—Tiene que haber una solución, capitán general —dijo pacientemente Dell’Aqua.
—¿Queréis que realice una clara acción de guerra contra una nación amiga?
—¡Claro que no!
Todos los que estaban en el gran camarote sabían que se hallaban cogidos en la misma trampa. Cualquier acción abierta les pondría de lleno junto a Toranaga contra Ishido, cosa que debían evitar a toda costa para el caso de que Ishido acabase triunfando. En aquellos momentos, Ishido controlaba Osaka y la capital, Kioto, así como a la mayoría de los regentes. Y a través de los daimíos Onoshi y Kiyama, dominaba la mayor parte de la isla meridional de Kiusiu y el puerto de Nagasaki, centro principal de todo el comercio y, por lo tanto, todo el comercio y el Buque Negro de aquel año.
Toranaga dijo por medio del padre Alvito:
—¿Por qué es esto tan difícil? Sólo quiero que arrojéis a los piratas de la boca del puerto.
Toranaga estaba incómodamente sentado en el sitio de honor, en el sillón de alto respaldo, a la cabecera de la mesa. Alvito se sentaba a su lado, el capitán general, enfrente, y junto a éste, Dell’Aqua. Mariko estaba en pie detrás de Toranaga, y los guardias samurais esperaban en la puerta, de cara a los marineros armados. Todos los europeos comprendían que, aunque Alvito traducía a Toranaga todo lo que se decía allí, Mariko estaba presente para asegurarse de que no se dijera nada en perjuicio de los intereses de su señor y de que la traducción fuese exacta.
Dell’Aqua se inclinó.
—Tal vez, señor, podrías enviar mensajeros al señor Ishido. Tal vez la solución esté en la negociación. Podríamos ofrecer este barco como terreno neutral para las negociaciones. Quizá de esta manera podríais terminar la guerra.
Toranaga rió desdeñosamente.
—¿Qué guerra? Ishido y yo no estamos en guerra.
—Acabamos de ver el combate en tierra, señor.
—¡No seáis ingenuos! ¿Quiénes han muerto? Unos cuantos ronín despreciables. ¿Quién atacó a quién? Sólo unos ronín, unos bandidos o unos fanáticos equivocados.
—¿Y la emboscada? Tenemos entendido que hubo una lucha entre Pardos y Grises.
—Unos bandidos atacaron a los Pardos y a los Grises. Mis hombres sólo lucharon para protegerme. De noche, suelen producirse escaramuzas por equivocación. Si los Pardos mataron a unos cuantos Grises o los Grises mataron a unos cuantos Pardos, fue por un lamentable error. ¿Qué son unos pocos hombres para cualquiera de nosotros? Nada. No estamos en guerra.
Toranaga advirtió su incredulidad y añadió:
—Diles, Tsukku-san, que en el Japón son los ejércitos los que hacen la guerra. Esas ridículas escaramuzas y tentativas de asesinato son simples ensayos que hay que olvidar cuando fracasan. La guerra no empezó esta noche. Empezó cuando murió el Taiko. Incluso antes, al no tener un hijo para sucederle. O tal vez incluso antes, cuando Goroda, el señor protector, fue asesinado. Lo de esta noche no tiene una significación perdurable. Pero vosotros no entendéis nuestro reino ni nuestra política. ¿Cómo podríais entenderlo? ¡Claro que Ishido está tratando de matarme! Lo mismo hacen otros daimíos. Lo han hecho en el pasado y lo harán en el futuro. Kiyama y Onoshi han sido amigos y enemigos míos. Si me matan, esto simplificará las cosas para Ishido, el verdadero enemigo, pero sólo momentáneamente. Yo estoy ahora en una trampa, y si esta encerrona tiene éxito él sólo conseguirá una ventaja momentánea. Si logro escapar, no habrá habido tal encerrona. Pero debéis comprender todos vosotros que mi muerte no eliminará la causa de la guerra ni evitará ulteriores conflictos. Sólo si Ishido muere, no habrá conflicto. Por consiguiente, ahora no hay ninguna guerra formalmente declarada.
Removióse en el sillón, molesto por el olor a comida aceitosa y a cuerpos sin lavar que llenaba el camarote.
—Pero tenemos un problema inmediato —prosiguió—. Necesito vuestros cañones. Y los necesito ahora. Los piratas me asedian desde la entrada del puerto. Como dije antes, pronto llegará el momento en que cada cual tenga que tomar partido. Pues bien, ¿cuál es tu posición, y la de tu jefe, y la de toda la Iglesia Cristiana? ¿Están mis amigos portugueses conmigo o contra mí?
—Podéis estar seguro, señor Toranaga —dijo Dell’Aqua—, de que todos apoyamos vuestros intereses.
—Bien. En tal caso, expulsad inmediatamente a los piratas.
—Esto sería un acto de guerra y no beneficiaría a nadie. Tal vez podríamos hacer un trato —dijo Ferriera.
Alvito no tradujo esto, sino que dijo:
—El capitán general dice que sólo tratamos de no mezclarnos en vuestra política, señor Toranaga. Somos comerciantes.
Mariko dijo en japonés a Toranaga:
—Perdón, señor, pero esto no es correcto. No es lo que él ha dicho.
Alvito suspiró.
—Me he limitado a cambiar algunas de sus palabras, señor. El capitán general, como extranjero que es, ignora ciertas sutilezas. No comprende bien el Japón.
—¿Y tú, Tsukku-san?
—Lo procuro, señor.
—¿Qué ha dicho exactamente?
Alvito se lo dijo.
Después de una pausa, dijo Toranaga:
—Anjín-san me dijo que los portugueses estaban muy interesados en el comercio y que tratándose de comercio carecen de buenos modales y de humor. Comprendo y admito tu explicación, Tsukku-san. Pero en lo sucesivo sírvete traducir exactamente lo que se diga.
—Sí, señor.
—Dile esto al capitán general: Cuando se haya solucionado el conflicto fomentaré el comercio. Yo soy partidario del comercio. Ishido no lo es.
Dell’Aqua había observado el intercambio de frases y esperó que Alvito hubiese disimulado la estupidez de Ferriera.
—Nosotros no somos políticos, señor. Somos religiosos y representantes de la fe y de los fieles. Apoyamos tus intereses.
—De acuerdo. Estaba pensando… —Alvito interrumpió su traducción. Su rostro se iluminó, y por un instante dejó fluir el japonés de Toranaga—. Perdón, eminentísimo señor, pero el señor Toranaga ha dicho: «Estaba pensando en pediros que construyáis un templo, un templo muy grande, en Yedo, como prueba de mi confianza en vuestros intereses.»
Durante años, desde que Toranaga se había erigido en señor de las Ocho Provincias, Dell’Aqua había maniobrado para obtener esta concesión. Y obtenerla ahora de él, en la tercera ciudad en importancia del Imperio, era algo que no tenía precio. El Visitador comprendió que había llegado el momento de resolver el problema de los cañones.
—Dadle las gracias, Martín Tsukku-san —dijo empleando la frase en clave convenida previamente con Alvito— y decidle que siempre procuraremos servirle. ¡Ah, sí! —añadió, a causa del capitán general—. Preguntadle qué piensa acerca de la catedral.
—Os ruego que me permitáis hablar directamente por unos momentos, señor —dijo Alvito a Toranaga—. Mi superior te da las gracias y dice que tal vez será posible hacer lo que pediste. Él procurará siempre ayudarte.
—Procurar es una palabra abstracta y nada satisfactoria.
—Sí, señor. —Alvito lanzó una mirada a los guardias, que desde luego, escuchaban disimuladamente—. Pero recuerdo que tú mismo dijiste antes que a veces es prudente ser abstracto.
Toranaga comprendió al momento. Hizo un gesto de despedida a sus hombres.
—Esperad fuera. Todos.
Ellos obedecieron de mala gana. Alvito se volvió a Ferriera.
—Ya no necesitamos vuestros guardias, capitán general.
Cuando los samurais se hubieron marchado, Ferriera despidió a sus hombres y miró a Mariko. Él llevaba unas pistolas en el cinto y otra en la bota.
Alvito dijo a Toranaga:
—¿Deseáis, señor, que esté presente dama Mariko?
Toranaga comprendió de nuevo. Reflexionó un momento, hizo un breve movimiento de cabeza y dijo sin volverse:
—Mariko-san, dile a uno de los guardias que te acompañe hasta donde está Anjín-san. Quédate con él hasta que yo te avise.
—Sí, señor.
La puerta se cerró tras ella.
Se quedaron solos los cuatro. Ferriera dijo:
—¿Cuál es la oferta? ¿Qué nos ofrece?
—Tened paciencia, capitán general —le respondió Dell’Aqua, tamborileando con los dedos sobre su cruz y rogando por el éxito.
—Señor —dijo Alvito a Toranaga—, mi superior dice que tratará de hacer cuanto le pediste. Dentro de cuarenta días. Te comunicará privadamente la marcha del asunto. Si lo permites, yo seré su correo.
—¿Y si fracasa?
—No será por falta de empeño, de persuasión y de reflexión. Te da su palabra.
—¿Ante el Dios cristiano?
—Sí. Ante Dios.
—Bien. Que lo ponga por escrito. Con su sello.
—A veces no conviene poner por escrito los acuerdos importantes, los acuerdos delicados, señor.
—¿Quieres decir con ello que no lo haréis si yo no hago constar también mi conformidad por escrito?
—No he hecho más que recordar tu afirmación de que la palabra de honor de un samurai es más importante que un pedazo de papel. El Visitador te da su palabra ante Dios, su palabra de honor, lo mismo que lo haría un samurai. Y tu palabra es suficiente para él. Por esto pensé que le entristecería tu desconfianza. Y ahora, ¿quieres que le pida su firma?
Toranaga dijo, después de una pausa:
—Está bien. Me da su palabra ante el Dios Jesús, ¿neh?
—Yo te la doy en su nombre. He jurado por la Santa Cruz que hará todo lo posible.
—¿Y también tú, Tsukku-san?
—También empeño mi palabra ante Dios y juro por la Santa Cruz que haré cuanto pueda para ayudar a persuadir a los señores Onoshi y Kiyama de convertirse en aliados tuyos.
—A cambio de esto, yo os concederé lo prometido. El día cuarenta y uno podréis empezar a colocar los cimientos del más grande templo cristiano del Imperio.
—¿Podéis reservarnos en seguida el terreno, señor?
—En cuanto llegue a Yedo. Y ahora, ¿qué me decís sobre los piratas de las barcas de pesca? ¿Los echaréis en seguida?
—Si tuvieras cañones, ¿lo harías tú mismo?
—Desde luego, Tsukku-san.
—Os pido disculpas si os parezco tortuoso, señor, pero tenemos que hacer un plan. Los cañones no nos pertenecen. Espera un momento, por favor —Alvito se volvió a Dell’Aqua—. Lo de la catedral está arreglado, eminentísimo señor. —Después se dirigió a Ferriera iniciando el plan convenido—. Os alegraréis de no haberlo hundido, capitán general. El señor Toranaga pregunta si llevaríais diez mil ducados de oro por su cuenta cuando vayáis a Goa con el Buque Negro, para invertirlos en el mercado de oro de la India. Nosotros estaríamos dispuestos a colaborar en la transacción, valiéndonos de nuestras relaciones allí y colocando el oro en vuestro interés. El señor Toranaga os ofrece la mitad de las ganancias.
Alvito y Dell’Aqua pensaban que al cabo de seis meses, cuando regresara el Buque Negro, Toranaga habría recuperado su puesto de presidente del Consejo de Regencia y estaría encantado de autorizar la provechosa transacción, o habría muerto.
—Podríais ganar fácilmente cuatro mil ducados, sin el menor riesgo —concluyó Alvito.
—¿A cambio de qué? Esto es más que el subsidio anual del rey de España a toda la Compañía de Jesús en Asia. ¿A cambio de qué?
—El señor Toranaga dice que los piratas le impiden salir del puerto. Y él sabe mejor que vos si son piratas.
Ferriera respondió con voz indiferente, y los dos comprendieron que lo hacía por Toranaga:
—Es una imprudencia confiar en ese hombre. Su enemigo tiene todos los triunfos en la mano. Todos los reyes cristianos están contra él. Yo mismo lo he oído decir a los dos principales. Dicen que ese japonés es su verdadero enemigo. Y los creo, más que a ese bastardo cretino.
—Estoy seguro de que el señor Toranaga sabe mejor que nosotros quiénes son piratas y quiénes no lo son —dijo Dell’Aqua, imperturbable, pues conocía la solución igual que Alvito—. Supongo que no os opondréis a que el señor Toranaga se libre él mismo de los piratas.
—Claro que no.
—Tenéis muchos cañones de reserva a bordo —dijo el Visitador—. ¿Por qué no darle algunos? Quiero decir, vendérselos. Vos vendéis armas continuamente. Y él las compra. Cuatro cañones serían más que suficientes. Y sería fácil transportarlos en la lancha con la pólvora y las municiones necesarias. Y así todo estaría arreglado.
Ferriera suspiró.
—Los cañones, eminentísimo señor, son inútiles a bordo de la galera. No hay portañolas ni cuerdas, ni montantes. No podrían emplear los cañones, aunque tuviesen artilleros, y no los tienen.
Los dos sacerdotes se quedaron pasmados.
—¿A menos que…?
—En absoluto.
—Pero sin duda podrían adaptar…
—Esa galera no puede emplear cañones, si no se hacen unas reformas en ella. Y éstas requerirían al menos una semana.
—¿Nan ja? —dijo Toranaga, receloso, comprendiendo que algo andaba mal, aunque los otros tratasen de disimularlo.
—Toranaga pregunta qué sucede —dijo Alvito.
Dell’Aqua comprendió que el asunto se escapaba de sus manos.
—Tenéis que ayudarnos, capitán general. Por favor. Os lo pido francamente. Hemos conseguido enormes concesiones para la fe. Debéis creerme y confiar en nosotros. Debéis ayudar a Toranaga a salir del puerto, sea como sea. Os lo suplico por el bien de la Iglesia. La catedral, por sí sola, es una concesión enorme. Por favor.
Ferriera no dejó traslucir su triunfal entusiasmo. Incluso dio un tono de gravedad a su voz.
—Ya que pedís ayuda en nombre de la Iglesia, eminentísimo señor, haré lo que os interesa. Lo sacaré de esta trampa. Pero, a cambio de ello, quiero la capitanía general del Buque Negro del próximo año, sea cual fuere el resultado del año actual.
—Esto es una concesión personal del rey de España. No depende de mí su otorgación.
—Ítem más: acepto el ofrecimiento de su oro, pero quiero que me garanticéis que no habrá inconvenientes por parte del virrey de Goa ni aquí sobre el oro y los Buques Negros.
—¿Os atrevéis a tomarnos como rehenes, a la Iglesia y a mí?
—Es simplemente una transacción mercantil entre vos, yo y ese mono.
—No es ningún mono, capitán general. Recordadlo.
—Ítem más. El quince por ciento del cargamento de este año, en vez del diez.
—¡Imposible!
—Ítem más. Para dejar las cosas claras, eminentísimo señor, me daréis vuestra palabra, ante Dios y ahora mismo, de que ni vos ni ninguno de los sacerdotes bajo vuestra jurisdicción me amenazaréis con la excomunión, a menos que cometa algún sacrilegio en el futuro. Y además, que vos y los santos padres me ayudaréis activamente, así como a los dos Buques Negros.
—¿Y qué más, capitán general? Porque supongo que esto no es todo. ¿Qué más queréis?
—Por último, quiero a ese hereje.
Mariko miró a Blackthorne desde la puerta del camarote. El inglés yacía medio inconsciente en el suelo vomitando su primera papilla.
—¿Es efecto de un veneno, o está borracho? —preguntó a Totomi Kana, el samurai, tratando inútilmente de no oler el hedor de la comida y del vómito, el hedor del asqueroso marino que estaba ante ella y el permanente olor de la sentina que invadía toda la embarcación—. Cualquiera diría que lo han envenenado, ¿neh?
—Tal vez sí, Mariko-san. ¡Mira cuánta porquería!
El samurai señaló la mesa, con un ademán de asco. Estaba llena de fuentes de madera con los restos de una mutilada pata de buey asada y sanguinolenta, medio esqueleto de un pollo asado, pedazos de pan y de queso, cerveza derramada, mantequilla, salsa a base de manteca de cerdo y una botella de aguardiente medio vacía.
Era la primera vez que veían carne en una mesa.
—¿Qué queréis? —preguntó el contramaestre—. Aquí no hay monos, ¿wakarimasu? No monos-san en esta habitación. —Miró al samurai y le hizo un gesto de despedida—. ¡Fuera! ¡Lárgate! —Miró de nuevo a Mariko—. ¿Cómo te llamas? Namu, ¿eh?
—¿Qué está diciendo, Mariko-san? —preguntó el samurai.
El contramaestre miró un momento al samurai y se volvió de nuevo hacia Mariko. Ella apartó de la mesa sus hipnotizados ojos y miró al contramaestre.
—Disculpa, señor. No te he entendido. ¿Qué has dicho?
El contramaestre se quedó boquiabierto. Era un hombre gordo, de ojos muy juntos y grandes orejas, y con los cabellos recogidos en una coleta que parecía de pelos de rata embreados. Un crucifijo pendía de su cuello grasiento, y llevaba pistolas al cinto.
—¿Eh? ¿Sabes hablar portugués? ¿Una japonesa que habla bien el portugués? ¿Dónde aprendiste la lengua de la civilización?
—El padre cristiano me enseñó.
—¡Que me zurzan! ¡Virgen Santa! ¡Una flor-san que habla como la gente civilizada!
Blackthorne vomitó de nuevo y trató de ponerse de pie.
—¿Puedes…, por favor, puedes poner al capitán allí? —dijo ella señalando la litera.
—Sí. Si me ayuda ese mono.
—¿Quién? Perdón, ¿quién has dicho?
—¡Él! El japonés…
Las palabras restallaron en los oídos de Mariko, que necesitó toda su fuerza de voluntad para no perder la calma. Hizo una seña al samurai.
—Kana-san, ¿quieres ayudar a ese bárbaro? Hay que poner a Anjín-san allí.
—Con mucho gusto, señora.
Los dos hombres levantaron a Blackthorne y lo echaron sobre la litera. Tenía la cabeza pesada y boqueaba estúpidamente.
—Habría que lavarlo —dijo Mariko en japonés, todavía aturdida por el nombre que el contramaestre había dado a Kana.
—Sí, Mariko-san. Ordena al bárbaro que traiga servidores.
—Sí —repuso contemplando la mesa con ojos incrédulos—. ¿Comen realmente eso?
El contramaestre siguió su mirada. Después se inclinó sobre la mesa, arrancó un muslo de pollo y se lo ofreció.
—¿Tienes hambre? Esto está muy bueno, Flor-san. Es fresco. Verdadero capón de Macao.
—No, gracias. Comer carne está prohibido. Es contrario a la ley, y contrario al budismo y al shintoísmo.
—¡No en Nagasaki! —replicó el contramaestre echándose a reír—. Muchos japoneses comen carne siempre. Es decir, siempre que pueden, y también beben nuestro grog. Tú eres cristiana, ¿eh? Pruébalo. ¿Cómo puedes saber, si no lo pruebas?
—No gracias.
—El hombre no puede vivir sin carne. Esto es comida de verdad. Da vigor y alegría.
Ofreció el muslo a Kana:
—¿Quieres?
Kana movió la cabeza con repugnancia.
—¡Iyé!
El contramaestre se encogió de hombros y arrojó el muslo sobre la mesa.
—Como quieras.
Y volviéndose a Mariko le preguntó:
—¿Qué tienes en el brazo? ¿Te hirieron en la pelea?
—Sí, pero no es de gravedad —dijo Mariko moviendo un poco el brazo para demostrárselo y tragándose el dolor.
—¡Pobrecilla! Dime, ¿qué buscas aquí, señorita?
—Quería ver a An…, al capitán. El señor Toranaga me ha enviado. ¿Está borracho el capitán?
—Sí. Y además, la comida. El pobre diablo ha comido y ha bebido demasiado de prisa. Se ha bebido media botella de un trago. Todos los ingleses son iguales.
Miró a Mariko de arriba abajo.
—Nunca había visto una flor tan pequeña como tú. Y nunca había hablado con un japo que conociera la lengua civilizada.
—¿Llamas siempre japos y monos a las damas japonesas y a los samurais?
El marinero lanzó una breve carcajada.
—Bueno, señorita, se me ha escapado. Solemos llamar así a los proxenetas y a las rameras de Nagasaki. No quise ofenderte. Nunca había hablado con una señorita civilizada, ni sabía que existiera.
—Lo mismo me ocurre a mí, señor. Nunca había hablado con un portugués civilizado, aparte un santo padre. Nosotros somos japoneses, no japos. Y los monos son animales, ¿no?
—Claro —dijo el contramaestre, mostrando los dientes rotos—. Hablas como una dama. No he querido ofenderte, señorita.
Blackthorne empezó a murmurar. Ella se acercó a la litera y lo sacudió delicadamente.
—¡Anjín-san! ¡Anjín-san!
—Sí… ¿Sí? —farfulló Blackthorne abriendo los ojos—. ¡Ah! Hola… Lo siento… Yo…
El dolor de cabeza y las vueltas que daba el camarote le obligaron a tumbarse.
—Por favor, llama a un criado. Hay que lavarlo.
—Aquí hay esclavos, pero no para esto, señorita. Deja en paz al inglés. ¿Qué es un poco de vómito para un hereje?
—¿No hay criados? —preguntó ella, asombrada.
—Tenemos esclavos, negros, bastardos, pero son perezosos. Yo no me dejaría lavar por uno de ellos —añadió, con una mueca.
Mariko comprendió que no tenía otra alternativa. El señor Toranaga podía necesitar a Anjín-san inmediatamente. Era su deber.
—Entonces, necesito agua —dijo—. Para lavarlo.
—Hay un barril debajo de la escalera. En la cubierta inferior.
—Por favor, di que me traigan un poco.
—Envíalo a él —dijo el contramaestre señalando a Kana.
—No. Sírvete traerla tú. En seguida.
—¿Eres su barragana? —dijo él mirando a Blackthorne.
—¿Qué?
—La barragana del inglés.
—¿Qué es una barragana, señor?
—Su mujer. Su amiga, su novia, su querida.
—No. No, señor. No soy su barragana.
—Entonces, ¿lo eres de ese mo… de ese samurai? ¿O tal vez del rey, del que acaba de subir a bordo, Tora-como-se-llame? ¿Eres una de sus mancebas?
—No.
—¿Ni de nadie de a bordo?
Ella negó con la cabeza.
—Por favor, un poco de agua.
El contramaestre asintió con la cabeza y salió.
—Es el hombre más feo y más apestoso que jamás haya visto —dijo el samurai—. ¿Qué te decía?
—Pues… me ha preguntado si yo era una de las consortes del capitán.
El samurai se dirigió a la puerta.
—¡Kana-san!
—Exijo el derecho a vengar este insulto en nombre de tu mando. ¡Inmediatamente! ¡Suponer que tú eres capaz de cohabitar con un bárbaro…!
—¡Kana-san! Por favor, cierra la puerta.
—¡Tú eres Toda Mariko-san! ¿Cómo se ha atrevido a insultarte? ¡La ofensa debe ser lavada!
—Lo será, Kana-san, y te doy las gracias. Te confiero el derecho. Pero aquí estamos a las órdenes del señor Toranaga. Mientras él no dé su aprobación, no debes hacer nada.
Kana cerró la puerta de mala gana.
—De acuerdo. Pero te pido formalmente que solicites la autorización del señor Toranaga antes de marcharnos.
—Sí. Gracias por preocuparte tanto por mi honor.
«¿Qué haría Kana si supiese todo lo que se ha dicho? —se preguntó horrorizada—. ¿Y qué haría el señor Toranaga? ¿O Hiro-matsu? ¿O mi marido?»
Para calmar la ira de Kana, cambió rápidamente de tema:
—Anjín-san parece un hombre desvalido. Como un niño. Por lo visto, los bárbaros no pueden digerir el vino. Lo mismo que algunos de nuestros hombres.
—Sí. Pero no ha sido el vino. No puede ser. Es lo que ha comido.
Blackthorne se removió inquieto pugnando por recobrar la conciencia.
—No tienen servidores en este barco, Kana-san. Por consiguiente, tendré que hacer de doncella de Anjín-san —dijo Mariko, y empezó a desnudar a Blackthorne, torpemente a causa de su brazo.
—Deja que te ayude. Solía hacer esto con mi padre, cuando el saké se le subía a la cabeza.
—Es bueno para el hombre emborracharse de vez en cuando. Así se expulsan los malos espíritus.
—Sí, pero mi padre sufría mucho el día siguiente.
—Mi marido padece mucho durante varios días.
Después de una breve pausa, Kana dijo:
—Permita Buda que el señor Buntaro logre escapar.
Se abrió la puerta, y el contramaestre dejó un balde de agua en el suelo. Le disgustó la desnudez de Blackthorne y sacando una manta de debajo de la litera lo cubrió con ella.
—Pillará un resfriado mortal. Aparte esto, es vergonzoso hacer una cosa así a un hombre, aunque sea ése.
—¿Qué?
—Nada. ¿Cómo te llamas, señorita? —dijo con ojos brillantes.
Ella no contestó. Apartó la manta y lavó a Blackthorne, contenta de poder hacer algo. Cuando hubo terminado, envolvió el quimono y el sucio taparrabo.
—¿Harás que laven esto, señor?
—¿Eh?
—Hay que lavarlo en seguida. ¿Puedes llamar a un esclavo?
—Ya te he dicho que son un puñado de perezosos negros bastardos. Tardarían una semana o más. Tíralo, señorita, pues no vale la pena. Nuestro capitán Rodrigues me dijo que le diese ropa adecuada. Mira —dijo abriendo un armario—. Ropa de ésta.
—Yo no sé vestir a un hombre con esas prendas.
Sin embargo, entre ella y el samurai, y bajo la dirección del contramaestre, consiguieron vestirle. Mariko se apartó un mechón de cabellos que le tapaba los ojos.
—Señor, ¿está correctamente vestido Anjín-san?
—Sí. Sólo faltan las botas. Aquí están. Pero esto puede esperar.
El contramaestre se acercó a ella temblándole las aletas de la nariz. Bajó la voz, manteniéndose de espaldas al samurai.
—¿Quieres que juguemos un poco?
—¿Qué?
—Me gustas, señorita. ¿Qué dices? Hay un catre en el camarote contiguo. Envía a tu amigo a cubierta. El inglés tardará una hora en reponerse. Pagaré lo de costumbre.
—¿Qué?
—Te ganarás una moneda de cobre… Incluso tres si te portas bien. ¿Qué dices?
El samurai vio el horror pintado en la cara de ella.
—¿Qué pasa, Mariko-san?
—Él… ha dicho…
Kana desenvainó inmediatamente el sable, pero el otro le apuntó con dos pistolas con el gatillo levantado. A pesar de todo, se dispuso a atacar.
—¡Alto, Kana-san! —jadeó Mariko—. El señor Toranaga prohibió cualquier ataque si él no lo ordenaba.
—¡Vamos, acércate si te atreves, mono del diablo! Y tú, dile a ese mono que envaine el sable si no quiere que le vuele la cabeza en un santiamén.
Mariko estaba a un pie de distancia del contramaestre. Tenía la diestra introducida en su obi tocando el puño de su estilete con la palma. Pero recordó su deber y sacó la mano.
—Envaina tu sable, Kana-san, por favor. Debemos obedecer al señor Toranaga. Debemos obedecerle.
Haciendo un supremo esfuerzo, Kana obedeció.
—¡Me entran ganas de mandarte al infierno, japo!
—Disculpadle, señor, y también a mí —dijo Mariko tratando de parecer cortés—. Ha sido una equivocación…
—Disculpadle, señor. Lo siento.
El hombre se humedeció los labios.
—Lo olvidaré si eres amable, Florecilla. Entra en el camarote contiguo, dile a ese mono… que se quede aquí, y lo olvidaré.
—¿Cómo… cómo os llamáis, señor?
—Pesaro. Manuel Pesaro. ¿Por qué?
—Por nada. Disculpad el error, señor Pesaro.
—Métete en el otro camarote. En seguida.
—¿Qué sucede? ¿Qué…?
Blackthorne no sabía si estaba despierto o si todo era una pesadilla, pero presintió el peligro. ¿Qué pasa?
—¡Ese apestoso japo me ha atacado!
—Ha sido una equivocación, Anjín-san —dijo Mariko—. Ya… ya le he pedido excusas al señor Pesaro.
—¿Mariko? ¿Eres tú, Mariko-san?
—Hai, Anjín-san. Honto. Honto.
Ella se acercó. El contramaestre seguía apuntando a Kana. Ella tuvo que pasar rozándolo y le costó un esfuerzo aún mayor no sacar el cuchillo y clavárselo en el pecho. En el mismo momento, se abrió la puerta. El joven timonel entró en el camarote con un cubo de agua. Al ver las pistolas abrió unos ojos como naranjas y echó a correr.
—¿Dónde está Rodrigues? —preguntó Blackthorne tratando de poner orden en sus ideas.
—Arriba, donde debe estar un buen capitán —dijo el contramaestre a los lados de la litera.
—Ayudadme a subir a cubierta —dijo Blackthorne agarrándose a los lados de la litera.
Mariko lo cogió del brazo, pero no pudo levantarlo.
El contramaestre señaló a Kana con una de sus pistolas.
—Dile que lo ayude. Y dile que si hay un Dios en el cielo, estará colgando de una verga antes de una hora.
El primer piloto, Santiago, separó el oído del agujero secreto de la pared del camarote grande en el momento en que Dell’Aqua hubo dicho: «Todo está arreglado.» Sin hacer ruido cruzó el oscuro camarote, salió al pasillo y cerró cuidadosamente la puerta. Era un hombre alto y enjuto, de cara avispada y con el cabello recogido en una coleta. Su ropa estaba limpia, y, como la mayoría de los marineros, iba descalzo. Subió rápidamente la escalera, cruzó corriendo la cubierta principal y subió al alcázar, donde estaba Rodrigues hablando con Mariko. Se excusó y se inclinó para acercar la boca al oído de Rodrigues y empezó a contarle todo lo que había oído —y que le habían enviado a escuchar—, de manera que no pudiesen enterarse los otros que estaban en el alcázar.
Blackthorne hallábase sentado en la popa, apoyado en la borda y descansando la cabeza sobre las rodillas encogidas. Mariko estaba sentada muy tiesa frente a Rodrigues, al estilo japonés, y Kana, el samurai, se mantenía a su lado. Unos marineros armados bullían en cubierta y en las cofas, y otros dos estaban al timón. El barco permanecía de cara al viento, bajo un aire suave y en una noche límpida, aunque habían aumentado los nimbos anunciadores de lluvia. A unas cien yardas de él estaba la galera, de costado y a merced de los cañones, con los remos recogidos, a excepción de dos por banda para contrarrestar el impulso de la ligera marea. Las barcas de pesca llenas de samurais hostiles estaban más cerca una de otra, pero todavía no se tocaban.
Mariko observaba a Rodrigues y al piloto. No podía oír lo que decían, pero, aunque hubiese podido oírlo, su educación la abría obligado a cerrar los oídos. En las casas de papel, la intimidad era imposible sin cortesía y consideración, y como la vida civilizada no podía existir sin intimidad, todos los japoneses eran educados para hacer oídos sordos. Para bien de todos.
Cuando ella había subido a cubierta con Blackthorne, Rodrigues había escuchado la explicación del contramaestre y las balbucientes aclaraciones de Mariko en el sentido de que la culpa había sido suya, de que había interpretado mal lo que había dicho aquél, y de que ella había sido la causa de que Kana desenvainara el sable para proteger su honor. El contramaestre había escuchado con sonrisa burlona y sin dejar de apuntar con las pistolas a la espalda del samurai.
—Yo sólo le he preguntado si era la barragana del inglés, al ver la tranquilidad con que lo lavaba y lo vestía.
—Guarda tus pistolas, contramaestre.
—Es peligroso. ¡Hay que atarlo!
—Yo lo vigilaré. Y ahora, vete.
—Ese mono me habría matado si yo no hubiese sido más rápido. Hay que colgarlo de una verga. ¡Es lo que hacemos en Nagasaki!
—Aquí no estamos en Nagasaki. ¡Vete en seguida!
Cuando el contramaestre se hubo marchado, Rodrigues preguntó:
—¿Qué os dijo, señora? De verdad.
—Nada, señor. Os lo ruego.
—Pido disculpas por la insolencia de ese hombre con vos y con el samurai. Por favor, decidle al samurai que le pido perdón. Y a vos os pido que olvidéis las ofensas del contramaestre. Si tuviésemos jaleo a bordo, sería en perjuicio de vuestro señor y del mío. Os prometo que le ajustaré las cuentas a mi manera en el momento oportuno.
Ella había hablado con Kana y éste había acabado por dejarse persuadir.
—Kana-san dice que está bien, pero que si un día se tropieza con el contramaestre Pesaro en tierra, le cortará la cabeza.
—¡Bien dicho! Sí. Domo-arigato, Kana-san —dijo Rodrigues con una sonrisa—, y domo arigato goziemashita, Mariko-san.
—¿Habláis japonés?
—¡Oh, no! Sólo unas pocas palabras. Tengo una esposa en Nagasaki.
—¿Lleváis mucho tiempo en el Japón?
—Salí en dos ocasiones de Lisboa. En conjunto, he pasado siete años en estas aguas, aquí y en viajes de ida y vuelta a Macao y a Goa… No hagáis caso de ese hombre, es eta. Pero Buda dijo que incluso los eta tienen derecho a la vida. ¿Neh?
—Desde luego —dijo Mariko, aunque había grabado para siempre la cara y el nombre del contramaestre en su memoria.
—Mi esposa habla un poco el portugués, pero no tan perfectamente como vos ni mucho menos. ¿Sois cristiana?
—Sí.
—Mi esposa es conversa. Su padre es samurai, pero poco importante. Su señor feudal es el señor Kiyama.
—Es muy afortunada de tener un marido como vos —dijo Mariko cortésmente, pero preguntándose cómo había podido ella casarse y vivir con un bárbaro—. La señora, vuestra esposa, ¿come carne como la que hay en el camarote?
—No —respondió Rodrigues, echándose a reír y mostrando unos dientes blancos y finos y firmes—. Y en mi casa de Nagasaki, yo tampoco como carne. Lo hago en el mar y en Europa. Es nuestra costumbre. Y también lo era vuestra, mil años antes de Buda, ¿neh? Antes de que viniese Buda para mostrar al Tao, el Camino, todo el mundo comía carne. Incluso aquí, señora. Incluso aquí. Pero ahora algunos de nosotros hemos aprendido algo, ¿neh?
Mariko reflexionó sobre esto. Después dijo:
—¿Acaso todos los portugueses nos llaman monos y japos a espaldas nuestras?
Rodrigues tiró de un arete que llevaba.
—¿Y acaso vosotros no nos llamáis bárbaros? Incluso a la cara. Y somos civilizados, o al menos nos imaginamos serlo, señora. En la India, la tierra de Buda, llaman «Diablos del Este» a los japoneses, y no dejan desembarcar a ninguno que vaya armado. Vosotros llamáis «negros» a los indios y decís que no son humanos. ¿Cómo llaman los chinos a los japoneses? ¿Cómo llamáis vosotros a los chinos? ¿Y también a los coreanos? Comedores de ajos, ¿neh?
—Creo que esto no gustaría al señor Toranaga. Ni al señor Hiro-matsu, ni siquiera al padre de vuestra esposa.
—El buen Jesús dijo: «Veis la paja en el ojo del vecino y no veis la viga en el vuestro.»
Ella volvió a pensar en esto observando cómo el primer piloto murmuraba al oído del capitán portugués. «Es verdad. Nosotros nos burlamos de los demás, pero somos ciudadanos del País de los Dioses y, por tanto, especialmente elegidos por los dioses. Sólo nuestro pueblo está protegido por un emperador divino. Por tanto, ¿no somos absolutamente únicos y superiores a los demás? ¿Y si se es japonés y cristiano? No lo sé. Virgen Santa, dame comprensión. Ese capitán Rodrigues es tan extraño como el capitán inglés. ¿Por qué son tan especiales? ¿Será por su adiestramiento? Hacen cosas increíbles, ¿neh? ¿Cómo pueden navegar alrededor del mundo y surcar los mares con la misma facilidad con que nosotros andamos por la tierra? ¿Podría la esposa de Rodrigues darme la respuesta? Me gustaría conocerla y hablar con ella.»
El piloto bajó aún más la voz.
—¿Qué ha dicho? —exclamó Rodrigues lanzando una involuntaria imprecación.
Mariko trató de escuchar a pesar suyo. Pero no pudo oír lo que repitió el piloto. Entonces vio que los dos miraban a Blackthorne y siguió su mirada, turbada por su preocupación.
—¿Qué más ha ocurrido, Santiago? —preguntó Rodrigues cautelosamente recordando la presencia de Mariko.
El piloto se lo dijo en un murmullo casi inaudible.
—¿Cuánto tiempo estarán abajo?
—Estaban brindando. Por su trato.
—¡Bastardos! —Rodrigues agarró al piloto por la camisa—. ¡Ni una palabra de esto! ¡Júralo por tu vida!
—No hace falta decirlo, capitán.
—Siempre hace falta —repuso Rodrigues mirando a Blackthorne—. ¡Despiértalo!
El piloto se acercó a él y lo sacudió bruscamente.
—¿Qué es eso? ¿Eh?
—¡Pégale!
Santiago le dio una bofetada.
—¡Por Jesucristo que…!
Blackthorne se puso de pie, congestionado el semblante, pero se tambaleó y cayó al suelo.
—¡Maldito inglés! ¡Despierta! —Rodrigues llamó, furioso, a los dos timoneles—. ¡Arrojadlo por la borda!
—¿Eh?
—¡Ahora mismo!
Mientras los dos hombres lo cogían apresuradamente, Mariko dijo:
—Capitán Rodrigues, no debéis…
Pero antes de que ella o Kana pudiesen intervenir, Blackthorne había sido arrojado por la borda. Cayó desde una altura de veinte pies, levantando una nube de espuma, y desapareció.
Pero surgió al cabo de un momento, tosiendo y boqueando, golpeando el agua y despejada la cabeza por el frío.
Ayudado por Mariko, Rodrigues se levantó de la silla y se asomó a la barandilla. Blackthorne seguía tosiendo, pero braceaba en dirección al costado del barco, maldiciendo a los que lo habían arrojado al agua. Rodrigues le gritó:
—¡No te acerques a mi barco!
Después ordenó al primer piloto:
—Toma el bote, recoge al inglés y llévalo a la galera. De prisa. Dile… —Y bajó la voz.
—¡Capitán! —dijo Mariko—. Anjín-san está bajo la protección del señor Toranaga. Pido que sea subido a bordo en seguida.
—Un momento, Mariko-san. —Rodrigues siguió murmurando a Santiago, el cual asintió con la cabeza y se alejó corriendo—. Lo siento, Mariko-san, gomen kudasai, pero era urgente. Había que despertar al inglés. Yo sabía que él sabe nadar. ¡Tiene que estar alerta y no puede perder tiempo!
—¿Por qué?
—Soy su amigo. ¿Os lo dijo él?
—Sí. Pero Inglaterra y Portugal están en guerra.
—Los marinos debemos estar por encima de la guerra.
—Entonces, ¿a quién debéis fidelidad?
—A la bandera.
—¿Queréis decir a vuestro rey?
—Sí y no, señora. Yo le debía la vida al inglés. —Rodrigues observaba la lancha—. Mantén la dirección. Ahora, ponte a favor del viento —ordenó al timonel.
—Sí, señor.
Rodrigues y Mariko observaban la lancha. Los hombres sacaron a Blackthorne del agua y empezaron a remar de firme en dirección a la galera.
—¿Qué le habéis dicho, señor? —preguntó Mariko.
—¿A quién?
—Al hombre al que habéis enviado en busca de Anjín-san.
—Sólo que le diera recuerdos al inglés —respondió él con un tono de despreocupación.
Ella lo tradujo a Kana.
Cuando Rodrigues vio la lancha junto a la galera empezó a respirar de nuevo. «Santa María, Madre de Dios…»
El capitán general y los jesuitas subieron a cubierta. Toranaga y sus guardias los seguían.
—¡Rodrigues, lanzad el bote! Los padres se dirigen a tierra —dijo Ferriera.
—¿Y después?
—Zarparemos. Rumbo a Yedo.
—¿Por qué a Yedo? ¿No íbamos a Macao? —replicó Rodrigues fingiendo una absoluta inocencia.
—Primero llevaremos a Toranaga a su ciudad.
—¿Qué? ¿Y la galera?
—Se quedará aquí o se abrirá paso luchando.
Rodrigues pareció más sorprendido aún. Miró la galera y después a Mariko. Y vio sus ojos acusadores.
—Matsu —le dijo el capitán en voz baja.
—¿Qué? —preguntó el padre Alvito—. ¿Paciencia? ¿Por qué tiene que tener paciencia, Rodrigues?
—Estaba rezando una avemaria, padre. Y le decía a la señora que es buena cosa para aprender a tener paciencia.
Ferriera miraba la galera.
—¿Qué hace allí nuestro bote?
—He enviado al inglés a la galera.
—¿Qué?
—He enviado el inglés a la galera. ¿Qué ocurre, capitán general? El inglés me ha insultado y lo he echado por la borda. Habría dejado que se ahogase, pero sabe nadar. Por consiguiente, he enviado el piloto a recogerlo y le he dicho que lo llevara a su barco, ya que parece gozar del favor del señor Toranaga. ¿Hay algo malo en ello?
—Traedlo de nuevo aquí.
—Tendría que enviar hombres armados para el abordaje. Gritaba y maldecía como un diablo del infierno. Esta vez no vendrá de buen grado.
—Quiero que vuelva aquí.
—¿Cuál es el problema? ¿No dijisteis que la galera iba a quedarse o tendría que luchar? En todo caso, el inglés está con el agua al cuello. ¡Buena cosa! ¿Qué necesidad tenemos de esa escoria? Seguro que los padres prefieren tenerlo lejos de su vista. ¿No es así, padre?
Dell’Aqua no respondió. Esto alteraba el plan que Ferriera había propuesto y que había sido aceptado por ellos y por Toranaga. Los sacerdotes irían en seguida a tierra para aplacar a Ishido, a Kiyama y a Onoshi afirmando que habían creído la historia de Toranaga sobre los piratas y que no sabían que éste se hubiese «escapado» del castillo. Mientras tanto, la fragata se dirigía a la boca del puerto dejando la galera como cebo a las barcas de pesca. Si se producía un ataque abierto contra la fragata, ésta lo rechazaría a cañonazos.
El Visitador apoyó amablemente una mano en el hombro de Ferriera y volvió la espalda a la galera.
—Tal vez es mejor que el hereje esté allí —dijo, y pensó: «¡Qué extraños son los caminos de Dios!»
Ferriera hubiera querido oponerse. Él quería verlo ahogarse. Un hombre al agua cuando empieza a amanecer… No deja rastro, no hay testigos, es fácil. Toranaga no se habría enterado de nada. Un trágico accidente, y nada más. Era la suerte que se merecía Blackthorne.
—¿Nan ja? —preguntó Toranaga.
El padre Alvito le dijo que el capitán estaba en la galera y le explicó la razón. Toranaga se volvió a Mariko, la cual asintió con la cabeza y añadió lo que había dicho Rodrigues con anterioridad.
Toranaga se acercó a la borda y atisbó en la oscuridad. Más barcas de pesca eran lanzadas en la playa norte, y las otras estarían muy pronto en su sitio. Sabía que Anjín-san era un engorro político y aquello era una manera fácil de desprenderse de él. Pero, ¿lo quería realmente?
«Es karma —pensó— que Anjín-san esté en la galera y no aquí, donde estaría a salvo. ¿Neh? Anjín-san se hundirá con el barco, junto con Yabú y los otros y las armas y esto también es karma. Puedo perder los mosquetes. Puedo perder a Yabú. Pero, ¿a Anjín-san?
»Sí.
»Porque tengo en reserva otros ocho extraños bárbaros, y tal vez sus conocimientos colectivos sean iguales o superiores a los de ese hombre. Lo importante es volver a Yedo lo más rápidamente posible para preparar la guerra, que es ya inevitable.»
—Es karma, Tsukku-san. ¿Neh?
—Sí, señor. —Alvito contempló, satisfecho, al capitán general—. El señor Toranaga sugiere que no se haga nada. Es la voluntad de Dios.
—¿De veras?
De pronto empezó a sonar el tambor de la galera. Los remos mordieron furiosamente el agua.
—Por el amor de Dios, ¿qué están haciendo? —gritó Ferriera.
Y entonces, mientras veían alejarse la galera, el pabellón de Toranaga fue arriado lentamente de la verga.
—Parece como si quisieran anunciar a todas las malditas barcas de pesca del puerto que el señor Toranaga no está ya a bordo —dijo Rodrigues.
—¿Qué va a hacer él?
—No lo sé.
—¿No lo sabéis? —preguntó Ferriera.
—No. Pero si yo estuviera en su lugar pondría rumbo al mar abierto y dejaría a la fragata en el atolladero… o al menos lo intentaría. Es como si el inglés nos apuntase con el dedo. ¿Qué hacemos ahora?
—Poned rumbo a Yedo.
El capitán general habría querido añadir: «Y si abordáis la galera, tanto mejor.» Pero no lo hizo porque Mariko estaba escuchando.
Los curas se dirigieron a tierra en la lancha, muy aliviados.
—¡Izad las velas! —gritó Rodrigues—. ¡Rumbo Sur-Sudoeste!
—Señora, tened la bondad de decirle al señor Toranaga que estaría más seguro abajo —dijo Ferriera.
—Él os da las gracias, pero dice que se quedará aquí.
Ferriera se encogió de hombros y se acercó al borde del alcázar.
—¡Cargad los cañones! ¡Con metralla! ¡Posición de combate!