CAPÍTULO XXXIV

Diez días después de la muerte de Jozen y sus hombres, a la Hora del Caballo, las once de la mañana, un convoy de tres galeras dobló el cabo de Anjiro. Iban llenas de soldados. Toranaga desembarcó. Le acompañaba Buntaro.

—Primero quiero ver una maniobra de ataque, Yabú-san, con los quinientos hombres primitivos —dijo Toranaga—. En seguida.

—¿No podría ser mañana? Así tendría tiempo de hacer los preparativos. Y debes de estar cansado…

—No lo estoy, gracias —respondió Toranaga, con deliberada brusquedad—. No necesito «defensores», ni gritos, ni muertes simuladas. No olvides, viejo amigo, que he actuado lo bastante en las comedias Noh como para saber usar mi imaginación.

Estaban en la playa, junto al muelle. Toranaga estaba rodeado de sus guardias escogidos, y otros desembarcaban de la galera atracada. Otros mil samurais, poderosamente armados, se apretujaban en las dos galeras que esperaban cerca de la orilla.

—¡Cuida de ello, Igurashi! —gritó Yabú, disimulando su ira.

Desde que envió el primer mensaje sobre la llegada de Jozen, sólo había recibido informes insignificantes de su red de espionaje en Yedo y esporádicas y vagas respuestas de Toranaga a sus cada vez más apremiantes mensajes. Hasta que, cuatro días atrás, recibió ésta: «Los responsables de la muerte de Jozen serán castigados. Permanecerán en sus puestos, pero arrestados hasta que pueda consultar con el señor Ishido.» Y ayer, la bomba: «Hoy he recibido la invitación formal del nuevo Consejo de Regencia para la Ceremonia de las Flores, en Osaka. ¿Cuándo piensas partir? Te aconsejo que lo hagas inmediatamente.»

—Te está obligando a comprometerte —respondió Igurashi—. Hagas lo que hagas, estás atrapado.

—Yo también lo creo —dijo Omi.

Y hoy, en la playa, Yabú daba gracias a su kami guardián, que lo había inducido a aceptar el consejo de Omi de permanecer aquí hasta el último momento, hasta dentro de tres días.

—Respecto a tu último mensaje, llegado ayer, Toranaga-sama —dijo Yabú—, supongo que no irás a Osaka, ¿verdad?

—¿Y tú?

—Te considero mi jefe, y, naturalmente, esperaba tu decisión.

—Mi decisión es fácil, Yabú-sama. En cambio, la tuya es difícil. Si vas los regentes te harán trizas por haber matado a Jozen y a sus hombres. Ishido está furioso… y con razón. ¿Neh?

—Yo no lo hice, señor Toranaga. La destrucción de Jozen, sin duda merecida, se realizó contra mis órdenes.

—Fue una suerte que lo hiciese Naga-san, ¿neh? Si no, habrías tenido que hacerlo tú. Más tarde discutiremos esto. Ahora, ven y charlaremos mientras nos dirigimos al campo de instrucción. No hay que perder tiempo. —Y Toranaga se echó a andar a paso vivo, seguido de cerca por sus guardias—. Sí, estás realmente ante un dilema, viejo amigo. Tal vez deberías hacer lo que sugeriste la última vez que estuve en Anjiro. Me alegraría ser tu ayudante. Tal vez tu cabeza mitigaría el mal humor de Ishido cuando me reúna con él.

—Mi cabeza no tiene valor para Ishido.

—No es ésa mi opinión.

Buntaro fue a su encuentro.

—Discúlpame, señor. ¿Dónde quieres que se alojen los hombres?

—En la meseta. Establece allí tu campamento permanente. Doscientos guardias quedarán conmigo en la fortaleza.

—¿Un campamento permanente? —preguntó Yabú—. ¿Vas a quedarte aquí?

—No, sólo mis hombres. Si la maniobra sale bien, como creo, formaremos nueve batallones de asalto, de quinientos samurais cada uno.

—¿Tendremos nueve batallones de asalto?

—Sí. Constituirán un regimiento. Al mando de Buntaro.

—Tal vez sería mejor que yo me encargase de eso. Él…

—Olvidas que el Consejo se reúne dentro de breves días. ¿Cómo puedes mandar un regimiento si marchas a Osaka? ¿No has preparado tu partida?

Yabú se detuvo.

—Somos aliados. Convinimos en que tú eres el jefe, y orinamos para sellar el trato. Yo lo he cumplido y sigo cumpliéndolo. Ahora, pregunto: ¿Cuál es tu plan? ¿Vamos o no vamos a la guerra?

—Nadie me ha declarado la guerra. Todavía.

Yabú ardía en deseos de sacar la espada Yoshitomo y derramar la sangre de Toranaga sobre el polvo, de una vez para siempre y costase lo que costase. Podía sentir el aliento de los guardias de Toranaga a su alrededor, pero ya no le importaba.

—¿No será el Consejo tu sentencia de muerte? Tú mismo lo dijiste. En cuanto se reúnan, tendrás que obedecer. ¿Neh?

—Desde luego.

Toranaga alejó a los guardias con un ademán y se apoyó tranquilamente en su sable, separadas y firmes las robustas piernas.

—Entonces, ¿cuál es tu decisión? ¿Qué te propones?

—Primero, ver la maniobra.

—¿Y después?

—Ir a cazar.

—¿Vas a ir a Osaka?

—Naturalmente.

—¿Cuándo?

—Cuando me plazca.

—¿Quieres decir, no cuando le plazca a Ishido?

—Quiero decir cuando me plazca. Y ahora dime: ¿qué ocurrió exactamente entre Jozen y Naga-san?

Yabú le contó la verdad, pero omitiendo la circunstancia de que Naga había sido inducido por Omi.

—¿Y mi bárbaro? ¿Cómo se porta Anjín-san?

—Bien, muy bien.

Yabú le habló del frustrado harakiri de la primera noche y de cómo doblegó a Anjín-san para su mutua ventaja.

—Muy astuto —dijo Toranaga, lentamente—. Nunca me habría imaginado que intentase el harakiri. Muy interesante.

—Fue una suerte el que dijese a Omi que estuviese preparado.

Yabú esperó con impaciencia que Toranaga dijese algo más. Pero éste guardó silencio. Por fin, dijo Yabú:

—La noticia que te envié sobre el nombramiento del señor Ito como regente… ¿Lo sabías ya?

—Había oído rumores. Ito es un magnífico elemento para Ishido.

—Pero su voto te destruirá.

—Si se celebra el Consejo.

—¡Ah! Entonces, ¿tienes un plan?

—Yo siempre tengo un plan… o varios planes, ¿no lo sabías? Pero, ¿cuál es el tuyo, aliado? Si quieres marcharte, márchate. Si quieres quedarte, quédate. ¡Elige!

Y siguió andando.

Mariko entregó a Toranaga un rollo de apretada escritura.

—¿Es esto todo? —preguntó él.

—Sí, señor —respondió ella, molesta por el olor del mal ventilado camarote—. Mucho de lo que hay en el Manual de Guerra estará repetido, pero yo tomé notas cada noche y lo escribí todo según se producía o, al menos, lo intenté. Es casi como un Diario de todo lo que se ha dicho y ha sucedido desde que te marchaste.

—Bien. ¿Lo ha leído alguien más?

—No, que yo sepa. —Agitó el abanico para refrescarse—. La consorte de Anjín-san y los criados me vieron cuando lo escribía, pero siempre lo tuve guardado bajo llave.

—¿Cuáles son tus conclusiones?

Ella reflexionó un momento y dijo, con seguridad:

—El Regimiento de Mosquetes ganaría una batalla. Los bárbaros podrían destruirnos, si desembarcasen en gran número, con mosquetes y cañones. Debes tener una flota bárbara. Hasta ahora, los conocimientos de Anjín-san han tenido un valor enorme para ti, hasta el punto de que deberían mantenerse secretos, sólo para tus oídos. Puestos en malas manos, estos conocimientos serían fatales para ti.

—¿Quién comparte ahora sus conocimientos?

—Yabú-san sabe muchas cosas, pero Omi-san sabe más, porque es muy intuitivo. Igurashi-san, Naga-san y los soldados… Los soldados comprenden naturalmente la estrategia, pero no los detalles, ni los conocimientos políticos y generales de Anjín-san. Desde luego, éste sólo nos ha explicado algunas cosas, pero su saber es muy vasto, y su memoria, casi perfecta. Con paciencia puede proporcionarte una imagen exacta del mundo, de sus costumbres y peligros. Si es que dice la verdad.

—¿La dice?

—Creo que sí.

—¿Qué opinas de Yabú?

—Yabú-san es un hombre violento y sin escrúpulos. Tiene destellos de astucia e incluso de gran inteligencia. Es peligroso como enemigo y como aliado.

—Unas virtudes recomendables. ¿Y sus defectos?

—Es mal administrador. Sus campesinos se rebelarían si tuviesen armas.

—¿Por qué?

—Cobra impuestos excesivos, ilegales. El setenta y cinco por ciento de todo el arroz, la pesca y los productos. Y ha implantado tasas sobre las cabezas, las tierras, las barcas, las ventas, hasta la última barrica de saké. Todo está tasado en Izú.

—Dime más cosas de Yabú.

—Come poco y su salud parece buena, pero Suwo, el masajista, cree que padece del riñón. Tiene algunos hábitos curiosos.

—¿Qué?

Ella le contó lo de la Noche de los Gritos.

—El padre de Yabú solía también cocer a sus enemigos. Una pérdida de tiempo. Pero puedo comprender su necesidad de hacerlo de vez en cuando. ¿Y su sobrino, Omi?

—Muy astuto. Muy inteligente. Absolutamente fiel a su tío.

—¿Y la familia de Omi?

—Su madre es… bastante severa con Midori, su esposa. Ésta es samurai, amable, enérgica y muy buena. Todos son vasallos leales de Yabú-san. En la actualidad, Omi-san no tiene consortes, aunque Kikú, la más famosa cortesana de Izú, es casi como una consorte. Si él pudiese comprar su contrato, creo que la traería a su casa.

—¿Me ayudaría contra Yabú, si se lo pidiese?

Ella reflexionó un momento. Después, movió la cabeza.

—No, señor. No lo creo. Creo que es vasallo de su tío.

—¿Y Naga?

—Un magnífico samurai. Vio en seguida el peligro de Jozen-san y sus hombres, y zanjó la cuestión.

—Creo que fue un estúpido… al convertirse en muñeco de Yabú.

Ella se arregló un pliegue del quimono y no contestó.

—Háblame ahora de Anjín-san —dijo Toranaga, abanicándose.

Ella había estado esperando esto, pero, ahora, todas las inteligentes observaciones que pensaba hacer se habían desvanecido en su cabeza.

—¿Y bien?

—Debes juzgar por lo que se dice en el rollo, señor. En ciertos aspectos, es un hombre inexplicable. Desde luego, su educación y su herencia son completamente distintas de las nuestras. Es un tipo muy complicado y que escapa a nuestra…, a mi comprensión. Solía ser muy franco. Pero, desde que intentó el harakiri, ha cambiado. Es más reservado.

Le contó lo que había dicho y hecho Omi aquella primera noche. Y lo referente a la promesa de Yabú.

—¡Ah! ¿Fue Omi, no Yabú-san, quien le detuvo?

—Sí.

—Y Yabú siguió el consejo de Omi.

—Exacto, señor.

—Luego Omi es el consejero. Muy interesante. Supongo que Anjín-san no esperará que Yabú cumpla su promesa, ¿eh?

—Sí. Está seguro.

—¡Qué infantil! —rió Toranaga—. Háblame de su consorte.

Ella se lo contó todo.

—Bien. —Le complacía que su elección de Fujiko y su plan hubiese funcionado tan bien—. ¡Bravo! Estuvo muy acertada en lo de las pistolas. ¿Qué tal las costumbres de Anjín-san?

—Casi todas normales, aunque muestra una extraña repugnancia a hablar de juegos de almohada y una curiosa renuncia a comentar las funciones más naturales. —Le explicó también su desacostumbrada afición a la soledad y su pésimo gusto en lo tocante a la comida—. Por lo demás, es atento, razonable, listo y buen alumno, y siente mucha curiosidad por nosotros y nuestras costumbres. Yo le he explicado algo sobre nuestro estilo de vida y nuestra historia, sobre el Taiko y los problemas actuales de nuestro Reino.

—¿Y sobre el Heredero?

—Sí, señor. ¿Hice mal?

—No. Te dije que debías educarlo. ¿Qué tal va su japonés?

—Muy bien, dadas las circunstancias. Con el tiempo, hablará perfectamente nuestra lengua. Es un buen discípulo, señor.

—¿Y tú, Mariko-san? ¿Cómo estás?

—Bien, gracias, señor. Y me alegro mucho de tu buen aspecto ¿Puedo felicitarte por el nacimiento de tu nieto?

—Sí, gracias. Estoy muy contento. El chico tiene buena constitución y parece sano.

—¿Y dama Genjiko?

—Tan fuerte como siempre —gruñó Toranaga, y, después, frunció los labios y reflexionó un momento—. Tal vez podrías recomendarme una madre adoptiva. —Había la costumbre de que los hijos de los samurais importantes tuviesen una madre adoptiva, para que la madre natural pudiese cuidar del marido y del gobierno de la casa, dejando a aquélla la crianza del pequeño—. Aunque temo que no será fácil encontrar la persona adecuada. Dama Genjiko tiene un carácter un poco difícil para sus servidores, ¿neh?

—Estoy seguro de que encontrarás la persona perfecta, señor. Te prometo pensar en ello —respondió Mariko, convencida de la inutilidad de su consejo, pues no había mujer capaz de satisfacer al mismo tiempo al señor Toranaga y a su nuera.

—Gracias. Pero, ¿y tú, Mariko? ¿Qué me dices de ti?

—Estoy bien, señor. Gracias.

—¿Y tu conciencia cristiana?

—No hay conflicto, señor. He hecho todo lo que podía desear. De veras.

Toranaga la observó fijamente. Vio la inocencia reflejada en sus ojos.

—Te has portado bien, Mariko-san. Continúa igual.

—Sí, señor, gracias. Una cosa: Anjín-san tiene gran necesidad de una gramática y de un diccionario.

—Los he pedido a Tsukku-san. —Advirtió que ella fruncía el ceño—. ¿Piensas que no los enviará?

—Te obedecerá, naturalmente. Pero quizá no con la rapidez que tú deseas.

—Pronto lo sabré —dijo Toranaga, en tono amenazador—. Sólo le quedan trece días.

—¿Cómo señor? —dijo Mariko, sobresaltada y sin comprender.

—Bueno —dijo Toranaga, con indiferencia, disimulando su momentáneo desliz—, cuando estábamos a bordo del barco portugués, me pidió permiso para visitar Yedo. Se lo otorgué, pero dándole un plazo de cuarenta días. Ahora quedan trece. ¿No fueron cuarenta días los que estuvo aquel bonzo, aquel profeta, Moisés, en la montaña, para recoger los mandamientos de «Dios» grabados en piedra?

—Sí, señor.

—¿Crees que esto sucedió?

—Sí. Pero no sé cómo ni por qué.

—Discutir las «cosas de Dios» es perder el tiempo, ¿neh?

—Si buscas hechos, sí, señor.

—En la espera de ese diccionario, ¿has tratado de hacer uno?

—Sí Toranaga-sama, aunque temo que no es muy bueno. Desgraciadamente, parece haber muy poco tiempo y muchos problemas. Aquí… y en todas partes —añadió, con intención.

Toranaga asintió con la cabeza, dándose cuenta de que ella habría querido preguntarle muchas cosas: sobre el nuevo Consejo y el nombramiento de Ito y la sentencia de Naga y la inminencia de la guerra.

—Es una suerte que haya vuelto tu marido, ¿neh?

—Nunca pensé que salvaría la vida —dijo ella, dejando de abanicarse—. Nunca. He rezado y quemado incienso todos los días por su memoria.

Buntaro le había contado esta mañana que otro contingente de samurais de Toranaga había cubierto su retirada desde el muelle, permitiéndole cruzar los suburbios de Osaka sin tropiezo. Después, con cincuenta hombres disfrazados de bandidos, y caballos de repuesto, se había lanzado a los montes y galopado por senderos en dirección a Yedo. Dos veces lo alcanzaron sus perseguidores, y una le tendieron una emboscada en la que perdió a todos sus hombres menos cuatro, pero logró escapar y se adentró más en el bosque y siguió galopando de noche y durmiendo durante el día. Había tardado veinte días en llegar a Yedo. Sólo dos de sus hombres habían sobrevivido.

—Fue casi un milagro —dijo ella—. Pensé que estaba poseída por un kami cuando lo vi a tu lado en la playa.

—Es inteligente. Muy vigoroso y muy inteligente.

—¿Puedo pedirte noticias del señor Hiro-matsu, señor? ¿Y de Osaka? ¿Y de dama Kiritsubo y dama Sazuko?

Toranaga le informó, en tono indiferente, de que Hiro-matsu había regresado a Yedo el día antes de partir él, y de que las damas habían decidido quedarse en Osaka por motivos de salud de dama Sazuko. No había necesidad de decir más. Tanto él como Mariko sabían que esto no era más que una fórmula para salvar la dignidad y que el general Ishido nunca permitiría que se le escapasen tan valiosos rehenes, ahora que tenía a Toranaga fuera de su alcance.

—Nada puede hacerse —dijo él—. Es karma, ¿neh?

—Sí.

Toranaga cogió el rollo.

—Ahora debo leer esto. Gracias, Mariko-san. Lo has hecho muy bien. Por favor, trae a Anjín-san a la fortaleza al amanecer.

—Señor, ahora que mi amo está aquí, debería…

—Tu marido está conforme en que, mientras yo esté aquí, permanecerás donde estás y actuarás de intérprete como hasta ahora.

—Pero debo montar la casa para mi señor. Necesitará criados y una casa.

—En este momento, esto sería una pérdida de tiempo, de dinero y de esfuerzos. Permanecerá con la tropa o en casa de Anjín-san, lo que él prefiera.

—Sí. Discúlpame, señor.

Y se marchó.

Toranaga leyó cuidadosamente el rollo. Y el Manual de Guerra. Después releyó parte del primero. Los guardó en lugar seguro, puso guardias en el camarote y subió a cubierta.

Amanecía. El día se anunciaba cálido y nublado. Canceló la reunión con Anjín-san que tenía proyectada y cabalgó hacia la meseta con un centenar de guardias. Allí recogió a sus halconeros y tres halcones, y cazó en veinte ri. Al mediodía, había capturado tres faisanes, dos grandes becadas, una liebre y un montón de codornices. Envió un faisán y la liebre a Anjín-san, y el resto a la fortaleza. Algunos de sus samurais no eran budistas, y él toleraba sus costumbres dietéticas. En cuanto a él, comió un poco de arroz frío con pasta de pescado, unas algas en adobo y unas tiras de jengibre. Después, se acurrucó en el suelo y se durmió.

Era muy entrada la tarde y Blackthorne estaba en la cocina, silbando alegremente. A su alrededor, estaban el cocinero jefe, su ayudante, el preparador de verduras, el preparador de pescados y sus ayudantes, todos sonrientes, pero molestos por dentro, porque su amo estaba en la cocina con su ama y también porque les había dicho que iba a hacerles el honor de enseñarles a preparar y cocinar la liebre a su manera.

En cuanto al faisán, lo había colgado ya en un alero de una caseta exterior, con severas instrucciones de que nadie, nadie, debía tocarlo, salvo él mismo.

Sintiéndose joven de nuevo —pues una de sus primeras tareas había sido limpiar las piezas que él y su hermano cazaban furtivamente y con grandes riesgos, en las fincas de los alrededores de Chatham—, escogió un cuchillo largo y curvo. El jefe sushi palideció. Era su cuchillo predilecto, con un filo especialmente vaciado para que las tajadas de pescado crudo fuesen siempre cortadas a la perfección. Todos los demás sabían esto y contuvieron el aliento, acentuando su sonrisa para ocultar su preocupación por él, mientras él sonreía más para disimular su vergüenza.

Blackthorne abrió la panza de la liebre y extrajo el estómago y las entrañas. Una de las doncellas más jóvenes se estremeció y huyó sin hacer ruido. Fujiko resolvió ponerle una multa de un mes de sueldo, lamentando no ser también una campesina para poder huir sin mengua de su honor.

Después, observaron, pasmados, cómo cortaba Blackthorne las patas del animal y lo despellejaba. A continuación, lo colocó sobre la tabla de trinchar, lo decapitó y se dedicó a desarticular las patas y trocear el cuerpo de la liebre. Otra doncella escapó sin que los otros lo advirtiesen.

—Ahora quiero una olla —dijo Blackthorne, con un guiño de satisfacción.

Nadie le respondió. Siguieron mirándolo y sonriendo inexpresivamente. Entonces vio un grande e inmaculado caldero de hierro. Lo asió con sus ensangrentadas manos, lo llenó de agua, lo puso sobre el fuego y echó en él los trozos de carne.

—Ahora, algunas verduras y especias —dijo.

¿Dozo? —preguntó Fujiko, con voz ronca.

Él no conocía las palabras japonesas y miró a su alrededor. Había algunas zanahorias en un cesto, y unas raíces que parecían rábanos. Los limpió, los cortó y los echó en la olla, añadiendo sal y un poco de salsa de soja.

—Necesitaría cebollas y ajos, y vino de Oporto.

¿Dozo? —volvió a preguntar Fujiko, sin comprender.

Kotaba sbirimasen. (No sé las palabras.)

Ella no le corrigió esta vez, sino que cogió una cuchara y se la ofreció. Él movió la cabeza.

—Saké —dijo.

El ayudante de cocinero salió de su inmovilidad y le entregó el barrilito de madera.

Domo.

Blackthorne vertió una taza llena y añadió otra para no quedarse corto.

Kotaba shirimasen (Este guiso será magnífico). Ichi-ban, ¿neh? —dijo, señalando la humeante olla.

Hai —dijo Fujiko, sin la menor convicción.

Okuru tsukai arigato Toranaga-sama (Envía un mensajero a dar las gracias al señor Toranaga) —dijo Blackthorne, y nadie corrigió su mal japonés.

Hai.

Fujiko salió y se dirigió corriendo a la letrina, una pequeña choza situada en espléndido aislamiento cerca de la puerta principal del jardín. Estaba muy mareada.

—¿Te sientes bien, señora? —preguntó Nigatsu, su doncella, mujer de edad madura, rechoncha, y que estaba al cuidado de Fujiko desde que ésta era pequeña.

—¡Vete! Pero antes tráeme un poco de cha. ¡No! Tendrías que entrar en la cocina… ¡Oh, oh, oh!

—Tengo cha aquí, señora. Pensamos que lo necesitarías y hervimos el agua en otro brasero. ¡Aquí!

—¡Oh! ¡Eres muy lista! —dijo Fujiko, pellizcando cariñosamente la redonda mejilla de Nigatsu, mientras acudía otra doncella para abanicarla.

Después, se enjugó los labios con una toalla de papel y se sentó, aliviada, sobre un cojín, en la galería.

—¡Oh, esto es mejor!

—¿Qué pasa allá dentro, señora? Nosotras no nos atrevimos siquiera a mirar.

—No te preocupes. El amo…, el amo… Déjalo correr. Sus costumbres son raras, pero es nuestro karma.

Entonces vio que se acercaba ceremoniosamente el jefe de la cocina, y su corazón se encogió un poco más. Él, un hombrecillo delgado y tieso, de grandes pies y dientes de gamo, se inclinó respetuosamente. Antes de que pudiese pronunciar una palabra, Fujiko le dijo:

—Compra cuchillos nuevos en la aldea. Y una olla para cocer el arroz. Una nueva tabla de trinchar, nuevos recipientes para el agua… y todos los utensilios que consideres necesarios. Los que ha empleado el amo quedarán reservados para su uso exclusivo. Si quieres, puedes construir otra cocina donde pueda el amo hacer sus guisos si lo desea… hasta que hayas aprendido.

—Gracias, Fujiko-sama —dijo el cocinero—. Discúlpame por venir a molestarte, discúlpame, por favor, pero conozco un cocinero muy bueno en la aldea vecina. No es budista, e incluso estuvo con el Ejército en Corea. Él sabrá cocinar para el amo mucho mejor que yo.

—Cuando quiera cambiar de cocinero, te lo diré. Mientras tanto, seguirás siendo aquí el jefe de cocina —dijo ella—. Aceptaste el cargo por seis meses.

—Sí, señora —dijo el cocinero, muy digno por fuera y temblando por dentro, porque Fujiko-noh-Anjín era un ama con la que no se podía jugar—. Perdóname, por favor, pero yo fui contratado como cocinero…, no como carnicero. Los eta son carniceros. Claro que no podemos traer eta aquí, pero el otro cocinero de que te hablé no es budista como yo, ni como mi padre y mis antepasados, señora, que nunca, nunca… Por favor, ese nuevo cocinero podría…

—Tú seguirás cocinando aquí como hasta ahora. Yo encuentro excelente tu cocina, digna de un maestro cocinero de Yedo. Incluso envié una de tus recetas a dama Kiritsubo, en Osaka.

—¡Oh! Gracias. Me haces demasiado honor. ¿Qué receta fue, señora?

—La de angulas y medusa, con ostras partidas y una pizca de soja, que tú haces tan bien. ¡Es excelente! Lo mejor que jamás he comido.

—¡Oh, gracias, señora!

—Aunque tus sopas dejan mucho que desear.

—¡Oh! ¡Cuánto lo siento!

—Más tarde discutiremos esto. Gracias, cocinero —dijo ella, en tono de despedida.

Pero el hombrecillo se mantuvo terco, aunque sumiso.

—Por favor, perdóname, señora, pero oh ko, con toda humildad, si el amo…, cuando el amo…

—Cuando el amo te mande cocinar o trinchar carne o lo que sea, lo harás inmediatamente. Como un servidor leal. Sin embargo, como puedes tardar mucho tiempo en aprender, tal vez podrías ponerte de acuerdo con ese otro cocinero para que te visite los raros días en que tu amo quiera comer a su manera.

Satisfecho su honor, el cocinero sonrió e hizo una reverencia.

—Gracias. Sírvete disculpar mi petición de consejo.

—Naturalmente, pagarás al cocinero sustituto de tu propio salario.

Fujiko percibió el olor de la liebre que se empezaba a cocer. «¿Qué pasará si me pide que coma con él? —se dijo y casi se estremeció—. En todo caso, tendré que servirle. ¿Cómo no marearme? No, no me marearé. —Pensó, resueltamente—. Es mi karma

Se oyeron pisadas de caballos junto a la puerta. Buntaro desmontó y despidió a sus hombres. Después, sudoroso y polvoriento, cruzó el jardín, acompañado solamente de su guardia personal. Llevaba su enorme arco y el carcaj sobre la espalda. Fujiko se inclinó profundamente, aunque lo odiaba. Su tío era famoso por sus salvajes accesos de ira.

—Entra, por favor, tío. Eres muy amable al visitarnos tan pronto —dijo Fujiko.

—Hola, Fujiko-san. Tú… ¿Qué es esa peste?

—Mi señor está cocinando una pieza que le envió el señor Toranaga… y enseña a cocinar a mis míseros criados.

—Si quiere cocinar, supongo que puede hacerlo, aunque… —Buntaro frunció la nariz con desagrado—. Sí, el amo puede hacer lo que quiera dentro de su casa, mientras no vulnere la ley ni moleste a los vecinos.

—Confío en que nadie se sentirá molesto —dijo ella, inquieta, pensando qué mala pasada estaría él fraguando—. ¿Querías ver a mi señor? —añadió y empezó a levantarse, pero él la detuvo.

—No, no lo molestes. Esperaré —dijo ceremoniosamente.

Ella sintió que se le encogía el corazón, pues Buntaro no era famoso por sus buenos modales y su cortesía era siempre peligrosa.

—Te pido disculpas por presentarme así, sin previo aviso —siguió diciendo él—, pero el señor Toranaga me dijo que tal vez podría usar el baño y alojarme aquí. Sólo de vez en cuando. ¿Querrás preguntar más tarde a Anjín-san si me da su permiso?

—Con mucho gusto —dijo ella, siguiendo el ritual acostumbrado, pero aborreciendo la idea de tener a Buntaro en su casa—. Estoy segura de que él lo considerará un honor, tío. ¿Puedo ofrecerte cha o saké mientras esperas?

—Saké, gracias.

Nigatsu, la doncella, puso un cojín en la galería y corrió en busca del saké.

—¿Dónde está mi esposa? —preguntó Buntaro—. ¿Con Anjín-san?

—No, Buntaro-sama. Recibió la orden de presentarse en la fortaleza, donde…

—¿La orden? ¿De quién? ¿De Kasigi Yabú?

—¡Oh, no! Del señor Toranaga, señor, cuando volvió de la caza esta tarde.

—¡Ah, el señor Toranaga! —dijo Buntaro, algo más apaciguado y contemplando, a través de la bahía, la fortaleza donde ondeaba el estandarte de Toranaga al lado del de Yabú.

—¿Quieres que envíe a alguien a buscarla?

Él negó con la cabeza.

—Ya tendré tiempo de verla —suspiró, y miró atravesadamente a su sobrina, hija de su hermana menor—. Puedo sentirme feliz de tener una esposa tan eficiente, ¿neh?

—Sí, señor. Así es. Ella ha sido sumamente valiosa para interpretar los conocimientos de Anjín-san.

Buntaro contempló la fortaleza y olió el aire, al venir otra ráfaga de olor de la cocina.

—Es como estar en Nagasaki o de nuevo en Corea. Siempre están cociendo carne, hirviéndola o asándola. Los coreanos son animales, parecen caníbales. El olor a ajo impregna la ropa y los cabellos.

—Debió de ser terrible.

—La guerra fue buena. Podíamos haber triunfado fácilmente. E invadido China. Y civilizado ambos países. —Buntaro enrojeció y su voz se hizo más ronca—. Pero no lo hicimos. Fracasamos y tuvimos que volver, avergonzados, porque nos traicionaron. Unos puercos traidores que ocupaban puestos encumbrados.

—Es triste, pero tienes razón, Buntaro-sama. Tienes toda la razón —dijo ella, apaciguadora, mintiendo sencillamente, pues sabía que ninguna nación del mundo podía conquistar China, ni civilizarla, pues era ya civilizada en los viejos tiempos.

Latió una vena en la frente de Buntaro, y éste dijo, casi hablando consigo mismo:

—Pero lo pagarán. Todos ellos. Los traidores. Sólo es cuestión de esperar a la orilla del río a que pasen flotando los cadáveres de los enemigos, ¿neh? —La miró y añadió—: Odio a los traidores y a los adúlteros. ¡Y a todos los embusteros!

—Sí. Tienes razón, Buntaro-sama —dijo ella, estremecida, sabiendo que su ferocidad no tenía límites.

Cuando Buntaro tenía dieciséis años, había ejecutado a su propia madre, consorte poco importante de Hiro-matsu, por sospecha de infidelidad mientras éste estaba en la guerra, luchando por el señor Goroda, el Dictador. Años más tarde, había matado a su primogénito, hijo de su primera esposa, por presuntos insultos, y a ella la había enviado con su familia, donde se había suicidado, incapaz de soportar su vergüenza. Había hecho cosas terribles a sus consortes y a Mariko.

Y había disputado violentamente con el padre de Fujiko, acusándolo de cobardía en Corea y desacreditándolo ante el Taiko, el cual le había ordenado que se afeitase la cabeza y se hiciese monje, provocando su prematura muerte, roído por la vergüenza.

Llegó el saké y Buntaro empezó a beber a grandes tragos.

Cuando hubo pasado el tiempo correcto de espera, Fujiko se levantó.

—Discúlpame un momento, por favor.

Se dirigió a la cocina a avisar a Blackthorne y a pedirle permiso para alojar a Buntaro en la casa, y volvió al cabo de un momento, con el pecho dolorido.

—Mi señor dice que se siente honrado de tenerte aquí. Su casa es tu casa.

—¿Qué efecto te produce ser consorte de un bárbaro?

—Al principio pensé que sería horrible. Pero Anjín-san es hatamoto y, por ende, samurai. Supongo que es un hombre como otro cualquiera, aunque tiene algunas costumbres muy raras.

—¡Quién habría pensado que una mujer de nuestra casa sería consorte de un bárbaro, aunque sea hatamoto!

—No tenía elección. Me limité a obedecer al señor Toranaga y al abuelo, al jefe de nuestro clan.

—Sí. —Buntaro apuró su taza de saké y ella volvió a llenarla—. La obediencia es importante en una mujer. Y Mariko-san es obediente, ¿no?

—Sí, señor —dijo ella, mirando su fea cara de mono—. Sólo te ha traído honor. Sin dama Mariko, tu esposa, el señor Toranaga no habría podido asimilar los conocimientos de Anjín-san.

Él sonrió aviesamente.

—He oído decir que apuntaste con pistolas a la cara de Omi-san.

—Fue en cumplimiento de mi deber, señor.

—¿Dónde aprendiste a usar las pistolas?

—Nunca había empuñado una hasta entonces. Y no sabía si estaban cargadas. Pero habría apretado los gatillos.

Buntaro se echó a reír.

—Omi-san también lo pensó.

—Después, aprendí a disparar.

—¿Te enseñó él?

—No, uno de los oficiales del señor Toranaga.

—¿Por qué?

—Mi padre no permitió nunca que sus hijas aprendiesen a manejar el sable o la lanza. Pensaba, y yo creo que con razón, que debíamos dedicar nuestro tiempo a aprender cosas más delicadas. Pero, a veces, una mujer tiene que proteger a su señor y su casa. La pistola es un arma buena para una mujer, muy buena. No requiere fuerza ni mucha práctica. Tal vez ahora podría ser más útil a mi señor, pues sin duda volaría la cabeza a cualquiera para protegerlo y por el honor de nuestra casa.

Buntaro apuró su taza.

—Me sentí orgulloso cuando me enteré de que le habías plantado cara a Omi-san. Hiciste lo que debías. El señor Hiro-matsu se sentirá también orgulloso de ti.

—Gracias, tío, pero sólo cumplí un deber elemental. —Se inclinó ceremoniosamente—. Mi señor pregunta si le harás el honor de hablar con él ahora, si no te molesta.

Él siguió el ritual:

—Dale las gracias de mi parte, por favor, pero, ¿podría bañarme primero? Si a él le parece bien, hablaremos cuando regrese mi esposa.