El pequeño cortejo que rodeaba las dos literas avanzó lentamente por el laberinto del castillo y entre los continuos puestos de vigilancia. En cada uno de éstos, después de las reverencias de ritual, se examinaban minuciosamente los documentos y un capitán y un grupo de Grises los escoltaban hasta el puesto siguiente. Y cada vez, Blackthorne observaba con creciente alarma al capitán de la guardia acercarse a las corridas cortinas de la litera de Kiritsubo. Pero el hombre se inclinaba cortésmente ante la figura entrevista, que seguía ahogando sus sollozos, y les mandaba seguir adelante.
«¿Quién más lo sabe? —se preguntaba desesperadamente Blackthorne—. Las doncellas deben de saberlo. Por eso están tan asustadas. Hiro-matsu lo sabe también, y dama Suzuko, la muy comediante. ¿Y Mariko? No lo creo. ¿Y Yabú? ¿Se fiaría Toranaga de él? ¿Y ese loco sin cuello de Buntaro? Probablemente, no. Evidentemente, es un intento de fuga bien secreto. Pero, ¿por qué arriesga Toranaga su vida fuera del castillo? ¿No estaba más seguro dentro de él? ¿Por qué el secreto? ¿De quién está tratando de escapar? ¿De Ishido? ¿De los asesinos? ¿De alguna otra persona del castillo? Probablemente, de todos.»
Blackthorne deseaba hallarse a salvo en la galera y en alta mar.
—¿Te cansas, Anjín-san? —preguntó delicadamente Mariko—. Si quieres, puedes subir y yo iré andando.
—Gracias —respondió él secamente echando en falta sus botas, pues aún no se había acostumbrado a las sandalias—. Mis piernas están bien. Sólo deseo estar a salvo en el mar.
—¿Es siempre seguro el mar?
—A veces, señora. Pero no siempre.
En el puesto siguiente de guardia, el nuevo capitán de los Grises se acercó más que los otros mientras las doncellas le hacían profundas reverencias y le cerraban el paso sin dar la impresión de que lo hacían adrede. El capitán miró a Blackthorne y se acercó a él. Después de un incrédulo escrutinio, habló a Mariko, la cual sacudió la cabeza y le respondió. El hombre gruñó y volvió junto a Yabú. Le devolvió los documentos y, con un ademán, indicó que el cortejo podía seguir su camino.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Blackthorne.
—Me ha preguntado de dónde eres y cuál es tu país.
—Pero tú has movido la cabeza. ¿Era esto una respuesta?
—¡Oh! Perdona —dijo ella—. Quería saber si los remotos antepasados de tu pueblo estaban relacionados con el kami, el espíritu, que vive en el Norte, en el borde de China. Hasta hace poco pensábamos que China era el único lugar civilizado del mundo, además del Japón, ¿neh?
En realidad, el capitán le había preguntado si creía que el bárbaro era descendiente de Harinwakairi, el kami protector de los gatos, añadiendo que aquel tipo apestaba como un gato en celo, como se suponía que apestaba el kami.
Otro puesto de vigilancia. Blackthorne no podía comprender cómo se mostraban todos tan corteses y pacientes, siempre haciendo reverencias, entregando y recogiendo los documentos, sonriendo y sin que nadie diese muestras de irritación. «¡Qué diferentes son de nosotros!»
Miró la cara de Mariko, parcialmente oculta por el velo y por el ancho sombrero. Pensó que era muy bonita y se alegró de haber puesto en claro lo referente a la equivocación cometida por ella. «Al menos —pensó— no volverá a venirme con aquellas sandeces. Son unos maricas bastardos. ¡Eso es lo que son!»
Después de aceptar las excusas de ella, la había interrogado sobre Yedo y las costumbres japonesas y sobre Ishido y el castillo evitando siempre el tópico del sexo. Ella le había respondido prolijamente, pero eludiendo toda clase de explicación política. Sus respuestas habían sido informativas, pero innocuas. Sin embargo, se había marchado pronto con las doncellas, dejándolo solo con los guardias samurais.
El hecho de verse vigilado tan de cerca le ponía nervioso. «Siempre hay alguien rondando a mi alrededor —pensó—. Son demasiados. Son como hormigas. Me gusta, de vez en cuando, la paz de una puerta cerrada, pero cerrada por dentro, no por fuera. Ansió estar de nuevo a bordo, a pleno aire, en alta mar. Aunque sea en esa galera panzuda como una marrana.»
Al cruzar el castillo de Osaka se dio cuenta de que cuando estuviesen en el mar donde él era el rey, tendría a Toranaga en su elemento. «Nos sobrará tiempo para hablar. Mariko traducirá y podré solucionarlo todo. Tratos comerciales, el barco, la devolución de nuestra plata y el precio de los mosquetes y de la pólvora, si quiere comprarlos. Convendré con él en volver el próximo año con todo un cargamento de seda. Siento lo de fray Domingo, pero aprovecharé su información. Cogeré el Erasmus y remontaré con él el Río de las Perlas hasta Cantón y romperé el bloqueo portugués y chino. Devolvedme mi barco y seré rico. ¡Más rico que Drake! Cuando vuelva a casa, contrataré a todos los lobos de mar, desde Plymouth hasta el Zuiderzee, y nos apoderaremos de todo el comercio de Asia. Donde Drake le tiró de la barba a Felipe, yo le cortaré los testículos. Sin la seda, Macao está muerta, y sin Macao está muerta Malaca. Y después, Goa. Podremos enrollar el Imperio portugués como una alfombra.
»¿Queréis el comercio de la India, Majestad? ¿De África? ¿De Asia? ¿Del Japón? ¡Podéis tenerlo todo en cinco años!
»¡Levántate, Sir John!
»Sí. Con un poco de tiempo, el título de caballero estará al alcance de mi mano. Y tal vez más. Los capitanes y los navegantes pueden convertirse en almirantes, caballeros, lores e incluso condes.
»En tres años, podré hacer tres viajes. Conozco los monzones y los grandes temporales, pero el Erasmus navega bien de bolina y no lo cargaremos demasiado… ¡Un momento! ¿Por qué no hacer las cosas bien y olvidar las pequeñas cantidades? ¿Por qué no apoderarme este año del Buque Negro? ¡Entonces lo tendría todo! ¿Cómo? Fácilmente, si va sin escolta y lo pillamos por sorpresa. Pero no tengo bastantes hombres. Sin embargo, los hay en Nagasaki. ¿No es donde están todos los portugueses? ¿No dijo Domingo que era casi como un puerto portugués? Y Rodrigues dijo lo mismo. Y en sus barcos siempre hay marineros que fueron embarcados por la fuerza o que están dispuestos a cambiar de embarcación con tal de ganar dinero, sin que les importe un bledo el capitán o el pabellón. ¿He dicho tres años? Bastará con dos para hacerme rico y famoso. Y después, me despediré del mar. ¡Para siempre!»
Toranaga era la clave. ¿Cómo iba a manejarlo?
Pasaron otro puesto de guardia y doblaron una esquina. Delante de ellos estaban el último rastrillo y la última puerta del castillo propiamente dicho, y más allá, el último puente levadizo y el último foso.
Entonces, Ishido salió de entre las sombras.
Los Pardos lo vieron casi todos en el mismo instante. Un estremecimiento de hostilidad recorrió sus filas. Buntaro casi saltó para acercarse a la cabeza de la columna.
—¡Ese bastardo lo echará todo a perder, con su afán de lucha! —dijo Blackthorne.
—¿Señor? ¿Qué has dicho, señor?
—Sólo he dicho que tu marido…, que Ishido saca en seguida de quicio a tu marido.
Ella no respondió. Yabú se detuvo. Despreocupadamente, tendió el salvoconducto al capitán del puesto y se acercó a Ishido.
—No esperaba volver a verte tan pronto. Tus guardias son muy eficaces.
—Gracias —dijo Ishido observando a Buntaro y la litera cerrada.
—Debería bastar con una comprobación de nuestro salvoconducto —repuso Buntaro haciendo resonar amenazadoramente sus armas—. Dos, como máximo. ¿Somos acaso una banda de guerra? ¡Es un insulto!
—No he querido insultar a nadie, Buntaro-san. Sólo he tomado mayores medidas de seguridad a causa del asesino —dijo Ishido mirando rápidamente a Blackthorne y preguntándose si debía dejarlo marchar o retenerlo como querían Onoshi y Kiyama.
El capitán observaba minuciosamente a cada cual para asegurarse de que estaba en la lista.
—Todo está en orden, Yabú-sama —dijo volviendo junto al jefe de la columna—. Ya no necesitas el salvoconducto. Lo guardaremos aquí.
—Bien —murmuró Yabú volviéndose hacia Ishido—. Hasta pronto.
Ishido sacó un rollo de pergamino de su manga.
—Quisiera pedir a dama Kiritsubo que llevase esto a Yedo. Es para mi sobrina. Probablemente, tardaré algún tiempo en ir allá.
—Desde luego —dijo Yabú alargando la mano.
—No te molestes, Yabú-san. Yo lo cogeré.
Ishido se dirigió a la litera. Las doncellas, obsequiosas, le cerraron el paso.
—¿Puedo coger yo el mensaje, señor? Mi se…
—No.
Para sorpresa de Ishido y de todos los presentes, las doncellas no se movieron.
—Es que mi se…
—¡Fuera! —gruñó Buntaro.
Las dos doncellas retrocedieron humildemente, muy espantadas.
Ishido se inclinó ante la cortina.
—Kiritsubo-san, ¿serías tan amable de llevar este mensaje a Yedo? Es para mi sobrina.
Hubo una pequeña vacilación entre sollozos y la figura asintió con una inclinación de cabeza.
—Gracias —dijo Ishido acercando el fino rollo de pergamino hasta una pulgada de las cortinas.
Cesaron los sollozos. Blackthorne comprendió que Toranaga estaba atrapado. La cortesía exigía que Toranaga tomara el rollo, y su mano le delataría.
—¿Kiritsubo-san?
Nada. Entonces, Ishido avanzó un paso y apartó las cortinas, y en el mismo instante, Blackthorne profirió un grito y se puso a bailar como un loco. Ishido y los demás, se volvieron, pasmados.
Por un instante, Toranaga fue plenamente visible detrás de Ishido, a pesar del velo que cubría su cara. Y en el interminable segundo que transcurrió antes de que Toranaga corriera de nuevo las cortinas, Blackthorne tuvo la seguridad de que Yabú lo había reconocido y también Mariko, y probablemente Buntaro y alguno de los samurais. Entonces, saltó hacia delante, agarró el rollo, lo arrojó a través de la rendija de las cortinas y farfulló:
—En mi país, trae mala suerte que un príncipe entregue personalmente un mensaje como si fuese un villano… Mala suerte…
Todo ocurrió tan inesperadamente y con tanta rapidez que Ishido no desenvainó su sable hasta que Blackthorne le hubo dicho desesperadamente a Mariko:
—¡Por el amor de Dios, ayúdame! Mala suerte… Mala suerte.
Ella gritó algo y el sable se detuvo muy cerca del cuello de Blackthorne. Mariko dio una explicación de lo que Blackthorne había dicho. Ishido bajó el sable, gritó enfurecido y golpeó la cara de Blackthorne con el dorso de la mano.
Blackthorne, ciego de ira, se lanzó sobre Ishido.
Si Yabú no hubiese sujetado con tanta rapidez el brazo de Ishido, la cabeza de Blackthorne habría rodado por el polvo. Medio segundo después, Buntaro agarró a Blackthorne y entre él y cuatro Pardos lo apartaron de Ishido. Después, Buntaro le dio un golpe en la nuca dejándolo atontado. Los Grises saltaron en defensa de su amo, pero los Pardos rodearon a Blackthorne y las literas y hubo una tregua momentánea.
Yabú empezó a calmar a Ishido. Mariko lloraba y no cesaba de repetir, casi histéricamente, que el bárbaro sólo había tratado de salvar a Ishido, el gran jefe, de un kami maligno.
—Para ellos, como para nosotros, una bofetada es el peor de los insultos, y esto le produjo una locura momentánea. Es un bárbaro insensato, pero es daimío en su país, y sólo ha tratado de servirte, señor.
Ishido vociferó y pateó a Blackthorne, que estaba volviendo en sí. Éste oyó el tumulto con gran tranquilidad. Los Grises los rodeaban en proporción de veinte a uno, pero hasta entonces nadie había muerto y todos estaban a la expectativa.
Ishido se volvió de nuevo hacia él y se acercó vociferando. Notó que se apretaban los dedos de los Pardos y comprendió que se acercaba el golpe final, pero esta vez, lejos de tratar de rebelarse, empezó a derrumbarse y, de pronto dio un salto, se desprendió y, riendo como un loco, inició un furioso baile marinero. El padre Domingo le había dicho que los japoneses creían que la locura era producida por un kami y que por esto los locos, lo mismo que los niños y los muy viejos, no eran responsables de sus actos.
—¡Está loco! ¡Está poseído! —gritó Mariko comprendiendo la treta de Blackthorne.
—Sí —dijo Yabú tratando aún de recobrarse de la impresión recibida al ver a Toranaga y sin saber si Anjín-san estaba haciendo comedia o se había vuelto loco de verdad.
Blackthorne seguía bailando frenéticamente esperando una ayuda que no llegaba. Después, maldiciendo en silencio a Yabú y a Buntaro por su cobardía y a Mariko por su estupidez, saludó a Ishido como una marioneta y, medio andando, medio bailando, se dirigió a la puerta.
—¡Seguidme! ¡Seguidme! —gritó, con voz ahogada tratando de dirigir la marcha como un gaitero.
Los Grises le cerraron el camino. Él rugió con fingida rabia y les ordenó imperiosamente que se apartaran y lanzó una carcajada histérica.
Ishido cogió un arco y una flecha. Los Grises se apartaron. Blackthorne estaba a punto de cruzar la puerta. Se volvió y se detuvo sabiendo que de nada le servía echar a correr y reanudó su loca danza.
—Está loco. Es un perro rabioso. ¡Hay que matarlo! —dijo Ishido, con voz ronca armando el arco y apuntando.
Mariko saltó desde su posición defensiva junto a la litera de Toranaga y avanzó en dirección a Blackthorne.
—No te preocupes, señor Ishido —exclamó—. No vale la pena… No es más que una locura pasajera. Si me permites…
Al acercarse a Blackthorne, pudo ver su agotamiento, su sonrisa enloquecida y, a pesar suyo, se espantó.
—Ahora puedo ayudarte, Anjín-san —dijo, precipitadamente—. Tenemos que seguir andando. Yo te seguiré. No temas, no disparará contra nosotros. Por favor, deja de bailar.
Blackthorne se detuvo inmediatamente, dio media vuelta y anduvo rápidamente por el puente. Ella le siguió a un paso de distancia, como era la costumbre, pero esperando las flechas, casi oyéndolas silbar.
Yabú reaccionó al fin:
—Si quieres matarlo, deja que lo haga yo, Ishido-sama. No sería digno de ti quitarle la vida. Un general no mata con sus propias manos. Otros deben hacerlo por él.
Se acercó mucho y le dijo en voz baja:
—¡Déjalo vivir! Su locura se ha debido a tu bofetada. Confía en mí. Nos interesa más que viva.
—¿Qué?
—Vivo nos interesa más. Confía en mí. Puedes matarlo cuando quieras. Ahora lo necesitamos vivo.
Ishido leyó desesperación, y sinceridad, en la cara de Yabú. Bajó el arco.
—Muy bien. Pero un día lo querré vivo. Y lo colgaré de los pies sobre el pozo.
Yabú tragó saliva e hizo una media reverencia. Nerviosamente, hizo un ademán para que el cortejo se pusiese en marcha temiendo que Ishido se acordara de la litera y de Kiritsubo.
La columna se acercaba ya a la puerta. Yabú se situó en la retaguardia. Temía que el cortejo fuese detenido en cualquier momento. «Seguramente, alguno de los Grises habrá visto a Toranaga —pensó—. ¿Cuánto tardarán en decírselo a Ishido? ¿Pensará éste que he participado en el intento de fuga? ¿Será esto mi ruina?»
En mitad del puente, Mariko se detuvo para mirar hacia atrás.
—Nos siguen, Anjín-san. Las dos literas han cruzado la puerta y están ya en el puente.
Blackthorne no contestó ni se volvió. Necesitaba toda su fuerza de voluntad para mantenerse en pie. Había perdido las sandalias, la cara le ardía a causa de la bofetada y le dolía la cabeza. Los últimos guardias le dejaron cruzar el rastrillo y seguir adelante. También dejaron pasar a Mariko sin detenerla. Después, pasaron las literas.
Blackthorne descendió en vanguardia la suave cuesta y cruzó el campo abierto y el último puente. Sólo cuando estuvo en la zona boscosa, fuera del campo visual del castillo, se derrumbó.