CAPÍTULO XXVIII

¡Isogi! —gritó Blackthorne apremiando al tambor para que acelerase el ritmo.

Se volvió a mirar la fragata que se les venía encima con todas las velas desplegadas y calculó la próxima virada que debería hacer. Debido al viento, la fragata tenía que dar varias bordadas para llegar a la boca del puerto, mientras que la galera podía maniobrar a voluntad. En cambio, la galera les aventajaba en velocidad.

Yabú volvía a hablarle, pero él no le prestó atención.

—No comprendo, wakarimasen, Yabú-san. Escucha. Toranaga me dijo: Anjín-san, ¡ichi-ban ima! ¡Ahora soy primer capitán-san! ¿Wakarimasu ka, Yabú-san?

Señaló el rumbo en la brújula al capitán japonés, el cual gesticuló al ver que la fragata, ahora a menos de cincuenta yardas de ellos, los alcanzaba rápidamente.

—¡Mantén el rumbo, por Dios! —dijo.

La brisa enfriaba su ropa mojada dándole escalofríos, pero contribuyendo a aclarar sus ideas. Miró el cielo. No había nubes cerca de la Luna brillante, y el viento era favorable. «Por ahí no hay peligro —pensó—. ¡Quiera Dios que la Luna siga brillando hasta que hayamos pasado!»

—¡Eh, capitán! —gritó en inglés, sabiendo que lo mismo daba que hablase inglés o portugués, holandés o latín—. Manda que me traigan saké. ¡Saké! ¿Wakarimasu ka?

Hein, Anjín-san.

Un marinero salió corriendo y, al mirar por encima del hombro, se quedó aterrorizado al ver el tamaño de la fragata y la velocidad con que se acercaba. Blackthorne mantuvo el rumbo tratando de obligar a la fragata a virar antes de ganar todo el espacio a barlovento. Pero ésta no se desvió y avanzó directamente sobre él. En el último segundo, Blackthorne se apartó de su camino y el bauprés de la fragata casi rozó su castillo de popa.

Entonces, la fragata viró en dirección a la costa más lejana, donde tendría que virar de nuevo para correr viento en popa, antes de dar una última bordada y dirigirse a la boca del puerto.

Por un instante, las dos embarcaciones estuvieron tan cerca la una de la otra que casi se tocaron. Después, la fragata se alejó, haciendo bailar a la galera en el oleaje.

¡Isogi, isogi, por Dios!

Los remeros redoblaron su esfuerzo y Blackthorne ordenó por señas que se pusieran más hombres a los remos hasta agotar todas las reservas. Tenían que llegar a la boca del puerto antes que la fragata, o estarían perdidos.

La galera devoraba la distancia. Pero lo propio hacía la fragata.

Entonces llegó el saké, pero la joven que había auxiliado a Mariko lo tomó de las manos del marinero y lo ofreció a Blackthorne con unos ademanes inseguros. Había permanecido valientemente sobrecubierta, aunque saltaba a la vista que aquél no era su elemento. Sus manos eran fuertes, iba muy bien peinada y llevaba un rico quimono, pulcro y elegante. La galera cabeceó y la muchacha se tambaleó y dejó caer la taza. Su cara no cambió, pero enrojeció de vergüenza.

—No ha sido nada —dijo él al agacharse ella para recoger la taza—. No importa. ¿Namae ka?

—Usagi Fujiko, Anjín-san.

—Bien, Fujiko-san. Dámelo. Dozo.

Alargó la mano, asió el frasco y bebió directamente de él, a grandes tragos, ansioso de sentir su calor dentro del cuerpo. Después concentró la atención en el nuevo rumbo, sorteando los bajíos de que le había hablado Santiago por orden de Rodrigues.

Ahora tenía la cabeza más clara y se sentía bastante fuerte si tenía cuidado. Pero sabía que, a semejanza del barco, carecía de reservas.

La fragata navegaba bien a barlovento y se adelantó un centenar de yardas en dirección a tierra.

—¡Isogi, por Dios! ¡O vamos a perder!

La emoción de la carrera y de encontrarse de nuevo solo en el puesto de mando —más por su fuerza de voluntad que por sus condiciones—, unida al raro privilegio de tener a Yabú en su poder, le llenaba de maligna satisfacción. «Si no fuese porque la embarcación se hundiría, y yo con ella, la lanzaría contra las rocas para ver cómo te ahogas, Yabú, cara de cerdo. ¡Lo haría por el viejo Pieterzoon! Pero, ¿no salvó Yabú a Rodrigues cuando yo no pude hacerlo? ¿No atacó a los bandidos cuando me tendieron una emboscada? Y esta noche se ha portado como un valiente. Sí, es un cerdo, pero un cerdo valiente. Ésta es la pura verdad.»

La joven le ofreció el frasco de saké.

Domo —dijo él.

Vio que Yabú y el piloto japonés lo miraban fijamente.

¿Nan desu ka, Anjín-san? ¿Nan ja?

¡Ichi-ban! ¡Número uno! —respondió señalando la fragata y apurando el frasco, que fue recogido por Fujiko.

—¿Saké, Anjín-san?

Domo, ¡iyé!

Los dos barcos estaban ahora muy cerca de las apretujadas barcas de pesca. La galera avanzaba en derechura hacia el paso que habían dejado deliberadamente entre ellas, y la fragata daba la última virada para dirigirse a la entrada del puerto. Aquí el viento era más fresco, al menguar la protección de las puntas de tierra, y a una milla estaba el mar abierto. Las ráfagas hinchaban las velas de la fragata, las cuerdas daban chasquidos como pistoletazos y hervía la espuma en la proa y en la estela.

Los remeros estaban sudorosos y empezaban a flaquear. Un hombre se derrumbó. Y otro. Los cincuenta y pico ronín-samurais ocupaban ya sus posiciones. Al frente, los arqueros de las barcas de pesca, a ambos lados del estrecho canal, armaban sus arcos. Blackthorne vio pequeños braseros en muchas de las barcas y comprendió que iban a lanzarles flechas incendiarias.

Se había preparado para el combate lo mejor que había podido. Yabú había comprendido que tendrían que luchar y también había pensado inmediatamente en las flechas de fuego. Blackthorne había levantado unos mamparos protectores de madera alrededor del timón. Había abierto algunas cajas de mosquetes y había ordenado a los que sabían hacerlo que las cargaran con pólvora y proyectiles. Y había subido algunos barrilitos de pólvora al alcázar y les había puesto mecha.

Cuando Santiago, el primer piloto, lo había ayudado a subir a la lancha, le había dicho que Rodrigues iba a ayudarle, con la gracia de Dios.

—¿Por qué? —había preguntado él.

—Mi capitán me ha dicho que os diga que tuvo que arrojaros por la borda para despejaros la cabeza, señor.

—¿Por qué?

—Porque, según dijo que os dijera, señor capitán, había peligro a bordo del Santa Teresa, peligro para vos.

—¿Qué peligro?

—Tendréis que salir de aquí por vuestros propios medios si podéis. Pero él os ayudará.

—¿Por qué?

—¡Por el amor de Dios! Tened vuestra lengua de hereje y escuchad. Tenemos poco tiempo.

Entonces, el piloto lo había informado de los escollos y los rumbos y el paso del canal, y también del plan. Y le había dado dos pistolas.

—Mi capitán pregunta si sois buen tirador.

—No —mintió.

—Por último dijo que vayáis con Dios.

—Lo mismo os digo a él y a vos.

—Por mí podéis iros al infierno.

Blackthorne había puesto mecha a los barrilitos para el caso de que empezara el bombardeo o no hubiese tal plan o que resultara falso. Incluso un barril tan pequeño con la mecha encendida y empujado hasta el costado de la fragata, la hundiría con la misma seguridad que setenta cañonazos.

La entrada del puerto tenía una anchura de cuatrocientas yardas. El agua era profunda en casi toda su extensión, pues las puntas de tierra surgían verticalmente del mar.

El pasillo entre las barcas de pesca que acechaban era de cien yardas. El Santa Teresa estaba ganando distancia rápidamente. Blackthorne se mantuvo en el centro del canal e hizo una seña a Yabú para que estuviese alerta. Todos los ronín-samurais estaban agazapados detrás de la borda, invisibles, esperando que Blackthorne diese la señal. Yabú mandaría la tropa. Y Anjín-san sería el único que gobernaría el barco.

La fragata estaba a cincuenta yardas a popa, avanzando en la dirección de la galera y dando pruebas de que quería pasar por el centro del canal.

A bordo de la fragata, Ferriera murmuró a Rodrigues:

—Abordad la galera.

—No podemos hacerlo mientras Toranaga y la joven estén aquí.

—¡Señora! —gritó Ferriera—. Señora, sería mejor que vos y vuestro señor fueseis abajo. Estaríais más seguros en la cubierta de los cañones.

Mariko tradujo sus palabras a Toranaga, el cual reflexionó un momento y después empezó a bajar la escalera.

—¡Abordad la galera, Rodrigues! —En el alcázar, repitió Ferriera en el alcázar.

—¿Por qué matar a vuestro enemigo si otros se encargan de hacerlo?

—¿Vais a abordarla o no? —preguntó Ferriera, poseído del afán de matar.

—Si permanece donde está, sí.

—Entonces, ¡ojalá siga donde está!

—¿Qué pensabais hacer con el inglés? ¿Por qué os enojasteis tanto al ver que no estaba a bordo?

—No confío en vos, Rodrigues. Dos veces os habéis puesto, o pareció que os poníais, a favor del hereje y contra mí. Si hubiese otro capitán aceptable en toda Asia, os dejaría en tierra, Rodrigues.

—Y os ahogaríais. Oléis a muerto y sólo yo puedo protegeros.

Ferriera se santiguó, pues era supersticioso.

—¡Tú y tu sucia lengua! ¿Cómo te atreves a decir esto?

—Mi madre era gitana y era la séptima hija de un séptimo hijo, como yo.

—¡Embustero!

Rodrigues sonrió y le gritó al timonel:

—Mantén el rumbo y, si esa zorra panzuda no se aparta, ¡húndela!

Blackthorne sujetaba con firmeza la rueda del timón, aunque le dolían los brazos y las piernas. El capitán de remeros golpeaba el tambor y los remeros hacían un esfuerzo final.

La fragata estaba ya a veinte yardas a popa, a quince, a diez. Entonces, Blackthorne viró con fuerza a babor. La fragata casi se rozó con ellos. Blackthorne viró después a estribor y mantuvo la galera paralela a la fragata, a diez yardas de distancia. Y juntas, una al lado de la otra, se dispusieron a pasar entre sus enemigos.

—¡Hala, hala, bastardos! —gritó Blackthorne queriendo mantener la posición, pues su única protección era el casco y las velas de la fragata.

Sonaron algunos disparos de mosquete y volaron flechas incendiarias sin causar grandes daños. Sólo algunas, por error, se clavaron en las velas bajas de la fragata prendiéndoles fuego.

Todos los jefes samurais de los botes detuvieron, horrorizados, a sus arqueros. Nadie, hasta entonces, se había atrevido a atacar a un barco de los bárbaros del Sur. ¿Acaso no eran éstos los únicos que traían la seda que hacía soportable el húmedo calor del verano y el frío del invierno y alegraba la primavera y el otoño? ¿No estaban los bárbaros del Sur protegidos por decretos imperiales?

Por esto los jefes samurais contuvieron a sus hombres mientras permaneció la galera bajo las alas protectoras de la fragata. Y sólo cuando los marineros hubieron apagado las llamas empezaron a respirar.

Cuando cesaron las flechas, Blackthorne se sintió también más tranquilo. Y Rodrigues. El plan funcionaba. «Pero mi capitán dice que debéis estar preparado para lo imprevisto», le había dicho Santiago.

—¡Empuja a ese bastardo a un lado! —dijo Ferriera—. ¡Maldición! Os ordené que lo lanzarais contra los monos.

—¡Cinco puntos a babor! —mandó Rodrigues, complaciente.

Blackthorne oyó la orden. Inmediatamente giró también cinco grados a babor y se encomendó a Dios. Si Rodrigues mantenía demasiado tiempo el rumbo, chocarían con las barcas de pesca y podía darse por perdido. Si él aflojaba el ritmo y se ponía detrás de la fragata, el enemigo se le echaría encima, tanto si creía que Toranaga estaba a bordo como si no. Tenía que mantenerse al lado de la otra embarcación.

—¡Cinco puntos a estribor! —gritó Rodrigues en el último momento.

De nuevo giró Blackthorne cinco grados a estribor para mantener su posición con respecto a la fragata. El piloto comprendió así como los remeros y el jefe de éstos remaron con todas las fuerzas que les quedaban. Yabú ordenó a los ronín-samurais que dejasen los arcos y ayudaran a aquéllos, y él mismo cogió un remo. Sólo les faltaban cien yardas que recorrer. Codo a codo.

Entonces, algunos Grises de las barcas de pesca, más intrépidos que los otros, se cruzaron en su ruta y lanzaron garfios sobre la galera. La proa de ésta chocó con las barcas. Los garfios fueron arrojados por la borda antes de que se clavaran. Los samurais que los sostenían se ahogaron.

—¡Más a babor!

—No me atrevo, capitán general. Toranaga no es tonto, y mirad, ¡hay un escollo al frente!

Ferriera vio el escollo cerca de la última barca de pesca.

—¡Cielos! ¡Arrójalo contra él!

—¡Dos puntos a babor!

De nuevo se desvió la fragata, y lo propio hizo Blackthorne. Éste también había visto las rocas. Embistió a otra barca y varias flechas cayeron sobre la galera. Mantuvo el rumbo todo lo que pudo y después gritó para avisar a Rodrigues:

—¡Cinco puntos a estribor!

Rodrigues se apartó, pero manteniéndose un poco en la línea de colisión, cosa no prevista en el plan.

—¡Adelante, bastardo! —gritó, excitado por la caza y por el temor.

Blackthorne tenía que elegir inmediatamente entre las rocas y la fragata. Y eligió.

Giró más a estribor, sacó la pistola y apuntó.

—¡Apártate, por Dios! —gritó, y apretó el gatillo.

La bala silbó sobre el alcázar de la fragata, exactamente entre el capitán general y Rodrigues.

El primero se agachó, y el segundo se estremeció.

—¡Inglés hijo de perra! ¿Ha sido por suerte? ¿Lo has hecho adrede o has tirado a matar?

Vio la segunda pistola en la mano de Blackthorne y que Toranaga lo estaba mirando.

«¡Santa Madre de Dios! ¿Qué debo hacer? ¿Seguir el plan o cambiarlo? ¿Debo matar al inglés en bien de todos? ¿Sí o no? Tú debes decidir, Rodrigues.»

—¡Timón a estribor! —gritó cediendo el paso a la galera.

—Mi señor pregunta por qué estuvisteis a punto de abordar la galera.

—No ha sido más que un juego, señora, un juego de marinos. Para probar sus nervios.

—¿Y el disparo?

—Otro juego… para probar los míos.

—Mi señor dice que estos juegos son una tontería.

—Por favor, presentadle mis excusas. Lo importante es que él está a salvo y también la galera, y me alegro. Honto.

—¿Convinisteis esta escapada, este ardid, con Anjín-san?

—Ocurrió que él es muy listo y calculó bien el tiempo. La luna iluminó su ruta, el mar le favoreció y nadie cometió el menor error.

—Pero, ¿por qué no lo han echado a pique los enemigos?

—No lo sé. Sin duda ha sido por voluntad de Dios.

—¿De veras? —preguntó Ferriera sin volverse, mirando la galera que les seguía a popa.

Estaban a salvo y habían dejado muy atrás la boca del puerto. Navegaban sin prisa. La mayor parte de los remos de la galera habían sido retirados temporalmente, dejando sólo los necesarios para avanzar tranquilamente mientras se recuperaba la mayoría de los remeros.

Rodrigues no prestó atención a Ferriera y sí a Toranaga. Durante la carrera lo había observado minuciosamente. El hombre se había fijado en todo y no había dejado de hacer preguntas, por medio de Mariko, al piloto o a los marineros. ¿Para qué servía esto? ¿Cómo se cargaba un cañón? ¿Cuánta pólvora? ¿Cómo se disparaban? ¿Qué objeto tenían las cuerdas?

—Mi señor os da las gracias por haberle dejado utilizar vuestro barco. Ahora quiere volver al suyo.

—¿Qué? —dijo Ferriera volviéndose en redondo—. Llegaremos a Yedo mucho antes que la galera. Será un placer para nosotros que el señor Toranaga continúe a bordo.

—El señor Toranaga os da las gracias, pero desea volver en seguida a su barco.

—Muy bien. Haced lo que él dice, Rodrigues. Avisad a la galera y bajad el bote. —Ferriera estaba contrariado. Tenía ganas de visitar Yedo y quería conocer mejor a Toranaga, ya que buena parte de su futuro dependía de él. No creía lo que había dicho Toranaga sobre los medios de evitar la guerra. «Estamos en guerra, al lado de ese mono y contra Ishido, nos guste o no nos guste.» Y a él no le gustaba—. Sentiré verme privado de la compañía del señor Toranaga.

—Mi señor os da las gracias —dijo Mariko. Y, volviéndose hacia Rodrigues, añadió—: Mi señor dice que os recompensará por la galera cuando volváis con el Buque Negro.

—No vale la pena. Sólo he cumplido mi deber. Perdonad que no me levante de la silla… Mi pierna, ¿neh? Id con Dios.

—Gracias, capitán. Quedad con él.

Al bajar cansadamente la escalerilla, detrás de Toranaga, Mariko advirtió que Pesaro mandaba el bote. Se le puso la piel de gallina y casi tembló. Pero logró dominarse y agradeció a Toranaga que los hubiera sacado del apestoso barco.

En el alcázar, Ferriera se detuvo ante Rodrigues y señaló la galera.

—Os arrepentiréis de haberle perdonado la vida.

—Su vida está en manos de Dios. El inglés es un capitán «aceptable» si se prescinde de su religión, capitán general.

—Ya lo he pensado.

—¿Y bien?

—Cuanto antes lleguemos a Macao, tanto mejor. Procurad que sea así, Rodrigues —dijo Ferriera, y se marchó.

La pierna le dolía mucho a Rodrigues. Tomó un trago de ron.

—¡Que Ferriera se vaya al infierno! —gruñó—. Pero, por favor, no antes de que lleguemos a Lisboa.

El viento cambió ligeramente y una nube se acercó a la aureola de la Luna. La lluvia no estaba lejos y la aurora empezaba a teñir el cielo. Rodrigues puso toda su atención en el barco, en sus velas y en su posición. Cuando quedó enteramente satisfecho, observó el bote y, por último, la galera.

Bebió más ron, contento de que su plan hubiese funcionado tan bien. Incluido el pistoletazo que había puesto fin a la cuestión. Y se alegraba de la decisión que había tomado.

—Pero, a pesar de todo, inglés —dijo, con profunda tristeza—, el capitán general tiene razón. Contigo, la herejía ha llegado al Edén.