—¡Anjín-san! ¡Anjín-san!
Semiconsciente, dejó que Mariko lo ayudara a beber un poco de saké. La columna se había detenido. Los Pardos rodeaban apresuradamente la litera cerrada, precedidos y seguidos por los grises que los escoltaban. Buntaro había gritado algo a una de las doncellas, que inmediatamente sacó un frasco de una de las cajas del equipaje. Después, corrió hacia Mariko.
—¿Está bien Anjín-san?
—Sí, creo que sí —respondió Mariko.
Yabú se unió a ellos y, tratando de alejar al capitán de los Grises, dijo con naturalidad:
—Podemos seguir, capitán. Dejaremos aquí unos cuantos hombres. Cuando el bárbaro se haya recobrado, nos seguirán.
—Con tu permiso, Yabú-san, esperaremos. Tengo que depositaros sanos y salvos en la galera.
Todos miraron a Blackthorne, que se atragantaba un poco con el licor.
—Gracias —dijo—. ¿Estamos a salvo? ¿Quién más sabe que…?
—¡Estás a salvo! —le interrumpió ella, deliberadamente—. Tuviste una especie de ataque. Mira a tu alrededor… Y te convencerás de que estás a salvo.
Blackthorne hizo lo que ella le mandaba. Vio al capitán y a los Grises y comprendió. Con la ayuda del vino, recobró rápidamente las fuerzas.
—Lo siento, señora. Creo que fue un ataque de pánico. Sin duda me hago viejo. Hablar en portugués es muy cansado, ¿no? —pasó al latín—. ¿Puedes entenderme?
—Claro que sí.
—¿Es «más fácil» esta lengua?
—Tal vez —dijo ella, aliviada al ver que había comprendido la necesidad de obrar con cautela, pues eran muy pocos los japoneses que entendían el latín—. Aunque las dos lenguas son difíciles y tienen sus peligros.
—¿Quién más conocía los «peligros»?
—Mi marido y el que nos dirige.
—¿Estás segura?
—Así parecieron indicarlo los dos.
El capitán de los Grises rebulló inquieto y dijo algo a Mariko.
—Me ha preguntado si todavía eres peligroso y si tiene que atarte las manos y los pies. Le he dicho que no. Ya estás curado de tu ataque.
—Sí —dijo él volviendo a hablar en portugués—. Los tengo a menudo. Y si me golpean la cara, me pongo furioso. Lo siento.
Vio que el capitán miraba fijamente sus labios, y pensó: «Te he pillado, bastardo. Apuesto a que entiendes el portugués.»
La doncella Sonó arrimó la cabeza a la cortina, escuchó y se acercó a Mariko.
—Perdona, Mariko-sama, pero mi señora pregunta si el loco está en condiciones de continuar. Y te pide que le cedas tu litera, pues debemos apresurarnos a causa de la marea.
Mariko se lo tradujo a Blackthorne.
—Sí, estoy bien —dijo él, y se levantó tambaleándose.
Yabú dio una orden.
—Yabú-san dice que debes ir en la litera. —Mariko sonrió al protestar él—. En realidad, soy muy fuerte y no debes preocuparte. Caminaré a tu lado, para que podamos hablar si lo deseas.
Lo ayudaron a subir a la litera y se pusieron en marcha inmediatamente. Él esperó que el capitán de los Grises se hubiese alejado, y murmuró en latín:
—Ese centurión comprende la otra lengua.
—Sí, y creo que también entiende un poco el latín —susurró ella. Caminó unos momentos y añadió—: Eres valiente. Te doy las gracias por haberle salvado.
—Tu valentía es aún mayor.
—No. El Señor Dios me puso en el sendero para que pudiese ser un poco útil. De nuevo te doy las gracias.
De noche, la ciudad era un país de hadas. Las casas ricas tenían muchos farolillos de colores en las puertas y en los jardines, y los hijos aparecían deliciosamente traslúcidos. Incluso las casas pobres parecían lindas a causa de los shijos. Y estaban iluminadas las calles por donde transitaban los peatones, las kagas y los samurais a caballo.
—Las casas se alumbran con lámparas de aceite o con velas —le explicó Mariko—, pero al llegar la noche casi todo el mundo se va a dormir.
—Lo mismo que en mi país. ¿Cómo cocináis vosotros? ¿En un fogón de leña?
—Empleamos un brasero de carbón. Pero no hacemos guisos como vosotros, y por esto nuestra cocina es más sencilla. Sólo arroz y un poco de pescado casi siempre crudo, o tostado sobre carbón, con una salsa picante y verduras en adobo. A veces, tomamos un poco de sopa. Pero nada de carne. Somos un pueblo frugal. Tenemos que serlo, porque sólo una pequeña parte de nuestro suelo, tal vez una quinta parte, es cultivable…, y somos muchos.
—Eres valiente. Gracias. Si no volaron las flechas fue gracias al escudo de tu espalda.
—No, capitán de barco. Fue por voluntad de Dios.
—Eres valiente y eres hermosa.
«Nadie me había llamado hermosa antes de ahora», pensó.
—No soy valiente ni soy hermosa —replicó—. Los sables son hermosos. El honor es hermoso.
—Y el valor es hermoso y tú lo tienes en abundancia.
Mariko no respondió. Recordaba aquella mañana y todas las malas palabras y todos los malos pensamientos. ¿Cómo podía ser un hombre tan bravo y tan estúpido, tan amable y tan cruel, tan atractivo y tan detestable, todo al mismo tiempo?
«Pero sé prudente, Mariko —se dijo—. Piensa en Toranaga y no en ese extranjero.»
—Sí —repuso—. El valor es hermoso, y a ti te sobra. —Después, volvió al portugués—. El latín me fatiga.
—¿Lo aprendiste en la escuela?
—No, Anjín-san. Fue más tarde. Después de casarme, viví mucho tiempo en el lejano Norte. Estaba sola. No había más que criados y lugareños, y los únicos libros que tenía eran en portugués y en latín. Algunas gramáticas, algunos libros religiosos y una Biblia. Aprendiendo lenguas pasaba bien el rato y tenía la mente ocupada. Tuve mucha suerte.
—¿Dónde estaba tu marido?
—En la guerra.
—¿Cuánto tiempo estuviste sola?
—Tenemos un dicho según el cual no tiene el tiempo una sola medida, sino que puede ser como la escarcha o como el relámpago, como una lágrima, un asedio, una tormenta o una puesta de sol, o incluso como una roca.
—Es un sabio proverbio. Tu portugués es muy bueno, señora. Y tu latín, mejor que el mío.
—¡Tienes la lengua de miel, Anjín-san!
—¡Es honto!
—Honto es una bella palabra. La honto es que, un día, un padre cristiano llegó al pueblo. Éramos como dos almas perdidas. Él permaneció cuatro años allí y me ayudó muchísimo. Me alegro de poder hablar bien —dijo sin vanidad—. Mi padre quería que aprendiese lenguas.
—¿Por qué?
—Pensaba que debíamos conocer al diablo con quien teníamos que tratar.
—Era un hombre prudente.
—No. No lo era.
—¿Por qué?
—Un día te contaré la historia. Es muy triste.
—¿Por qué estuviste sola durante un tiempo que fue como una roca?
—Mi marido me despidió. Mi presencia lo había ofendido. Tenía perfecto derecho a hacerlo. Y me honró al no divorciarse de mí. Después me honró aún más al aceptarme de nuevo con mi hijo… Mi hijo tiene ahora quince años. En realidad, soy vieja.
—No te creo, señora.
—Es honto.
—¿Qué edad tenías cuando te casaste?
—Soy vieja, Anjín-san. Muy vieja.
—Nosotros también tenemos un dicho. La edad es como la escarcha o un asedio o una puesta de sol, e incluso, a veces, como una roca.
Ella se echó a reír, y él se sintió hechizado y pensó que todo era gracioso en aquella mujer.
—A ti, venerable señora, te sienta magníficamente la vejez.
—Para una mujer, la vejez nunca es bella, Anjín-san.
—Tú eres tan inteligente como hermosa.
«Nadie me había llamado hermosa antes de ahora —volvió a pensar ella—. ¡Ojalá fuera verdad!»
—Aquí no es prudente fijarse en la mujer de otro hombre —dijo—. Nuestras costumbres son muy severas. Por ejemplo, si una mujer casada es encontrada a solas con un hombre en una habitación que tenga la puerta cerrada, aunque no hagan más que hablar, la ley autoriza a su marido, a su hermano o a su padre a matarla en el acto. Si la joven es soltera, su padre puede hacer de ella lo que quiera.
—Esto no es justo ni civilizado —dijo él, e inmediatamente lamentó haberlo dicho.
—Nosotros creemos que somos muy civilizados, Anjín-san —Mariko se alegró ahora del nuevo insulto, pues había roto el encanto y deshecho la intimidad—. Nuestras leyes son muy sabias. Hay demasiadas mujeres libres y sin compromiso para que un hombre tenga que coger la que pertenece a otro. Hay un sitio para el hombre y un sitio para la mujer. El hombre puede tener una esposa oficial, aunque puede, desde luego, tener muchas consortes. Pero, por lo que me han contado, la mujer tiene aquí mucha más libertad que en Portugal o en España. Podemos ir libremente adonde nos plazca y cuando nos plazca. Si queremos, podemos divorciarnos de nuestros maridos. En primer lugar, podemos negarnos a casarnos. Somos dueñas de nuestro caudal y de nuestros bienes, de nuestro cuerpo y de nuestra alma. Si lo deseamos, podemos tener un poder enorme. En tu casa, ¿quién administra el caudal, el dinero?
—Yo, naturalmente.
—Aquí, la esposa cuida de todo. El dinero no significa nada para un samurai. Yo administro los negocios de mi marido. Él toma las decisiones. Yo cumplo sus deseos y pago las facturas. Esto le deja en libertad para dedicarse únicamente a cumplir su deber con su señor. No, Anjín-san, no debes hacer críticas prematuras.
—No he pretendido criticar, señora. Pero nosotros creemos en la santidad de la vida, creemos que sólo el tribunal de la reina puede condenar a muerte.
—Pero, ¿no has dicho que esto no es justo ni civilizado?
—Sí.
—¿Y no es esto una crítica? Debes recordar que nuestra civilización y nuestra cultura tienen miles de años de antigüedad. ¿Cuántos tiene la vuestra?
—Pocos, señora.
—Nuestro Emperador, Go-Nijo, hace el número ciento siete de una dinastía ininterrumpida que se remonta a Jimmu-tenno, el primer mortal, descendiente de cinco generaciones de espíritus terrestres, precedidas de las siete generaciones de espíritus celestes, procedentes de Kino-toko-tachi-noh-Mikoto, el primer espíritu, que apareció cuando la Tierra fue separada de los cielos. ¿Cuántas generaciones de reyes han gobernado tu país?
—Nuestra reina es la tercera de la línea Tudor. Pero ya es vieja y no tiene hijos, y será la última de su estirpe.
—Son ciento siete generaciones, Anjín-san, que se remontan a la divinidad —repitió ella con orgullo.
—Si crees esto, señora, ¿cómo puedes ser también católica?
Ella frunció el ceño y después se encogió de hombros.
—Sólo hace diez años que soy cristiana, y aunque creo en el Dios cristiano, en el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, con todo mi corazón, nuestro Emperador desciende directamente de los dioses o de Dios. Es divino. Hay muchas cosas que no puedo explicar ni comprender. Pero la divinidad de mi Emperador es indiscutible. Sí, soy cristiana, pero ante todo soy japonesa.
Él la había observado, pasmado por lo que decía. ¿Ciento siete generaciones? ¡Imposible! ¿La muerte en el acto sólo por estar inocentemente con un hombre en una habitación cerrada? ¡Esto era barbarie, una descarada invitación al asesinato! ¡Fomentaban y admiraban el asesinato! ¿No lo había dicho así Rodrigues? ¿No había sido un asesinato lo que hizo Omi-san con aquel lugareño?
«¡Dios mío!, hace días que no pienso en Omi-san —se dijo—. Olvídalo, escucha, ten paciencia, hazle preguntas, pues ella te dará los medios para obligar a Toranaga a aceptar tu plan. Ahora, Toranaga está en deuda contigo. Le has salvado la vida y él lo sabe y todos lo saben.»
La columna cruzaba la ciudad en dirección al mar. Vio a Yabú, que marcaba el paso y, por un momento, los gritos de Pieterzoon resonaron en su cabeza.
—Cada cosa a su tiempo —se dijo.
—Sí —siguió diciendo Mariko—. Debe de ser muy difícil para ti. Nuestro mundo es muy distinto del tuyo. —¿Cómo explicarle al bárbaro nuestro modo de ser? ¿Cómo encomiarle por su bravura? Toranaga le había ordenado que lo hiciese. Pero, ¿cómo?—. Permite que te cuente una historia, Anjín-san. Cuando yo era joven, mi padre era general de un daimío llamado Goroda. En aquellos tiempos, el señor Goroda no era aún el gran Dictador. Mi padre invitó a Goroda y a sus principales vasallos a un banquete. Ni se le ocurrió pensar que no había dinero para comprar la comida y el saké y la vajilla y las demás cosas requeridas por tan importante visita. Y no es que mi madre fuese mala administradora, sino todo lo contrario. Gracias a su sentido del ahorro, mi padre pudo llevar cinco mil trescientos guerreros al combate en vez de los cuatro mil que oficialmente le correspondían. Pero la familia teníamos apenas lo necesario para comer.
»No había dinero para la fiesta. En vista de ello, mi madre se dirigió a los peluqueros de Kyoto y les vendió su cabellera. Recuerdo que era negra como la noche y que le llegaba más abajo de la cintura. Pero la vendió. Los peluqueros se la cortaron aquel mismo día y le dieron una peluca barata, y ella compró todo lo necesario y salvó el honor de mi padre. Debía pagar las facturas y las pagó. Cumplió su deber. Para nosotros, el deber es lo más importante.
—¿Y qué dijo tu padre, al enterarse?
—¿Qué podía decir, sino darle las gracias? Ella tenía el deber de encontrar el dinero, de salvar su honor.
—Debía amarlo mucho.
—El amor es una palabra cristiana, Anjín-san. Nosotros no tenemos una palabra para el «amor» tal como vosotros lo entendéis. Deber, lealtad, honor, respeto, deseo: tenemos esas palabras, y nos bastan.
Lo miró a pesar suyo, y recordó el momento en que había salvado a Toranaga, a su marido. «No olvides que ambos estaban perdidos, que estaría ahora muerto de no haber sido por este hombre.» Se aseguró de que no hubiese nadie cerca de ellos.
—¿Por qué has hecho lo que has hecho?
—No lo sé. Tal vez porque…
Se interrumpió. ¡Habría podido decir tantas cosas…! Pero se limitó a responder, en latín:
—Porque Él dijo: Dad al César lo que es del César.
—Sí —repuso ella en la misma lengua—. Sí, esto es lo que yo quería decir. Al César lo suyo, y a Dios lo suyo. Así pensamos nosotros. Dios es Dios, y nuestro Emperador es de Dios. Y el César es el César, y debe ser honrado como César.
Después, conmovida por su comprensión y por la ternura de su voz agregó:
—Eres inteligente. A veces creo que entiendes más de lo que dices.
«¿No estás haciendo lo que juraste que no harías nunca? —se preguntó Blackthorne—. ¿No te portas como un hipócrita? Sí y no. Yo no les debo nada. Soy su prisionero. Han robado mi barco y mis bienes y han asesinado a uno de mis hombres. Son paganos… Bueno, algunos son paganos y los otros son católicos. Yo no debo nada a los paganos ni a los católicos.»
El mar estaba ya más cerca, a cosa de media milla. Pudo ver muchos barcos y la fragata portuguesa, con sus luces de posición. Sería una buena presa. Con veinte muchachos resueltos, podría apoderarse de ella. Se volvió a Mariko. Una mujer extraña de una extraña familia. ¿En qué habría ofendido a Buntaro… a aquel mono? ¿Cómo podía acostarse con él o haberse casado con él?
—Señora —dijo con la misma delicadeza en la voz—. Tu madre debió ser una mujer excepcional para hacer aquello.
—Sí, pero precisamente por lo que hizo vivirá eternamente. Ahora es una leyenda. Era samurai… como mi padre.
—¿Está ahora en tu casa?
—No. Ni ella, ni mi padre, ni ninguno de mis hermanos, hermanas o familiares. Soy la última de mi estirpe.
—¿Hubo una catástrofe?
De pronto, Mariko se sintió cansada. «Estoy cansada de hablar latín y de hablar el malsonante portugués, y de hacer de maestra. Yo no soy maestra. Sólo soy una mujer que conoce su deber y quiere hacerlo en paz. No quiero saber nada de sentimentalismos ni de ese hombre que me inquieta. No quiero saber nada de él.»
—En cierto modo, Anjín-san, fue una catástrofe. Un día te lo contaré.
Apretó ligeramente el paso y se adelantó acercándose a la otra litera. Las dos doncellas sonrieron nerviosamente.
—¿Tenemos que ir muy lejos, Mariko-san? —preguntó Sonó.
—Creo que no —dijo ella con voz tranquilizadora.
El capitán de los Grises surgió bruscamente de la oscuridad al otro lado de la litera. Ella se preguntó si habría oído algo de lo que le había dicho a Anjín-san.
—¿Se porta bien el bárbaro? ¿No te molesta? —preguntó.
—¡Oh, no! Parece haberse calmado del todo.
—¿De qué hablabais?
—De muchas cosas. Trataba de explicarle algunas de nuestras leyes y costumbres. El señor Toranaga me pidió que procurase infundirle un poco de sensatez.
—¡Ah, sí! El señor Toranaga. ¿Por qué se interesa tanto en él, señora?
—No lo sé. Supongo que por lo extraño que es.
Doblaron una esquina y salieron a una calle flanqueada por casas con jardines vallados. Más allá estaban los muelles y el mar.
—Según rumores, es cristiano o dice serlo. ¿Lo es?
—No de los nuestros, capitán. ¿Eres tú cristiano?
—Mi señor lo es y, por tanto, yo también lo soy. Mi amo es el señor Kiyama.
—Tengo el honor de conocerlo. Honró a mi marido desposando a una de sus nietas con mi hijo.
—Sí, lo sé, dama Toda.
—¿Se encuentra mejorado el señor Kiyama? Tengo entendido que los médicos no permiten que nadie lo visite.
—No lo he visto desde hace una semana. Ninguno de nosotros le ha visto. Tal vez es la viruela china. ¡Que Dios le proteja de ella y maldiga a todos los chinos! —Miró con ira a Blackthorne—. Los médicos dicen que esos bárbaros trajeron la peste a China, a Macao y, de allí, a nuestras costas.
—Sumus omnes in manu Dei —dijo ella.
—Ita, amen —respondió el capitán sin pensarlo, cayendo en la trampa.
Blackthorne había captado también la treta. Vio pasar un destello de ira por el rostro del capitán y oyó que decía algo entre dientes a Mariko que enrojeció y se detuvo. Blackthorne saltó de la litera y se acercó a ellos.
—Si sabes latín, centurión, tal vez tendrás la amabilidad de hablar un poco conmigo. Estoy ansioso por saber cosas de tu gran país.
—Sí, hablo tu lengua, extranjero.
—No es mi lengua, centurión, sino la de la Iglesia y de todas las personas cultas de mi mundo. Tú la hablas muy bien. ¿Cómo y dónde la aprendiste?
El cortejo los adelantaba y todos los samurais, los Grises y los Pardos, los observaban. Buntaro, que caminaba junto a la litera de Toranaga, se detuvo y se volvió. El capitán vaciló un momento y se echó a andar, y Mariko se alegró de que Blackthorne se hubiera reunido con ellos. Caminaron un breve rato en silencio.
El capitán no respondió, pues odiaba el recuerdo del seminario de Macao donde Kiyama lo había enviado de pequeño para que aprendiese lenguas y dijo fríamente:
—Ya que podemos hablar directamente, dime con sencillez por qué preguntaste a esta dama: «¿Quién más lo sabe…?» Quién más sabe, ¿qué?
—No lo recuerdo. Mi mente estaba trastornada.
—Trastornada, ¿eh? Entonces, ¿por qué dijiste: «Dad al César lo que es del César»?
—No fue más que una broma. Estaba discutiendo con esa dama que cuenta historias muy interesantes, pero a veces difíciles de comprender.
—Sí, hay muchas cosas difíciles de comprender. ¿Por qué te volviste loco en la puerta? ¿Y cómo te recobraste tan rápidamente de tu ataque?
—Ha sido por la bondad de Dios.
Volvían a caminar junto a la litera, y el capitán estaba furioso por haberse dejado atrapar con tanta facilidad. El señor Kiyama le había advertido que aquella mujer era sumamente astuta: «No olvides que lleva la traición en todo su ser. Y que el pirata lleva la marca del demonio Satanás. Vigila, escucha y recuerda. Y mata al pirata en cuanto empiece la emboscada.»
Las flechas saltaron en la noche y la primera de ellas se clavó en el cuello del capitán, cuyo último pensamiento fue de asombro porque la emboscada no debía producirse en aquella calle, sino cerca de los muelles, y el ataque no debía dirigirse contra ellos, sino contra el pirata.
Otra flecha se había clavado en un poste de la litera, a una pulgada de la cabeza de Blackthorne. Otras dos habían perforado las cortinas de la litera de Kiritsubo, y otra había herido a la joven Asa en la cintura. Al empezar ésta a chillar, los portadores soltaron las literas y echaron a correr en la oscuridad. Blackthorne rodó para ponerse a cubierto arrastrando a Mariko detrás de la litera volcada. Buntaro cubría la litera de Toranaga con su cuerpo lo mejor que podía, y cuando cesó la lluvia de saetas avanzó y descorrió las cortinas. Las dos flechas se habían clavado en el pecho y en el costado de Toranaga, pero él estaba ileso. Se arrancó los dardos de la armadura protectora que llevaba debajo del quimono. Después, se arrancó el sombrero ancho y la peluca y, sacando su sable de debajo del manto, saltó de la litera. Mariko empezó a arrastrarse para acudir en ayuda de Toranaga, pero Blackthorne la detuvo con un grito, al acribillar otras flechas las literas, matando a dos Pardos y a un Gris. Otra pasó tan cerca que arañó la mejilla de Blackthorne y otra clavó la falda de su quimono en el suelo. Entonces, Yabú dio la orden de ataque. Unas figuras vagas se dibujaron sobre uno de los tejados. Una última ráfaga de flechas rasgó la oscuridad también en dirección a las literas. Buntaro y otros Pardos servían de escudo a Toranaga. Un hombre cayó muerto. Una saeta se clavó en los hombros de Buntaro, a través de una juntura de su armadura, y él lanzó un gruñido de dolor. Yabú, los Pardos y los Grises llegaron cerca del muro persiguiendo a los atacantes, pero éstos se desvanecieron en la oscuridad. Blackthorne se puso de pie y ayudó a Mariko a levantarse. Ella estaba impresionada, pero ilesa.
—Gracias —dijo, y echó a correr hacia Toranaga para ayudar a ocultarlo de los Grises.
Pero uno de éstos dijo: «¡Toranaga!», y aunque lo dijo en voz baja, todos lo oyeron.
Uno de los oficiales Grises hizo una precipitada reverencia. Aunque pareciese increíble, aquí estaba el enemigo de su señor, en libertad, fuera de las murallas del castillo.
—Espera aquí, señor Toranaga —dijo.
Y, volviéndose a uno de sus hombres:
—Tú, informa inmediatamente al señor Ishido.
El hombre echó a correr.
—¡Detenedlo! —ordenó Toranaga a media voz.
Buntaro lanzó dos flechas. El hombre cayó, herido de muerte. El oficial desenvainó el enorme sable y saltó sobre Toranaga lanzando un grito de guerra, pero Buntaro estaba apercibido y paró el mandoble. Simultáneamente, los Pardos y los Grises, todos mezclados, desenvainaron sus sables y saltaron buscando espacio libre. Toda la calle se convirtió en un confuso campo de batalla. Buntaro y el oficial, dignos rivales el uno del otro, hacían fintas y descargaban golpes. De pronto, un Gris se separó de los demás para atacar a Toranaga, pero Mariko agarró una antorcha, corrió y la plantó en la cara del oficial. Buntaro partió a su enemigo por la mitad, destripó a otro y le dio un tajo de arriba a abajo a un tercero que trataba de acercarse a Toranaga, mientras Mariko se echaba hacia atrás con un sable entre las manos, sin perder de vista a Toranaga ni a Buntaro, su monstruoso guardaespaldas.
Cuatro Grises se agruparon y se lanzaron contra Blackthorne, que seguía inmóvil junto a su litera. Yabú y un Pardo saltaron para cortarles el paso luchando como demonios. Blackthorne consiguió apartarse, agarró una antorcha y, empleándola como una maza, logró desconcertar de momento a sus atacantes. Yabú mató a uno de ellos y mutiló a otro, y cuatro Pardos llegaron corriendo para acabar con los otros dos Grises. Sin vacilar, Yabú y el Pardo, que estaba herido, se lanzaron de nuevo al ataque para proteger a Toranaga. Blackthorne corrió, recogió un arma que era medio sable y medio lanza y se acercó a Toranaga. Sólo Toranaga permanecía inmóvil, con el sable envainado, en medio de aquel estruendo.
Los Grises luchaban valerosamente. Cuatro de ellos se unieron en una carga suicida contra Toranaga. Los Pardos hicieron fracasar su intento y aprovecharon su ventaja. Los Grises se reagruparon y atacaron de nuevo. Entonces, un oficial ordenó que tres hombres se retirasen para pedir ayuda y que los demás protegiesen su retirada. Los tres Grises echaron a correr, y, aunque fueron perseguidos y Buntaro mató a uno de ellos, los otros dos lograron escapar.
Todos los demás murieron.