes.

Blackthorne se encogió de hombros.

Karma —dijo.

Toranaga eructó con fuerza, escupió y volvió a eructar. Tras aclararse así la garganta, lanzó un torrente de insultos, mientras señalaba la zanja con sus romos dedos, y, aunque Blackthorne no podía entender todas sus palabras, estaba claro que decía en japonés:

—¡Al diablo el karma, al diablo el terremoto y al diablo la zanja…, que se ha tragado mis sables!

Blackthorne soltó una carcajada, impulsado por su alegría de estar vivo y por la estupidez de la situación. Al cabo de un momento, Toranaga rió también, y su hilaridad se contagió a Mariko. Blackthorne se volvió a ella.

—¿Ha terminado el terremoto, Mariko-san?

—Hasta la próxima sacudida, sí —respondió ella, quitándose el barro de las manos y del quimono.

Los guardias les observaban sin moverse, esperando órdenes de Toranaga. Hacia el Norte había fuego en el campamento. Los samurais luchaban contra el incendio y removían las rocas en busca de los que habían quedado enterrados. Al Este, Yabú, Omi y Buntaro, estaban con otros guardias, más allá del extremo de la fisura, ilesos —salvo algunas contusiones—, esperando la llamada de su señor. Igurashi había desaparecido. La tierra se lo había tragado.

Blackthorne se dejó llevar por el momento. Se había desvanecido el desprecio por su propia persona y se sentía completamente sereno y dueño de sí. Ahora se enorgullecía de ser samurai y de ir a Yedo, y a la guerra, y a su barco, y al Buque Negro, y de volver a ser samurai. Miró a Toranaga, deseando preguntarle muchas cosas, pero vio que el daimío estaba sumido en sus pensamientos y pensó que sería descortesía distraerlo. «Ya habrá tiempo», pensó, satisfecho, y miró a Mariko. Ésta se estaba arreglando la cara y los cabellos, y él apartó su mirada.

Entonces habló Toranaga, con voz grave:

Domo, Anjín-san, ¿neh? Domo.

Dozo, Toranaga-sama. Nane mo. Hombun, ¿neh? (Por favor, Toranaga-sama, no ha sido nada. El deber.)

Después, como no sabía bastantes palabras en japonés y quería expresarse con exactitud, Blackthorne dijo:

—Mariko-san, te ruego que le expliques esto: ahora creo entender lo que tú y el señor Toranaga queríais decir al referiros al karma y a la estupidez de preocuparse por lo que es. Muchas cosas me parecen más claras. No sé por qué, tal vez porque nunca había sentido tanto miedo, y esto ha aclarado mis ideas, pero ahora tengo la impresión de pensar con más claridad. Es… bueno, como el viejo jardinero. Sí, fue por mi culpa y lo siento de veras, pero fue un error, no una acción deliberada por mi parte. Es un hecho, y nada se le puede hacer. Hace un momento estábamos casi muertos. Por consiguiente, mis preocupaciones y mi dolor habían sido vanos, ¿no? Karma. Sí, ahora sé lo que es karma. ¿Me comprendes?

—Sí —dijo ella, y lo tradujo a Toranaga.

—Mi señor dice: «Bien, Anjín-san. Karma es el principio del conocimiento. Después, está la paciencia. La paciencia es muy importante. Los pacientes son fuertes, Anjín-san. Paciencia significa dominar nuestra inclinación hacia las siete emociones: odio, adoración, gozo, ansiedad, irritación, dolor y miedo. Si las resistes, eres paciente, y pronto comprenderás todas las cosas y estarás en armonía con la Eternidad.»

—¿Crees tú eso, Mariko-san?

—Sí, lo creo. Y trato de ser paciente, pero es difícil.

—Y esto también es wa, vuestra armonía, vuestra «tranquilidad», ¿neh?

—Sí.

—Dile que le agradezco sinceramente lo que hizo por el viejo jardinero. Antes no lo hice de corazón. Díselo.

—No hace falta, Anjín-san. Él sabía que no era más que pura cortesía.

—¿Cómo podía saberlo?

—¿No te dije que es el hombre más sabio del mundo?

Blackthorne se puso en pie y observó la hendidura del suelo. Con mucho cuidado, saltó dentro de ella y desapareció.

Mariko se incorporó, asustada de pronto, pero Blackthorne volvió rápidamente a la superficie. Llevaba en las manos el sable de Fujiko. Todavía estaba en su vaina, llena de barro y de arañazos. El sable corto había desaparecido.

Se arrodilló ante Toranaga y le ofreció su sable, tal como debe ofrecerse un sable.

Dozo, Toranaga-sama —dijo, sencillamente—. Kara samurai ni samurai, ¿neh? (Por favor, señor Toranaga, de samurai a samurai, ¿eh?)

Domo, Anjín-san. —El señor del Kwanto aceptó el sable y lo introdujo en su cinto. Después sonrió, se inclinó y dio una fuerte palmada en el hombro de Blackthorne—. Tomo, ¿neh? (Amigo, ¿eh?) Domo.

Blackthorne desvió la mirada y su sonrisa se desvaneció. Una nube de humo se elevaba del sitio donde debía estar la aldea. Inmediatamente pidió a Toranaga permiso para marcharse, a fin de asegurarse de que Fujiko estaba bien.

—Dice que sí, Anjín-san. Cuando se ponga el Sol, tenemos que ir los dos a cenar en la fortaleza. Hay varias cosas que desea discutir contigo.

Blackthorne volvió a la aldea. Estaba devastada, no se distinguía el antiguo trazado de la carretera, y su superficie estaba destrozada. En cambio, las embarcaciones se habían salvado. Algunas casas seguían ardiendo. Los lugareños transportaban cubos de arena y de agua. Blackthorne dobló la esquina. La casa de Omi estaba inclinada a un lado, como un borracho. La suya era una ruina calcinada.