En lo más oscuro de la noche, el asesino saltó el muro del jardín. Llevaba ropas negras y ajustadas al cuerpo y tabi negro, y se cubría la cabeza con una capucha y una máscara también negras. Era menudo y corrió sin hacer ruido hasta el pie de la alta muralla. A cincuenta yardas de allí, dos Pardos guardaban la puerta principal. Con gran habilidad, el hombre arrojó un garfio forrado de tela y del que pendía una fina cuerda de seda. El garfio se enganchó en el borde de piedra de una aspillera. El hombre subió, se deslizó por la abertura y desapareció en el interior.
Con otro hábil lanzamiento y una breve ascensión se halló en el corredor de arriba. Los centinelas apostados en las esquinas de las murallas almenadas no lo oyeron, a pesar de que estaban alerta.
Al llegar a un ángulo del pasillo, se detuvo y miró a su alrededor. Un samurai guardaba la puerta del fondo. La luz de unas velas oscilaba en el silencio. El guardián estaba sentado con las piernas cruzadas. Bostezó, se reclinó en la pared y se estiró, cerrando un momento los ojos. Inmediatamente, el asesino dio un salto, formó un lazo corredizo con la cuerda de seda, lo dejó caer sobre el cuello del guardián y apretó con fuerza. Una breve cuchillada entre las vértebras, con la precisión de un cirujano, acabó con el guerrero.
El hombre abrió la puerta. La sala de audiencias estaba desierta y no había guardias en las puertas interiores. Arrastró el cadáver al interior y cerró la puerta. Cruzó el salón sin vacilar y escogió la puerta interior izquierda. Empuñó el curvo cuchillo con la diestra. Llamó suavemente.
—«En tiempos del emperador Shirakawa… —dijo, dando la primera parte del santo y seña.
Desde el otro lado de la puerta, alguien respondió:
… vivía un sabio llamado Enraku-ji…
… que escribió la trigésima primera sutra.» Traigo un mensaje urgente para el señor Toranaga.
La puerta se abrió y el asesino saltó hacia delante. El cuchillo se hundió en el cuello del samurai, exactamente debajo del mentón, y con la misma rapidez se clavó en la garganta del segundo guardián. Los dos estaban muertos antes de caer al suelo.
El hombre echó a correr por el pasillo interior que estaba débilmente iluminado. Entonces, se abrió un shoji. El hombre se detuvo en seco y volvió lentamente la cabeza. Kiri lo miró fijamente desde una distancia de diez pasos. Llevaba una bandeja en la mano.
Dejó caer la bandeja al suelo y sacó una daga de su obi moviendo la boca sin hacer ruido alguno. El hombre corrió hacia el extremo del pasillo donde se abrió una puerta y apareció un samurai medio dormido.
El asesino corrió en su dirección y abrió un shoji que había a la derecha. Kiri chillaba y había sonado ya la alarma, pero el hombre siguió corriendo con pasos seguros y cruzó la antecámara, saltando sobre las mujeres y sus doncellas y saliendo al pasillo interior del otro lado.
Allí, la oscuridad era total, pero el hombre avanzó resueltamente, abrió la puerta que buscaba y se arrojó sobre la figura que yacía en el lecho. Pero el brazo que empuñaba el cuchillo fue sujetado por una mano de hierro. El hombre luchó con astucia, consiguió desprenderse y se lanzó de nuevo sobre la figura, dispuesta a descargar el golpe mortal. Pero el otro le esquivó con sorprendente agilidad y le largó una patada en el bajo vientre. El dolor le inmovilizó, mientras su víctima se ponía a salvo.
Entonces llegaron varios samurais, algunos con linternas, y Naga, que sólo se cubría con un taparrabo, se plantó entre el asesino y Blackthorne con el sable en alto.
—¡Ríndete!
El asesino hizo una finta y gritó Namu Amida Butsu —«en el nombre del Buda Amida»— y con ambas manos, se hundió el cuchillo debajo del mentón. Naga describió un arco con su sable, y la cabeza de aquel hombre rodó por el suelo.
En medio del silencio, Naga la cogió y le arrancó la máscara.
—¿Le conoce alguien?
Nadie respondió. Naga escupió a la cara, arrojó la cabeza a uno de sus hombres, desgarró la negra vestidura, levantó el brazo derecho del muerto y encontró lo que buscaba. Un pequeño tatuaje en el sobaco: el signo chino del Buda Amida.
—¿Quién es el oficial de guardia?
—Yo, señor —dijo un hombre, pálido por la emoción.
Naga saltó hacia él y los demás se apartaron. El oficial no intentó siquiera esquivar el terrible sablazo que le arrancó la cabeza y parte de un hombro y el brazo.
—Hayabusa-san, ordena a todos los samurais de esta guardia que se reúnan en el patio —dijo Naga a un oficial—. Dobla la próxima guardia. Saca el cadáver de aquí. En cuanto a los demás…
Se interrumpió al ver llegar a Kiri, todavía con su daga en la mano. Miró el cadáver y después a Blackthorne.
—¿No está herido Anjín-san? —preguntó.
Naga se acercó al capitán y le abrió el quimono de dormir, para ver si estaba herido.
—Bien —dijo—. Parece ileso, Kiritsubo-san.
Vio que Anjín-san señalaba el cadáver y decía algo.
—No te comprendo —dijo Naga—. Quédate aquí, Anjín-san.
Y, dirigiéndose a uno de sus hombres:
—Traedle de comer y de beber, si lo desea.
—El asesino llevaba el tatuaje Amida, ¿neh? —preguntó Kiri.
—Sí, dama Kiritsubo.
—Son diablos…
—Sí.
Naga la saludó y miró a uno de los aterrados samurais.
—Sígueme. ¡Y trae la cabeza!
Y salió, preguntándose cómo se lo diría a su padre.
—¡Oh, Buda, gracias por haber salvado a mi padre!
—Era un ronín —dijo brevemente Toranaga—. Nunca descubrirás su identidad, Hiro-matsu-san.
—Sí. Pero Ishido es el responsable. Te pido, por favor, que me dejes llamar a nuestras legiones. Pondré fin a esto de una vez para siempre.
—No —dijo Toranaga—. ¿Estás seguro de que Anjín-san no ha sufrido daño?
—Está ileso, señor.
—Hiro-matsu-san. Degradarás a todos los que estaban de guardia por haber descuidado su deber. Se les prohíbe hacerse el harakiri. Vivirán, para vergüenza suya, como soldados de última categoría.
Miró a su hijo Naga. Aquella misma noche, más temprano, había llegado un mensaje urgente del monasterio Johji, de Nagoya, informando de la amenaza de Ishido contra Naga. En él se añadía que el superior había considerado prudente soltar al punto a la madre de Ishido y devolverla a la ciudad con sus doncellas.
No me atrevo a poner tontamente en peligro la vida de uno de tus ilustres hijos. Además, la salud de ella no es buena. Tiene un enfriamiento. Si tiene que morir, es mejor que muera en su casa.
—Naga-san, tú también eres responsable de que haya podido llegar el asesino hasta aquí. Te impongo una multa de la mitad de tu renta anual. Ahora, saldrás inmediatamente para Yedo. Llevarás veinte hombres contigo y te presentarás a tu hermano. ¡No pierdas un instante! ¡Vete!
Se volvió hacia Hiro-matsu y le dijo con la misma brusquedad:
—Cuadruplica mi guardia. Cancela mi caza de hoy y de mañana. El día siguiente a la reunión del Consejo de Regencia, saldré de Osaka. Haz todos los preparativos. Mientras tanto, permaneceré aquí y no recibiré a nadie que no haya sido invitado. A nadie.
Hizo un irritado ademán de despedida.
—Podéis marcharos todos. Tú, Hiro-matsu, quédate.
La habitación se vació. Toranaga se sumió en profundos pensamientos. No había rastro de irritación en su semblante.
—Si quisieras contratar los servicios de la sociedad secreta Amida Tong, ¿dónde los buscarías? ¿Cómo te pondrías en contacto con ellos?
—No lo sé, señor.
—¿Quién podría saberlo?
—Kasigi Yabú.
Toranaga miró a través de una aspillera. Las primeras luces de la aurora se mezclaban con la oscuridad en oriente.
—Tráelo aquí cuando haya amanecido.
—¿Lo crees responsable?
Toranaga no le contestó, sino que volvió a su meditación. Al cabo de un rato, el viejo soldado no pudo soportar el silencio.
—Debo decirte algo más, señor, pues yo soy responsable de tu seguridad hasta que estés de regreso en Yedo. Habrá más atentados contra ti, y todos nuestros espías informan sobre movimientos de tropas. Ishido está movilizando.
—Sí —dijo Toranaga, como sin darle importancia—. Después de Yabú, quiero ver a Tsukku-san y después a Mariko-san. Dobla la guardia de Anjín-san.
—Esta noche han llegado mensajes informando de que el señor Onoshi tiene cien mil hombres reforzando sus defensas de Kiusiu —dijo Hiro-matsu, lleno de inquietud por la seguridad de Toranaga.
—Le preguntaré acerca de esto cuando nos reunamos.
Hiro-matsu estalló:
—No te comprendo en absoluto. Debo decirte que te pones estúpidamente en peligro. Sí, estúpidamente. Puedes cortarme la cabeza por decirte esto, pero es la verdad. Si Kiyama y Onoshi votan con Ishido, serás inculpado. Puedes darte por muerto… Lo has arriesgado todo, viniendo aquí, y has perdido. Huye mientras estés a tiempo.
—Todavía no corro peligro.
—El ataque de esta noche, ¿no significa nada para ti? Si no hubieras cambiado otra vez de habitación, estarías muerto.
—Es posible, pero no lo creo —dijo Toranaga—. El asesino estaba muy bien informado. Conocía el camino e incluso el santo y seña, ¿neh? Kiri-san oyó cómo lo pronunciaba. No era yo su víctima. Era Anjín-san.
Toranaga había previsto el peligro que acechaba al bárbaro después de las extraordinarias revelaciones de la mañana. Estaba claro que Anjín-san era demasiado peligroso para alguien, pero Toranaga no había presumido que el ataque se produjese con tanta rapidez y dentro de sus propios departamentos. «¿Quién me está traicionando?» Estaba seguro de que ni Kiri ni Mariko se habían ido de la lengua. Pero los castillos y los jardines tienen siempre lugares secretos desde los que escuchar. «Estoy en el centro de la fortaleza enemiga —pensó—. Y donde yo tengo un espía, Ishido y los otros deben de tener veinte.»
—Dobla la guardia de Anjín-san. Para mí, vale tanto como diez mil hombres.
Al marcharse dama Yodoko por la mañana, él había vuelto al jardín de la casa de té y había observado la visible fatiga de Anjín-san. Por consiguiente, lo había despedido, diciéndole que continuarían el día siguiente. Y lo había confiado al cuidado de Kiri, con instrucciones de que le hiciera ver por un médico para fortalecerlo, de que le diese comida bárbara si así lo deseaba, e incluso le cediera el dormitorio que usaba Toranaga la mayoría de las noches.
Entonces, Anjín-san le había pedido que soltara al monje de la cárcel, pues era viejo y estaba enfermo. Él le había contestado que lo pensaría, pero no le había dicho que había ordenado ya a unos samurais que fuesen a buscarle a la prisión inmediatamente, pues tal vez era también valioso tanto para él como para Ishido.
Toranaga conocía desde hacía tiempo la existencia de este sacerdote. Sabía que era español y que no quería a los portugueses. Pero el hombre había sido encerrado allí por el Taiko, era prisionero de éste y Toranaga no tenía jurisdicción sobre nadie en Osaka. Había enviado deliberadamente a Anjín-san a aquella prisión, no sólo para hacer ver a Ishido que no daba valor alguno al extranjero, sino también con la esperanza de que el imponente capitán pudiese obtener información del monje.
El primer y torpe atentado contra la vida de Anjín-san había sido preparado e inmediatamente había levantado a su alrededor un muro protector. Minikui, espía de Toranaga, había sido sacado el día siguiente de Osaka y recompensado espléndidamente. Después, otros espías le habían informado de que los dos hombres se habían hecho amigos y de que el monje hablaba y Anjín-san le hacía preguntas y escuchaba. Entonces, inesperadamente, Ishido había tratado de apoderarse de él, influido por alguien.
Toranaga e Hiro-matsu habían planeado la «emboscada» —los «bandidos ronín» eran uno de los pequeños grupos de samurais distinguidos que tenían secretamente repartidos dentro y fuera de Osaka—, así como el encuentro con Yabú, que, sin sospecharlo, había efectuado el «rescate».
Todo había salido a las mil maravillas. Hasta entonces.
Los samurais que habían ido en busca del monje habían vuelto con las manos vacías.
—El sacerdote ha muerto —le había dicho—. Los delincuentes que estaban a su alrededor dijeron que se había derrumbado al llamarlo los carceleros. Yo mismo comprobé que estaba muerto. He traído el cadáver. Algunos de los criminales dijeron que eran conversos suyos. Querían conservar su cuerpo y se resistieron. Por consiguiente, tuve que matar a algunos, pero traje el cadáver. Está en el patio, señor.
—¿Por qué murió el monje? —se preguntó de nuevo Toranaga.
Después vio que Hiro-matsu lo miraba interrogador.
—¿Qué?
—Te he preguntado quién puede querer la muerte del capitán.
—Los cristianos.
Kasigi Yabú siguió a Hiro-matsu por el pasillo, sintiéndose importante bajo la luz del amanecer. La brisa tenía un agradable olor a sal que le recordaba Mishima, su ciudad natal. Se alegraba de ver por fin a Toranaga y de que acabase su espera. Se había bañado y se había vestido con cuidado. Había escrito sus últimas cartas a su esposa y a su madre y había sellado su testamento definitivo para el caso de que la entrevista terminara mal para él. Llevaba el sable Muramasa, dentro de su vaina de combate.
Doblaron otra esquina e Hiro-matsu abrió inesperadamente una puerta reforzada con hierro y lo precedió por una escalera de piedra que conducía a la parte central interior de la fortaleza. Había muchos guardias, y Yabú presintió el peligro.
La escalera de caracol subía hacia lo alto y terminaba en un reducto fácilmente defendible. Unos guardias abrieron la puerta de hierro. Salieron a las murallas.
Para sorpresa de Yabú, Toranaga estaba allí y se levantó para saludarle con una deferencia que él no tenía derecho a esperar. A fin de cuentas, Toranaga era señor de las Ocho Provincias, mientras que él era solamente señor de Izú. Unos almohadones habían sido dispuestos cuidadosamente. Había una tetera envuelta en una funda de seda. Una joven ricamente vestida, de cara cuadrada y no muy bonita, hizo una profunda reverencia. Se llamaba Sazuko, era la séptima y más joven consorte oficial de Toranaga y estaba embarazada.
—¡Cuánto me alegro de verte, Kasigi Yabú-san! Lamento haberte hecho esperar tanto.
Yabú estuvo seguro de que Toranaga había decidido cortarle la cabeza, pues, por costumbre universal, el enemigo se mostraba más cortés cuando planeaba o había planeado la destrucción de uno. Se despojó de ambos sables y los dejó cuidadosamente sobre las losas permitiendo que le alejaran de ellos y lo condujesen al sitio de honor.
—Ésta es mi señora Sazuko. Sazuko, éste es mi aliado, el famoso señor Kasigi Yabú de Izú, el daimío que nos trajo al bárbaro y el barco del tesoro.
Ella se inclinó, cortés, y él le devolvió el saludo y ella se inclinó de nuevo. Después, ofreció a Yabú la primera taza de té, pero él, siguiendo el ritual, declinó el honor y le pidió que la ofreciese a Toranaga, el cual la rechazó e insistió en que la aceptase él. Por fin, y también de acuerdo con el ritual, se dejó convencer, como invitado de honor que era. Hiro-matsu aceptó la segunda taza, sosteniendo difícilmente la porcelana con sus nudosos dedos y sujetando con la otra mano la empuñadura del sable sobre sus rodillas. Toranaga aceptó la tercera taza y sorbió su cha, y después los tres observaron la Naturaleza y la subida del sol en el silencio del cielo.
Chillaron las gaviotas. Comenzaron los ruidos de la ciudad. Había nacido el día.
Dama Sazuko suspiró, llenos los ojos de lágrimas.
—Me siento como una diosa en esta altura, contemplando tanta belleza, ¿neh? Es triste que se haya ido para siempre, señor. Muy triste, ¿neh?
—Sí —dijo Toranaga.
Cuando el sol se hubo levantado a medias sobre el horizonte, ella saludó y se fue. Para sorpresa de Yabú, los guardias se marcharon también. Quedaron solos los tres.
—Me alegró recibir tu obsequio, Yabú-san. Fue magnífico: el barco y todo lo que había en él.
—Todo lo que tengo es tuyo —dijo Yabú, todavía profundamente conmovido por el amanecer y pensando que era un detalle muy elegante por parte de Toranaga ofrecerle la última visión de aquella inmensidad—. ¡Gracias por esta aurora!
—Sí —dijo Toranaga—. Es mi regalo. Y me alegro de que te haya gustado, como a mí me gustó el tuyo.
Hubo un silencio.
—Yabú-san. ¿Qué sabes de la Amida Tong?
—Sólo lo que sabe casi todo el mundo: que es una sociedad secreta compuesta de unidades de diez hombres, un jefe y nunca más de diez acólitos, hombres y mujeres, por cada zona. Hacen voto secreto de obediencia, de castidad y de muerte y de dedicar la vida a convertirse en un arma perfecta y mortal. Han de matar solamente por orden del jefe, y si fracasan en su intento de matar a la persona señalada, sea hombre, mujer o niño, tienen que quitarse inmediatamente la vida. Ninguno de ellos ha sido nunca cazado vivo. —Yabú conocía ya el atentado contra Toranaga—. No hay manera de vengarse de ellos, porque nadie sabe quiénes son, dónde viven, ni dónde se instruyen.
—Si quisieras emplearlos, ¿qué harías?
—Daría el soplo en tres lugares: en el Monasterio Hernán, en el santuario Amida y en el Monasterio Johji. Si uno es aceptado como patrono, unos intermediarios establecen contacto con él en el plazo de diez días. Todo es tan secreto y complicado que aunque uno quisiera traicionarles o sorprenderles no lo conseguiría. El décimo día piden una cantidad de dinero, en plata, cuyo importe depende de la persona a quien haya que asesinar. No admiten regateos y cobran por anticipado. Sólo garantizan que uno de sus miembros intentará el asesinato dentro de diez días.
—Entonces, ¿crees que nunca podré descubrir quién pagó la agresión de hoy?
—No.
—¿Crees que se repetirá?
—Tal vez sí. O tal vez no.
—¿Los has empleado tú alguna vez?
—No.
Yabú sintió algo detrás de él y presumió que serían los guardias que habrían vuelto en secreto. Midió la distancia que le separaba de sus sables. Se preguntó una vez más si intentaría matar a Toranaga. Había decidido hacerlo y ahora vacilaba. Había cambiado. ¿Por qué?
—¿Qué habrías pagado tú por mi cabeza? —le preguntó Toranaga.
—No hay bastante plata en toda Asia para tentarme a hacer una cosa parecida.
—¿Qué tendrían que pagar otros?
—Veinte mil kokú, cincuenta mil, cien mil, tal vez más. No lo sé.
—¿Pagarías tú cien mil kokú para llegar a ser Shogun? Tu estirpe se remonta a los Takashima, ¿neh?
—No pagaría nada —dijo soberbiamente Yabú—. El dinero es basura, un juguete para las mujeres o para los sucios mercaderes. Pero si esto fuese posible, que no lo es, daría mi vida y la vida de mi esposa, de mi madre y de todos los míos, excepto mi único hijo varón, y la de todos mis samurais de Izú y de todos sus hijos y mujeres, para ser un día Shogun.
—¿Y qué darías por las Ocho Provincias?
—También todo, menos la vida de mi esposa, de mi madre y de mi hijo.
—¿Y por la provincia de Suruga?
—Nada —dijo Yabú, despectivamente—. Ikawa Jikkyu no vale nada. Si no les corto la cabeza a él y a todos los suyos en esta vida, lo haré en la otra.
—¿Y si yo te lo entregase? Con toda Suruga… y quizá también con la provincia de Totomi.
Yabú se cansó súbitamente de aquel juego del gato y el ratón y de la charla sobre los Amida.
—Sé que quieres mi cabeza, señor Toranaga, y estoy dispuesto. Acabemos de una vez.
—No quiero tu cabeza, Yabú-san —dijo Toranaga—. ¿Cómo puedes pensar una cosa así? ¿Qué enemigo ha vertido veneno en tus oídos? ¿Tal vez Ishido?
Yabú se volvió despacio. Había esperado ver samurais detrás de él, con los sables desenvainados. Pero no había nadie. Volvió a mirar a Toranaga.
—No lo comprendo —dijo.
—Te he hecho venir aquí para que pudiésemos hablar en privado. Y contemplar la aurora. ¿Te gustaría gobernar las provincias de Izú, Suruga y Totomi… si no pierdo esta guerra?
—Sí. Mucho —dijo Yabú sintiendo renacer sus esperanzas.
—¿Te convertirías en mi vasallo? ¿Me aceptarías como señor feudal?
Yabú no vaciló.
—¡Nunca! —dijo—. Como aliado, sí. Como mi caudillo, sí. Siempre seré menos que tú. Pondré mi vida y todo lo que tengo a tu servicio. Pero Izú es mía. Soy daimío de Izú y nunca cederé a nadie este poder.
Toranaga se rascó una ingle.
—¿Qué te ha ofrecido Ishido?
—La cabeza de Jikkyu… en el momento en que hayas perdido la tuya. Y su provincia.
—¿A cambio de qué?
—De mi apoyo cuando empiece la guerra. Debería atacarte por el flanco sur.
—¿Aceptaste?
—Me conoces demasiado para saber que no.
Los espías de Toranaga en la casa de Ishido habían murmurado que se había cerrado el trato y que éste incluía el asesinato de sus tres hijos: Noburu, Sudara y Naga.
—¿Nada más? ¿Sólo tu apoyo?
—Con todos los medios a mi disposición —dijo delicadamente Yabú.
—¿Incluido el asesinato?
—Cuando empiece la guerra, lucharé con todas mis fuerzas. Por mi aliado. Necesitamos un solo regente durante la minoría de edad de Yaemón. La guerra entre tú e Ishido es inevitable. Es el único camino.
Yabú trataba de leer los pensamientos de Toranaga. Sabía que éste necesitaba su apoyo y que, en definitiva, acabaría venciéndole. Pero, de momento, ¿qué debía hacer? Decidió jugar fuerte.
—Puedo ser muy valioso para ti. Puedo ayudarte a ser el único regente —dijo.
—¿Por qué he de desear ser único regente?
—Cuando Ishido ataque, puedo ayudarte a vencerle.
—¿Cómo?
Le contó su plan de los cañones y mosquetes.
—¿Un regimiento de quinientos samurais con armas de fuego? —saltó Hiro-matsu—. Sería horrible. No podría mantenerse secreto. Si empezáramos nosotros, el enemigo nos imitaría. Un horror que no terminaría nunca. Sería una lucha sin honor y sin futuro.
—¿Acaso no es la guerra que se avecina la única que nos interesa, señor Hiro-matsu? —replicó Yabú—. ¿No nos preocupa la seguridad del señor Toranaga? Lo único que necesita el señor Toranaga es ganar esta única y grande batalla. En ella caerán las cabezas de todos sus enemigos. Y obtendrá el poder. Afirmo que esta estrategia le dará la victoria.
—Y yo digo que no. Es un plan repugnante y deshonroso.
Yabú se volvió a Toranaga.
—Una nueva era requiere una idea clara del significado del honor.
—¿Qué dijo Ishido de tu plan? —preguntó Toranaga.
—No lo discutí con él.
—¿Por qué? Si piensas que es valioso para mí, también lo sería para él. O tal vez más.
—Tú no eres un campesino como Ishido. Eres el caudillo más sabio y más experimentado del Imperio.
«¿Cuál es la verdadera razón? ¿O se lo has dicho también a Ishido?», se preguntó Toranaga.
—Si pusiéramos en práctica este plan, ¿serían los hombres la mitad tuyos y la mitad míos?
—De acuerdo. Yo tendría el mando.
—¿Secundado por mi delegado?
—De acuerdo. Pero necesitaré a Anjín-san para adiestrar a nuestros fusileros y nuestros artilleros.
—Pero él seguiría siendo de mi exclusiva propiedad y le protegerías como al Heredero. Serías responsable de él y harías con él todo lo que yo ordenase.
Toranaga observó un momento las nubes carmesíes. «Este plan es una locura —pensó—. Tendré que desatar mi Cielo Carmesí y atacar Kioto al frente de mis legiones. Cien mil contra diez veces este número.»
—¿Quién será el intérprete? No puedo utilizar eternamente a Toda Mariko-san.
—Sólo unas semanas, señor. Haré que el bárbaro aprenda nuestra lengua.
—Esto requeriría años. Los únicos bárbaros que han llegado a dominarla son los sacerdotes cristianos, ¿neh? Pero han tardado años.
—Te prometo que Anjín-san aprenderá rápidamente —dijo Yabú, y le explicó el plan de Omi como si fuese idea suya.
—Podría ser demasiado peligroso.
—Aprendería rápidamente, ¿neh? Además, está amansado.
Después de una pausa, Toranaga dijo:
—¿Cómo mantendrías el secreto durante la instrucción?
—Izú es una península muy segura. Estableceré la base en Anjiro, muy al sur y lejos de Mishima y de la frontera para mayor seguridad.
—Bien. Enviaremos palomas mensajeras de Anjiro a Osaka y Yedo al mismo tiempo.
—Magnífico. Sólo necesito cinco o seis meses y…
—Tendremos suerte si disponemos de seis días —gruñó Hiro-matsu—. ¿Qué ha sido de tu famosa red de espionaje, Yabú-san? ¿No has tenido noticias de que Ishido y Onoshi están movilizando? ¿No estamos encerrados aquí?
Yabú no respondió.
—¿Y bien? —dijo Toranaga.
—Los informes —repuso Yabú— indican que sucede todo esto y algo más. Si son seis días, serán seis días. Pero creo que eres demasiado listo para dejarte atrapar aquí o provocar una guerra prematura.
—Si convengo en tu plan, ¿me aceptarás como caudillo?
—Sí. Y cuando triunfes, será para mí un honor aceptar Suruga y Totomi como parte de mi feudo perpetuo.
—Totomi dependerá del éxito de tu plan.
—Conforme.
—¿Me obedecerás? ¿Por tu honor?
—Sí. Por bushido, por el señor Buda, por la vida de mi madre, de mi esposa y de mi posteridad futura.
—Bien —dijo Toranaga—. Orinemos para cerrar el trato.
Se dirigió al borde de la muralla y se plantó sobre el mismo parapeto. Setenta pies más abajo estaba el jardín interior. Hiro-matsu contuvo la respiración, aterrado por la bravata de su dueño. Vio cómo éste se volvía e invitaba a Yabú a acompañarle. Yabú obedeció. El menor contacto habría podido enviarlos a ambos a la muerte.
Toranaga se abrió el quimono y apartó el taparrabo, y lo propio hizo Yabú. Los dos orinaron, y sus orines se mezclaron y cayeron sobre el jardín.
—La última vez que sellé un trato de esta manera fue con el propio Taiko —dijo Toranaga, muy aliviado después de haber vaciado su vejiga—. Fue cuando decidió darme el Kwanto, las Ocho Provincias, como feudo. Derrotamos a Hojo y cortamos cinco mil cabezas en un año. Lo arrojamos de allí con toda su tribu. Tal vez tengas razón, Kasigi Yabú-san. Tal vez puedas ayudarme como yo ayudé al Taiko. Sin mí, el Taiko nunca habría sido Taiko.
—Puedo ayudarte a convertirte en el único regente, Toranaga-sama. Pero no en Shogun.
—Desde luego. No ambiciono este honor por más que digan mis enemigos.
Toranaga saltó sobre las losas y miró a Yabú, que seguía sobre el estrecho parapeto ciñéndose el cinto. Sintió la cruel tentación de darle un empujón por su insolencia. Pero se sentó y lanzó un ruidoso cuesco.
—Así es mejor. ¿Cómo está tu vejiga, Puño de Hierro?
—Cansada, señor, muy cansada.
El viejo se apartó y orinó también por encima del parapeto, pero sin encaramarse sobre él.
—Yabú-san. Esto debe mantenerse en secreto. Creo que deberías marcharte dentro de dos o tres días —dijo Toranaga.
—Sí. ¿Con los cañones y el bárbaro, Toranaga-sama?
—Sí. Iréis en barco. —Toranaga miró a Hiro-matsu—. Prepara la galera.
—El barco está a punto. Las armas y la pólvora siguen en la bodega —respondió Hiro-matsu cuyo semblante reflejaba su disgusto.
—Bien.
«Lo he conseguido —habría querido gritar Yabú—. Tengo las armas, tengo a Anjín-san, lo tengo todo. Y tengo seis meses. Toranaga no desencadenará la guerra tan de prisa. Y aunque Ishido lo asesinara en los próximos días, seguiría teniéndolo todo. ¡Oh, Buda, protege a Toranaga hasta que me haya hecho a la mar!»
—Gracias —dijo con sinceridad—. Nunca has tenido un aliado más fiel.
Cuando Yabú se hubo marchado, Hiro-matsu se volvió a Toranaga.
—Ha sido una mala cosa. Este trato es vergonzoso. Me avergüenzo de que mi consejo valga tan poco. Te ha manejado como un muñeco. Incluso ha tenido la desfachatez de llevar su sable Muramasa en tu presencia.
—Ya me he dado cuenta —dijo Toranaga.
—Creo que los dioses te han hechizado, señor. Cierras los ojos ante semejante insulto y permites que él se regocije delante de ti. Permites que Ishido te avergüence delante de todos. Impides que yo y los míos te protejamos. Niegas a mi nieta, que es una dama samurai, el honor y la paz de la muerte. Tu enemigo se ha burlado de ti y ahora cierras el trato más descabellado con un hombre tan traidor como lo fue su padre. ¡Te han embrujado! Yo te pregunto, te grito y te insulto y tú no haces más que mirarme. Uno de los dos se ha vuelto loco. Te pido permiso para hacerme el harakiri, y si no quieres concederme esta paz me afeitaré la cabeza y me haré monje. Cualquier cosa, pero deja que me vaya de aquí.
—No harás nada de esto. En cambio, enviarás a buscar al sacerdote bárbaro, a Tsukku-san.
Y Toranaga se echó a reír.