CAPÍTULO XXIX

—¿Anjín-san?

¿Hai? —dijo Blackthorne saliendo de su profundo sueño.

—Te traemos comida. Y cha.

Vio a una doncella con una bandeja y a Mariko, que ya no llevaba el brazo en cabestrillo, a su lado. Y se dio cuenta de que yacía en la litera del capitán, la misma que había empleado durante el viaje de Rodrigues desde Anjiro a Osaka y que, en cierto modo, le resultaba casi tan familiar como la suya a bordo del Erasmus. ¡El Erasmus! Sería estupendo volver a estar en él y ver de nuevo a los muchachos.

Se estiró, satisfecho, y tomó la taza que Mariko le ofrecía.

—Gracias. Esto es delicioso. ¿Cómo va el brazo?

—Mucho mejor, gracias —dijo Mariko moviéndolo para demostrarlo—. Sólo fue una herida superficial.

Blackthorne se estiró de nuevo y abrió un tragaluz. Se veía una costa rocosa a unas doscientas yardas de distancia.

—¿Dónde estamos?

—Frente a la costa de la provincia de Totomi, Anjín-san. El señor Toranaga quiso nadar un poco y dejar descansar unas horas a los remeros. Mañana estaremos en Anjiro.

—¿La aldea de pescadores? Es imposible. Ahora es casi mediodía, y al amanecer estábamos frente a Osaka. ¡Es imposible!

—¡Ah! Esto fue ayer, Anjín-san. Has estado durmiendo un día y una noche y la mitad de otro día —respondió ella—. El señor Toranaga dijo que te dejásemos dormir. Ahora piensa que nadar un poco te ayudaría a despabilarte. Después de comer.

La comida consistía en dos tazones de arroz y pescado asado, con una salsa oscura, salada y avinagrada que, según le había dicho ella, se hacía con alubias fermentadas.

—Gracias… Sí, me gustará nadar un poco. ¿He dormido casi treinta y seis horas? No es extraño que me sienta perfectamente.

Tomó la bandeja de manos de la doncella. Estaba hambriento, pero no comió en seguida.

—¿Por qué tiene miedo esa muchacha? —preguntó.

—No lo tiene, Anjín-san. Sólo está un poco nerviosa. Nunca había visto tan de cerca a un extranjero.

—Dile que cuando hay Luna llena, los bárbaros echan llamas por la boca y les salen cuernos.

—¡Líbrame Dios de hacerlo! —rió Mariko, y señaló la mesita—. Allí hay polvo para los dientes, un cepillo, agua y toallas limpias. Me alegro de que estés bien. Y es cierto lo que decían. Tienes mucho valor.

Sus miradas se cruzaron un momento. Después, ella hizo una cortés reverencia y la doncella la imitó. La puerta se cerró detrás de ambas.

«No pienses en ella —se dijo—. Piensa en Toranaga o en Anjiro. ¿Por qué nos detenemos mañana en Anjiro? ¿Para desembarcar a Yabú? ¡Buena carga nos quitaríamos de encima! Omi estará en Anjiro. ¿Y bien? ¿Por qué no pido a Toranaga la cabeza de Omi? Me debe algunos favores. ¿O por qué no le pido que me deje desafiar a Omi-san? Pero, ¿cómo? ¿A sable o a pistola? A sable no tengo la menor probabilidad a mi favor, y con pistola sería un asesinato. Es mejor no hacer nada y esperar.»

Blackthorne empleaba los palillos como había visto manejarlos a los hombres de la cárcel, levantando el tazón de arroz hasta los labios y empujando los granos del borde de la taza a la boca con los palitos. Los trozos de pescado resultaban más difíciles. Todavía no era lo bastante diestro Por consiguiente, empleó los dedos alegrándose de estar solo, porque sabía que comer con los dedos habría sido una descortesía en presencia de Mariko, de Toranaga y de cualquier japonés.

Cuando lo hubo despachado todo, notó que seguía teniendo hambre.

«Ve a buscar más comida —se dijo en voz alta—. ¡Dios mío! ¡Cuánto daría por un poco de pan tierno y unos huevos fritos con mantequilla y un trozo de queso…!»

Subió a cubierta. Casi todos estaban desnudos. Algunos de los hombres se secaban, otros tomaban un baño de sol y unos cuantos se lanzaban al agua desde la borda. En el mar, junto al barco, samurais y marineros nadaban o se rociaban como niños.

Konnichi wa, Anjín-san.

Konnichi wa, Toranaga-sama —dijo él.

Toranaga, completamente desnudo, subía la escala que había sido bajada hasta el mar.

¿Sonata wa oyogitamo ka? —dijo, señalando el mar y sacudiéndose el agua bajo el sol brillante.

Hai, Toranaga-sama, domo —replicó Blackthorne, suponiendo que le preguntaba si quería nadar.

Toranaga señaló de nuevo el mar, dijo unas palabras y llamó a Mariko para que hiciera de intérprete.

—Toranaga-sama dice que pareces muy descansado, Anjín-san. El agua es vigorosa.

—Vigorizadora —la corrigió él, amablemente—. Sí.

—¡Oh, gracias! Vigorizadora. Él te invita a nadar.

Toranaga estaba tranquilamente apoyado en la borda secándose el agua de las orejas con una toalla pequeña. Al no destapársele el oído izquierdo, dobló la cabeza y golpeó el suelo con el talón izquierdo, hasta que aquél se hubo destapado. Blackthorne vio que Toranaga era muy musculoso, aparte la barriga. Bastante violento, debido a la presencia de Mariko, se desnudó y anduvo hasta la punta de la pasarela, consciente de que ella y la joven Fujiko, arrodillada en la popa bajo una sombrilla amarilla y acompañada de una doncella, lo estaban observando. Entonces, incapaz de seguir bajando desnudo hasta el agua, se zambulló en el pálido mar azul. Fue un buen salto, y el frío del agua le causó una impresión deliciosa. El fondo arenoso estaba a tres brazas de profundidad, y en él había unas algas ondulantes y multitud de peces a los que no asustaban los nadadores. Cerca del fondo se amortiguó su impulso, y él se retorció, jugó con los peces, salió a la superficie y empezó a dar unas brazadas aparentemente perezosas, fáciles, pero muy rápidas, que le había enseñado Alban Caradoc, y se dirigió a la orilla.

La pequeña bahía estaba desierta. Muchas rocas, una diminuta playa de pequeños guijarros y ninguna señal de vida. Las montañas se elevaban a mil pies en un cielo azul e inmenso.

Se tumbó sobre una roca a tomar el sol. Cuatro samurais habían nadado con él y no estaban lejos. Sonreían y agitaban las manos. Después, volvió nadando a la goleta y ellos lo siguieron. Toranaga aún le estaba esperando.

Subió a cubierta. Sus ropas habían desaparecido. Fujiko, Mariko y dos doncellas todavía estaban allí. Una de las doncellas saludó y le ofreció una toalla ridículamente pequeña, y él la tomó y empezó a secarse volviéndose de cara a la borda.

«No tienes que preocuparte —se dijo—. Si estás desnudo en una habitación cerrada con Felicity, te sientes tranquilo, ¿no? En cambio, te inquietas cuando estás en público y en presencia de mujeres, de ella. ¿Por qué? Ellas no dan importancia a la desnudez. Estás en el Japón. Tienes que actuar como ellos. Ser como ellos y portarte como un rey.»

—El señor Toranaga dice que nadas muy bien. ¿Quieres enseñarle esa brazada? —le dijo Mariko.

—Lo haré con mucho gusto.

—Y tu manera de zambullirte… Nosotros no habíamos visto nunca una cosa así. Nos limitamos a dejarnos caer. Él quiere también aprender a hacerlo.

—¿Ahora?

—Sí, por favor.

—Puedo enseñarle… Al menos, lo intentaré.

Una doncella le ofreció un quimono de algodón, y él se lo puso, aliviado, y se ciñó el cinturón. Ya tranquilo, explicó la manera de hacer la zambullida, estirando los brazos al lado de la cabeza y saltando, pero teniendo cuidado de no caer de plano.

—Para empezar, lo mejor es colocarse al final de la escalerilla y dejarse caer de cabeza, sin saltar ni correr. Así es como nosotros enseñamos a los niños.

Toranaga lo escuchó, le hizo algunas preguntas y, cuando quedó satisfecho, dijo por medio de Mariko:

—Bien. Creo que lo he comprendido.

Se dirigió a la plataforma de la escalera y antes de que Blackthorne pudiera detenerlo, se lanzó al agua desde una altura de quince pies. La panzada fue terrible. Nadie se rió. Toranaga subió a cubierta y probó de nuevo. Volvió a caer plano. Otros samurais fracasaron igualmente.

—No es fácil —dijo Blackthorne—. Yo tardé mucho tiempo en aprender. Descansa y mañana probaremos otra vez.

—El señor Toranaga dice: «Mañana será mañana. Yo quiero aprender hoy a zambullirme.»

Blackthorne se quitó el quimono y les hizo una demostración. Los samurais lo imitaron. Y fracasaron de nuevo. También Toranaga. Seis veces.

Después de otra demostración, Blackthorne se encaramó al pie de la escala y vio a Mariko entre los hombres, desnuda, dispuesta también a lanzarse al espacio. Su cuerpo era exquisito. Llevaba un vendaje limpio en el brazo.

—Espera, Mariko-san. Es mejor que la primera vez pruebes desde aquí.

Ella bajó hasta donde estaba él con el pequeño crucifijo subrayando su desnudez. Él le enseñó cómo debía doblar el cuerpo y saltar sujetándola por la cintura y haciéndola girar para que cayese de cabeza.

Después lo intentó Toranaga desde poca altura y alcanzó un éxito relativo. A continuación, Blackthorne subió a cubierta, se plantó en la plataforma y les mostró la manera de dejarse caer como un muerto. Pensó que así era más fácil, convencido de que era importante que Toranaga triunfase en su empeño.

—Tienes que mantenerte rígido. Como una espada. De esta manera, no puedes fallar.

Se dejó caer. Penetró limpiamente en el agua, braceó un poco y esperó.

Toranaga puso rígidos los brazos y tiesa la columna vertebral. Tenía el pecho y la barriga colorados a causa de las panzadas. Se dejó caer hacia delante, tal como le había enseñado Blackthorne. Aunque dobló las piernas al caer, entró de cabeza en el agua y recibió una gran ovación cuando salió a la superficie. Lo repitió y le salió mejor. Después lo intentó Mariko. Una mueca de dolor se pintó en su cara al levantar los brazos. Pero se mantuvo tiesa como una flecha y se dejó caer. Entró limpiamente en el agua.

—Ha sido una zambullida muy buena. Francamente buena —dijo él dándole la mano y ayudándola a subir a la plataforma—. Y ahora, descansa. Podría abrirse la herida del brazo. «¡Dios mío, qué mujer!», murmuró.

Al ponerse el sol, Toranaga envió a buscar a Blackthorne. Estaba sentado en el puente de popa, sobre una esterilla limpia, junto a un pequeño brasero de carbón donde humeaban unos tacos de madera aromática. Esto servía tanto para perfumar el aire como para alejar las mariposas nocturnas y a los mosquitos. Su quimono aparecía limpio y planchado, y las grandes hombreras, como alas del almidonado manto, le daban una apariencia formidable. También Yabú y Mariko se habían vestido de gala. Fujiko estaba también presente. Veinte samurais, sentados, montaban guardia en silencio. Se habían encendido antorchas y la galera seguía meciéndose suavemente anclada en la bahía.

—¿Saké, Anjín-san?

Domo, Toranaga-sama.

Blackthorne hizo una reverencia, aceptó la tacita que le ofrecía Fujiko, brindó por Toranaga y se la bebió de un trago.

—El señor Toranaga dice que pasaremos la noche aquí. Mañana llegaremos a Anjiro. Quisiera saber más de tu país y del mundo exterior.

—Desde luego. ¿Qué quiere saber? Inglaterra es un país templado. Tal vez tenemos un invierno malo de cada siete y lo mismo puede decirse del verano. Hay hambre cada seis años, aunque a veces la sufrimos dos años seguidos.

—También aquí hay hambre. El hambre es cosa mala. ¿Cuál es la situación actual de tu país a este respecto?

—Hemos tenido tres años de malas cosechas en el último decenio, sin sol que madurase el trigo. Esto está en manos del Todopoderoso. Pero Inglaterra es muy fuerte. Tenemos prosperidad. Fabricamos toda nuestra ropa y todas nuestras armas y la mayor parte de los paños de lana de Europa.

Blackthorne decidió no contarle nada de las epidemias, ni de las algaradas o insurrecciones provocadas por el vallado de las tierras comunales, ni de la emigración de los campesinos a los pueblos y a las ciudades. En cambio, le habló de los buenos reyes y de las buenas reinas, de los sabios gobernantes, de los prudentes parlamentos y de las guerras triunfales.

—El señor Toranaga quiere que contestes claramente. ¿Sostienes que sólo el dominio del mar os protege de España y Portugal?

—Sí. Sólo esto. El dominio de nuestros mares asegura nuestra libertad. Vosotros sois una nación isleña como nosotros. Sin el dominio de los mares, ¿no estaríais indefensos contra un enemigo exterior?

—Mi señor está de acuerdo contigo.

—¡Ah! ¿También vosotros habéis sido invadidos?

Al volverse a Toranaga, Blackthorne advirtió un ligero fruncimiento de cejas y recordó que debía limitarse a contestar sin hacer preguntas. Cuando ella volvió a hablar, su voz era más grave:

—El señor Toranaga me dice que conteste tu pregunta, Anjín-san. Sí, fuimos invadidos dos veces. Hace más de trescientos años. Debió de ser en el año 1274 de vuestro calendario. Nos atacaron los mogoles de Kublai Jan, que acababa de conquistar China y Corea, cuando nos negamos a someternos a su autoridad. Unos cuantos miles de hombres desembarcaron en Kiusiu, pero nuestros samurais lograron contenerlos y al cabo de poco tiempo el enemigo se retiró. Pero volvieron siete años después. Esta vez, la fuerza invasora consistía en casi mil barcos chinos y coreanos, que transportaban doscientos mil guerreros mogoles, chinos y coreanos, casi todos, de caballería. Nada podíamos hacer contra una superioridad tan abrumadora. Y empezaron a desembarcar en la bahía de Hakata, en Kiusiu, pero, antes de que pudiesen desplegar todos sus ejércitos, un gran viento, un tai-fun, vino del Sur y destruyó la flota y todo lo que ésta contenía. Fue un kamikazi, un Viento Divino, Anjín-san —dijo ella, muy convencida—, un kamikazi enviado por los dioses para proteger a este País de los Dioses contra el invasor extranjero. Los mogoles ya no volvieron más, y al cabo de unos ocho años, su dinastía, los Chin, fue expulsada de China. Los dioses nos protegieron contra ellos. Y siempre nos protegerán de las invasiones. Después de todo, éste es su país, ¿neh?

Blackthorne pensó que este número enorme de barcos y de hombres hacía que la Armada española enviada contra Inglaterra pareciese insignificante.

—También a nosotros nos ayudó una tempestad, señora —dijo con igual seriedad—. En todo caso, nos consideramos afortunados de vivir en una isla. Damos gracias a Dios por ello y por el canal. Y por nuestra flota. Teniendo vosotros tan cerca la poderosa China, y estando en guerra con ella, me sorprende que no tengáis una Marina fuerte. ¿No teméis otro ataque?

Mariko no le respondió, sino que tradujo a Toranaga lo que él había dicho. Cuando hubo terminado, Toranaga habló con Yabú, el cual asintió con la cabeza y le respondió con la misma seriedad. Después, Mariko se volvió de nuevo a Blackthorne.

—Anjín-san, ¿cuántos barcos necesitáis para dominar vuestros mares?

—No lo sé exactamente, pero ahora la reina tiene unos ciento cincuenta barcos, todos ellos construidos únicamente para la guerra.

—Mi señor pregunta cuántos barcos al año construye tu reina.

—Veinte o treinta barcos de guerra, que son los mejores y más veloces del mundo. Pero, generalmente, los barcos son construidos por grupos particulares de mercaderes, que los venden a la Corona.

—¿Y obtienen un beneficio?

Blackthorne recordó la opinión de los samurais sobre los beneficios y el dinero.

—La reina les paga generosamente algo más de lo que han costado, para fomentar el estudio de nuevos sistemas de construcción. Sin el favor real, esto sería imposible. Por ejemplo, mi barco, el Erasmus, es de una clase nueva, construido en Holanda con licencia inglesa y sobre un diseño inglés.

—¿Podrías construir aquí un barco como ése?

—Desde luego si tuviese carpinteros, intérpretes y los materiales y el tiempo necesarios. Ante todo, tendría que construir un barco más pequeño. Nunca he construido enteramente uno yo solo, y por esto, tendría que experimentar… —Y tratando de disimular su excitación ante la idea, agregó—: Si el señor Toranaga quiere un barco, o unos barcos, podría concertarse un trato. Tal vez podría encargar la construcción de cierto número de barcos de guerra a Inglaterra. Podríamos traérselos aquí, aparejados y armados según sus deseos.

Mariko tradujo. El interés de Toranaga fue en aumento. Y también el de Yabú.

—Mi señor pregunta si nuestros marineros podrían aprender a manejar estos barcos.

—Seguro, pero a base de algún tiempo. Podríamos convenir en que uno de nuestros maestros de navegación permaneciera un año con vosotros. Él podría trazar un programa de aprendizaje. Y en pocos años tendríais vuestra propia flota, una flota sin rival.

Mariko habló un rato. Toranaga la interrogó con interés, y lo mismo hizo Yabú.

—Yabú-san pregunta si sería una flota sin rival.

—Sí, mejor que todo lo que puedan tener los españoles. O los portugueses.

Se hizo un silencio. Saltaba a la vista que Toranaga estaba entusiasmado con la idea, aunque trataba de disimularlo.

—Mi señor pregunta si estás seguro de que podría arreglarse.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo se necesitaría?

—Dos años para volver yo a casa. Dos años para construir uno o varios barcos. Dos años para volver. Habría que pagar la mitad del precio por adelantado y la otra mitad al efectuar la entrega.

Toranaga reflexionó mientras añadía al brasero unos tacos de madera aromática. Todos lo observaban y esperaban. Después habló largo rato con Yabú.

—Anjín-san, ¿cuántos barcos podrías traer?

—Lo mejor sería una flotilla de cinco barcos de una vez. Hay que prever la pérdida de un barco al menos por las tormentas, las tempestades o los encuentros con los españoles y los portugueses, los cuales, sin duda, tratarán de impedir que tengáis barcos de guerra. En diez años, el señor Toranaga podría tener una flota de quince o veinte barcos.

Esperó que ella tradujera esto, y después siguió hablando despacio:

—La primera flotilla podría traeros maestros carpinteros, artilleros, marineros y pilotos. En diez o quince años, Inglaterra podría proporcionar al señor Toranaga treinta barcos de guerra modernos, más que suficientes para dominar vuestros mares. Nosotros… —iba a decir «venderíamos», pero cambió la expresión— mi reina se sentiría honrada de ayudarte a formar tu propia marina de guerra, y si éste fuese tu deseo, cuidaríamos de la instrucción y del aprovisionamiento.

«¡Oh, sí! —pensó, entusiasmado—. Podríamos proporcionarte la oficialidad y el almirante, y la reina te ofrecería una alianza en firme que sería buena para vosotros y para nosotros y que incluiría el comercio. Y entonces, amigo Toranaga, nuestras dos naciones expulsarían a los españoles y a los portugueses de estos mares y los dominarían para siempre. Si lo consigo, haré cambiar el rumbo de la Historia. Tendré riquezas y honores que nunca pude soñar.»

—Mi señor dice que es una lástima que no hables nuestra lengua.

—Sí, pero estoy seguro de que tú traduces perfectamente.

—Él dice que no es una crítica de mi labor, Anjín-san, sino una observación. Y es verdad. Sería mejor para mi señor poder hablar directamente contigo como lo hago yo.

—¿No tenéis ningún diccionario, Mariko-san? O gramáticas de portugués-japones o de latín-japones. Si el señor Toranaga pudiese proporcionarme libros y maestros, trataría de aprender vuestra lengua.

—No tenemos libros de ésos.

—Pero los tienen los jesuitas. Tú misma lo dijiste.

Ella habló con Toranaga, y Blackthorne vio que los ojos de Toranaga y de Yabú se animaban y que los dos sonreían.

—Mi señor dice que te ayudará, Anjín-san.

Por orden de Toranaga, Fujiko sirvió más saké a Blackthorne y a Yabú. Toranaga bebió cha, lo mismo que Mariko. Incapaz de contenerse, Blackthorne preguntó:

—¿Qué dice él de mi sugerencia? ¿Qué responde?

—Debes tener paciencia, Anjín-san. Ya te contestará a su debido tiempo.

—Ten la bondad de preguntárselo ahora.

De mala gana, Mariko se volvió a Toranaga.

—Discúlpame, señor, pero Anjín-san pregunta con la mayor cortesía qué piensas de su plan. Te suplica humildemente una respuesta.

—Le responderé a su debido tiempo.

Mariko dijo a Blackthorne:

—Mi señor dice que estudiará tu plan y reflexionará cuidadosamente sobre lo que has dicho. Te pide que tengas paciencia.

Domo, Toranaga-sama.

—Ahora voy a acostarme. Zarparemos al amanecer.

Toranaga se levantó. Todos le siguieron menos Blackthorne, que se quedó solo en la noche.

Cuando apuntaba la aurora, Toranaga soltó cuatro de las palomas mensajeras que habían sido llevadas al barco con el equipaje. Las aves trazaron dos círculos en el cielo y después se separaron, volando dos de ellas a Osaka, y dos, a Yedo. El mensaje cifrado a Kiritsubo era una orden que debía transmitir a Hiro-matsu, según la cual tenían que tratar de salir inmediatamente y en paz. Si se lo impedían, debían encerrarse en su recinto, y si forzaban la puerta, prender fuego a aquella parte del castillo y suicidarse.

El mensaje a su hijo Sudara, en Yedo, le informaba de que había escapado y estaba a salvo y le ordenaba que continuase los preparativos secretos para la guerra.

Al mediodía habían cruzado el golfo entre las provincias de Totomi y de Izú y estaban frente al cabo Ito, la punta más meridional de la península de Izú. El viento era suave, el oleaje, discreto, y la única vela les ayudaba en su avance.

Después, al virar ellos hacia el Norte, desde un profundo canal entre la tierra firme y unos cuantos islotes rocosos, oyeron un fuerte estruendo por el lado de tierra.

Todos los remos se inmovilizaron.

De pronto se abrió una enorme fisura en el acantilado y un alud de un millón de toneladas de roca cayó al mar. El agua pareció hervir unos momentos. Una pequeña ola llegó hasta la galera y pasó. Cesó el alud. Un nuevo estruendo, ahora más grave y retumbante, pero más lejano. Algunas rocas se desprendieron de los cantiles. Todos escuchaban y esperaban, observando la pared del acantilado. Sonido de gaviotas, de resaca y de viento. Toranaga hizo una señal al hombre del tambor, que volvió a marcar el ritmo. Los remos golpearon el agua. Volvió la normalidad a bordo.

—¿Qué ha sido? —preguntó Blackthorne.

—Sólo un terremoto —dijo Mariko, perpleja—. ¿No tenéis terremotos en tu país?

—No. Nunca. Es el primero que he visto.

—Nosotros los tenemos con frecuencia, Anjín-san. Éste no ha sido nada. El centro debió de estar en otra parte, tal vez mar adentro. Has tenido suerte de presenciar un terremoto pequeño.

—Pues a mí me pareció que se estremecía toda la tierra. Habría jurado que veía… Había oído hablar de temblores de tierra. En Tierra Santa y en el país de los otomanos, a veces los hay. ¡Jesús! —Respiró hondo, pues el corazón le palpitaba con fuerza—. Habría jurado que todo el acantilado temblaba.

—Y así ha sido, Anjín-san. Si estás en tierra, es la impresión más terrible del mundo. No avisa. El peor que presencié fue una noche, cerca de Osaka, hace seis años. Las sacudidas, algunas muy fuertes, duraron una semana o más. El gran castillo nuevo del Taiko, en Fujimi, quedó totalmente destruido. Cientos de miles de personas perecieron en aquel terremoto y en los incendios que siguieron. A veces, se producen fuertes terremotos en el mar y, según la leyenda, son los que producen las grandes olas. Éstas tienen diez o veinte pies de altura y pueden destruir ciudades enteras. Yedo fue medio destruida hace unos años por una de estas olas.

—¿Y esto es normal para vosotros?

—¡Oh, sí! Todos los años tenemos terremotos en este País de los Dioses. Y también incendios, inundaciones, grandes olas y temporales monstruosos, los tai-funs. La Naturaleza es muy dura con nosotros. —Brillaron lágrimas en las comisuras de sus párpados—. Tal vez por esto amamos tanto la vida, Anjín-san. No tenemos más remedio. En este País de los Dioses, la muerte es nuestra herencia.