Blackthorne necesitó más de diez minutos para recobrar la fuerza necesaria para mantenerse de pie. Mientras tanto, los ronín-samurais habían rematado a los heridos graves y arrojado todos los cadáveres al mar. Habían perecido los seis Pardos y todos los Grises. La embarcación estaba dispuesta para zarpar inmediatamente. Todas las luces se habían apagado. Unos cuantos samurais habían sido enviados hacia el norte para establecer contacto con Buntaro. El grueso de la fuerza de Toranaga corrió hacia el Sur, hacia un rompeolas situado a unos doscientos pasos donde se hicieron fuertes contra los cien Grises de la fragata, que al darse cuenta del ataque volvían a toda prisa.
El jefe de a bordo, después de comprobar que todo estaba en orden, hizo bocina con las manos y gritó en dirección a tierra. Inmediatamente, más samurais disfrazados de ronín y mandados por Yabú, salieron de la sombra y se desplegaron hacia el Norte y hacia el Sur formando unos escudos protectores. Y entonces apareció Toranaga y avanzó despacio hacia la pasarela. Ya no llevaba su quimono de mujer ni la oscura capa de viaje.
«¡Bastardo! —pensó Blackthorne—. Eres frío, cruel y despiadado, pero indudablemente tienes majestad.»
Antes, había visto que llevaban a Mariko abajo, asistida por una joven, y había presumido que estaba herida, pero no de gravedad, puesto que todos los heridos graves eran muertos en el acto, si no se mataban ellos mismos.
Hubo un súbito resplandor en el torreón y se oyó el débil eco de las campanas tocando a rebato. Después, empezaron a elevarse cohetes desde las murallas del castillo. Cohetes de señales.
En el profundo silencio, Toranaga se volvió a mirar hacia atrás y hacia arriba. Empezaron a encenderse luces en toda la ciudad. Sin apresurarse, Toranaga dio media vuelta y subió a bordo.
El viento trajo unos gritos lejanos procedentes del Norte. ¡Buntaro! Debía de ser él con el resto de la columna. Blackthorne escrutó la oscuridad, pero no pudo ver nada. Hacia el Sur, la distancia entre los Grises que atacaban y los Pardos que se defendían menguaba rápidamente. Calculó su número. De momento, estaban igualados. Pero ¿por cuánto tiempo?
—¡Keirei!
Todos se arrodillaron a bordo e inclinaron la cabeza al aparecer Toranaga sobre cubierta. Toranaga hizo una seña a Yabú, que lo seguía. Inmediatamente, Yabú tomó el mando y dio la orden de zarpar. Cincuenta samurais de la falange subieron por la pasarela y se colocaron en posición de defensa, mirando a tierra y armando sus arcos.
Blackthorne sintió que le tiraban de la manga.
—¡Anjín-san!
—¿Hai? —dijo, mirando fijamente al piloto.
El hombre soltó un chorro de palabras señalando el timón. Blackthorne comprendió que el hombre presumía que él tenía el mando y le pedía permiso para hacerse a la mar.
—Hai, Capitán-san —le respondió—. ¡Adelante! ¡Isogi!
La galera se separó del muelle, ayudada por el viento y por la habilidad de los remeros. En el mismo instante, tres hombres y una joven salieron de la oscuridad, detrás de una hilera de barcas varadas, enzarzados en una lucha feroz con nueve Grises. Blackthorne reconoció a Buntaro y a la joven Sonó.
Buntaro dirigía la retirada hacia el muelle, con el sable ensangrentado y erizados de flechas el peto y la espalda de su armadura. La muchacha esgrimía una lanza, pero se tambaleaba y respiraba fatigosamente. Uno de los Pardos se detuvo para cubrir valerosamente su retirada. Los Grises lo aplastaron. Buntaro subió corriendo los peldaños del rompeolas, seguido de la muchacha y del último Pardo, y entonces se volvió y arremetió contra los Grises como un toro furioso. Los dos primeros cayeron desde lo alto del malecón, uno se rompió la espalda contra las piedras de abajo y el otro rodó aullando, con el brazo derecho cercenado. Los Grises vacilaron un momento. El último Pardo se adelantó a su señor y se lanzó de cabeza contra el enemigo. Los Grises le destrozaron y después atacaron en masa.
Los arqueros del barco dispararon nubes de flechas matando o dejando inútiles a todos los Grises atacantes, menos a dos de ellos. Un sable rebotó en el casco de Buntaro y cayó sobre su hombrera. Buntaro golpeó al Gris debajo de la barbilla con el antebrazo armado y le rompió el cuello. Después, se lanzó contra el otro y también lo mató.
La joven estaba arrodillada tratando de recobrar aliento. Buntaro no perdió tiempo en asegurarse de que los Grises estaban muertos y les rebanó la cabeza de dos tajos perfectos.
La embarcación estaba a veinte yardas del malecón y la distancia seguía aumentando.
—¡Capitán-san! —gritó Blackthorne haciendo furiosos ademanes—. ¡Vuelve al muelle! ¡Isogi!
Pero Yabú se plantó inmediatamente en el alcázar y habló acaloradamente con el capitán. No debían regresar.
La distancia era ahora de treinta yardas y Blackthorne sentía que su triente le gritaba: «¡Qué te importa! ¡Es Buntaro, el esposo de Mariko!»
—No podéis dejarlo morir. Es uno de los nuestros —gritó a Yabú y a los del barco—. ¡Es Buntaro! ¡Volvamos! ¡Isogi!
Pero esta vez el piloto movió la cabeza, en un gesto de impotencia, y el jefe de los remeros siguió marcando el ritmo con el tambor.
Blackthorne corrió hacia Toranaga, que estaba de espaldas a él y observaba el muelle. Inmediatamente, cuatro guardias le cerraron el paso con los sables en alto.
—¡Toranaga-sama! —gritó—. ¡Dozo! ¡Ordena que regrese la galera! ¡Allí! Dozo… por favor. ¡Volvamos atrás!
—Iyé, Anjín-san —dijo Toranaga señalando los cohetes de señales del castillo y después el rompeolas, y volviéndole definitivamente la espalda.
—¡Oh, maldito cobarde! —clamó Blackthorne, pero se interrumpió de pronto, corrió a la borda y se abalanzó sobre la barandilla—. ¡Nadad! —aulló, braceando—. ¡Nadad, por el amor de Dios!
Buntaro lo comprendió. Levantó a la muchacha, le habló y casi la arrastró hasta el borde del muelle, pero ella se lamentó y se hincó de rodillas delante de él. Era evidente que no sabía nadar.
Blackthorne buscó desesperadamente sobre la cubierta. No había tiempo para lanzar un bote. Estaban demasiado lejos para echar una cuerda. Él no tenía fuerzas para ir y volver a nado. No había chaquetas salvavidas. Como último recurso, corrió hasta los remeros más próximos y detuvo su boga.
Dos samurais trataron de impedírselo, pero Toranaga les ordenó que se apartasen.
Blackthorne y cuatro marineros lanzaron el remo como un dardo y el impulso lo arrastró hasta el muelle.
En el mismo instante, se oyó un grito de victoria en el rompeolas. Llegaban refuerzos Grises desde la ciudad, y aunque los ronín-samurais contenían a los atacantes actuales, su derrota sólo era cuestión de tiempo.
—¡Vamos! —gritó Blackthorne—. ¡Isogiii!
Buntaro empujó a la joven y señaló el remo y el barco. Ella le hizo una pequeña reverencia y se lanzó de cabeza al agua. Levantó un brazo y consiguió agarrar el remo. Se sostenía bien y movió las piernas para acercarse al barco. Después, el miedo le hizo aflojar su presa y el remo se escurrió de entre sus brazos. La joven golpeó el agua durante un momento interminable y finalmente se hundió.
No volvió a aparecer.
Buntaro se había quedado solo en el muelle y observaba las alternativas del combate. Llegaban nuevos refuerzos para los Grises desde el Sur, incluidos algunos caballeros, y comprendió que pronto el rompeolas se vería inundado por una oleada de hombres. Entonces volvió la espalda a la batalla y se dirigió al extremo del malecón. La galera estaba a setenta yardas, a salvo y esperando. Cuando llegó al final del espigón, Buntaro se despojó del casco, del arco y del carcaj, así como de la parte superior de su armadura, y los dejó al lado de las vainas de sus sables. Dejó los dos, el largo y el corto, en el suelo, en un lugar aparte. Después se desnudó hasta la cintura, recogió su equipo y lo arrojó al mar. Observó devotamente el sable largo y lo arrojó también con toda su fuerza.
Hizo una profunda reverencia en dirección a la galera, a Toranaga, que se dirigió inmediatamente al alcázar para ver mejor. Correspondió al saludo.
Buntaro se arrodilló, colocó delicadamente el sable corto delante de él (la luna arrancó destellos de la hoja) y permaneció inmóvil, casi como en oración, de cara a la galera.
—¿Qué diablos está esperando? —murmuró Blackthorne en el silencio sepulcral de la galera—. ¿Por qué no salta y nada hasta nosotros?
—Se está preparando para el harakiri.
Mariko estaba junto a él, sostenida por una joven.
—¡Jesús! ¿Estás bien, Mariko?
—Muy bien —dijo ella, casi sin escucharle, hosco el semblante, pero no por ello menos hermoso.
—Me alegro… —Y entonces comprendió de pronto lo que ella había dicho—. ¿Harakiri? ¿Se va a matar? ¿Por qué? Tiene tiempo sobrado para llegar aquí. Si no sabe nadar, allí, junto al muelle, hay un remo que lo sostendría fácilmente.
—Mi marido sabe nadar, Anjín-san —dijo ella—. Todos los oficiales del señor Toranaga deben aprender a nadar, es una orden. Pero él ha decidido no hacerlo.
—¡Dios mío! ¿Por qué?
—Quiere morir, Anjín-san.
—Pero, por el amor de Dios, si quiere morir, ¿por qué no va allí? —dijo Blackthorne, señalando el lugar del combate?—. ¿Por qué no ayuda a sus hombres? Si quiere morir, ¿por qué no muere matando, como un hombre?
Mariko, apoyada en la joven, no apartaba los ojos del muelle.
—Porque podrían capturarlo, y si nadase, podrían capturarlo también, y entonces el enemigo lo exhibiría al populacho, lo cubriría de vergüenza, le haría cosas terribles. Un samurai no puede ser capturado y seguir siendo samurai. Ser capturado por un enemigo es la peor deshonra. Por esto mi marido hace lo que debe hacer un hombre, un samurai. El samurai muere con dignidad. Porque, ¿qué es la vida para un samurai? Nada en absoluto. La vida es sufrimiento, ¿neh? Él tiene el derecho y el deber de morir con honor ante testigos.
—Un sacrificio estúpido —dijo Blackthorne entre dientes.
—Ten paciencia con nosotros, Anjín-san.
—¿Para qué? ¿Para escuchar más mentiras? ¿Por qué no confías en mí? Fingiste que te desmayabas, y ésta era la señal, ¿no? Te pregunté y me mentiste.
—Me lo ordenaron… para protegerte. Claro que confío en ti.
—Mentiste —dijo él sabiendo que no tenía razón, pero indignado por aquel estúpido desprecio de la vida y añorando sus propios hábitos—. Sois como bestias —añadió en inglés, sabiendo que no era verdad. Luego se alejó de allí.
—¿Qué ha dicho, Mariko-san? —preguntó la joven, que le pasaba la cabeza a Mariko y era robusta y de cara cuadrada.
Era Usagi Fujiko, sobrina de Mariko, y tenía diecinueve años.
Mariko se lo dijo.
—¡Qué hombre más horrible! ¿Cómo puedes soportar su compañía?
—Porque salvó el honor de nuestro señor. De no ser por su bravura, estoy segura de que el señor Toranaga habría sido capturado. Todos habríamos sido capturados.
Las dos mujeres se estremecieron.
—¡Que los dioses nos protejan de esta vergüenza! —Fujiko miró a Blackthorne, el cual estaba apoyado en la borda, a cierta distancia y mirando a tierra—. Parece un mono dorado y de ojos azules, una criatura para espantar a los niños, ¿neh?
Fujiko se estremeció y volvió a mirar a Buntaro. Al cabo de un momento, dijo:
—Envidio a tu marido, Mariko-san.
—Sí —dijo tristemente Mariko—. Pero lamento que no tenga un ayudante.
La costumbre quería que otro samurai asistiera siempre al harakiri para decapitar al suicida de un solo tajo cuando la agonía se hacía insoportable e imposible de dominar, avergonzando al hombre en el momento supremo de su vida. Sin un ayudante, pocos hombres podían morir sin vergüenza.
—Karma —dijo Fujiko.
—Sí, lo compadezco. Era lo único que temía, no tener un ayudante.
Los atacantes habían llegado al rompeolas. Cincuenta ronín-samurais de Toranaga, entre ellos varios a caballo, vinieron del norte en auxilio de los defensores. El ataque fue contenido y se ganó un poco de tiempo.
«¿Tiempo para qué? —se preguntó Blackthorne amargamente—. Toranaga está a salvo en el mar. Nos ha traicionado a todos.»
Volvió a sonar el tambor.
Los remos mordieron el agua. La proa se hundió y empezó a cortar las olas, y apareció una estela a popa.
Blackthorne se dirigió a proa para observar los arrecifes. Sólo Fujiko y el jefe de los remeros le vieron abandonar el alcázar. Entonces descubrió las embarcaciones que cerraban la entrada del puerto, a media legua de ellos. Eran barcas de pesca, pero estaban llenas de samurais.
—Estamos atrapados —dijo en voz alta comprendiendo que eran enemigos.
Un estremecimiento recorrió el barco. Todos los que contemplaban el combate habían desviado la mirada en otra dirección.
Blackthorne miró hacia atrás. Los Grises invadían poco a poco el rompeolas, mientras otros avanzaban de prisa por el espigón en busca de Buntaro. Pero cuatro jinetes Pardos venían del Norte galopando sobre la tierra batida con un quinto caballo, éste sin jinete, a remolque del primero. El primer caballero y la montura de reserva subieron las anchas gradas del espigón y reemprendieron el galope, mientras los otros tres se volvían contra los Grises que avanzaban. Buntaro miró también a su alrededor, pero permaneció arrodillado, y cuando el hombre se detuvo detrás de él, lo despidió con un ademán y, levantando el cuchillo con ambas manos, apuntó la hoja contra su cuerpo. Inmediatamente, Toranaga hizo bocina con las manos y gritó:
—¡Buntaro-san! ¡Ve con ellos! ¡Trata de escapar!
Buntaro lo oyó claramente. Vaciló, confuso, sin soltar el cuchillo. Volvió a sonar la orden, insistente, imperiosa.
Haciendo un esfuerzo, Buntaro renunció a la muerte y contempló fríamente la vida y la huida que le eran impuestas. El riesgo era grande.
«Lo mejor es morir aquí —se dijo—. ¿Acaso no lo sabe Toranaga? Aquí hay una muerte honrosa. Allí, una captura casi segura. ¿Adónde huir? Hay trescientos ri hasta Yedo. ¡Seguro que seremos capturados!»
Deseaba la muerte que lo libraría de toda su vergüenza, la vergüenza de su padre arrodillándose ante el estandarte de Toranaga cuando todos hubieran debido permanecer fieles a Yaemón, el heredero del Taiko, como habían jurado, la vergüenza de matar a tantos hombres que servían honorablemente la causa del Taiko contra el usurpador Toranaga, la vergüenza de su mujer, Mariko, y de su único hijo, mancillados para siempre, el hijo a causa de la madre y la madre a causa de su padre, el monstruoso asesino, Akechi Jinsai. Y la vergüenza de saber que a causa de ellos su nombre estaba deshonrado para siempre.
A pesar de todo, dejó el cuchillo y obedeció sumiéndose de nuevo en el abismo de la vida. Su señor feudal le había impuesto el último sufrimiento y había decidido impedir su intento de lograr la paz. ¿Qué podía hacer un samurai sino obedecer?
Saltó sobre la silla, golpeó con los talones los ijares del caballo y emprendió el galope con el otro samurai. Otros ronín de caballería salieron galopando de la oscuridad para proteger su huida y detener a los primeros Grises. Después, desaparecieron y unos pocos jinetes Grises continuaron la persecución.
Estallaron grandes carcajadas en todo el barco.
Toranaga golpeaba la borda con el puño, satisfecho. Yabú y los samurais reían desaforadamente. Incluso Mariko se reía.
—Un hombre ha escapado, pero, ¿qué me decís de todos los muertos? —gritó Blackthorne, furioso—. Mirad al muelle. Debe de haber trescientos o cuatrocientos cadáveres. ¡Miradlos, por el amor de Dios!
Pero su voz se perdió entre las carcajadas.
Entonces, el vigía de proa lanzó un grito de alarma. Y las risas se extinguieron.