Todos se inclinaron profundamente. Toranaga advirtió que el bárbaro copiaba sus movimientos. «El capitán aprende de prisa», pensó, bullendo todavía en su mente lo que acababa de oír. Quería hacerle mil preguntas, pero las dejó para más tarde y se concentró en el peligro actual. Kiri corrió a ofrecer su cojín a la anciana, la ayudó a sentarse y se arrodilló a su lado.
—Gracias, Kiritsubo-san —dijo la mujer devolviendo a todos el saludo.
Se llamaba Yodoko. Era la viuda del Taiko, y después de la muerte de éste se había hecho monja budista.
—Lamento haber venido a interrumpirte y sin ser invitada, señor Toranaga.
—No necesitas invitación, y siempre eres bien venida, Yodoko-sama.
—Gracias, muchas gracias —repuso ella mirando a Blackthorne y entornando los párpados para ver mejor—. De todos modos, te he interrumpido. No veo bien… ¿Es un bárbaro? Mis ojos empeoran cada día. No es Tsukku-san, ¿verdad?
—No, es el nuevo bárbaro —dijo Toranaga.
—¡Oh, él! —exclamó Yodoko mirándolo fijamente—. Por favor, dile que no puedo verle bien. De ahí mi descortesía.
Mariko obedeció. Después, Yodoko se volvió al niño y lo miró fingiendo no haberlo visto antes.
—¡Oh, hijo mío! Estás aquí. Te estaba buscando. ¡Cuánto me alegro de verte, Kwampaku!
—Gracias, Primera Madre —dijo Yaemón correspondiendo a la reverencia de ella—. ¡Oh! Tendrías que haber oído al bárbaro. Nos ha dibujado un mapa del mundo y nos ha contado cosas muy raras sobre gentes que no se bañan nunca y viven en casas de nieve y llevan pieles como kami malignos.
La vieja gruñó:
—Creo que cuanto menos vengas por aquí mejor será, hijo mío. Nunca he podido entenderlos. Huelen que apestan. No sé cómo el señor Taiko, tu padre, podía aguantarlos. Pero él es un hombre y tú eres un hombre, y los hombres tenéis más paciencia que esta infeliz mujer.
—La paciencia es importante para el hombre y vital para el caudillo —dijo Toranaga—. Y el afán de saber es también una buena cualidad, ¿no es cierto Yaemón-sama? Y el saber viene de los lugares más extraños.
—Sí, tío. ¡Oh, sí! —dijo Yaemón—. ¿Verdad que tiene razón, Primera Madre?
—Sí, sí. De acuerdo. Pero me alegro de ser mujer y de no tener que preocuparme de estas cosas, ¿neh? —Yodoko abrazó al niño que se había sentado a su lado—. Bueno, hijo mío. ¿Por qué he venido aquí? A buscar al Kwampaku. ¿Por qué? Porque el Kwampaku llegará tarde a la comida y a su lección de escritura.
—¡Odio las lecciones de escritura! Prefiero nadar.
—Un caudillo tiene que escribir bien —dijo Toranaga—, y el Kwampaku, mejor que todos los demás. Si no, ¿cómo podría escribir a Su Alteza Imperial y a los grandes daimíos? Un caudillo tiene que hacer muchas cosas difíciles.
—Sí, tío. Es muy difícil ser Kwampaku —dijo Yaemón dándose importancia. Después preguntó—: ¿Cuándo vendrá madre a casa?
Yodoko miró a Toranaga.
—Pronto.
—Espero que muy pronto —dijo Toranaga.
Sabía que Yodoko había sido enviada por Ishido a buscar al niño. Toranaga había traído al chico y a los guardias directamente al jardín para irritar más a su enemigo. Y también para mostrar el extraño piloto al niño y privar a Ishido del placer de hacerlo él.
—Ser responsable de mi hijo es una tarea muy pesada para mí —dijo Yodoko—. Sería buena cosa tener a dama Ochiba aquí, en Osaka. Entonces, yo podría regresar al templo, ¿neh? ¿Cómo está ella y cómo está dama Genjiko?
—Las dos gozan de excelente salud —contestó Toranaga.
Hacía nueve años que, en una desacostumbrada muestra de amistad, el Taiko lo había invitado privadamente a casarse con dama Genjiko, hermana menor de dama Ochiba, su consorte favorita.
—Así, nuestras casas estarán unidas para siempre, ¿neh? —le había dicho el Taiko.
—Sí, señor. Obedeceré, aunque no merezco tanto honor —había respondido Toranaga, respetuosamente, deseando establecer este lazo con el Taiko.
Pero sabía que si bien Yodoko, esposa del Taiko, aprobaría sin duda el proyecto, su consorte Ochiba, que lo odiaba, emplearía su influencia para impedir el matrimonio. También era más prudente no tener a la hermana de Ochiba por esposa, pues esto le daría un poder enorme sobre él. En cambio si se casaba con su hijo Sudara, Toranaga, como jefe supremo de la familia, dominaría completamente la situación. Había necesitado toda su habilidad para urdir el matrimonio entre Sudara y Genjiko, pero lo había conseguido y ahora Genjiko tenía un valor enorme para él como defensa contra Ochiba, porque ésta adoraba a su hermana.
—Mi nuera no ha empezado aún a dar a luz, aunque esperábamos que fuese ayer. En todo caso, supongo que dama Ochiba la dejará en cuanto haya pasado el peligro.
—Después de tres niñas, ya es hora de que Genjiko te dé un nieto varón, ¿neh? Rezaré para que sea así.
—Gracias —dijo Toranaga, convencido de su sinceridad, a pesar de que él sólo representaba un peligro para su casa.
—He oído decir que tu dama Sazuko está encinta.
—Sí. Soy muy afortunado —dijo Toranaga, regocijándose al pensar en su última consorte, en su juventud, su vigor y su ternura.
—Buda te ha bendecido.
Yodoko sintió un poco de envidia. Le parecía injusto que Toranaga tuviese cinco hijos y cuatro hijas y cinco nietas, a los que habría que añadir el hijo de Sazuko que estaba a punto de llegar y tal vez otros muchos más, pues aún era vigoroso y tenía muchas consortes en su casa. En cambio, todas las esperanzas de ella se centraban en este único niño de siete años, que era tan hijo suyo como de Ochiba. «Sí, también es hijo mío —pensó—. ¡Y cuánto odié a Ochiba al principio!»
Se sobresaltó al ver que todos la miraban fijamente.
—¿Qué?
Yaemón frunció el ceño.
—He preguntado dos veces si podíamos marcharnos y dar yo mis lecciones, Primera Madre.
—Lo siento, hijo mío. Estaba distraída.
Kiri la ayudó a levantarse. Yaemón echó a correr. Los Grises se habían puesto ya de pie, y uno de ellos lo agarró y lo cargó delicadamente sobre sus hombros.
—¿Quieres acompañarme un trecho, señor Toranaga? Necesito un brazo fuerte en el que apoyarme.
Toranaga se puso de pie con sorprendente agilidad. Ella se apoyó en su brazo, pero no con fuerza.
—Sí, necesito un brazo firme. Yaemón también lo necesita. Y también el reino.
Y cuando se hubieron alejado de los otros, añadió:
—Conviértete en el único regente. Asume el poder y gobierna tú solo. Hasta que Yaemón sea mayor de edad.
—El testamento del Taiko lo prohíbe, aunque yo lo deseara, y conste que no es así.
—Tora-chan —dijo ella empleando el apodo que le había dado el Taiko hacía mucho tiempo—, tú y yo tenemos pocos secretos. Si quieres, puedes hacerlo. Yo respondo de dama Ochiba. Asume el poder por todo el tiempo que vivas. Conviértete en Shogun y nombra a Yaemón tu único heredero. Así podrá ser Shogun después de ti. ¿Acaso no lleva sangre de los Fujimoto?
Toranaga la miró fijamente.
—¿Piensas que los daimíos se avendrían a esto y que Su Alteza el Hijo del Cielo lo aprobaría?
—No. No por lo que respecta sólo a Yaemón. Pero, si tú fueses primero Shogun y lo adoptaras, podrías persuadirlos a todos. Dama Oshiba y yo te apoyaríamos.
—¿Ha convenido ella en esto? —preguntó Toranaga, pasmado.
—No. Nunca lo hemos discutido. Es una idea mía. Pero estará de acuerdo. Respondo de ella.
—Esta conversación es imposible, señora.
—Tú puedes con Ishido y con todos los demás. Siempre has podido. Y me espanta lo que oigo, Tora-chan. Rumores de guerra. Y si la guerra empieza, durará eternamente y consumirá a Yaemón.
—Sí. Si empieza, durará eternamente.
—Entonces, ¡toma el poder! Yaemón es un niño excelente. Sé que tú le quieres. Tiene la inteligencia de su padre, y, si tú lo guías, todos saldremos beneficiados. Él tendría su herencia.
—Yo no me opongo a él ni a su sucesión. ¿Cuántas veces tengo que decirlo?
—El Heredero será destruido si tú no lo apoyas activamente.
—¡Yo lo apoyo! —dijo Toranaga—. Así lo prometí al Taiko, tu difunto marido.
Yodoko suspiró y se arrebujó en su hábito.
—Mis viejos huesos están helados. Demasiados secretos y luchas, Tora-chan. Y traiciones y muertes y victorias. Sólo soy una mujer, y estoy muy sola. Me alegro de haberme consagrado a Buda, y pienso sobre todo en él y en mi vida futura. Pero en ésta tengo que proteger a mi hijo y decirte estas cosas. Espero que perdones mi impertinencia.
—Siempre busco y aprecio tus consejos.
—Gracias. —Irguió un poco la espalda—. Escucha… Mientras yo viva, ni el Heredero ni dama Ochiba irán contra ti. ¿Pensarás en mi proposición?
—El testamento de mi difunto señor me lo prohíbe. No puedo ir contra su voluntad ni contra mi promesa formal como regente.
Anduvieron un rato en silencio. Después, Yodoko suspiró.
—¿Por qué no la tomas por esposa?
Toranaga se detuvo en seco.
—¿A Ochiba?
—¿Por qué no? Sería perfecta para ti. Es hermosa, joven y vigorosa, y lleva sangre de los Fujimoto y de los Minowara. Tú no tienes ahora esposa oficial. Entonces, ¿por qué no? Esto resolvería el problema de la sucesión e impediría la división del reino. Seguramente tendrías otros hijos con ella. Yaemón te sucedería y después sus hijos o los otros hijos de ella. Podrías ser Shogun. Adoptarías oficialmente a Yaemón y éste sería tan hijo tuyo como los otros. ¿Por qué no casarte con dama Ochiba?
«Porque es un gato salvaje, una tigresa traidora con la cara y el cuerpo de una diosa, que se cree emperatriz y actúa como tal —pensó Toranaga—. No podría fiarme de ella en la cama. Sería capaz de saltarme los ojos con un alfiler durante mi sueño. ¡Oh, no! Es imposible. Por muchas razones, entre ellas la de que me odia y ha tramado mi caída y la de mi casa desde que parió por vez primera, hace once años.
»Ya entonces, cuando ella tenía diecisiete, se empeñó en destruirme. Exteriormente, es dulce como el primer melocotón maduro del verano y tan fragante como éste. Pero, interiormente, es dura como una hoja de acero. Hizo que el Taiko enloqueciese por ella, con exclusión de todas las demás. Ya a los quince años, Ochiba sabía lo que quería y cómo conseguirlo. Después, se produjo el milagro y dio al Taiko un hijo varón, el único que tuvo de sus muchísimas mujeres. ¿Cuántas? Al menos cien, de todas las edades y castas, desde una princesa Fujimoto hasta una cortesana de cuarta categoría.
»Le dio su primer hijo cuando tenía él cincuenta y tres años, un chiquillo enclenque y enfermizo que murió muy pronto, provocando que el Taiko se rasgase las vestiduras, casi loco de dolor, culpándose a sí mismo y no a ella. Al cabo de cuatro años, ella volvió a parir milagrosamente, y fue milagrosamente otro varón, esta vez milagrosamente lleno de salud.
»¿Fue el Taiko el verdadero padre de Yaemón? ¡Oh, cuánto daría por saber la verdad! Pero, ¿llegaremos a saberla algún día? Probablemente, no.
»¿Habría tenido ella la astucia de acostarse con otro hombre eliminándolo después para su propia seguridad, y no una, sino dos veces?
»¿Podía ser tan traidora? ¡Oh, sí!
»¿Casarse con Ochiba? ¡Nunca!»
—Es para mí un honor que me hayas hecho esta sugerencia —dijo Toranaga después de esta meditación.
—Tú eres un hombre, Tora-chan. Podrías manejar fácilmente a una mujer como ella. Eres el único hombre del Imperio capaz de ello, ¿neh? Ella sería una pareja maravillosa para ti. Mira cómo lucha ahora por proteger los intereses de su hijo, a pesar de que no es más que una mujer indefensa. Sería una esposa digna de ti.
—No creo que se aviniera siquiera a pensarlo.
—¿Y si lo hiciese?
—Me gustaría saberlo. Confidencialmente. Esto sería un honor inestimable.
—Muchas personas creen que sólo tú te interpones entre Yaemón y la sucesión.
—Muchas personas están locas.
—Sí, pero no tú, Toranaga-sama. Y tampoco dama Ochiba.
«Y tampoco tú, señora», pensó él.