CAPÍTULO XXXIII

Blackthorne se despertó al amanecer. Solo. De momento, pensó que lo había soñado, pero el perfume de ella persistía y le convenció de que no había sido un sueño.

Una llamada discreta.

¿Hai?

Ohayo, Anjín-san, gomen nasai.

Una doncella abrió la puerta para que entrase Fujiko, y, después, trajo la bandeja con cha, una taza de gachas de arroz y pasteles dulces, también de arroz.

Ohayo, Fujiko-san, domo —dijo él, dándole las gracias.

Sorbió el cha, preguntándose si sabría Fujiko lo de la última noche. Su cara no revelaba nada.

¿Anata wa yoku nemutta ka? (¿Has dormido bien?)

Hai, Anjín-san, arigato gaziemashita. —Ella sonrió, se llevó la mano a la cabeza, fingiendo jaqueca, e imitó al borracho que se queda dormido como un leño—. ¿Anata wa?

Watashi wa yoku nemuru. (Dormí muy bien.)

Watashi wa yoku nemutta —le corrigió ella.

Domo. Watashi wa yoku nemutta.

¡Yoi! ¡Taihenyoi! (Bien. Muy bien.)

Entonces, él oyó que Mariko llamaba desde el pasillo:

—¿Fujiko-san?

—¿Hai, Mariko-san?

Fujiko se dirigió al shoji y lo abrió sólo una rendija. Él no pudo ver a Mariko. Y no entendió lo que decían.

«Ojalá nadie lo sepa —pensó—. Ojalá sea un secreto entre nosotros. Tal vez sería mejor que hubiese sido un sueño.»

Empezó a vestirse. Fujiko volvió y se arrodilló para sujetarle los tabi.

—¿Mariko-san? ¿Nan ja?

Nane mo (nada importante), Anjín-san —respondió ella.

Se dirigió al takonama (la alcoba) donde guardaba siempre los sables, y se los entregó. Él se los puso en el cinto. Ya no se sentía ridículo con ellos, aunque habría querido llevarlos con más naturalidad.

Ella le había contado que estos sables habían sido regalados a su padre, por su bravura en una batalla particularmente sangrienta en el lejano norte de Corea, hacía siete años, durante la primera invasión. Ésta y la segunda campaña habían sido las más costosas expediciones militares que jamás se hubiesen emprendido. Al morir el Taiko, el año pasado, Toranaga, en nombre del Consejo de Regencia, había ordenado inmediatamente el regreso del resto de los ejércitos, para gran alivio de la mayoría de los daimíos, que detestaban la campaña coreana.

Blackthorne salió a la galería. Se puso las zapatillas y saludó con la cabeza a sus servidores que, como de costumbre, se habían colocado en una hilera delante de él, para despedirlo.

El día era gris. El cielo estaba cubierto y un viento cálido y húmedo llegaba del mar.

Al otro lado del portal, estaban los caballos y los diez samurais de su séquito. Y Mariko.

Ohayo —dijo cortésmente él—. Ohayo, Mariko-san.

Ohayo, Anjín-san. ¿Ikaga desu ka?

Okagesana de genki desu. ¿Anata wa?

Ella sonrió.

Yoi, arigato goziemashita.

No daba el menor indicio de que algo hubiese cambiado entre ellos. Pero él no lo había esperado, y menos en público, sabiendo lo peligrosa que era la situación.

¡Ikimasho! —exclamó, saltando sobre la silla y haciendo señas a los samurais para que se adelantasen.

Puso su caballo al paso y Mariko se colocó a su lado. Cuando estuvieron solos, se sintió más tranquilo.

—Mariko.

¿Hai?

—Eres bella y te amo —dijo él, en latín.

—Te doy las gracias, pero el exceso de vino de la noche pasada hace que mi cabeza no se sienta hoy hermosa, en cuanto al amor, es una palabra cristiana.

—Tú eres hermosa y cristiana, y el vino no puede afectarte.

—Gracias por la mentira, Anjín-san. Sí, gracias.

—Soy yo quien debe darte las gracias.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Por ti. Tú sabes por qué.

—Yo no sé nada, Anjín-san.

—¿Nada? —le pinchó él.

—Nada.

Él se quedó desconcertado. Estaban solos y no había peligro.

—¿Por qué «nada» quita dulzura a tu sonrisa?

—¡Fue una estupidez! ¡Una tremenda estupidez! Olvidé que lo mejor es ser prudente. Pero estábamos solos y tenía ganas de hablar de ello. En realidad, hubiese querido decirte más.

—Hablas de un modo enigmático. No te comprendo —dijo él, más confuso que nunca—. ¿No quieres hablar de ello? ¿En absoluto?

—¿De qué, Anjín-san?

—Bueno, ¿qué pasó anoche?

—Pasé por delante de tu puerta, cuando Koi, mi doncella, estaba contigo.

—¿Qué?

—Nosotras, tu consorte y yo, pensamos que sería un buen obsequio para ti. Te gustó, ¿no?

Blackthorne trataba de recobrarse. La doncella de Mariko era de su estatura, pero más joven y mucho menos bonita. Sí, estaba completamente a oscuras y tenía la cabeza nublada por el vino, pero no, no era la doncella.

—No es posible —dijo en portugués.

—¿Qué no es posible, señor? —preguntó ella, en la misma lengua.

Él volvió al latín, pues sus acompañantes no estaban lejos y el viento soplaba en su dirección.

—Por favor, no juegues conmigo. Nadie puede oírnos. Sé distinguir una presencia y un perfume.

—¿Creíste que era yo? ¡Oh! No lo era, Anjín-san. Habría sido un honor para mí, pero no habría podido… por mucho que lo hubiese deseado. Pertenezco a otro, aunque puede estar muerto. Ella llevaba mi perfume…

—Las bromas sobre cosas muy importantes no tienen gracia.

—Las cosas muy importantes deben tratarse siempre como tales. Pero una doncella que visita a un hombre por la noche carece de importancia.

—No considero que tú carezcas de ella.

—Gracias. Lo mismo digo. Pero una doncella que se acuesta con un hombre es una cuestión privada y baladí. Es un obsequio que ella le hace y, a veces, que él le hace a ella. Nada más.

—¿Nunca es algo más?

—Sólo cuando la mujer y el hombre se reúnen vulnerando la ley. Al menos, en este país.

Él se refrenó, comprendiendo al fin la razón de su negativa.

—Te pido perdón —dijo—. Sí, tienes razón, y yo he cometido un tremendo error. Debí callarme. Perdóname.

—¿Por qué te disculpas? ¿De qué? Dime, Anjín-san: ¿llevaba la joven un crucifijo?

—No.

—Yo lo llevo siempre. Siempre.

—Un crucifijo puede quitarse —dijo él, volviendo automáticamente al portugués—. Esto no prueba nada. Se puede cambiar, como el perfume.

—Dime la verdad: ¿Viste realmente a la joven? ¿La viste de veras?

—Claro. Pero, por favor, olvidemos que yo…

—La noche era muy oscura y las nubes cubrían la luna. Dime la verdad, Anjín-san. ¡Piénsalo! ¿Viste en realidad a la niña?

«¡Claro que la vi! —pensó él, indignado—. Pero, ¡maldita sea!, recuerda bien. No la viste. Tenías la cabeza nublada. Podía ser la doncella y tú creíste que era Mariko, porque la deseabas y sólo veías a Mariko en tu imaginación y pensabas que ésta también te deseaba. Eres un estúpido. Un maldito estúpido.»

—Realmente, no —dijo—. Debo disculparme otra vez.

—No hace falta, Anjín-san —respondió ella, tranquilamente—. Ya te he dicho muchas veces que el hombre no debe disculparse, aunque obre mal. —Sus ojos lo miraron burlones—. Mi doncella no necesita tus disculpas.

—Gracias —dijo él, echándose a reír—. Me haces sentir menos tonto.

—La risa te quita años de encima. El grave Anjín-san vuelve a la niñez.

—Mi padre decía que había nacido viejo.

—¿Y era verdad?

—Él lo creía.

—¿Cómo es él?

—Era un hombre estupendo. Tenía un barco. Los españoles lo mataron en un sitio llamado Amberes, cuando pasaron a cuchillo la ciudad. E incendiaron su barco. Yo tenía seis años, pero lo recuerdo como un hombre alto, corpulento, amable y de cabellos dorados. Mi hermano mayor, Arthur, tenía sólo años… Fueron malos tiempos para nosotros, Mariko-san.

—¿Por qué? Cuéntamelo, te lo ruego.

—Muy sencillo. Mi padre había invertido todo su dinero en el barco, y éste se perdió… Poco después, murió mi hermana. En realidad, murió de hambre. Hubo hambre en el setenta y uno, y también peste.

—Nosotros tenemos a veces epidemias. De viruela. ¿Cuántos hermanos erais?

—Tres —dijo él, alegrándose de cambiar de tema—. Wilhe, mi hermana, que tenía nueve años cuando murió. Arthur era el segundo, y lo mataron en la Armada cuando tenía veinticinco. Yo soy el último Blackthorne. La viuda y la hija de Arthur viven ahora con mi esposa y los pequeños. Mi madre vive todavía, y también la vieja abuela Jacoba, que tiene setenta y cinco años, pero es fuerte como un roble inglés, aunque nació en Irlanda. Al menos, vivían cuando yo me marché, hace más de dos años…

Volvía el dolor del recuerdo. «Ya pensaré en ellos cuando emprenda el regreso —se prometió—, no antes.» Miró a Mariko.

—Mariko-san…

—¿Sí?

—Hace unos minutos, me convenciste, bueno, digamos que estaba convencido. Pero, ahora, no lo estoy. ¿Cuál es la verdad? La honto. Debo saberlo.

—Los oídos son para oír. Desde luego, era la doncella.

—La doncella. ¿Puedo llamarla siempre que quiera?

—Claro. Pero un hombre prudente no lo haría.

—¿Porque podría tener un desengaño la próxima vez?

—Es posible. —Y añadió—: Pero, si deseas tener otra vez a esa despreciable criatura…

—Sí, tú sabes que quiero…

Mariko rió alegremente.

—Entonces, te la enviaremos. Al ponerse el sol. ¡Fujiko y yo la acompañaremos!

—¡Maldita sea! ¡Serías capaz de hacerlo! —dijo él, riéndose también.

—¡Ah, Anjín-san! Me gusta verte reír. Desde que volviste a Anjiro, has cambiado mucho. Muchísimo.

—No. No mucho. Pero la noche pasada tuve un sueño. Y este sueño era la perfección.

—Sólo Dios es perfección. Y, a veces, una puesta de sol, o una salida de la luna, o la primera flor de azafrán del año.

—No te entiendo en absoluto.

Ella echó su velo atrás y le miró a la cara.

—Una vez, otro hombre me dijo: «No te entiendo en absoluto», y mi marido dijo: «Perdona, señor, pero ningún hombre puede comprenderla. Su padre no la comprende, así como tampoco los dioses, ni el Dios de los bárbaros, ni siquiera su madre.»

—¿Fue Toranaga? ¿El señor Toranaga?

—No, Anjín-san. Fue el Taiko. El señor Toranaga me comprende. Él lo entiende todo.

—¿Incluso a mí?

—Sí, del todo.

—¿Estás segura?

—Sí, segurísima.

—¿Ganará él la guerra?

—Sí.

—¿Soy yo su vasallo predilecto?

—Sí.

—¿Aprobará mi proyecto?

—Sí.

—¿Cuándo volveré a tener mi barco?

—Nunca.

—¿Por qué?

La gravedad de Mariko se desvaneció.

—Porque tendrás tu «doncella» en Anjiro y te divertirás tanto con ella que no te quedarán fuerzas para marcharte, aunque el señor Toranaga te pida que embarques y nos dejes en paz.

—¡Ya vuelves a las andadas! Te pones seria y, un momento después, ya no lo estás.

—Sólo lo hago para contestarte, Anjín-san, y para poner las cosas en su sitio. ¡Ah! Pero, antes de marcharte, tienes que ver a dama Kikú. Merece una gran pasión. Es hermosa e inteligente.

—Estoy tentado a aceptar tu desafío.

—Yo no desafío a nadie. Pero, si estás dispuesto a ser samurai y no… extranjero, si estás dispuesto a considerar los juegos de la almohada como lo que son, entonces será para mí un honor actuar de mediadora.

—¿Qué significa esto?

—Que, cuando estés de buen humor y quieras gozar de una diversión especial, debes decir a tu consorte que me lo pida.

—¿Por qué a Fujiko-san?

—Porque el deber de tu consorte es procurar que estés contento. Y Fujiko te «ama».

—¡No!

—Daría su vida por ti. ¿Qué más puede darte?

Al fin, él apartó de ella la mirada y contempló el mar. Las olas rompían en la orilla y el viento había refrescado. Se volvió a ella de nuevo.

—Entonces, ¿no tenemos que decirnos nada? —preguntó.

—Nada. Es lo prudente.

—¿Y si no estoy de acuerdo?

—Debes estarlo. Estás aquí. Ésta es tu casa.

Los quinientos atacantes galoparon sobre el borde de la colina en una masa desordenada y descendieron la rocosa cuesta hasta el fondo del valle, donde doscientos «defensores» estaban formados en orden de combate. Cada jinete llevaba un mosquete colgado sobre la espalda y un cinturón del que pendían bolsas de balas, pedernales y un cuerno lleno de pólvora. Como la mayoría de los samurais, vestían quimonos abigarrados y harapos. Sólo Toranaga e Ishido insistían en que sus tropas fuesen uniformadas y cuidasen minuciosamente su indumentaria. Todos los demás daimíos consideraban esto como un estúpido derroche de dinero, como una innovación innecesaria. Y Blackthorne estaba de acuerdo. Los ejércitos de Europa no iban nunca uniformados. ¿Qué rey podía permitirse una cosa así, salvo para su guardia personal?

Él estaba ahora en un punto elevado, con Yabú y sus ayudantes, Jozen y todos sus hombres, y Mariko. Era el primer ensayo general de un ataque. Blackthorne esperaba inquieto. Yabú mostraba una tensión desacostumbrada, y Omi y Naga daban pruebas de una susceptibilidad rayana en la beligerancia. Sobre todo, Naga.

—¿Qué les pasa a todos? —preguntó Blackthorne a Mariko.

—Tal vez desean hacerlo bien en presencia de su señor y de su invitado.

—¿Es éste también un daimío?

—No. Pero es uno de los generales más importantes de Ishido. Hoy tendría que salir todo perfectamente.

—Hubiese preferido que me dijesen que iba a realizarse un ensayo.

—¿De qué te habría servido? Has hecho ya todo lo que podías.

«Sí —pensó Blackthorne, observando a los quinientos—. Pero todavía no están a punto, ni mucho menos. Seguro que Yabú lo sabe también, y todos los demás. En fin, si se produce un desastre, será karma», se dijo más confiado, encontrando consuelo en esta idea.

El trueno de los cascos de caballos retumbó en el valle.

—¿Dónde está el jefe de los atacantes? ¿Dónde está Omi-san? —preguntó Jozen.

—Entre sus hombres. Ten paciencia —respondió Yabú.

—Pero, ¿dónde está su estandarte? ¿Y por qué no lleva la armadura de combate y el penacho? Parecen un hatajo de sucios e inútiles bandidos.

—Ten paciencia. Ya te dije que los oficiales deben pasar inadvertidos. Y no olvides que se presume que se está desarrollando una batalla, que esto es parte de una batalla, con reservas y arm…

—¿Dónde están sus sables? —estalló Jozen—. ¡Nadie lleva sables! ¿Unos samurais, sin sables? ¡Serán aniquilados!

—¡Ten paciencia!

Ahora, los atacantes desmontaban. Los primeros guerreros salieron de las filas de los defensores, haciendo alarde de valor. Un número igual de atacantes se enfrentó con ellos. De pronto, la confusa masa de los atacantes se desplegó en cinco falanges disciplinadas, compuesta cada una de ellas de cuatro hileras de veinticinco hombres, tres falanges avanzadas y dos en reserva, a una distancia de cuarenta pasos. Cargaron al unísono contra el enemigo. A una voz de mando, se detuvieron, y las primeras filas hicieron una estruendosa descarga simultánea. Se oyeron gritos de moribundos. Jozen y sus hombres se encogieron, reflexivamente, y después vieron que los de las primeras filas se arrodillaban y empezaban a cargar de nuevo sus armas, mientras los de las segundas disparaban por encima de ellos, y lo propio hacían después los de las terceras y cuartas filas. A cada descarga caían más defensores, y el valle se llenó de gritos y alaridos y confusión.

—¡Estás matando a tus propios hombres! —gritó Jozen, por encima del tumulto.

—Disparan con pólvora, sin municiones. Es un simulacro, pero imagínate que es un ataque real, con balas de verdad. ¡Observa!

Ahora, los defensores se «recuperaban» de la primera sorpresa. Se reagruparon y lanzaron un ataque frontal. Pero los de las primeras filas habían cargado ya sus mosquetes y, a una voz de mando, dispararon de nuevo, esta vez de rodillas, y los de la segunda fila dispararon de pie y se arrodillaron en seguida para cargar, y los de la tercera y cuarta filas hicieron lo mismo, y aunque muchos mosqueteros eran lentos y las filas se habían desordenado un poco, era fácil imaginarse los destrozos que podían causar unos hombres bien adiestrados. El contraataque fue detenido, y los defensores se retiraron en simulada confusión, cuesta arriba, para detenerse exactamente debajo de los observadores. En el campo habían quedado muchos «muertos».

Jozen y sus hombres estaban impresionados.

—¡Esos mosquetes romperían cualquier línea!

—Espera. ¡La batalla aún no ha terminado!

Los defensores se reagruparon de nuevo, sus jefes los arengaron, llamaron a sus reservas y ordenaron el contraataque general. Los samurais corrieron cuesta abajo, lanzando sus terribles gritos de guerra, y se arrojaron contra el enemigo.

—Ahora los aplastarán —dijo Jozen, cediendo, como todos los demás, al realismo de la fingida batalla.

Al parecer, tenía razón. Las falanges no defendieron su terreno, sino que se desbandaron y echaron a correr ante los gritos, los sables y las lanzas de los verdaderos samurais, y Jozen y sus hombres gritaron también, animando a los regimientos, sedientos de sangre. Los mosqueteros huían como comedores de ajos: cien pasos, doscientos, trescientos, hasta que, de pronto, y a una nueva voz de mando, las falanges se reagruparon, esta vez en formación en V. Sonaron de nuevo los estruendosos disparos. Los atacantes vacilaron. Se detuvieron. Pero los mosquetes siguieron disparando. Después, cesó el fuego. La comedia había terminado. Pero todos los del montículo sabían que, en condiciones reales habrían perecido los dos mil samurais.

Los «muertos» se levantaron y recogieron las armas. Sonaron gritos y carcajadas. Muchos hombres cojeaban, y algunos quedaron seriamente lesionados.

—Te felicito, Yabú-sama —dijo Jozen, francamente—. Ahora comprendo todo lo que querías decir.

—El fuego ha sido irregular —dijo Yabú, muy complacido por dentro—. Necesitaremos meses para instruirlos.

Jozen movió la cabeza.

—No me gustaría atacarlos ahora mismo. No, si tuviesen municiones de verdad. Ningún ejército podría resistir su ataque. Las filas no podrían mantenerse unidas. Y después, mandaría tropas regulares y caballería a través de la brecha y desharía los flancos. —Dio gracias a los kami por haber tenido el acierto de presenciar la maniobra—. Ha sido terrible. Por un momento, pensé que era una batalla real.

—Se les ordenó fingir que era real. Y ahora, si lo deseas, puedes pasar revista a mis mosqueteros.

—Gracias. Será un honor.

Los defensores se dirigían a sus campamentos, emplazados en la vertiente opuesta. Los quinientos mosqueteros esperaban abajo, cerca del sendero que conducía de la colina al pueblo. Estaban formados en compañías, con Omi y Naga al frente. Éstos llevaban de nuevo sus sables.

Jozen se llevó a Yabú aparte.

—¿Ha salido todo eso de la cabeza de Anjín-san?

—No —mintió Yabú—. Pero así es como luchan los bárbaros. Él sólo enseña a los hombres a cargar y disparar.

—¿Por qué no haces lo que aconsejaba Naga-san? Ahora sabes lo mismo que el bárbaro. ¿Por qué arriesgarte más? Es una plaga. Muy peligroso, Yabú-sama. Naga-san tenía razón. Es verdad que los campesinos podrían combatir de esta manera. Fácilmente. Líbrate en seguida del bárbaro.

—Si el señor Ishido quiere su cabeza, no tiene más que pedirla.

—La pido yo. Ahora. —Su tono era de nuevo truculento—. Él habla por mi boca.

—Lo pensaré, Jozen-san.

—Y también pido, en su nombre, que quites inmediatamente todas las armas de fuego a esa tropa.

Yabú frunció el ceño y volvió su atención a las compañías, que ahora subían la cuesta. Se detuvieron a cincuenta pasos de ellos. Omi y Naga avanzaron solos y saludaron.

—Para ser el primer ejercicio, ha estado bien —dijo Yabú.

—Gracias, señor —respondió Omi, que cojeaba ligeramente y tenía la cara sucia, magullada y manchada de pólvora.

—Tus soldados deberían llevar sables en una batalla real, Yabú-sama —dijo Jozen—. El samurai debe llevar sus sables…, para el caso de que agote las municiones, ¿neh?

—Lo llevarán, como de costumbre, para contribuir a la sorpresa, pero se desprenderán de ellos antes de atacar.

—¿Dejarías tú tu Muramasa? ¿O el regalo de Toranaga?

—Para ganar una batalla, sí. En otro caso, no.

—Entonces, tendrás que correr mucho para salvar el pellejo cuando se estropee tu mosquete o se te moje la pólvora —dijo Jozen, riendo su propia salida.

Yabú no se rió.

—¡Omi-san! ¡Muéstraselo! —ordenó.

Inmediatamente, Omi dio una orden. Sus hombres desenvainaron la corta bayoneta que pendía, casi invisible, de la parte posterior del cinto, y la encajaron en un casquillo junto a la boca del mosquete.

¡Al ataque!

Los samurais atacaron al instante, lanzando un grito de guerra: ¡Kasigimin!

El bosque de acero se detuvo a un paso delante de ellos. Jozen y sus nombres rieron nerviosamente ante aquella súbita e inesperada ferocidad.

—Bien. Muy bien —dijo Jozen, alargando una mano y tocando una de las bayonetas. Estaba muy afilada—. Tal vez tengas razón, Yabú-sama. Esperemos que nunca tengan que ponerse a prueba.

—¡Omi-san! —gritó Yabú—. Forma tu tropa, Jozen-san le pasará revista. Después, vuelve al campamento. Mariko-san y Anjín-san ¡seguidme!

Echó a andar cuesta abajo, entre las filas, seguido de sus ayudantes, de Mariko y de Blackthorne.

—Formad en el camino. ¡Guardad las bayonetas!

La mitad de los hombres obedecieron al punto y bajaron la cuesta. Naga y sus doscientos cincuenta samurais permanecieron donde estaban, con las bayonetas caladas.

Jozen se puso tieso.

—¿Qué sucede?

—Considero intolerables tus insultos —dijo Naga, con ira.

—Esto es una tontería. Yo no te he insultado, ni a ti ni a nadie. ¡Tus bayonetas sí son un insulto a mi dignidad! ¡Yabú-sama!

Yabú se volvió. Ahora estaba al otro lado del contingente de Toranaga.

—Naga-san —dijo, fríamente—. ¿Qué significa esto?

—No puedo perdonar los insultos de ese hombre a mi padre… y a mí.

—Está protegido. ¡No puedes tocarlo ahora! ¡Está bajo la enseña de los regentes!

—Perdona, Yabú-sama, pero ésta es una cuestión que sólo nos afecta a Jozen-san y a mí.

—No. Tú estás bajo mis órdenes. Te mando que digas a tus hombres que vuelvan al campamento.

Nadie se movió. Empezó a llover.

—Perdóname, Yabú-san, te lo ruego, pero esto es cosa mía y, pase lo que pase, te absuelvo de toda responsabilidad por mi acción o las de mis hombres.

Uno de los hombres de Jozen desenvainó su sable y atacó a Naga por la espalda. Inmediatamente, una ráfaga de veinte mosquetes le voló la cabeza. Los veinte hombres se arrodillaron en el suelo y volvieron a cargar sus armas. La segunda fila se preparó.

—¿Quién ha ordenado emplear municiones de verdad? —preguntó Yabú.

—Yo. Yo, ¡Yoshi Naga-noh-Toranaga!

—¡Naga-san! Te ordeno que dejes en libertad a Nebara Jozen y a sus hombres. ¡Y permanecerás en tu residencia hasta que pueda consultar al señor Toranaga sobre tu insubordinación!

—Desde luego, debes informar al señor Toranaga, y karma es karma. Pero lamento decirte, señor Yabú, que, antes, ese hombre tiene que morir. Todos ellos deben morir. ¡Hoy mismo!

Jozen se estremeció.

—¡Estoy bajo la protección de los regentes! Nada conseguirás matándome.

—Lavaré mi honor, ¿neh? —dijo Naga—. Y te haré pagar tus burlas contra mi padre y tus insultos contra mí. De todos modos, tenías que morir, ¿neh? Ahora que has presenciado la maniobra, no puedo consentir que el señor Ishido se entere de todo.

—¡Ya lo sabe! —saltó Jozen, alegrándose de su previsión de la noche pasada—. Envié un informe con una paloma mensajera al amanecer. —¡No ganas nada con matarme, Naga-san!

Naga hizo una señal a uno de sus hombres, un viejo samurai, el cual avanzó y arrojó la paloma estrangulada a los pies de Jozen. Después, alguien arrojó también al suelo una cabeza cortada, la cabeza del samurai Masumoto, despachado ayer por Jozen con su mensaje.

Un gemido brotó de los labios de Jozen. Naga y todos sus hombres se echaron a reír. Incluso Yabú sonrió. Otro de los samurais de Jozen saltó sobre Naga. Veinte mosquetes lo derribaron, e hirieron mortalmente al hombre que estaba junto a él y que no se había movido.

Cesaron las risas.

—¿Debo ordenar a mis hombres que ataquen, señor? —preguntó Omi-san, pensando en lo fácil que había sido manejar a Naga.

Yabú se secó de la cara el agua de lluvia.

—No, no serviría de nada. Jozen-san y sus hombres pueden darse por muertos, hagamos lo que hagamos. Es su karma, como dijo Naga-san. —Después, gritó—: Por última vez, ¡te ordeno que los dejes marchar!

—Discúlpame, pero debo negarme.

—Muy bien. Infórmame cuando hayas terminado.

Y, disimulando su satisfacción, dio media vuelta y se alejó.

Blackthorne presenció la ejecución como testigo. Cuando todo hubo terminado, se marchó a casa. Estaba silenciosa, y el pueblo parecía envuelto en un sudario. Se bañó, pero no se sintió más limpio. El saké no le quitó la amargura de la boca. El incienso no mitigó el hedor que aún persistía en sus fosas nasales.

Más tarde, Yabú lo mandó a buscar. Analizaron la maniobra en todos sus detalles. Estaban presentes Omi, Naga y Mariko. Ninguno de ellos parecía conmovido por lo que acababa de ocurrir.

Trabajaron hasta después de ponerse el Sol. Yabú ordenó que se acelerase el ritmo de la instrucción. Había que formar en seguida otro grupo de quinientos hombres. Y otro, dentro de una semana.

Blackthorne volvió solo a su casa y comió solo, acosado por su terrorífico descubrimiento: no tenían sentido del pecado, todos ellos carecían de conciencia…, incluso Mariko.

Aquella noche no pudo dormir. Salió de casa y caminó empujado por el viento. Las ráfagas cubrían de espuma las olas. Los perros aullaban al cielo y buscaban comida. Los techos de paja de arroz se movían como cosas vivas. Batían los postigos, y hombres y mujeres, como espectros silenciosos, se esforzaban por cerrarlos y atrancarlos. Las olas rompían ruidosamente. Todas las barcas de pesca habían sido varadas mucho más arriba de lo acostumbrado.

Anduvo hasta la orilla del mar y volvió a casa, luchando contra la presión del viento. No encontró a nadie. Cayó un fuerte chaparrón y pronto quedó empapado.

Fujiko lo esperaba en la galería, azotada por el viento, que hacía gotear la lámpara de aceite. Todos estaban despiertos. Los criados transportaban los objetos de valor a la achaparrada caseta de adobe y al almacén de piedra del fondo del jardín.

El ventarrón no era todavía amenazador.

Una teja se desprendió al filtrarse el viento por debajo de un alero, y todo el tejado se estremeció. La teja cayó y se estrelló con gran ruido. Los criados corrían de un lado para otro, algunos, preparaban cubos para recoger el agua, otros procuraban reparar el tejado. El viejo jardinero, Ueki-ya, ayudado por los niños, ataba a estacas de bambú los arbustos tiernos y los arbolitos.

Otra ráfaga sacudió la casa.

—Va a derribarla, Mariko-san.

Ella no respondió, el viento azotaba a Mariko-san y a Fujiko y les arrancaba lágrimas. Blackthorne miró hacia el pueblo. Volaban escombros por todas partes. El viento penetró por una rendija del shoji de papel de una de las casas, y toda la pared desapareció, dejando sólo un esqueleto de listones. La pared opuesta se derrumbó, y se hundió todo el tejado.

Blackthorne se volvió, impotente, al ser arrancado el shoji de su habitación. Las paredes desaparecieron. Ahora podía ver a través de toda la casa. Pero los soportes del techo aguantaron, y el tejado de azulejos no se movió. Colchas, farolillos y esteras, arrastrados por el viento, eran perseguidos por los criados.

La tormenta destruyó las paredes de todas las casas de la aldea. Y algunas moradas quedaron totalmente arrasadas. No hubo heridos graves. Al amanecer amainó el viento, y los hombres y mujeres empezaron a reconstruir sus hogares.

A mediodía, las paredes de la casa de Blackthorne habían sido reparadas, y la mitad de la aldea volvía a tener su aspecto normal. Los tejados eran lo más difícil de reparar, pero todos se ayudaban mutuamente, sonriendo, con rapidez y habilidad. Mura recorría el pueblo, aconsejando, guiando, inspeccionando y dando instrucciones. Subió a la colina para ver cómo iban las cosas.

—Mura —dijo Blackthorne, buscando las palabras—, tú has hecho que esto pareciese fácil.

—Gracias, Anjín-san. Sí, muchas gracias, pero hemos tenido suerte de que no se haya producido ningún incendio.

—¿Vosotros incendios a menudo?

—Perdón, pero se dice: «¿Tenéis incendios a menudo?»

Blackthorne repitió la frase.

—Sí. Pero ordené que la aldea estuviese preparada. Preparada, ¿comprendes?

—Sí.

—Cuando estallan estas tormentas…

Mura se interrumpió y miró por encima del hombro de Blackthorne. Después, bajó la cabeza.

Omi se acercaba a paso ligero, mirando amistosamente a Blackthorne y como si Mura no existiese.

—Buenos días, Anjín-san —dijo.

—Buenos días, Omi-san. ¿Está tu casa bien?

—Muy bien, gracias. —Omi miró a Mura y dijo, bruscamente—: Los hombres deberían estar pescando o trabajando los campos. Y también las mujeres. Yabú-sama quiere sus impuestos. ¿Tratáis de avergonzarme delante de él con vuestra pereza?

—No, Omi-san. Discúlpame, por favor. Iré en seguida.

—No tendría que decírtelo. Y la próxima vez, no te lo diré.

—Te pido perdón por mi estupidez.

Y Mura se alejó rápidamente.

Omi habló largamente, pero Blackthorne no le entendió, como no había entendido lo que le había dicho a Mura, sólo alguna palabra de vez en cuando.

—Lo siento, pero no entiendo.

—¿Divertido? ¿Te gustó lo de ayer? ¿El ataque? ¿La batalla «simulada»?

—¡Ah! Ya entiendo. Sí, me pareció bien.

—¿Y lo que presenciaste?

—¿Perdón…?

—Lo que viste. El ronín Nebara Jozen y sus hombres. —Omi imitó un bayonetazo y se echó a reír—. Presenciaste su muerte. ¡Muerte! ¿Comprendes?

—¡Oh, sí! La verdad, Omi-san, no me gustan las muertes.

Karma, Anjín-san.

Karma. ¿Habrá hoy instrucción?

—Sí. Pero Yabú-sama sólo quiere hablar. Más tarde. ¿Comprendes, Anjín-san? Sólo hablar. Más tarde —repitió Omi, pacientemente.

—Sólo hablar. Comprendo.

—Estás empezando a hablar muy bien nuestra lengua. Sí. Muy bien.

—Gracias. Difícil. Poco tiempo.

—Sí. Pero eres un buen hombre y te esfuerzas mucho. Esto es importante. Te daremos tiempo, Anjín-san, no te preocupes. Yo te ayudaré. —Después dijo, y lo repitió con claridad—: Quiero ser amigo tuyo. ¿Comprendes?

—¿Amigo? Comprendo la palabra «amigo».

Omi se señaló a sí mismo y, después, a Blackthorne.

—Quiero ser amigo tuyo.

—¡Ah! Gracias. Muy honrado.

Omi sonrió de nuevo, se inclinó, de igual a igual, y se alejó.

«¿Amigo suyo? —se dijo Blackthorne—. ¿Ha olvidado él? Yo, no.»

—¡Oh, Anjín-san! —exclamó Fujiko, corriendo hacia él—. ¿Quieres comer? Yabú-sama enviará pronto a buscarte.

—Sí, gracias. ¿Muchos destrozos? —preguntó él, señalando la casa.

—Perdona, lo siento, pero debes decir: «¿Ha habido muchos destrozos?»

—¿Ha habido muchos destrozos?

—Nada importante, Anjín-san.

—Bien. ¿No víctimas?

—Perdóname, pero debes decir: «¿Ha habido víctimas?»

—Gracias. ¿Ha habido víctimas?

—Ninguna, Anjín-san.

De pronto, Blackthorne se hartó de tantas correcciones y puso fin a la conversación con una orden:

—Estoy hambre. ¡Comida!

—Sí, inmediatamente. Pero debes decir: «Estoy hambriento.» Una persona tiene hambre, pero está hambrienta.

Esperó a que él lo repitiese correctamente, y se marchó.

Él se sentó en la galería y observó a Ueki-ya, el viejo jardinero, que recogía los desperdicios y las hojas caídas. Pudo ver mujeres y niños que reparaban la aldea, y barcas que se hacían a la mar y doblaban el cabo. Otros lugareños se dirigían a los campos, pues el viento había amainado. «Me pregunto qué impuestos deben pagar —se dijo—. Me fastidiaría ser campesino aquí. Y no sólo aquí, sino en cualquier parte.»

Al despuntar el día, le había impresionado la aparente devastación del pueblo.

—¿Por qué no construís con piedra o con ladrillos? —preguntó.

—Debido a los terremotos, Anjín-san. Un edificio de piedra se agrietaría y se derrumbaría, matando probablemente a sus habitantes. Con nuestro estilo de construcción, los daños no son grandes. Ya verás con qué rapidez se arregla todo.

—Sí, pero tenéis el peligro de incendio. ¿Y qué pasa cuando soplan los Grandes Vientos, los tai-fun?

—Entonces lo pasamos muy mal.

Hacía unos días se produjo otro temblor de tierra. Había sido ligero. Una marmita se cayó del brasero, volcándolo. Afortunadamente, sólo había un pequeño rescoldo. Una casa del pueblo se incendió, pero el fuego no se extendió. Blackthorne no había visto nunca una lucha tan eficaz contra el fuego. Aparte esto, la gente de la aldea le había prestado poca atención. Se habían reído y continuado sus vidas como si tal cosa.

—¿Por qué se ríe la gente?

—Consideramos vergonzoso y descortés mostrar nuestros fuertes sentimientos y, en particular, el miedo, por esto lo disimulamos con la risa o la sonrisa.

«Pero algunos lo muestran», pensó Blackthorne.

Nebara Jozen lo había mostrado. Había muerto cobardemente, llorando de miedo, pidiendo clemencia, y su muerte había sido lenta y cruel. Lo dejaron correr, para pincharlo cuidadosamente con las bayonetas, entre carcajadas, obligándolo a correr de nuevo y acribillándolo a bayonetazos. Por último, lo dejaron que se arrastrase para morir desangrado.

Naga dirigió luego su atención a los otros samurais. Tres de los hombres de Jozen se habían arrodillado inmediatamente y descubierto el vientre para hacerse el harakiri ritual. Tres de sus camaradas se habían colocado detrás de ellos como ayudantes, y levantando sus largos sables. Cuando los samurais arrodillados fueron a coger sus cuchillos, dejando el cuello al descubierto, los tres sables cayeron y los decapitaron de un solo tajo.

Después, se arrodillaron otros dos samurais, haciendo el tercero de ayudante. El primero de ellos fue decapitado como sus camaradas. El otro dijo:

—No. Yo, Hirasaki Kenko, sé cómo hay que morir, cómo debe morir un samurai.

Kenko era un joven esbelto, perfumado y casi hermoso, de tez pálida y cabellos untados y bien peinados. Sacó reverentemente su cuchillo y envolvió parcialmente el arma con un cinto, para agarrarla mejor.

—Protesto de la muerte de Nebara Jozen-san y de sus hombres —dijo, con firmeza, inclinándose ante Naga. Dirigió su última mirada al cielo y la última y serena sonrisa a su ayudante—. Sayonara, Tadeo.

Clavó profundamente el cuchillo en el lado izquierdo de su vientre y dio un tajo horizontal con ambas manos, después, lo sacó, lo clavó justo encima del pubis y cortó hacia arriba en silencio. Su ayudante descargó el sable en un solo arco fulgurante.

Naga recogió personalmente la cabeza y le cerró los ojos. Después dijo a sus hombres que la lavasen, y la envolviesen y la enviasen a Ishido con todos los honores y con un informe completo sobre la bravura de Hirasaki Kenko.

El último samurai se arrodilló. No quedaba nadie para ayudarle. También era joven. Sus dedos temblaban, y el miedo lo consumía. Tres veces había cumplido su deber con sus camaradas. Nunca hasta entonces había matado.

Contempló el cuchillo. Descubrió su vientre. Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, pero las ocultó bajo una máscara sonriente. Naga hizo una seña a su lugarteniente.

Éste avanzó, saludó y se presentó ceremoniosamente:

—Osaragi Nampo, capitán de la Novena Legión del señor Toranaga. Sería un honor para mí servirte de ayudante.

—Ikomo Tadeo, primer oficial, vasallo del señor Ishido. Gracias. Acepto tu ayuda como un honor.

Su muerte fue rápida, indolora y honrosa.

Recogieron las cabezas. Más tarde, Jozen pareció revivir. Sus manos frenéticas trataron inútilmente de cerrar su vientre.

Lo abandonaron a los perros, que habían subido de la aldea.