Doce días más tarde llegó el correo de Osaka, acompañado de una escolta de diez samurais. En las puntas de las lanzas ondeaba la enseña del omnipotente Consejo de Regencia.
El correo era un samurai enjuto y musculoso, de alto rango, uno de los primeros lugartenientes de Ishido. Se llamaba Nebara Jozen y tenía fama por su crueldad. Su quimono gris estaba hecho trizas y manchado de barro.
—Disculpa mi aspecto, Yabú-san, pero me trae un asunto urgente —dijo—. Mi señor pregunta primero: ¿por qué adiestras a soldados de Toranaga junto con los tuyos? Segundo: ¿por qué hacen la instrucción con tantos mosquetes?
Yabú enrojeció por la rudeza del otro, y, al mismo tiempo, se sintió trastornado al comprobar que se había producido una filtración en su sistema de segundad.
—Sé bien venido, Jozen-san. Puedes asegurar a tu señor que sus intereses son lo que más pesa en mi corazón —dijo, con una cortesía que no engañó a nadie.
Estaban en la galería de la fortaleza. Omi estaba sentado junto a Yabú. Igurashi, que había sido perdonado hacía unos días, se hallaba más cerca de Jozen, y había varios guardias particulares a su alrededor.
—¿Qué más dice tu señor?
—Mi señor se alegrará de tu interés por él. Y ahora, volviendo a las armas y a la instrucción, mi señor quisiera saber por qué Naga, el hijo de Toranaga, es el segundo en el mando. Segundo en el mando, ¿de qué? ¿Y por qué es el bárbaro quien, según parece, dirige la instrucción? La instrucción, ¿para qué? Sí, Yabú-sama, esto es también muy interesante. —Jozen movió sus sables, para estar más cómodo, alegrándose de tener protegida la espalda por sus hombres—. Otra cosa: El Consejo de Regencia se reunirá el primer día de la luna nueva. Dentro de veinte días. Se te invita oficialmente a ir a Osaka, para renovar tu juramento de fidelidad.
A Yabú le dio un vuelco el estómago.
»Tengo entendido que el señor Toranaga dimitió.
—Sí, Yabú-san, es cierto. Pero el señor Ito Teruzumi ocupará su sitio. Mi señor será el nuevo Presidente del Consejo.
Yabú sintió pánico. Toranaga había dicho que los cuatro regentes no se pondrían de acuerdo para designar el quinto. Ito Teruzumi era un pequeño daimío de la provincia de Negato, en Honshu occidental, pero su familia era antigua y descendía de la estirpe Fujimoto, y por esto era aceptable como regente, aunque fuese un hombre inútil y afeminado.
—Será para mí un honor recibir su invitación —dijo Yabú, a la defensiva, tratando de ganar tiempo para pensar.
—Mi señor pensó que querrías ponerte en camino en seguida. De este modo, estarías en Osaka cuando se celebre la reunión oficial. Me ordenó que te dijese que todos los daimíos recibirán la misma invitación. Inmediatamente.
Jozen le alargó un documento oficial.
—Ciertamente, será para mí un privilegio presenciar la reunión oficial —dijo Yabú, luchando por dominar su semblante.
—Bien —dijo Jozen. Sacó otro documento, lo desenrolló y lo mostró—. Esto es una copia del nombramiento del señor Ito, firmado y autorizado por los demás regentes.
Yabú tomó el documento. Le temblaban los dedos. Su autenticidad era indudable. Había sido avalado por dama Yodoko, viuda del Taiko, la cual afirmaba que el documento era legítimo y había sido firmado en su presencia.
—Los señores de Iwari, Mikawa, Suruga y Totomi, han aceptado ya —dijo Jozen—. Aquí están sus sellos. Tú eres el penúltimo de mi lista. El último es el señor Toranaga.
—Sírvete dar las gracias a tu señor y decirle que espero con ilusión el momento de saludarlo y felicitarlo —dijo Yabú.
—Bien. Pero debes escribirlo. Ahora sería un buen momento.
—Esta noche, Jozen-san. Después de cenar.
—Muy bien. Ahora podríamos ir a ver la instrucción de las tropas.
—Hoy no hay instrucción. Todos mis hombres están realizando una marcha forzada —dijo Yabú, que, en el momento de entrar Jozen y sus hombres en Izú, había ordenado que cesaran los disparos y que continuase el ejercicio, con armas silenciosas, lo más lejos posible de Anjiro—. Mañana podrás acompañarme, si lo deseas, al mediodía.
—Bien. Ahora no me vendrá mal dormir un poco. Pero volveré al ponerse el sol…, si me lo permites. Entonces, tú y tu comandante Omi-san, y el segundo comandante, Naga-san, podréis explicarme, en interés de mi señor, todo lo referente a la instrucción, las armas, etcétera. Y lo del bárbaro.
—El… Sí, desde luego. —Yabú se volvió a Igurashi—. Prepara habitaciones para nuestro honorable huésped y sus hombres.
—Gracias, pero no es necesario —dijo rápidamente Jozen—. Una estera en el suelo y una silla de montar como almohada, son suficientes para un samurai. Tomaré un baño, si eres tan amable… Acamparé en la cima de la colina, naturalmente, si lo permites.
—Como quieras.
Jozen saludó con rigidez y se alejó, rodeado de sus hombres.
Cuando se hubieron marchado, la cara de Yabú se contrajo de furor.
—¿Quién me ha traicionado? ¿Quién? ¿Dónde está el espía?
—En Yedo, señor —dijo Igurashi—. Debe de estar allí. Aquí, la seguridad es perfecta.
—¡Oh, ko! —dijo Yabú, a punto de rasgarse las vestiduras—. Me han traicionado. Estamos aislados. Izú y el Kwanto están aislados. Ishido ha vencido. Ha vencido.
—Todavía faltan veinte días, señor —dijo rápidamente Omi—. Envía un mensaje al señor Toranaga. Dile que…
—¡Tonto! —exclamó Yabú—. Toranaga ya lo sabe. Donde yo tengo un espía, él tiene cincuenta. Me ha dejado en la trampa.
—No lo creo, señor —dijo Omi, impertérrito—. Iwari, Mikawa, Totomi y Suruga le son contrarios, ¿neh? No le habrán avisado. Por consiguiente, es posible que aún no lo sepa. Infórmale y sugiérele…
—¿No lo has oído? —gritó Yabú—. Los cuatro regentes han aceptado el nombramiento de Ito. Por tanto, el Consejo es legal, ¡y se reunirá dentro de veinte días!
—La respuesta es sencilla, señor. Sugiere a Toranaga que haga asesinar inmediatamente a Teruzumi o a otro de los regentes.
Yabú se quedó boquiabierto.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco?
—Te ruego que tengas paciencia conmigo, señor. Anjín-san te ha dado unos conocimientos preciosos, ¿neh? Más de lo que nunca pudimos imaginarnos. Ahora, Toranaga lo sabe también, gracias a tus informes y, probablemente, a los de Naga-san. Si podemos ganar el tiempo necesario, nuestros quinientos mosquetes y los otros trescientos te darán una fuerza irresistible. Ellos perderán la primera batalla. Y una batalla, en el momento adecuado, puede dar la victoria total a Toranaga.
—Ishido no tiene que presentar batalla. Dentro de veinte días, tendrá el mandato del Emperador.
—Ishido es un campesino, hijo de un campesino. Es un embustero, y huye de la lucha, abandonando a sus camaradas.
—¡No sabes lo que estás diciendo!
—Es lo que hizo en Corea. Yo estaba allí y lo vi. Y mi padre lo vio. En cambio, Toranaga es un Minowara. Puedes fiarte de él. Te aconsejo que cuides los intereses de Toranaga.
Yabú movió la cabeza, con incredulidad.
—¿Estás sordo? ¿No has oído a Nebara Jozen? Ishido ha ganado. El Consejo tendrá el poder dentro de veinte días.
—Puede que lo tenga.
—Aunque Ito… ¿Cómo podrías? No, es imposible.
—Toranaga podría hacerlo —dijo Omi, sabiendo que se había puesto en las fauces del dragón—. Te ruego que lo pienses.
Yabú se enjugó la cara. Sudaba por todos sus poros.
—Después de esta convocatoria, si se reúne el Consejo y yo no estoy presente, puedo darme por muerto con todo mi clan, incluido tú mismo. Necesito al menos dos meses para instruir al regimiento. Toranaga y yo no podríamos vencer a todos los demás. No, estás equivocado. Tengo que apoyar a Ishido.
—No tienes que salir para Osaka hasta dentro de diez días —dijo Omi— o de catorce, si quemas etapas. Informa en seguida a Toranaga de lo que ha dicho Nebara Jozen. Salvarás Izú y la casa de los Kasigi. Te lo suplico. Ishido te traicionará y destruirá. Ikawa Jikkyu es pariente suyo, ¿neh?
—Pero, ¿y Jozen? —exclamó Igurashi—. ¿Eh? ¡Quiere saberlo todo esta noche!
—Díselo. Con todo detalle. Él no es más que un lacayo —dijo Omi. Sabía que se jugaba el todo por el todo, pero tenía que evitar que Yabú se pusiese al lado de Ishido y echase a perder todas sus oportunidades—. Descúbrele tus planes.
Igurashi se opuso acaloradamente.
—En el momento en que Jozen se entere de lo que estamos haciendo, enviará un mensaje al señor Ishido.
—Seguiremos al mensajero y le mataremos.
—¡Silencio! —ordenó Yabú—. Tu consejo es una locura.
Omi se inclinó ante el reproche, pero irguió de nuevo la cabeza y dijo tranquilamente:
—Entonces, permite que ponga fin a mi vida, señor. Pero, primero, déjame terminar. Faltaría a mi deber si no tratase de protegerte. Te pido este último favor, como vasallo fiel.
—¡Termina!
—Ahora no hay Consejo de Regencia, por tanto, el impertinente y grosero Jozen y sus hombres no están protegidos legalmente, a menos que des valor a un documento ilegal, dejándote engañar como los otros, señor. No hay Consejo. No pueden «ordenarte» nada, ni a ti, ni a nadie. ¿Y cuántos daimíos obedecerán antes de que puedan darse órdenes legales? Sólo los aliados de Ishido, ¿neh? Este documento significa la guerra, sí, pero te pido que la hagas a tu manera, no como quiere Ishido. ¡Recibe su amenaza con el desprecio que merece! Toranaga no ha sido vencido jamás en el combate. Ishido, sí. Toranaga está en favor de los barcos y del comercio. Ishido, no. Toranaga quiere la flota del bárbaro…, ¿y no se lo aconsejaste tú mismo? Ishido, no. Ishido cerrará el Imperio. Toranaga lo mantendrá abierto. Ishido, si gana, dará a Ikawa Jikkyu tu feudo hereditario de Izú. Toranaga te dará todas las provincias de Jikkyu. Eres el principal aliado de Toranaga. ¿Acaso no te regaló su sable? ¿No ha puesto los mosquetes a tu disposición? ¿No garantizan los mosquetes la victoria, en un ataque por sorpresa? Yo digo que Toranaga Minowara es tu única esperanza. Debes ir con él.
Se inclinó y esperó en silencio. Yabú miró a Igurashi.
—¿Qué dices tú?
—Coincido con Omi-san, señor. —La cara de Igurashi reflejaba su preocupación—. En cuanto a matar al mensajero, sería peligroso, señor. Tozen podría enviar otros y… —Se interrumpió a media frase—. ¡Palomas mensajeras! Las acémilas de Jozen traían dos cestas de ellas.
—Tendremos que envenenarlas esta noche —dijo Omi.
—¿Cómo? Estarán guardadas.
—No lo sé, pero debemos eliminarlas o inutilizarlas antes de la aurora.
—Igurashi —dijo Yabú—. Envía inmediatamente algunos hombres a vigilar a Jozen. Entérate de si suelta alguna de sus palomas mensajeras… hoy, ahora.
—Sugiero que enviemos también rápidamente nuestros halcones y halconeros hacia el Este —añadió Omi.
—Sea —dijo Yabú, en tono resignado.
Cuando volvió Igurashi, dijo:
—Se me acaba de ocurrir una cosa, Omi-san. Mucho de lo que has dicho sobre Jikkyu y el señor Ishido es verdad. Pero si aconsejas que hagamos «desaparecer» a los mensajeros, ¿por qué tenemos que jugar con Jozen? ¿Por qué decirle algo? ¿Por qué no los matamos a todos en seguida?
—¿Y por qué no? —afirmó Omi—. Admito que tu plan es mejor, Igurashi-san.
Ambos miraron a Yabú.
—¿No hay otra manera? —dijo éste.
Omi sacudió la cabeza. Igurashi hizo lo mismo.
—Tal vez podría negociar con Ishido —dijo Yabú, impresionado, buscando una manera de salir de la trampa—. Tenéis razón en lo del tiempo. Tengo diez días, catorce como máximo. ¿Cómo manejar a Jozen y tener tiempo de maniobrar?
—Sería prudente simular que vas a ir a Osaka —dijo Omi—. Pero nada perdemos con informar a Toranaga en seguida, ¿neh? Una de nuestras palomas mensajeras podría estar en Yedo antes de ponerse el sol. Quizá. Pero nada se perdería.
—Podrías informar al señor Toranaga de la llegada de Jozen y de la reunión del Consejo dentro de veinte días —dijo Igurashi—. En cuanto al asesinato del señor Ito, sería demasiado peligroso ponerlo por escrito, ¿neh?
—De acuerdo. Nada sobre Ito. Sin duda Toranaga pensará en esto. Es evidente, ¿neh?
—Sí, señor. Inconcebible, pero evidente.
Omi esperó en silencio, buscando frenéticamente una solución. El hecho de que hubiese decidido eliminar a Yabú y cambiar la jefatura del clan, no impedía que le aconsejase con sagacidad.
Yabú se inclinó hacia delante, todavía indeciso.
—¿Hay alguna manera de eliminar a Jozen y a sus hombres sin peligro para mí, y de no comprometerme en diez días?
—Naga —dijo sencillamente Omi—. Utilízalo como cebo en una trampa.
Al anochecer, Blackthorne y Mariko cabalgaron hasta la puerta de la casa de él, seguidos por otros jinetes. Ambos estaban cansados. Ella cabalgaba como un hombre, llevaba pantalón ancho y un manto ceñido por un cinturón, sombrero de ala ancha y guantes.
Unos criados sujetaron las bridas y se llevaron los caballos. Blackthorne despidió a sus acompañantes en un japonés tolerable y saludó a Fujiko, que, orgullosa, esperaba en la galería, como de costumbre.
—¿Puedo servirte, cha, Anjín-san? —preguntó ceremoniosamente, como de costumbre.
—No —respondió él, como de costumbre—. Primero, tomaré un baño. Después, saké y un poco de comida.
En la casa de baño, un servidor le despojó de su ropa, y otro lo enjabonó, lo frotó, le lavó el cabello y vertió agua sobre él, para quitarle la espuma y el polvo. Entonces, completamente limpio, se metió gradualmente en la gran bañera de hierro —pues el agua estaba muy caliente— y se tumbó en ella.
«¡Dios mío, qué delicia!», se dijo, dejando que el calor penetrase en sus músculos.
Oyó que se abría la puerta y la voz de Suwo que le decía:
—Buenas tardes, mi amo —seguido de muchas palabras japonesas que no entendió.
Pero hoy estaba demasiado cansado para tratar de conversar con Suwo.
—No conversación, Suwo —dijo—. Esta noche querer pensar.
—Sí, mi amo. Perdona, pero debes decir: «Esta noche quiero pensar.»
—Esta noche quiero pensar —repitió Blackthorne, en correcto japonés, tratando de meterse en la cabeza los casi incomprensibles sonidos, contento de que lo corrigiesen, pero cansado de ello.
—¿Dónde está el diccionario gramatical? —fue lo primero que preguntó a Mariko por la mañana—. ¿Lo ha pedido de nuevo Yabú-sama?
—Sí. Ten paciencia, Anjín-san. Llegará pronto.
—Me prometieron que llegaría con la galera y los soldados. Y no llegó. Suerte que tú estás aquí. Sin ti, sería imposible. Es muy difícil, Mariko-san.
—¡Oh, no, Anjín-san! El japonés es muy fácil de hablar, comparado con otras lenguas. No hay artículos, ni conjugaciones de los verbos, ni infinitivos. Todos los verbos son regulares y terminan en masu, y puede decirse casi todo empleando sólo el tiempo presente, si se desea. Para interrogar, basta con añadir ka al verbo. Para una negación, se cambia masu por masen. ¿Hay algo más fácil? Yukimasu significa voy, pero también, tú, él, ella va, o ellos van, o irán, e incluso podrían haber ido. Los nombres son iguales en singular y en plural. Tsuma significa esposa o esposas. Muy sencillo.
—Bueno, ¿y cómo se marca la diferencia entre yo voy, yakimasu, y ellos fueron, yukimasu?
—Por inflexión, Anjín-san, y por el tono. Escucha: yukimasu-yukimasu.
—Ambas palabras suenan exactamente igual.
—Porque piensas en tu lengua, Anjín-san. Para comprender el japonés, tienes que pensar en japonés. No olvides que nuestra lengua es la lengua del infinito. Tienes que cambiar tu concepto del mundo. Aprender japonés es aprender un arte nuevo, desligado del mundo… Y es muy sencillo.
«Es una mierda», murmuró él, en inglés, y se sintió mejor.
—Debes aprender los caracteres escritos —le había dicho Mariko.
—No puedo. Tardaría demasiado. No significan nada para mí.
—En realidad, son dibujos sencillos, Anjín-san. Los tomamos de los chinos hace mil años. Fíjate en este signo, o símbolo, de un cerdo.
—No parece un cerdo.
—Pero un día lo pareció, Anjín-san. Deja que te enseñe. Pon el símbolo de un «tejado» sobre el símbolo de un «cerdo». ¿Qué nos da?
—Un cerdo y un tejado.
—Pero, ¿qué significa esto, el nuevo signo?
—No lo sé.
—«Hogar». En los viejos tiempos, los chinos pensaban que un cerdo bajo un tejado era el hogar. No eran budistas, comían carne, y, por esto, un cerdo representaba riqueza para los campesinos, y, por ende, un buen hogar. De aquí viene el signo. Veamos este otro. Un símbolo de «tejado», un símbolo de «cerdo» y un símbolo de «mujer». Un «tejado» sobre dos cerdos significa «contento». Un «tejado» sobre dos «mujeres» significa «discordia». ¿Neh?
—¡De acuerdo!
—Desde luego, los chinos son muy estúpidos en muchas cosas, y sus mujeres no se educan como tales. En tu casa no hay discordia, ¿verdad?
Ahora, en el duodécimo día de su renacimiento, Blackthorne pensaba en esto. No. Aquí no había discordia. Pero tampoco era un hogar. Fujiko no era más que un ama de llaves de confianza, y esta noche, cuando él se fuese a dormir, le habría preparado el lecho y estaría arrodillada junto a éste, paciente e inexpresiva.
—Gracias, señora —le diría él—. Buenas noches.
Y ella saludaría y se marcharía en silencio a la habitación del otro lado del pasillo, contigua a aquella en que dormía Mariko. Y si él se levantaba por la noche, pronto aparecería Fujiko y se sentaría calladamente a su lado, porque era costumbre que la esposa o la consorte no durmiese cuando su señor estaba despierto.
Fujiko estaba siempre levantada y esperando cuando él llegaba a casa. Algunas noches, Blackthorne bajaba solo a la playa. Y, aunque insistía en que lo dejasen solo, sabía que lo seguían y lo vigilaban. No porque temiesen que tratase de escapar, sino porque era costumbre atender continuamente a las personas importantes. Y él era importante en Anjiro.
Con el tiempo aceptó la presencia de Fujiko. Era lo que le había dicho Mariko: «Piensa en ella como en una piedra, o un shoji, o una pared. Su deber es servirte.»
Con Mariko era distinto.
Se alegraba de que ella se hubiese quedado. Sin su presencia no habría podido empezar la instrucción y, mucho menos, explicar las complicaciones de la estrategia. Y bendijo a Mariko, y a fray Domingo, y a Alban Caradoc, y a sus otros maestros.
Nunca creía que pudiese sacar algo útil de las batallas, pensó una vez más. Una vez, cuando su barco llevó un cargamento de lana inglesa a Amberes, un ejército español atacó la ciudad, y todos los hombres acudieron a las barricadas y a los diques. El imprevisto ataque fue rechazado. Fue la primera vez que vio a Guillermo, duque de Orange, empleando los regimientos como piezas de ajedrez. Avanzando, retrocediendo con simulado pánico, contraatacando, rompiendo las filas de los Invencibles, entre olor a sangre, a pólvora, a orines, a caballos y a estiércol, sintiendo la frenética alegría de matar y la fuerza de veinte hombres en los brazos.
«¡Dios mío, qué espléndido es triunfar!», dijo en voz alta, desde su bañera.
—¿Señor? —dijo Suwo.
—Nada —respondió en japonés—. Pensaba. Sólo pensaba…, en alta voz.
—Comprendo, mi amo. Sí. Perdona.
Blackthorne volvió a sus pensamientos.
«Mariko. Sí, tenía para él un valor incalculable.»
Después de aquella primera noche de su suicidio frustrado, no se había vuelto a hablar de ello. ¿Qué había que decir?
«Me alegro de que haya tanto que hacer —pensó—. Así no tengo tiempo para pensar, salvo durante estos minutos en el baño. Falta tiempo para todo. Tengo que concentrarme en la instrucción y en la enseñanza, pero deseo aprender, trato de aprender, necesito aprender, para cumplir la promesa que le hice a Yabú. Me faltan horas. Llego agotado a la cama, me duermo instantáneamente, para levantarme al amanecer y galopar a la meseta, donde enseño la instrucción toda la mañana y despacho una comida frugal, nunca satisfactoria, siempre sin carne. Después, toda la tarde, y a veces hasta bien entrada la noche, con Yabú, Omi, Igurashi, Naga, Zukimoto y otros cuantos oficiales, hablando de guerra, respondiendo a sus preguntas sobre la guerra, mientras los escribas toman notas. Muchas, muchísimas notas.
»A veces, sólo con Yabú.
»Pero Mariko está siempre presente. Mariko, que se porta conmigo de un modo diferente, que ya no es una extraña.
»Otros días, los escribas releen sus notas, comprobándolas meticulosamente, revisándolas una y otra vez, hasta que hoy, después de doce días y de unas cien horas de detalladas explicaciones, empieza a tomar forma un manual de guerra. Exacto. Y letal.
»Letal, ¿para quién? No para nosotros, ingleses u holandeses, que vendremos aquí en son de paz y sólo como comerciantes. Letal para los enemigos de Yabú y para los enemigos de Toranaga, y para nuestros enemigos portugueses y españoles, cuando traten de conquistar el Japón. Como lo han hecho en todas partes, en todos los territorios recién descubiertos. Primero, llegan los curas. Después, los conquistadores. Pero no aquí —pensó, muy satisfecho—. No aquí…, ahora.»
—¿Anjín-san?
—¿Hai, Mariko-san?
—Yabú wa kiden no goshusseki o kon-ya iva hitsuyo to senu to oserareru, Anjín-san.
Las palabras se formaron lentamente en su cabeza: «El señor Yabú no tiene necesidad de verte esta noche.»
—Ichi-ban —dijo él, encantado—. Domo.
—Gomen nasai, Anjín-san. Anatawa…
—Sí, Mariko-san —la interrumpió él, pues el calor del agua minaba su energía—. Sé que habría tenido que decirlo de otro modo, pero ahora no quiero hablar más en japonés. No esta noche. Ahora me siento como un colegial al empezar las vacaciones de Navidad. ¿Te das cuenta de que son las primeras horas libres que tengo desde mi llegada?
—Sí, lo sé. —Sonrió cansadamente—. Pero, ¿te das cuenta, señor capitán-piloto Blackthorne, de que son también mis primeras horas libres desde que llegué?
Él se echó a reír. Ella llevaba un grueso albornoz de algodón, flojamente sujeto, y una toalla enrollada en la cabeza para protegerse el cabello. Todas las noches, cuando empezaban a dar masaje a Blackthorne, ella tomaba un baño, ya sola, ya con Fujiko.
—Báñate ahora —dijo él, incorporándose.
—No, por favor. No quiero molestarte.
—Entonces, comparte el baño conmigo. Es maravilloso.
—Gracias. Esperaba el momento de poder limpiarme del sudor y del polvo —dijo, quitándose la ropa y sentándose en el pequeño asiento. Una sirvienta empezó a enjabonarla.
La primera vez que Blackthorne la había visto desnuda, aquel día en que le había enseñado a zambullirse, se había sentido muy impresionado. Ahora, su desnudez no le afectaba físicamente. La había visto muchas veces desvestida o sólo parcialmente cubierta. Incluso la había visto hacer sus necesidades.
—¿Hay algo más normal, Anjín-san? Los cuerpos son normales, y las diferencias entre los hombres y las mujeres son normales, ¿neh?
—Sí, pero… nuestra educación es diferente.
—Sin embargo, ahora estás aquí y nuestras costumbres son las tuyas, y lo que es normal para nosotros, lo es también para ti, ¿neh?
Era normal orinar y defecar al aire libre, si no había cubos o letrinas, mientras los otros esperaban cortésmente, sin mirar. A no tardar, un campesino recogería las heces y las mezclaría con agua, para abonar las plantaciones. Las heces y la orina humana eran los únicos abonos importantes del Imperio.
—¿No lo crees tú así, Anjín-san?
—Sí.
—Bien —había dicho ella, muy satisfecha—. Pronto comerás pescado crudo y algas frescas, y serás un verdadero hatamoto.
El agua caliente les adormeció, y estuvieron tumbados durante un rato, sin decir nada. Más tarde, ella dijo:
—¿Qué te gustaría hacer esta noche, Anjín-san?
—Si estuviéramos en Londres… —Blackthorne se interrumpió. «No quiero pensar en ellos— se dijo. —Ni en Londres. Todo esto pertenece al pasado. No existe. Sólo existe lo de aquí.»— Iríamos al teatro y veríamos una comedia —dijo, dominándose—. Aquí, ¿no tenéis teatro?
—¡Oh, sí, Anjín-san! Las comedias son muy populares entre nosotros. Al Taiko le gustaba actuar para distraer a sus invitados, y el señor Toranaga también es aficionado a ellas. Hay muchas compañías ambulantes, para el vulgo. Pero creo que nuestras comedias no son como las vuestras. Aquí, los actores y las actrices llevan máscaras. Llamamos «Noh» a las obras. Son en parte música y en parte danza, y la mayor parte de ellas son muy tristes, muy trágicas, de tema histórico. Pero también las hay cómicas. En tu país, ¿iríamos a ver una comedia, o tal vez una obra religiosa?
—No. Iríamos al «Globe Theater» y veríamos algo de un autor llamado Shakespeare. A mí me gusta más que Ben Jonson o Marlowe. Tal vez veríamos La fierecilla domada, o El sueño de una noche de verano, o Romeo y Julieta. Una vez llevé a mi esposa a ver Romeo y Julieta, y le gustó mucho.
Le explicó los argumentos, pero Mariko los consideró incomprensibles en su mayor parte.
—Aquí sería absurdo que una niña desobedeciese a su padre de esta manera. Pero es muy triste, ¿neh? Triste para la niña y triste para el muchacho. ¿Y sólo tenía ella trece años? ¿Se casan tan jóvenes todas vuestras mujeres?
—No. Quince o dieciséis años es lo corriente. Mi mujer tenía diecisiete cuando nos casamos. ¿Cuántos tenías tú?
—Quince, Anjín-san. —Pasó una sombra por su frente, y él no la advirtió—. ¿Y qué haríamos después de la comedia?
—Te llevaría a cenar. Iríamos a la «Stone’s Chop House», de Fetter Lañe, o a «Cheshire Cheese», de Fleet Street. Hay posadas que sirven comidas especiales.
—¿Qué comerías tú?
—Prefiero no recordarlo —dijo él, con perezosa sonrisa, volviendo a pensar en el presente—. Estamos aquí y aquí tenemos que comer, y me gusta el pescado crudo, y karma es karma. —Se hundió más en la bañera—. Karma es una bonita palabra. Y una gran idea. Me has ayudado enormemente, Mariko-san.
—Me alegra haber podido prestarte algún pequeño servicio. —Mariko se relajó en el calor de la bañera—. Fujiko te ha preparado una comida especial para esta noche.
—¿Sí?
—Compró un… creo que vosotros lo llamáis faisán. Un pájaro grande. Lo cazó para ella uno de los halconeros.
—¿Un faisán? ¿Lo dices en serio? ¿Honto?
—Honto —respondió ella—. Fujiko les pidió que lo cazasen para ti. Y me pidió que te lo dijese.
—¿Cómo van a cocinarlo?
—Un soldado vio cómo los preparaban los portugueses y lo dijo a Fujiko-san. Ella te pide que tengas paciencia si no lo cocina como es debido.
—Pero, ¿cómo va a hacerlo…? ¿Cómo van a hacerlo los cocineros? —se corrigió, recordando que sólo los criados cuidaban de la cocina y de la limpieza.
—Le dijeron que, primero, hay que desplumarlo, y después, quitarle las entrañas. —Mariko disimuló su asco—. Después, el ave se corta en pedacitos y se fríe en aceite o se hierve con sal y especias. —Frunció la nariz—. A veces los cubren con barro y lo ponen sobre ascuas para cocerlo. Aquí no tenemos hornos, Anjín-san.
—Estoy seguro de que será perfecto —dijo, pensando que no se podría comer.
Ella se echó a reír.
—A veces eres transparente, Anjín-san.
—Es que tú no comprendes lo importante que es la comida. —Sonrió, a su pesar—. Tienes razón. No debería interesarme la comida. Pero no puedo dominar el hambre.
—Pronto serás capaz de hacerlo.
Él salió del agua, con un poco de ayuda de Suwo, y se tendió sobre la gruesa toalla. El viejo empezó a darle masaje.
—Has cambiado mucho en los últimos días, Anjín-san.
—¿De veras?
—¡Oh, sí! Desde tu renacimiento… Mucho, muchísimo.
Él trató de recordar la primera noche, pero con poco éxito. De alguna manera, había vuelto a casa andando sobre sus pies. Fujiko y los criados le habían ayudado a acostarse. Después de un profundo sueño, se había levantado al amanecer y había ido a nadar. Más tarde, al volver a casa, había saludado a los lugareños, sabiendo, en secreto, que les había librado, y se había librado él mismo, de la maldición de Yabú.
Al llegar Mariko, ordenó que buscasen a Mura.
—Mariko-san, di esto a Mura, por favor: «Quiero ingresar en la escuela del pueblo. Aprender a hablar con los niños.»
—Aquí no hay escuela, Anjín-san.
—¿No?
—No. Mura dice que hay un monasterio a unos pocos ri, hacia el Oeste, y que, si quieres, los monjes podrían enseñarte a leer y escribir. Pero esto es una aldea, Anjín-san. Y aquí, lo que necesitan los pequeños es aprender a pescar, a remendar las redes, a plantar y cosechar el arroz y otras cosas.
—Entonces, ¿cómo aprenderé cuando tú te marches?
—El señor Toranaga te enviará los libros.
—Necesito algo más que libros.
—Todo saldrá bien, Anjín-san.
—Quizá. Pero dile a Mura que, siempre que diga algo equivocadamente, cualquier persona de la aldea, incluso los niños, tienen que corregirme. Desde ahora. Es una orden.
—Él te da las gracias, Anjín-san.
—¿Hay alguien aquí que hable portugués?
—Dice que no.
—Necesito tener alguien cuando tú te vayas, Mariko-san.
—Se lo diré a Yabú-san.
Fujiko había tocado también el suelo con la frente aquel primer día.
—Fujiko-san te da la bienvenida a casa, Anjín-san. Dice que le has hecho un gran honor y que te pide perdón por su rudeza en el barco. Pregunta si quieres conservar los sables, pues con ello le darías una gran satisfacción. Pertenecieron a su difunto padre.
—Dale las gracias y dile que me siento honrado de que sea mi consorte —había dicho él.
Aquel día se había sentido muy encumbrado. Pero su suicidio frustrado le había cambiado más de lo que creía y le había hecho más mella que todas las veces que estuvo cerca de la muerte anteriormente.
«¿Confiaba en Omi? —se preguntó—. ¿Creía que pararía el golpe? ¿Acaso no le advertí sobradamente? No lo sé. Lo único que sé es que me alegro de que estuviese apercibido —se confesó francamente—. ¡Otra vida que se fue!»
—Es mi novena vida. ¡La última! —dijo en voz alta, y los dedos de Suwo se inmovilizaron al punto.
—¿Qué? —preguntó Mariko—. ¿Qué has dicho, Anjín-san?
—Nada. No era nada —respondió, inquieto.
—¿Te he hecho daño, mi Amo? —preguntó Suwo.
—No.
Suwo dijo algo más, que él no entendió.
—¿Dozo?
—Quiere darte masaje en la espalda —dijo Mariko, distraídamente.
Blackthorne se volvió boca abajo y repitió las palabras japonesas, pero las olvidó en seguida. Podía ver a Mariko a través del vapor. Ella respiraba profundamente, con la cabeza ligeramente echada atrás, sonrosada la piel.
«¿Cómo puede aguantar el calor? —se preguntó—. Supongo que a base de entrenamiento, desde su infancia.»
Los dedos de Suwo le daban una sensación agradable, y se adormiló un momento.
«¿En qué estaba pensando? Estabas pensando en tu novena vida, en tu última vida, y estabas asustado, recordando la superstición. Pero es una tontería ser supersticioso en este País de los Dioses. Aquí, las cosas son diferentes. El hoy es eterno. Mañana pueden ocurrir muchas cosas. Hoy me atendré a sus normas.»
La doncella trajo la fuente tapada. La sostenía sobre la cabeza, como de costumbre, para no contaminar la comida con el aliento. Se arrodilló cuidadosamente y depositó la fuente sobre la mesita, delante de Blackthorne. Sobre cada mesita había tazones y palillos, tazas de saké y servilletas y un ramito de flores. Fujiko y Mariko estaban sentadas frente a él. Llevaban flores y peinetas de plata en el cabello. E iban perfumadas, como siempre. Ardía incienso en un pebetero, para alejar los insectos nocturnos.
Fujiko se inclinó y levantó la tapa de la fuente. Los trocitos de carne frita estaban dorados y parecían perfectos.
Blackthorne cogió despacio un pedazo de carne con los palillos, procurando que no le cayese al suelo, y lo masticó. Estaba duro y seco, pero hacía tanto tiempo que no comía carne, que ésta le pareció deliciosa.
—Ichi-ban, ichi-ban, ¡vive Dios!
Fujiko se ruborizó y le sirvió saké, para ocultar su rostro. Mariko se dio aire con un abanico carmesí que era como una libélula. Las dos mujeres apenas tocaron sus raciones de verdura y de pescado. Blackthorne se comió todo el faisán y tres tazones de arroz, y sorbió ruidosamente el saké, cosa que era de buena educación. Se sentía repleto por primera vez en muchos meses. Durante la comida había despachado seis frascos de vino caliente, mientras que Mariko y Fujiko habían bebido uno cada una. Ahora, estaban coloradas, sonrientes y alegres.
Mariko rió entre dientes y se tapó la boca con la mano.
—¡Ojalá pudiese beber saké como tú, Anjín-san! Eres el mejor bebedor de saké que jamás he visto. Apuesto a que eres el mejor de Izú. ¡Podría ganar mucho dinero apostando por ti!
—Tenía entendido que los samurais desaprobaban el juego.
—¡Oh, sí! Desde luego. No son mercaderes ni campesinos. Pero no todos los samurais son igualmente voluntariosos, y muchos son tan aficionados a las apuestas como los bar…, como los portugueses.
—¿Apuestan las mujeres?
—¡Oh, sí! Muchísimo. Pero sólo con otras damas, en pequeñas cantidades y a escondidas de sus maridos.
»Tu consorte pregunta si los ingleses apuestan y si a ti te gusta apostar —dijo Mariko, traduciendo a Fujiko, que estaba más colorada que ella.
—Es nuestro pasatiempo nacional.
Y les habló de las carreras de caballos, de los bolos, de los galgos, de la cetrería, de las compañías por acciones, del tiro del arco, de las rifas, del boxeo, de los naipes, de la lucha, de los dados, de las damas, del dominó y de las ferias, donde se apostaba cuartos de penique a los números de las ruedas de la fortuna.
Mariko le pidió que cantase la canción de hornpipe para Fujiko, y él lo hizo, y ellas le felicitaron, diciendo que era lo mejor que jamás habían escuchado.
—¡Bebamos más saké!
—¡Oh! Tú no debes servirlo, Anjín-san, esto es cosa de mujeres. ¿No te lo había dicho?
—Sí. Tomemos un poco más, dozo.
—Yo no debo hacerlo. Creo que me caería —dijo Mariko, abanicándose furiosamente y agitando unos mechones de cabello que se habían soltado de su pulquérrimo peinado.
—Tienes lindas orejas —dijo él.
—Tú también. Fujiko-san y yo creemos que tu nariz también es perfecta, digna de un daimío.
Él sonrió y les dedicó una afectada reverencia, a la que correspondieron ellas.
—¿Saké, Anjín-san?
Él levantó la taza con dedos firmes, y ella escanció el licor. Fujiko aceptó también un poco más, haciendo remilgos y diciendo que ya no sentía sus piernas. Su dulce melancolía se había desvanecido aquella noche, devolviéndole su aspecto juvenil. Blackthorne advirtió que no era tan fea como se había imaginado.
A Jozen le zumbaba la cabeza. No a causa del saké, sino de la increíble estrategia de guerra descrita abiertamente por Yabú, Omi e Igurashi. Sólo Naga había permanecido toda la noche silencioso, frío, arrogante, estirado.
—Asombroso, Yabú-sama —dijo Jozen—. Ahora comprendo la razón del secreto. Mi señor la comprenderá también. Pero tú, Naga-san, no has dicho nada en toda la noche. Quisiera saber tu opinión. ¿Qué te parece esta nueva movilidad, esta nueva estrategia?
—Mi padre cree que se han de considerar todas las posibilidades de guerra, Jozen-san —respondió el joven.
—Pero, ¿qué opinas tú?
—Yo fui enviado aquí para obedecer, observar, escuchar, aprender y probar. No para dar opiniones.
—Desde luego. Pero, como segundo en el mando, ¿consideras que este experimento tendrá éxito?
—Yabú-sama u Omi-san pueden contestarte a esto. O mi padre.
—Yabú-san dijo que todos podíamos hablar esta noche con entera libertad. ¿Hay algo que ocultar? Todos somos amigos, ¿neh? El hijo tan famoso de un hombre tan famoso debe tener una opinión. ¿Neh?
Naga frunció los párpados, pero no respondió.
—Sí, todo el mundo puede hablar libremente, Naga-san —dijo Yabú—. ¿Qué piensas de esto?
—Creo que, contando con el factor sorpresa, podría servir para ganar una escaramuza y, tal vez, una batalla. Pero, ¿y después? —dijo Naga, con voz helada—. Después, todos los bandos adoptarán el mismo plan, y muchísimos hombres morirán innecesariamente, destruidos sin honor por un atacante que ni siquiera sabrá a quién ha matado. Dudo de que mi padre autorizase su empleo en una batalla de verdad.
—¿Ha dicho él eso? —preguntó incisivamente Yabú, sin preocuparse de Jozen.
—No, Yabú-sama. Es sólo mi opinión.
—Pero, ¿no apruebas el Regimiento de Mosqueteros? —preguntó Yabú torvamente—. ¿Acaso te disgusta?
Naga lo miró con ojos fríos.
—Con todo respeto, y ya que pides mi opinión, te diré que sí, lo encuentro repugnante. Nuestros abuelos supieron siempre a quién mataban o quién los derrotaba. Es bushido, nuestro estilo, el Camino del Guerrero, el camino del verdadero samurai. Las armas de fuego son contrarias a nuestro código. Los bárbaros luchan de esta manera, e igual pueden luchar los sucios mercaderes, los campesinos e incluso los eta.
Jozen se echó a reír, y Naga prosiguió, en tono aún más amenazador:
—Unos cuantos campesinos fanáticos podrían matar a innumerables samurais con esas armas. Sí, los campesinos podrían matarnos a todos, incluso al señor Ishido, que desea ocupar el sitio de mi padre.
Jozen se engalló.
—El señor Ishido no ambiciona las tierras de tu padre. Sólo quiere proteger el Imperio para el Heredero legítimo.
—Mi padre no es una amenaza para el señor Yaemón ni para el Reino.
—Desde luego, pero tú hablaste de los campesinos. El señor Taiko había sido campesino. Mi señor Ishido fue un día campesino. Y fui campesino. ¡Y ronín!
Naga no quería provocar una pelea. Sabía que no era rival para Jozen, cuyas proezas con el sable y el hacha eran famosas.
—No quise insultar a tu señor, ni a ti, ni a nadie, Jozen-san. Sólo quería decir que los samurais debemos asegurarnos de que los campesinos no tengan armas de fuego, o todos estaremos en peligro.
—Los mercaderes y los campesinos no deben preocuparnos —dijo Jozen.
—Estoy de acuerdo —terció Yabú—, aunque convengo en que hay algo de verdad en lo que tú dices, Naga-san. Sí. Pero las armas de fuego son modernas. Pronto todas las guerras se harán con estas armas. Pero volverá a ser lo que siempre ha sido: los samurais más bravos serán los vencedores.
—Perdona, pero estás equivocado, Yabú-sama. ¿Cuál es, según ese maldito bárbaro, la esencia de su estrategia de guerra? Él mismo confesó francamente que todos sus ejércitos están formados por reclutas y mercenarios. ¿Neh? ¡Mercenarios! Soldados que sólo luchan por la paga y el botín, para saquear y atracarse. Eso fue lo que las armas de fuego llevaron a su mundo, y lo que traerán al nuestro. Si dependiese de mí, decapitaría al bárbaro esta noche y prohibiría para siempre las armas de fuego.
—¿Es eso lo que piensa tu padre? —preguntó Jozen, con excesiva precipitación.
—Mi padre no me dice lo que piensa, ni lo dice a nadie, según debes saber —respondió Naga, furioso por haberse dejado inducir a hablar.
—Pero, tú, ¿prohibirías las armas de fuego?
—Sí. Y creo que sería prudente tener un control absoluto sobre todos los mosquetes en tu poder.
—Todos los campesinos tienen prohibido usar armas de cualquier clase. Y tengo bien controlados a mis campesinos y a mi gente.
Jozen sonrió desdeñosamente al joven.
—Tienes ideas interesantes Naga-san. Pero te equivocas en lo de los campesinos. Para los samurais, no son más que proveedores. Y no más peligrosos que un montón de estiércol.
—¿Has expuesto tu opinión al señor Toranaga? —preguntó Yabú.
—El señor Toranaga no me la ha pedido. Confío en que un día me haga el honor de preguntarme, como has hecho tú —respondió inmediatamente Naga, preguntándose si alguno de ellos advertía el embuste.
—Ya que esto es una discusión libre, señor —dijo Omi—, yo digo que ese bárbaro es un tesoro y que debemos aprender de él. Debemos saber todo lo que saben ellos de armas de fuego y barcos de guerra. Debemos aprender inmediatamente todos sus conocimientos, e incluso, algunos de nosotros, a pensar como ellos, a fin de superarlos muy pronto.
—¿Qué pueden saber ellos, Omi-san? —dijo confiadamente Naga—. Algo sobre armas de fuego y barcos, sí. Pero, ¿qué más? ¿Cómo podrían destruirnos? No hay un solo samurai entre ellos. ¿No confesó francamente ese Anjín que incluso los reyes son asesinos y fanáticos religiosos? Nosotros somos millones, y ellos son un puñado. Podríamos destruirlos con sólo nuestras manos.
—Ese Anjín-san abrió mis ojos, Naga-san. He descubierto que nuestro país y China no son todo el mundo, sino sólo una pequeña parte de él. Al principio, pensé que el bárbaro no era más que una curiosidad. Ahora, no lo creo así. Doy gracias a los dioses por habérnoslo enviado. Creo que nos ha salvado y que podemos aprender de él. Ya nos ha dado poder sobre los bárbaros del Sur… y sobre China.
—¿Qué?
—El Taiko fracasó porque los chinos eran demasiado numerosos para luchar contra ellos hombre a hombre y con flechas, ¿neh? Con armas de fuego y la instrucción de los bárbaros, podríamos tomar Pekín.
—¡Con la traición de los bárbaros, Omi-san!
—Con los conocimientos de los bárbaros, Naga-san, podríamos conquistar Pekín. Y quien se apodere de Pekín dominará China. Y quien domine China puede dominar el mundo. Debemos aprender a no avergonzarnos de adquirir conocimientos, vengan de donde vengan.
—Yo digo que no necesitamos nada del exterior.
—No lo tomes a mal, Naga-san, pero yo afirmo que debemos proteger el País de los Dioses por todos los medios. Nuestro primer deber es conservar la posición única y divina que tenemos en el mundo. Sólo esta tierra es el País de los Dioses, ¿neh? Sólo nuestro Emperador es divino. Convengo en que hay que amordazar a ese bárbaro. Pero no matándolo, sino teniéndolo siempre aislado aquí, en Anjiro, hasta que nos haya enseñado todo lo que sabe.
Jozen se rascó la cabeza, pensativo.
—Informaré a mi señor de vuestras opiniones. Convengo en que el bárbaro tiene que estar aislado. En cuanto a la instrucción, debería cesar inmediatamente.
Yabú sacó un rollo de su manga.
—Aquí está un informe completo sobre el experimento, para el señor Ishido. Desde luego, cuando el señor Ishido quiera que cese la instrucción, se pondrá fin a ésta.
Jozen tomó el rollo.
—¿Y el señor Toranaga? ¿Qué me dices de él?
Posó la mirada en Naga. Naga no dijo nada, pero miró fijamente el rollo.
—Podrás preguntarle directamente su opinión. Ha recibido un informe igual que éste. Supongo que partes mañana para Yedo, ¿no? ¿O prefieres presenciar la instrucción? Inútil decirte que los hombres no están aún muy adiestrados.
—Me gustaría ver un «ataque».
—Encárgate de ello, Omi-san. Tú lo dirigirás.
—Sí, señor.
Jozen se volvió a su lugarteniente y le entregó el rollo.
—Lleva esto al señor Ishido, Masumoto. Partirás en seguida.
—Sí, Jozen-san.
—Proporciónale guías hasta la frontera y caballos de refresco —dijo Yabú a Igurashi.
Igurashi salió inmediatamente con el samurai.
Jozen se estiró y bostezó.
—Disculpadme, por favor —dijo—, pero esto es debido a lo mucho que he cabalgado en los últimos días. Debo darte las gracias por esta velada extraordinaria, Yabú-san. Tus ideas son muy enjundiosas. Y las tuyas, Omi-san. Y las tuyas, Naga-san. Así lo diré al señor Toranaga y a mi señor. Ahora, si me perdonáis, estoy muy cansado y Osaka está muy lejos.
—Desde luego —dijo Yabú—. ¿Qué tal por Osaka?
—Muy bien. ¿Recuerdas aquellos bandidos, los que os atacaron por tierra y por mar?
—Naturalmente.
—Cortamos cuatrocientas cincuenta cabezas aquella noche. Muchos llevaban el uniforme de Toranaga.
—Los ronín carecen de honor.
—Algunos ronín lo tienen —dijo Jozen, acusando el insulto, pues vivía con la vergüenza de haberlo sido antaño—. Otros llevaban el uniforme de los Grises. Nadie escapó. Todos murieron.
—¿Y Buntaro-san?
—No. Él… —Jozen se interrumpió. Se le había escapado el «no», pero, ahora que lo había dicho, ya no le importaba—. No. Nada sabemos de cierto, pues nadie recogió su cabeza. ¿Sabéis vosotros algo de él?
—No —dijo Naga.
—Tal vez fue capturado. Tal vez lo cortaron en pedazos y desparramaron éstos. Si tenéis alguna noticia, mi señor quisiera conocerla. Ahora, todo marcha bien en Osaka. Se están acelerando los preparativos para la reunión del Consejo. Habrá magníficas fiestas para celebrar la nueva Era y, naturalmente, para honrar a todos los daimíos.
—¿Y el señor Toda Hiro-matsu? —preguntó cortésmente Naga.
—El viejo Puño de Hierro está tan fuerte y ceñudo como siempre.
—¿Sigue allí?
—No. Salió con todos los hombres de tu padre unos días antes que yo.
—¿Y la familia de mi padre?
—Creo que dama Kintsubo y dama Sazuko pidieron quedarse con mi señor. Un médico aconsejó un descanso de un mes a dama Sazuko. Dijo que el viaje podía ser peligroso para el hijo que espera. —Y, dirigiéndose a Yabú—: ¿Has informado al señor Toranaga de mi llegada?
—Desde luego.
—Bien. Vi una paloma mensajera volando hacia el Norte.
—Sí. Ahora tengo este servicio.
Yabú no añadió que la paloma mensajera de Jozen había sido también observada, ni que los halcones habían interceptado su vuelo, ni que el mensaje había sido descifrado: «En Anjiro, todo verdad según información. Yabú, Naga, Omi y el bárbaro, aquí.»
—Con tu permiso, partiré mañana, después del «ataque». ¿Me darás caballos de refresco? No debo hacer esperar al señor Toranaga. Espero verlo pronto. Y también lo espera mi señor. En Osaka. Confío en que tú le acompañarás, Naga-san.
—Si él me lo ordena, allí estaré —dijo Naga sin levantar los ojos, pero ardiendo de ira contenida.
Jozen salió y subió con sus guardias hasta el campamento. A la luz de una vela, y bajo el mosquitero, reprodujo su mensaje en un trozo de papel de arroz y añadió: «Los quinientos mosquetes son letales. Planeado ataque masivo por sorpresa. Enviado informe completo con Masumoto.» Después, sacó una de las palomas de la cesta y colocó el mensaje en el diminuto recipiente adherido a una de las patas. Por último, se dirigió en silencio a uno de sus hombres y le entregó la paloma.
—Llévala a la espesura —murmuró—. Ocúltala en alguna parte donde pueda dormir hasta la aurora. Lo más lejos que puedas. Pero ten cuidado, pues hay ojos en todas partes. Si te sorprenden, di que te he enviado a patrullar, pero esconde primero el ave.
El hombre se alejó sin hacer ruido, como una cucaracha.
«Ese mozalbete, Naga, tiene razón —pensó Jozen—, el bárbaro es una maldita plaga.»
—Buenas noches, Fujiko-san.
—Buenas noches, Anjín-san.
El shoji se cerró detrás de ella. Blackthorne se quitó el quimono y el taparrabo y se puso el quimono más ligero de dormir, se metió debajo del mosquitero y se tumbó.
Sopló la vela. Le envolvió una oscuridad total. La casa estaba ahora en silencio. A través de los cerrados postigos podía oír el rumor de las olas. Unas nubes oscurecían la luna.
El vino y las risas le hacían sentirse soñoliento y eufórico, y, al escuchar el rumor del oleaje, se dejó arrastrar por él, y se nubló su mente. De vez en cuando, ladraba un perro en la aldea.
«Debería tener un perro —pensó, recordando el bull terrier que tenía en casa—. Me pregunto si aún estará vivo. Se llamaba Grog, pero Tudor, mi hijo, lo llamaba Og-Og.
»¡Ah, mi pequeño Tudor! ¡Cuánto tiempo ha pasado!
»Ojalá pudiese veros a todos, al menos, escribir una carta y enviarla a casa. Veamos —pensó—: ¿cómo la empezaría?»
Queridos míos: Ésta es la primera carta que puedo enviaros desde que desembarcamos en el Japón. Ahora que he aprendido a vivir según sus costumbres me encuentro bien. ¿Cómo empezar mi historia? Hoy soy como un señor feudal en este extraño país. Tengo una casa, un caballo, ocho criados, una ama de llaves, un barbero y una intérprete. Me afeito todos los días, las navajas de acero que tienen aquí deben ser las mejores del mundo. Mi salario es magnífico. En Inglaterra, equivaldría casi a cien guineas de oro al año. El décuplo de mi salario en la «Compañía holandesa»…
El shoji empezó a abrirse. Blackthorne buscó la pistola debajo de la almohada y se preparó, echándose atrás. Entonces, captó un casi imperceptible crujido de seda y una ráfaga de perfume.
—¿Anjín-san?
Era un débil murmullo, lleno de promesas.
—¿Hai? —preguntó él, también en voz baja, atisbando en la oscuridad, incapaz de ver claramente.
Los pasos se acercaron. Oyó el rumor de la mujer al arrodillarse y, después, ésta apartó el mosquitero y se reunió con él dentro de la red. Le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—¿Mariko-san?
Inmediatamente, unos dedos tocaron sus labios en la oscuridad, imponiéndole silencio. Él asintió con la cabeza, consciente del terrible riesgo que corrían. Le asió la delicada muñeca y la rozó con sus labios. En la oscuridad total, su otra mano buscó y acarició la cara de ella. La mujer besó sus dedos, uno a uno. Los cabellos sueltos le llegaban a la cintura.
Ella se acercó más, acurrucándose junto a él y estirando la colcha sobre sus cabezas. Después, lo amó con una ternura desconocida para él.