CAPÍTULO XXXV

Blackthorne esperaba en el jardín. Ahora vestía el uniforme Pardo que le había regalado Toranaga, con sables al cinto y una pistola oculta debajo de éste. De las apresuradas explicaciones de Fujiko y, después, de los sirvientes, había deducido que tenía que recibir a Buntaro con toda ceremonia, pues el samurai era un general importante, un hatamoto, y el primer invitado de la casa. Por consiguiente, se había bañado y cambiado rápidamente, y dirigido al lugar que le habían preparado.

Vio que Mariko salió de la casa y cruzaba el jardín. Parecía una estatuilla de porcelana, siguiendo a Buntaro a medio paso de distancia. La acompañaban Fujiko y las doncellas.

Blackthorne hizo una reverencia.

Yokoso oide kudasareta, Buntaro-san. (Bien venido a mi casa, Buntaro-san.)

Todos correspondieron a su saludo. Buntaro y Mariko se sentaron en sendos cojines frente a él. Fujiko se sentó detrás de él. Nigatsu y la doncella Koi empezaron a servirles té y saké. Buntaro y Blackthorne tomaron saké.

Domo, Anjín-san. ¿Ikaga desu ka?

Ii. ¿Ikaga desu ka?

Ii. Kowa jozuni shabereru yoni natta na. (Bueno, empiezas a hablar muy bien el japonés.)

Pronto se perdió Blackthorne en la conversación, pues Buntaro se comía las palabras y hablaba descuidadamente y muy de prisa.

—Perdón, Mariko-san, no he comprendido esto.

—Mi esposo desea darte las gracias por haber intentado salvarlo. Con el remo. ¿Te acuerdas? Cuando escapamos de Osaka.

¡Ah, so desu! Domo. Dile, por favor, que todavía creo que habríamos podido acercarnos al muelle. Sobraba tiempo. Aquella doncella se ahogó innecesariamente.

—Él dice que fue karma.

—Fue una muerte inútil —replicó Blackthorne, lamentando en seguida su rudeza.

Pero advirtió que ella no lo traducía.

—Mi marido dice que la estrategia de ataque es muy buena. Realmente buena.

Domo. Dile que me alegro de que se pusiera a salvo, y de que se ponga al mando del regimiento y, naturalmente, de que permanezca aquí.

Domo, Anjín-san. Buntaro-sama dice que, efectivamente, el plan de ataque es muy bueno, pero que él llevará siempre su arco y sus sables. Puede matar a mayor distancia, con gran puntería y más rápidamente que con un mosquete.

—Si quiere, mañana dispararé contra él, y ya veremos.

—Perderías, Anjín-san. Me permito aconsejarte que no lo intentes —dijo Mariko-san.

Blackthorne vio que Buntaro los miraba sucesivamente.

—Gracias, Mariko-san. Dile que me gustaría verle disparar.

—Él pregunta si tú sabes manejar el arco.

—Sí, pero no como un buen arquero. Los arcos están anticuados en mi país. Salvo la ballesta. Yo me instruí para el mar. Y allí sólo usamos cañones, mosquetes y cuchillos. A veces empleamos flechas incendiarias, pero sólo contra las velas enemigas y a poca distancia.

—Él pregunta cómo hacéis y cómo empleáis esas flechas. ¿Son diferentes de las nuestras, de las que lanzaron contra la galera en Osaka?

Blackthorne empezó a explicárselo y hubo las acostumbradas y fatigosas interrupciones y repeticiones. Ahora estaba ya habituado a su increíble curiosidad por todos los aspectos de la guerra, pero le resultaba agotador tener que hablar por medio de un intérprete.

Sin embargo, sabía que, sin Mariko, jamás habría podido ser tan valioso. «Sólo mis conocimientos me libran del pozo —se dijo—. Pero esto no es problema, porque todavía tengo mucho que decir y hay una batalla por ganar. Una verdadera batalla. Hasta entonces, estoy a salvo. Tengo un plan para una flota. Y después, ¡a casa! Sano y salvo.»

Entonces vio los sables de Buntaro y de los guardias, y palpó el suyo y sintió el calor de su pistola, y pensó, a fuer de sincero, que nunca estaría a salvo en este país. Nadie estaba a salvo, ni siquiera Toranaga.

—Anjín-san, Buntaro-sama pregunta si podrías enseñar mañana a sus hombres a hacer esas flechas.

—¿Dónde puede conseguirse brea?

—No lo sé.

Mariko le interrogó sobre los sitios donde solía encontrarse, sobre su aspecto y olor, y sobre posibles alternativas. Después, habló largamente con Buntaro. Fujiko había guardado silencio todo el rato, captándolo todo con la mirada y los oídos. Las doncellas, obedeciendo a ligeros movimientos del abanico de Fujiko, llenaban continuamente de saké las tazas vacías.

—Mi esposo dice que discutirá esto con el señor Toranaga. Tal vez exista brea en algún lugar del Kwanto. Yo nunca oí hablar de ella. Pero tenemos aceites espesos, de ballena, que podrían emplearse como sucedáneos. Él pregunta si usáis a veces cohetes de guerra, como los chinos.

—Sí. Pero no se consideran de mucho valor, salvo en los asedios. Los turcos los emplearon contra los caballeros de San Juan, en Malta. Principalmente, se usan para producir incendios y pánico.

—Él pide que hagas el favor de explicarle detalles de esta batalla.

—Fue hace cuarenta años, el más grande…

Blackthorne se interrumpió, porque su mente había empezado a galopar. Había sido el asedio más vital para Europa. Seis mil turcos islámicos, la flor y nata del Imperio otomano, contra seiscientos caballeros cristianos apoyados por unos pocos millares de auxiliares malteses y recluidos en el enorme castillo de San Telmo, en la pequeña isla mediterránea de Malta. Los caballeros habían resistido un sitio de seis meses y obligado, increíblemente, al enemigo, a emprender una vergonzosa retirada.

Y, de pronto, Blackthorne se había dado cuenta de que esta batalla le daba una de las llaves del castillo de Osaka: cómo ponerle sitio, hostigarlo, forzar sus puertas y conquistarlo.

—¿Decías, señor…?

—Fue hace cuarenta años, en el mar interior más grande que tenemos en Europa: el Mediterráneo. Fue un asedio, un asedio como tantos otros, no vale la pena hablar de él —mintió, convencido de que su conocimiento era inestimable y no debía revelarlo a la ligera, y menos ahora.

Mariko le había dicho muchas veces que el castillo de Osaka se levantaba inexorablemente entre Toranaga y la victoria. Blackthorne estaba seguro de que la solución del problema de Osaka podía ser muy bien su visado de salida del Imperio, con todas las riquezas que pudiese necesitar para el resto de su vida.

Advirtió que Mariko parecía turbada.

—¿Señora…?

—Nada, señor.

Y empezó a traducir lo que él había dicho. Pero él comprendió que ella sabía que ocultaba algo. El olor del guiso le distrajo.

—¡Fujiko-san!

»¿Shokuji wa madaka? Kyaku wa… sazo kufuku de oro, ¿neh? (¿Cuándo vamos a cenar? Los invitados deben de estar hambrientos.)

Ah, gomen nasai, hi ga kurete kara in itaskimasu.

Blackthorne vio que ella señalaba el sol y comprendió que había querido decir: «Cuando se ponga el sol.»

Mariko se volvió de nuevo a Blackthorne.

—Mi esposo quisiera que le contases alguna batalla en la que hayas estado.

—Están todas en el Manual de Guerra, Mariko-san.

—Dice que lo ha leído con gran interés, pero que sólo contiene breves detalles. En los próximos días, desea saberlo todo. Cuéntale una ahora, por favor.

Blackthorne percibió el matiz suplicante de su voz y accedió.

—Está bien. ¿Cuál crees que le gustaría oír?

—Aquella de los Países Bajos.

—Sí —dijo él.

Empezó a contar la historia de esta batalla, que era como casi todas las batallas en que morían hombres, casi siempre por los errores y la estupidez de los oficiales que tenían el mando.

—Mi esposo dice que esto no ocurre aquí, Anjín-san. Aquí, los oficiales son muy buenos, o mueren muy pronto.

—Mi crítica se refería únicamente a los jefes europeos.

—Buntaro-sama dice que algún día te hablará de nuestras guerras y de nuestros caudillos. En justa correspondencia a tu información —dijo ella, con naturalidad.

Domo —dijo Blackthorne, con una ligera reverencia, y tuvo la impresión de que los ojos de Buntaro le taladraban.

«¿Qué quieres realmente de mí, hijo de perra?», pensó.

La cena fue un desastre. Para todos.

Incluso antes de abandonar el jardín para ir a comer a la galería, se habían torcido las cosas.

—Discúlpame, Anjín-san, pero, ¿qué es aquello? —dijo Mariko, señalando algo—. Allí. Mi esposo pregunta qué es.

—¿Dónde? ¡Oh, aquello! Es un faisán —dijo Blackthorne—. El señor Toranaga me lo regaló, junto con la liebre. Ésta la comeremos esta noche, al estilo inglés. Al menos yo, aunque hay bastante para todos.

—Gracias, pero… mi esposo y yo no comemos carne. Y ahora dime: ¿por qué has colgado allí el faisán? Con este calor, ¿no sería mejor quitarlo de allí y prepararlo?

—Así es como lo preparamos nosotros. Lo colgamos para que la carne se ablande.

—¿Qué? Discúlpame, Anjín-san —dijo ella, confusa—, pero se corromperá rápidamente. No ha sido desplumado ni… limpiado.

—La carne del faisán es seca, Mariko-san, por esto se cuelga durante unos días, incluso un par de semanas, según el estado del tiempo. Después, se despluma, se limpia y se cuece.

—Y…, ¿lo dejáis al aire libre? ¿Para que se pudra?

¿Nan ja? —preguntó Buntaro, impacientándose.

Ella le habló en tono humilde, y él se quedó boquiabierto y, después, se levantó, se acercó al faisán y lo tocó con un dedo. Zumbaron unas moscas y volvieron a posarse. Fujiko dijo algo a Buntaro, en tono vacilante, y éste enrojeció.

—Tu consorte dice que ordenaste que nadie lo tocase, salvo tú mismo. ¿Es así? —preguntó Mariko.

—Sí. Pero, ¿no colgáis vosotros la caza? No todo el mundo es budista.

—No, Anjín-san. Creo que no.

Por fin se dirigieron a la estancia de la galería y, después de las acostumbradas e interminables reverencias y de charlar un poco y tomar cha y saké, empezó a llegar la comida. Pequeñas fuentes de clara sopa de pescado, y de arroz y de pescado crudo, como siempre. Y después, su guiso.

Él levantó la tapa de la olla. Salió una nube de vapor, y dorados glóbulos de grasa bailaron sobre la brillante superficie. El rico y apetitoso caldo estaba cargado de jugo y de trocitos de carne. Él les ofreció el guisado, con orgullo, pero todos movieron la cabeza y le pidieron que comiese.

Domo —dijo.

La urbanidad exigía que se sorbiese directamente el caldo de las pequeñas tazas barnizadas y que se comiesen las porciones sólidas con palillos. Había un cucharón en la bandeja. Ansioso de mitigar su hambre, Blackthorne llenó la taza y empezó a comer. Entonces advirtió las miradas de los otros.

Todos lo observaban, con una asqueada fascinación que trataban en vano de disimular. Su apetito empezó a menguar. Intentó prescindir de ellos, pero no pudo, aunque su estómago seguía roncando. Ocultando su irritación, dejó la taza, tapó la olla y dijo, malhumorado, que no le gustaba tal como había quedado. Ordenó a Nigatsu que se lo llevase.

—Fujiko pregunta si deben tirarlo —preguntó Mariko, esperanzada.

—Sí.

Fujiko y Buntaro respiraron aliviados.

—¿Quieres más arroz? —preguntó Fujiko.

—No, gracias.

Mariko agitó su abanico, sonrió animosamente y volvió a llenarle la taza de saké. Pero Blackthorne no se apaciguó y resolvió que, en el futuro, cocinaría en el monte, en privado, y comería en privado y cazaría por su cuenta.

«¡Al diablo con ellos! —pensó—. Si Toranaga puede cazar, también puedo hacerlo yo. ¿Cuándo veré a Toranaga? ¿Cuánto tendré que esperar?»

—¡Maldita sea la espera y maldito sea Toranaga! —dijo en voz alta, en inglés, y se sintió mejor.

—¿Qué dices, Anjín-san? —preguntó Mariko, en portugués.

—Nada —respondió él—. Sólo me preguntaba cuándo veré al señor Toranaga.

—No me lo dijo. Supongo que pronto.

Buntaro sorbía cuidadosamente el saké y la sopa, según lo acostumbrado. Esto empezó a irritar a Blackthorne. Mariko hablaba animadamente a su esposo, el cual gruñía, sin hacerle mucho caso. Ella no comía y a Blackthorne le fastidiaba que tanto Mariko como Fujiko parecían estar adulando a Buntaro, mientras él no tenía más remedio que aguantar al inoportuno invitado.

—Dile a Buntaro-sama que, en mi país, el anfitrión suele brindar por su honorable invitado. —Llenó su copa, sonriendo amargamente—. ¡Por muchos años de felicidad! —Y bebió.

Buntaro escuchó la explicación de Mariko. Asintió con la cabeza, levantó su taza, sonrió entre dientes y bebió de un trago.

—¡Salud! —brindó de nuevo Blackthorne.

Y otra vez.

Y otra vez.

—¡Salud!

Ahora, Buntaro no bebió. Dejó la taza llena y miró a Blackthorne con sus ojos menudos. Después, llamó a alguien de fuera. El shoji se abrió al momento. Su guardaespaldas, siempre presente, se inclinó y le entregó el enorme arco y el carcaj. Buntaro los asió y habló enérgica y rápidamente a Blackthorne.

—Mi esposo… mi esposo dice que querías verlo disparar, Anjín-san. Cree que mañana está demasiado lejos. Ahora es un buen momento. El portal de tu casa, Anjín-san. ¿Qué poste eliges?

—No lo entiendo —dijo Blackthorne, pues la puerta de entrada estaba a unos cuarenta pasos, al otro lado del jardín, pero ahora completamente oculta por el shoji cerrado a su derecha.

—¿El poste derecho o el izquierdo? Por favor, elige —dijo ella, y su tono era apremiante.

Él lo advirtió y miró a Buntaro. El hombre parecía indiferente, olvidado de ellos, un enano feo y achaparrado, mirando a la lejanía.

—El izquierdo —dijo, fascinado.

¡Hidari! —dijo ella.

Inmediatamente, Buntaro sacó una flecha del carcaj, levantó el arco, estiró la cuerda hasta el nivel del ojo y lanzó la saeta con una facilidad salvaje y casi poética. La flecha pasó junto a la cara de Mariko, tocando un mechón de cabellos, y desapareció a través del shoji de papel. Otra flecha partió casi antes de que desapareciese la primera, y después otra, pasando todas ellas a una pulgada de Mariko. Ésta permaneció tranquila e inmóvil, arrodillada como siempre.

Una cuarta flecha y una quinta. El zumbido de la cuerda llenaba el silencio. Buntaro suspiró y pareció despertar poco a poco. Dejó el arco sobre sus rodillas. Mariko y Fujiko contuvieron el aliento, sonrieron, se inclinaron y felicitaron a Buntaro, y éste asintió con la cabeza y correspondió con una breve inclinación. Después, miraron a Blackthorne. Éste sabía que lo que acababa de ver era casi arte de magia. Todas las flechas habían pasado por el mismo agujero del shoji.

Buntaro devolvió el arco a su guardia y levantó la tacita. La contempló un momento, la levantó en dirección a Blackthorne, la apuró de un trago y habló con voz ronca.

—Él… mi esposo te pide amablemente que vayas a ver.

Blackthorne pensó un momento, tratando de calmar su corazón.

—No hace falta. Sé que ha dado en el blanco.

—Él dice que le gustaría que te asegurases.

—Estoy seguro.

—Por favor, Anjín-san. Yo también te lo pido.

Las flechas estaban a una pulgada las unas de las otras, en el centro del poste izquierdo. Blackthorne miró hacia la casa y pudo ver, a cuarenta pasos de distancia, el pequeño y limpio agujero en el papel, que era como una chispa de luz en la oscuridad.

Pensó que era casi imposible tener tanta puntería. Desde donde estaba sentado, Buntaro no podía ver el jardín ni la puerta, y era noche cerrada en el exterior. Blackthorne se volvió de nuevo al poste y levantó el farolillo. Trató de arrancar una flecha con una mano. El acero se había hundido demasiado. Podía haber roto el asta, pero no quiso hacerlo.

El guardia lo observaba.

Blackthorne vaciló. El guardia se acercó para ayudarlo, pero él movió la cabeza.

Iyé, domo —dijo, y volvió a la casa.

—Mariko-san, te ruego que digas a mi consorte que quisiera que las saetas permaneciesen en el poste para siempre. Todas ellas. Como recordatorio de su maestría con el arco. Nunca había visto nada semejante.

—Gracias, Anjín-san.

Mariko tradujo, y Buntaro se inclinó y dio las gracias a Blackthorne por el cumplido.

—¡Saké! —ordenó Blackthorne.

Bebieron más. Mucho más. Buntaro lo hacía ahora copiosamente, y el vino empezaba a producirle efecto, Blackthorne lo observaba disimuladamente, preguntándose cómo podía aquel hombre haber disparado sus saetas con tan increíble puntería. «Es imposible —pensó— y, sin embargo, lo he presenciado.»

Miró a Mariko, la cual estaba diciendo algo a su marido. Buntaro la escuchaba, después, para sorpresa de Blackthorne, éste vio que su rostro se contraía de asco. Antes de que pudiese apartar la mirada, Buntaro lo miró.

¿Nan desu ka? —preguntó éste, y sus palabras sonaron como una acusación.

Nani mo (nada), Buntaro-san.

Blackthorne sirvió saké a todos, para disimular su desliz. Las mujeres aceptaron de nuevo, pero sólo sorbieron un poco de licor. Buntaro apuró su taza de un solo trago. Después, habló a Mariko, largamente y a grandes voces.

—¿Qué le pasa? ¿Qué está diciendo? —preguntó Blackthorne, a pesar suyo.

—¡Oh! Disculpa, Anjín-san. Mi marido me preguntaba acerca de ti de tu esposa y de tus consortes. Y acerca de lo que ocurrió desde que salimos de Osaka. Él… —Pero se interrumpió, cambió de idea y dijo, en un tono diferente—. Le interesa mucho tu persona y tus puntos de vista.

—También a mí me interesan él y sus puntos de vista, Mariko-san ¿Cómo os conocisteis? ¿Cuándo os casasteis? ¿Qué…?

Buntaro le interrumpió, impaciente, con un chorro de palabras en japonés.

Mariko tradujo al punto lo que había dicho Blackthorne. Buntaro alargó la mano y llenó con saké dos tazas de té. Ofreció una a Blackthorne e indicó a las mujeres que tomasen las otras.

—Él… mi esposo dice que las tazas de saké son a veces demasiado pequeñas.

Mariko llenó las otras tazas de té. Sorbió de una de ellas, y Fujiko, de la otra. Buntaro lanzó otro discurso aún más belicoso, y las sonrisas de Mariko y de Fujiko se helaron en sus rostros.

Iyé, dozo gomen nasai, Buntaro-sama —empezó a decir Mariko.

¡Ima! —ordenó Buntaro.

Fujiko rompió a hablar nerviosamente, pero Buntaro la hizo callar con una mirada.

Gomen nasai —murmuró Fujiko, disculpándose—. Dozo, gomen nasai.

—¿Qué ha dicho, Mariko-san?

Ella pareció no oír a Blackthorne.

Dozo gomen nasai, Buntaro-sama, watashi

La cara de su marido enrojeció.

¡IMA!

—Lo siento, Anjín-san, pero mi esposo me ordena que te diga…, que conteste tus preguntas… y te hable de mí. Yo le he dicho que no creía que los asuntos de familia debiesen discutirse a estas horas de la noche, pero él ordena que lo haga. Por favor, ten paciencia. —Tomó un largo trago de saké y, después, otro. Apuró la taza y la dejó—. Mi nombre de soltera es Akechi. Soy hija del general señor Akechi Jinsai, el asesino. Mi padre asesinó traidoramente a su señor feudal, el dictador señor Goroda.

—¡Santo Dios! ¿Por qué lo hizo?

—Fuesen cuales fueren sus razones, Anjín-san, son insuficientes. Mi padre cometió el peor crimen en nuestro país. Mi sangre está manchada, y también la de mi hijo.

—Comprendo, desde luego, lo que esto significa. Matar al señor feudal… Me sorprende que respetaran tu vida.

—Mi marido me hizo el honor de enviarme lejos. Yo le supliqué que me permitiese hacerme el harakiri, pero él me negó este privilegio. Debo aclarar que el harakiri es un privilegio que sólo él y el señor Toranaga pueden otorgarme. Todavía se lo pido humildemente una vez al año, el día del aniversario de la traición. Pero mi esposo, en su sabiduría, siempre me lo ha negado. —Su sonrisa era adorable—. Mi esposo me honra cada día, en cada momento, Anjín-san. Si yo estuviese en su lugar, no podría hablar siquiera con… una persona tan indigna.

—¿Por esto… por esto eres la última de tu estirpe? —preguntó él, recordando lo que ella le había dicho sobre una catástrofe, cuando escapaban del castillo de Osaka.

Mariko tradujo la pregunta a Buntaro y prosiguió:

Hai, Anjín-san. Pero no fue una catástrofe, al menos para ellos. Mi padre y su familia fueron atrapados en los montes por Nakamura, el general que había de convertirse en Taiko. Éste mandaba el ejército vengador y mató a todos los soldados de mi padre, veinte mil hombres en total. Pero mi padre tuvo tiempo de ayudar a toda su familia, a mis cuatro hermanos y a mis tres hermanas, a mi madre y a las dos consortes. Después, se hizo el harakiri. En esto, él y ellos se portaron como samurais que eran —dijo—. Ellos se arrodillaron valientemente delante de él, uno a uno, y uno a uno los mató. Murieron con honor. Y también él. Los dos hermanos y un tío de mi padre se habían coaligado con él para traicionar a su señor feudal. También fueron atrapados y murieron con honor. No quedó un Akechi vivo para soportar el odio y las burlas, salvo yo. Yo soy el único testigo vivo de la sucia traición. Yo, Akechi Mariko, pude vivir, porque estaba casada y, por tanto, pertenecía a la familia de mi marido. Entonces vivíamos en Kioto. Yo estaba en Kioto cuando murió mi padre. Su traición y su rebelión duraron trece días, Anjín-san. Pero, mientras vivan hombres en estas islas, el nombre de Akechi será infamante.

—¿Cuánto tiempo llevabas de casada al ocurrir esto?

—Dos meses y tres días, Anjín-san.

—¿Y tenías entonces quince años?

—Sí. Mi esposo me hizo el honor de no divorciarse de mí ni arrojarme a la calle, como habría debido. Me envió lejos. A una aldea del Norte, en la provincia de Shonai. Allí hacía mucho frío, Anjín-san.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí?

—Ocho años. De esto hace casi dieciséis, Anjín-san, y…

Buntaro la interrumpió, y su lengua era como un látigo.

—Discúlpame, Anjín-san —dijo Mariko—. Mi esposo dice, con razón, que debía limitarme a decir que soy hija de un traidor, y que las largas explicaciones son innecesarias. —Y añadió cautelosamente—: Te suplico que no olvides lo que te dije sobre los oídos para oír. Y ahora perdóname, Anjín-san, pero me ha ordenado que me marche. Tú no debes marcharte hasta que lo haga él o hasta que se duerma a causa del vino. No te metas en nada. —Saludó a Fujiko—. Dozo gomen nasai.

Do itashimashite.

Mariko inclinó la cabeza ante Buntaro y se marchó. Su perfume quedó flotando en el aire.

Durante más de una hora, Blackthorne siguió brindando con Buntaro hasta que sintió que le daba vueltas la cabeza. Entonces, Buntaro se durmió y se derrumbó entre las tazas rotas. El shoji se abrió instantáneamente. Entró el guardia con Mariko. Levantaron a Buntaro ayudados por servidores que parecían surgir de la nada, y lo llevaron a la habitación de Mariko.

Fujiko esperaba, observando a Blackthorne. Éste se levantó y salió a la galería, seguido de su consorte.

El aire olía bien y despejó su cabeza. Pero no del todo. Blackthorne se sentó pesadamente sobre la pila y bebió en la noche.

Gomen nasai, Anjín-san —murmuró Fujiko, señalando la casa—. ¿Wakarimasu ka? (¿Comprendes?)

Wakarimasu, shigata ga nai —dijo él, y, percibiendo su miedo, le acarició los cabellos.

Arigato, arigato, Anjín-sama.

Anatawa suimin ima, Fujiko-san (Vete a dormir ahora, Fujiko-san) —dijo él, recordando difícilmente las palabras.

Dozo gomen nasai, Anjín-sama, saimirí, ¿neh? —dijo ella, señalándole su habitación y con ojos suplicantes.

Iyé. Watashi oyogu ima. (No. Voy a nadar.)

Ella se volvió, sumisa, y llamó. Dos criados llegaron corriendo. Ambos eran jóvenes de la aldea, vigorosos y buenos nadadores.

Blackthorne no se opuso. Sabía que, esta noche, sus objeciones no servirían para nada.

—Bueno —dijo en voz alta, mientras bajaba la cuesta seguido de los dos hombres, todavía turbia la cabeza por el vino—, en todo caso, he hecho que se durmiese. Ahora no podrá hacerle a ella ningún daño.

Blackthorne nadó durante una hora y se sintió mejor. Cuando volvió a casa, Fujiko lo esperaba en la galería con una jarra de cha recién hecho. Bebió un poco, se acostó y se durmió inmediatamente.

El ruido de la voz de Buntaro, llena de malicia, lo despertó. Su mano asió la culata de la pistola cargada que tenía siempre debajo de la almohada, y su corazón palpitó furiosamente a causa de la brusquedad de su despertar.

Calló la voz de Buntaro. Mariko empezó a hablar. Blackthorne sólo podía captar algunas palabras, pero percibía el tono razonable y suplicante de ella, no abyecto o gemebundo o lagrimoso, sino lleno de serenidad. Buntaro rugió de nuevo.

Blackthorne trató de no escuchar.

«No te entremetas —le había dicho ella, con razón. Él no tenía ningún derecho, y Buntaro tenía muchos—. Te pido que tengas cuidado, Anjín-san. Recuerda lo que te dije sobre los oídos para oír y sobre las Ocho Vallas.»

Obedeció, pues, y se tumbó, sudorosa la piel y obligándose a pensar en lo que ella le había dicho cierta tarde, cuando acababan de beber el último de varios frascos de saké y él había estado bromeando sobre la falta de intimidad que se advertía en todas partes, con las paredes de papel y la gente rondando por ahí, con los ojos y los oídos siempre alerta:

—Aquí tienes que aprender a crear tu propia intimidad. A nosotros nos enseñan, desde la infancia, a recluirnos dentro de nosotros mismos, a levantar muros impenetrables detrás de los cuales vivimos. Si no pudiésemos hacerlo, ciertamente nos volveríamos locos y nos mataríamos los unos a los otros.

—¿Qué muros? —había preguntado él.

—¡Oh! Tenemos un laberinto infinito donde ocultarnos. Ritos y costumbres, tabúes de todas clases. Incluso nuestra lengua tiene matices que no tienen las vuestras y que nos permiten eludir, con toda cortesía, cualquier pregunta a la que no queremos responder. Uno de nuestros más antiguos poemas, que figura en el Kojiko, nuestro primer libro de Historia, escrito hace unos mil años, tal vez te ayudará a comprender lo que estoy diciendo:

Ocho cúmulos surgen

para que se oculten en ellos los amantes.

Las Ocho Vallas de la Provincia de Izumo

encierran estas ocho nubes…

¡Qué maravilla, esas Ocho Vallas!

Desde luego, nos volveríamos locos si no tuviésemos Ocho Vallas, ¡puedes estar seguro!

«Recuerda las Ocho Vallas —se dijo, mientras seguía la furia sibilante de Buntaro—. No sé nada acerca de ella. Y, en realidad, tampoco acerca de él. Piensa en el Regimiento de Mosquetes, en tu casa, en Felicity, en cómo conseguir el barco, o en Baccus o Toranaga u Omi-san. ¿Qué hay de Omi? ¿Necesito vengarme? Él quiere ser amigo mío y se ha mostrado bueno y amable desde lo de las pistolas…»

El ruido del golpe taladró su cabeza. Después, se oyó de nuevo la voz de Mariko y sonó un segundo golpe, y Blackthorne se puso en pie al instante y abrió el shoji. El guardia estaba plantado en el pasillo, frente a la puerta de Mariko, y tenía lúgubre aspecto y el sable a punto.

Blackthorne se disponía a lanzarse contra el samurai, cuando se abrió la puerta del fondo del pasillo. Fujiko, con el cabello suelto sobre su quimono de dormir, se acercó, al parecer indiferente al ruido de ropa rasgada y de otro golpe. Se inclinó ceremoniosamente ante el guardián y se plantó entre los dos hombres, después, saludó humildemente a Blackthorne, le asió del brazo y lo empujó hacia la habitación de éste. Él vio que el samurai estaba apercibido y tenso. En aquel momento, sólo tenía una pistola y una bala, y optó por retirarse. Fujiko lo siguió y cerró el shoji. Después, muy asustada, movió la cabeza en señal de advertencia, se llevó un dedo a los labios y volvió a negar con la cabeza, poniendo ojos suplicantes.

Gomen nasai, ¿wakarimasu ka? —jadeó.

Pero él contemplaba la pared de la estancia contigua, que podía romper con toda facilidad.

Ella miró también la pared, se interpuso entre ésta y Blackthorne y se sentó, invitándole a hacer lo mismo.

¡Iyé! —exclamó, aterrorizada.

Él le indicó que se apartase.

Iyé, iyé —suplicó ella de nuevo.

¡IMA!

Fujiko se levantó al momento, le hizo ademán de que esperase y corrió silenciosamente en busca de los sables que yacían en la takonama, la pequeña alcoba de honor. Asió el sable largo, con manos temblorosas, lo desenvainó y se dispuso a seguir a Blackthorne a través de la pared. En aquel momento, se oyó un último golpe y un torrente de palabras iracundas. El otro shoji se abrió de golpe y, sin que ellos le viesen, Buntaro se alejó precipitadamente, seguido por el guardia. Hubo un silencio momentáneo y, después, se oyó la puerta del jardín al ser cerrada bruscamente.

Mariko estaba de rodillas en su habitación, con un lívido verdugón en la mejilla, desgreñada, hecho trizas el quimono y con fuertes equimosis en los muslos y la parte de la espalda.

Él corrió para asistirla, pero ella le gritó:

—¡Vete! ¡Vete, por favor, Anjín-san!

Él vio un poco de sangre en la comisura de sus labios.

—¡Jesús! ¡Estás malherida…!

—Te dije que no te entremetieses. Vete, por favor. Tu presencia aquí atenta a mi dignidad, no me tranquiliza ni consuela, y me llena de vergüenza. ¡Márchate!

—Quiero ayudarte. ¿No lo comprendes?

—Eres tú quien no lo comprende. No tienes ningún derecho en esto. Ha sido una riña privada entre marido y mujer.

—Pero él no puede pegarte…

—¿Por qué no me escuchas, Anjín-san? Él puede pegarme hasta matarme, si así lo desea. Tiene derecho, ¡y ojalá lo hiciese! Entonces no tendría que soportar mi vergüenza. ¿Crees que es fácil vivir con esta vergüenza? ¿No oíste lo que te dije? ¡Soy la hija de Akechi Jinsai!

—No fue culpa tuya. Tú no hiciste nada.

—Soy hija de mi padre.

Mariko se habría detenido aquí. Pero, al mirarle y ver su preocupación, su compasión y su amor, y sabedora de lo mucho que él apreciaba la verdad, dejó caer alguno de los velos en que se envolvía.

—Y hoy ha sido también culpa mía, Anjín-san —dijo—. Si me hubiese portado con él como una mujer, él habría sido como un niño en mis manos. Pero no lo hice ni lo haré.

—¿Por qué?

—Porque ésta es mi venganza. Nunca volveré a entregarme a él. Antaño lo hice, libremente, aunque lo detesté desde el primer momento en que lo vi.

—Entonces, ¿por qué te casaste con él? Me dijiste que las mujeres tienen aquí el derecho a negarse, que no están obligadas a casarse contra su voluntad.

—Me casé con él para complacer al señor Goroda y a mi padre. Era muy joven y todavía no conocía al señor Goroda, pero, si quieres saber la verdad, Goroda era el hombre más cruel y más aborrecible que jamás haya existido. Él indujo a mi padre a traicionarlo. ¡Ésta es la pura verdad! ¡Goroda! —Y pareció escupir el nombre—. De no haber sido por él, todos viviríamos y seríamos felices. Ruego a Dios que le tenga en el infierno por toda la eternidad.

Sintió un fuerte dolor en el costado e hizo una mueca. Blackthorne se arrodilló a su lado para acunarla. Pero ella le empujó, tratando de dominarse. Fujiko, en la puerta, los observaba estoicamente.

—Estoy bien, Anjín-san. Por favor, déjame sola. No debes… Debes tener cuidado.

—No le temo.

Ella se apartó cansadamente un mechón de cabellos que le cubría los ojos y le dirigió una mirada interrogadora.

«¿Por qué no dejar que Anjín-san vaya al encuentro de su karma? —se preguntó—. No es de nuestro mundo. Buntaro lo mataría con toda facilidad. Hasta ahora, sólo la protección personal de Toranaga lo ha salvado. Yabú, Omi, Naga, Buntaro… Cualquiera de ellos lo mataría a la menor provocación.

»Desde que llegó, sólo ha causado disturbios, ¿neh? Él y sus conocimientos. Naga tiene razón: Anjín-san es capaz de destruir nuestro mundo si no se le tiene bien atado.

»¿Y si Buntaro supiese la verdad? ¿O Toranaga? Sobre lo de la almohada…

»—¿Te has vuelto loca? —le había dicho Fujiko aquella primera noche.

»—No.

»—Entonces, ¿por qué vas a ocupar el sitio de la doncella?

»—Por culpa del saké, para pasar un buen rato, Fujiko-san, y por curiosidad —había mentido ella, ocultándole la verdadera razón: porque él la enardecía, porque lo deseaba y porque nunca había tenido un amante.

»Si no lo hago esta noche, no lo haré nunca, se había dicho, y tenía que ser con Anjín-san y sólo con Anjín-san.

»Había ido a él, y ayer, al llegar la galera, Fujiko le había dicho en privado:

»—¿Habrías ido si hubieses sabido que tu esposo vivía?

»—No, claro que no —había mentido ella.

»—Pero ahora lo contarás a Buntaro-sama, ¿neh?

»—¿Por qué habría de hacerlo?

»—Pensé que podías tener este propósito. Si se lo dijeses a Buntaro-sama en el momento oportuno, estallaría su furor y te mataría, tal como deseas, sin pensarlo siquiera.

»—No, Fujiko-san, no me mataría. Desgraciadamente para mí. Si le diese motivo para ello y obtuviese el permiso del señor Toranaga, me enviaría con los eta, pero nunca me mataría.

»—De todos modos, si algún día piensas que Buntaro-sama sospecha lo ocurrido, avísame, por favor. Mientras yo sea consorte de Anjín-san, tengo el deber de protegerlo.

»Así es, Fujiko —había pensado Mariko—. Y esto te daría una excusa para vengarte del que acusó a tu padre. Pero lo cierto es que tu padre fue un cobarde, mi pobre Fujiko. Hiro-matsu estaba allí. Incluso los sables que tanto aprecias, no los recibió como premio en el combate, sino que fueron comprados a un samurai herido. Bueno, yo nunca te lo diré, aunque sea la verdad.»

—No le temo —repitió ahora Blackthorne.

—Lo sé —dijo Mariko, acometida de nuevo por el dolor—. Pero, te lo ruego, témelo por mí.

Blackthorne se dirigió a la puerta.

Buntaro lo esperaba a cien pasos de la casa, en medio del camino que conducía a la aldea. El guardia estaba a su lado.

Blackthorne vio el arco en las manos de Buntaro, y sus sables y, los sables del guardia. Buntaro se tambaleaba ligeramente, y esto le hizo confiar en que fallase su puntería y le diese tiempo de acercarse lo bastante. No había ningún sitio donde refugiarse en el camino. Sin el menor disimulo, amartilló las dos pistolas y apuntó a los dos hombres.

Sin embargo, sabía que lo que estaba haciendo era una locura, que no tenía ninguna posibilidad contra los dos samurais y contra el arco de largo alcance, y que no tenía derecho a entremeterse. Y entonces, cuando aún no estaba a tiro de pistola, Buntaro se inclinó profundamente, y lo propio hizo el guardia. Blackthorne se detuvo sospechando una trampa. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Como en sueños, contempló cómo Buntaro se hincaba pesadamente de rodillas, dejaba el arco a un lado y, apoyando las manos en el suelo, tocaba éste con la frente, como habría hecho un campesino frente a su señor. El guardia lo imitó.

Blackthorne los miró, confuso. Cuando estuvo seguro de que sus ojos no le engañaban, avanzó despacio, con las pistolas preparadas, pero sin apuntar con ellas. Cuando los tuvo a tiro, se detuvo. Buntaro no se había movido.

—¡Levántate, hijo de perra! —exclamó Blackthorne, dispuesto a apretar los dos gatillos.

Buntaro no respondió, no hizo nada, siguió con la cabeza baja y las manos apoyadas en el suelo. La espalda de su quimono estaba empapada en sudor.

Entonces, consciente de que era una grosería permanecer de pie, estando ellos arrodillados, Blackthorne se arrodilló a su vez, sin soltar las pistolas, tocó el suelo con las manos, correspondió a su reverencia y se sentó sobre los talones.

¿Hai? —preguntó, con forzada cortesía.

Al momento, Buntaro empezó a farfullar. Humildemente. Disculpándose. Blackthorne sólo podía captar alguna palabra suelta de vez en cuando, aunque oyó repetir el vocablo «saké». Buntaro continuó durante un buen rato. Después, calló y volvió a tocar el polvo con la cabeza.

La rabia furiosa de Blackthorne se había desvanecido.

Shigata ga nai —dijo con voz ronca.

Esto quería decir «déjalo» o «no hay nada que hacer» o «¿qué podías hacer?», y la vaguedad de la frase se debía a que todavía ignoraba si se trataba de una disculpa puramente ritual, precursora del ataque.

Sbigata ga nai, Hakkiri wakaranu ga shinpai surukotowanai. (Déjalo. No comprendo exactamente, pero no te preocupes.)

Buntaro levantó la mirada y se sentó.

Arigato, arigato, Anjín-sama. Domo gomen nasai.

Shigata ga nai —repitió Blackthorne, y, viendo ahora que la disculpa era sincera, dio gracias a Dios por esta milagrosa oportunidad de cancelar el duelo.

«Pero, ¿por qué la disculpa? —se preguntaba frenéticamente—. ¡Piensa! Tienes que aprender a pensar como ellos.»

Entonces, dio con la solución. «Debe de ser porque soy hatamoto, y Buntaro, el invitado, trastornó el wa, la armonía de mi casa. Al reñir violentamente con su esposa en mi casa, me insultó a mí, por consiguiente, obró mal y tiene que disculparse, tanto si le gusta como si no. ¡Espera! No olvides que, según sus costumbres, todos los hombres tienen derecho a emborracharse, y, cuando están borrachos, no son responsables de sus actos. Además, ¿no tuve yo realmente la culpa? ¿No fui yo quien empezó a beber, quien lo desafió a beber?»

—Sí —dijo en voz alta.

—¿Nan desu ka, Anjín-san? —preguntó Buntaro, que tenía los ojos enrojecidos.

Nani mo. Watashi no kaskitsu desu. (Nada. Yo tuve la culpa.)

Buntaro movió la cabeza y dijo que no, que la culpa había sido sólo suya, y se inclinó y pidió perdón de nuevo.

—Saké —dijo Blackthorne, rotundamente, y se encogió de hombros—. Shigata ga nai. ¡Saké!

Buntaro saludó y le dio las gracias. Blackthorne le devolvió el saludo y se levantó.

Al fin, Buntaro dio media vuelta y se alejó. Blackthorne se preguntó si estaba tan borracho como parecía. Después, volvió a su casa.

Fujiko estaba en la galería, encerrada de nuevo en su cortés y sonriente cáscara.

La puerta de Mariko estaba cerrada. Su doncella estaba en pie delante de ella.

—¿Mariko-san?

—¿Sí, Anjín-san?

Él esperó, pero la puerta continuó cerrada.

—¿Estás bien?

—Sí, gracias. —Carraspeó y prosiguió con voz débil—: Fujiko envió recado a Yabú-san y al señor Toranaga, diciéndoles que hoy me siento indispuesta y no podré hacer de intérprete.

—Debería verte un médico.

—No, gracias, Suwo será bastante. He mandado que vayan en su busca. Yo… sólo tengo una torcedura en el costado. De veras que estoy bien, no debes preocuparte.

—Escucha, yo sé un poco de medicina. No escupes sangre, ¿verdad?

—¡Oh, no! Sólo me di un golpe en la mejilla al resbalar. Estoy perfectamente, de verdad.

Después de una pausa, dijo él:

—Buntaro me pidió disculpas.

—Sí. Fujiko os observó desde el portal. Te agradezco humildemente que hayas aceptado sus disculpas. Gracias. Y lamento las molestias que has sufrido… Es imperdonable que tu armonía… Por favor, acepta también mis excusas.

—¿Por haber recibido una paliza?

—Por haber desobedecido a mi esposo, por no haber hecho que durmiese tranquilamente, por haber causado molestias a mi anfitrión. Y también por lo que dije.

—¿Estás segura de que no puedo hacer nada por ti?

—No, no, gracias, Anjín-san. Mañana habrá pasado todo.

Pero Blackthorne no la vio en ocho días.