CAPÍTULO XVI

—Tal vez habría sido mejor consultarme antes de llevaros a mi prisionero de mi jurisdicción, señor Ishido —dijo Toranaga.

—El bárbaro estaba en la prisión común con los delincuentes comunes. Por consiguiente, supuse que ya no te interesaba. Desde luego, nunca pretendí entrometerme en tus asuntos privados.

Ishido estaba aparentemente tranquilo y cortés, pero hervía por dentro. Sabía que le habían atrapado en una indiscreción. Era verdad que hubiese debido consultar primero a Toranaga. Así lo exigía la más elemental educación.

—Pido de nuevo disculpas —dijo.

Toranaga miró a Hiro-matsu. La disculpa sonaba como música celestial en sus oídos. Los dos sabían que el otro sangraba interiormente. Estaban en el gran salón de audiencias. Por acuerdo previo entre los dos antagonistas, sólo cinco guardias, hombres dignos de toda confianza, estaban presentes. El resto esperaba fuera. Yabú también esperaba en el exterior. Y estaban aseando al bárbaro. «Muy bien», pensó Toranaga, satisfecho de sí mismo. Pensó un momento en Yabú y decidió no verle aquel mismo día. Por consiguiente, pidió a Hiro-matsu que lo despidiese y se volvió a Ishido.

—Desde luego, acepto tus disculpas. Afortunadamente, no se ha causado ningún daño.

—Entonces, ¿puedo llevar al bárbaro al Heredero cuando esté presentable?

—Yo se lo enviaré cuando haya terminado con él.

—¿Puedo preguntarte cuándo será eso? El Heredero lo esperaba esta mañana.

—Esto no debe preocuparnos a ninguno de los dos, ¿neh? Yaemón sólo tiene siete años. Estoy seguro de que un niño de siete años debe ejercitar la paciencia. ¿Neh? La paciencia es una forma de disciplina y requiere práctica, ¿no es cierto? Yo mismo le explicaré la confusión. Esta mañana voy a darle otra lección de natación.

—¿Sí?

—Sí. Tú también deberías aprender a nadar, señor Ishido. Es un ejercicio excelente y puede ser muy útil durante la guerra. Todos mis samurais saben nadar.

—Los míos practican el arco, la esgrima, la equitación y el tiro.

—Los míos añaden a ello la poesía, la escritura, la confección de ramos de flores y la ceremonia cha-no-yu. Los samurais deberían ser versados en las artes de la paz, para ser fuertes en las artes de la guerra.

—La mayoría de mis hombres son más que versados en estas artes —dijo Ishido, consciente de que su propia escritura era defectuosa y sus conocimientos limitados—. Los samurais nacieron para la guerra. Yo entiendo la guerra muy bien. Esto basta, de momento. Esto y la obediencia a la voluntad de nuestro señor.

—La lección de natación de Yaemón será a la Hora del Caballo.

Tanto el día como la noche se dividían en seis partes iguales. El día empezaba con la Hora de la Liebre, desde las 5 hasta las 7 de la mañana, después venía la Hora del Dragón, de las 7 a las 9. Seguían las horas de la Serpiente, del Caballo, de la Cabra, del Mono, del Gallo, del Perro, del Oso, de la Rata y del Buey, y el ciclo terminaba con la Hora del Tigre, de las 3 a las 5 de la mañana.

—¿Te gustaría tomar parte en la lección? —preguntó.

—No, gracias. Soy demasiado viejo para cambiar los hábitos —dijo débilmente Ishido.

—He oído decir que el capitán de tus hombres ha recibido la orden de hacerse el harakiri.

—Naturalmente. Habría tenido que coger a los bandidos. Al menos, a uno de ellos. Esto nos habría permitido descubrir a los demás.

—Me asombra que esa carroña pueda operar tan cerca del castillo.

—Estoy de acuerdo contigo. Tal vez el bárbaro podría describirlos.

—¿Qué puede saber un bárbaro? —rió Toranaga—. En cuanto a los bandidos, eran ronín, ¿no? Los ronín abundan entre tus hombres. Una investigación en este sentido podría ser eficaz, ¿neh?

—Se está investigando a fondo, en muchas direcciones —dijo Ishido, prescindiendo de la alusión a los ronín, los samurais mercenarios, sin dueño, que se habían incorporado a millares bajo la bandera del Heredero cuando Ishido había difundido el rumor de que él, en nombre del Heredero y de la madre del Heredero, aceptaría su fidelidad, perdonaría y olvidaría sus pasadas culpas, y les recompensaría con largueza.

Ishido sabía que había sido una brillante maniobra, pues le proporcionaba una enorme reserva de samurais adiestrados.

—Hay muchas cosas que no comprendo en esa emboscada —dijo Ishido, con una voz llena de veneno—. Por ejemplo, si los bandidos pretendían un rescate, ¿por qué habían de capturar al bárbaro? ¿A quién hubiesen pedido el rescate? El bárbaro no tiene ningún valor. ¿Y cómo sabían dónde estaría? Hasta ayer no di la orden de que lo llevasen al Heredero, pensando que esto divertiría al chico. Es muy curioso.

—¡Mucho! —dijo Toranaga.

—Además, se da la coincidencia de que el señor Yabú estaba por allí con algunos de tus hombres y algunos de los míos, en el momento exacto. Muy curioso.

—¡Mucho! Pero Yabú estaba allí porque yo lo había enviado a buscar y tus hombres estaban allí porque habíamos convenido, a indicación tuya, que era de buena política que tus hombres acompañasen a los míos mientras yo estuviese en una visita oficial.

—También es extraño que los bandidos, que fueron lo bastante bravos para liquidar a los diez primeros sin oposición, se comportasen como coreanos al llegar nuestros hombres. Había igualdad de fuerzas entre los dos bandos. ¿Por qué no lucharon los bandidos o se llevaron inmediatamente al bárbaro a los montes, en vez de quedarse estúpidamente en el camino principal del castillo? Muy curioso.

—¡Mucho! Desde luego, mañana doblaré mi guardia cuando salga a cazar. Por si acaso. ¿Mantendrás a tus hombres lejos de mi zona de caza? No quisiera que me espantasen las piezas —dijo, taimadamente.

—Desde luego. ¿Y el bárbaro?

—Sigue siendo de mi propiedad. Y también su barco. Pero te lo entregaré cuando haya acabado con él, y podrás enviarlo al campo de ejecución, si lo deseas.

—Gracias. Sí, lo haré. —Ishido cerró el abanico y se lo metió en la manga—. Ese hombre no tiene importancia. Lo importante, y la razón de que haya venido a verte, es… A propósito, he oído decir que mi señora madre está visitando el monasterio Johji.

—¡Ah! Yo diría que es un poco tarde para ver los cerezos en flor.

—Cierto. Pero las ancianas tienen una mentalidad propia y ven las cosas de un modo diferente, ¿neh? Lo que me preocupa es que está delicada de salud. Tiene que tener mucho cuidado. Se enfría con facilidad.

—Lo mismo le pasa a mi madre. Hay que cuidar de la salud de los viejos.

Toranaga tomó mentalmente nota de que debía enviar un mensaje urgente al superior recordándole que debía extremar sus cuidados con la anciana. Si ésta moría en el monasterio, las repercusiones serían terribles. Todos los daimíos se darían cuenta de que, en el juego de ajedrez por el poder, había empleado como peón a una anciana indefensa, madre de su enemigo, y no había sabido velar por ella. Tomar un rehén era siempre una jugada peligrosa.

Ishido se había vuelto casi ciego de furor al enterarse de que su venerada madre estaba en la plaza fuerte de Toranaga en Nagoya. Habían rodado cabezas. Inmediatamente, Ishido había trazado planes para la destrucción de Toranaga y tomado la solemne resolución de sitiar Nagoya y eliminar el daimío Kazamaki —a cuyo cargo estaba ostensiblemente ella— en cuanto se rompiesen las hostilidades. Por último, había enviado un mensaje particular al superior del monasterio, a través de intermediarios, haciéndole saber que si ella no salía sana y salva de allí antes de veinticuatro horas, Naga, único hijo de Toranaga que estaba a su alcance, y todas las mujeres de éste a quienes pudiese apresar se despertarían en el pueblo de los leprosos. Ishido sabía que mientras su madre estuviese en poder de Toranaga tenía que actuar con cautela. Pero había dejado bien claro que si no la soltaban prendería fuego al Imperio.

—¿Cómo está tu señora madre, señor Toranaga? —preguntó cortésmente.

—Muy bien, gracias —dijo Toranaga dejando traslucir su satisfacción—. Lleva perfectamente sus setenta y cuatro años. ¡Ojalá esté yo tan fuerte como ella cuando tenga su edad!

«Tienes cincuenta y ocho, Toranaga, pero no llegarás a los cincuenta y nueve —se prometió Ishido para sus adentros.»

—Por favor, transmítele mis mejores deseos de una vida siempre feliz. Gracias de nuevo, y perdona que te haya molestado.

Se inclinó con exquisita cortesía y, conteniendo difícilmente su regocijo, añadió:

—¡Ah, sí! El asunto importante que quería comunicarte es que se ha aplazado la última reunión oficial del Consejo de Regencia. No se celebrará hoy al ponerse el sol.

Toranaga conservó la sonrisa en su semblante, pero tembló interiormente.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Por qué?

—El señor Kiyama está enfermo. El señor Sugiyama y el señor Onoshi han convenido en el aplazamiento. Y yo también. Unos pocos días carecen de importancia, tratándose de asuntos de tanta enjundia, ¿no crees?

—Podemos celebrar la reunión sin el señor Kiyama.

—Hemos resuelto no hacerlo —dijo Ishido con un destello provocador en los ojos.

—¿Oficialmente?

—Aquí están nuestros cuatro sellos.

Toranaga estaba rabioso. Cualquier demora suponía para él un riesgo inmenso.

—¿Cuándo será la reunión?

—Creo que el señor Kiyama puede haberse repuesto mañana o pasado mañana.

—Bien. Enviaré mi médico personal a visitarle.

—Estoy seguro de que os lo agradecería. Pero su propio médico ha prohibido todas las visitas. La enfermedad podría ser contagiosa, ¿neh?

—¿Qué enfermedad?

—No lo sé, mi señor. Digo lo que me han dicho.

—¿Es bárbaro el médico?

—Sí. Tengo entendido que es el mejor médico de los cristianos. Un médico-sacerdote cristiano, para un daimío cristiano. Los nuestros no son lo bastante buenos para… un daimío tan importante —dijo Ishido, riendo entre dientes.

La inquietud de Toranaga fue en aumento. Si el médico hubiese sido japonés, habría podido hacer muchas cosas. Pero, con un médico cristiano —sin duda un sacerdote jesuita—, bueno… No podía ir contra él, ni siquiera entrometerse en lo que hacía, sin correr el riesgo de enemistarse con todos los daimíos cristianos, riesgo que no podía permitirse. Sabía que su amistad con Tsukku-san no le serviría de nada contra los daimíos cristianos Onoshi o Kiyama. Los cristianos tenían interés en presentar un frente unido. Pronto tendría que acercarse a ellos, a los sacerdotes bárbaros, para llegar a un arreglo, para fijar el precio de su colaboración. «Si Ishido tiene realmente a Onoshi y a Kiyama con él, y dado que todos los daimíos cristianos seguirían a estos dos si actuasen conjuntamente, estoy aislado —pensó—. Y el único camino que me queda es Cielo Carmesí.»

—Visitaré al señor Kiyama pasado mañana —dijo fijando el plazo.

—Pero, ¿y el contagio? Si te ocurriese algo mientras estás en Osaka, mi señor, nunca me lo perdonaría. Eres nuestro invitado, estás a mi cuidado. Debo insistir en que no lo hagas.

—Descuida, mi señor Ishido, ningún contagio puede conmigo. Olvidas la predicción del astrólogo.

Seis años antes, el Taiko había recibido una embajada china que trataba de arreglar la guerra chino-coreana-japonesa, de la que formaba parte un astrólogo. Éste había profetizado muchas cosas que después habían resultado verdad. Y este mismo astrólogo había predicho que Toranaga moriría por el sable en su edad madura. Ishido, el famoso conquistador de Corea, moriría de viejo, firme sobre sus pies y siendo el hombre más famoso de su época. Y en cuanto al Taiko, moriría en la cama, respetado, venerado, a una edad provecta y dejando un hijo fuerte y sano para asumir su sucesión.

—No, señor Toranaga, no la he olvidado —dijo Ishido, que la recordaba muy bien—. Pero el contagio puede ser muy molesto. Podrías contraer la viruela, como tu hijo Noboru, o la lepra, como el señor Onoshi. Todavía es joven, pero sufre. ¡Oh, sí! Sufre.

Toranaga se quedó momentáneamente desconcertado. Conocía demasiado bien los estragos de ambas enfermedades. Noboru, el mayor de sus hijos vivos, había contraído la viruela china cuando tenía siete años —ahora hacía diez—, y todos los médicos, japoneses, chinos, coreanos y cristianos habían fracasado ante una enfermedad que lo había desfigurado completamente, pero sin matarlo.

—Por el señor Buda, que no quisiera contraer ninguna de las dos ni ninguna otra —dijo.

—Lo creo —dijo Ishido, que se inclinó de nuevo y salió. Toranaga rompió el silencio.

—¿Y bien?

—Lo mismo da que te quedes o que te marches —dijo Hiro-matsu—. Será un desastre, porque te han traicionado y te han aislado, señor. Si te quedas para la reunión, que no se celebrará en una semana, Ishido movilizará sus legiones alrededor de Osaka y no podrás escapar sin que importe lo que le ocurra a dama Oshiba en Yedo, pues está claro que Ishido está dispuesto a ponerla en peligro con tal de pillarte. Es evidente que te han traicionado y que los cuatro regentes se pronunciarán contra ti. Y si te marchas, dictarán también todas las órdenes que quiera Ishido. Y tendrás que someterte a un voto de cuatro contra uno. Juraste hacerlo. Y no puedes renegar de tu palabra de honor como regente.

—Lo sé.

Hiro-matsu esperó, con creciente ansiedad.

—¿Qué vas a hacer?

—Ante todo, voy a darme un baño —dijo Toranaga con sorprendente jovialidad—. Después veré a ese bárbaro.

La mujer cruzó sin hacer ruido el jardín privado de Toranaga en el castillo, en dirección a la pequeña choza cubierta de ramaje y lindamente instalada en un bosquecillo de meples. Su quimono de seda y su obi eran de lo más sencillo y, sin embargo, los más famosos artesanos de China no habrían podido hacerlos más elegantes. Llevaba el cabello a la última moda de Kioto, peinado hacia arriba y sujeto con largos alfileres de plata. Una sombrilla de colores protegía su blanca piel. Era menuda —no más de cinco pies— pero perfectamente proporcionada. Alrededor del cuello, llevaba una fina cadena de oro y, colgando de ésta, un pequeño crucifijo también de oro.

Kiri esperaba en la galería de la choza, sentada pesadamente a la sombra y reposando sus nalgas sobre el cojín.

—Estás más hermosa que nunca, más joven que nunca, Toda Mariko-san —dijo Kiri, sin envidia, devolviéndole su saludo.

—¡Ojalá fuese verdad, Kiritsubo-san! —respondió Mariko sonriendo y arrodillándose sobre un almohadón.

—Lo es. ¿Cuándo nos vimos por última vez? ¿Hace dos años? ¿Tres? No has cambiado nada en veinte años. Pues debe hacer casi veinte años que nos conocimos. ¿Te acuerdas? Fue en una fiesta que dio el señor Goroda. Tú tenías catorce años y acababas de casarte.

—Y estaba asustada.

—No. No lo estabas.

—Hace dieciséis años, Kiritsubo-san, no veinte. Sí, lo recuerdo muy bien.

«Demasiado bien —pensó, afligida—. Fue el día en que mi hermano me dijo al oído que creía que nuestro venerado padre iba a vengarse de su señor feudal, el dictador Goroda. Iba a asesinarlo. Y yo no avisé a mi esposo o a Hiro-matsu, su padre, ambos fieles vasallos del Dictador, de que uno de sus más grandes generales estaba tramando una traición. Falté a mi deber con mi señor, con mi marido y con su familia que, debido al matrimonio, es mi única familia. Guardé silencio para proteger a mi amado padre, que mancilló mil años de honor. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, señor Jesús de Nazaret, salva a esta pecadora de la condenación eterna…!»

—Hace dieciséis años —dijo serenamente Mariko.

—Aquel año, yo estaba encinta del señor Toranaga —dijo Kiri.

Y pensó: «Si el señor Goroda no hubiese sido vilmente traicionado y asesinado por tu padre, mi señor Toranaga no habría tenido que luchar en la batalla de Nagakudé y yo no me habría enfriado y no habría perdido a mi hijo. Tal vez fue sólo mi karma

—¡Ah, Mariko-san! —exclamó, sin malicia—. ¿Por qué no puedo tener tu figura y tus hermosos cabellos y andar con tanta distinción? —Kiri se echó a reír—. La respuesta es sencilla: porque como demasiado.

—¿Qué importa esto? Tú gozas del favor del señor Toranaga, ¿neh? Eres feliz.

—¿Acaso tú no lo eres?

—Yo no soy más que un instrumento de mi señor Buntaro. Si mi marido es feliz, yo soy feliz. Su placer es mi placer. Me pasa lo mismo que a ti —dijo Mariko.

—Sí. Pero no es lo mismo.

Kiri se abanicó y pensó: «Me alegro de no ser igual que tú, Mariko, con toda tu belleza y tu valor y tus conocimientos. ¡No! No podría estar casada un solo día con ese hombre odioso, feo, orgulloso y violento. Tan distinto de su padre, el señor Hiro-matsu… ¿Cómo has podido soportar tu tragedia? Parece imposible que no se perciba una sola sombra de ella en tu cara ni en tu alma.»

—Eres una mujer admirable, Toda Buntaro Mariko-san.

—Gracias, Kiritsubo Toshiko-san. ¡Cuánto me alegro de verte, Kiri-san!

—Y yo de verte a ti. ¿Cómo está tu hijo?

—Estupendo, estupendo, estupendo. Saruji tiene ahora quince años, ¿te imaginas? Alto y fuerte como su padre y el señor Hiro-matsu ha dado a Saruji un feudo propio, y ahora… ¿sabes que va a casarse?

—No. ¿Con quién?

—Ella es nieta del señor Kiyama. El señor Toranaga lo dispuso perfectamente. Una boda magnífica para nuestra familia. Sólo quisiera que la chica fuese más… más atenta con mi hijo, más solícita. —Mariko rió, con cierta timidez—. Bueno, parezco una suegra como todas. Pero creo que convendrás conmigo en que tiene aún muchas cosas que aprender.

—Tendrás tiempo de enseñarla.

—Así lo espero. —Las manos de Mariko reposaban quietas en su falda—. Mi marido me ha hecho venir aquí. ¿Quiere verme el señor Toranaga?

—Sí. Quiere que le hagas de intérprete.

—¿Con quién? —preguntó Mariko, sorprendida.

—Con el nuevo bárbaro.

—¡Oh! ¿Y el padre Tsukku-san? ¿Está enfermo?

—No —dijo Kiri jugando con su abanico—. Supongo que sólo podemos hacer conjeturas sobre por qué quiere el señor Toranaga que vengas tú, en vez del sacerdote. Pero yo diría que debe tratarse de un asunto muy privado. En tal caso, tendrás que jurar por tu Dios cristiano no divulgar nada acerca de esta reunión. No decir nada a nadie.

—Desde luego —dijo Mariko, intranquila.

Comprendía claramente que lo que Kiri había querido decir era que no debía decir nada a su marido ni a su padre, ni a su confesor. Como era su marido quien le había ordenado venir, sin duda a requerimiento del señor Toranaga, su deber para con éste era superior al que le ligaba a su marido. Por consiguiente, podía no darle información. Pero, ¿y a su confesor? ¿Podía no decirle nada? ¿Y por qué había de hacer ella de intérprete, en vez del padre Tsukku-san? Sabía que una vez más y contra su voluntad se veía metida en la clase de intriga política que había destrozado su vida y lamentó de nuevo que su familia fuese antigua y derivada de los Fujimoto y que ella hubiese nacido con el don de las lenguas que le había permitido aprender el casi incomprensible portugués y el latín, e incluso lamentó haber nacido. «Pero entonces —pensó— no habría visto a mi hijo, ni habría sabido nada de Cristo Niño ni de Su Verdad, ni de la Vida Eterna.»

—Muy bien, Kiri-san —dijo con temor—. Juro por el señor mi Dios que no divulgaré nada de lo que se diga hoy aquí, ni nada de lo que interprete en cualquier momento para mi señor.

—También supongo que debes prescindir de tus propios sentimientos y traducir exactamente lo que se diga. Este nuevo bárbaro es muy extraño y dice cosas muy particulares. Estoy segura de que mi señor te ha elegido entre todos por razones especiales.

—Estoy aquí para cumplir los deseos del señor Toranaga. No debe temer por mi lealtad.

—Nadie la ha puesto nunca en duda, señora. No he querido ofenderte.

Una lluvia de primavera salpicó los pétalos y el musgo y las hojas, y cesó poco después dejándolo todo más bello después de su paso.

—Quisiera pedirte un favor, Mariko-san. ¿Quieres poner tu crucifijo debajo de tu quimono?

Los dedos de Mariko asieron el crucifijo en ademán defensivo.

—¿Por qué? Mi señor Toranaga jamás se opuso a mi conversión y tampoco el señor Hiro-matsu, jefe de mi clan. En cuanto a mi esposo, me permite tenerlo y llevarlo.

—Sí. Pero los crucifijos enloquecen a ese bárbaro, y mi señor Toranaga quiere que esté tranquilo.

Blackthorne no había visto nunca una mujer tan menuda.

Konnichi wa —dijo—. Konnichi, Toranaga-sama.

Se inclinó como un cortesano y saludó al niño que estaba arrodillado junto a Toranaga, con los ojos muy abiertos, y a la mujer gorda que estaba detrás de éste. Se hallaban todos en la galería que circundaba la pequeña choza. Ésta se componía de una sola y pequeña habitación y una cocina en el fondo. Estaba montada sobre unas pilastras de madera de un pie de altura, sobre una alfombra de pura y blanca arena. Era una casa de té ceremonial para el rito del cha-no-yu, construida para éste solo fin con materiales caros y raros, aunque, a veces, debido a su aislamiento, era también empleada para citas y conversaciones privadas.

Blackthorne se ciñó el quimono y se sentó en el almohadón que habían colocado sobre la arena, delante de ellos y a nivel más bajo.

Gomen nasai, Toranaga-sama, nihon go ga hanase-masen. ¿Tsuyaku go imasu ka?

—Yo soy tu intérprete, señor —dijo Mariko en un portugués casi perfecto—. Pero, ¿hablas japonés?

—No, señorita, sólo unas pocas palabras o frases —respondió Blackthorne, sorprendido.

Había esperado que el padre Alvito fuese el intérprete y que Toranaga hubiese estado acompañado de algunos samurais y tal vez del daimío Yabú. Pero allí no había ningún samurai, aunque muchos estaban apostados alrededor del jardín.

—Mi señor Toranaga pregunta dónde… Pero tal vez debería preguntarte primero si prefieres hablar en latín.

—Lo que tú prefieras, señorita.

«¿Quién será esa mujer? —pensó—. ¿Dónde aprendió un portugués tan perfecto? ¿Y el latín? Sin duda de los jesuitas. En una de sus escuelas.»

—Entonces, hablaremos portugués —dijo ella—. Mi señor desea saber dónde aprendiste tus «pocas palabras y frases».

—Había un monje en la prisión, señorita, un monje franciscano que me enseñó palabras tales como «comida, amigo, baño, ir, venir, verdadero, falso, aquí, allí, yo, tú, por favor, gracias, quiero, no quiero, prisionero, sí, no», etcétera. Desgraciadamente, sólo cosas rudimentarias. Ten la bondad de decirle al señor Toranaga que ahora podré responder mejor a sus preguntas, que procuraré complacerle y que le doy las gracias por haberme sacado de la prisión.

Sabía que tenía que hablar con sencillez, con frases cortas y con mucho cuidado, porque, a diferencia del sacerdote, esta mujer esperaba que hubiese terminado y daba después una sinopsis o una versión de lo que había dicho. El baño, el masaje, la comida y dos horas de sueño, le habían refrescado de un modo extraordinario. Las servidoras del baño, mujeres hábiles y vigorosas, le habían restregado y lavado el cabello trenzándolo en una bonita coleta y el barbero le había recortado la barba. Le habían dado un taparrabo limpio, un quimono y un cinto, un tabi y unas sandalias para los pies.

Había esperado con impaciencia que lo llevaran otra vez a presencia de Toranaga planeando lo que le diría y le revelaría y la manera de burlar al padre Alvito y de ganar ascendiente sobre él. Y sobre Toranaga. Pues ahora sabía, por lo que le había dicho el padre Domingo sobre los japoneses, los portugueses, la política y el comercio, que podía ayudar a Toranaga y que éste podía recompensarle a su vez con las riquezas que deseaba.

Y ahora, al no tener que luchar con el cura, se sentía aún más confiado.

Toranaga escuchaba atentamente a la muñeca-intérprete.

«¿Estará casada? —pensó Blackthorne—. No lleva anillo de boda. Es interesante. No lleva joyas de ninguna clase, excepto los alfileres de plata en el cabello. Y tampoco las lleva la otra mujer, la gorda.» Rebuscó en su memoria. Aquellas dos mujeres de la aldea tampoco llevaban joyas y tampoco las de la casa de Mura. ¿Por qué?

¿Y quién era la gorda? ¿La esposa de Toranaga? ¿O la niñera del chico? ¿Sería éste el hijo de Toranaga? ¿O nieto suyo?

El chico era bajito, pero estirado. Tenía los ojos redondos y el cabello negro, atado en una coleta y llevaba la cabeza sin afeitar. Daba muestras de una curiosidad enorme.

Sin pensarlo, Blackthorne le guiñó un ojo. El chico dio un salto, se echó a reír e interrumpió a Mariko, y señaló y habló, y todos le escucharon con indulgencia y nadie le mandó callar. Cuando hubo terminado, Toranaga dirigió unas breves palabras a Blackthorne.

—El señor Toranaga pregunta por qué has hecho esto, señor.

—¡Oh!, sólo para divertir al pequeño. Es un niño como los demás y los niños de mi país suelen reírse cuando se les hace esto. Mi hijo debe ser de su misma edad. Ahora tiene siete años.

—El Heredero tiene siete —dijo Mariko tras una pausa, y después tradujo lo que él había dicho.

—¿El Heredero? ¿Quiere esto decir que ese muchacho es el único hijo del señor Toranaga?

—El señor Toranaga me pide que te diga que hagas el favor de limitarte a contestar sus preguntas, por ahora. —Después añadió—: Estoy segura de que, si tienes paciencia, piloto-capitán Blackthorne, podrás preguntar más tarde lo que desees.

—Muy bien.

—Como tu nombre es muy difícil de pronunciar, porque no tenemos los sonidos adecuados para ello, ¿puedo emplear, en interés del señor Toranaga, tu nombre japonés de Anjín-san?

—Desde luego.

—Gracias. Mi señor pregunta si tienes otros hijos.

—Una hija. Nació poco antes de salir yo de Inglaterra. Por consiguiente, ahora tiene dos años.

—¿Tienes una o muchas mujeres?

—Una. Es nuestra costumbre. Como los portugueses y los españoles. Nosotros no tenemos consortes oficiales.

—¿Es ésta tu primera esposa, señor?

—Sí.

—Por favor, ¿cuántos años tienes?

—Treinta y seis.

—¿Dónde vives en Inglaterra?

—En las afueras de Chathan. Es un pequeño puerto cerca de Londres.

—¿Londres es vuestra capital?

—Sí.

—Él pregunta qué idiomas hablas.

—Inglés, portugués, español, holandés y, naturalmente, latín.

—¿Qué es el holandés?

—Una lengua que se habla en Europa, en los Países Bajos. Muy parecida al alemán.

Ella frunció el ceño.

—¿Es el holandés una lengua pagana? ¿Y el alemán?

—Ambos son países no católicos —dijo él, cautelosamente.

—Perdón, ¿no es esto lo mismo que ser pagano?

—No, señorita. El cristianismo se divide en dos religiones muy distintas: catolicismo y protestantismo. La secta del Japón es católica. Ahora, hay mucha hostilidad entre ambas sectas.

Notó que Toranaga se impacientaba.

«Ten cuidado —se dijo—. Sin duda ella es católica.»

—Tal vez el señor Toranaga no quiere hablar de religión, señorita —repuso en voz alta—, pues ya tratamos un poco de esto en nuestro primer encuentro.

—¿Eres cristiano protestante?

—Sí.

—Y los cristianos católicos, ¿son enemigos tuyos?

—La mayoría me considerarían hereje y enemigo suyo.

Había muchos guardias alrededor del jardín. Todos se mantenían muy apartados y eran Pardos. Entonces, Blackthorne advirtió que había diez Grises, sentados en grupo aparte, a la sombra, y mirando al chico.

«¿Qué significa esto?», se preguntó.

—Mi señor desea saber de ti y de tu familia —dijo Mariko—. De tu país, de tu reina y de los anteriores gobernantes, de sus hábitos, de sus costumbres y de su historia. Y también de otros países, como España y Portugal. Quiere saberlo todo sobre el mundo en que vives. Sobre vuestros barcos, armas, comestibles, comercio… Cómo son vuestras guerras y cómo gobernáis los barcos, cómo gobernaste tú el tuyo y qué te ocurrió durante el viaje… Sí, mi señor desea saber la verdad acerca de todo.

—Se lo diré gustoso. Pero requerirá bastante tiempo.

—Mi señor dice que tiene tiempo de sobra. A propósito, yo soy la señora Mariko Buntaro, no señorita.

—Sí, señora. —Blackthorne miró a Toranaga—. ¿Por dónde quiere que empiece?

Ella se lo preguntó y una débil sonrisa cruzó por el semblante de Toranaga.

—Dice que empieces por el principio.

Blackthorne sabía que esto era otra prueba. Entre tantas posibilidades, ¿por dónde debía empezar? ¿Y a quién debía dirigirse? ¿A Toranaga, al chico o a la mujer? Evidentemente, si sólo hubiese habido hombres presentes, a Toranaga. Pero, ¿y ahora? ¿Por qué estaban aquí las mujeres y el chico? Esto debía tener una significación.

—Pues, bien… —Entonces tuvo un destello de inspiración—. Tal vez sería lo mejor que dibujase un mapa del mundo, señora, tal como lo conocemos —dijo atropelladamente—. ¿Qué os parece?

Ella lo tradujo y Blackthorne vio un destello de interés en los ojos de Toranaga, pero no en los del niño ni de la mujer. ¿Cómo interesarles también?

—Mi señor dice que sí. Enviaré a buscar papel.

—Gracias. Pero de momento no hará falta. Después, si me das materiales de escribir, podré trazar un mapa más exacto.

Blackthorne se levantó de su almohadón y se arrodilló en el suelo. Con el dedo índice, empezó a trazar un tosco mapa sobre la arena, invertido para que ellos pudiesen verlo mejor.

—La Tierra es redonda como una naranja, pero este mapa es como su piel, cortado en óvalos, de norte a sur, aplanada y estirada un poco por las puntas. Un holandés llamado Mercator inventó la manera de hacer esto exactamente, hace veinte años. Es el primer mapa bien hecho del mundo. Incluso podemos navegar con esto, o con sus globos terráqueos —había esbozado audazmente los continentes—. Esto es el Norte y esto el Sur, el Este y el Oeste. El Japón está aquí. Mi país está allá, al otro lado del mundo. Todo eso es desconocido e inexplorado…

Eliminó con la mano toda Norteamérica, al norte de una línea que iba de México hasta Terranova, toda la América del Sur, a excepción del Perú y de una estrecha franja de costa alrededor del continente, y después todo lo situado al norte y al este de Noruega y al este de Moscovia, toda Asia, todas las tierras interiores de África, todo lo que había al sur de Java, y la punta de América del Sur.

—Conocemos las líneas costeras, pero poco más. Los interiores de África, de las Américas y de Asia, son casi otros tantos misterios.

Hizo una pausa para que lo captasen bien. Mariko traducía ahora con más facilidad, y él advirtió que crecía el interés de todos. El chico se movió y se acercó un poco.

—El Heredero desea saber dónde estamos nosotros en el mapa.

—Aquí. Esto es Catay, China, según creo. No sé a qué distancia estamos de la costa. Yo tardé dos años en ir desde aquí hasta aquí.

Toranaga y la mujer gorda se estiraron para ver mejor.

—El Heredero pregunta por qué somos tan pequeños en tu mapa.

—Sólo es cuestión de escala, señora. En este continente, hay casi mil leguas, de tres millas cada una, desde Terranova, aquí, hasta México, aquí. Desde el lugar donde estamos hasta Yedo, hay unas cien leguas.

Hubo un silencio y después una conversación entre ellos.

—El señor Toranaga desea saber sobre el mapa cómo llegaste al Japón.

—Por esta ruta. Esto es el paso, o el estrecho de Magallanes, aquí, en la punta de América del Sur. Se llama así por el nombre del navegante portugués que lo descubrió hace ochenta años. Desde entonces, los portugueses y los españoles han mantenido en secreto esta ruta, para su empleo exclusivo. Nosotros fuimos los primeros extranjeros en cruzar el paso. Yo tenía uno de sus libros de ruta secretos, una especie de mapa, pero, incluso así, tuvimos que esperar seis meses para pasar, pues los vientos nos eran contrarios.

Ella tradujo sus palabras. Toranaga levantó la cabeza dando muestras de incredulidad.

—Mi señor dice que estás equivocado. Todos los bar…, todos los portugueses vienen del Sur. Es su ruta, la única ruta.

—Sí. Es verdad que los portugueses prefieren este camino, nosotros lo llamamos cabo de Buena Esperanza, porque tienen docenas de fuertes a lo largo de aquellas costas, de África, la India y las Islas de las Especias, donde pueden abastecerse e invernar. Y sus galeones de guerra patrullan por aquellos mares y los monopolizan. En cambio, los españoles emplean el paso de Magallanes para ir a sus colonias americanas del Pacífico y a las Filipinas, o bien cruzan el estrecho istmo de Panamá por tierra para ahorrarse meses de viaje. Para nosotros era más seguro seguir la ruta del estrecho de Magallanes, pues en otro caso habríamos tenido que desafiar a todos los fuertes portugueses enemigos. Por favor, dile al señor Toranaga que ahora conozco la situación de muchos de ellos. Y diré de paso que, en la mayoría de ellos, hay soldados japoneses. El fraile que me dio la información en la prisión era español y hostil a los portugueses y también a los jesuitas.

Blackthorne vio una reacción inmediata en la cara de ella y en la de Toranaga cuando hubo traducido sus palabras.

—¿Soldados japoneses? ¿Quieres decir samurais?

—Supongo que más bien son ronín.

—Hablaste de una carta «secreta». Mi señor desea saber cómo la obtuviste.

—Un hombre llamado Pieter Suyderhof, de Holanda, era secretario particular del Primado de Goa. Éste es el título de sumo sacerdote católico, y Goa es la capital de la India portuguesa. Sabréis, desde luego, que los portugueses tratan de apoderarse de aquel continente por la fuerza. Como secretario particular de este arzobispo, que era también virrey portugués a la sazón, pasaban toda clase de documentos por sus manos. Después de muchos años, obtuvo algunos de sus libros de ruta o cartas y las copió. En ellos figuraban los secretos para cruzar el paso de Magallanes y también para doblar el cabo de Buena Esperanza, así como los bajíos y arrecifes desde Goa hasta el Japón, vía Macao. Mi libro de ruta era el del estrecho de Magallanes. Estaba entre los papeles que perdí con mi barco. Son vitales para mí y podrían tener un valor inmenso para el señor Toranaga.

—Mi señor dice que ha dado orden de buscarlos. Continúa, por favor.

—Cuando Suyderhof regresó a Holanda, los vendió a la «Compañía de Mercaderes de la India Oriental», que tenía el monopolio de la exploración en el Lejano Oriente.

Ella lo miraba fríamente.

—¿Era un espía pagado ese hombre?

—Le pagaron sus mapas, sí.

—Mi señor pregunta por qué ese arzobispo empleaba a un enemigo.

—Según contó Pieter Suyderhof, a ese arzobispo, que era jesuita, sólo le interesaba el comercio. Suyderhof dobló sus ingresos y por esto era su «niño mimado». Era un mercader sumamente listo (los holandeses suelen ser mejores que los portugueses en esto) y por ello no comprobaron muy a fondo sus credenciales. Además, muchos hombres de ojos azules y cabellos rubios, alemanes o de otros países de Europa, son católicos.

Blackthorne esperó que ella hubiese traducido esto y después añadió cautelosamente:

—Era jefe de los espías de Holanda en Asia y colocó algunos de sus hombres en barcos portugueses. Por favor, dile al señor Toranaga que sin el comercio con el Japón la India portuguesa no viviría mucho tiempo.

Toranaga mantuvo los ojos fijos en el mapa mientras Mariko hablaba. No mostró ninguna reacción a lo que decía ella. Blackthorne se preguntó si lo habría traducido todo.

—Mi señor quisiera un mapa detallado del mundo sobre papel y lo antes posible, con todas las bases portuguesas marcadas en él y con el número de ronín de cada una. Dice que tengas la bondad de proseguir.

Blackthorne comprendió que había dado un paso gigantesco. Pero el niño bostezó y en vista de ello decidió cambiar de rumbo, pero en dirección al mismo puerto.

—Nuestro mundo no es siempre como parece. Por ejemplo, al sur de esta línea, a la que llamamos ecuador, las estaciones están invertidas. Cuando aquí es verano, allí es invierno, y cuando aquí hace calor, allí se hielan de frío.

—¿Cómo es eso?

—No lo sé, pero es verdad. Bueno, la ruta hacia el Japón pasa por uno de esos dos estrechos meridionales. Los ingleses estamos buscando una ruta por el Norte, ya sea hacia el Nordeste, por encima de las Siberias, o hacia el Noroeste, por encima de las Américas. Yo he llegado hasta aquí. Todo el suelo es perpetuamente de nieve y de hielo y hace tanto frío que si no se llevasen guantes de piel los dedos se helarían en unos momentos. Las gentes que viven allí se llaman lapones. Van vestidos de pieles. Los hombres cazan y las mujeres hacen todo el trabajo.

¿Sorewa honto desu ka? —preguntó Toranaga con impaciencia. (¿Qué hay de verdad en esto?)

—Yo viví con ellos casi un año. Nos atraparon los hielos y tuvimos que esperar al deshielo. Se alimentan de pescado, de focas, y a veces de osos polares y de ballenas, y comen la carne cruda. Su mayor golosina es la grasa cruda de ballena.

—¡Oh, vamos, Anjín-san!

—Es verdad. Y viven en casitas redondas hechas enteramente de nieve, y nunca se bañan.

—¡Cómo! ¿Nunca? —exclamó ella.

Él movió la cabeza y resolvió no decirle que el baño era raro en Inglaterra, incluso más raro que en Portugal y en España que eran países cálidos.

Ella tradujo y Toranaga sacudió la cabeza con incredulidad.

—Mi señor dice que esto es una gran exageración. Nadie puede vivir sin bañarse. Ni siquiera los salvajes.

—Es verdad: honto —dijo él serenamente y levantando la mano—. Lo juro por Jesús de Nazaret y por mi alma.

Ella lo observó en silencio.

—¿Todo?

—Sí. El señor Toranaga quería la verdad. ¿Por qué había de mentirle? Mi vida está en sus manos. Es fácil probar la verdad… Pero no, sería difícil probar lo que he dicho porque tendríais que ir allí a verlo con vuestros ojos. Desde luego, los portugueses y los españoles, que son mis enemigos, no me apoyarían. Pero el señor Toranaga me pidió la verdad y puede estar seguro de que se la digo.

—El señor Toranaga dice que es increíble que un ser humano pueda vivir sin bañarse.

—Algunas de vuestras costumbres son también difíciles de creer. Pero es verdad que en el poco tiempo que llevo en vuestro país me he bañado más veces que en muchos años anteriores. Y confieso francamente que me ha sentado bien.

—¿Qué piensas de él, Mariko-san? —preguntó Toranaga.

—Estoy convencida de que dice la verdad o de que cree decirla. Al parecer, podría serte muy valioso, mi señor. ¡Tenemos tan pocos conocimientos del mundo exterior! ¿Te interesa esto? Yo no lo sé. Pero es casi como si hubiese bajado de las estrellas o subido del fondo del mar. Si es enemigo de los portugueses y de los españoles, su información, en el caso de que sea verídica, tal vez podría ser vital para tus intereses, ¿neh?

—Soy de la misma opinión —dijo Kiri.

—¿Y tú qué opinas, Yaemón-sama?

—¿Yo, tío? ¡Oh! Creo que es feo y no me gustan sus cabellos de oro y sus ojos de gato, y ni siquiera parece humano —dijo el niño de un tirón—. Me alegro de no haber nacido bárbaro como él, sino samurai como mi padre. ¿Podemos nadar otro rato?

—Mañana, Yaemón —dijo Toranaga lamentando no poder hablar directamente con el marino.

Mientras hablaban entre ellos, Blackthorne decidió que había llegado el momento. Entonces, Mariko se volvió de nuevo a él.

—Mi señor pregunta por qué estuviste en el Norte.

—Era capitán de un barco. Buscábamos un paso en el Nordeste, señora. Sé que muchas cosas que puedo deciros os parecerán risibles —empezó—. Por ejemplo, hace setenta años, los reyes de España y de Portugal firmaron un tratado solemne repartiéndose la propiedad del Nuevo Mundo, del mundo por descubrir. Como vuestro país cae dentro de la mitad portuguesa, pertenece oficialmente a Portugal, señor Toranaga. Tú, todos los tuyos, este castillo y todo lo demás fue dado a Portugal.

—Por favor, Anjín-san. Perdóname, pero es ridículo.

—Convengo en que su arrogancia es increíble. Pero es verdad.

Toranaga se echó a reír, burlonamente.

—Mi señor Toranaga dice que igual podrían repartirse el cielo entre él y el Emperador de China, ¿neh?

—Por favor, dile al señor Toranaga que no es lo mismo —dijo Blackthorne, consciente de que pisaba un terreno peligroso—. Esto está escrito en documentos legales que otorgan a cada rey el derecho a reclamar como propio todo país no católico descubierto por sus súbditos —trazó una raya con el dedo sobre el mapa, que cortaba el Brasil de Norte a Sur—. Todo lo que está al este de esta línea pertenece a Portugal, y todo lo que está al oeste, a España. Pedro Cabral descubrió el Brasil en 1500 y, por consiguiente, Portugal posee ahora el Brasil, se ha enriquecido con el oro y la plata extraída de sus minas y ha saqueado los templos indígenas. Todo el resto de América descubierto hasta ahora es de España: México, Perú, casi todo el continente del Sur. Exterminaron las naciones incas. Ahora, España es la nación más rica del mundo gracias al oro y la plata que los conquistadores robaron a los incas y a los mejicanos y que enviaron a su país.

Mariko estaba ahora muy seria. Había captado en seguida el significado de la lección de Blackthorne. Y también lo había captado Toranaga.

—Mi señor dice que esta conversación es vana. ¿Cómo pueden arrogarse tales derechos?

—No lo hicieron —dijo gravemente Blackthorne—. Se los otorgó el Papa a cambio de difundir la palabra de Dios.

—No lo creo —exclamó ella.

—Por favor, traduce lo que he dicho, señora. Es honto.

Ella obedeció y habló largamente, visiblemente turbada. Después:

—Mi señor… mi señor dice que estás… que estás tratando de empozoñarle contra tus enemigos. Di la verdad. Por tu propia vida, señor.

—El papa Alejandro VI trazó la primera línea de demarcación en 1493. En 1506, el papa Julio II aprobó algunos cambios en el Tratado de Tordesillas firmado por España y Portugal en 1494 y alteró un poco la línea. Y el papa Clemente VII sancionó el Tratado de Zaragoza de 1529, que trazaba una línea aquí —trazó sobre la arena una línea de longitud que pasaba por la punta meridional del Japón—. Esto dio a Portugal un derecho exclusivo sobre tu país, sobre todos estos países, desde el Japón a China hasta África, a cambio de difundir el catolicismo.

Mariko, haciendo un esfuerzo, repitió lo que había dicho él. Después, volvió a escuchar a Blackthorne, detestando todo lo que oía.

—Dice el capitán, señor —tradujo—, que en… en los días en que se tomaron estas decisiones por Su Santidad el Papa, todo su mundo, incluso el país de Anjín-san, era cristiano católico. Todavía no… no se había producido el cisma. Por consiguiente, estas decisiones papales obligarían a todas las naciones. Pero añade que, aunque se dio a los portugueses el derecho a explotar en exclusiva el Japón, España y Portugal luchan continuamente por esta propiedad debido a la riqueza de nuestro comercio con China.

—¿Qué opinas, Kiri-san? —preguntó Toranaga, tan impresionado como los demás, menos el niño, que jugaba con su abanico.

—Él cree que dice la verdad —respondió Kiri—. Sí, estoy convencida. Pero, ¿cómo probarla… en todo o en parte?

—¿Cómo la probarías tú, Mariko-san? —preguntó Toranaga, más turbado por la reacción de Mariko que por lo que se había dicho, pero alegrándose de haberla tenido como intérprete.

—Yo preguntaría al padre Tsukku-san —dijo ella—. Y también enviaría a alguien, a un vasallo de confianza, a ver el mundo. Tal vez con Anjín-san.

—Si el sacerdote no confirma estas declaraciones —dijo Kiri— esto no querrá decir necesariamente que Anjín-san esté mintiendo, ¿neh? ¿Por qué no enviar a buscar al más destacado sacerdote cristiano y preguntarle acerca de estos hechos? Veamos lo que dice. Sus rostros son casi siempre abiertos y carecen de toda sutileza.

Toranaga asintió con la cabeza y miró a Mariko.

—Por lo que sabes de los bárbaros del Sur, Mariko-san, ¿crees que las órdenes del Papa serían obedecidas?

—Sin duda alguna.

—¿Serían consideradas sus órdenes como si hablase el Dios cristiano?

—Sí.

—¿Obedecerían sus órdenes todos los cristianos católicos?

—Sí.

—¿Incluso nuestros cristianos?

—Yo diría que sí.

—¿Incluso tú?

—Sí, señor. Si fuese una orden directa de Su Santidad dirigida personalmente a mí. Lo haría para salvar mi alma. Pero, mientras esto no se produzca, sólo obedeceré a mi señor, al jefe de mi familia y a mi esposo. Soy japonesa, cristiana, sí, pero, ante todo, soy samurai.

—Entonces, creo que convendría que esa Santidad se mantuviese alejado de nuestras costas —Toranaga reflexionó un momento. Después, decidió lo que tenía que hacer con el bárbaro Anjín-san—. Dile…

Pero se interrumpió de pronto. Todas las miradas se dirigieron al camino y a la anciana que se acercaba. Llevaba el hábito encapuchado de las monjas budistas. La acompañaban cuatro Grises. Los Grises se detuvieron y ella avanzó sola.