CAPÍTULO XXXVI

—Te he invitado a cazar, Naga-san, no a repetir opiniones que ya conozco —dijo Toranaga.

—Te lo suplico, padre, por última vez: suspende la instrucción, prohíbe las armas de fuego, destruye al bárbaro, declara que el experimento ha fracasado y acaba con esa indecencia.

—Por última vez: ¡no!

El halcón encapuchado se agitó inquieto sobre la enguantada mano de Toranaga, ante la voz desacostumbradamente amenazadora de su amo, y silbó con irritación.

Naga levantó el mentón.

—Muy bien —dijo—. Pero tengo el deber de recordarte que aquí estás en peligro, y de pedirte de nuevo, con el debido respeto y por última vez, que te marches hoy mismo de Anjiro.

—¡No! También por última vez.

—Entonces, ¡córtame la cabeza!

—¡Puedo hacerlo cuando quiera!

—Hazlo hoy, ahora, o deja que me quite la vida, ya que no aceptas mis buenos consejos.

—Aprende a tener paciencia, mocito.

—¿Cómo puedo tener paciencia, si veo que te estás destruyendo? Estás aquí cazando y perdiendo el tiempo, mientras tus enemigos levantan a todo el mundo contra ti. Mañana se reúnen los regentes. Las cuatro quintas partes de todos los daimíos del Japón están ya en Osaka o a punto de llegar. Tú eres el único importante que se niega a ir. Mañana te inculparán. Y nada podrá salvarte. Al menos deberías estar en Yedo, rodeado de tus legiones. Aquí, apenas tenemos un millar de hombres, ¿y acaso no ha movilizado Yabú-san toda Izú? Tiene más de ocho mil hombres en veinte ri, y otros seis mil cerca de sus fronteras. Según dicen los espías, tiene una flota apostada hacia el Norte, para hundirte si tratas de escapar en una galera. ¿Y cómo sabes que no está planeando una traición con Ishido?

—Estoy seguro de que piensa en ello. Yo lo haría, si estuviese en su lugar. ¿Y tú?

—No, yo no lo haría.

—Entonces, no tardarías en morir, y lo tendrías bien merecido. No empleas la cabeza, no quieres escuchar, no quieres aprender, no quieres morderte la lengua ni dominar tu temperamento. Te dejas manejar del modo más infantil y crees que todo puede resolverse con el filo de la espada. Sé que tus faltas no son deliberadas y que tu lealtad es indiscutible. Pero si no aprendes rápidamente a tener paciencia y a dominarte, te quitaré el rango de samurai y te enviaré con los campesinos, con todos tus descendientes. ¿Lo has comprendido?

Naga estaba impresionado. Nunca había visto a su padre enfurecerse o perder los estribos. Muchas veces le había zaherido de palabra, pero con razón. Naga sabía que había cometido muchos errores, pero su padre le daba siempre vueltas al asunto de manera que no pareciese tan estúpido como al principio. Por ejemplo, cuando Toranaga le había demostrado que cayó en la trampa preparada por Omi —o por Yabú— en el caso de Jozen, había añadido: «Lo que hiciste estuvo muy bien. Pero debes aprender a conocer lo que piensan los demás, si quieres beneficiarte y ser útil a tu señor. Necesito caudillos. Me sobran fanáticos.»

Su padre había sido siempre razonable e indulgente. En cambio, hoy… Naga desmontó y se arrodilló humildemente.

—Te ruego que me perdones, padre. No quise irritarte… Pero es que me preocupa terriblemente tu seguridad.

¡Cierra el pico! —rugió Toranaga, y su caballo se espantó.

Toranaga apretó furiosamente las rodillas y tiró fuertemente de las riendas con la diestra, para dominar los respingos de su montura. El halcón, perdido el equilibrio, saltó de su puño, aleteó y chilló desaforadamente, irritado por aquella desacostumbrada y molesta agitación. «Calma, calma, bonito», decía Toranaga, tratando desesperadamente de calmarlo y de dominar el caballo. Naga saltó y agarró la brida del animal, consiguiendo impedir que saliese desbocado. El halcón siguió chillando furiosamente, hasta que al fin, y de mala gana, volvió a posarse sobre el experto puño de su amo, sujeto por las correas. Pero sus alas siguieron vibrando nerviosamente, y las campanillas de sus patas repicaron estridentes.

En aquel momento, uno de los batidores dio la voz de aviso. Inmediatamente, Toranaga quitó el capirote al halcón con la mano derecha, lo retuvo un momento para que se adaptase al medio y lo soltó.

Era un halcón peregrino hembra, de largas alas, llamado Tetsu-ko (dama de Acero). Se remontó en el cielo, describiendo círculos hasta situarse a una altura de seiscientos pies sobre la cabeza de Toranaga. Entonces vio correr los perros y desparramarse la bandada de faisanes, con un alocado batir de alas. Eligió su presa, dobló el cuerpo, plegó las alas y se lanzó en un picado vertiginoso, con las garras prestas para el ataque.

Bajó con la rapidez del rayo, pero el viejo faisán, que lo doblaba en tamaño, lo esquivó y voló recto hacia el refugio de una arboleda situada a doscientos pasos de distancia. Tetsu-ko se recuperó, abrió las alas voló en dirección a su presa. Ganó altura y, cuando estuvo otra vez sobre el faisán, volvió a plegar las alas, se lanzó furiosamente y falló de nuevo. Toranaga lo animaba con sus gritos, sin pensar ya en Naga.

El faisán, aleteando frenéticamente, buscaba la protección de los árboles. El halcón se elevó y se lanzó por tercera vez. Pero era demasiado tarde. El astuto faisán había desaparecido. Desdeñando su propia seguridad, el halcón se zambulló entre las ramas y la fronda, buscando ferozmente a su víctima. Después se serenó y volvió al campo raso, chillando de furor, y se elevó sobre la arboleda.

En el mismo instante, los perros levantaron una bandada de perdices, que salieron volando cerca del suelo, para mayor seguridad, cambiando de dirección y siguiendo astutamente los relieves del terreno. Tetsu-ko eligió una, cerró las alas y se dejó caer como una piedra. Esta vez no falló. Una cruel cuchillada con las garras traseras quebró el cuello de la perdiz al cruzarse con ella el halcón. Aquélla se estrelló en el suelo, entre una nube de plumas. Pero, en vez de seguir a su presa, el halcón se elevó de nuevo, a mayor altura.

Toranaga, inquieto, sacó su señuelo, un pajarillo muerto, atado a un fino cordel, y lo hizo girar alrededor de su cabeza. Pero Tetsu-ko no tenía ganas de volver. Ya era sólo una pequeña mota en el cielo, y Toranaga estuvo seguro de que lo había perdido, de que había decidido dejarlo para volver a la vida salvaje.

Entonces, el viejo faisán salió tranquilamente de entre los árboles para seguir comiendo. Y Tetsu-ko se dejó caer desde lo alto, como un arma afilada y mortífera, con las garras a punto para el golpe de gracia.

El faisán murió instantáneamente, y volaron plumas a causa del impacto, pero el halcón siguió aferrado a su presa, cayendo con ella y aleteando vigorosamente para frenar en el último instante. Luego plegó las alas y se plantó sobre su víctima.

Sosteniéndola con las garras, empezó a desplumarla con el pico para iniciar su ágape. Pero antes de que pudiese hacerlo, llegó Toranaga. El ave se interrumpió, distraída. Sus implacables ojos pardos, ribeteados de amarillo, lo observaron mientras desmontaba y alababa mimosamente su destreza y su bravura, y, como tenía hambre y él era quien siempre la alimentaba y era también paciente y no hizo ningún movimiento brusco, sino que se arrodilló delicadamente, le dejó acercarse.

Toranaga le prodigó sus cumplidos. Sacando su cuchillo de caza, partió la cabeza del faisán para que Tetsu-ko se comiese los sesos y, al empezar el ave a despachar el exquisito bocado, que él le había ofrecido, cercenó la cabeza de la víctima, y el halcón se posó en su puño, que era donde solía alimentarse.

Como Tetsu-ko había volado muy bien, Toranaga decidió dejar que comiese a sus anchas y no hacerla volar más aquel día. Le dio un pajarillo, que había desplumado y abierto para ella. A mitad del ágape, le puso el capirote, y el halcón siguió comiendo con gran satisfacción. Cuando hubo terminado y empezó a componerse las plumas, Toranaga recogió el faisán, lo metió en el zurrón y llamó a su halconero, que esperaba con los batidores. Comentaron, entusiasmados, el éxito de la caza y contaron las piezas. Había una liebre, unas cuantas codornices y el faisán. Toranaga despidió al halconero y a los batidores, enviándolos al campamento con todos los halcones. Sus guardias esperaban contra el viento. Se volvió a Naga.

—¿Y bien?

Naga se arrodilló junto a su caballo e hizo una profunda inclinación.

—Tienes toda la razón, señor. Te pido perdón por haberte ofendido.

—¿Pero no por darme un mal consejo?

—Te… te suplico que me pongas junto a alguien que me enseñe a no hacerlo jamás. No quiero darte ningún mal consejo. Nunca.

—Bien. Todos los días hablarás un rato con Anjín-san, para aprender lo que él sabe. Puede ser uno de tus maestros.

—¿Él?

—Sí. Así aprenderás un poco de disciplina. Y, si sabes escuchar, sin duda aprenderás cosas que te servirán de mucho y que tal vez me servirán también a mí.

Naga miró hacia el suelo, malhumorado.

—Quiero que aprendas todo lo que sabe él sobre cañones, sobre mosquetes y sobre el arte de la guerra. Serás mi experto. Sí. Y quiero que lo seas mucho.

Naga no replicó.

—Y quiero que te hagas amigo de él.

—¿Cómo puedo lograrlo, señor?

—Piensa en la manera. Emplea tu cabeza.

—Lo intentaré. Juro que lo intentaré.

—Quiero que hagas algo más. Quiero que lo consigas. Emplea un poco de «caridad cristiana». Tienes que haber aprendido algo de esto, ¿neh?

Naga rió entre dientes.

—Esto es imposible de aprender, aunque lo he intentado. ¡Es la verdad! Tsukku-san sólo me hablaba de dogmas y de tonterías. El cristianismo es bueno para los campesinos, no para los samurais. Entonces te obedecí, y te obedeceré ahora. ¡Siempre! Pero, ¿por qué no dejas que haga solamente lo que puedo hacer, señor? Bueno…, disculpa mis palabras. Me haré amigo de Anjín-san. Sí.

—Bien. Y recuerda que vale veinte mil veces su peso en oro y que tiene más conocimientos de los que tú tendrás en veinte vidas.

Naga se contuvo y asintió con la cabeza.

—Bien. Mandarás dos batallones, Omi-san mandará otros dos, y Buntaro el de reserva.

—¿Y los otros cuatro, señor?

—No tenemos bastantes mosquetes para ellos. Fue una finta para despistar a Yabú —dijo Toranaga—, una excusa para traer otros mil hombres. ¿No llegarán mañana? Con dos mil hombres puedo hacer frente a Anjiro y escapar, en caso necesario. ¿Neh?

—Pero Yabú puede… —Naga se mordió la lengua, pensando en que volvería a emitir un juicio equivocado—. ¿Por qué soy tan estúpido? —preguntó, amargamente—. ¿Por qué no puedo ver las cosas como tú? ¿O como Sudara-san? Quiero servir de algo, serte útil. No quiero provocarte continuamente.

—Entonces, aprende a tener paciencia, hijo mío, y a dominar tu temperamento. Pronto llegará tu ocasión. —Miró al cielo—. Creo que ahora voy a dormir un rato.

Naga bajó al punto la silla y la manta del caballo y las dispuso en el suelo como una cama de samurai. Toranaga le dio las gracias y lo observó mientras colocaba centinelas a su alrededor. Cuando estuvo seguro de que todo estaba en orden, se tumbó y cerró los ojos.

Pero no tenía ganas de dormir, y sí de pensar.

«¿Qué está pasando en Osaka? Erré en mi cálculo acerca de los daimíos, de los que aceptarían y de los que rechazarían la convocatoria. ¿Cómo no me enteré? ¿Hay alguien que me traiciona? ¡Son tantos los peligros a mi alrededor…!

»¿Y qué pensar de Anjín-san? También él es un halcón. Pero no está domado, como pretenden Yabú y Mariko. ¿Cuál es su presa? Su presa es el Buque Negro, y el anjín Rodrigues, y el pequeño y feo capitán general, que no durará mucho en este mundo, y los curas de negra sotana, y los curas apestosos y barbudos, y los portugueses y los españoles, y los turcos, sean éstos quienes fueren, y los islámicos, sean también quienes fueren, sin olvidar a Omi, a Yabú, a Buntaro, a Ishido y a mí mismo.»

Toranaga se volvió para acomodarse mejor y sonrió para sus adentros. «Pero Anjín-san es un halcón de alas cortas, de los que van directamente del puño a la presa y no aceptan el capirote, sino que permanecen posados en la muñeca, arrogantes, peligrosos, implacables.

»Pero, ¿contra quién voy a lanzarlo? ¿Contra Omi? Todavía no. ¿Contra Yabú? Todavía no. ¿Contra Buntaro? En realidad, ¿por qué persiguió Anjín-san a Buntaro con sus pistolas? A causa de Mariko, desde luego. Pero, ¿se habrán acostado juntos? No les han faltado oportunidades. Creo que sí. En fin, no hay nada de malo en ello —ya que daban por muerto a Buntaro—, con tal de que se guarde eterno secreto. Pero Anjín-san fue un estúpido al arriesgarse tanto por la mujer de otro. Actuó como un bárbaro estúpido y celoso. Pero, ¿no recuerdas al anjín Rodrigues? ¿Acaso no mató en duelo a otro bárbaro, según su costumbre, sólo para conseguir a la hija de un mercader de baja estofa, con la que se casó después en Nagasaki? ¿Y no dejó el Taiko impune este asesinato, contra mi consejo, porque sólo había muerto un bárbaro y no uno de los nuestros? Es una estupidez tener dos leyes: una, para nosotros, y otra, para ellos. Sólo debería haber una ley. Una ley para todos.

»No, no lanzaré a Anjín-san contra Buntaro, pues necesito a ese loco. Sólo espero que a Buntaro no se le ocurra pensar que aquellos dos se acostaron juntos, sea o no verdad. Entonces, yo tendría que matar en seguida a Buntaro, pues ningún poder de este mundo podría impedir que matase a Anjín-san y a Mariko, y estos dos me hacen más falta que él. ¿O sería mejor eliminar a Buntaro ahora mismo?»

En el momento en que Buntaro se había serenado, Toranaga le había enviado a buscar.

—¿Cómo te atreves a anteponer tus intereses a los míos? ¿Cuánto tiempo estará Mariko incapacitada para hacer de intérprete?

—El médico ha dicho que sólo unos días, señor. ¡Pido perdón por lo ocurrido!

—Dije claramente que necesitaba sus servicios durante veinte días más. ¿No te acuerdas?

—Sí. Lo siento.

—Si te disgustó, unos cuantos azotes en las nalgas habrían sido suficientes. Todas las mujeres los necesitan de vez en cuando, pero pasar de ahí es una barbaridad. Con tu egoísmo has perjudicado la instrucción de las tropas y te has portado como un tosco campesino. Sin ella, ¡no puedo hablar con Anjín-san!

—Lo sé, señor, y lo siento. Es la primera vez que le he pegado. A veces…, a veces me hace perder los estribos y no sé lo que hago.

—¿Por qué no te divorcias de ella? ¿O la envías lejos? ¿O la matas, o le ordenas que se corte el cuello, cuando ya no me haga falta a mí?

—No puedo. No puedo, señor —había dicho Buntaro—. Ella… Yo la deseé desde el primer momento que la vi. Cuando nos casamos, encontré en ella todo lo que puede desear un hombre. Me consideré dichoso. Luego… la envié lejos, para protegerla después de aquel inicuo asesinato, fingí que estaba enojado con ella, pero lo hice por su seguridad, y entonces, cuando, unos años más tarde, me dijo el Taiko que la trajese, me sentí aún más atraído por ella. La verdad es que esperaba que se mostrase agradecida, y la tomé como toman los hombres, sin preocuparme de esas pequeñeces que tanto gustan a las mujeres, como poesías y flores. Pero ella había cambiado. Me era tan fiel como antes, pero se mostraba fría pidiéndome siempre que la matase. —Buntaro estaba frenético—. No puedo matarla ni permitirle que se mate. Ha manchado a mi hijo y hecho que deteste a todas las mujeres, pero soy incapaz de librarme de ella… Cuando volví de Corea y me enteré de que se había convertido a esa estúpida religión cristiana, me pareció divertido, y sólo para incordiarla, acerqué el cuchillo a su cuello y juré que se lo cortaría si no abjuraba inmediatamente. Desde luego, ella no quiso abjurar, ¿qué samurai lo haría bajo una amenaza así? Se limitó a mirarme con sus ojos serenos y a decirme que siguiese adelante. «Por favor, degüéllame, señor —me dijo—. Mira, echaré la cabeza atrás, y ruego a Dios que me desangre hasta morir.» No la degollé, señor, sino que la poseí. Pero hice cortar el cabello y las orejas a varias de sus damas que la habían animado a hacerse cristiana, y las arrojé del castillo. Y lo propio hice con su madre adoptiva, la vieja regañona, y además le hice cortar la nariz. Entonces me dijo Mariko que…, dado que había castigado a sus damas, se suicidaría la próxima vez que me acercase a ella sin previa invitación, y que lo haría de cualquier manera y en el acto…, a pesar de su deber para contigo y para su familia, ¡y a pesar de los Diez Mandamientos de su Dios cristiano! —Lágrimas de furor corrían ahora libremente por sus mejillas—. No puedo matarla, por mucho que lo desee. No puedo matar a la hija de Akechi Jinsai, por mucho que lo tenga merecido…

Toranaga, tras dejarlo desahogarse, lo despidió y le ordenó que permaneciese completamente apartado de Mariko hasta que él decidiese lo que había que hacer. Luego envió a su propio médico para que la reconociera. El informe había sido favorable: magulladuras, pero ninguna lesión interna.

En atención a su propia seguridad —pues siempre había que esperar una traición, y porque el tiempo se agotaba—, Toranaga decidió aumentar la presión sobre todos ellos. Ordenó que Mariko se trasladase a la casa de Omi, con instrucciones de descansar, permanecer en el interior del recinto de la casa y apartarse por completo de Anjín-san. Después llamó a Anjín-san, simuló irritación por la casi total imposibilidad de sostener una conversación con él, y lo despidió rápidamente. Había intensificado la instrucción, dispuesto una marcha forzada y ordenado a Naga que llevase consigo a Anjín-san y que lo hiciese caminar hasta que se derrumbase. Pero Naga no lo consiguió.

Entonces lo intentó él personalmente. Condujo un batallón por los montes, durante once horas. Anjín-san aguantó, no en primera fila, pero aguantó. De regreso en Anjiro, Anjín-san le dijo, en su jerga casi incomprensible:

—Toranaga-sama, yo puedo andar. Yo puedo instrucción. Perdona, no posible dos cosas a la vez, ¿neh?

Toranaga sonreía ahora, tumbado bajo el nublado cielo, esperando la lluvia y excitado por el juego de domar a Blackthorne, que era un halcón de alas cortas. «Todos son halcones —pensó—. Mariko, Buntaro, Yabú, Omi, Fujiko, Ochiba, Naga y todos mis hijos e hijas, mujeres y vasallos, y todos mis enemigos. Todos son halcones o presas para los halcones. Debo situar a Naga sobre la presa y dejar que se lance en picado. ¿Quién será la presa? ¿Omi o Yabú?»

Lo que Naga había dicho de Yabú era verdad.

—Bueno, Yabú-san —le había preguntado, el segundo día—, ¿qué has decidido?

—No iré a Osaka hasta que vayas tú, señor. He movilizado toda la provincia de Izú.

—Ishido te inculpará.

—Antes te inculpará a ti, señor, y, si cae el Kwanto, caerá Izú. Hice un trato solemne. Estoy contigo. Y los Kasigi hacen honor a su palabra.

Al día siguiente, Yabú reunió una hueste, le pidió que la revistara, y, en presencia de todos sus hombres, se arrodilló y se ofreció como vasallo.

—¿Me reconoces como tu señor feudal? —le preguntó Toranaga.

—Sí. Y en nombre de todos los hombres de Izú. Ahora, señor, dígnate aceptar este obsequio, como prenda de mi fidelidad. —Y, todavía de rodillas, le ofreció su sable Muramasa—. Éste es el sable que mató a tu abuelo.

—¡No es posible!

Yabú le contó la historia del sable, cómo había llegado éste a su poder y cómo, recientemente, se había enterado de su identidad. Toranaga envió a alguien en busca de Suwo, y el viejo le contó lo que había visto cuando era poco más que un niño.

—Es verdad, señor —dijo, con orgullo—. Nadie vio al padre de Obata romper el sable ni arrojarlo al mar. Y juro por mi esperanza de renacer samurai, que serví a tu abuelo, el señor Chikitada. Yo estaba allí, lo juro.

Toranaga aceptó el sable, que pareció temblar pérfidamente entre sus manos. Siempre se había burlado de la leyenda según la cual había espadas que necesitaban matar por propio impulso, pero ahora lo creía.

Se estremeció, recordando aquel día. «¿Por qué nos odian los sables Muramasa? Uno mató a mi abuelo. Otro casi me cortó un brazo cuando tenía seis años, un accidente inexplicable. Y un tercero decapitó a mi hijo primogénito.»

—Señor —dijo Yabú—, un arma tan maldita no debería existir, ¿neh? Permíteme que la arroje al mar, para que nunca pueda amenazaros, ni a ti ni a tus descendientes.

—Sí…, sí… —murmuró él, contento de que Yabú lo hubiese sugerido—. ¡Hazlo ahora mismo!

Y sólo cuando el sable se hubo perdido de vista, sumergiéndose en el agua, en presencia de sus hombres, su corazón volvió a latir normalmente. Dio las gracias a Yabú, ordenó que se estabilizasen los impuestos, a razón de un cuarenta por ciento para el señor feudal, y le otorgó Izú como feudo. Por consiguiente, todo volvía a ser como antes, salvo que el poder sobre Izú correspondía a Toranaga, si quería recuperar la provincia.

«El sable ha desaparecido para siempre —pensó—. Bien. Pero recuerda lo que anunció aquel adivino chino: morirás por la espada. Pero la espada ¿de quién? ¿Y será por mi propia mano o por la de otro? Lo sabré cuando llegue el momento. Ahora, duerme. Karma es karma. Tú perteneces al Zen. El Absoluto, el Tao, está dentro de ti. Piensa que el Bien y el Mal carecen de importancia, Yo y Tú carecemos de importancia, Dentro y Fuera son cosas indiferentes, como lo son la Vida y la Muerte. Entra en la Esfera donde no existen el miedo a la muerte ni la esperanza en otra vida, donde estás libre de los impedimentos de la vida y de las necesidades de salvación. Tú mismo eres el Tao. Sé tú, ahora, la roca contra la que se estrellan en vano las olas de la vida…»

Un débil grito sacó a Toranaga de su meditación. Se puso en pie de un salto. Naga, muy excitado, señalaba hacia el Oeste. Todos los ojos miraron hacia aquel punto.

La paloma mensajera volaba en línea recta hacia Anjiro, desde el Oeste. Se posó en un árbol lejano para descansar un momento, y reemprendió su vuelo cuando empezó a llover.

Y al Oeste estaba Osaka.