Toranaga preguntó sin inmutarse:
—¿Podemos pasar entre ellos, capitán?
Observaba las barcas de pesca agrupadas a quinientas yardas al frente y el paso tentador que habían dejado entre ellas.
—No, señor.
—No tenemos otra alternativa —dijo Yabú—. Es lo único que podemos hacer.
Miró hacia popa a las masas de Grises que esperaban en el muelle y en el espigón mientras el viento traía, debilitados, sus burlones insultos.
Toranaga y Yabú estaban en el castillo de proa. El tambor había enmudecido y la galera se balanceaba en un mar poco agitado. Todos los de a bordo esperaban la decisión. Sabían que estaban copados. En tierra les esperaba un desastre y allá, al frente, otro desastre. La red se cerraría más y más, y al fin serían capturados. Ishido podía esperar unos días si no tenía más remedio.
Yabú hervía por dentro.
«Si nos hubiéramos dirigido en seguida a la boca del puerto, en vez de perder un tiempo inútil con Buntaro, estaríamos ahora a salvo en alta mar —se dijo—. Toranaga está perdiendo el juicio. Ishido creerá que lo he traicionado. No puedo hacer nada, a menos que podamos abrirnos paso, e incluso tendré que luchar por Toranaga contra Ishido. No puedo hacer nada, excepto ofrecerle a Ishido la cabeza de Toranaga. ¿Neh? Esto me convertiría en regente y me valdría el Kwanto, ¿neh? Y con seis meses de tiempo y los fusileros samurais tal vez la Presidencia del Consejo de Regencia. ¿Y por qué no el premio mayor? Elimina a Ishido y podrás ser primer general del Heredero, protector y gobernador del castillo de Osaka, administrador de la riqueza legendaria del torreón, con poder absoluto sobre el Imperio durante la minoría de edad de Yaemón y, después, con un poder sólo inferior al de éste. ¿Por qué no? O incluso al premio mayor de todos. El shogunato. Elimina a Yaemón, y serás Shogun… Todo esto, con sólo una cabeza y la benevolencia de los dioses.»
Yabú sintió que le flaqueaban las rodillas al aumentar su afán.
«Muy fácil —pensó— pero no hay manera de cortar la cabeza y escapar… Todavía…»
—¡Ordena la posición de ataque! —dijo al fin Toranaga.
Mientras Yabú daba las órdenes y los samurais empezaban a prepararse, Toranaga volvió su atención al bárbaro, que permanecía inmóvil cerca del castillo de proa, donde se había detenido al darse la alarma, apoyándose en el breve palo mayor.
«¡Ojalá pudiese comprenderlo! —pensó Toranaga—. Valioso en un momento dado, es inútil un instante después. Ahora homicida, y después cobarde. Ahora dócil, y después peligroso. Es hombre y mujer al mismo tiempo. Yang y Yin. Dos polos opuestos. E imprevisible.»
—Pregúntale, Yabú-san —dijo Toranaga.
—¿Señor?
—Pregúntale qué hay que hacer. Al capitán. ¿No es esto una batalla naval? ¿No me dijiste que el capitán es un genio en el mar? Veamos si tienes razón. Que lo demuestre.
La boca de Yabú era una fina línea cruel. Toranaga percibió el miedo del hombre, y esto le gustó.
—Mariko-san —gritó Yabú—. Pregunta al capitán cómo podemos salir… cómo podemos pasar entre esas barcas.
Mariko, obediente y sostenida por la muchacha, se apartó de la borda.
—No, ahora estoy bien, Fujiko-san —dijo—. Gracias.
Fujiko la soltó y observó con disgusto a Blackthorne.
La respuesta de Blackthorne fue muy breve.
—Dice que «con cañones», Yabú-san —dijo Mariko.
—¡Dile que tendrá que inventar algo mejor si quiere conservar su cabeza!
—Debemos tener paciencia con él, Yabú-san —terció Toranaga—. Mariko-san, dile amablemente que no tenemos cañones y si no hay otra manera de romper el bloqueo. Por tierra es imposible. Traduce exactamente su respuesta. Exactamente.
Mariko obedeció.
—Lo siento, señor, pero dice que no. Sólo que no. Y no con mucha cortesía.
Toranaga se aflojó el cinto y se rascó por debajo de la armadura.
—Bueno —dijo animadamente y señalando la fragata portuguesa—. Si el experto Anjín-san dice cañones, tendrá cañones. ¡Vamos allá, piloto! Que los hombres se preparen, Yabú-san. Si los bárbaros del Sur no quieren prestarme sus cañones, tendrás que tomarlos. ¿Lo harás?
—Con mucho gusto —dijo Yabú suavemente.
—Tenías razón. Es un genio.
—Pero tú has dado con la solución, Toranaga-sama.
—Es fácil encontrar soluciones cuando se conoce la respuesta, ¿neh? ¿Cuál es la solución del castillo de Osaka, aliado?
—No la hay. En esto, el Taiko estuvo perfecto.
—Sí. ¿Y cuál es la solución de la traición?
—Una muerte ignominiosa, naturalmente. Pero no comprendo por qué me preguntas esto.
—Una idea pasajera, aliado. —Toranaga miró a Blackthorne—. Sí, es un hombre listo. Y yo necesito hombres listos. Mariko-san, ¿me darán los bárbaros sus cañones?
—Desde luego. ¿Por qué no habían de hacerlo?
No se le había ocurrido pensar que podían negarse. Todavía estaba llena de ansiedad por Buntaro. ¿Por qué le había ordenado Toranaga huir en el último momento? ¿No habría sido igualmente fácil y más seguro ordenarle que nadase hasta la galera? Había tiempo de sobra. ¿Y por qué había esperado tanto? Algo en su interior secreto le respondió que su señor debió tener muy buenas razones para esperar y para dar aquella orden.
—¿Y si no lo hacen? ¿Serías capaz de matar cristianos, Mariko-san? —preguntó Toranaga—. ¿No es el «¡No matarás!» su ley fundamental?
—Sí, lo es. Pero por ti, señor, yo, mi marido y mi hijo iríamos gustosos al infierno.
—Eres una verdadera samurai, y no olvidaré que has empuñado un sable para defenderme.
—No me des las gracias. He cumplido mi deber. Si hay que recordar a alguien, recuerda a mi marido y a mi hijo. Serán mucho más valiosos para ti.
—De momento, tú eres la más valiosa para mí. Y todavía puedes serlo más.
—Dime cómo, señor, y lo haré.
—Apártate de ese Dios extranjero.
—¡Señor! —gimió Mariko, y su rostro se ensombreció.
—Prescinde de tu Dios. Tienes demasiadas obligaciones.
—¿Quieres que cometa apostasía, que reniegue del cristianismo?
—Sí, a menos que puedas poner a tu Dios en Su sitio, en lo más recóndito de tu mente, no delante de todo.
—Discúlpame, señor —dijo ella, impresionada—, pero mi religión nunca me ha impedido que te fuese fiel.
—Los cristianos pueden convertirse en mis enemigos, ¿neh?
—Tus enemigos lo son míos, señor.
—Ahora los curas me son contrarios. Pueden ordenar a todos los cristianos que me hagan la guerra.
—No pueden hacerlo, señor. Son hombres de paz.
—¿Y si siguen en la oposición? ¿Y si me hacen la guerra?
—Nunca deberás temer por mi lealtad. Nunca.
—Está bien, Mariko-san —dijo Toranaga—. Lo acepto. Te ordeno que hagas amistad con ese bárbaro, que te enteres de todo lo que sabe, que me informes de todo lo que diga, que trates a todos los sacerdotes con recelo, que me informes de todo lo que te pregunten o te digan.
Mariko apartó un mechón de cabello de sus ojos.
—Puedo hacer todo esto, señor, sin dejar de ser cristiana. Lo juro.
—Bien. Júralo por tu Dios cristiano.
—Lo juro ante Dios.
—Bien. —Toranaga se volvió y llamó—: ¡Fujiko-san!
—¿Señor?
—¿Has traído alguna doncella contigo?
—Sí, señor. Dos.
—Entrega una de ellas a Mariko-san. Y di a la otra que nos traiga cha. Y que traiga saké para Anjín-san.
La luz hizo brillar el pequeño crucifijo de oro que llevaba Mariko colgado del cuello. Vio que Toranaga lo miraba fijamente.
—¿Quieres que no lo lleve, señor? ¿Quieres que lo tire?
—No —dijo él—. Llévalo como recordatorio de tu juramento.
Todos observaron la fragata. Toranaga tuvo la impresión de que alguien lo miraba y echó un vistazo a su alrededor. Vio unas duras facciones y unos ojos azules y fríos. «¿Cómo se atreve el bárbaro a sospechar de mí?», pensó.
—Pregúntale a Anjín-san por qué no dijo antes que había muchos cañones en el barco bárbaro. ¿Conseguiremos que nos den escolta para salir de la trampa?
Mariko tradujo y Blackthorne respondió.
—Dice… —explicó Mariko vacilando—. Discúlpame, señor, pero ha dicho que te conviene emplear la cabeza.
Toranaga se echó a reír.
—Le doy las gracias por la suya. Me ha sido muy útil. Espero que la conservará sobre los hombros. Dile que ahora estamos iguales.
—Él dice: «No, no estamos iguales, Toranaga-sama. Pero dame mi barco y una tripulación y limpiaré el océano de enemigos.»
—Mariko-san, ¿crees que me aprecia tanto como los otros, como los españoles y los bárbaros del Sur?
Toranaga había formulado esta pregunta ligeramente. La brisa empujaba mechones de cabello sobre los ojos de Mariko-san. Ella los apartó con un gesto cansado.
—No lo sé, lo siento. Tal vez sí y tal vez no. ¿Quieres que se lo pregunte? Lo siento, pero es… es muy raro. No le comprendo. En absoluto.
—Ya habrá tiempo para ello. Sí. Con el tiempo, él mismo se nos manifestará.
Blackthorne había visto que la fragata soltaba las amarras en el momento en que sus vigilantes Grises se habían alejado y que lanzaban su lancha y que la lancha remolcaba rápidamente la embarcación desde su amarradero hasta aguas más profundas. Ahora estaba a varios cables de la orilla, segura, sujetada ligeramente por un ancla de proa, paralelamente al muelle. Era la maniobra normal de todos los barcos europeos en puertos hostiles o desconocidos, donde podía amenazarles algún peligro.
—Y deben estar enterados de lo de Toranaga —se dijo con desconsuelo—, pues son astutos y habrán preguntado a sus cargadores o a los Grises la causa de todo este jaleo.
Sintió que se le erizaban los cortos cabellos. «Uno cualquiera de sus cañones puede mandarnos al infierno. Sí, pero no corremos peligro, porque Toranaga está a bordo. ¡Loado sea Dios!»
Mariko le dijo:
—Mi señor pregunta qué soléis hacer cuando queréis acercaros a un barco de guerra.
—Si se tiene un cañón, se dispara una salva. Si no, se hacen señales con banderas pidiendo permiso para acercarse.
—Mi señor pregunta: ¿y si no hay banderas?
Blackthorne vio que la fragata tenía ocho cañones por banda en el puente principal, dos a popa y dos a proa. Sin duda el Erasmus podría apoderarse de ella si tuviese la tripulación adecuada. «Me gustaría. Pero despierta, soñador. No estamos a bordo del Erasmus, y esta panzuda galera y la fragata portuguesa son nuestra única esperanza. Protegidos por sus cañones, estaremos seguros. Suerte que Toranaga está con nosotros.»
—Dile al piloto que ice la bandera de Toranaga en el mástil. Con esto bastará, señora. Será un acto oficial y les dirá quién está a bordo. Aunque presumo que ya lo saben.
Así se hizo, y los de la galera parecieron más confiados. Blackthorne advirtió el cambio, e incluso él se sintió más tranquilo bajo la bandera.
—Mi señor pregunta cómo les diremos que queremos acercarnos.
—Dile que sin banderas de señales puede hacer dos cosas: esperar fuera del alcance de sus cañones y enviar una delegación en un bote, o avanzar directamente hasta llegar a una distancia desde la que podamos hacernos oír.
—Mi señor pregunta qué aconsejas.
—Avanzar directamente. Huelgan las precauciones. El señor Toranaga está a bordo. Es el daimío más importante del Imperio. Desde luego, nos ayudarán y… ¡Oh, Dios mío!
—¿Señor?
—De pronto me he dado cuenta de que él está ahora en guerra con Ishido, ¿no? Por consiguiente, la fragata puede no estar dispuesta a ayudarle.
—Claro que lo ayudarán.
—No. ¿Qué bando conviene más a los portugueses, el del señor Toranaga o el de Ishido? Si creen que les conviene más Ishido, nos mandarán al infierno.
—Es inconcebible que los portugueses disparen contra un barco japonés —opinó Mariko.
—Lo harán, señora, puedes creerme. Y apuesto a que la fragata no dejará que nos acerquemos. Al menos, es lo que yo haría si fuese su capitán. ¡Dios mío! —dijo Blackthorne mirando a tierra.
Los Grises habían abandonado el espigón y se desplegaban paralelamente a la orilla. Nada que hacer por aquella parte. Las barcas de pesca seguían cerrando la salida del puerto. Tampoco por allí podía hacerse nada.
—Dile al señor Toranaga que sólo hay una manera de salir del puerto. Que estalle una tormenta. Tal vez podríamos capearla, cosa que no podrían hacer las barcas de pesca.
—Mi señor pregunta si crees que habrá tormenta.
—Mi olfato me dice que sí. Pero tardará unos días. Dos o tres. ¿Podremos aguantar hasta entonces?
Toranaga reflexionó. Después dio una orden.
—Vamos a acercarnos hasta que puedan oírnos, Anjín-san.
—Entonces, dile que debemos hacerlo por su popa. De este modo, el blanco será menor. Dile que son traidores, que sé que son muy traidores cuando ven amenazados sus intereses. ¡Son peores que los holandeses!
—Mi señor dice que pronto sabremos la respuesta.
—Estamos desnudos, señora. No podemos nada contra sus cañones. Si el barco nos es hostil o incluso neutral, estamos perdidos.
—Mi señor dice que es verdad, pero que tú te encargarás de persuadirles de que deben mostrarse complacientes.
—¿Cómo puedo hacer eso? Soy su enemigo.
—Mi señor dice que, en la guerra como en la paz, un buen enemigo puede ser más valioso que un buen aliado. Dice que tú conoces su mentalidad y encontrarás la manera de persuadirles.
—La única manera segura es la fuerza.
—Mi señor dice que está de acuerdo y que me digas cómo piensas abordar el barco.
—¿Qué?
—Ha dicho: «Bien. De acuerdo. ¿Cómo te apoderarías del barco? ¿Cómo lo conquistarías? Necesito sus cañones. ¿Está claro, Anjín-san?»
—¡Ah del Santa Teresa! ¡Hola, inglés!
—¿Eres Rodrigues?
—Sí.
—¿Y tu pierna?
—¿Y tu madre?
A Rodrigues le gustó la estruendosa carcajada que flotó sobre el mar que los separaba.
Durante media hora, las dos embarcaciones habían maniobrado buscando una buena posición, acercándose, virando, alejándose, tratando la galera de situarse a barlovento para empujar a la fragata hacia la costa a sotavento, y procurando la fragata tener espacio libre para salir del puerto si le convenía. Pero ninguna de las dos había conseguido una ventaja decisiva, y fue durante la caza que los que estaban a bordo de la fragata vieron las barcas de pesca apretujadas en la bocana del puerto y comprendieron su significado.
—¡Por esto viene a nosotros! ¡En busca de protección!
—Mayor razón para que lo hundamos ahora que está atrapado.
—Ishido nos lo agradecerá eternamente —había dicho Ferriera.
Pero Dell’Aqua se había mantenido en sus trece.
—Toranaga es demasiado importante. Insisto en que debemos hablar con él. Y siempre podéis hundirlo. No tiene cañones. Y hasta yo sé que sólo puede lucharse con cañones contra los cañones.
Y así había quedado la partida en tablas dándoles un tiempo de respiro. Los dos barcos estaban en el centro del puerto, a salvo de las barcas de pesca y a salvo el uno del otro, la fragata temblando bajo el viento, dispuesta a cambiar inmediatamente de posición, y la galera, con los remos levantados, deslizándose de lado hasta colocarse a la distancia necesaria para que pudiesen hacerse oír sus hombres. Cuando Rodrigues vio que los de la galera izaban los remos y se ponían de flanco a sus cañones, viró a barlovento y la dejó acercarse hasta ponerse a tiro y se preparó para la próxima serie de maniobras. «Gracias a Dios, a la Santísima Virgen y a San José, nosotros tenemos cañones y ese bastardo no los tiene. El inglés es demasiado astuto.»
«Pero es mejor enfrentarse con un profesional —se dijo—. Mucho más seguro. Entonces, nadie hace tonterías y no se producen daños inútiles.»
—¿Permiso para subir a bordo?
—¿Quiénes, inglés?
—El señor Toranaga, su intérprete y unos guardias.
—Nada de guardias —dijo Ferriera en voz baja.
—Ha de traer algunos —dijo Alvito—. Es cuestión de prestigio.
—¡Al diablo su prestigio! Nada de guardias.
—No quiero samurais a bordo —convino Rodrigues.
—¿Aceptaríais cinco? —preguntó Alvito—. Sólo su guardia personal. Vos comprendéis el problema, Rodrigues.
Rodrigues reflexionó un momento y asintió.
—Cinco es un buen número, capitán general. Nosotros destacaremos cinco hombres como vuestros «guardias personales» con un puñado de pistolas cada uno. Encargaos de los detalles, padre. Es mejor que el padre convenga los detalles, capitán general, pues sabe cómo ha de hacerlo. Adelante, padre, pero informadnos de todo lo que ellos digan.
Alvito se acercó a la borda y gritó:
—¡No ganaréis nada con vuestros embustes! ¡Preparad vuestras almas para el infierno, vos y vuestros bandidos! Os damos diez minutos. Después, el capitán general disparará y os mandará al tormento eterno.
—Nos ampara el pabellón de Toranaga.
—¡Un pabellón falso, pirata!
Ferriera dio un paso adelante.
—¿A qué estáis jugando, padre?
—Por favor, tened paciencia —dijo Alvito—. Es sólo una cuestión formal. De no hacerlo así, Toranaga nos guardaría rencor eterno por haber insultado a su bandera, cosa que hemos hecho en realidad. Toranaga no es un daimío cualquiera. Tal vez deberíais recordar que él solo tiene más tropas armadas que el rey de España.
El viento silbaba en el aparejo, y los palos crujían nerviosamente. Entonces se encendieron luces en el alcázar y pudieron ver claramente a Toranaga. La voz de éste llegó sobre las olas.
—Tsukku-san, ¿cómo te atreves a rehuir mi galera? Aquí no hay piratas. Los únicos piratas están en la entrada del puerto, en aquellas barcas de pesca. Quiero subir inmediatamente.
Alvito gritó en japonés, fingiendo asombro:
—Lo siento, señor Toranaga. No teníamos la menor idea de que fueses tú. Pensábamos que era un ardid. Los Grises nos dijeron que unos bandidos-ronín se habían apoderado de la galera por la fuerza. Por esto creíamos que unos bandidos navegaban al mando del pirata inglés bajo un falso pabellón. Iré inmediatamente.
—No. Seré yo quien vaya a tu barco.
—Te ruego, señor Toranaga, que me permitas acompañarte. Mi superior, el Padre Visitador está aquí, y también el capitán general. Insisten en ofrecerte sus excusas. Sírvete aceptar nuestras disculpas.
Alvito habló en portugués y gritó:
—¡Soltad la lancha! —Y de nuevo a Toranaga, en japonés—: Inmediatamente será lanzado el bote, mi señor.
Rodrigues observó la almibarada humildad de la voz de Alvito y se dijo que era mucho más difícil tratar con los japoneses que con los chinos. Los chinos comprendían el arte de la negociación, del compromiso, de la transacción y de las compensaciones. En cambio, los japoneses eran muy orgullosos y la muerte era un precio muy bajo para pagar una ofensa a su orgullo. «¡Vamos, acabemos de una vez!», tuvo ganas de gritar.
—Iré inmediatamente, capitán general —dijo el padre Alvito—. Y si vos, Eminentísimo señor, me acompañaseis, sería un cumplido que contribuiría mucho a calmar a Toranaga.
—De acuerdo.
—¿No será peligroso? —apuntó Ferriera—. Podrían emplearos a los dos como rehenes.
—A la menor señal de traición —dijo Dell’Aqua—, deberéis destruir la galera con todos sus ocupantes, aunque nosotros estemos a bordo.
Bajó del alcázar al puente principal y pasó por detrás de los cañones, ondeando al viento los faldones de su túnica. Al llegar a la escalerilla, se volvió e hizo la señal de la cruz. Después bajó y entró en el bote.
Ferriera se inclinó sobre la borda y dijo sin levantar la voz:
—Eminencia, traed al hereje.
—¿Qué? ¿Qué decís?
A Dell’Aqua le divertía jugar con el capitán general, cuya continua insolencia lo ofendía gravemente. Lo cierto era que había decidido hacerse con Blackthorne y que podía oír perfectamente a Ferriera. «¡Qué estúpido!», pensó.
—Traeréis al hereje, ¿eh? —repitió Ferriera.
Rodrigues oyó desde el alcázar el apagado: «Sí, capitán general», y pensó: «¿Qué traición estás maquinando, Ferriera?»
Cambió de posición en su silla con dificultad, pálido el semblante. Le dolía terriblemente la pierna y le costaba sostenerse. Los huesos se estaban soldando bien y gracias a la Santísima Virgen la herida estaba limpia. Pero una fractura era una fractura y la menor oscilación del barco le resultaba sumamente molesta. Se tomó un grog. Ferriera lo observaba.
—¿Qué tal vuestra pierna?
—Bien —respondió, mitigado su dolor por el alcohol.
—¿Podréis viajar desde aquí hasta Macao?
—Sí. Y participar en un combate naval durante todo el trayecto. Y regresar en verano, si es esto lo que queréis decir.
—Sí. Esto quiero decir, capitán —repuso Ferriera con los labios apretados en una burlona sonrisa—. Necesito un capitán en buenas condiciones.
—Lo estoy. Mi pierna va mejorando. —Rodrigues trató de olvidar el dolor—. El inglés no vendrá de buen grado. Yo no lo haría.
—Cien guineas a que os equivocáis.
—Es más de lo que gano en un año.
—Pagaderas en Lisboa, de lo que ganemos con el Buque Negro.
—Van jugadas. Nada le hará venir a bordo, al menos por su propia voluntad. ¡He ganado cincuenta guineas!
—Las habéis perdido. Olvidáis que los jesuitas desean su presencia aquí, incluso más que yo.
—¿Por qué?
Ferriera lo miró tranquilamente y no le respondió. Sus labios volvieron a torcerse en una aviesa sonrisa. Después, dijo:
—Ayudará a Toranaga a salir de aquí para apoderarse del hereje.
—Me alegro de ser vuestro camarada y de seros necesario a vos y al Buque Negro —dijo Rodrigues—. No quisiera teneros por enemigo.
—Celebro que nos entendamos, capitán. Por fin.
—Os pido que me escoltéis hasta fuera del puerto. Y que lo hagáis rápidamente —dijo Toranaga a Dell’Aqua por medio del intérprete Alvito.
Mariko estaba también allí, escuchando, así como Yabú. Toranaga estaba de pie en el castillo de proa, y Dell’Aqua y Alvito en cubierta. Pero, incluso así, sus ojos estaban casi al mismo nivel.
—O si lo preferís, vuestro barco de guerra puede apartar las barcas de pesca de mi camino.
—Perdóname, pero esto sería un acto hostil injustificado que tú no debes… no puedes aconsejar a la fragata, señor Toranaga —dijo Dell’Aqua, hablándole directamente, mientras Alvito traducía simultáneamente y con fluidez, como siempre—. Sería imposible, sería un acto bélico manifiesto.
—Entonces, ¿qué sugieres?
—Ten la bondad de venir a la fragata. Preguntaremos al capitán general. Él nos dará la solución, ahora que conocemos tu problema. Él es militar, y nosotros no.
—Tráelo aquí.
—Perderíamos menos tiempo si vinieras tú, señor. Aparte, naturalmente, de que sería un honor para nosotros.
Toranaga comprendió que tenía razón. Hacía unos momentos habían visto que otras barcas de pesca cargadas de arqueros eran lanzadas a la mar en la playa Sur, y aunque de momento estaban a salvo saltaba a la vista que una hora después la boca del puerto estaría atestada de enemigos.
No tenía elección.
—Lo siento, señor —le había dicho antes Anjín-san durante la fracasada caza—. No puedo acercarme a la fragata. Rodrigues es demasiado listo. Puedo impedir que escape si el viento se mantiene, pero no puedo atraparlo a menos que cometa un error.
—¿Cometerá un error y se mantendrá el viento? —había preguntado por medio de Mariko.
Ella le había respondido:
—Anjín-san dice que el hombre prudente no debe confiar nunca en el viento, salvo que sea el alisio y se esté en alta mar. Aquí estamos en un puerto donde las montañas producen oscilaciones en el viento. El capitán Rodrigues no se equivocará.
Toranaga había observado la lucha de habilidad entre los dos capitanes y se había convencido de que ambos eran maestros en su oficio. Y también había comprendido que ni él ni sus tierras ni todo el Imperio estarían a salvo, mientras no tuvieran barcos bárbaros modernos y gracias a ellos el dominio sobre sus propios mares. Esta idea le había trastornado.
—Pero ¿cómo puedo negociar con ellos? ¿Qué excusa pueden alegar de un acto de tan flagrante hostilidad contra mí? Mi deber es destruirlos Por sus ofensas contra mi honor.
Anjín-san le había explicado el truco de las banderas falsas. Le dijo que todos los barcos empleaban este ardid para acercarse a un enemigo o para burlarlo, y Toranaga se había sentido muy aliviado de que pudiera haber una explicación aceptable que dejase a salvo su dignidad.
Alvito decía ahora:
—Creo que deberíamos ir en seguida, señor.
—Está bien —convino Toranaga—. Toma el mando de la galera, Yabú-san. Mariko-san, dile a Anjín-san que no abandone el timón. Después, ven conmigo.
Toranaga se había dado perfecta cuenta, por el tamaño del bote, de que sólo podía llevar cinco guardias. Pero también esto había sido previsto, y el plan final era sencillo. Si no podían convencer a los de la fragata para que les ayudaran, él y sus guardias matarían al capitán general, al capitán del barco y a los curas y se harían fuertes en una de las cámaras. Simultáneamente, la galera se acercaría a la fragata por la proa, tal como había sugerido Anjín-san, y todos juntos tratarían de apoderarse de la fragata. Lo conseguirían o fracasarían, pero en todo caso sería la solución más rápida.
—Es un buen plan, Yabú-san —había dicho él.
—Permíteme que vaya en tu lugar a negociar.
—Ellos no lo aceptarían.
—Bien está, pero cuando hayamos salido de esta trampa, expulsa a todos los bárbaros del reino. Si lo haces, ganarás más daimíos de los que pierdas.
—Lo pensaré —dijo Toranaga, convencido de que era una tontería, que debía tener a su lado a los daimíos cristianos, Onoshi y Kiyama y a los otros daimíos cristianos, que en otro caso lo aplastarían.
¿Por qué quería ir Yabú a la fragata? ¿Qué otra traición estaba maquinando por si no les ayudaban?
—Señor —decía Alvito, traduciendo a Dell’Aqua—, ¿puedo invitar a Anjín-san a acompañarnos?
—¿Por qué?
—He pensado que tal vez le gustaría saludar a su colega, el anjín Rodrigues. Éste tiene una pierna rota y no ha podido venir. A Rodrigues también le gustaría verlo para darle las gracias por haberle salvado la vida, si a ti no te importa.
Toranaga no vio ningún inconveniente en ello. Anjín-san estaba bajo su protección y, por tanto, era inviolable.
—Si él quiere, puede ir. Mariko-san, acompaña a Tsukku-san.
Mariko hizo una reverencia. Sabía que su tarea era escuchar, informar y asegurarse de que todo lo que se dijera sería transmitido sin la menor omisión. Ya se sentía mejor. Su peinado y su cara volvían a ser perfectos. Llevaba un quimono limpio que le había prestado dama Fujiko y un cabestrillo nuevo para apoyar el brazo herido. Uno de los pilotos, aprendiz de médico, le había vendado la herida. El corte recibido en el brazo no había tocado ningún tendón y la herida estaba limpia. Un baño habría acabado de reponerla, pero no había estos lujos en la galera.
Se dirigió con Alvito al alcázar. Alvito vio el cuchillo en el cinto de Blackthorne y pensó que el manchado quimono parecía hecho a su medida. ¿Hasta qué punto habría podido ganarse la confianza de Toranaga?
—Bien hallado, capitán Blackthorne.
—¡Caramba, padre! —repuso afablemente Blackthorne.
—Toranaga ha dicho que podéis venir a la fragata.
—¿Lo ha ordenado?
—Ha dicho «si queréis».
—No quiero.
—A Rodrigues le gustaría daros de nuevo las gracias y saludaros.
—Presentadle mis respetos y decidle que nos veremos en el infierno. O aquí.
—Su pierna se lo impide.
—¿Cómo está su pierna?
—Sanando. Merced a vuestra ayuda y a la gracia de Dios podrá andar dentro de unas semanas, aunque quedará cojo.
—Decidle que le deseo suerte. Y ahora marchaos, padre, pues no podemos perder tiempo.
—A Rodrigues le gustaría veros. Hay grog en la mesa y un buen capón asado con legumbres frescas, pan recién cocido y manteca caliente. Sería una pena desperdiciar esta comida, capitán.
—¿Qué?
—Hay pan tierno y dorado, capitán, galleta de munición, mantequilla y un buen trozo de buey. Naranjas frescas de Goa e incluso un galón de vino de Madeira para regarlo todo, o coñac si lo preferís. También tenemos cerveza. Y capón de Macao, caliente y jugoso. El capitán general es un epicúreo.
—¡Que Dios os mande al infierno!
—Lo hará, si así le place. Sólo os digo lo que hay.
—¿Qué significa «epicúreo»? —preguntó Mariko.
—Se dice de la persona a quien le gusta la buena mesa, doña María —dijo Alvito dándole su nombre de pila.
Había notado un cambio repentino en la cara de Blackthorne. Casi podía ver la secreción de sus glándulas salivales y la angustia de su estómago. Aquella noche, cuando había visto el banquete preparado en el gran camarote, con los resplandecientes cubiertos de plata, el blanco mantel, las sillas de verdadero cuero y con cojines, y había olido el pan tierno y la mantequilla y los ricos manjares, se le había despertado el apetito a pesar de no estar hambriento y de haberse acostumbrado a la cocina japonesa.
«¡Qué sencillo es pillar a un hombre! —se dijo—. Lo único que hace falta es usar el cebo adecuado.»
—Adiós, capitán —dijo Alvito dando media vuelta y dirigiéndose a la escalera.
Blackthorne lo siguió.
—¿Qué te pasa, inglés? —preguntó Rodrigues.
—¿Dónde está la comida? Después, podremos hablar. Ante todo, quiero la comida que me prometiste —dijo Blackthorne, muy agitado.
—Seguidme, por favor —dijo Alvito.
—¿Adónde lo lleváis, padre?
—Al camarote grande, naturalmente. Blackthorne podrá comer, mientras el señor Toranaga habla con el capitán general.
—No. Puede comer en mi camarote.
—Es más fácil ir al sitio donde está la comida.
—Contramaestre, cuida de que el capitán coma todo lo que quiera, en mi camarote, de todo lo que hay en la mesa. Inglés, ¿quieres grog, vino o cerveza?
—Primero, cerveza, después, grog.
—Cuida de ello, contramaestre. Llévalo abajo. Y escucha, Pesaro, dale alguna ropa de mi armario, botas y todo lo demás. Y quédate con él hasta que te llame.
Blackthorne siguió en silencio a Pesaro, que era un hombre muy corpulento. Alvito volvió junto a Dell’Aqua y Toranaga, que estaba hablando por medio de Mariko junto a la escalera. Pero Rodrigues lo detuvo.
—¡Un momento, padre! ¿Qué le dijisteis?
—Sólo que queríais verlo y que teníamos comida a bordo.
—¿Le dijisteis que yo le ofrecía la comida?
—No, Rodrigues, no se lo dije. Pero, ¿os habríais negado a dar comida a un camarada con buen apetito?
—Ese pobre bastardo no es apetito lo que tiene, sino hambre. Si come en este estado, devorará como un lobo furioso y después lo vomitará todo como una ramera borracha. Y no queremos que uno de los nuestros, aunque sea un hereje, vomite como un animal en presencia de Toranaga, ¿no es cierto, padre?
Ferriera llamó desde la escalera.
—¿Vais a bajar, Rodrigues?
—Permaneceré en cubierta mientras esté ahí esa puerca galera, capitán general. Si me necesitáis, estoy aquí.
Alvito empezó a alejarse. Rodrigues vio a. Mariko.
—Un momento, padre. ¿Quién es esa mujer?
—Doña María Toda. Intérprete de Toranaga.
Rodrigues silbó entre dientes.
—¿Es buena?
—Muy buena.
—Ha sido una estupidez traerla a bordo. ¿Es una de las consortes del viejo Toda Hiro-matsu?
—No. Es la esposa de su hijo.
Rodrigues llamó a uno de los marineros.
—Difunde la noticia de que esa mujer habla portugués.
—Sí, señor.
El hombre se alejó corriendo y Rodrigues se volvió de nuevo al padre Alvito. El cura no se dejó intimidar por la evidente indignación del otro.
—Esa dama, María, habla también latín y con igual perfección. ¿Algo más, capitán?
—No, gracias.
El cura hizo la señal de la cruz y se alejó. Rodrigues escupió en el imbornal, y uno de los timoneles se estremeció y se santiguó a su vez.
—¡Anda y que te zurzan! —le silbó Rodrigues.
—Sí, capitán. Lo siento, pero me pongo nervioso cuando está cerca el buen padre. No lo he hecho con mala intención.
El joven vio que los últimos granos de arena caían por el cuello del reloj y lo volvió.
—Cuando esté por la mitad, ve abajo, coge un cubo de agua y una escoba y limpia toda la porquería de mi camarote. Dile al contramaestre que suba al inglés a cubierta y procura que mi camarote quede bien limpio, si no quieres que me haga unas ligas con tus tripas.
Rodrigues era un fanático de la limpieza. Todo debía estar inmaculado en su camarote, con buen tiempo o con mal tiempo.