—¡Que me aspen si esto no es vida!
Blackthorne yacía beatíficamente de bruces sobre las gruesas esterillas, parcialmente envuelto en un quimono de algodón y con la cabeza apoyada en los brazos. La niña pasaba las manos sobre su espalda, apretando ocasionalmente sus músculos, suavizando su piel y calmando su espíritu y casi provocando en él un ronroneo de placer. Otra niña vertía saké en una tacita de porcelana. Y una tercera esperaba con una bandeja de laca, en la que había una cesta de bambú llena de pescado frito al estilo portugués, otra jarra de saké y unos palillos.
—¿Nan desu ka, Anjín-san? (¿Qué has dicho, honorable capitán?)
—No sé decirlo en Nihon-go, Rako-san —dijo él sonriendo a la niña que le servía el saké y señalando la taza—. ¿Cómo se llama eso? ¿Namae ka?
—Sabazuki —dijo ella, en tres tiempos.
Entonces, la otra muchacha, Asa, le ofreció el pescado y él movió la cabeza.
—Iyé domo. —No sabía decir «estoy satisfecho», y por ello trató de decir «no hambre ahora».
—¡Ah! Ima hará, hette wa oranu —le explicó Asa corrigiéndole.
Él repitió la frase varias veces, y ellas se rieron de su pronunciación, pero al fin, consiguió decirlo bien.
«Nunca aprenderé esta lengua —pensó—. Sus sonidos no se parecen en nada al inglés, ni siquiera al latín o al portugués.»
Las tres muchachas, Asa, Sonó y Rako, habían llegado con la aurora, trayendo cha, que era la bebida nacional de China y del Japón, aunque fray Domingo le había dicho que los chinos la llamaban a veces té. Había tenido un sueño agitado, después de su encuentro con el asesino, pero la bebida caliente y picante había empezado a restaurarle.
Después lo habían acompañado, junto con sus cuatro guardias samurais, a los humeantes baños situados al otro lado de esta sección del castillo, y lo habían confiado a los servidores del baño. Los cuatro guardias sudaron estoicamente mientras lo bañaban, le recortaban la barba y le lavaban y frotaban el cabello.
Después de esto, se sintió milagrosamente como nuevo. Le dieron otro quimono de algodón, limpio y que le llegaba a las rodillas, y un tabí nuevo, y las chicas le estaban ya esperando. Entonces lo condujeron a otra habitación, donde estaban Kiri y Mariko. Mariko dijo que el señor Toranaga había resuelto enviarle a una de sus provincias, dentro de unos días, para que se recobrase. Añadió que el señor Toranaga estaba muy contento de él y que no tenía que temer nada, porque estaba bajo la protección personal del señor Toranaga. Después le rogó que empezara a preparar los mapas con el material que ella le proporcionaría. El señor Toranaga estaba deseoso de que Blackthorne aprendiese todo lo posible sobre los japoneses, de la misma manera que él ansiaba aprender sobre el mundo exterior y la navegación y las rutas de los mares. Por último, Blackthorne fue llevado al médico. A diferencia de los samurais, los médicos llevaban el pelo corto y sin coleta.
Blackthorne odiaba y temía a los médicos. Pero éste era diferente. Era amable e increíblemente aseado. La mayoría de los médicos europeos eran barberos, toscos y tan llenos de piojos como todo el mundo. Éste lo tocaba y lo examinaba con cuidado, le cogió la muñeca para tomarle el pulso y le golpeó suavemente la espalda, las rodillas y las plantas de los pies. Su tacto y sus modales eran apaciguadores. Lo único que sabían hacer los médicos europeos era mirarle a uno la lengua y preguntarle «¿Dónde te duele?», y sangrarlo para extraer los malos humores de la sangre y darle una fuerte lavativa para limpiarle el vientre.
Los dedos del médico tocaron interrogadoramente las cicatrices del muslo. Blackthorne imitó el ruido de un disparo, porque una bala de mosquete le había perforado la carne hacía muchos años.
—Ah so desu —dijo el médico, y asintió con la cabeza.
Por último, el médico habló a Rako y ella hizo una reverencia y le dio las gracias.
—¿Ichi ban? —preguntó Blackthorne. (¿Estoy bien?)
—Hai, Anjín-san.
—¿Honto ka?
—Honto.
Honto quería decir «verdad». «¡Qué palabra tan útil!», pensó Blackthorne.
—Domo, Médico-san.
El médico se inclinó y Blackthorne le devolvió el saludo. Sólo cuando las muchachas se lo hubieron llevado de allí y se encontró tumbado en las esterillas, flojo su quimono de algodón y mientras la niña Sonó le daba masaje en la espalda, recordó que había estado desnudo delante del médico, de las jóvenes y de los samurais, sin haberlo advertido ni haber sentido vergüenza.
—¿Nan desu ka, Anjín-san? —preguntó Rako, queriendo decir: «¿Qué pasa, honorable capitán? ¿De qué te ríes?»
Sus blancos dientes brillaban, y tenía depiladas las cejas y pintadas en forma de media luna. Llevaba peinados altos los negros cabellos y vestía un quimono floreado de color rosa y un obi verde-gris.
—Río porque soy feliz, Rako-san. Pero, ¿cómo podría explicarte todo lo que siento?
Entonces, se levantó de un salto, se ciñó el quimono y empezó a bailar una danza marinera y a cantar una canción para marcar el ritmo.
Rako y las otras chicas se quedaron pasmadas. Inmediatamente se abrió el shoji, y los guardias samurais se quedaron igualmente boquiabiertos. Blackthorne cantó y bailó furiosamente hasta que no pudo más. Entonces, soltó una carcajada y se derrumbó en el suelo. Las niñas aplaudieron y Rako trató de imitarle, pero fracasó estrepitosamente porque se lo impedía el largo quimono. Las otras se levantaron e insistieron en que él les diese lecciones, y él lo intentó, marcando los pasos mientras ellas trataban de imitarle, levantándose los quimonos. Pero no lo consiguieron y pronto empezaron a charlar y a reír y abanicarse.
De pronto, los guardias se pusieron serios y se inclinaron profundamente. Toranaga estaba en el umbral, flanqueado por Kiri y Mariko y sus siempre presentes guardias samurais. Las niñas se arrodillaron, pusieron las manos en el suelo y se inclinaron reverentes, pero sin miedo.
—Konnichi wa, Toranaga-sama —dijo Blackthorne inclinándose también, pero no tanto como las mujeres.
—Konnichi wa, Anjín-san —respondió Toranaga, y preguntó algo.
—Mi señor pregunta qué estabas haciendo, señor —dijo Mariko.
—Sólo bailaba un baile, Mariko-san —dijo Blackthorne sintiéndose como un tonto—. Se llama hornpipe. Es un baile marinero que acompañamos con shanties, con canciones. Me sentía contento…, tal vez a causa del saké. Lo siento. Espero no haber molestado a Toranaga-sama.
Ella tradujo.
—Mi señor dice que quisiera ver el baile y oír la canción.
—¿Ahora?
—Naturalmente.
Toranaga se sentó inmediatamente, cruzando las piernas, y todos los demás se acomodaron en la estancia y miraron, expectantes, a Blackthorne.
«Eres un tonto —se dijo Blackthorne—. Esto te ocurre por descuidarte. Ahora tendrás que hacer una exhibición, y tienes la voz cascada y bailas como un pato.»
Pero, como no tenía más remedio, se ciñó el quimono y empezó a bailar furiosamente, girando, pateando, retorciéndose, saltando y cantando a grito pelado.
—Mi señor dice que nunca vio nada parecido en su vida —dijo Mariko—. El señor Toranaga quiere bailar tu baile.
—¿Eh?
—Te ruega que le enseñes.
Blackthorne empezó la lección. Mostró el paso fundamental y lo repitió varias veces. Toranaga lo aprendió en seguida. Blackthorne se sintió impresionado por la agilidad de aquel hombre gordo y de edad avanzada.
Después, Blackthorne empezó a cantar y a bailar, y Toranaga le imitó, indeciso al principio, entre las aclamaciones de los espectadores. Pero pronto se despojó Toranaga del quimono y cruzó los brazos y empezó a bailar con igual entusiasmo que Blackthorne. Hasta que éste lanzó un grito, dio un salto y se detuvo. Después, aplaudió y se inclinó ante Toranaga, y todos aplaudieron a su señor, que se sintió feliz.
Toranaga se sentó en el centro de la estancia respirando con facilidad. Rako se apresuró a abanicarle y las otras jóvenes corrieron en busca de su quimono. Pero Toranaga empujó su propio quimono en dirección a Blackthorne y cogió el sencillo de éste. Mariko dijo:
—Mi señor dice que querría que aceptaras éste como regalo —y añadió—: Aquí se considera un gran honor recibir como obsequio el quimono, aunque sea muy viejo, del señor feudal.
—Arigato goziemashita, Toranaga-sama.
Blackthorne hizo una reverencia y después dijo a Mariko:
—Por favor, dile al señor Toranaga, con las frases más correctas que por desgracia aún no conozco, que lo conservaré como un tesoro y que aprecio aún más el honor que me ha hecho al bailar esta danza conmigo.
—El señor Toranaga dice que le ha gustado tu baile y que tal vez algún día te enseñará algunos de los nuestros. También quisiera que aprendieras el japonés lo más rápidamente posible.
—También a mí me gustaría. Y ahora, ¿quieres preguntar al señor Toranaga cuándo me devolverán mi barco?
—¿Qué?
—Mi barco, señora. Por favor, pregúntale cuándo me devolverán mi barco. Y mi tripulación. Todo el cargamento fue desembarcado y había veinte mil piezas de a ocho en la caja fuerte. Estoy seguro de que comprenderá que somos mercaderes, y aunque aprecio su hospitalidad, nos gustaría trocar los bienes que trajimos y volver a nuestro país. Tardaremos al menos dieciocho meses en llegar a casa.
—Mi señor dice que no debes preocuparte. Todo se hará lo antes posible. Pero, primero, debes recobrar tu vigor y tu salud. Saldrás al anochecer.
—Pero… hace cosa de una hora me dijiste que saldría dentro de unos días.
—Mi señor dice que es mejor y más conveniente para ti salir esta noche. Envía a dama Kiritsubo a Yedo a preparar su regreso. Irás con ella.
—Te ruego que le des las gracias. ¿Sería posible, puedo preguntar si sería posible poner en libertad a fray Domingo? Es un hombre que sabe muchas cosas.
—Mi señor dice que lo siente, pero que el hombre ha muerto. Envió a buscarlo cuando tú se lo pediste ayer, pero ya había muerto.
—¿Cómo murió? —preguntó Blackthorne, muy afligido.
—Mi señor dice que murió cuando lo llamaron por su nombre.
—¡Oh!
En aquel momento, entró precipitadamente un joven samurai, se inclinó ante Toranaga y esperó.
—¿Nan ja? —preguntó Toranaga.
Blackthorne no comprendió nada de lo que decían, salvo que creyó captar el seudónimo del padre Alvito: Tsukku. Vio que Toranaga lo miraba de reojo y advirtió en él la sombra de una sonrisa, y se preguntó si Toranaga habría enviado a buscar al sacerdote a causa de lo que él le había dicho.
—Kare ni matsu yoni —dijo secamente Toranaga.
—Gyoi.
El samurai hizo una reverencia y se marchó rápidamente. Toranaga se volvió a Blackthorne:
—¿Nan ja, Anjín-san?
—¿Algo más, capitán? —dijo Mariko.
—Sí. ¿Podría Toranaga cuidar también de mis tripulantes y hacer que los traten bien? ¿Los enviará también a Yedo?
—Mi señor dice que ha tomado las medidas necesarias. No tienes que preocuparte por ellos. Ni por tu barco.
—¿Está bien mi barco? ¿Cuidan de él?
—Sí. Dice que el barco está ya en Yedo.
Toranaga se levantó. Y todos empezaban a inclinarse cuando Blackthorne dijo, inesperadamente:
—Una última cosa…
Se interrumpió y se maldijo dándose cuenta de que era una descortesía. Toranaga había puesto claramente fin a la entrevista y ahora los presentes no sabían si terminar su reverencia, esperar o empezar de nuevo.
—¿Nan ja, Anjín-san? —dijo Toranaga, ahora con voz agria y viva, pues también se había sentido momentáneamente desconcertado.
—Gomen nasai, lo siento, Toranaga-sama. No quise ser descortés. Sólo quería preguntar si puedo hablar unos momentos con dama Mariko antes de marcharme. Me complacería mucho.
Ella lo preguntó.
Toranaga se limitó a lanzar un imperioso gruñido afirmativo y salió, seguido de Kiri y de su guardia personal.
«¡Quisquillosos bastardos! —dijo Blackthorne para sus adentros—. ¡Dios mío, aquí hay que andarse con mucho cuidado!»
Se enjugó la frente con la manga y vio una expresión de disgusto en el semblante de Mariko. Rako sacó apresuradamente un pañuelo de los que parecía tener una reserva inagotable y secreta en algún lugar de la parte de atrás de su obi. Entonces él se dio cuenta de que llevaba el quimono «del señor» y de que uno no debía secarse el sudor de la frente con la manga «del señor», y de que había cometido otra falta. «¡Nunca aprenderé, Dios mío, nunca aprenderé!»
—¿Anjín-san? —dijo Rako ofreciéndole saké.
Él le dio las gracias y lo bebió de un trago. Ella volvió a llenar la taza. Blackthorne vio que las frentes de todos estaban sudorosas.
—Gomen nasai —dijo disculpándose, y tomó la copa y la ofreció galantemente a Mariko—. No sé si esto es correcto o no, pero, ¿quieres un poco de saké? ¿Está permitido? ¿O tengo que golpear el suelo con la cabeza?
Ella se echó a reír.
—¡Oh, sí! Es absolutamente correcto, y no debes excusarte conmigo, capitán. Los hombres no se excusan con las mujeres. Todo lo que hacen es correcto. Al menos, así lo creen las damas.
Explicó a las chicas lo que había dicho, y éstas asintieron gravemente, pero con ojos reidores.
—Tú no podías saberlo, Anjín-san —siguió diciendo, y después bebió un sorbo y le devolvió la taza—. Gracias, pero el saké se me sube a la cabeza y me baja a las rodillas. El caso es que aprendes muy de prisa, aunque debe costarte mucho. No te preocupes, el señor Toranaga me dijo que tienes aptitudes excepcionales. Nunca te habría dado su quimono si no se hubiese sentido plenamente satisfecho.
—¿Envió a buscar a Tsukku-san?
—¿Al padre Alvito?
—Sí.
—Tendrías que habérselo preguntado a él, capitán. A mí no me lo dijo. E hizo bien, pues las mujeres no entendemos de cuestiones políticas. Y ahora, ya que quieres preguntarme algo, ¿puedo preguntarte yo primero?
—Desde luego.
—¿Cómo es tu señora, tu esposa?
—Tiene veintinueve años. Es alta, comparada contigo. Yo mido seis pies y dos pulgadas, y ella, unos cinco pies y ocho pulgadas. Por tanto, te pasa la cabeza, aunque es… proporcionada como tú. Su cabello es de color de… —señaló las vigas de cedro pulimentado, y todos las miraron y volvieron a mirarle a él—. Sí, aproximadamente de ese color. De un rubio ligeramente rojizo. Sus ojos son azules, mucho más azules que los míos, de un azul verdoso. Casi siempre lleva el cabello largo y suelto.
Mariko tradujo todo esto a los otros, y todos contuvieron el aliento y miraron las vigas de cedro y de nuevo a él, e incluso los guardias samurais prestaron atención. Rako preguntó algo.
—Rako-san pregunta si tiene el cuerpo como nosotras.
—Sí. Pero tiene las caderas más anchas y más redondas y la cintura más pronunciada y… bueno, generalmente nuestras mujeres son más redondeadas y tienen los senos más grandes.
—¿Son todas vuestras mujeres y vuestros hombres mucho más altos que nosotros?
—Generalmente, sí. Pero también tenemos bajitas. Vuestra pequeña estatura me parece deliciosa. Muy agradable.
Asa preguntó algo y el interés general aumentó.
—Asa pregunta si en cuestiones de almohada pueden compararse vuestras mujeres con las nuestras.
—Perdón, no comprendo.
—¡Oh, discúlpame, por favor! Nosotros decimos asuntos de almohada para indicar la unión física del hombre y la mujer. Es más delicado que fornicación, ¿neh?
—Yo… bueno… sólo he tenido una experiencia de almohada en este país… Fue…, en el pueblo…, y no lo recuerdo muy bien, pues estaba agotado por el viaje y medio dormido.
Mariko frunció el ceño.
—¿Sólo una vez desde que llegaste?
—Sí.
—Debes sentirte muy incómodo, ¿neh? Una de esas damas estaría encantada de compartir la almohada contigo, Anjín-san. O las tres, si lo deseas.
—¿Eh?
—¡Claro! Pero si no quieres a ninguna de ellas, no debes preocuparte, porque no se ofenderán. Dime solamente la clase de dama que prefieres y la buscaremos.
—Gracias —dijo Blackthorne—. Ahora, no.
—¿Estás seguro? Discúlpame, pero Kiritsubo-san dejó instrucciones concretas en el sentido de que hay que proteger y mejorar tu salud. ¿Cómo puedes estar sano sin esto? Es muy importante para el hombre, ¿neh? Sí, muchísimo.
—Gracias, pero no ahora —dijo Blackthorne, contrariado por el descaro y la falta de tacto de la sugerencia.
—Te aseguro que quedarías satisfecho, Anjín-san. ¡Oh! Tal vez… ¿Prefieres tal vez un muchacho?
—¿Eh?
—Un muchacho. Es muy sencillo, si lo deseas —dijo ella, con ingenua sonrisa y con toda naturalidad.
—¿Me ofreces en serio un chico?
—Pues claro, Anjín-san. ¿Qué te pasa? Sólo dije que te enviaríamos un muchacho si tú lo deseas.
—¡No lo deseo! —dijo Blackthorne, sofocado—. ¿Tengo cara de ser un maldito sodomita?
Sus palabras restallaron en la estancia. Todos lo miraron asombrados. Mariko se inclinó, desconsolada, tocando el suelo con la frente.
—Por favor, discúlpame. He cometido un terrible error. Te he ofendido, cuando sólo trataba de complacerte. Nunca había hablado con un extranjero antes de ahora, aparte los santos padres, y nada sé de vuestras costumbres íntimas. Los padres no hablan de estas cosas.
El jefe de los samurais, Kazu Oan, los observaba con irritación. Él respondía de la seguridad y de la salud del bárbaro y había visto con sus propios ojos la increíble merced que había hecho el señor Toranaga a Anjín-san, y ahora, Anjín-san estaba furioso.
—¿Qué le pasa? —preguntó con un tono amenazador, pues sin duda la estúpida mujer había dicho algo que había ofendido al importantísimo prisionero.
Mariko le explicó lo que había dicho y lo que le había respondido Anjín-san.
Oan se rascó la cabeza con incredulidad.
—¿Se ha puesto como un buey furioso sólo porque le has ofrecido un muchacho?
—Sí.
—Perdona, pero ¿lo has hecho cortésmente? ¿No habrás empleado una palabra grosera?
—¡Oh, no, Oan-san! Estoy segura.
—Nunca comprenderé a esos bárbaros —dijo Oan, desesperado—. Por lo que más quieras, cálmalo, Mariko-san. Debe de ser a causa de su larga abstinencia. Tú —ordenó a Sonó—, trae más saké, saké caliente, y toallas calientes. Tú, Rako, frota el cuello de ese diablo.
Cuando salieron corriendo las muchachas, se le ocurrió una idea:
—Me pregunto si será impotente. Su relato de aquella vez en el pueblo fue bastante vago, ¿neh? Quizás el pobre hombre está furioso porque no puede hacerlo y tú sacaste a relucir el tema.
—Perdona, pero no lo creo. El médico dijo que era normal.
—Si fuese impotente, esto lo explicaría todo, ¿neh? Cualquiera se habría puesto como él. Pregúntaselo.
Mariko hizo inmediatamente lo que le ordenaban y Oan se horrorizó al ver cómo se congestionaba la cara del bárbaro y cómo se llenaba la habitación de unos sonidos bárbaros horribles.
—Ha dicho «no» —murmuró Mariko.
—Y todo eso, ¿sólo quiere decir «no»?
—Es que, cuando se excitan, emplean muchas maldiciones elocuentes.
Oan empezaba a sudar de angustia pensando en su responsabilidad.
—¡Haz que se calme! —empezó a decir, pero se interrumpió de pronto porque vio llegar a Hiro-matsu.
Éste, que en circunstancias ordinarias era un ordenancista, se había mostrado como un tigre irritado durante las últimas semanas, y aquel día había sido aún peor. Había degradado a diez hombres por falta de pulcritud, había ordenado a dos samurais que se hicieran el harakiri por haber llegado tarde a su ronda, y cuatro encargados de la limpieza nocturna habían sido arrojados desde lo alto de la muralla por dejar caer parte de un contenedor en el jardín del castillo.
—¿Se ha portado bien, Mariko-san? —dijo Puño de Hierro, con irritación—, y Oan temió que la estúpida mujer que había armado todo el jaleo dijese la verdad haciendo que rodasen sus cabezas.
Pero, para su gran alivio, ella contestó:
—Sí, señor. Todo va bien. Gracias.
—Se te ordena partir con Kiritsubo-san.
—Sí, señor.
Mientras Hiro-matsu se alejaba para continuar su ronda, Mariko reflexionó sobre la causa de que la enviasen fuera. ¿Era simplemente para actuar de intérprete para Kiri y el bárbaro durante el viaje? ¿Era la cosa tan importante? ¿Se marchaban también las otras mujeres de Toranaga? ¿Y dama Sazuko? ¿No era peligroso para ésta el viaje por mar?
«¿Iré yo sola con Kiri —se preguntó—, o vendrá también mi esposo? Y si él se queda, ¿quién cuidará de su casa? ¿Y por qué tenemos que ir en barco? ¿Acaso no es segura la carretera de Tokaido? ¿Acaso nos atacaría Ishido? Tal vez. Dama Sazuko, Kiritsubo y las otras podrían ser buenos rehenes. ¿Será por esto que nos envían por mar?»
A Mariko nunca le había gustado el mar. Su sola visión le producía mareo. «Pero si tengo que ir, iré, y se acabó la cuestión.» Karma. Dejó de pensar en ello para centrar su atención en el problema más inmediato de aquel bárbaro extranjero que sólo le causaba preocupaciones.
Cuando Puño de Hierro hubo desaparecido, Oan levantó la cabeza y todos suspiraron. Asa llegó corriendo con el saké, seguida de cerca por Sonó que traía las toallas calientes.
Observaron cómo servían al bárbaro. Vieron el rostro tenso de éste, que aceptó el saké sin la menor satisfacción y recibió las toallas calientes con toda frialdad.
Mariko ofreció más saké a Blackthorne.
—No, gracias.
—Pido de nuevo disculpas por mi estupidez. ¿Querías hacerme alguna pregunta?
Blackthorne había visto que hablaban entre ellos, fastidiado por no poder entenderles y furioso por no poder maldecirles debidamente por su insulto.
—Sí. ¿Dijiste que la sodomía es aquí una cosa normal?
—¡Oh! Perdóname, pero, ¿no podemos hablar de otra cosa?
—Desde luego, señora. Pero, ante todo, para que pueda comprenderte, dime si la sodomía es una cosa normal en este país.
—Todo lo que tiene que ver con la almohada es normal —dijo ella, en tono desafiador, irritada por la falta de buenos modales y por la evidente imbecilidad del hombre.
Recordaba que Toranaga le había dicho que podía informarle ampliamente de cuestiones no políticas, pero que debía contarle después a él las preguntas que le había hecho Anjín-san. Además, no estaba dispuesta a aguantar sus tonterías, porque el Anjín seguía siendo un bárbaro y probablemente un pirata, y pendía sobre él una sentencia de muerte que había quedado en suspenso de momento porque así lo había querido Toranaga.
—El hecho de que un hombre vaya con otro hombre o con un muchacho, sólo les afecta a ellos. ¿Qué perjuicio causan a los demás, a ti o a mí? ¡Ninguno!
«¿Acaso soy una estúpida analfabeta —pensó— o soy uno de esos mercaderes idiotas que se dejan intimidar por los bárbaros? No. Yo soy una samurai. Sí, lo eres, Mariko. Pero eres también bastante tonta. Eres una mujer, y debes tratarlo como a un hombre cualquiera, si has de dominarlo. Halágalo, síguele la corriente y háblale con dulzura. Olvidaste tus armas. ¿Por qué te hace actuar como una niña de doce años?»
Deliberadamente, suavizó el tono de su voz.
—Pero si tú crees…
—La sodomía es un pecado horrible, algo maligno, una abominación condenada por Dios, y los bastardos que la practican son la escoria del mundo —la interrumpió Blackthorne, todavía furioso porque ella le había creído capaz de ser uno de éstos.
«¡Señor! ¿Cómo es posible? Pero domínate —se dijo—, ¡cualquiera diría que eres un puritano fanático o un calvinista! ¿Y por qué te pones tan furioso contra los sodomitas? ¿Será porque siempre se encuentra alguno en el mar, porque son muchos los marineros que lo han probado al no poder soportar tantos meses de aislamiento? ¿Será porque tú mismo te sentiste tentado y te odiaste por sentir la tentación? ¿O será porque cuando eras pequeño tuviste que luchar para protegerte, hasta el punto de que en una ocasión estuvieron a punto de abusar de ti, pero pudiste escapar y matar a uno de los bastardos de una cuchillada en el cuello, y esto cuando sólo tenías doce años, y que fue la primera muerte de tu larga lista?»
—Es un pecado condenado por Dios, ¡un pecado contra las leyes de Dios y de los hombres! —gritó.
—Seguramente, esto son palabras cristianas que se aplican a otras cosas —replicó ella agriamente, sin pensarlo, irritada por la rudeza del hombre—. ¿Un pecado? ¿Dónde está el pecado en esto?
—Tú deberías saberlo. Eres católica, ¿no? Fuiste educada por los jesuitas, ¿no?
—Un santo padre me enseñó a hablar latín y portugués y a escribir en latín y en portugués. No sé qué significado das tú a ser católico, pero soy cristiana desde hace casi diez años, y ellos nunca me hablaron de esto. Nunca leí libros eróticos. Sólo libros religiosos. ¿El erotismo, un pecado? ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede ser pecaminoso algo que proporciona placer?
—¡Pregúntalo al padre Alvito!
«¡Ojalá pudiese hacerlo! —pensó ella, confusa—. Pero me ordenaron que sólo comentase con Kiri y con mi señor Toranaga lo que se dijese aquí. Pedí a Dios y a la Virgen que me ayudasen, pero han permanecido mudos. Sólo sé que, desde que llegaste aquí, todo ha sido un embrollo. Sólo me has causado preocupaciones…»
—Si es un pecado como tú dices, ¿por qué tantos sacerdotes budistas lo hacen y siempre lo han hecho? Incluso hay sectas que lo recomiendan como una forma de adoración. ¿Son malos por ello? ¡Claro que no! ¿Por qué han de privarse de un placer normal si no pueden tener trato con las mujeres?
—La sodomía es una abominación, contraria a todas las leyes. ¡Pregúntalo a tu confesor!
«Tú eres la única abominación, tú, capitán —habría querido gritarle Mariko—. ¿Cómo te atreves a ser tan rudo y cómo puedes ser tan estúpido? ¿Dijiste contra Dios? ¡Qué absurdo! Tal vez contra tu dios malvado. Dices que eres cristiano, pero evidentemente no lo eres, eres un embustero y un falsario. Quizá conoces cosas extraordinarias y has estado en lugares extraños, pero no eres cristiano y sí un blasfemo. ¿Te ha enviado Satanás? ¿Un pecado eso? ¡Qué ridiculez!
»Te enfureces por cosas normales y actúas como un loco. Irritas a los santos padres, irritas al señor Toranaga, produces tensiones entre nosotros, atacas nuestras creencias y nos atormentas con insinuaciones sobre lo que es verdad y lo que no lo es, sabiendo que no podemos probar inmediatamente la verdad.
»Te desprecio, como desprecio a todos los bárbaros. Sí, los bárbaros destrozaron mi vida. ¿Acaso no odiaron a mi padre porque desconfiaba de ellos y pidió abiertamente al Dictador Goroda que los expulsara de nuestro país? ¿Acaso no envenenaron los bárbaros la mente del Dictador, haciendo que empezara a odiar a mi padre, su general más fiel, un hombre que lo había ayudado incluso más que el general Nakamura o que el señor Toranaga? ¿No fueron los bárbaros quienes hicieron que el Dictador insultara a mi padre, le volviera loco y le obligase a hacer lo indecible, siendo por ello causa de todas mis angustias?
»Sí, hicieron todo esto y aún más. Pero también trajeron la incomparable Palabra de Dios, y en las horas negras de mi aflicción, cuando me trajeron del odioso destierro a una vida aún más odiosa, el padre Visitador me mostró el Camino, abrió mis ojos y mi alma y me bautizó. Y el Camino me dio fuerza para resistir, llenó mi corazón de una paz infinita, me liberó del tormento perpetuo y me bendijo con la promesa de la Salvación Eterna.
»Pase lo que pase, estoy en manos de Dios. ¡Oh, Virgen Santa! Dale tu paz y ayuda a esta pobre pecadora para vencer a tu enemigo.»
—Pido perdón por mi rudeza —dijo—. Tienes motivo para haberte enojado. Soy una mujer tonta. Por favor, ten paciencia y disculpa mi estupidez, Anjín-san.
Inmediatamente se aplacó la ira de Blackthorne.
—Yo también pido disculpas, Mariko-san —dijo ablandándose un poco—, pero entre nosotros sugerir que un hombre es sodomita es el peor de los insultos.
«Entonces, sois tan tontos e infantiles como viles, toscos y mal educados», pensó. Pero dijo, aparentemente compungida:
—Tienes razón. No pretendí ofenderte, Anjín-sama. Acepta mis disculpas. Toda la culpa fue mía. Lo siento.
El sol había tocado el horizonte, y el padre Alvito seguía esperando en la sala de audiencias, con los libros de ruta en las manos.
Era la primera vez que Toranaga le hacía esperar, la primera vez, en muchos años, que esperaba para ver a su daimío e incluso al propio Taiko. Durante los últimos ocho años de gobierno del Taiko, había gozado del increíble privilegio de ser recibido inmediatamente. Pero este privilegio se lo había ganado gracias a su fluidez en la lengua japonesa y a su inteligencia para los negocios. Su conocimiento de las maniobras internas del comercio internacional había contribuido activamente a aumentar la inverosímil fortuna del Taiko, y Alvito se había convertido en el confidente de aquél, en una de las cuatro únicas personas —y en el único extranjero— que había visto todos los cuartos del tesoro personal del Taiko.
A unos cien pasos de allí, se elevaba el torreón del castillo. Tenía siete pisos de altura y estaba protegido por gran cantidad de muros, puertas y fortificaciones. En el piso cuarto había siete habitaciones con puertas de hierro. Todas ellas estaban llenas de lingotes de oro y de cofres de monedas de oro. En el piso de encima, estaba la plata, también en lingotes y en cofres llenos de monedas. Y en el de encima de éste, se guardaban las sedas raras, las porcelanas, los sables y las armaduras, el tesoro del Imperio.
«En las condiciones actuales —pensó Alvito—, aquello debía valer al menos cincuenta millones de ducados, más que la renta anual de todo el Imperio español, del Imperio portugués y de Europa en su conjunto. La más grande fortuna personal en efectivo de la Tierra. Con una centésima parte de ella podríamos construir una catedral en cada ciudad, una iglesia en cada pueblo y una misión en cada aldea del país. ¡Quién lo tuviese, para Gloria de Dios!»
El Taiko había ambicionado el poder. Y había codiciado el oro por el poder que daba sobre los hombres. El tesoro era el producto de dieciséis años de poder indiscutido, de los inmensos dones obligatorios que todos los daimíos tenían que ofrecer anualmente, por costumbre, y de los ingresos de sus propios feudos. El Taiko poseía personalmente, por derecho de conquista, la cuarta parte de todo el país. Su renta anual pasaba de los cinco millones de kokú. Y como era señor de todo el Japón, por mandato del Emperador, poseía en teoría todas las rentas de todos los feudos. No imponía contribuciones a nadie. Pero todos los daimíos, todos los samurais, todos los campesinos, artesanos, mercaderes, ladrones y bandidos, todos los bárbaros, e incluso los eta, contribuían voluntariamente y con esplendidez. Por su propia seguridad.
Alvito recordó la noche en que había muerto el Taiko. Éste lo había invitado a acompañarle en sus últimos momentos, junto con Yodoko-sama, esposa del Taiko, y dama Ochiba, su consorte y madre del Heredero. Los tres habían velado y esperado en el embalsamado ambiente de aquella interminable noche de verano.
Después empezó la agonía y se produjo la muerte.
—Su alma se ha ido. Ahora está en manos de Dios —había dicho él, haciendo la señal de la cruz y bendiciendo el cadáver.
—Que Buda reciba a mi señor y le haga renacer muy pronto para que pueda empuñar de nuevo las riendas del Imperio —había dicho Yodoko, llorando en silencio.
Le había cerrado los ojos y había aseado el cadáver, tal como le correspondía por privilegio. Después, tristemente, había hecho tres reverencias y había salido dejando a Alvito con dama Ochiba.
La muerte del Taiko había sido dulce. Hacía meses que estaba enfermo, y aquella noche se previó el fin. Pocas horas antes de morir, había abierto los ojos y sonreído a Ochiba y a Yodoko, y había murmurado con un hilo de voz:
—Escuchad mi epitafio:
Como el rocío nací,
como el rocío me extingo.
El castillo de Osaka y todo cuanto hice
no es más que un sueño
dentro de un sueño.
Y después de una última sonrisa cariñosa a ellas y a él, había añadido:
—Velad por mi hijo todos vosotros.
Y sus ojos se habían nublado para siempre.
El padre Alvito recordaba cuánto le había conmovido esta última poesía, tan típica del Taiko. La invitación de éste le había hecho esperar que en el último momento el señor del Japón aceptaría la verdadera fe. No había sido así.
—¡Has perdido para siempre el Reino de Dios, pobre mortal! —había murmurado tristemente.
—¿Y si tu Reino de Dios está en un callejón sin salida de los bárbaros? —le había dicho dama Ochiba.
—¿Qué? —había preguntado él pensando que no había oído bien, pues conocía a dama Ochiba desde hacía casi doce años y siempre la había visto dócil y sumisa, callada, dulce, sonriente y feliz.
—He dicho: ¿Y si tu Reino de Dios está en un callejón sin salida de los bárbaros?
—Que Dios te perdone. Tu señor acaba de morir y…
—El señor mi dueño ha muerto, y con él ha muerto la influencia que tenías sobre él. ¿Neh? El quiso que estuvieras aquí, y bien está, pues tenía derecho a quererlo. Pero ahora está en el Gran Vacío y ya no tiene autoridad. Ahora mando yo. Tú, sacerdote, apestas, siempre has apestado, y tu hedor contamina el aire. ¡Sal de mi castillo y déjanos con nuestro dolor!
La triste luz de las velas había puesto un temblor en su semblante. Era una de las mujeres más bellas del mundo. Involuntariamente, él había hecho la señal de la cruz contra su maldad.
—¿Nan ja, Tsukku-san?
De momento, las palabras japonesas no tuvieron ningún significado para él.
Toranaga estaba de pie en el umbral, rodeado de sus guardias.
El padre Alvito hizo una reverencia poniéndose sobre sí y sintiendo que el sudor corría por su espalda y por su cara.
—Pido perdón por haber venido sin ser invitado. Estaba… estaba soñando despierto. Recordaba muchas cosas que tuve la dicha de presenciar en el Japón. Parece como si toda mi vida hubiera transcurrido aquí.
—Para fortuna nuestra, Tsukku-san.
Toranaga se dirigió con paso cansino al estrado y se sentó sobre el sencillo almohadón. Los guardias formaron, en silencio, una valla de protección a su alrededor.
—Llegaste aquí el tercer año de Tensho, ¿no?
—No, señor. Fue el cuarto, el Año de la Rata —respondió empleando su calendario, que le había costado meses comprender.
Todos los años se contaban partiendo de un año particular, elegido por el Emperador reinante. Una catástrofe o un suceso feliz podían terminar o empezar una era, al antojo de aquél. Se ordenaba a los eruditos que escogiesen un nombre de buen augurio, tomado de los antiguos libros de China, para la nueva era que podía durar un año o cincuenta años. Tensho significaba «Justicia del Cielo». El año anterior había estado marcado por un maremoto que había causado doscientos mil muertos. Y cada año recibía un número además de un nombre siguiendo este último la misma serie que servía para designar las horas: Liebre, Dragón, Serpiente, Caballo, Cabra, Mono, Gallo, Perro, Oso, Rata, Buey y Tigre. El primer año de Tensho había coincidido con el Año del Gallo. De aquí que el año 1576 fuese el Año de la Rata, en el cuarto año de Tensho.
—Mucho ha ocurrido en estos veinticuatro años, ¿neh, amigo mío?
—Sí, señor.
—Sí. El auge de Goroda y su muerte. El auge del Taiko y su muerte. ¿Y ahora?
—Esto está en manos del Infinito —dijo Alvito empleando un término que podía significar Dios y también Buda.
—Ni el señor Goroda ni el señor Taiko creían en ningún dios ni en el Infinito.
—¿No dijo el señor Buda que muchos caminos conducen al nirvana, señor?
—¡Ah! Eres un hombre prudente, Tsukku-san. ¿Cómo, siendo tan joven, puedes ser tan prudente?
—Sinceramente desearía serlo, señor. Así os podría ser de más ayuda.
—¿Querías verme?
—Sí. Pensé que el asunto era lo bastante importante para venir sin previa invitación.
Alvito sacó los libros de ruta de Blackthorne y los depositó en el suelo, delante de Toranaga, y le dio las explicaciones sugeridas por Dell’Aqua. Vio que las facciones de Toranaga se endurecían, y se alegró de ello.
—¿Prueba de su piratería?
—Sí, señor. Los libros de ruta contienen incluso el texto exacto de las órdenes, entre las cuales figura ésta: «… en caso necesario, desembarcar con todas las fuerzas y apoderarse de cualquier territorio alcanzado o descubierto». Si lo deseas, puedo hacer una traducción literal de todos los pasajes pertinentes.
—Tradúcelo todo. Rápidamente —dijo Toranaga.
—Hay algo más, que el padre Visitador cree que debes saber.
Alvito contó a Toranaga todo lo referente a los mapas y los informes y al Buque Negro tal como habían convenido, y se alegró al ver la complacida reacción del otro.
—¡Excelente! —dijo Toranaga—. ¿Estás seguro de que el Buque Negro anticipará su salida?
—Sí —respondió Alvito con firmeza.
—Bien. Di a tu señor que espero sus informes con impaciencia, aunque supongo que tardará algunos meses en comprobar correctamente los hechos.
—Dijo que preparará los informes lo antes posible. Y te enviaremos los mapas que deseas. ¿Es posible que el capitán general tenga pronto sus licencias? Esto facilitaría muchísimo la salida anticipada del Buque Negro, señor Toranaga.
—¿Garantizas que el barco llegará pronto?
—Nadie puede garantizar el viento y las tormentas en el mar. Pero el barco saldrá anticipadamente de Macao.
—Tendrás las licencias antes de anochecer —dijo Toranaga y despidió a sus guardias.
Era la primera vez que Alvito veía a un daimío sin escolta.
—Ven y siéntate aquí, Tsukku-san.
Toranaga señaló un sitio a su lado en el estrado. Alvito nunca había recibido semejante invitación. ¿Era un voto de confianza… o una sentencia?
—La guerra está a punto de estallar —dijo Toranaga.
—Sí.
Los señores cristianos Onoshi y Kiyama se oponen extrañamente a mis deseos. Circulan malos rumores, ¿neh? Sobre ellos y sobre otros daimíos cristianos.
—Los hombres prudentes deben llevar siempre en su corazón los intereses del Imperio.
—Sí. Pero mientras tanto, y contra mi voluntad, el Imperio se ha dividido en dos bandos. El mío y el de Ishido. Por consiguiente, todos los intereses del Imperio están en un bando o en el otro. ¿Dónde están los intereses de los cristianos?
—Tenemos prohibido intervenir en política, señor.
—¿Creéis que Ishido os favorecerá? —La voz de Toranaga se endureció—. Es absolutamente contrario a vuestra religión. Ishido quiere poner en vigor los Decretos de Expulsión del Taiko y cerrar todo el país a los bárbaros. Yo quiero la expansión del comercio.
—Nosotros no tenemos influencia sobre ninguno de los daimíos cristianos.
—Entonces, ¿cómo puedo yo influir en ellos?
—No sé lo bastante para atreverme a aconsejarte.
—Sabes lo bastante, viejo amigo para comprender que, si Kiyama y Onoshi se coaligan contra mí poniéndose al lado de Ishido y de toda su ralea, los otros daimíos cristianos no tardarán en seguirles, y la proporción será de veinte hombres de los suyos contra uno de los míos.
—¿No hay manera de evitar la guerra? Si estalla, nunca acabará.
—También yo lo creo. Y todo el mundo saldrá perdiendo: nosotros y los bárbaros y la Iglesia Cristiana. En cambio, si todos los daimíos cristianos se pusieran de mi parte abiertamente, no habría guerra. Aunque Ishido levantara la bandera y se rebelase, los regentes podían aplastarlo como a un gusano.
Alvito sintió que el nudo se apretaba alrededor de su cuello.
—Nosotros sólo estamos aquí para predicar la Palabra de Dios. No para meternos en política, señor.
—Vuestro jefe anterior ofreció al Taiko los servicios de los daimíos cristianos de Kiusiu antes de que hubiese sometido aquella parte del Imperio.
—Se equivocó al hacerlo. No tenía autoridad de la Iglesia ni de los propios daimíos.
—Pronto tendrá cada uno que tomar partido, Tsukku-san, Sí. Muy pronto.
Alvito sintió físicamente la amenaza.
—Siempre estoy dispuesto a servirte.
—Si pierdo, ¿morirás conmigo?
—Mi vida y mi muerte están en manos de Dios.
—¡Oh, sí! ¡Tu Dios cristiano! —Toranaga movió un poco su sable y se inclinó—. Si Onoshi y Kiyama se ponen de mi parte en el término de cuarenta días, el Consejo de Regentes revocará los Decretos del Taiko.
«¿Hasta dónde puedo llegar? —se preguntó Alvito, desesperado—. ¿Hasta dónde?»
—No podemos influir en ellos como tú crees —dijo en voz alta.
—Tal vez tu jefe podría ordenárselo. ¡Ordenárselo! Ishido os traicionará, a vosotros y a ellos. Le conozco bien. Y también dama Ochiba. ¿Acaso no influye ya cerca del Heredero contra vosotros?
«Sí —habría querido gritar Alvito—. Pero Onoshi y Kiyama han obtenido en secreto un compromiso jurado y escrito de Ishido confiándoles el nombramiento de todos los tutores del Heredero, uno de los cuales será cristiano. Y Onoshi y Kiyama han jurado solemnemente que están convencidos de que tú traicionarás a la Iglesia, en cuanto hayas eliminado a Ishido.»
—El padre Visitador no puede darles órdenes, señor. Sería una injerencia imperdonable en vuestra política.
—Onoshi y Kiyama, dentro de cuarenta días, y se derogarán los Decretos del Taiko… y se acabarán también los malos sacerdotes. Los regentes les prohibirán la entrada en el Japón.
—¿Qué?
—Sólo quedaréis tú y los tuyos. Ninguno de los otros… los apestosos mendigos de sotana, los peludos descalzos. Los que sólo lanzan estúpidas amenazas y no hacen más que crear conflictos. Si queréis, tendréis las cabezas de todos los que están aquí.
Todo el ser de Alvito se puso alerta. Nunca había sido tan franco Toranaga. El menor resbalón podía ofenderle y convertirlo para siempre en enemigo de la Iglesia.
«¡Piensa en lo que ofrece Toranaga! ¡La exclusiva en todo el Imperio! Lo único que garantizaría la pureza y la seguridad de la Iglesia en su período de crecimiento. Algo que sólo Toranaga puede darnos. Con Kiyama y Onoshi apoyándole abiertamente, Toranaga podría aplastar a Ishido y dominar el Consejo.»
—No estoy autorizado para responderte, señor, ni para hablar de estos asuntos, ¿neh? Sólo te digo que nuestro fin es salvar almas —dijo.
—Tengo entendido que mi hijo Naga se interesa por vuestra fe cristiana.
«¿Es una amenaza o una oferta? —se preguntó Alvito—. ¿Me está ofreciendo su permiso para que Naga abrace la fe —¡qué golpe magnífico sería!— o me dice que si no cooperamos nos lo prohibirá?»
De pronto, Alvito se dio cuenta de la enormidad del dilema con que se enfrentaba Toranaga. «Está atrapado, tiene que hacer un convenio con nosotros —pensó entusiasmado—. Tiene que darnos lo que queramos, si accedemos a hacer un trato con él. ¡Al fin confiesa francamente que los daimíos cristianos tienen la balanza del poder! ¿Qué más podemos pedir? Nada. Excepto…»
Miró deliberadamente los libros de ruta que había dejado delante de Toranaga. Éste alargó la mano y los guardó en la manga de su quimono.
—¡Ah, sí, Tsukku-san! —dijo con voz misteriosa y cansada—. También está el nuevo bárbaro, el pirata. El enemigo de tu país. Pronto vendrán en gran número, ¿neh? Se les puede disuadir… o animar. Como a ese pirata, ¿neh?
El padre Alvito comprendió que podían tenerlo todo. «¡Pero sólo queremos lo ofrecido! Si sólo dependiese de mí, me arriesgaría. Conozco a Toranaga y apostaría por él. Sí, amenazaría a Onoshi y a Kiyama con la excomunión si se negaran a apoyarle con tal de ganar estas concesiones para la Madre Iglesia. Dos almas a cambio de decenas de millares, de centenas de millares, de millones. Pero no puedo decidir nada. Sólo soy un mensajero.»
—Necesito ayuda, Tsukku-san —dijo—. Y la necesito ahora.
—Yo haré todo lo que pueda, Toranaga-sama. Te lo prometo.
Entonces, Toranaga dijo rotundamente:
—Esperaré cuarenta días. Sí. Cuarenta días.
Alvito hizo una reverencia. Toranaga le devolvió el saludo inclinándose más ceremoniosamente que nunca, casi como si lo hiciese ante el propio Taiko. El sacerdote se levantó, emocionado. Salió de la estancia y echó a andar por el pasillo. Aceleró el paso. Empezó a correr.
Toranaga observó al jesuita desde una aspillera, al cruzar éste el jardín. El shoji se entreabrió de nuevo, pero él despidió a los guardias con una maldición y les ordenó bajo pena de muerte que lo dejasen solo. Con la mirada siguió atentamente a Alvito a través de la puerta fortificada y del patio hasta que el sacerdote se perdió en el laberinto de las fortificaciones interiores.
Y después, en la soledad y en el silencio, Toranaga sonrió. Se arremangó el quimono y se puso a bailar un baile marinero.