Poco después de anochecer, Kiri bajó nerviosamente la escalera, acompañada por dos doncellas. Su litera con cortinas estaba junto a la cabaña del jardín. Una voluminosa capa envolvía su quimono de viaje y llevaba un gran sombrero de ala ancha sujeto con una cinta atada debajo del mentón.
Dama Sazuko la esperaba pacientemente en la galería, en avanzado estado de embarazo, y Mariko estaba cerca de ella. Blackthorne se apoyaba en la pared, cerca de la puerta fortificada. Llevaba el quimono con cinto de los Pardos, calcetines tabi y sandalias militares. En el patio, más allá de la puerta, la escolta de sesenta samurais fuertemente armados aparecía en correcta formación. Uno de cada tres hombres llevaba una antorcha. Al frente de los soldados, Yabú hablaba con Buntaro, el esposo de Mariko, un hombre bajo, robusto y casi sin cuello.
La promesa del verano flotaba en la tenue brisa, pero nadie lo advertía, salvo Blackthorne, que percibía también la tensión que los envolvía a todos. Él era el único que iba desarmado.
Kiri se dirigió a la galería.
—No deberías estar aquí esperando, Sazuko-san. ¡Te vas a enfriar! Estas noches de primavera son muy húmedas.
—No tengo frío, Kiri-san. Hace una noche deliciosa.
—¿Todo va bien?
—¡Oh, sí! Todo es perfecto.
Yabú, que era mayor que Buntaro, era nominalmente el jefe de la expedición. Había visto llegar a Kiri y cruzó la puerta para saludarla. Buntaro le siguió.
—¡Oh, señor Yabú! ¡Señor Buntaro! —dijo Kiri inclinándose con dificultad—. Siento haberos hecho esperar. El señor Toranaga iba a bajar, pero al fin decidió no hacerlo. Márchate ahora mismo, me dijo. Por favor, aceptad mis disculpas.
—No son necesarias —dijo Yabú, que quería alejarse del castillo lo antes posible, y salir de Osaka y volver a Izú. Casi no podía creer que conservaba la cabeza, el bárbaro, las armas y todo lo demás. Había enviado mensajes urgentes por palomas mensajeras a su esposa, que estaba en Yedo, para asegurarse de que todo estuviera preparado en Mishima, y a Omi, en la aldea de Anjiro.
—¿Estás lista?
Brillaron unas lágrimas en los ojos de Kiri.
—Déjame recobrar el aliento y subiré a la litera. ¡Oh, no quisiera tener que marcharme!
Miró a su alrededor buscando a Blackthorne, y por fin lo vio entre las sombras.
—¿Quién es responsable de Anjín-san hasta que lleguemos al barco?
—He ordenado que camine al lado de la litera de mi esposa —dijo secamente Buntaro—. Si ella no puede dominarle, lo haré yo.
—Tal vez, señor Yabú, podrías escoltar a dama Sazuko…
—¡Guardias!
El grito de alerta procedía del patio. Buntaro y Yabú cruzaron corriendo la puerta fortificada y todos los hombres les siguieron, y otros salieron de las fortificaciones interiores.
Ishido bajaba por el paseo, entre las murallas del castillo, al frente de doscientos Grises. Se detuvo en el patio, frente a la puerta, e hizo una ceremoniosa reverencia.
—Espléndida noche, señor Yabú.
—Sí, ciertamente.
Ishido saludó descuidadamente a Buntaro, el cual le correspondió con el mínimo de cortesía permisible. Los dos habían sido generales predilectos del Taiko. Buntaro había mandado uno de los regimientos en Corea, cuando Ishido tenía el mando supremo. Los dos se habían acusado recíprocamente de traición. Sólo la intervención personal y una orden directa del Taiko habían evitado la efusión de sangre y una venganza.
Ishido observó a los Pardos. Después, su mirada tropezó con Blackthorne. Vio la media reverencia de éste y correspondió con un movimiento de cabeza. A través de la puerta, pudo ver las tres mujeres y la otra litera.
Volvió a mirar a Yabú.
—Cualquiera diría que vais todos a la guerra, Yabú-san, en vez de formar una escolta ceremonial para dama Kiritsubo.
—Hiro-matsu-san lo ordenó a causa del asesino Amida…
Yabú se interrumpió al ver que Buntaro avanzaba con talante agresivo y se plantaba en el centro de la puerta.
—Siempre estamos dispuestos para el combate con o sin armadura. Cada uno de los nuestros puede luchar contra diez hombres y contra cien comedores de ajos.
La sonrisa de Ishido estaba llena de desprecio y el tono de su voz era burlón al decir:
—¡Oh! Tal vez pronto tendréis oportunidad de luchar contra hombres de verdad, no contra comedores de ajos.
—¿Cuándo? ¿Por qué no esta noche? ¿Por qué no aquí?
Yabú se interpuso cautelosamente entre los dos. También él había estado en Corea, y sabía que los dos habían dicho la verdad y que ninguno era de fiar, Buntaro menos que Ishido.
—Esta noche no, porque estamos entre amigos, Buntaro-san —dijo, apaciguador, queriendo desesperadamente evitar un choque que los encerraría para siempre en el castillo.
—¿Qué amigos? ¡Conozco a los amigos y a los enemigos! —gritó Buntaro volviéndose hacia Ishido—. ¿Quién es ese hombre o esos hombres de verdad de quienes hablabas, Ishido-san? ¡Que salga, que salgan de sus agujeros y se planten delante de mí, de Toda Buntaro, señor de Sakura, si es que tienen agallas!
Ishido le dirigió una mirada maligna.
—No es el momento, Buntaro-san —dijo Yabú—. Amigos o ene…
—¿Amigos? ¿Dónde? ¿En ese montón de basura? —Y Buntaro escupió en el polvo.
Uno de los Grises llevó la mano a la empuñadura del sable y diez Pardos lo imitaron. Cincuenta Grises hicieron lo propio una fracción de segundo después, y todos esperaron que Ishido desenvainase el sable como señal de ataque.
Entonces salió Hiro-matsu de las sombras del jardín, cruzó la puerta y se plantó en el patio haciendo oscilar entre sus manos el sable casi fuera de la vaina.
—A veces se encuentran amigos entre la basura, hijo mío —dijo tranquilamente.
Las manos aflojaron su presión sobre las empuñaduras de los sables y aflojaron la tensión de los arcos armados con flechas.
—Tenemos amigos en todo el castillo —prosiguió—. Y en toda Osaka. Nuestro señor Toranaga lo dice siempre. ¿No es cierto, hijo mío?
Haciendo un enorme esfuerzo, Buntaro asintió con una inclinación de cabeza y retrocedió un paso. Pero seguía impidiendo la entrada del jardín.
Hiro-matsu volvió su atención a Ishido.
—No te esperábamos esta noche, Ishido-san.
—He venido a presentar mis respetos a dama Kiritsubo. Sólo hace unos momentos que me han informado de que alguien se marchaba.
—¿Es posible que mi hijo tenga razón? ¿Debemos pensar que no estamos entre amigos? ¿Acaso somos rehenes?
—No. Pero el señor Toranaga y yo convinimos el protocolo a observar durante su visita. Hay que avisar con un día de antelación la llegada y la salida de los altos personajes a fin de que yo pueda presentarles mis respetos.
—Ésta ha sido una decisión súbita del señor Toranaga. No consideró que el hecho de enviar a una de sus damas a Yedo fuese lo bastante importante para tener que molestarte —dijo Hiro-matsu—. El señor Toranaga está preparando su partida.
—¿Ha decidido ya cuándo será?
—Sí. El día en que terminen las sesiones de los regentes. Serás informado en el momento oportuno de acuerdo con el protocolo.
—Bien. Lo cierto es que la reunión puede aplazarse otra vez. El señor Kiyama ha empeorado en su dolencia.
—¿Se ha acordado el aplazamiento o no?
—Sólo he dicho que podría aplazarse. Sería un placer tener al señor Toranaga con nosotros durante mucho tiempo, ¿neh? ¿Cazará conmigo mañana?
—Yo le he pedido que cancele todas las cacerías hasta que se celebre la reunión. Si un puerco asesino puede filtrarse con tanta facilidad entre los centinelas, ¿no sería aún más fácil la traición fuera del recinto del castillo?
Ishido no recogió el insulto. Sabía que éste enardecería aún más a sus hombres, pero todavía no le interesaba prender fuego a la mecha.
—Como sabes muy bien —dijo—, todos los jefes de la guardia de aquella noche han sido enviados al Gran Vacío. Desgraciadamente, los Amidas son poderosos. Pero serán aplastados muy pronto. Y ahora, tal vez podré presentar mis respetos a Kiritsubo-san.
Ishido avanzó, seguido de su guardia personal de Grises. De pronto, se detuvieron. Buntaro tenía una flecha en su arco y aunque apuntaba al suelo el arco estaba completamente tenso.
—Los Grises no pueden cruzar esta puerta. ¡Así lo dispone el protocolo!
—¡Soy gobernador del castillo de Osaka y jefe de la guardia personal del Heredero! ¡Puedo ir a donde me plazca!
Una vez más, Hiro-matsu controló la situación.
—Cierto que eres jefe de la guardia personal del Heredero y que puedes ir a donde quieras. Pero solamente pueden acompañarte cinco hombres al cruzar esta puerta. ¿No lo conviniste así con mi señor durante su estancia aquí?
—¡Cinco o cincuenta, qué más da! Este insulto es intolerable.
—¿Insulto? Mi hijo no ha pretendido insultarte. Sólo sigue órdenes acordadas contigo por su señor. Cinco hombres. ¡Cinco! —dijo autoritariamente volviéndose hacia su hijo—. El señor Ishido nos hace el honor de querer saludar a dama Kiritsubo.
El viejo había sacado dos pulgadas de sable de la vaina, y nadie sabía si lo había hecho para atacar a Ishido si empezaba la lucha, o para rebanar la cabeza de su hijo si éste apuntaba la flecha. Todos sabían que no había el menor cariño entre padre e hijo, sino sólo un mutuo respeto por la malignidad del otro.
—Bueno, hijo mío, ¿qué dices al jefe de la guardia del Heredero?
El sudor corría por la cara de Buntaro. Al cabo de un momento, se apartó a un lado y aflojó la tensión del arco. Pero no quitó la flecha.
Ishido había visto muchas veces a Buntaro disparando flechas en los concursos a doscientos pasos y lanzando seis de ellas antes de que la primera diese en el blanco, con una asombrosa puntería. De buen grado habría ordenado el ataque para acabar de una vez con el padre, el hijo y todos los demás. Pero sabía que sería una estupidez empezar con ellos y no con Toranaga. Además, Ochiba había prometido influir cerca del viejo Puño de Hierro para atraerlo a su bando, cuando llegase el momento. Se preguntó una vez más qué poder secreto tendría sobre él. Había ordenado a dama Ochiba que saliera de Yedo, a ser posible, antes de la reunión de los regentes. Su vida no valdría un grano de arroz después de la inculpación de Toranaga, convenida con los otros regentes y que iría seguida del harakiri impuesto por la fuerza en caso necesario.
Ishido penetró en el jardín, acompañado de Hiro-matsu y de Yabú. Les siguieron cinco guardias. Ishido se inclinó ceremoniosamente y deseó buen viaje a Kiritsubo. Después, satisfecho porque todo estaba en orden, dio media vuelta y se marchó.
—Mejor que os pongáis en marcha ahora mismo, Yabú-san —dijo Hiro-matsu.
—Sí. En seguida.
Kiri apartó el grueso velo que pendía del ala de su ancho sombrero.
—¡Oh, Yabú-sama! ¿Quieres acompañar a dama Sazuko al interior? Te lo ruego.
—Desde luego.
Sazuko saludó y se alejó apresuradamente, seguida de Yabú. La joven subió corriendo la escalera. Cuando estaba casi arriba, resbaló y cayó.
—¡El niño! —chilló Kiri—. ¿Se ha hecho daño?
Todos los ojos se fijaron en la joven caída. Mariko corrió hacia ella, pero Yabú llegó primero. La ayudó a levantarse. Sazuko estaba más asustada que lesionada.
—Estoy bien —dijo jadeando un poco—. No os preocupéis, estoy perfectamente. ¡Qué tonta he sido!
Cuando se hubo asegurado de que todo estaba bien, Yabú volvió al patio y se dispuso a partir inmediatamente.
Mariko volvió a la puerta, visiblemente aliviada. Blackthorne estaba en el jardín y parecía sorprendido.
Kiri estaba ya en la litera, detrás de las traslúcidas cortinas, con el velo cubriendo su cara. «¡Pobre mujer! —pensó Mariko—. Está tratando de ocultar sus lágrimas. Yo también estaría aterrorizada si tuviese que abandonar como ella a mi señor.»
—¿Qué quería Ishido? —le preguntó Blackthorne.
—Estaba… No sé la palabra correcta. Investigando… haciendo una visita de inspección sin previo aviso.
—¿Por qué?
—Es el jefe del castillo —dijo ella no queriendo revelar la verdadera razón.
Yabú gritó una orden y la columna se puso en marcha. Mariko subió a su litera dejando las cortinas entreabiertas. Buntaro hizo una seña a Blackthorne para que se apartara. Éste obedeció.
Esperaron a que pasara la litera de Kiri. Blackthorne miró fijamente la confusa y velada figura y oyó unos sollozos apagados. Las dos asustadas doncellas, Asa y Sonó, caminaban a su lado. Después miró hacia atrás por última vez. Hiro-matsu estaba solo, delante de la pequeña cabaña, apoyado en su sable. Los samurais cerraron la enorme puerta fortificada. No había guardias en el patio. Todos estaban en la fortaleza.
—¿Qué pasa? —preguntó Blackthorne.
—¿Qué dices, Anjín-san?
—Parece que estén sitiados. Pardos contra Grises. ¿Esperan jaleo? ¿Más jaleo?
—Perdona, pero es normal que se cierren las puertas por la noche —dijo Mariko.
Él echó a andar a su lado, al ponerse en marcha la litera. Buntaro y el resto de la retaguardia siguieron detrás de él. Blackthorne observaba la primera litera, el paso bamboleante de los portadores y la confusa figura del interior. Estaba muy excitado, aunque trataba de disimularlo. Cuando Kiritsubo había gritado, todos habían mirado a la joven caída en la escalera, pero él vio que Kiritsubo se metía con sorprendente rapidez en la cabaña y volvía a salir al cabo de un momento para subir inmediatamente a la litera y correr las cortinas. Pero sus miradas se habían cruzado un breve instante. Era Toranaga.