CAPÍTULO XXIV

Caminaban apresuradamente por unos callejones desiertos dando un rodeo para llegar al puerto y a la galera. Eran diez: Toranaga, que iba en cabeza, Yabú, Mariko, Blackthorne y seis samurais. Los demás, al mando de Buntaro, seguían el itinerario previsto, con las literas y el equipaje. El cadáver de Asa iba en una de las literas. Blackthorne le había arrancado la saeta y Toranaga había visto, con asombro, cómo Anjín-san la acunaba en vez de dejarla morir a solas y dignamente, y cómo, al cesar la lucha, la colocaba delicadamente en la litera. Después le había sobrevenido la muerte, y Toranaga la había dejado allí como señuelo y había hecho colocar a uno de los heridos en la segunda litera también como señuelo.

De los cincuenta Pardos que componían su escolta, quince habían resultado muertos y once mortalmente heridos. Los once habían sido rápida y honorablemente enviados al Gran Vacío, tres por propia mano y los otros ocho con ayuda de Buntaro a petición suya. Cuarenta y ocho Grises yacían en el polvo.

Toranaga sabía que estaba peligrosamente indefenso, pero estaba contento. «Todo ha ido bien —pensó—, dadas las vicisitudes de la suerte. ¡Qué curiosa es la vida! De momento, pensé que era de mal augurio que el capitán hubiese visto el cambio de papeles entre Kiri y yo. Pero después, el capitán me salvó, se hizo perfectamente el loco y, gracias a él, pude escapar de Ishido.»

Había sido un buen plan, pues era evidente que Ishido había tratado de retenerlo en el castillo, aun a costa de sacrificar a dama Ochiba, su rehén en Yedo, y habría empleado cualquier medio para tenerlo bajo vigilancia hasta la reunión definitiva del Consejo de Regencia donde lo habrían acorralado, inculpado y eliminado.

—¡Pero no por esto dejarán de inculparte! —le había dicho Hiro-matsu—. Aunque logres escapar, los regentes te inculparán a espaldas tuyas con más facilidad que si tienen que hacerlo cara a cara. Y tendrás que hacerte el harakiri cuando ellos lo ordenen, como lo ordenarán sin duda.

—Sí —había dicho Toranaga—. Como presidente del Consejo de Regencia, tengo que hacerlo si los cuatro votan contra mí. Pero aquí está —y se había sacado un rollo de pergamino de la manga— mi renuncia formal al cargo de regente. Se lo entregarás a Ishido cuando se entere de mi fuga.

—¿Qué?

—Si dimito no estaré atado por mi juramento como regente. ¿Neh? El Taiko no me prohibió dimitir, ¿neh? Dale también esto a Ishido —había añadido, entregando a Hiro-matsu el sello oficial de su cargo de presidente.

—Pero te encontrarás completamente aislado. ¡Será tu ruina!

—Te equivocas. El Taiko estableció en su testamento un consejo de cinco regentes del reino. Ahora son cuatro. Legalmente, para ejercer el mandato del emperador, tienen que elegir un nuevo miembro, el quinto, ¿neh? Para ello, Ishido, Kiyama, Onoshi y Sugiyama tienen que ponerse de acuerdo, ¿neh? Ahora bien, viejo camarada, ¿con quién aceptarían estos enemigos compartir el poder supremo? Mientras discutan, no habrá decisiones y…

—Como nos estamos preparando para la guerra y ya no te atará ningún juramento podrás arrojar unas gotas de miel aquí y unas gotas de hiel allá, y esos infectos escarabajos peloteros se devorarán entre ellos —dijo Hiro-matsu de una tirada—. ¡Ah, Yoshi Toranaga-noh-Mono-wara, eres el más grande de los hombres!

«Sí, es un buen plan —pensó Toranaga—. Todos han representado bien sus papeles: Hiro-matsu, Kiri y mi adorable Sazuko. Pero temo que no les dejarán marchar y sentiré perderlos.»

Cruzaron otra calle desierta y bajaron por un pasaje. Sabía que la voz de alarma llegaría pronto a Ishido y empezaría la caza.

Pero se dijo que había tiempo de sobra.

«Sí, es un buen plan. Pero no preví la emboscada. Esto me cuesta tres días de tranquilidad. Kiri estaba segura de que podría mantener el engaño durante tres días. Pero ahora se ha descubierto el secreto y no podré subir a bordo y hacerme a la mar. ¿Contra quién iba dirigida la emboscada? ¿Contra mí o contra el capitán? Contra él, sin duda alguna. Pero, ¿no dirigieron las flechas contra las dos literas? Sí, pero los arqueros estaban muy lejos y no podían ver bien y lo más seguro era matar a los dos pasajeros, por si acaso ¿Quién ordenó el ataque? ¿Kiyama u Onoshi? ¿O los portugueses? ¿O los padres cristianos?»

Toranaga se volvió a mirar al capitán. Vio que no flaqueaba, como tampoco la mujer que caminaba a su lado, aunque ambos estaban cansados. «Esta noche ha sido la segunda vez que he estado a punto de morir —pensó—. El Taiko me dijo muchas veces: “Mientras viva el castillo de Osaka, mi estirpe no morirá, y tu epitafio, Toranaga Minowara, será escrito en sus murallas. ¡Osaka será causa de tu muerte, mi fiel vasallo!”».

Con un esfuerzo, Toranaga apartó la mirada del castillo, dobló otra esquina y se metió en un laberinto de callejas. Por fin se detuvo ante una puerta destartalada. Había un pez dibujado en la madera. Llamó, de acuerdo con una señal convenida. La puerta se abrió inmediatamente, y un tosco samurai se inclinó.

—¿Señor?

—Llama a tus hombres y sígueme.

El samurai no llevaba el quimono pardo de ordenanza, sino los harapos propios de un ronín, pero era uno de los soldados secretos especiales que Toranaga había introducido en Osaka para un caso de emergencia. Quince hombres, vestidos de una manera parecida e igualmente bien armados, lo siguieron, mientras otros iban a dar la alarma a otros cuadros secretos. Muy pronto estuvo Toranaga rodeado de cincuenta soldados. Otro centenar le cubrían los flancos, y otro millar estaría a punto al amanecer si los necesitaba. Tranquilizado, aflojó el paso, adviniendo que el capitán y la mujer se fatigaban demasiado. Los necesitaba fuertes.

Toranaga se detuvo a la sombra del almacén y observó la galera, el espigón y el muelle. Yabú y un samurai estaban a su lado. Los otros se habían agrupado a unos cien pasos atrás, en el callejón.

Un destacamento de cien Grises esperaba cerca de la pasarela de la galera, a unos cientos de pasos de distancia, en una amplia extensión de tierra batida que hacía imposible toda sorpresa. La galera estaba atracada de lado en el espigón de piedra que se adentraba cien yardas en el mar. Los remos estaban perfectamente armados, y Toranaga pudo ver claramente a muchos marineros y guerreros sobre la cubierta.

—¿Son nuestros o de ellos? —preguntó en voz baja.

—Demasiado lejos para estar seguros —respondió Yabú.

La marea estaba alta. Más allá de la galera, iban y venían las barcas de pesca, con linternas a modo de luces de posición y para pescar. Al Norte, y a lo largo de la playa, había hileras de embarcaciones de pesca varadas, de diferentes tamaños. Y a unos quinientos pasos al Sur, atracada en otro espigón de piedra, estaba la fragata portuguesa, la Santa Teresa. Alumbrados por antorchas, grupos de cargadores embarcaban fardos y barriles. Otra numerosa compañía de Grises patrullaba cerca de ellos.

—Con tu permiso, señor, yo atacaría en seguida —murmuró el samurai.

—No lo creo aconsejable —dijo Yabú—. No sabemos si los nuestros están a bordo. Y puede que haya mil hombres ocultos en los alrededores. Esos tipos —y señaló a los Grises que estaban cerca del barco portugués— darían la voz de alarma. No podríamos subir al barco y hacernos a la mar antes de que nos copasen. Necesitaríamos el décuplo de los hombres que tenemos.

—El general señor Ishido sabrá pronto lo ocurrido —dijo el samurai—. Entonces, toda Osaka bullirá de enemigos, más numerosos que las moscas en un campo de batalla. Tengo quinientos cincuenta hombres, contando los de los flancos. Serán bastantes.

—No, si queremos asegurarnos. No, si nuestros marineros no empuñan ya los remos. Es mejor hacer una maniobra de diversión que atraiga a los Grises y a todos los que están ocultos. Y también a ésos —añadió Yabú, señalando a los que estaban junto a la fragata.

—¿Qué clase de diversión? —preguntó Toranaga.

—Incendiar la calle.

—¡Es imposible! —protestó el samurai, aterrado.

El incendio provocado era un delito que se castigaba con la muerte en la hoguera del culpable y de toda su familia. Esta pena era la más severa de la Ley porque el fuego era la mayor calamidad para cualquier ciudad, pueblo o aldea del Imperio. A excepción de las tejas de algunas cubiertas, la madera y el papel eran los únicos materiales de construcción.

—¡No podemos incendiar la calle! —dijo.

—¿Qué es más importante? —le preguntó Yabú—. ¿La destrucción de unas pocas calles o la vida de nuestro señor?

—El fuego se extenderá, Yabú-san. Podemos incendiar Osaka. Hay un millón de personas en la ciudad… o tal vez más.

—¿Respondes con esto a mi pregunta?

El samurai palideció y se volvió a Toranaga.

—Haré lo que tú digas, señor. ¿Es esto lo que quieres?

Toranaga había observado el viento. Era suave y no propagaría el incendio. Tal vez. Pero una hoguera podía convertirse fácilmente en un monstruo que devorase toda la ciudad. Menos el castillo. ¡Ah! ¡Si hubiese de arder el castillo, no vacilaría un solo instante!

Giró sobre sus talones y volvió junto a los otros.

—Mariko-san, ve a la galera con el capitán y nuestros seis samurais. Finge un estado casi de pánico. Diles a los Grises que ha habido una emboscada, por bandidos o ronín, no estás segura. Diles dónde ocurrió y que el capitán de los Grises de nuestra escolta te envió a pedir ayuda, que la batalla está en curso y crees que Kiritsubo está muerta o herida…, y que se den prisa por lo que más quieran. Si te muestras convincente, esto sacará de aquí a la mayoría de ellos.

—Comprendo perfectamente, señor.

—Entonces, hagan lo que hagan, sube a bordo con el capitán. Si nuestros marineros están allí y hay seguridad en el barco, vuelve a la pasarela y finge desmayarte. —Toranaga miró a Blackthorne—. Dile lo que vas a hacer, pero no que vas a desmayarte.

Se volvió a dar órdenes a sus otros hombres e instrucciones especiales a los seis samurais. Cuando hubo terminado, Yabú lo llevó aparte.

—¿Por qué enviar al bárbaro? ¿No sería más seguro dejarlo aquí? Quiero decir más seguro para ti.

—Más seguro para él, Yabú-san, no para mí. Es un señuelo útil.

—¿Señor?

—Di, Mariko-san.

—Lo siento, pero Anjín-san pregunta qué pasará si el barco ha sido ocupado por el enemigo.

—Dile que si no se siente con fuerzas puede quedarse.

Blackthorne dominó su genio al traducirle ella lo que había dicho Toranaga.

—Dile al señor Toranaga que su plan es malo para ti, que deberías quedarte aquí. Si todo está bien, puedo hacerle una señal.

—No puedo hacerlo, Anjín-san, porque no es lo que ha ordenado mi señor —dijo Mariko, con firmeza—. Cualquier plan suyo tiene que ser por fuerza bueno.

Blackthorne comprendió que de nada le serviría discutir. La había visto, durante la emboscada, con un sable que era casi tan largo como ella, resuelta a luchar hasta morir por Toranaga.

—¿Dónde aprendiste a manejar el sable? —Le había preguntado mientras se dirigían al muelle.

—Debes saber que todas las damas samurais aprenden, desde pequeñas, a manejar un cuchillo para defender su honor y el de sus señores —le había dicho ella con naturalidad mostrándole el estilete que llevaba oculto en el obi—. Pero algunas, no muchas, aprendimos también a usar el sable y la lanza, Anjín-san. Desde luego, hay mujeres más aguerridas que otras, que gustan de ir a la guerra con sus maridos o sus padres. Mi madre era una de éstas.

—De no haber sido porque el capitán de los Grises se interpuso, la primera flecha te habría atravesado —había dicho él.

—Te habría atravesado a ti, Anjín-san —le había corregido ella con gran seguridad—. Pero me salvaste la vida al arrastrarme a un lugar seguro.

Ahora, al mirarla, comprendió que sentiría mucho que le ocurriese algo.

—Deja que vaya yo con el samurai, Mariko-san. Tú quédate, por favor.

—No es posible, Anjín-san.

—Entonces, quiero un cuchillo. Y mejor si son dos.

Ella transmitió la petición a Toranaga, el cual asintió. Blackthorne introdujo un cuchillo debajo del cinto, dentro del quimono. El otro lo sujetó, con el puño hacia abajo, en la cara interna de su antebrazo, con una tira de seda que arrancó del dobladillo del quimono.

—Mi señor pregunta si todos los ingleses lleváis cuchillos ocultos en la manga.

—No. Pero sí la mayoría de los marineros.

—Nosotros no solemos hacerlo, y tampoco los portugueses —dijo ella.

—El mejor sitio para un cuchillo de repuesto es la bota. Con él se puede hacer mucho daño, y de prisa. En caso necesario.

Ella tradujo esto y Blackthorne advirtió las miradas atentas de Toranaga y de Yabú, y comprendió que no les gustaba verlo armado. «Bueno —pensó—. Tal vez no me los quiten.»

Volvió a interrogarse sobre Toranaga. Liquidada la emboscada y muertos los Grises, Toranaga, por medio de Mariko, le había dado las gracias delante de todos los Pardos por su «lealtad». Nada más: ni promesas, ni pactos, ni recompensas. Pero Blackthorne pensó que todo esto vendría más tarde. El viejo monje le había dicho que la lealtad era lo único que ellos recompensaban.

—Debemos convenir una señal para indicar si el barco es o no es lugar seguro —dijo a Mariko.

Ella tradujo de nuevo, esta vez cándidamente.

—El señor Toranaga dice que uno de nuestros soldados se encargará de esto.

—No considero digno enviar a una mujer a hacer el trabajo de un hombre.

—Ten paciencia con nosotros, Anjín-san. No hay diferencia entre los hombres y las mujeres. Las mujeres somos iguales que los samurais. Y para este plan, una mujer puede servir más que un hombre.

Toranaga le dijo unas breves palabras.

—¿Listo, Anjín-san?

—El plan es pésimo y peligroso, y ya estoy harto de hacer el papel de animal para el sacrificio. Pero vamos allá.

Ella rió, hizo una reverencia a Toranaga y echó a correr. Blackthorne y los seis samurais corrieron detrás de ella.

Los Grises los vieron aparecer, avanzaron a su encuentro y los rodearon. Mariko habló febrilmente con los samurais y los Grises. Blackthorne contribuyó con una jadeante mezcla de portugués, inglés y holandés, haciéndoles señas para que se dieran prisa, y después se dirigió tambaleándose a la pasarela y se apoyó en ella. Procuró mirar al interior del barco, pero no pudo sacar nada en claro porque se asomaban a la borda demasiadas cabezas.

Mariko apremiaba frenéticamente al jefe de los Grises. El oficial se acercó al barco y gritó una orden. Inmediatamente, más de cien samurais, todos Grises, empezaron a bajar del barco. Envió a varios hacia el norte, para recibir a los heridos y auxiliarles en caso necesario. Despachó otro a pedir ayuda a los Grises que estaban cerca de la galera portuguesa y, dejando a otros diez de guardia en la pasarela, se dirigió al frente de los restantes a una calle que conducía directamente a la ciudad.

Haciendo un gran esfuerzo, Blackthorne se agarró a las cuerdas de la pasarela y subió a bordo. Mariko lo siguió. Dos Pardos subieron detrás de ella.

Los marineros que se apretujaban en la borda de babor les abrieron paso. Cuatro Grises montaban guardia en el alcázar, y había otros dos en el castillo de popa. Todos iban armados con arcos y flechas.

Mariko preguntó a uno de los marineros. El hombre le respondió amablemente.

—Todos son marineros enrolados para llevar a Kiritsubo-san a Yedo —dijo ella a Blackthorne.

—Pregúntale…

Blackthorne se interrumpió al reconocer al pequeño y robusto piloto al que había nombrado capitán de remeros de la galera después del temporal.

Konbanwa (buenas noches), Capitán-san.

Konbanwa, Anjín-san. Watashi iyé Capitán-san ima —respondió el piloto moviendo la cabeza. Señaló a un marinero bajito y de tiesa coleta gris, plantado en el alcázar—. Imasu Capitán-san.

¡Ah! ¿So desu? ¡Halloa, Capitán-san! —gritó Blackthorne, haciendo una reverencia. Y, bajando la voz—: Mariko-san, averigua si hay Grises abajo.

Antes de que ella pudiera contestar, el capitán devolvió el saludo a Blackthorne y le gritó algo al piloto. Éste asintió con la cabeza y le respondió prolijamente. Algunos de los marineros confirmaron lo que decía. El capitán y todos los de a bordo estaban muy impresionados.

¡Ah, so desu, Anjín-san! —Y el capitán gritó—: ¡Keirei! (¡Saludad!)

Y todos los que estaban a bordo, salvo los samurais, se inclinaron, saludando a Blackthorne.

—Ese piloto —dijo Mariko— ha dicho al capitán que tú salvaste el barco durante la tormenta, Anjín-san. No nos habías dicho nada sobre esta tormenta.

—Había muy poco que contar. Fue una tormenta como otra cualquiera. Por favor, dale las gracias al capitán y dile que me siento feliz de estar de nuevo a bordo. Pregúntale si están listos para zarpar en cuanto lleguen los otros. —Y añadió en voz baja—: Averigua si hay más Grises abajo.

Ella hizo lo que él le pedía.

—Te da las gracias, Anjín-san, por la vida de su barco, y dice que están listos. —Y, bajando la voz—: En cuanto a lo otro, no lo sabe.

Blackthorne miró a tierra. No había señales de Buntaro, ni de la columna enviada hacia el norte. El samurai que corría en dirección al Santa Teresa estaba a unas cien yardas de su punto de destino, y aún no lo habían visto.

—Ese hombre llegará de un momento a otro —dijo mirando la fragata.

—¿Qué hombre?

Él se lo dijo y añadió, en latín:

—Está a unos cincuenta pasos de distancia. Ahora lo han visto. Necesitamos ayuda inmediata. ¿Quién va a dar la señal? Hay que hacerlo rápidamente.

—¿Hay señales de mi marido? —preguntó ella, en portugués.

Él movió la cabeza.

«Sesenta Grises se interponen entre mi señor y su salvación —se dijo ella—. ¡Virgen Santa, protégelo!»

Después, encomendándose a Dios, temerosa de tomar la decisión equivocada, se acercó tambaleándose a la pasarela y fingió que le daba un desmayo.

Esto pilló desprevenido a Blackthorne. Vio que la cabeza de ella golpeaba fuertemente una tabla. Los marineros se agruparon a su alrededor y también acudieron los Grises que estaban en cubierta y en el muelle, mientras él corría hacia Mariko. La levantó y, pasando entre los hombres, la llevó al alcázar.

—Traed un poco de agua… Agua, ¿hai?

Los marineros le miraron sin comprender. Buscó desesperadamente en su memoria la palabra japonesa. El viejo fraile se la había dicho cincuenta veces. ¡Dios mío! ¿Cuál es?

—¡Oh…! Mizu, mizu, ¿bai?

¡Ah, mizu! Hai, Anjín-san.

Un hombre echó a correr. De pronto, sonó un grito de alarma.

En tierra, treinta samurais de Toranaga, disfrazados de ronín, salían del callejón. Los Grises del muelle se volvieron en la pasarela. Los del alcázar y el castillo de popa se abalanzaron para ver mejor. De pronto, sonó una voz de mando. Los arqueros armaron arcos. Todos los samurais desenvainaron sus sables.

—¡Bandidos! —gritó uno de los Pardos, según lo convenido.

Inmediatamente, los dos Pardos que estaban en cubierta se separaron, yendo uno a proa y el otro a popa. Los cuatro del muelle se dispersaron, mezclándose con los Grises que esperaban.

Los samurais-ronín de Toranaga atacaron. Una flecha se clavó en el pecho de un hombre, que cayó pesadamente al suelo. Inmediatamente, el Pardo de la proa mató al arquero Gris y atacó al otro, pero éste fue más rápido y sus sables se cruzaron mientras el Gris gritaba: «¡Traición!» a los demás. El Pardo de la popa había mutilado a uno de los Grises, pero los otros tres lo liquidaron rápidamente y corrieron a la pasarela mientras se dispersaban los marineros. En el muelle se había empeñado una lucha a muerte entre los samurais. El jefe de los Grises de a bordo, un hombre corpulento y de barba hirsuta, se plantó delante de Blackthorne y Mariko.

—¡Muerte a los traidores! —rugió, y con un grito de guerra se lanzó al ataque.

Blackthorne sacó su cuchillo y lo lanzó. Se clavó en el cuello del samurai. Los otros dos Grises le atacaron, enarbolando los sables. Él había sacado su segundo cuchillo y se mantenía firme junto a Mariko sin atreverse a abandonarla. Por el rabillo del ojo vio que la lucha en la pasarela estaba a punto de terminar con éxito. Sólo tres Grises impedían que el barco fuese invadido. Si podía aguantar menos de un minuto, él y Mariko se habrían salvado.

—¡Matad a los bastardos!

Sintió, más que vio, el sable que buscaba su cuello y dio un salto atrás para evitarlo. Uno de los Grises lo atacó mientras el otro se detenía junto a Mariko con el sable en alto. En el mismo instante, vio que Mariko volvía en sí. Se arrojó a las piernas del descuidado samurai, haciéndole caer sobre la cubierta. Después, pasando sobre el cuerpo del Gris muerto, le arrancó el sable y se arrojó contra el otro profiriendo un grito. El Gris se había puesto en pie y aullando de rabia la atacó. Ella retrocedió y luchó con bravura, pero Blackthorne comprendió que estaba perdida, pues aquel hombre era demasiado vigoroso. Blackthorne esquivó otro golpe mortal de su enemigo, lo derribó de una patada y lanzó su cuchillo contra el rival de Mariko. Se clavó en la espalda de éste haciéndole errar el golpe, y Blackthorne se encontró desarmado en el alcázar, con un Gris subiendo la escalera detrás de él. Saltó para arrojarse por la borda, pero resbaló sobre la cubierta mojada de sangre.

Mariko, pálida como la cera, contemplaba fijamente al samurai que todavía la tenía acorralada, tambaleándose sobre los pies y resistiéndose a morir. En aquel momento, los ronín-samurais llegaron a lo alto de la pasarela, saltando sobre los Grises muertos, y uno de ellos derribó al atacante de Mariko mientras otro lanzaba una flecha contra el alcázar.

La flecha se clavó en la espalda del Gris haciéndole perder el equilibrio y su sable pasó junto a Blackthorne y se hundió en la borda. Blackthorne trató de escabullirse, pero el hombre lo agarró, lo derribó y trató de arañarle los ojos. Otra flecha hirió al segundo Gris en un hombro y una tercera le hizo girar sobre sus pies. Brotó sangre de su boca y, ahogándose y desorbitado, cayó sobre Blackthorne en el momento en que llegaba otro Gris, dispuesto a matarlo con un cuchillo corto. Fue a descargar el golpe contra el indefenso Blackthorne, pero una mano amiga le sujetó el brazo y su cabeza se separó inmediatamente del cuello y surgió un surtidor de sangre. Los dos cadáveres fueron apartados a un lado y alguien ayudó a Blackthorne a ponerse de pie. Mientras se enjugaba la sangre de la cara, vio confusamente que Mariko estaba tumbada sobre la cubierta, rodeada de varios ronín-samurai. Se desprendió de sus salvadores y avanzó tambaleándose hacia ella, pero sus rodillas flaquearon y cayó al suelo.