CAPÍTULO XIX

El padre Alvito descendió a caballo la cuesta del castillo, al frente de su acostumbrado séquito de jesuitas, vestidos todos ellos como los sacerdotes budistas, excepto por el rosario y el crucifijo que llevaban colgados del cinto. Lo acompañaban también cuarenta japoneses, todos ellos hijos de samuráis cristianos, estudiantes del seminario de Nagasaki que le habían acompañado a Osaka.

Después de cruzar al trote vivo los bosques y las calles de la ciudad, en dirección a la Misión de los Jesuitas, gran edificio de piedra de estilo europeo, el cortejo penetró en el patio central y se detuvo frente a la puerta principal. Unos servidores estaban ya esperando para ayudar a desmontar al padre Alvito. Sus espuelas resonaron en las piedras al dirigirse al patio interior que contenía una fuente y un apacible jardín. La puerta de la antecámara estaba abierta.

—¿Está solo? —preguntó.

—No, no está solo, Martín —dijo el padre Soldi, un napolitano bajito, bonachón y picado de viruelas, que era secretario del padre Visitador hacía casi treinta años, veinticinco de los cuales los había pasado en Asia—. El capitán general Ferriera está con Su Eminencia. Sí, el pavo real está con él. Pero Su Eminencia dijo que os hiciese entrar inmediatamente. ¿Pasa algo malo, Martín?

—No. Nada.

Soldi gruñó y volvió a su tarea de afilar la pluma.

—Nada —se dijo el sabio padre—. Bueno, pronto lo sabré.

Alvito se dirigió a la puerta del fondo. Un fuego de leña crepitaba en una chimenea iluminando los ricos y pesados muebles, ennegrecidos por los años y pulidos cuidadosamente. Un pequeño cuadro de la Virgen y el Niño, de Tintoretto, traído de Roma por el padre Visitador y que gustaba mucho a Alvito, pendía sobre la chimenea.

—¿Visteis de nuevo al inglés? —le gritó el padre Soldi.

Alvito no le contestó. Llamó a la puerta.

—¡Adelante!

Cario Dell’Aqua, padre Visitador de Asia, representante personal del general de los jesuitas, el jesuita más eminente y, por tanto, el hombre más poderoso de Asia, era también el más alto. Medía seis pies y tres pulgadas, y su físico hacía juego con su estatura. Vestía una sotana color naranja y llevaba una cruz preciosa. Llevaba tonsura, tenía el pelo blanco y sesenta y un años de edad, y era napolitano por nacimiento.

—¡Ah! Pasad, pasad, Martín. ¿Un poco de vino? —dijo hablando portugués con una maravillosa fluidez italiana—. ¿Visteis al inglés?

—No, Eminentísimo Señor. Sólo a Toranaga.

—¿Mal?

—Sí.

—¿Un poco de vino?

—Gracias.

—Mal, ¿hasta qué punto? —preguntó Ferriera, que era el fidaglio, el capitán general de la Nao del Trato, Buque Negro de este año. El hombre tenía unos treinta y cinco años, y era delgado, esbelto y formidable.

—Creo que muy mal, capitán general. Por ejemplo, Toranaga dijo que este año el comercio podía esperar.

—El comercio no puede esperar ni yo tampoco —dijo Ferriera—. Me haré a la mar cuando suba la marea.

—No tenéis las licencias del puerto. Temo que tendréis que esperar.

—Creía que todo había quedado arreglado hace meses. No deberíamos estar sujetos a los estúpidos reglamentos del país. Dijisteis que se trataba de una simple formalidad, de recoger los documentos.

—Así debía ser, pero me equivoqué. Tal vez será mejor que os explique…

—Debo volver inmediatamente a Macao a preparar el Buque Negro. Tenemos ya compradas las mejores sedas de la feria de febrero de Cantón por valor de un millón de ducados y llevaremos al menos cien mil onzas de oro chino. Creía haber dejado bien claro que todo el dinero en efectivo de Macao, Malaca y Goa, y todo lo que han podido tomar prestado los mercaderes de Macao y los padres de la ciudad, ha sido invertido en la empresa de este año. Y hasta vuestro último maravedí.

—Lo siento, capitán general, pero Toranaga no ha querido hablar del comercio de este año ni de vuestras licencias. Para empezar, dijo que no aprueba el asesinato.

—¿Asesinato? —dijo Dell’Aqua—. ¿Qué tenemos que ver nosotros con esto?

—Dijo: «¿Por qué queréis los cristianos asesinar a mi prisionero, el capitán?»

—¿Qué?

—Toranaga cree que el atentado de la noche pasada iba dirigido contra el inglés, no contra él —dijo Alvito mirando fijamente al soldado.

—¿De qué me acusáis, padre? —dijo Ferriera—. ¿De un intento de asesinato? ¿Yo? ¿En el castillo de Osaka? Ésta es la primera vez que estoy en el Japón.

—¿Negáis todo conocimiento de esto?

—No niego que cuanto antes muera ese hereje tanto mejor será —dijo fríamente Ferriera—. Si los holandeses y los ingleses empiezan a infestar el Asia, nos veremos en apuros. Todos nosotros.

—Ya lo estamos —dijo Alvito—. Toranaga empezó diciendo que sabe por el inglés que el monopolio portugués del comercio chino rinde unos beneficios increíbles, que los portugueses cargan de un modo inverosímil el precio de la seda que sólo ellos pueden comprar en China pagándola con el único artículo que aceptan los chinos a cambio: la plata del Japón que los portugueses menosprecian también de un modo ridículo. Después dijo que os «invitaba», a vos, Eminentísimo Señor, a presentar un informe a los regentes sobre los tipos de cambio: plata por seda, seda por plata, oro por plata. Y añadió que, desde luego, no se opone a que realicemos grandes ganancias con tal de que sea a expensas de los chinos.

—Desde luego, no os doblegaréis a una exigencia tan insolente —dijo Ferriera.

—Es muy difícil negarse.

—Entonces dadle un informe falso.

—Esto pondría en peligro toda nuestra posición que se basa en la confianza —dijo Dell’Aqua.

—¿Podéis fiaros de un japonés? ¡Claro que no! Nuestros beneficios deben permanecer secretos.

—Lamento deciros que Blackthorne parece particularmente bien informado.

—¿Qué más dijo el japonés? —preguntó Ferriera fingiendo no haber visto la mirada que se cruzaron los dos sacerdotes.

—Toranaga me ha pedido que le proporcione mañana al mediodía un mapa del mundo con las demarcaciones entre Portugal y España, los nombres de los Papas que aprobaron los tratados y la fecha de éstos. También «pide», para dentro de tres días, una relación escrita de nuestras «conquistas» en el Nuevo Mundo, y «sólo para mi curiosidad» según sus palabras textuales, la cantidad de oro y de plata que España y Portugal se llevaron —en realidad empleó la palabra «saquearon», tomada de Blackthorne— del Nuevo Mundo. Y también pide otro mapa que muestre la extensión de los Imperios español y portugués hace cien años, hace cincuenta, y en la actualidad, así como las posiciones exactas de nuestras bases desde Malaca hasta Goa (y las nombró sin equivocarse, pues las tenía escritas en un papel) y el número de mercenarios japoneses que empleamos en tales bases.

Dell’Aqua y Ferriera se quedaron pasmados.

—Debéis negaros rotundamente —bramó el soldado.

—No se le puede negar nada a Toranaga —dijo Dell’Aqua.

—Creo que Vuestra Eminencia exagera su importancia —dijo Ferriera—. Negaos. Sin nuestro Buque Negro, toda su economía se vendría abajo. ¡Que se vaya al diablo Toranaga! Podemos comerciar con los reyes cristianos… Onoshi y Kiyama, y con otros caudillos cristianos de Kiusiu.

—No podemos, capitán —dijo Dell’Aqua—. Ésta es vuestra primera visita al Japón y no tenéis idea de nuestros problemas. Sí, ellos nos necesitan, pero nosotros los necesitamos más. Sin el favor de Toranaga y de Ishido perderíamos nuestra influencia sobre los reyes cristianos. Perderíamos Nagasaki y todo lo que hemos construido en cincuenta años. ¿Provocasteis el atentado contra ese marino hereje?

—Desde el primer momento dije a Rodrigues y a todos los que quisieron escucharme que el inglés era un pirata peligroso y que debía ser eliminado. Vos dijisteis lo mismo en otras palabras, Eminentísimo Señor. Y vos hicisteis lo propio, padre Alvito. ¿No se habló del asunto en nuestra conferencia con Onoshi y Kiyama, hace dos días? ¿No dijisteis que el pirata era peligroso?

—Sí, pero…

—En cuanto al atentado del castillo, debió ser ordenado por un indígena. Es una jugada típicamente japonesa. No lamento que lo intentasen y sólo me disgusta su fracaso. Cuando yo prepare su eliminación, podéis estar seguros de que será eliminado.

Alvito sorbió su vino.

—Toranaga dijo que enviaba a Blackthorne a Izú.

—¿Por tierra o por mar?

—Por mar.

—Bien. Entonces, lamento deciros que todos pueden perderse en el mar en un desgraciado temporal.

—Y yo lamento deciros, capitán general —replicó fríamente Alvito—, que Toranaga dijo estas palabras textuales: «Pondré una guardia personal alrededor del capitán, Tsukku-san, y, si sufre algún accidente, éste será investigado hasta el límite de mi poder y del poder de los regentes, y si resulta que el responsable es un cristiano o alguien que guarde cierta relación con los cristianos, es muy posible que vuelvan a considerarse los Edictos de Expulsión y que todas las iglesias, escuelas y lugares de descanso cristianos, sean clausurados inmediatamente.»

—¡Bah! —se burló Ferriera.

—No, capitán general. Toranaga es astuto como Maquiavelo e implacable como Atila. —Alvito miró a Dell’Aqua—. Sería fácil echarnos la culpa si le ocurriera algo al inglés.

—Tal vez deberíais atacar la raíz del problema —dijo audazmente Ferriera—. Eliminad a Toranaga.

—No es momento para bromas —dijo el padre Visitador.

—Lo que dio tan buenos resultados en la India y en Malaya, en Brasil, Perú, México y en tantos otros sitios, también lo daría aquí. Empleemos los reyes cristianos. Si el problema es Toranaga, ayudemos a uno de ellos a eliminarlo. Unos cientos de conquistadores serían suficientes. Divide y vencerás. Yo hablaré con Kiyama. Si vos queréis hacer de intérprete, padre Alvito…

—No podéis comparar a los japoneses con los indios ni con salvajes ignorantes como los incas —dijo Dell’Aqua con voz cansada—. Aquí no rige la norma de divide y vencerás. El Japón no se parece a ninguna otra nación. En absoluto. Debo pediros formalmente, capitán general, que no os entrometáis en la política interna de este país.

—De acuerdo. Os pido que olvidéis mis palabras. Mi franqueza ha sido impertinente e ingenua. Afortunadamente, las tormentas abundan en esta época del año.

—Si se produce una tormenta será por voluntad de Dios. Pero vos no atacaréis al capitán ni ordenaréis a nadie que lo haga.

—Yo he prestado juramento a mi rey de destruir a sus enemigos. El inglés es un enemigo nacional. Un parásito, un pirata, un hereje. Si decido eliminarlo es asunto mío. Soy capitán general del Buque Negro este año y, por consiguiente, gobernador de Macao con poderes de virrey sobre estas aguas, y si quiero eliminarlo a él, o a Toranaga o a quien sea, lo haré.

—En tal caso, lo haréis contrariando mis órdenes directas y os expondréis a ser inmediatamente excomulgado.

—Esto escapa a vuestra jurisdicción. Es un asunto temporal, no espiritual.

—Desgraciadamente, la posición de la Iglesia está aquí tan entremezclada con la política y con el comercio de la seda, que todo afecta a la seguridad de aquélla. Si aquí se tolera el cristianismo es porque todos los daimíos están convencidos de que si nos expulsan y destruyen la fe los Buques Negros no volverán. Desgraciadamente para la fe, lo que ellos creen no es verdad. Estoy seguro de que el comercio continuaría con independencia de nuestra posición y de la posición de la Iglesia, porque los mercaderes portugueses se preocupan más de sus propios intereses egoístas que del servicio de Nuestro Señor.

—Tal vez el interés egoísta de los clérigos que quieren obligarnos, hasta el punto de pedir la autorización legal de Su Santidad, a tocar en todos los puertos que ellos decidan y a comerciar con los daimíos que elijan, es igualmente evidente.

—Olvidáis vuestro propio respeto, señor capitán general.

—Pero no olvido que el Buque Negro se perdió el año pasado desde aquí a Malaca con todos sus tripulantes, con más de dos mil toneladas de oro y con monedas de plata por valor de quinientos mil cruzados, después de retrasarse innecesariamente la salida hasta que empezó el mal tiempo, por instigación vuestra. Esta catástrofe casi arruinó a todo el mundo, desde aquí hasta Goa.

—Nos obligó a ello la muerte del Taiko y la política interna de la sucesión.

—Tampoco olvido que, hace tres años, pedisteis al virrey de Goa que cancelara el viaje del Buque Negro y que enviase solamente lo que vos dijerais y al puerto que decidierais.

—Esto fue para doblegar al Taiko, para provocar una crisis económica en medio de aquella estúpida guerra contra China y Corea, debido a los martirios que había ordenado en Nagasaki, a su furioso ataque contra la Iglesia y a los Edictos de Expulsión que acababa de publicar. ¿Qué es más importante, el comercio o la salvación de las almas?

—Mi respuesta es que son más importantes las almas. Pero ya que me ilustráis sobre los asuntos japoneses, dejad que ponga los asuntos japoneses en su correcta perspectiva. Sólo la plata del Japón libera la seda china y el oro chino. Las inmensas ganancias que hacemos y exportamos a Malaca y a Goa, y de allí a Lisboa, sirven para mantener todo nuestro imperio asiático con sus fuertes, sus misiones, sus expediciones y sus descubrimientos, y para evitar que los herejes nos dominen al mantenerlos lejos de Asia y de las riquezas que necesitan para destruirnos y para destruir la fe. ¿Qué es más importante, padre, la cristiandad española, portuguesa e italiana o la cristiandad japonesa?

Dell’Aqua fulminó al soldado con la mirada.

—Por última vez, no os entrometáis en los asuntos internos del Japón.

Una brasa saltó de la chimenea y chisporroteó sobre la alfombra. Ferriera, que era el que estaba más cerca, le dio una patada para alejar el peligro.

—Suponiendo que tenga que doblegarme, ¿qué pensáis hacer con el hereje?

Dell’Aqua se sentó creyendo que había ganado la partida.

—De momento, no lo sé. Pero incluso la idea de eliminar a Toranaga es una ridiculez. Se muestra muy complaciente con nosotros y muy bien dispuesto para aumentar el comercio y, por lo tanto, vuestros beneficios.

—Y los vuestros —dijo Ferriera contraatacando de nuevo.

—Nuestras ganancias se dedican a la obra de Nuestro Señor. Pero no discutamos. Necesitamos vuestro consejo, vuestra inteligencia y vuestra fuerza. Pero podéis creerme, Toranaga es vital para nosotros. Sin él, todo el país volvería a sumirse en la anarquía.

—Es verdad, capitán general —dijo Alvito—. Lo que no comprendo es por qué sigue en el castillo y ha accedido al aplazamiento de la reunión.

—Si es tan vital —dijo Ferriera—, ¿por qué apoyar a Onoshi y a Kiyama? ¿Acaso no se han confabulado con Ishido contra Toranaga? ¿Por qué no les aconsejáis que no lo hagan? ¿Por qué no les amenazáis con la excomunión?

Dell’Aqua suspiró.

—¡Ojalá fuese tan sencillo! En el Japón no se hacen estas cosas. Ellos aborrecen toda injerencia en sus asuntos internos. Incluso cuando queremos brindar una sugerencia, tenemos que hacerlo con suma delicadeza.

Ferriera apuró su vaso de plata, se sirvió un poco más de vino y procuró calmarse sabiendo que necesitaba tener a los jesuitas de su parte, y que sin ellos como intérpretes no podía hacer nada.

«Este viaje tiene que ser un éxito —se dijo—. Has prestado servicio y has trabajado de firme once años por el rey, para ganarte con justicia la recompensa más preciada que podía darte, el título de capitán general del Buque Negro por un año, más la décima parte de toda la seda, de todo el oro, de toda la plata y de todos los beneficios de cada transacción. Serás rico para toda la vida, para treinta vidas que tuvieras, gracias a éste solo viaje. Con tal de que lo realices.»

La mano de Ferriera se cerró sobre la empuñadura de su espada, sobre la cruz de plata que era parte de la filigrana, y exclamó:

—¡Por la Sangre de Cristo que mi Buque Negro zarpará a su debido tiempo de Macao con rumbo a Nagasaki y que después el barco más rico de la Historia navegará hacia el Sur en noviembre, con el monzón, hasta Goa y, por fin, hasta la patria! Así ocurrirá, como Cristo es mi juez.

Y añadió para sus adentros:

«¡Aunque tenga que quemar todo el Japón, y todo Macao, y toda China!»

—Nuestras oraciones os acompañarán —respondió sinceramente Dell’Aqua—. Sabemos la importancia de vuestro viaje.

—Entonces, ¿qué me aconsejáis? Sin las licencias del puerto y los salvoconductos para comerciar, estoy indefenso. ¿No podemos hacer caso omiso de los regentes? ¿No hay otro camino?

Dell’Aqua movió la cabeza.

—Martín —dijo—, vos sois nuestro experto comercial.

—Lo siento, pero es imposible —dijo Alvito, que había escuchado la acalorada discusión con indignación creciente.

«¡Grosero, arrogante y mal nacido cretino! —pensó—. ¡Dios mío, dame paciencia, pues sin ese hombre y otros como él, la Iglesia moriría en este país!»

—Capitán general, estoy seguro de que dentro de un par de días todo estará arreglado. Una semana, como máximo. Toranaga tiene grandes problemas en este momento. Pero todo irá bien, estoy seguro.

—Esperaré una semana. No más. —La amenaza latente en el tono de Ferriera era tremenda—. Me gustaría ponerle la mano encima a ese hereje. Le arrancaría la verdad. ¿Dijo algo Toranaga sobre la supuesta flota? ¿Sobre una flota enemiga?

—No.

—Quisiera saber la verdad porque, en el viaje de ida, mi barco irá lleno a reventar, con más cantidad de seda en sus bodegas que jamás se haya visto. Tenemos uno de los barcos más grandes del mundo, pero no llevaré escolta, y si una sola fragata enemiga, o ese cerdo holandés, el Erasmus, nos pillara en alta mar, estaríamos a su merced.

E vero, é solamente vero —murmuró Dell’Aqua.

Ferriera terminó su vino.

—¿Cuándo enviarán a Blackthorne a Izú?

—No lo sé. Los regentes se reúnen dentro de cuatro días. Supongo que será después de esto.

Ferriera se levantó.

—Vuelvo a mi barco. ¿Queréis cenar conmigo esta noche? ¿Los dos? Al ponerse el sol. Tenemos un magnífico capón, un cuarto de buey, vino de Madeira e incluso pan tierno.

—Gracias, sois muy amable —dijo Dell’Aqua, un poco más animado—. Sí, un poco de buena comida será maravilloso.

Cuando Ferriera se hubo marchado y el Visitador se hubo asegurado de que no podían oírles, dijo con ansiedad:

—Martín, ¿qué más ha dicho Toranaga?

—Quiere una explicación, por escrito, del incidente de las armas de fuego y de la petición de conquistadores.

¡Mamma mía…! ¿Qué dijo exactamente?

—Dijo: «Tengo entendido, Tsukku-san, que el anterior superior de vuestra Orden, el padre Da Cunha, escribió a los gobernadores de Macao y de Goa y al virrey de España en Manila, Don Siseo Vivera, en julio de 1588 de vuestro calendario, pidiendo una invasión de cientos de soldados españoles con armas de fuego para apoyar a algunos daimíos cristianos en una rebelión que el sumo sacerdote cristiano trataba de provocar contra su legítimo señor, el Taiko. ¿Quiénes fueron estos daimíos? ¿Es verdad que no se enviaron soldados, pero que se introdujeron grandes cantidades de armas de contrabando en Nagasaki? ¿Es verdad que el padre-gigante se apoderó en secreto de estas armas al venir por segunda vez al Japón desde Goa, como embajador, en marzo o abril de 1590, según vuestro calendario, y en secreto las sacó de Nagasaki y las embarcó en un barco portugués, el Santa Cruz, rumbo a Macao?»

Alvito se secó el sudor de las manos.

—¿Dijo algo más?

—Nada importante, Eminentísimo Señor. No tuvo ocasión de explicarme, pues me despidió de pronto. Una despedida cortés, pero despedida a fin de cuentas.

—¿De dónde saca su información ese maldito inglés?

—¡Ojalá lo supiera!

—Esos datos y fechas… ¿No estaréis equivocado? ¿Los pronunció correctamente?

—No, señor. Los nombres estaban escritos en un pedazo de papel. Me lo mostró.

—¿Era de Blackthorne la escritura?

—No. Los nombres estaban escritos fonéticamente en japonés, en hiragana.

—Tenemos que saber de qué intérprete se sirve Toranaga. Debe ser asombrosamente bueno. Pero no uno de los nuestros, ¿verdad?

—El intérprete fue dama María —dijo Alvito, dando a Toda Mariko su nombre de bautismo.

—¿Os lo dijo Toranaga?

—No, Eminentísimo Señor. Pero sé que ha estado visitando el castillo y que fue vista con el inglés.

—¿Estáis seguro?

—Nuestra información es absolutamente exacta.

—Bien —dijo Dell’Aqua—. Tal vez Dios nos ayuda con sus medios inescrutables. Enviadla a buscar en seguida.

—La he visto ya. Me tropecé con ella, como por casualidad. Se mostró amable, cortés y respetuosa como siempre, pero antes de que tuviese oportunidad de interrogarla me dijo intencionadamente: «Desde luego, el Imperio es un país muy secreto, padre, y algunas cosas, por costumbre, tienen que permanecer secretas. Lo mismo ocurre en Portugal y dentro de la Compañía de Jesús.» Está claro que le prohibieron hablar de lo que pasó y de lo que se dijo. Los conozco bien a todos. En esto, la influencia de Toranaga será mayor que la nuestra.

—¿Tan débil es su fe? ¿Acaso la instruimos mal? Seguro que no. Es la mujer más devota y más buena cristiana que he conocido. Un día se hará monja… Tal vez será la primera abadesa japonesa.

—Sí. Pero ahora no dirá nada.

—La Iglesia está en peligro. Esto es importante, tal vez demasiado importante —dijo Dell’Aqua—. Ella debería comprenderlo. Es demasiado inteligente para no darse cuenta.

—Os suplico que no pongáis a prueba su fe en esta ocasión. Podríamos perder. Me lo advirtió. Tan claramente como si lo hubiese escrito.

—A pesar de todo, tal vez deberíamos hacer la prueba. Por su propia salvación.

—A vos corresponde ordenarlo o no ordenarlo. Pero temo que obedecería a Toranaga y no a nosotros.

—Pensaré en lo de María, sí —dijo Dell’Aqua.

Dejó que su mirada se posara en el fuego y pareció que el peso de su despacho lo aplastara. «¡Pobre María! ¡Y aquel maldito hereje! ¿Cómo podemos librarnos de la trampa? ¿Cómo podemos ocultar la verdad sobre las armas de fuego? ¿Y cómo pudo un Padre Superior y viceprovincial como Da Cunha, tan instruido y experimentado, con siete años de conocimiento práctico de Macao y del Japón, cometer un error tan monstruoso?»

—¿Cómo? —preguntó a las llamas.

«Yo mismo puedo contestar —se dijo—. Es muy fácil. Uno tiene pánico, olvida la gloria de Dios o se llena de orgullo, o queda petrificado. ¿Quién no habría hecho lo mismo en iguales circunstancias? Ser recibido al anochecer por el Taiko lleno de benevolencia, una reunión triunfal con pompa y ceremonia, casi como un acto de contrición del Taiko, que parecía estar a punto de convertirse. Y después, despertar en mitad de la misma noche y encontrarse con los Decretos de Expulsión, según los cuales, todas las Ordenes religiosas debían abandonar el Japón en el plazo de veinte días, bajo pena de muerte, para no volver jamás. Y peor aún, todos los japoneses conversos debían retractarse inmediatamente si no querían sufrir el destierro o la muerte.»

Desesperado, el Superior había aconsejado imprudentemente a los daimíos cristianos de Kiusiu —entre ellos, Onoshi, Misaki, Kiyama y Harima de Nagasaki— que se rebelaran para salvar la Iglesia y había escrito pidiendo el envío de conquistadores para apoyar la rebelión.

«Sí, todo era verdad —pensó Dell’Aqua—. Si yo lo hubiese sabido, si Da Cunha me hubiese consultado…» Pero la carta que le había remitido a Goa había tardado seis meses en llegar, y aunque Dell’Aqua se hizo a la mar en el momento de recibirla y de obtener unas credenciales de embajador del virrey de Goa, había tardado unos meses en llegar a Macao, donde se había enterado de que Da Cunha había muerto y de que todos los padres tenían prohibida la entrada en el Japón bajo pena de muerte.

Pero las armas de fuego habían salido ya.

Después, al cabo de diez semanas, llegaron noticias de que el Taiko no aplicaba las nuevas leyes. Sólo habían ardido unas cincuenta iglesias. Y sólo Takayama había sido aplastada. Aunque los Decretos conservaban su vigor oficial, el Taiko estaba dispuesto a dejar las cosas como estaban con tal de que los padres y sus conversos se comportaran más discretamente y se abstuviesen de manifestaciones públicas del culto y que los fanáticos no quemasen más santuarios budistas.

Entonces, cuando pareció que la ordalía había terminado, Dell’Aqua recordó que los cañones habían salido semanas antes con el sello del padre superior Da Cunha y que todavía estaban en los almacenes de los jesuitas en Nagasaki.

Siguieron más semanas de angustia, hasta que las armas fueron reembarcadas en secreto hacia Macao…

—Sí, esta vez bajo mi sello —se dijo Dell’Aqua—. ¿Cuánto sabe el hereje?

Durante más de una hora, Su Eminencia permaneció sentado en su sillón de cuero de alto respaldo contemplando fijamente el fuego. Alvito esperaba pacientemente junto a la librería. En una de las paredes laterales, había un pequeño óleo del pintor veneciano Tiziano, que había comprado el joven Dell’Aqua en Padua cuando su padre lo envió allí a estudiar leyes. La otra pared desaparecía detrás de sus Biblias y sus libros en latín, portugués, italiano y español, amén de dos estantes de libros y folletos japoneses con devocionarios y catecismos de todas clases, trabajosamente traducidos al japonés por los jesuitas, y por último dos libros de un valor inestimable: la primera Gramática portuguesa-japonesa, obra impresa seis años antes y en la que el padre Sancho Álvarez trabajó toda la vida, y el increíble Diccionario portugués-latino-japonés, impreso el año anterior en caracteres romanos así como en escritura hiragana. Había sido empezado, por orden suya, hacía veinte años y era el primer diccionario de palabras japonesas que se había compilado.

El padre Alvito cogió el libro y lo acarició amorosamente. Sabía que era una obra de arte única. Él mismo había estado trabajando en ella dieciocho años y todavía estaba lejos de terminarla. Pero sería una obra maestra comparada con la del padre Álvarez. Si su nombre había de ser recordado algún día, sería gracias a su libro y al padre Visitador, que había sido el único padre que había conocido.

—¿Quieres salir de Portugal, hijo mío, e ingresar en el servicio de Dios? —le había preguntado el gigantesco jesuita el día que lo había conocido.

—Sí, padre, os lo suplico —había contestado él.

—¿Cuántos años tienes, hijo mío?

—No lo sé, padre. Tal vez diez, tal vez once. Pero sé leer y escribir. Me enseñó el cura. Y estoy solo, no tengo a nadie…

Dell’Aqua lo había llevado a Goa y después a Nagasaki donde había ingresado en el Seminario de la Compañía de Jesús. Entonces se manifestaron sus dotes milagrosas para las lenguas y fue intérprete de confianza y consejero comercial, primero de Harima Tadao, daimío del feudo de Hizen, y, con el tiempo, del propio Taiko. Recibió las órdenes sagradas y más tarde alcanzó incluso el privilegio del cuarto voto, que era el voto de obediencia personal al Papa.

«He sido muy afortunado —pensó Alvito—. ¡Oh, Dios mío, ayúdame, para que pueda ayudar a los demás!»

Al fin, Dell’Aqua se levantó, se estiró y se acercó a la ventana. El sol arrancaba destellos de las tejas doradas del alto torreón central del castillo cuya fuerza maciza quedaba disimulada por la singular elegancia de su estructura. «La torre del mal —pensó—. ¿Cuánto tiempo permanecerá en pie, como un recordatorio para cada uno de nosotros? Sólo hace quince… no, diecisiete años, que el Taiko empleó cuatrocientos mil hombres en la excavación y en la construcción de este monumento, sangrando al país para pagarlo, y en dos años el castillo de Osaka quedó terminado. ¡Un hombre inverosímil! ¡Un pueblo inverosímil! Sí. Y ahí está, indestructible, excepto para el dedo de Dios, que puede derruirlo en un instante, si Él lo desea. ¡Oh, Dios mío, ayúdame a cumplir Tu voluntad!»

—Bueno, Martín, parece que tenemos trabajo. —Dell’Aqua empezó a andar de un lado para otro y su voz era tan firme como sus pisadas—. Hablemos del capitán inglés. Si no le protegemos, lo matarán y podremos incurrir en las iras de Toranaga. Si podemos protegerle, no tardará en ahorcarse él mismo. Pero, ¿podemos esperar? Su presencia es una amenaza para nosotros, y quién sabe el daño que puede hacernos antes de que llegue ese día feliz. También podemos ayudar a Toranaga a eliminarlo. O, por fin, podemos convertirlo.

—¿Qué? —dijo Alvito, pestañeando.

—Es inteligente y conoce bien el catolicismo. ¿No creéis que la mayoría de los ingleses son católicos en el fondo de su corazón? La respuesta es afirmativa cuando su rey o su reina son católicos y negativa cuando son protestantes. Los ingleses se preocupan poco de la religión. Tal vez Blackthorne pueda ser convertido. Sería la solución perfecta para mayor gloria de Dios y para salvar el alma de un hereje de la condenación eterna.

»Pasemos a Toranaga. Le daremos los mapas que pide. Explicadle lo de las “esferas de influencia”. ¿Acaso no se trazaron las líneas de demarcación para separar la influencia de los portugueses de la de nuestros amigos españoles? Sì, é vero! Decidle que, en lo que respecta a las otras materias importantes, será para mí un honor prepararlas personalmente y entregárselas lo antes posible. Decidle que tengo que comprobar los datos en Macao y que le ruego que me conceda un plazo razonable. Y hacedle saber de una vez que el Buque Negro se hará a la mar tres semanas antes con un cargamento de seda y de oro mayor que nunca, y que toda nuestra parte del cargamento y al menos el treinta por ciento de toda la carga será vendida por medio del agente que nombre Toranaga.

—Pero Onoshi, Kiyama y Harima suelen repartirse el corretaje del cargamento. No sé si estarán de acuerdo.

—Tendréis que resolver el problema. Toranaga concederá el aplazamiento a cambio de una concesión. Las únicas concesiones que necesita son poder, influencia y dinero. ¿Qué podemos darle nosotros? No podemos entregarle los daimíos cristianos.

—Sin embargo… —dijo Alvito.

—Aunque pudiésemos, creo que no deberíamos hacerlo. Onoshi y Kiyama son enemigos encarnizados, pero se han unido contra Toranaga porque están seguros de que éste destruiría la Iglesia, y a ellos si llegase a dominar el Consejo.

—Toranaga apoyará a la Iglesia. Nuestro verdadero enemigo es Ishido.

—No comparto vuestra confianza, Martín. No debemos olvidar que por ser cristianos Onoshi y Kiyama lo son también todos sus seguidores. No podemos atacarles. La única concesión que podemos hacer a Toranaga es la relativa al comercio. Es un entusiasta del comercio, aunque nunca ha conseguido participar directamente en él. El ofrecimiento que sugiero puede tentarle a concedernos un aplazamiento… que tal vez se prorrogue indefinidamente.

—En mi opinión, Onoshi y Kiyama cometen una imprudencia política al volverse contra Toranaga en este momento. Deberían seguir el antiguo proverbio que aconseja dejar abierta una línea de retirada, ¿no? Yo podría sugerirles que un ofrecimiento del veinticinco por ciento a Toranaga, de modo que Onoshi, Kiyama y Toranaga tuviesen una participación igual, amortiguaría el mal efecto de su alianza «temporal» con Ishido contra él.

—Entonces, Ishido desconfiaría de ellos y nos odiaría aún más cuando se enterase.

—Ishido nos odia ya a más no poder. Si Onoshi y Kiyama accedieran, podríamos presentar nuestra proposición como si fuese una idea puramente nuestra para mantener una posición de imparcialidad entre Ishido y Toranaga. Y podríamos informar en privado a Toranaga de su generosidad.

Dell’Aqua consideró las ventajas y los defectos del plan.

—Excelente —dijo al fin—. Ponedlo en práctica. Y ahora, por lo que respecta al hereje, entregad sus libros de ruta a Toranaga hoy mismo. Decidle que nos fueron enviados en secreto.

—¿Cómo explicaré el retraso en dárselos?

—No tenéis que explicar nada. Decidle sólo la verdad: que los trajo Rodrigues, pero que no sabíamos que el paquete sellado contenía los libros de ruta robados. En realidad, tardamos dos días en abrirlo. Los libros de ruta demuestran que Blackthorne es un pirata, un ladrón y un traidor. Decidle a Toranaga que Mura los entregó al padre Sebastião, el cual nos los envió pensando que nosotros sabríamos lo que teníamos que hacer con ellos. Esto justificará a Mura, al padre Sebastião y a todos. Estoy seguro de que Toranaga comprenderá que hemos puesto sus intereses por encima de los de Yabú. ¿Sabe que Yabú ha hecho un pacto con Ishido?

—Estoy seguro de ello, Eminentísimo Señor. Pero corren rumores de que Toranaga y Yabú se han hecho amigos.

—Yo no me fiaría de ese engendro de Satanás.

—Estoy seguro de que tampoco se fía Toranaga.

Súbitamente, les interrumpió un altercado en el exterior. Se abrió la puerta y entró un monje encapuchado y descalzo sacudiéndose al padre Soldi.

—Que la bendición de Jesucristo descienda sobre vosotros —dijo, con voz ronca y hostil—. Y que Él perdone vuestros pecados.

—¡Fray Pérez! ¿Qué hacéis aquí? —exclamó Dell’Aqua.

—He venido a este estercolero a predicar de nuevo la palabra de Dios a los paganos.

—Pero se os prohibió la entrada en el país bajo pena de muerte por incitar a la rebelión. Escapasteis por milagro al martirio en Nagasaki y se os ordenó…

—Fue voluntad de Dios y un sucio decreto de un loco que ya ha muerto no tiene nada que ver conmigo —dijo el fraile, un español bajito y flaco, de larga y descuidada barba—. Estoy aquí para continuar la obra de Dios.

—Muy laudable —dijo vivamente Dell’Aqua— pero deberíais hacerlo donde ordenó el Papa, fuera del Japón. Esta provincia es exclusivamente nuestra. Y es territorio portugués, no español. Así lo ordenaron tres Papas y también el rey Felipe.

—No os canséis, Eminentísimo Señor. La obra de Dios vale más que todas las órdenes del mundo. He vuelto y abriré las puertas de las iglesias e incitaré a las multitudes a levantarse contra los enemigos de Dios.

—¡No debéis provocar a las autoridades o reduciréis a cenizas la Madre Iglesia!

—Y yo os digo que volvemos al Japón y que nos quedaremos en el Japón. Predicaremos la Palabra a pesar vuestro, a pesar de lo que digan los prelados, los obispos y los reyes, e incluso los propios Papas. ¡Todo sea para gloria de Dios!

Y el monje salió cerrando la puerta de golpe.

Dell’Aqua, irritadísimo, se sirvió un vaso de Madeira. Unas gotas de vino cayeron sobre la pulida superficie de la mesa.

—Esos españoles nos destruirán a todos —dijo Dell’Aqua tratando de calmarse—. Hacedlo vigilar por algunos de los nuestros, Martín. Y será mejor que aviséis inmediatamente a Kiyama y a Onoshi. Si ese loco se muestra en público, es imposible saber lo que puede pasar.

—Sí, Eminentísimo Señor. —Alvito se detuvo al llegar a la puerta—. Primero Blackthorne y ahora Pérez. Es demasiada coincidencia. Tal vez los españoles de Manila se enteraron de lo de Blackthorne y lo dejaron venir aquí sólo para fastidiarnos.

—Tal vez, pero no es probable —repuso Dell’Aqua apurando su vaso y dejándolo cuidadosamente sobre la mesa—. En todo caso, con la ayuda de Dios y con la debida diligencia, ninguno de los dos podrá dañar a la Santa Madre Iglesia, nos cueste lo que nos cueste.