CAPÍTULO XXXI

El día iba muriendo, las sombras se alargaban, el mar estaba rojo, y soplaba un vientecillo agradable.

Blackthorne subía por el sendero que conducía desde la aldea a la casa que Mariko le había indicado antes, diciéndole que sería la suya. Ella se había ofrecido a acompañarle, pero él la había rehusado dándole las gracias, pues deseaba estar solo para pensar.

Más arriba, dominando la vertiente opuesta, había otra gran mansión, en parte cubierta con tejas, cercada por una alta empalizada y con muchos guardias junto a la puerta fortificada.

Blackthorne se detuvo frente a la puerta de la valla de su casa. Había extraños caracteres pintados en el dintel, y la puerta propiamente dicha aparecía recortada en unos ingeniosos dibujos destinados a ocultar y dejar entrever, al mismo tiempo, el jardín que había detrás de ella.

Antes de que pudiese empujar la puerta, ésta se abrió hacia el interior, y un viejo, asustado, se inclinó profundamente:

Konbanwa, Anjín-san (Buenas tardes) —dijo con voz temblorosa.

Konbanwa —respondió él—. Escucha viejo…, ¿o namae ka?

¿Namae watashi wa, Anjín-sama? Ah, watashi Ueki-ya… Ueki-ya —dijo el viejo, con visible alivio.

Blackthorne repitió el nombre varias veces, para grabarlo en su memoria, y le añadió «san». Pero el viejo sacudió violentamente la cabeza.

Iyé, gomen nasai. Iyé «san», Anjín-san. Ueki-ya. ¡Ueki-ya!

—Está bien, Ueki-ya —dijo Blackthorne, pero pensó: «¿Por qué no “san” como todo el mundo?»

Blackthorne lo despidió con un ademán, y el viejo se alejó rápidamente. Entonces, una doncella, recelosa, salió a la galería por un shoji abierto y le hizo una profunda reverencia.

Konbanwa, Anjín-san.

Konbanwa —respondió él, recordando vagamente haberla visto en el barco, y también la despidió.

Rumor de sedas. Fujiko salió de la casa. Mariko estaba con ella.

—¿Ha sido agradable tu paseo, Anjín-san?

—Sí, muy agradable, Mariko-san.

—¿Quieres tomar cha? ¿O saké? ¿Tal vez un baño? El agua está caliente. —Mariko rió nerviosamente, turbada por la mirada de él—. La casa de baño no está completamente terminada, pero espero que sea suficiente.

—Saké, por favor. Sí, un poco de saké ante todo, Mariko-san.

Mariko dijo unas palabras a Fujiko, y ésta se metió en la casa. Una doncella trajo tres cojines y se marchó. Mariko se sentó graciosamente en uno de ellos.

—Siéntate, Anjín-san. Debes estar cansado.

Él se sentó en los peldaños de la galería, sin quitarse las sandalias. Fujiko trajo dos frascos de saké y una taza grande, tal como le había dicho Mariko.

Blackthorne apuró la taza de vino caliente sin paladearlo. Después, otra. Y otra.

Ellas le habían observado cuando subía la cuesta, a través de la rendija de unos shojis entreabiertos.

—¿Qué le pasa? —había preguntado Fujiko, alarmada.

—Está desolado por lo que ha dicho el señor Yabú, por su amenaza a los del pueblo.

—¿Y esto le preocupa? Él no corre peligro. Su vida no está amenazada.

—Los bárbaros no son como nosotros, Fujiko-san. Por ejemplo, Anjín cree que los lugareños son personas como las demás, como los samurais, o tal vez mejores.

Fujiko había reído nerviosamente.

—Una tontería, ¿neh? ¿Cómo pueden ser los campesinos iguales a los samurais?

Mariko no respondió, y siguió observando a Anjín-san.

—¡Pobre hombre! —exclamó.

—¡Pobre aldea! —dijo Fujiko, frunciendo desdeñosamente el breve labio superior—. Una estúpida destrucción de campesinos y pescadores. ¡Kasigi Yabú-san está loco! ¿Cómo puede un bárbaro aprender nuestra lengua en medio año? ¿Cuánto tardó el bárbaro Tsukku-san? Más de veinte años, ¿neh?

—Sí, es difícil para ellos. Pero Anjín-san es un hombre inteligente, y el señor Toranaga dijo que, en medio año, podría ser como uno de nosotros, si estaba aislado de los bárbaros.

Fujiko había puesto cara hosca.

—Mírale, Mariko-san… ¡Qué feo es! Es monstruoso y extraño. Es curioso pensar que, con lo mucho que detesto a los bárbaros, en cuanto él cruce esa puerta, se convertirá en mí amo y señor.

—Es valiente, Fujiko, muy valiente. Salvó la vida del señor Toranaga y es muy valioso para éste.

—Sí, lo sé, y esto debería hacer que me disgustase menos. Pero no puedo remediarlo. Sin embargo, trataré con todas mis fuerzas de hacer que se parezca a nosotros.

Mariko habría querido preguntar a su sobrina la causa de su súbito cambio. «Esta mañana te negaste a obedecer y juraste suicidarte sin permiso o matar al bárbaro mientras durmiese. ¿Qué te ha dicho el señor Toranaga para hacerte cambiar, Fujiko?»

Pero Mariko sabía que no debía preguntar. Toranaga no le había hecho ninguna confidencia al respecto. Y Fujiko no se lo diría. La muchacha había sido bien educada por su madre, la hermana de Buntaro, la cual había sido educada por su padre, Hiro-matsu.

«Me pregunto si el señor Hiro-matsu escapará del castillo de Osaka —se dijo, pues apreciaba mucho a su suegro, el viejo general—. ¿Y Kiri-san y dama Sazuko? ¿Dónde estará Buntaro, mi marido? ¿Le habrán capturado? ¿O habrá tenido tiempo de matarse?»

Mariko observó cómo Fujiko servía a Blackthorne el saké que quedaba. Él apuró la taza como las anteriores, inexpresivamente.

Dozo. Saké —dijo Blackthorne.

Trajeron más, y lo despachó en seguida.

Dozo. Saké.

Consumió otros dos frascos.

—Por favor, discúlpame con Anjín-san —dijo Fujiko—. Lo siento, pero no hay más saké en casa. He enviado a la doncella al pueblo, a buscar más.

—Bien. Ya ha bebido demasiado, aunque parece no haberle afectado en absoluto. ¿Por qué no nos dejas solos, Fujiko? Será un buen momento para hacerle tu ofrecimiento.

Fujiko se inclinó ante Blackthorne y se marchó, contenta de que la costumbre exigiese que los asuntos importantes fuesen tratados en privado por una tercera persona.

Mariko explicó a Blackthorne lo del vino.

—¿Cuánto tardarán en traer más?

—No mucho. Tal vez ahora te gustaría bañarte. Yo cuidaré de que te sirvan el saké en cuanto llegue.

—¿Dijo Toranaga algo acerca de mi plan, antes de marcharse? ¿Dijo algo acerca de la flota?

—No. Lo siento, pero no me habló de esto. —Mariko le había estado observando, esperando advertir alguna señal de embriaguez. Mas, para sorpresa suya, no había descubierto ninguna. Con tal cantidad de vino, y consumido tan de prisa, cualquier japonés se habría emborrachado. ¿No es de tu gusto el vino, Anjín-san?

—En realidad, no. Demasiado flojo. No me produce efecto.

—¿Buscas… olvidar?

—No. Busco una solución.

—Haremos cuanto podamos por ayudarte.

—Necesito libros, papel y plumas.

—Mañana empezaré a buscarlos para ti.

—No. Esta noche, Mariko-san. Debo empezar ahora.

—El señor Toranaga dijo que te enviaría un libro… ¿Cómo lo llamaste? Creo que libros de gramática o de palabras, de los Santos Padres.

—¿Cuánto tardarán?

—No lo sé. Pero yo estaré aquí tres días. Tal vez esto te sirva de ayuda, y Fujiko-san también está aquí para ayudarte. —Sonrió, alegrándose por él—. Tengo el honor de comunicarte que te ha sido destinada como consorte y…

¿Qué?

—El señor Toranaga le preguntó si quería ser tu consorte, y ella le contestó que sería un honor, y accedió. Ella…

—Pero yo no he accedido.

—¿Cómo? Lo siento, no comprendo.

—Que no la quiero. Ni como consorte, ni como acompañante. La encuentro fea.

Mariko se quedó boquiabierta.

—Pero, Anjín-san, ¡no puedes negarte! Sería un terrible insulto al señor Toranaga, a ella, a todos. ¿Te ha hecho algo malo? ¡Nada en absoluto! Usago Fujiko consien…

—¡Escucha! —Las palabras de Blackthorne restallaron en la galería y en la casa—. ¡Dile que se vaya!

—Perdona, Anjín-san —dijo inmediatamente Mariko—. Tienes motivos para enfadarte. Pero…

—No estoy enfadado —dijo Blackthorne, con voz helada—. ¿No puedes…, no podéis meteros en la cabeza que estoy harto de ser un muñeco? No quiero ver a esa mujer, quiero que me devuelvan mi barco y mi tripulación, ¡y se acabó! No quiero estar seis meses aquí, aborrezco vuestras costumbres. Es una maldición que un hombre pueda amenazar con arrasar todo un pueblo para que yo aprenda el japonés. En cuanto a las consortes, esto es peor que la esclavitud, y es un terrible insulto ofrecerme una sin consultarme.

«¿Qué le pasa ahora? —se preguntó Mariko, desalentada—. ¿Qué tiene que ver la fealdad con una consorte? Y, además, Fujiko no es fea. ¿Cómo puede ser tan incomprensivo?» Entonces recordó la admonición de Toranaga: «Mariko-san, te hago personalmente responsable, primero, de que Yabú-san no impida mi partida cuando le haya entregado mi sable, y segundo, de que Anjín-san se instale dócilmente en Anjiro.»

Desvió su mirada de Blackthorne y aguzó el ingenio.

—Estoy de acuerdo. Tienes toda la razón —dijo, en tono apaciguador—. Sí, el señor Toranaga habría tenido que preguntarte, pero él no conoce vuestras costumbres. Sólo trató de honrarte, como habría honrado a un samurai predilecto. La concesión de dama Usagi Fujiko como consorte sería considerada…, entre nosotros, como un gran honor.

—¿Por qué?

—Porque es de antiguo linaje y muy distinguida. Su padre y su abuelo son daimíos. Ella es samurai, y tú —añadió delicadamente Mariko— le harías un gran honor aceptándola. Además, necesita un hogar y una nueva vida.

—¿Por qué?

—Enviudó recientemente. Sólo tiene diecinueve años, Anjín-san. ¡Pobre niña! Ha perdido a su marido y a su hijo, y está llena de remordimientos. Ser tu consorte formal le daría una vida nueva.

—¿Qué les ocurrió a su marido y a su hijo?

—Fueron condenados a muerte, Anjín-san —dijo ella, después de una breve vacilación—. Mientras estés aquí, necesitarás alguien que cuide de tu casa. Dama Fujiko será…

—¿Por qué los condenaron a muerte?

—Su marido casi causó la muerte al señor Toranaga. Debes…

—¿Ordenó Toranaga que les mataran?

—Sí. Pero hizo bien. Pregúntale a ella, y te dirá que lo aprueba, Anjín-san.

—¿Qué edad tenía el hijo?

—Pocos meses, Anjín-san.

—¿Mandó Toranaga matar a un niño por algo que hizo su padre?

—Sí. Es nuestra costumbre. Según la ley, el padre es dueño de la vida de sus hijos, de su esposa, de sus consortes y de sus criados. Y, según la ley, el señor feudal es dueño de todo lo que él tiene. Es nuestra costumbre.

—Entonces, sois una nación de asesinos.

—No.

—Pero vuestra costumbre aprueba el asesinato. Creí que tú eras cristiana.

—Y lo soy, Anjín-san.

—¿Qué me dices de los Mandamientos?

—En realidad, no puedo explicarlo. Pero soy cristiana, y samurai y japonesa, y estas cosas no se contradicen. Al menos, para mí.

—Pido a Dios que te perdone. Que os perdone a todos.

—Dios comprende, Anjín-san. Y tal vez Él querrá abrir tu mente para que también comprendas. Lo siento, pero no puedo explicarme muy bien, ¿neh? Te pido disculpas por mi incapacidad. —Le observó en silencio, turbada por su actitud—. Yo tampoco te comprendo, Anjín-san. Me desorientas. Por ejemplo, en el caso de dama Fujiko. Como consorte, cuidará de tu casa y de tus criados. Y de tus necesidades…, de todas tus necesidades. Debes tener alguien que lo haga. Si no te gusta, si no la encuentras agradable, no tienes necesidad de acostarte con ella. Ni siquiera tienes que ser cortés con ella, aunque merece que lo seas. Te servirá, cuando quieras y como quieras.

—¿Puedo acostarme o no acostarme con ella?

—Naturalmente. Si quieres, te buscará alguien que te guste, que satisfaga tus necesidades corporales, o no se entremeterá si lo prefieres.

—¿Puedo tratarla como a una criada, como a una esclava?

—Sí. Pero se merece algo mejor.

—¿Puedo echarla de casa?

—Si te ofende, sí.

—¿Y qué sería de ella?

—Normalmente, volvería, llena de oprobio, a la casa de sus padres, los cuales podrían aceptarla o repudiarla. Cualquiera como dama Fujiko preferiría matarse antes que pasar por esta vergüenza. Pero ella… Debes saber que los verdaderos samurais no pueden suicidarse sin permiso de su señor. Algunos lo hacen, desde luego, pero faltan a su deber y no merecen ser considerados samurais. Yo no me mataría, por mucha que fuese mi vergüenza, sin el permiso del señor Toranaga o de mi marido. El señor Toranaga le prohibió a ella quitarse la vida. Si tú la echases de aquí, sería un despojo humano. Te suplico que consideres a Fujiko como una persona, Anjín-san. Te suplico que tengas caridad cristiana. Es una buena mujer. Perdónale su fealdad. Será una consorte valiosa.

—¿No tiene hogar?

—Sí, éste es su hogar. —Mariko recobró su aplomo—. Te pido que la aceptes formalmente. Puede ayudarte mucho, enseñarte, si quieres aprender. Si lo prefieres, piensa que no es nada, que es como este poste de madera, o como una pantalla, o como una piedra del jardín, pero deja que se quede. Y, si no la quieres como consorte, ten piedad de ella. Acéptala y, después, como jefe de la casa y de acuerdo con nuestra ley, mátala.

—Ésta es vuestra única respuesta, ¿no? ¡Matar!

—No, Anjín-san. Pero la vida y la muerte son la misma cosa. ¿Quién sabe? Tal vez si le quitases la vida, prestarías a Fujiko un gran servicio. Tienes derecho a hacerlo ante la ley. Es tu derecho. Y si prefieres convertirla en una piltrafa humana, estás también en tu derecho.

—Ya veo que estoy atrapado otra vez —dijo Blackthorne—. Según lo que haga, ella morirá. Si no aprendo tu lengua, todo un pueblo será ejecutado. Si no hago todo lo que vosotros queréis, siempre morirá algún inocente. No hay escapatoria.

—Hay una solución muy fácil, Anjín-san. Muere. No tienes por qué soportar lo insoportable.

—El suicidio es una locura… y un pecado mortal. Creí que eras cristiana.

—Ya te he dicho que lo soy. Pero tú, Anjín-san, tienes muchas maneras de morir con dignidad, sin suicidarte. Te burlaste de mi esposo porque no quiso morir luchando, ¿neh? Ésta no es nuestra costumbre, pero, por lo visto, sí la vuestra. ¿Por qué no lo haces? Tienes una pistola. Mata al señor Yabú. Crees que es un monstruo, ¿neh? Trata al menos de matarle, y hoy estarás en el cielo o en el infierno.

Él la miró, odiando sus serenas facciones, pero pensando que era adorable, a pesar de su odio.

Morir sin una razón es muestra de debilidad. Mejor dicho, una estupidez.

—Dices que eres cristiano. Por consiguiente, crees en Jesús niño, en Dios, en el cielo. La muerte no debería asustarte. En cuanto a la «sinrazón», debes juzgar lo que vale y lo que no vale. Debes tener razones suficientes para morir.

—Estoy en tu poder. Tú lo sabes. Y yo también.

Mariko se inclinó y le tocó, con ademán compasivo.

—Olvídate de la aldea, Anjín-san. Pueden ocurrir mil millones de cosas antes de que terminen los seis meses. Un maremoto o un terremoto, o que te devuelvan tu barco y te marches de aquí, o que Yabú muera, o que muramos todos, ¿quién sabe? Deja a Dios los problemas de Dios, y el karma, al karma. Hoy estás aquí, y nada de lo que hagas puede cambiar este hecho. Hoy estás vivo y te sonríe la fortuna. Contempla esa puesta de sol. Es hermosa, ¿neh? Esta puesta de sol existe. El mañana no existe. Sólo hay el presente. Mira, por favor. Esta puesta de sol es bella, y nunca volverá a ser, nunca en toda la eternidad. Fúndete con ella, identifícate con la Naturaleza y no pienses en el karma, en el tuyo, en el mío o en el de la aldea.

Se sintió subyugado por su serenidad y por sus palabras. Miró hacia Poniente. Grandes manchas purpúreas y negras se extendían en el cielo.

Observó el sol hasta que hubo desaparecido.

—Ojalá fueses tú mi consorte —dijo.

—Yo pertenezco al señor Buntaro, y, hasta que él haya muerto, no puedo pensar ni decir lo que, en otro caso, pensaría o diría.

«Karma —pensó Blackthorne—. ¿Debo aceptar el karma? ¿El mío? ¿El de ella? ¿El de ellos? La noche es bella. Y también lo es ella, y pertenece a otro. ¿Cuál es la respuesta? La respuesta vendrá. Porque hay un Dios en el cielo, un Dios en alguna parte.»

Oyó pisadas. Varias antorchas se acercaban, subiendo la cuesta. Veinte samurais, con Omi a su cabeza.

—Lo siento, Anjín-san, pero Omi-san ordena que le entregues tus pistolas.

—¡Dile que se vaya al infierno!

—No puedo, Anjín-san. No me atrevo.

Blackthorne se llevó la mano a la culata de su pistola, mirando fijamente a Omi. Permanecía deliberadamente sentado en los peldaños de la galería. Diez samurais habían entrado en el jardín, detrás de Omi, y los otros esperaban junto al palanquín. En cuanto Omi hubo entrado sin previa invitación, Fujiko salió del interior de la casa y se plantó en la galería, pálido el semblante, detrás de Blackthorne.

—El señor Toranaga nunca me prohibió llevarlas, y he estado armado en su presencia y en la de Yabú-san.

—Sí, Anjín-san —dijo Mariko, nerviosamente—, pero debes comprender que Omi-san tiene razón. Según nuestra costumbre, no puedes ir armado en presencia de un daimío. No hay nada que te… nada que pueda preocuparte. Yabú-san es tu amigo. Eres su invitado.

—Dile a Omi-san que no entregaré mis pistolas. —Y, al ver que ella guardaba silencio, Blackthorne se enfureció y movió la cabeza—. Iyé, Omi-san. ¿Wakarimasu ka? ¡Iyé!

La cara de Omi se crispó. Sonó una orden, y dos samurais avanzaron. Blackthorne sacó las pistolas. Los samurais se detuvieron. Ambas pistolas apuntaban a la cabeza de Omi.

—Por favor, Anjín-san —dijo Mariko—. Esto es muy peligroso. Debes ver al señor Yabú. No puedes ir con pistolas. Eres hatamoto, estás protegido, y, además, eres invitado del señor Yabú.

—Dile a Omi-san que si él o alguno de sus hombres se acercan a diez pies de mí, le saltaré la tapa de los sesos.

—¿Por qué no las dejas aquí, Anjín-san? No hay nada que temer. Nadie te tocará…

—¿Crees que estoy loco?

—Entonces, ¡dalas a Fujiko-san!

—¿Qué puede hacer ella? Se las quitarán, cualquiera se las quitará, y yo estaré indefenso.

La voz de Mariko se endureció.

—¿Por qué no escuchas, Anjín-san? Fujiko-san es tu consorte. Si tú le ordenas que guarde las pistolas, las defenderá con su vida. Es su deber. No volveré a decírtelo, pero Toda-noh-Usagi Fujiko es samurai.

Blackthorne tenía concentrada su atención en Omi y apenas la escuchaba. Sentía oprimido el pecho. Sabía que iban a atacarle y le enfurecía su propia estupidez. Pero hay momentos en que uno no puede aguantar más, saca una pistola o un cuchillo y se vierte sangre por un estúpido orgullo. La mayor parte de las veces, estúpido. «Pero si voy a morir, Omi morirá primero, ¡vive Dios!»

Se sentía muy fuerte, aunque un poco atolondrado. Entonces resonó en sus oídos lo que había dicho Mariko: «Fujiko es samurai, y es tu consorte.» Y su cerebro empezó a funcionar de nuevo.

—¡Un momento! Por favor, Mariko-san, dile esto a Fujiko-san. Textualmente: «Voy a entregarte mis pistolas. Tú las guardarás. Nadie, salvo yo, debe tocarlas.»

Mariko lo hizo así, y él oyó que Fujiko decía: Hai.

—Mariko-san, ten la bondad de decir a Omi-san que ahora iré con él. Siento que haya habido un mal entendido. Sí, lamento la confusión.

Dio un paso atrás y se volvió. Fujiko aceptó las pistolas, mientras gotas de sudor temblaban en su frente. Él se enfrentó con Omi, esperando no haberse equivocado.

—¿Nos vamos?

Omi habló a Fujiko y alargó la mano. Ella negó con la cabeza. Él dio una breve orden. Los dos samurais avanzaron hacia la joven. Inmediatamente, ésta introdujo una de las pistolas en su cinto y, levantando la otra con las dos manos, apuntó a Omi. El percutor se levantó ligeramente.

¡Ugoku na! —exclamó—. ¡Dozo!

Omi habló rápidamente, muy irritado, y ella le escuchó y le respondió en tono suave y cortés, sin dejar de apuntarle, y terminó diciendo:

Iyé, gomen nasai, Omi-san (No. Lo siento, Omi-san).

Blackthorne esperó.

Un samurai se movió una fracción. El percutor se elevó peligrosamente, casi hasta la cima de su arco. Pero el brazo de ella permaneció firme.

¡Ugoku na! —ordenó.

Nadie dudó de que apretaría el gatillo. Ni siquiera Blackthorne. Omi dijo algo, a ella y a sus hombres. Éstos retrocedieron. Ella bajó la pistola, pero teniéndola a punto.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Blackthorne.

—Que informará a Yabú-san de este incidente.

—Bien. Dile que yo también lo haré. —Blackthorne se volvió—. Domo, Fujiko-san. —Y después—: Vamos, Mariko-san… ¡ikama-sho! —Y echó a andar hacia la puerta de la verja.

—¡Anjín-san! —llamó Mariko.

¿Hai?

Blackthorne se detuvo. Fujiko le hizo una reverencia y habló rápidamente con Mariko.

Ésta abrió mucho los ojos, después asintió con la cabeza, respondió y le habló a Omi, el cual asintió a su vez, visiblemente furioso, pero conteniéndose.

Fujiko gritó algo, y desde dentro de la casa le respondieron. Una doncella salió a la galería. Llevaba dos sables en las manos. Sables de samurai.

Fujiko los tomó, respetuosamente, y los ofreció a Blackthorne, inclinándose y hablando dulcemente.

—Tu consorte —explicó Mariko— ha dicho, con razón, que un hatamoto está obligado a llevar los dos sables del samurai. Piensa que sería incorrecto que fueses a ver al señor Yabú sin llevarlos. Pregunta si te importa usar éstos, que no valen nada, hasta que puedas comprar los tuyos.

Blackthorne la miró fijamente.

—¿Quiere decir eso que soy samurai, que el señor Toranaga me ha hecho samurai?

—No lo sé, Anjín-san. Pero nunca hubo un hatamoto que no fuese samurai. Nunca. —Mariko se volvió y preguntó a Omi. Éste movió la cabeza, con impaciencia, y respondió—: Omi-san tampoco lo sabe. Pero un hatamoto goza del privilegio especial de llevar siempre sus sables, incluso en presencia del señor Toranaga. Y es un deber, porque forma parte de su guardia fiel y personal.

Blackthorne cogió el sable corto y lo introdujo en su cinto, y después el largo, tal como lo llevaba Omi. Armado, se sentía mejor.

Arigato goziemashita, Fujiko-san —dijo, a media voz.

Ella bajó los ojos y respondió en voz baja. Mariko tradujo.

—Fujiko-san dice que, ya que debes aprender correcta y rápidamente nuestra lengua, señor, se permite observar humildemente que decir domo es más que suficiente para un hombre. Arigato, con o sin goziemashita, es una cortesía innecesaria, una expresión que sólo emplean las mujeres.

Hai. Domo. Wakarimasu, Fujiko-san. —Blackthorne la miró francamente por primera vez, como si la conociese ahora. Vio el sudor de su frente y el brillo de sus manos, sus ojos sesgados, su cara cuadrada y sus dientes de hurón—. Por favor, dile a mi consorte que, en este caso, no considero que arigato goziemashita sea una cortesía innecesaria.

Yabú volvió a mirar los sables. Blackthorne estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre un cojín, delante de él, en lugar de honor, con Mariko a un lado e Igurashi al otro. Estaban en el salón principal de la fortaleza.

Omi acabó de hablar.

Yabú se encogió de hombros.

—Has hecho mal, sobrino. La consorte tenía el deber de proteger a Anjín-san y su propiedad. Y él tiene ahora derecho a llevar los sables. Pídele disculpas.

Omi se levantó inmediatamente, se arrodilló delante de Blackthorne y se inclinó.

—Pido disculpas por mi error, Anjín-san.

Mariko le dijo que el bárbaro aceptaba las disculpas. Omi se inclinó de nuevo, volvió a su sitio y se sentó. Pero su calma era sólo aparente. Ahora le consumía una idea: matar a Yabú.

Había decidido hacer lo inconcebible: matar al señor feudal y jefe de su clan.

Pero su decisión no tenía nada que ver con esta humillación en público, aunque la injusticia de Yabú, que le había ordenado apoderarse de las pistolas, aumentaba más el odio que le obsesionaba. La razón principal era que, hoy, Yabú había insultado a su madre y a su esposa públicamente, en presencia de los lugareños, haciéndolas esperar durante horas bajo el sol, como unas campesinas, y después las había despedido lisa y llanamente, como a unas campesinas.

—No importa, hijo mío —le había dicho su madre—. Estaba en su derecho.

—Es nuestro señor feudal —había dicho Midori, su esposa, mientras lágrimas de vergüenza surcaban sus mejillas—. Por favor, perdónale.

—Y no os invitó a ninguna de las dos a saludar a él y a sus oficiales, en la fortaleza —había dicho Omi—. ¿Y la comida que habíais preparado? ¡Sólo los manjares y el saké costaron un kokú!

—Es nuestro deber, hijo mío. Debemos hacer cuanto quiera el señor Yabú.

—¿Y la orden acerca de mi padre?

—Todavía no es una orden. Es un rumor.

—El mensaje de mi padre decía que había oído decir que Yabú le ordenará que se afeite la cabeza y se haga monje, o bien que se raje el vientre. ¡La esposa de Yabú se jacta de ello en privado!

—Esto lo murmuró un espía a tu padre. Y los espías no son siempre de fiar. Lo siento, hijo mío, pero tu padre no es siempre prudente.

—¿Y qué harás tú, madre, si no es un rumor?

—Todo lo que ocurre es karma. Debes aceptar el karma.

—No, estos insultos son intolerables.

—Por favor, hijo mío, aguántalos.

—Di a Yabú la llave del barco, la llave de Anjín-san y de los nuevos bárbaros, y la manera de librarse de la trampa de Toranaga. Gracias a mí, se ha ganado un prestigio inmenso. Con el simbólico regalo del sable, ahora es el segundo de Toranaga en los ejércitos del Este. ¿Y qué recibo a cambio? Sucios insultos.

—Acepta tu karma.

—Te lo suplico, marido, escucha a tu señora madre.

—Mi karma es destruir a Yabú.

La anciana había suspirado.

—Muy bien. Tú eres varón. Tienes derecho a decidir. Lo que deba ser, será. Pero la muerte de Yabú no es nada por sí sola. Debemos trazar un plan. Su hijo debe ser también eliminado, lo mismo que Igurashi. Sobre todo Igurashi. Entonces, tu padre gobernará el clan, como es de justicia.

—¿Cómo lo haremos, madre?

—Tú y yo trazaremos un plan. Y ten paciencia, ¿neh? Después lo consultaremos con tu padre. Y también tú, Midori, podrás dar tu opinión, pero procurando que no sea vana, ¿neh?

—¿Y qué piensas del señor Toranaga? Dio su sable a Yabú.

—Creo que el señor Toranaga sólo quiere que Izú sea Estado vasallo fuerte. No un aliado. Él no quiere aliados, como tampoco los quería el Taiko. Nuestro clan prosperará como vasallo de Toranaga. ¡O como vasallo de Ishido! Del que elijamos, ¿neh?

Omi recordaba ahora el entusiasmo que había sentido una vez tomada la decisión final. Pero nada de ello se traslucía en su semblante, mientras unas doncellas, cuidadosamente encogidas e importadas de Mishima, para Yabú, servían el cha y el vino. Observó a Anjín-san, a Mariko y a Igurashi. Todos esperaban que Yabú empezase.

La estancia era grande y aireada, suficiente para que treinta oficiales pudiesen comer, beber y charlar en ella. Miró a través del shijo abierto. Había muchos centinelas en el patio. Había una caballeriza. La fortaleza estaba protegida por un foso. La empalizada había sido construida con bambúes gigantescos, fuertemente entrelazados. Grandes columnas centrales sostenían el tejado.

Por orden de Yabú, Omi había saqueado cuatro pueblos para obtener los materiales con los que construir esta casa y la otra, e Igurashi había traído muchos tatamis y esterillas de calidad y otras cosas que no podían adquirirse en el pueblo.

Omi estaba orgulloso de su trabajo. Un campamento para tres mil samuráis había sido preparado en la llana cima de la meseta que dominaba las carreteras conducentes a la aldea y el mar. Ahora, el pueblo estaba perfectamente guardado por tierra. En cuanto al mar, había múltiples maneras de avisar al señor feudal que quisiese escapar.

«Pero ahora no tengo señor. ¿A quién serviré? —se preguntaba Omi—. ¿A Ikawa Jikkyu? ¿O directamente a Toranaga? ¿Me daría Toranaga, a cambio, lo que deseo? ¿O a Ishido? Pero es muy difícil acercarse a Ishido, ¿neh? Aunque podría decirle muchas cosas…»

Aquella tarde, Yabú había convocado a Igurashi, a Omi y a los cuatro capitanes principales, y había puesto en marcha su plan clandestino para el adiestramiento de los quinientos fusileros samurais. Igurashi sería el comandante, y Omi mandaría una de las centurias. Habían convenido la manera de incorporar a estas unidades los hombres de Toranaga, cuando llegasen, y de neutralizarlos si resultaban traidores.

Omi había sugerido que se formase otro cuadro, absolutamente secreto, de tres unidades de cien samurais cada una, el cual sería adiestrado disimuladamente al otro lado de la península, como reserva y como medida de precaución, contra cualquier maniobra traidora por parte de Toranaga.

—¿Quién mandará los hombres de Toranaga? ¿A quién enviará como lugarteniente? —había preguntado Igurashi.

—Lo mismo da —había dicho Yabú—. Yo designaré sus cinco ayudantes, con la misión de cortarle el cuello en caso necesario. La palabra clave para ordenar su muerte y la de todos los forasteros será «Ciruelo». Mañana, Igurashi-san, escogerás los hombres. Yo confirmaré el nombramiento de cada uno, y ninguno de ellos debe conocer, de momento, mi estrategia total del regimiento de fusileros.

Omi, al observar ahora a Yabú, saboreaba el recién descubierto éxtasis de la venganza. Matar a Yabú sería fácil, pero debía hacerse de la manera y en el momento oportunos.

Sólo entonces podrían su padre o su hermano mayor adquirir el dominio del clan y de Izú.

Yabú fue al grano:

—Mariko-san, sírvete decir a Anjín-san que quiero que mañana empiece a enseñar a mis hombres a disparar como los bárbaros, y que quiero saber todo lo relativo a la manera de guerrear de los bárbaros.

—Lo siento, Yabú-san —le recordó Mariko—, pero las armas no llegarán hasta dentro de unos seis días.

—Mis hombres tienen las suficientes para empezar —replicó Yabú—. Y quiero que empiece mañana.

Mariko habló a Blackthorne.

—¿Qué quiere saber sobre la guerra? —preguntó éste.

Ha dicho que todo.

—¿Qué, en particular?

Mariko preguntó a Yabú.

—Yabú-san dice si has luchado en algún combate en tierra.

—Sí. En los Países Bajos. Y una vez en Francia.

—Yabú-san dice: excelente. Quiere conocer la estrategia europea. Y quiere saber cómo se combate en vuestros países. Detalladamente.

Blackthorne pensó un momento. Después, dijo:

—Dile a Yabú-san que puedo adiestrar a cualquier número de hombres y que conozco perfectamente lo que él quiere saber.

Lo cierto era que también había aprendido mucho, gracias a fray Domingo, sobre la manera de luchar de los japoneses. «Escucha —le había dicho—, mis ovejas de esta cárcel han sido mis maestros en lo concerniente al arte bélico del Japón. Ahora sé cómo combaten sus ejércitos y cómo se les puede derrotar. Recuerda este secreto, por lo que más quieras: no pongas al servicio de la ferocidad japonesa las armas y los métodos modernos, si no quieres que nos destruyan en tierra.»

Blackthorne se encomendó a Dios y empezó:

—Dile al señor Yabú que puedo ayudarle muchísimo. A él y al señor Toranaga. Puedo hacer invencibles a sus ejércitos.

—El señor Yabú dice que, si tu información resulta útil, Anjín-san, aumentará el salario de doscientos cuarenta kokú que te ha asignado el señor Toranaga, a quinientos, cuando haya transcurrido un mes.

—Dale las gracias. Pero dile que, si hago esto por él, le pido a cambio un favor: que derogue su decreto sobre la aldea, y que me devuelva mi barco y mi tripulación dentro de cinco meses.

—No puedes regatear con él como un mercader, Anjín-san —dijo Mariko.

—Te lo ruego. Pídeselo humildemente, como un favor.

—Yabú-san dice que la aldea carece de importancia y no debe preocuparte. En cuanto al barco, está bajo el cuidado del señor Toranaga. Está seguro de que te lo devolverá pronto. Me ha dicho que lo pida al señor Toranaga en cuanto llegue a Yedo. Y lo haré, Anjín-san.

—Por favor, presenta mis disculpas al señor Yabú, pero debo insistir en que derogue el decreto. Esta noche.

—Ya ha dicho que no, Anjín-san. Sería una impertinencia.

—Sí, lo comprendo. Pero pídeselo de nuevo. Como un ruego.

—Dice que debes tener paciencia. Que no te preocupes de los aldeanos.

Blackthorne asintió con la cabeza y tomó una decisión.

—Por favor, da las gracias a Yabú-san, pero dile que no puedo vivir con la vergüenza de tener la aldea sobre mi conciencia. Me siento deshonrado. No puedo soportarlo. Va contra mis creencias cristianas. Tendré que suicidarme inmediatamente.

—¿Suicidarte?

—Sí, estoy resuelto.

—¿Nan ja, Mariko-san? —interrumpió Yabú.

Ella tradujo, tartamudeando, lo que había dicho Blackthorne. Yabú la interrogó y ella respondió. Después, Yabú dijo:

—Si no fuese por tu reacción, pensaría que es una broma, Mariko-san. ¿Por qué estás tan preocupada? ¿Crees que ha hablado en serio?

—No lo sé, señor. Parece… No lo sé…

—¿Qué piensas tú, Omi-san?

—El suicidio es contra la fe cristiana, señor. Nunca se suicidan como nosotros, como lo hace un samurai.

Yabú sorbió un poco de saké.

—Dile, Mariko-san, que el suicidio no es una costumbre bárbara. Es un acto contra su Dios cristiano. ¿Cómo puede suicidarse?

Mariko tradujo. Yabú observó atentamente mientras Blackthorne respondía:

—Anjín-san se disculpa con gran humildad, pero dice que, sea o no costumbre, lo quiera o no lo quiera Dios, esta vergüenza de la aldea le es insoportable. Dice que… que está en el Japón, que es hatamoto y que tiene derecho a vivir según nuestras leyes. —Sus manos temblaban—. Así lo ha dicho, Yabú-san. Derecho a vivir según nuestras costumbres…, según nuestra ley.

—Los bárbaros no tienen derechos.

—El señor Toranaga lo ha hecho hatamoto. Esto le da derechos, ¿neh?

La brisa repicó sobre los shojis.

—¿Cómo se suicidaría? ¿Eh? Pregúntaselo.

Blackthorne desenvainó el sable corto y afilado, y lo dejó suavemente sobre el tatami, con la punta hacia él.

—¡Es una fanfarronada! —exclamó simplemente Igurashi—. ¿Cuándo se ha visto a un bárbaro actuar como una persona civilizada?

Yabú frunció el ceño.

—Es un hombre valiente, Igurashi-san. Y extraño. Pero, ¿eso…? —Yabú deseaba contemplar el acto, presenciar la acción del bárbaro, ver cómo iba a la muerte, experimentar con él el éxtasis de la partida. Pero, haciendo un esfuerzo, frenó el impulso de su propio placer—. ¿Qué aconsejas, Omi-san? —preguntó, con voz ronca.

—Tú, señor, dijiste al pueblo: «Si Anjín-san no aprende satisfactoriamente…» Yo te aconsejo que hagas una ligera concesión. Dile que lo que aprenda dentro de cinco meses será «satisfactorio», pero que, a cambio, debe jurar por su Dios que no revelará esto al pueblo.

—Pero él no es cristiano. ¿De qué valdrá este juramento?

—Yo creo que es una especie de cristiano, señor. Es enemigo de las Sotanas, y esto es importante. Creo que se sentirá obligado por un juramento por su Dios. Y también jurará, en nombre de Dios, que pondrá toda su inteligencia en aprender y en serviros. Como es listo, habrá aprendido mucho dentro de cinco meses. De este modo, tu honor quedará a salvo, y también el suyo, si es que lo tiene. No pierdes nada, y lo ganas todo. Además, y esto es importante, te será leal por su libre voluntad.

—¿Crees que se mataría?

—Sí.

—¿Y tú, Mariko-san?

—No lo sé, Yabú-san. Lo siento, pero no puedo aconsejarte. Hace unas horas, habría dicho que no, que no se suicidaría. Ahora, no lo sé. Es…, desde que Omi-san vino a buscarlo esta noche…, es… diferente.

—¿Igurashi-san?

—Si cedes ahora, y es una baladronada, empleará este truco continuamente. Es astuto como un kami-zorro, todos lo hemos visto, ¿neh? Algún día tendrás que decir «no». Yo te aconsejo que lo digas ahora.

Omi se inclinó hacia delante y movió la cabeza.

—Discúlpame, señor, pero debo repetir que, si dices que no, te expones a una gran pérdida. Si es una baladronada, y puede que lo sea, se sentirá lleno de odio por esta nueva humillación, pues no hay que olvidar que es orgulloso, y no te ayudará hasta el límite de sus posibilidades, que es lo que te interesa.

—Ha pedido algo que, como hatamoto, tiene derecho a pedir, y dice que quiere vivir según nuestras costumbres, por su libre voluntad. ¿No es esto un enorme paso adelante, señor? Es maravilloso para ti y para él. Te aconsejo prudencia. Utilízalo para tu bien.

—Es lo que pretendo —dijo Yabú, con voz ronca.

—Es valioso, sí —dijo Igurashi—, y necesitamos sus conocimientos. Pero hay que dominarlo, tú mismo lo has dicho muchas veces, Omi-san. Es bárbaro. ¡Oh! Ya sé que hoy es hatamoto y que puede llevar dos sables desde ahora. Pero esto no hace de él un samurai. No es samurai, y nunca lo será.

Blackthorne, ensimismado, miraba a lo lejos. Pero había gotas de sudor sobre su frente. «¿Son de miedo? —pensó Yabú—. ¿Miedo de que se descubra su fanfarronada?»

—Mariko-san.

—¿Sí, señor?

—Dile… —Yabú sintió de pronto la boca seca y un dolor en el pecho—. Dile a Anjín-san que el decreto sigue en pie.

—Perdonadme, señor, pero os pido encarecidamente que escuchéis el consejo de Omi-san.

Yabú no la miró. Miraba sólo a Blackthorne. Latía una vena de su frente.

—Anjín-san dice que está resuelto. Sea. Veamos si es bárbaro… o hatamoto.

La voz de Mariko se hizo casi imperceptible.

—Anjín-san, Yabú-san dice que el decreto sigue en pie. Lo siento.

Blackthorne oyó las palabras, pero no le turbaron. Mientras esperaba, no les había escuchado ni observado. Había adquirido un compromiso. El resto estaba en manos de Dios. Se había encerrado dentro de su propia cabeza y oído una y otra vez las mismas palabras, las palabras que le habían dado la clave de la vida aquí, las palabras que seguramente le había enviado Dios, por medio de Mariko: «Hay una solución muy fácil: morir. Para sobrevivir aquí, tendrías que vivir según nuestras costumbres…»

«Así, pues, tengo que morir.

»Debería estar espantado, pero no lo estoy.

»¿Por qué?

»No lo sé. Sólo sé que, desde el momento en que decidí que la única manera de vivir aquí como un hombre era seguir sus costumbres, desafiar a la muerte, morir —tal vez morir—, se extinguió de pronto mi miedo a la muerte. “La vida y la muerte son la misma cosa… Deja el karma al karma.”

»No tengo miedo a morir.

»Mi vida ha sido buena» —pensó.

Wakarimasu —dijo claramente, mirando a Yabú.

Nadie se movió.

Observó cómo su mano derecha agarraba el cuchillo. Después, la izquierda se cerró también sobre la empuñadura, y la hoja apuntó sin temblar a su corazón. Ahora sólo oía el sonido de su vida, que crecía y crecía, y se hacía más y más fuerte, hasta que no pudo seguir escuchando. Su alma clamó por el eterno silencio.

Este clamor desató sus reflejos. Sus manos empujaron el cuchillo en dirección al blanco.

Omi estaba preparado para detenerlo, pero no había esperado un impulso tan súbito y tan feroz por parte de Blackthorne, y, al agarrar el puño con la diestra y la hoja con la izquierda, sintió un dolor agudo y brotó sangre de su mano. Puso toda su fuerza en contrarrestar la de Blackthorne. Entonces, Igurashi lo ayudó. Juntos pararon el golpe. Le arrancaron el cuchillo. Una gota de sangre brotó de la piel, sobre el corazón de Blackthorne, en el sitio donde había empezado a penetrar la punta del arma.

Mariko y Yabú no se habían movido.

—Dile —dijo Yabú— que lo que aprenda será suficiente, Mariko-san. Ordénale…, no, pídele a Anjín-san que jure según dijo Omi. Todo tal como dijo Omi.

Blackthorne volvió despacio de la muerte. Los miró a ellos y al cuchillo desde una distancia enorme, sin comprender. Volvió a fluir su torrente vital, pero él no captó su significación, porque se creía muerto.

—¡Anjín-san! ¡Anjín-san!

Vio que los labios de ella se movían y oyó sus palabras.

«Estoy vivo —se dijo, maravillado—. No estoy muerto. ¡Estoy vivo!»

Los otros permanecían sentados en silencio, esperando pacientemente, honrando su bravura. Nadie había visto en el Japón lo que ellos acababan de ver.

Un servidor trajo una venda y vendó con ella la mano de Omi, cortando la hemorragia del profundo corte. Todo estaba callado. De vez en cuando, Mariko pronunciaba su nombre en voz queda, mientras los otros sorbían cha o saké.

Para Blackthorne aquella «no vida» parecía prolongarse eternamente. Pero, de pronto, sus ojos vieron y sus oídos oyeron.

—¿Anjín-san?

Hai.

Mariko repitió lo que Omi había dicho, como si procediese de Yabú. Tuvo que repetirlo varias veces para asegurarse de que él lo comprendía claramente.

Blackthorne reunió sus últimas fuerzas, gozando las mieles de la victoria.

—Mi palabra es bastante, como es bastante la suya. Sin embargo, juraré por mi Dios como él desea. Sí. Y Yabú-san jurará igualmente por su dios cumplir su parte del trato.

—El señor Yabú dice que sí, que lo jura por el señor Buda.

Por consiguiente, Blackthorne juró como quería Yabú. Aceptó un poco de cha. Nunca le había sabido tan bien. La taza parecía muy pesada y no pudo sostenerla mucho rato.

—¿Por qué no descansas ahora, Anjín-san? El señor Yabú te da las gracias y dice que seguirá hablando contigo mañana. Ahora debes descansar.

—Sí, gracias. Me sentará bien.

—¿Crees que puedes ponerte en pie?

—Sí. Creo que sí.

—Yabú-san pregunta si deseas un palanquín.

Blackthorne lo pensó. Por fin, decidió que un samurai tenía que andar…, que tratar de andar.

—No, gracias —dijo, aunque le habría gustado tumbarse, dejarse llevar, cerrar los ojos y dormirse inmediatamente.

Lentamente, cogió el cuchillo y lo observó. Después, lo introdujo en la vaina, y tardó en ello mucho tiempo.

—Siento ser tan lento —murmuró.

—No debes sentirlo, Anjín-san. Hoy has vuelto a nacer. Ésta es otra vida, una vida nueva —dijo Mariko, llena de orgullo por él—. Son pocos los que pueden volver. No lo lamentes. Sabemos que esto requiere gran fortaleza. ¿Puedo ayudarte?

—No. No, gracias.

Pero no pudo levantarse en seguida. Tuvo que emplear las manos para ponerse de rodillas y, después, tuvo que hacer una pausa para recobrar fuerzas. Por último, se irguió y se tambaleó, pero no llegó a caerse.

Yabú hizo una reverencia. Y Mariko y Omi e Igurashi.

Blackthorne dio los primeros pasos como un borracho. Se agarró a una columna y se sostuvo un momento. Después, reanudó la marcha. Se tambaleaba, pero caminaba, solo. Apoyaba una mano en la empuñadura del sable largo y llevaba erguida la cabeza.

Yabú respiró hondo y bebió un largo trago de saké. Cuando pudo hablar, dijo a Mariko:

—Síguelo, por favor. Cuida de que llegue sano y salvo a casa.

Cuando ella hubo salido, Yabú se volvió a Igurashi.

—¡Eres un tonto repugnante!

Inmediatamente, Igurashi tocó la estera con la frente.

—Era una baladronada, ¿neh? Tu estupidez ha estado a punto de costarme un tesoro inapreciable.

—Sí, señor, tienes razón, señor. Te pido permiso para quitarme la vida inmediatamente.

—¡Sería demasiado bueno para ti! ¡Vete, y vive en la caballeriza hasta que te envíe a buscar! Duerme con los estúpidos caballos.

—Sí, señor. Te pido disculpas, señor.

—¡Lárgate! Omi-san mandará los fusileros. ¡Vete!

Las velas oscilaron y chisporrotearon. Una de las doncellas dejó caer una diminuta gota de saké sobre la mesita barnizada, y Yabú la maldijo furiosamente. Las otras se excusaron al punto. Él se dejó apaciguar y aceptó más vino.

—¿Una baladronada? Así lo dijo. ¡Estúpido! ¿Por qué estoy siempre rodeado de tontos?

Omi no dijo nada, pero rió para sus adentros.

—Pero tú no eres tonto, Omi-san. Tu consejo es valioso. Tu feudo queda doblado desde hoy. Seis mil kokú. A partir del año próximo, toma treinta ri alrededor de Anjiro como feudo.

Omi se inclinó sobre la estera. «Yabú merece morir, pensó, burlón, por lo fácil que es de manejar.»

—No merezco nada, señor. Sólo cumplí mi deber.

—Sí. Pero el señor feudal debe recompensar la fidelidad y el cumplimiento del deber. Suzu —dijo a una de las doncellas—. Di a Zukimoto que venga.

—¿Cuándo empezará la guerra? —preguntó Omi.

—Este año. Tal vez tarde seis meses, tal vez no. ¿Por qué?

—Tal vez dama Mariko debería quedarse más de tres días. Para protegerte.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Ella es la boca de Anjín-san. Éste, con su ayuda, puede adiestrar en medio mes a veinte hombres, los cuales podrán adiestrar a cien, y estos cien, a todos los demás. Después, poco importa que viva o que muera.

—¿Por qué habría de morir?

—Puede repetirse el desafío y ser diferente el resultado. Y, cuando tengas la información que deseas, ¿de qué te servirá?

—De nada.

—Necesitas aprender la estrategia de guerra de los bárbaros, pero has de hacerlo rápidamente. El señor Toranaga puede enviarlo a buscar, por consiguiente, debes tener a la mujer aquí el mayor tiempo posible. Medio mes debería bastar para sacarle todo lo que sabe. Aunque tendrás que hacer pruebas y adaptar sus métodos a nuestro estilo.

—¿Y Toranaga-san?

—Estará de acuerdo, si lo planteamos correctamente, señor. Tiene que estarlo. Las armas son tan suyas como tuyas. Y la presencia de Mariko aquí es también valiosa en otros sentidos.

—Sí —dijo Yabú, con satisfacción, pues la idea de tenerla como rehén se le había ocurrido ya en el barco, cuando planeaba ofrecer a Ishido el sacrificio de Toranaga—. Ciertamente, hay que proteger a Toda Mariko, para que no caiga en malas manos.

—Sí. Y tal vez podría ser el medio de dominar a Hiro-matsu, a Buntaro y a todo su clan. Incluso a Toranaga.

—Redacta el mensaje acerca de ella.

—Mi madre tuvo hoy noticias de Yedo, señor —dijo Omi, como sin darle importancia—. Me pidió que te dijese que dama Genjiko ha dado el primer nieto a Toranaga.

Yabú se puso inmediatamente alerta. ¡El nieto de Toranaga! Podría dominar a Toranaga, ¿neh? ¿Cómo podría tomarlo como rehén?

—¿Y dama Ochiba? —preguntó.

Salió de Yedo con todo su séquito. Hace tres días. Pero ahora está a salvo en territorio del señor Ishido.

Yabú pensó en Ochiba y en su hermana Genjiko. ¡Qué diferentes eran la una de la otra! Ochiba, llena de vida, hermosa, astuta, incansable, la mujer más deseable del Imperio, y madre del Heredero. Genjiko, su hermana menor, callada, reflexiva, de rostro vulgar, dotada de una crueldad que se había hecho legendaria y que había heredado de su madre, una de las hermanas de Goroda. Las dos hermanas se querían, pero Ochiba odiaba a Toranaga y a los suyos, como Genjiko detestaba al Taiko y a su hijo Yaemón. Yabú se preguntó si el hijo de Ochiba sería realmente hijo del Taiko. ¡Cuánto daría por saber la respuesta! ¡Cuánto daría por poseer a esa mujer!

La doncella Suzu llamó discretamente y abrió la puerta. Zukimoto entró en la estancia.

—¿Señor?

—¿Dónde están todos los regalos que mandé traer de Mishima para Omi-san?

—Están todos en el almacén, señor. Aquí está la lista. Los dos caballos pueden escogerse en la caballeriza. ¿Quieres que lo haga ahora?

—No. Omi-san los escogerá mañana.

Yabú repasó la lista, cuidadosamente escrita: «Veinte quimonos (de segunda calidad), dos sables, una armadura (reparada, pero en buenas condiciones), dos caballos, armas (de la mejor calidad) para cien samurais. Valor total: cuatrocientos veintiséis kokús. Además, el pedrusco llamado “La Piedra Expectante”. Valor: inestimable.»

Yabú pensó en aquella piedra, en los lejanos días pasados con su venerado señor, el Taiko, y, por último, en la Noche de los Gritos. Le invadió la melancolía. La vida es triste y cruel, pensó. Miró a Suzu. La doncella sonrió a su vez, vacilante, esbelta y delicadísima como las otras dos. Las tres habían sido traídas en palanquín de su casa de Mishima. Esta noche iban descalzas, vestían quimonos de la mejor seda y su piel parecía muy blanca. Yabú advirtió la presencia de Zukimoto.

—¿A qué esperas? ¿Eh? ¡Lárgate!

—Sí, señor. Pero me dijiste que te recordase lo de los impuestos, señor —y se marchó apresuradamente.

—Doblarás inmediatamente todos los impuestos, Omi-san —dijo Yabú.

—Sí, señor.

—¡Cerdos campesinos! No trabajan como debieran. ¡Son todos ellos unos perezosos! ¡Ya es hora de que asuman sus responsabilidades!

Después, Yabú volvió al tema que lo obsesionaba:

—Anjín-san me asombró esta noche. ¿A ti no?

—¡Oh, sí, señor! Más que a ti. Pero estuviste acertado al ponerlo en un compromiso.

—¿Quieres decir que Igurashi tenía razón?

—Simplemente admiro tu sabiduría, señor. Alguna vez tenías que decirle «no». Creo que hiciste bien en decírselo esta noche.

—Pensé que se mataría. Sí. Me alegro de que estuvieses a punto para impedirlo. Había pensado que lo estarías. Anjín-san es un hombre extraordinario, por ser bárbaro, ¿neh? Lástima que sea tan ingenuo.

Yabú bostezó. Aceptó el saké que le ofrecía Suzu.

—¿Has dicho medio mes? Mariko-san estará aquí durante este tiempo, Omi-san. Después decidiré lo que hay que hacer con ella, y con él. Pronto tendremos que darle otra lección. —Se echó a reír, mostrando sus mellados dientes—. Si Anjín-san nos enseña cosas, ¿por qué no hemos de enseñárselas nosotros? Habría que enseñarle a hacerse correctamente el harakiri. Sería digno de verse, ¿neh? ¡Cuida de ello! Sí, creo que los días del bárbaro están contados.