CAPÍTULO XXXVII

El mozo del palomar sostuvo al ave delicada, pero firmemente, mientras Toranaga se quitaba la empapada ropa. Había regresado galopando bajo el aguacero. Naga y otros samurais se apretujaban, excitados, junto al pequeño portal, indiferentes a la cálida lluvia que seguía cayendo torrencialmente, repicando sobre el tejado.

Toranaga se secó cuidadosamente las manos. El hombre le tendió el ave. Dos cilindros diminutos de plata estaban sujetos a sus patas. Lo normal habría sido que hubiese sólo uno. Toranaga tuvo que esforzarse por dominar el temblor nervioso de sus dedos. Desprendió los cilindros y los acercó a la luz del ventanuco, para examinar los pequeñísimos sellos. Reconoció el signo secreto de Kiri. Naga y los otros lo observaban con los nervios en tensión. Su rostro permaneció hermético.

Toranaga no rompió los sellos en seguida, aunque ardía en deseos de hacerlo. Esperó pacientemente a que le trajesen un quimono seco, y se dirigió a sus habitaciones en la fortaleza. La sopa y el cha lo estaban esperando. Los sorbió y escuchó el ruido de la lluvia. Cuando se sintió tranquilo, apostó unos guardias y se encerró en una habitación interior. Entonces, ya a solas, rompió los sellos. El papel de los cuatro rollos era muy fino, los caracteres, diminutos, el mensaje, largo y cifrado. Su interpretación fue laboriosa. Cuando la hubo terminado, leyó el mensaje y luego lo releyó dos veces. Después se sumió en honda reflexión.

—¡Naga! ¡Naga-san!

Su hijo acudió corriendo.

—Di, padre.

—A primera hora, después del alba, convoca a Yabú-san y a sus principales consejeros en la meseta. También a Buntaro y a nuestros primeros capitanes. Y a Mariko-san. Esta podrá servirnos cha. Y quiero que Anjín-san esté en el campamento. Aposta guardias a nuestro alrededor, a una distancia de doscientos pasos.

—Sí, padre. —Naga se volvió, dispuesto a obedecer, pero no pudo contenerse y preguntó—: ¿Es la guerra?

Como Toranaga quería crear cierto ambiente de optimismo en la fortaleza, no regañó a su hijo por su indisciplinada impertinencia.

—Sí —dijo—. Sí…, pero yo impondré las condiciones.

Naga cerró el shoji y salió corriendo. Toranaga sabía que Naga conservaría exteriormente serenos el semblante y la actitud, pero que nada podría disimular su excitada manera de andar y el fuego de sus ojos. De este modo, circularían rumores y contrarrumores en Anjiro, que se extenderían rápidamente a toda Izú y más allá, si se atizaba el fuego como era debido.

—Ahora estoy comprometido —dijo en voz alta.

Kiri había escrito:

Señor, ruego a Buda que estés bien y en seguridad. Ésta es nuestra última paloma mensajera, y ruego también a Buda que la guíe hasta ti. Unos traidores mataron anoche a todas las demás, prendiendo fuego al palomar, y, si ésta escapó, fue porque estaba enferma y yo la cuidaba en privado.

Ayer por la mañana, el señor Sugiyama dimitió, según lo planeado. Pero antes de que pudiese escapar, fue atrapado en las afueras de Osaka por los ronín de Ishido. Por desgracia, varios miembros de la familia de Sugiyama fueron apresados con él. Según rumores, Ishido le propuso una transacción: si el señor Sugiyama aplazaba su dimisión hasta después de la reunión del Consejo de Regencia (mañana), de modo que pudiesen inculparte legalmente, Ishido le garantizaba que el Consejo le cedería oficialmente todo el Kwanto, y, en prueba de buena fe, lo pondría inmediatamente en libertad, así como a su familia. Sugiyama se negó a traicionarte. Inmediatamente, Ishido ordenó a los eta que lo convenciesen. Éstos torturaron a los hijos de Sugiyama y después a su consorte, en su presencia, pero él siguió negándose a hacerte traición. Todos murieron como perros. Y la muerte de Sugiyama fue la peor.

Desde luego, no hubo testigos y todo son rumores, pero yo los creo. Desde luego, Ishido negó todo conocimiento o participación en los asesinatos y juró descubrir a los «asesinos». Al principio, sostuvo que Sugiyama no había dimitido y que, por consiguiente, el Consejo podía reunirse. Pero yo envié copias de la dimisión de Sugiyama a los otros regentes, Kiyama, Ito y Onoshi, y al propio Ishido, y distribuí otras entre los daimíos. Por consiguiente, desde ayer, y tal como planeaste con Sugiyama, el Consejo no existe legalmente. En esto, tu éxito ha sido completo.

Buenas noticias: El señor Mogami se volvió atrás, con su familia y todos sus samurais, antes de entrar en la ciudad. Ahora es tu aliado declarado, y tienes seguro el flanco del lejano Norte. Los señores Maeda, Kukushima, Asano, Ikeda, Oda, y una docena de otros daimíos importantes, salieron secretamente de Osaka la noche pasada y están a salvo, y también Oda, el señor cristiano.

Mala noticia: las familias de Maeda, Ikeda y Oda, y una docena de daimíos importantes, no escaparon y ahora son rehenes, lo mismo que cincuenta o sesenta señores no comprometidos.

Mala noticia: ayer, tu medio hermano Zataki, señor de Shinamo, se declaró públicamente partidario del Heredero, Yaemón, y adversario tuyo, acusándote de confabularte con Sugiyama para derribar al Consejo de Regencia, creando el caos, por tanto, tu frontera Nororiental está en peligro, y Zataki y sus cincuenta mil fanáticos estarán en contra tuya.

Mala noticia: casi todos los daimíos aceptaron la «invitación» del emperador.

Mala noticia: bastantes amigos y aliados tuyos están ofendidos, porque no les diste conocimiento de tu estrategia, para que pudiesen preparar un plan de retirada. Entre ellos está tu viejo amigo, el gran señor Shimazu.

Mala noticia: dama Ochiba está tejiendo brillantemente su red, prometiendo feudos, títulos y cargos en la corte a los no comprometidos. Quiere precipitar la guerra, ahora que piensa que eres débil y estás aislado.

Lo peor de todo es que ahora los regentes cristianos, Kiyama y Onoshi, se han unido y están violentamente contra ti. Han publicado una declaración conjunta deplorando la «deserción» de Sugiyama y diciendo que «debemos estar dispuestos a aplastar a cualquier señor o grupo de señores que quieran anular la voluntad del Taiko o su sucesión legal». (¿Quiere esto decir que piensan reunirse como Consejo de cuatro regentes?) Uno de nuestros espías en el Cuartel General de las Sotanas dijo que el cura Tsukku-san salió en secreto de Osaka, hace cinco días, pero no sabemos si fue a Yedo o a Nagasaki, donde se espera la llegada del Buque Negro. ¿Sabías que esta vez vendrá muy pronto, quizá dentro de veinte o treinta días?

Señor: siempre he vacilado en dar opiniones precipitadas, fundadas en chismes, rumores, declaraciones espías o intuición femenina, pero el tiempo apremia y tal vez no podré volver a hablarte. Primero: temo que muchos se pasen al bando de Ishido, aunque de mala gana, a causa de los rehenes. Segundo: creo que Maeda te traicionará, y, probablemente, también Asano. Calculo que, de los doscientos sesenta y cuatro daimíos de nuestro país, sólo tienes veinticuatro seguros y cincuenta posibles. Te aconsejo que declares «Cielo Carmesí» al instante y que te lances sobre Kioto. Es nuestra única esperanza.

En cuanto a dama, Sazuko y yo, estamos bien y seguras en nuestro rincón del castillo, con la puerta bien cerrada y echado el rastrillo. Nuestros samurais te son absolutamente fieles, a ti y a tu causa, y, si nuestro karma es abandonar esta vida, lo haremos serenamente. Tu dama te añora mucho, muchísimo. En cuanto a mí, Tora-chan, ardo en andas de verte, de reír contigo y de ver tu sonrisa. Sólo lamentaría morir, porque no podría seguir cuidando de ti.

Te envío mi carcajada. Que Buda os bendiga, a ti y a los tuyos.

Toranaga les leyó el mensaje, omitiendo lo referente a Kiri y a dama Sazuko. Cuando hubo terminado, todos lo miraron y se miraron con incredulidad, no sólo por lo que decía el mensaje, sino también por el hecho de que él les mostrase tanta confianza al leérselo.

Estaban sentados sobre unas esterillas colocadas en semicírculo a su alrededor, en el centro de la meseta, sin guardias y lejos de todo oído indiscreto. Buntaro, Yabú, Igurashi, Omi, Naga, los capitanes y Mariko. Los centinelas estaban a doscientos pasos de distancia.

—Necesito consejo —dijo Toranaga—. Mis consejeros están en Yedo. Este asunto es urgente, y quiero que vosotros actuéis en el lugar de aquéllos. ¿Qué va a pasar y qué debo hacer? Habla, Yabú-san.

Yabú se agitaba en un mar de confusiones. Todos los caminos parecían conducir al desastre.

—Ante todo, señor, ¿qué es exactamente «Cielo Carmesí»?

—Es el nombre en clave de mi plan de ataque decisivo: una sola y violenta marcha sobre Kioto con todas mis legiones, a base de movilidad y de sorpresa, para arrebatar la capital a las fuerzas del mal que ahora la rodean, y arrancar al Emperador de las sucias manos de aquellos que, guiados por Ishido, le han tenido engañado. Una vez libre de sus garras el Hijo del Cielo, le pediré la formación de un nuevo Consejo que ponga los intereses del reino y del Heredero por encima de las ambiciones personales. Marcharé al frente de ochenta o cien mil hombres, dejando mis tierras sin protección, desguarnecidos los flancos e insegura la retirada.

Toranaga vio que todos lo miraban asombrados. No había mencionado los cuadros de samurais escogidos que, en el curso de los años, había introducido furtivamente en muchos castillos importantes y provincias y que se sublevarían simultáneamente a fin de crear el caos esencial para el plan.

—Pero tendrás que combatir a cada paso —saltó Yabú—. Ikawa Jikkyu domina cien ri alrededor del Tokaido. Y más fortalezas de Ishido controlan el resto.

—Sí. Pero yo pienso marchar hacia el Noroeste a lo largo del Koshu-kaido y después, bajar sobre Kioto, manteniéndome alejado de las tierras costeras.

Muchos movieron la cabeza y empezaron a hablar, pero Yabú se impuso a ellos:

—Señor, el mensaje dice que tu pariente Zataki-san se ha pasado ya al enemigo. Esto te cierra el camino del Norte, pues su provincia está a caballo sobre el Koshu-kaido.

—Es mi único camino, mi única oportunidad. Sé que hay demasiados enemigos en la ruta de la costa.

Yabú miró a Omi, lamentando no poder consultarle, ya que por consejo de éste había rendido vasallaje a Toranaga.

—Es lo único que puedes hacer, Yabú-sama —le había dicho Omi—. La única manera de evitar la trampa de Toranaga y de tener espacio para maniobrar…

Igurashi lo había interrumpido furiosamente.

—Lo mejor es caer hoy mismo sobre Toranaga, ya que tiene aquí pocos hombres. Hay que matarlo y llevar su cabeza a Ishido, ahora que estamos a tiempo.

—Es mejor esperar, tener paciencia…

—¿Y qué pasará si Toranaga ordena a nuestro señor que entregue Izú? —gritó Igurashi.

—No lo hará. Hoy necesita más que nunca a nuestro señor. Izú guarda su puerta del Sur. ¡No puede permitir que Izú le sea hostil! Debe tener a nuestro señor a su…

¿Y si despide al señor Yabú?

—¡Nos rebelaremos! Mataremos a Toranaga, si está aquí, o lucharemos contra las tropas que nos lance. Pero no lo hará, ¿no lo comprendes? Toranaga debe protegerle, como vasallo que…

Yabú los dejó discutir hasta quedar convencido de que Omi tenía razón.

—Muy bien ¡De acuerdo! Le regalaré mi sable Muramasa para cerrar el trato, Omi-san —dijo, entusiasmado por la astucia del plan—. Omi tiene razón, Igurashi. No tengo alternativa. Desde ahora estaré al lado de Toranaga. ¡Seré su vasallo!

—Hasta que estalle la guerra —deslizó Omi.

—Desde luego. ¡Hasta que estalle la guerra! Entonces podré cambiar de bando o hacer lo que me parezca. Una vez más, tienes razón, Omi-san.

«Omi es el mejor consejero que jamás he tenido —se dijo—. Pero también el más peligroso. Omi es lo bastante astuto para apoderarse de Izú, si yo muero. Pero, ¡qué importa! Todos estamos muertos.»

—Estás completamente bloqueado —dijo a Toranaga—. Estas aislado.

—¿Hay alguna alternativa? —preguntó Toranaga.

—Discúlpame, señor —dijo Omi—, pero, ¿cuándo estarás a punto para el ataque?

—Ahora mismo.

—Izú está también a punto, señor —dijo Yabú—. ¿Serán bastantes tus cien mil, mis dieciséis mil y el Regimiento de Mosquetes?

—No. «Cielo Carmesí» es un plan desesperado: nos lo jugamos todo en un ataque.

—Tienes que arriesgarte, en cuanto cesen las lluvias y podamos guerrear —insistió Yabú—. ¿Puedes hacer otra cosa? Ishido formará inmediatamente otro Consejo. Y te inculparán, hoy, mañana o pasado mañana. ¿Por qué esperar a que te destruyan? ¡Adelante con «Cielo Carmesí»! Todos los hombres lanzados a un gran ataque. Es el Camino del Guerrero, es algo digno de un samurai, Toranaga-sama. Los mosquetes, nuestros mosquetes, barrerán a Zataki de nuestro camino. Y, ¿qué importa que triunfes o fracases? ¡El intento te valdrá una fama eterna!

—Sí, pero triunfaremos —dijo Naga—, ¡triunfaremos!

Algunos capitanes asintieron con la cabeza, contentos de que, al fin, llegase la guerra. Omi no dijo nada.

Toranaga miró a Buntaro.

—¿Y bien?

—Señor, te pido que me excuses de dar mi opinión. Yo y mis hombres haremos lo que tú mandes. Éste es mi único deber. Mi opinión no tiene ningún valor, porque haré lo que tú decidas.

—Normalmente, te complacería, pero no hoy.

—Entonces, me pronuncio por la guerra. Yabú tiene razón. Y yo estoy cansado de esperar.

—¿Omi-san? —preguntó Toranaga.

—Yabú-sama está en lo cierto. Ishido interpretará a su manera el testamento del Taiko para constituir muy pronto un nuevo Consejo. Este tendrá el mandato del Emperador. Tus enemigos aplaudirán, y la mayoría de tus amigos vacilarán y te harán traición. El nuevo Consejo te inculpará en seguida. Por consiguiente…

—¡Pues a por «Cielo Carmesí»! —terminó Yabú, dando su voto.

—Si el señor Toranaga lo ordena, sí. Pero no creo que la orden de inculpación tenga el menor valor. ¡Olvidaos de ella!

—¿Por qué? —preguntó Toranaga, mientras todos centraban la atención en Omi.

—Ishido es un malvado, ¿neh? Y todos los daimíos que se avienen a servirlo lo son también. Los hombres de verdad saben lo que Ishido es, y saben que ha vuelto a engañar al Emperador. —Omi pasaba con prudencia entre las arenas movedizas que sabía que podían engullirlo—. Creo que cometió un tremendo error al asesinar al señor Sugiyama. Ahora, todos los daimíos sospecharán la traición de Ishido, y serán muy pocos los que, aparte sus inmediatos seguidores, acatarán las órdenes de su «Consejo». Estás a salvo, señor, durante un tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Las lluvias durarán unos dos meses. Cuando termine, Ishido enviará simultáneamente a Ikawa Jikkyu y a Zataki contra ti, en un movimiento de tenaza, y el grueso del ejército de Ishido los apoyará en la ruta de Tokaido. Pero tú, señor, junto con Yabú-sama y con un poco de suerte, tendrás fuerza suficiente para defender los pasos del Kwanto y de Izú contra la primera oleada de atacantes, y los vencerás. No creo que Ishido pueda montar otro ataque, al menos un ataque importante. Cuando Ishido y los otros hayan gastado sus energías, tú y el señor Yabú podréis salir de detrás de nuestras montañas y apoderaros gradualmente del Imperio.

—¿Aconsejas una batalla defensiva? —preguntó desdeñosamente Yabú.

—Creo que, juntos, estaréis a salvo detrás de las montañas. Espera, Toranaga-sama. Espera hasta tener más aliados y dominar los puertos. ¡Esto puede hacerse! El general Ishido es un malvado, pero no lo bastante estúpido como para comprometer todas sus fuerzas en una sola batalla. Remoloneará dentro de Osaka. Por consiguiente, no debemos emplear de momento nuestro regimiento. Debemos tenerlo como un arma secreta, preparada y a punto, hasta que salgas de tus montañas, aunque no creo que tengamos que emplearla. —Omi advirtió los ojos que lo observaban. Hizo una reverencia a Toranaga—. Por favor, disculpa mi prolijidad, señor.

Toranaga lo escudriñó y, después, miró a su hijo.

Vio la excitación del joven y pensó que había llegado el momento de lanzarlo sobre su presa.

—¿Naga-san?

—Lo que ha dicho Omi-san es verdad —dijo al punto Naga, rebosante de satisfacción—. En su mayor parte. Pero yo digo que emplees estos dos meses en conseguir aliados, en aislar todavía más a Ishido, y que, cuando acaben las lluvias, ataques sin previo aviso. ¡«Cielo Carmesí»!

—¿Disientes de la opinión de Omi-san sobre una guerra larga? —preguntó Toranaga.

—No. Pero, ¿no es ésta…? —y Naga se interrumpió.

—Adelante, Naga-san. ¡Habla francamente!

Naga calló, pálido el semblante.

—¡Te ordeno que prosigas!

—Bueno, señor, se me ocurrió pensar que… —Se interrumpió de nuevo y, después, dijo de un tirón—: ¿No es ésta tu gran oportunidad de convertirte en shogun? Si consigues apoderarte de Kioto y recibir el mandato, ¿por qué formar un Consejo? ¿Por qué no pedir al Emperador que te nombre shogun? Sería lo mejor para ti y lo mejor para el Reino. —Naga trataba de disimular el miedo que sentía, porque su propuesta era una traición contra Yaemón, y la mayoría de los samurais presentes, Yabú, Omi, Igurashi y Buntaro en particular. Se volvió, defensivamente, a los otros—. Si se deja escapar esta oportunidad…, tendrás razón, Omi-san, en lo de una guerra larga, pero yo digo que el señor Toranaga debe tomar el poder, ¡para dar poder! Una guerra larga arruinaría el Imperio y volvería a dividirlo en mil fragmentos. ¿Quién quiere una cosa igual? El señor Toranaga debe ser shogun. Para dar el imperio a Yaemón, al señor Yaemón, ¡hay que asegurar primero el Reino! No habrá otra oportunidad…

Toranaga suspiró.

—Nunca he deseado ser shogun. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Defiendo a mi sobrino Yaemón y la voluntad del Taiko. —Los miró uno a uno y, finalmente, a Naga. El joven se estremeció. Pero Toranaga le dijo amablemente, atrayéndole de nuevo al cebo—. Sólo tu celo y tu juventud excusan tus palabras. Desgraciadamente, otros mucho más viejos e inteligentes que tú, me atribuyen aquella ambición. No es cierto. Sólo hay una manera de acabar con esta estupidez, y es poner al señor Yaemón en el poder. Y esto es lo que intento hacer.

—Sí, padre. Gracias. Gracias —dijo Naga, desalentado.

Toranaga miró a Igurashi.

—¿Cuál es tu consejo?

El samurai tuerto se rascó la cabeza.

—Yo sólo soy un soldado, no un consejero, pero no aconsejaría «Cielo Carmesí», si podemos luchar en nuestras propias condiciones, como dice Omi-san. El señor Ishido lanzará doscientos o trescientos mil hombres contra ti, dejando otros cien mil en Osaka para la defensa. Aún contando con las armas de fuego, no tendríamos bastantes hombres para atacar. En cambio, detrás de las montañas, y empleando aquellas armas, podrás aguantar indefinidamente, si todo ocurre como dice Omi-san. Podríamos conservar los puertos. No te faltará el arroz, pues, ¿acaso no abastece el Kwanto a la mitad del Imperio? Bueno, al menos a un tercio…, y te podríamos enviar todo el pescado que te hiciese falta. Estarías seguro. Deja que el señor Ishido y ese diablo de Jikkyu vengan contra nosotros, si todo ocurre como ha dicho Omi-san, pronto se matarán entre ellos. Si no es así, ten preparado «Cielo Carmesí». Un hombre sólo muere una vez por su señor.

—¿Mariko-san? —preguntó Toranaga.

—Yo no tengo voz aquí, señor —respondió ella—. Estoy segura de que se ha dicho todo lo que se tenía que decir. Pero, ¿puedo preguntarte, en nombre de tus consejeros presentes, qué crees que ocurrirá?

Toranaga escogió minuciosamente sus palabras:

—Creo que ocurrirá lo que ha predicho Omi-san. Con una excepción: el Consejo no será impotente. El consejo tendrá influencia suficiente para reunir una fuerza aliada invencible. Cuando cesen las lluvias, será arrojada contra el Kwanto, dejando atrás a Izú. El Kwanto será conquistado y, después Izú. Sólo después de mi muerte, lucharán los daimíos entre sí.

—Pero, ¿por qué, señor? —se atrevió a preguntar Omi.

—Porque tengo demasiados enemigos. Poseo el Kwanto, he combatido durante más de cuarenta años y no he perdido una batalla. Todos me temen. Sé que, primero, los buitres se unirán para destruirme. Después, se destruirán entre ellos.

—Entonces, ¿qué vas a hacer, señor? —preguntó Naga.

—«Cielo Carmesí», naturalmente —respondió Toranaga.

—Pero dijiste que nos aplastarían, ¿no?

—Lo harían… si yo les diese tiempo. Pero no se lo daré. ¡Iremos a la guerra inmediatamente!

—Pero, las lluvias…, ¿qué dices de las lluvias?

—Llegaremos a Kioto mojados. Acalorados, oliendo mal y mojados. La sorpresa, la movilidad, la audacia y la oportunidad, ganan las guerras, ¿neh? Yabú-san tiene razón. Los mosquetes abrirán camino en las montañas.

Durante una hora, discutieron los planes y la posibilidad de una guerra en gran escala en la estación de las lluvias, estrategia hasta entonces inaudita. Después, Toranaga los despidió, salvo a Mariko, y dijo a Naga que llamase a Anjín-san. Los observó mientras salían. Se habían mostrado francamente entusiastas, una vez tomada la decisión, en particular, Naga y Buntaro. Sólo Omi parecía reservado, pensativo y poco convencido. Toranaga prescindió de Igurashi, pues sabía que, como soldado, sólo haría lo que le ordenase Yabú, y, en cuanto a éste, no era más que un peón, desde luego traidor, pero un peón al fin y al cabo. «Omi es el único que vale la pena —pensó—. Me pregunto si ha descubierto ya lo que me propongo hacer.»

—Mariko-san, averigua, con discreción, cuánto costaría contratar a la cortesana.

Mariko pestañeó.

—¿Kiku-san, señor?

—Sí.

—¿Ahora, señor? ¿En seguida?

—Convendría para esta noche. —Le dirigió una mirada inexpresiva—. Aunque el interesado puede que no sea yo, sino uno de mis oficiales.

—Supongo que el precio dependerá de quien sea éste, señor.

—Me lo imagino. Pero dile a su ama-san que espero que la niña no tendrá la descortesía de desconfiar de la persona a quien yo elija para ella. Y dile también que espero pagar el precio de Mishima, y no los de Yedo o Kioto u Osaka.

—Sí, señor, desde luego.

Toranaga movió un hombro para aliviar el dolor, y cambió de sitio sus sables.

—¿Quieres que te dé un masaje, señor? ¿O mando a buscar a Suwo?

—No, gracias. Veré a Suwo más tarde.

Toranaga se levantó, se alivió con satisfacción y se sentó de nuevo.

El sol estaba bajo, y se empezaban a formar espesas nubes.

—Vivir es importante —dijo, satisfecho—. Me parece oír la lluvia a punto de nacer.

—Sí —dijo ella.

Toranaga pensó un momento. Después, compuso una poesía:

El cielo

Abrasado por el sol

Llora

Fecundas lágrimas.

Mariko, obediente, se dispuso a seguir con él el juego de la poesía, muy popular entre los samurais, consistente en retorcer palabras de la primera y adaptarlas a una nueva concepción poética. Al cabo de un momento, replicó:

Pero bosque

Herido por el viento

Llora

Hojas muertas.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamó Toranaga, mirándola satisfecho y gozando con lo que veía.

Recordó, con nostalgia, cómo la habían deseado todos —incluso el propio dictador Goroda— cuando tenía ella trece años, y su padre, Akechi Jinsai, la había presentado, como su hija mayor, en la Corte de Goroda. Por fin se la habían dado a Buntaro, para fortalecer la alianza entre Goroda y Toda Hiro-matsu. Si Buntaro muriese, se preguntó Toranaga con malignidad, ¿consentiría en ser una de mis consortes? Él había preferido siempre las mujeres experimentadas, viudas o divorciadas, nunca demasiado bonitas o inteligentes, así como tampoco jóvenes o distinguidas, pues, de este modo, no le creaban problemas y se mostraban siempre agradecidas.

Rió para sus adentros. «Nunca se lo pedí, porque tiene todo lo que yo no quiero en una consorte…, salvo que su edad es perfecta.»

—¿Señor? —preguntó ella.

—Estaba pensando en tu poesía, Mariko-san —dijo él, delicadamente, y añadió:

¿Por qué tan invernal?

El verano

Llegará, y la caída del

Glorioso otoño.

Ella dijo, a modo de respuesta:

Si yo pudiese emplear las palabras

como las hojas muertas,

¡Qué hoguera

Podría hacer con mis poemas!

Él se echó a reír y se inclinó con fingida humildad.

—Has ganado, Mariko-sama. ¿Qué premio quieres? ¿Un abanico? ¿Un pañuelo para cubrir tus cabellos?

—Gracias, señor —respondió ella—. Lo que tú prefieras.

—Diez mil kokú al año para tu hijo.

—¡Oh, señor! ¡No merecemos tanta largueza!

—Has salido victoriosa. La victoria y la fidelidad deben ser recompensadas. ¿Qué edad tiene Saruji?

—Quince años…, a punto de cumplir.

—¡Ah, sí! Le prometisteis recientemente a una de las nietas del señor Kiyama, ¿no es cierto?

—Sí, señor. Fue en el undécimo mes del año pasado, el mes de la Escarcha Blanca. Ahora está en Osaka con el señor Kiyama.

—Bien. Diez mil kokú, empezando ahora mismo. Mañana enviaré la orden. Y ahora basta de poesía y dame tu opinión.

—Mi opinión, señor, es que estamos seguros en tus manos, tan seguros como lo está la tierra.

—Bien está. Pero dime lo que piensas.

Ella le respondió, sin la menor preocupación, de igual a igual.

—En primer lugar, deberías atraer secretamente al señor Zataki a tu bando. Supongo que sabes cómo hacerlo o, más probablemente, que tienes un acuerdo secreto con tu medio hermano, cuya fingida «deserción» provocaste para engañar a Ishido. Segundo: no serás el primero en atacar. Nunca lo has hecho, siempre has aconsejado paciencia, y sólo atacas cuando estás seguro de vencer. Por consiguiente, el público anuncio del inmediato «Cielo Carmesí» es otra maniobra de diversión. Esto confundirá a Ishido, que se enterará por los espías que tiene aquí y en Yedo, y que se verá obligado a dispersar sus fuerzas, con mal tiempo, para defenderse de una amenaza que no llegará a materializarse. Entre tanto, buscarás aliados, debilitarás las alianzas de Ishido y quebrantarás su coalición. Y, desde luego, procurarás que Ishido salga del castillo de Osaka. En otro caso, señor, él triunfará, o, al menos, tú perderás el shogunado. Tú…

—He dejado bien clara mi posición a este respecto —saltó Toranaga, de nuevo serio—. ¡Y te pasas de la raya!

Mariko replicó, tranquilamente:

—Disculpa mi atrevimiento. Pero estoy convencida de que Naga-san tiene razón. Debes convertirte en shogun, o faltarás a tu deber con el Imperio y con los Minowara.

—¿Cómo te atreves a hablar así?

Mariko permaneció absolutamente serena, sin dejarse impresionar por la indignación de Toranaga.

—Te aconsejo que te cases con dama Ochiba. Faltan ocho años para que Yaemón pueda heredar legalmente. ¡Una eternidad! Si pueden pasar tantas cosas en ocho meses, ¿qué no será en ocho años?

—¡Toda tu familia puede ser eliminada en ocho días!

—Sí, señor, pero esto no tiene nada que ver con tu deber ni con el Reino. Naga-san tiene razón. Y ahora —añadió con burlona gravedad—, ¿puede tu fiel consejera hacerse el harakiri, o debe dejarlo para más tarde?

Mariko-san fingió que se desmayaba.

Toranaga se quedó boquiabierto ante tan increíble desfachatez. Después, lanzó una carcajada y golpeó el suelo con el puño.

—Nunca te comprenderé, Mariko-san.

—Sí que me comprendes, señor —dijo ella, enjugándose el sudor de la frente—. Eres muy bueno al permitir que tu devota sierva te haga reír y te diga lo que debe decirte. Perdona mi impertinencia, por favor.

—¿Por qué he de hacerlo? ¿Por qué? —preguntó Toranaga, sonriendo.

—A causa de los rehenes, señor —respondió simplemente ella.

—¡Ah, los rehenes! —exclamó él, serio de nuevo.

—Sí. Debo ir a Osaka.

—Sí —dijo él—. Lo sé.