Blackthorne se puso de pie, en medio de un silencio total.
—La confesión, hijo mío. Decidla de prisa.
—Yo… yo no creo que…
Blackthorne advirtió, a pesar de su mente embotada, que estaba hablando en inglés. Por consiguiente, cerró los labios y se echó a andar. El monje se levantó presumiendo que aquellas palabras eran holandesas o alemanas y lo siguió agarrándolo de la muñeca.
—De prisa, señor. Os daré la absolución. Hacedlo por vuestra alma inmortal. Basta con que os arrepintáis ante Dios de todas vuestras faltas pasadas y presentes…
Se acercaban a la puerta de hierro y el monje seguía agarrado a Blackthorne con sorprendente fuerza.
—¡Decidlo ahora! ¡La Santa Virgen cuidará de vos!
Blackthorne desprendió su brazo y dijo roncamente en español:
—Quedad con Dios, padre.
La puerta se cerró de golpe detrás de él.
El día era increíblemente fresco y tranquilo. Las nubes se deslizaban empujadas por un fino viento del Sudeste.
Aspiró profundamente el aire limpio y delicioso y la sangre corrió rauda por sus venas. Sintió la alegría de vivir.
Vanos prisioneros desnudos estaban en el patio, con un oficial, carceleros con lanzas, etas y un grupo de samurais. El oficial vestía un quimono oscuro y una capa de rígidas hombreras que parecían alas y llevaba un sombrerito negro. Aquel hombre se plantaba delante de cada prisionero y leía algo en un delicado rollo y cuando terminaba cada hombre seguía a su grupito de carceleros en dirección a las grandes puertas del patio. Blackthorne fue el último. A diferencia de los otros, le dieron un taparrabo, un quimono de algodón y unas sandalias. Y sus guardias eran samurais.
Había decidido echar a correr en el momento en que cruzasen la puerta, pero al acercarse los samurais lo rodearon más de cerca, impidiéndole huir. Llegaron juntos al portal. Fuera, había una enorme multitud, pulcra y elegante, con quitasoles carmesíes, amarillos y dorados. Un hombre estaba atado ya a su cruz, y ésta se elevó contra el cielo. Y al lado de cada cruz, esperaban dos etas con sus largas lanzas brillando bajo el sol.
Blackthorne retrasó su paso. Los samurais se apretaron más a él dándole prisa. Pensó confusamente que sería mejor morir rápidamente y se dispuso a estirar la mano para agarrar el sable más próximo. Pero no tuvo oportunidad de hacerlo, porque los samurais dieron media vuelta y echaron a andar hacia el campo, en dirección a las calles que conducían a la ciudad y al castillo.
Blackthorne esperó, sin atreverse a respirar, queriendo estar seguro. Cruzaron entre la multitud que retrocedía y saludaba y se metieron por una calle. No había error posible.
Blackthorne se sintió renacer.
Cuando se puso a hablar preguntó en inglés y sin preocuparse de que no le comprendiesen:
—¿A dónde vamos?
Estaba completamente atolondrado. Andaba con pasos ligeros. Las correas de las sandalias no eran incómodas, el tosco contacto del quimono no era desagradable. En realidad, le gustaba. Tal vez era un poco áspero, pero en un día como aquél era lo que le gustaría llevar en el puente de mando.
—¡Dios mío, es maravilloso volver a hablar inglés! —dijo al samurai—. ¡Por Cristo que pensé que era hombre muerto! Acabo de gastar mi octava vida. ¿Sabíais esto, amigos? Ahora sólo me queda una. Pero, ¡no importa! Alban Coradoc solía decir que los marinos tenemos diez vidas.
Los samurais parecían enojarse por su charla incomprensible.
«¡Para el carro! —se dijo—. No los irrites más de lo que ya están.»
Advirtió que todos los samurais eran Grises, hombres de Ishido. Había preguntado al padre Alvito el nombre del rival de Toranaga. Y Alvito le había dicho: «Ishido.» Esto había sido momentos antes de que le ordenaran levantarse y se lo llevasen preso. ¿Eran todos los Grises hombres de Ishido, como eran de Toranaga todos los Pardos?
—¿A dónde vamos? ¿Allí? —preguntó señalando el castillo que se erguía sobre la ciudad—. Allí, ¿hai?
—Hai —respondió el jefe, que tenía barba gris y una cabeza como una bala de cañón.
«¿Qué querrá Ishido de mí?», se preguntó Blackthorne.
El jefe se metió por otra calle, siempre alejándose del puerto, y entonces Blackthorne vio un pequeño bergantín portugués con su bandera azul y blanca ondeando en la brisa.
Diez cañones en el puente principal y uno de a veinte a proa y a popa. El Erasmus podría reducirlo fácilmente. «¿Qué habrá sido de mi tripulación? ¿Qué estarán haciendo en el pueblo? ¡Por Dios que me gustaría verles! Y pensar que me alegré de dejarlos aquel día y de volver a mi casa, donde estaba Onna… Haku… la casa de… ¿cómo se llamaba?… ¡Ah, sí! Mura-san. ¿Y que habrá sido de la niña que estaba en mi lecho y de aquella otra, la belleza angelical que habló aquel día con Omi-san? La del sueño, que estaba también en la caldera… Pero, ¿por qué recuerdo estas tonterías? Debilitan la mente. “Para vivir en el mar, hay que tener la cabeza firme”, solía decir Alban Caradoc.»
Blackthorne y los samurais andaban ahora por una calle ancha y serpenteante. No había tiendas, sino sólo casas, todas ellas con su jardín y sus altas vallas, y todo —las casas y las vallas y la misma calle— extraordinariamente limpio.
Esta pulcritud resultaba inverosímil para Blackthorne, porque en Londres y las ciudades y pueblos de Inglaterra, y de toda Europa, la basura y los desperdicios eran arrojados a la calle, donde, si no los recogían los basureros, se amontonaban hasta impedir el paso a los peatones, los carruajes y los caballos. Los basureros de Londres eran grandes rebaños de cerdos, que eran llevados de noche por las calles principales. Pero, sobre todo, eran las ratas, las manadas de perros salvajes y los gatos quienes, además del fuego —¡y de las moscas!— hacían la limpieza de Londres.
En Osaka era muy distinto.
«¿Cómo lo harán?», se preguntó. Ni baches, ni montones de estiércol de caballo, ni rodadas, ni basura, ni desperdicios de ninguna clase. Sólo la tierra bien apisonada, barrida y limpia. Paredes de madera y casas de madera resplandecientes y claras. ¿Y dónde están los atajos de pordioseros e inválidos que emponzoñan todas las ciudades de la cristiandad? ¿Y las pandillas de salteadores y de jóvenes salvajes que indefectiblemente acechan en la sombra?
Las personas con las que se cruzaban se inclinaban cortésmente y algunas se arrodillaban. Porteadores corrían llevando palanquines o kagas de una sola plaza. Grupos de samurais —Grises, nunca Pardos— caminaban tranquilamente por las calles.
Pasaban por una calle llena de tiendas cuando a Blackthorne le flaquearon las piernas. Se tambaleó pesadamente y cayó sobre las manos y las rodillas.
Los samurais le ayudaron a incorporarse, pero de momento lo habían abandonado sus fuerzas y no podía seguir andando.
—Gomen nasai, dozo ga matsu (Lo siento, esperad, por favor) —dijo sintiendo que sus piernas se habían agarrotado.
Se frotó los músculos contraídos de las pantorrillas y bendijo a frai Domingo por las inestimables cosas que le había enseñado.
El jefe samurai lo miró y habló prolijamente.
—Gomen nasai, nihon go ga hanase-masen (Lo siento, no hablo japonés) —respondió Blackthorne, lenta pero claramente—. Dozo, ga matsu.
—¡Ah! So desu, Anjín-san. Wakarimasu —dijo el hombre comprendiéndolo.
Dio una breve orden y uno de los samurais se alejó rápidamente. Al cabo de un rato, Blackthorne se levantó y trató de reanudar la marcha, pero el jefe de los samurais le hizo una seña indicándole que esperase.
Pronto volvió el samurai con cuatro porteadores semidesnudos y su kaga. El samurai mostró a Blackthorne cómo debía acomodarse allí y sujetar la correa que colgaba del palo central.
El grupo reemprendió la marcha. Blackthorne se recobró muy pronto y prefirió seguir andando, pero estaba aún muy débil. «Necesito un poco de descanso —pensó—. No tengo reservas. Tendría que tomar un baño y comer. Comida de verdad.»
Ahora subían unos anchos escalones que enlazaban dos calles. Penetraron en un distrito residencial, muy nuevo, flanqueado por un tupido bosque de altos árboles y cruzado por unos senderos. Blackthorne pensó que era muy agradable verse fuera de las calles, por el blando césped del sendero que serpenteaba entre los árboles.
Cuando se hubieron adentrado mucho en el bosque, apareció otro grupo de una treintena de Grises en un recodo del camino. Al encontrarse ambos grupos, se detuvieron y, después de los acostumbrados saludos ceremoniales entre los capitanes, todos los ojos se fijaron en Blackthorne. Siguió un alud de preguntas y respuestas, y cuando aquellos hombres empezaban a agruparse para marcharse, su jefe desenvainó tranquilamente el sable y ensartó al capitán de los samurais de Blackthorne. La emboscada fue tan súbita y tan bien planeada que los diez Grises cayeron muertos casi en el acto. Ni siquiera habían tenido tiempo de desenvainar sus sables.
Los hombres-kaga, horrorizados, se habían puesto de rodillas y habían bajado la cabeza hasta el suelo. Blackthorne permaneció de pie al lado de ellos. El capitán samurai, hombre robusto y panzudo, envió centinelas a ambos extremos del camino. Otros hombres se dedicaron a recoger los sables de los muertos. Durante todo esto, nadie prestó la menor atención a Blackthorne hasta que éste empezó a retroceder. Inmediatamente, se oyó una orden sibilante del capitán, que sin duda quería decir que no se moviese de su sitio.
A otra voz de mando, los nuevos Grises se despojaron de sus quimonos de uniforme. Debajo de ellos, apareció una gran variedad de harapos y de quimonos viejos. Y todos se pusieron máscaras, que llevaban ya atadas al cuello. Un hombre recogió los uniformes grises y desapareció con ellos en el bosque.
«Deben de ser bandidos —pensó Blackthorne—. ¿Por qué, si no, las máscaras? ¿Y qué pensarán hacer conmigo?»
Los bandidos hablaron entre ellos en voz baja observándolo mientras limpiaban sus sables en las ropas de los samurais muertos.
—¿Anjín-san? ¿Hai?
Los ojos del capitán brillaban redondos y penetrantes a través del antifaz.
—Hai —respondió Blackthorne sintiendo que se le ponía la piel de gallina.
El hombre señaló el suelo indicándole claramente que no se moviera.
—¿Wakarimasu ka?
—Hai.
Lo miraron de arriba a abajo. Entonces, uno de los centinelas, ya sin su uniforme gris y enmascarado como los otros, salió un momento de entre los arbustos, a cien pasos de distancia. Hizo una seña con la mano y desapareció de nuevo.
Inmediatamente los hombres rodearon a Blackthorne disponiéndose a marchar. El capitán de los bandidos miró a los hombres-kaga, que temblaron como perros ante un amo cruel y hundieron más sus cabezas en la hierba.
Entonces, el jefe de los bandoleros gritó una orden. Los cuatro porteadores levantaron la cabeza con incredulidad. Al repetirse la orden, se inclinaron, se arrastraron y se incorporaron de nuevo. Después, giraron al unísono sobre sus talones y echaron a correr entre los matorrales.
El bandido sonrió despectivamente e hizo una seña a Blackthorne para que echase a andar, de vuelta a la ciudad.
Él obedeció, resignado. No había escapatoria posible.
Estaban a punto de llegar a la orilla del bosque cuando se detuvieron. Se oyeron ruidos al frente, y otro grupo de treinta samurais dobló el recodo. Pardos y Grises, los Pardos en vanguardia y, en su palanquín, su jefe seguido de unas cuantas acémilas. Ambos grupos se colocaron en posición de combate, mirándose con hostilidad, a setenta pasos los unos de los otros. El jefe de los bandidos se plantó en el espacio intermedio, con bruscos movimientos, y le gritó con furia al otro samurai, señalando a Blackthorne y hacia el lugar donde se había desarrollado la emboscada. Desenvainó su sable y lo levantó, amenazador, sin duda diciendo al otro grupo que se apartase de su camino.
Todos los suyos desenvainaron también sus sables. A una orden suya, uno de los bandidos se colocó detrás de Blackthorne y levantó el sable, mientras el jefe seguía gritando a sus oponentes.
Entonces, Blackthorne vio que se apeaba el hombre del palanquín y lo reconoció inmediatamente. Era Kasigi Yabú. Yabú gritó, a su vez, al jefe de los bandidos, pero éste movió furiosamente la cabeza. Entonces, Yabú dio una orden breve y atacó lanzando un grito de guerra, cojeando ligeramente y con el sable desenvainado, seguido de sus hombres y a poca distancia de los Grises.
Blackthorne se dejó caer al suelo para librarse del sable que le habría partido por la mitad, pero el golpe estuvo mal calculado y el jefe dio media vuelta y huyó entre los matorrales, seguido de sus hombres.
Varios samurais persiguieron a los bandidos en el bosque, otros corrieron por el camino, y los demás se desparramaron en posición defensiva. Yabú se acercó despacio a Blackthorne.
—So desu, Anjín-san —dijo, jadeando por el esfuerzo.
—So desu, Kasigi Yabú-san —respondió Blackthorne, empleando la misma frase, que significaba algo así como «bien» o «cierto» o «así estamos». Señaló en la dirección en que habían huido los bandidos.
—Domo —dijo inclinándose cortésmente, de igual a igual, y repitió otra frase de frai Domingo—: Gomen nasai, nihon go ga hanase masen (Lo siento. No sé hablar japonés.)
—Hai —dijo Yabú, bastante impresionado, y añadió algo que Blackthorne no comprendió.
—¿Tsyuku ga imasu ka? (¿Tienes un intérprete?) —preguntó Blackthorne.
—Iyé, Anjín-san. Gomen nasai.
Blackthorne se sintió un poco más tranquilo. Ahora podía comunicar directamente. Su vocabulario era muy reducido, pero era algo para empezar.
«¡Ojalá tuviese un intérprete! —pensaba febrilmente Yabú—. Me gustaría saber lo que te ocurrió con Toranaga, lo que te preguntó y lo que le dijiste sobre el pueblo y los cañones y el cargamento y la galera y Rodrigues. Entonces podría saber lo que voy a decirle hoy.
»¿Por qué quiso verte Toranaga en el momento en que llegamos, y no me llamó a mí? ¿Por qué me ha mandado llamar hoy? ¿Por qué aplazó dos veces nuestra entrevista? ¿Fue por algo que tú o Hiro-matsu le dijisteis? ¿O ha sido una demora normal, debida a sus otras ocupaciones?
»Sí, Toranaga, tienes un problema casi insoluble. La influencia de Ishido se extiende como un incendio. ¿Y te has enterado ya de la traición de Onoshi? ¿Sabes que Ishido me ha ofrecido la cabeza y la provincia de Ikawa Jikkyu si me uno con él en secreto?
»¿Qué buen kami me trajo aquí para salvar la vida de Anjín-san? ¿Por qué lo encarcelaste para ejecutarlo? ¿Por qué quiso Ishido sacarlo de la prisión? ¿Por qué trataron los bandidos de capturarlo para obtener un rescate? Un rescate, ¿de quién? ¿Y por qué vive aún Anjín-san? El bandido habría podido matarle fácilmente.
»¡Oh, sí, capitán! En este momento, daría mil kokú por un intérprete de confianza.
»Seré tu amo. Tú vas a construir mis barcos y adiestrar a mis hombres. Tendré que manejar a Toranaga de algún modo. Y si no lo consigo, ¿qué más da? En mi próxima vida estaré más preparado.»
—¡Buen perro! —dijo Yabú en voz alta, dirigiéndose a Blackthorne y sonriendo ligeramente—. Lo único que te hace falta es una mano firme, unos cuantos huesos y unos pocos latigazos.
El daimío se volvió y miró en la dirección en que habían huido los bandidos. Haciendo bocina con las manos, gritó algo. Inmediatamente, los Pardos volvieron junto a él. El jefe samurai de los Grises estaba plantado en el centro del camino y ordenó también que cesara la persecución. Ninguno de los bandidos había sido apresado.
Cuando el capitán de los Grises se acercó a Yabú empezaron a discutir con gran empeño señalando la ciudad y el castillo. Saltaba a la vista que no estaban de acuerdo.
Por fin, Yabú hizo callar al otro sin soltar la empuñadura de su sable, y con un gesto ordenó a Blackthorne que subiese al palanquín.
—Iyé —dijo el capitán.
Los dos hombres empezaron a ponerse violentos y los Grises y los Pardos se agitaron nerviosos.
—Anjín-san desu shunjín Toranaga-sama…
Blackthorne pillaba alguna palabra suelta. Watakushi significaba «yo»: si se le añadía hitachi, quería decir «nosotros», shunjín significaba «prisionero». Entonces recordó lo que le había dicho Rodrigues, y sacudió la cabeza y los interrumpió vivamente:
—Shunjín, ¡iyé! Watakushi wa Anjín-san.
Los dos hombres lo miraron fijamente.
Blackthorne rompió el silencio y añadió, en un japonés entrecortado, convencido de que sus palabras no serían gramaticales y sí como el lenguaje de un niño, pero esperando que los otros las comprenderían:
—Yo amigo. No prisionero. Comprendedlo, por favor. Amigo. Lo siento, amigo necesita baño. Baño, ¿comprendéis? Cansado. Hambre. Baño. —Señaló el torreón del castillo—. ¡Ir allá! Ahora, por favor. Señor Toranaga uno, señor Ishido dos. Ir ahora.
Y cargando el acento sobre la última ima, subió torpemente al palanquín y se tumbó sobre los almohadones, sacando los pies.
Entonces, Yabú se echó a reír y todos le hicieron coro.
—¡Ah so, Anjín-sama! —dijo Yabú, con una reverencia burlona.
—Iyé, Yabú-sama. Anjín-san —le corrigió Blackthorne, satisfecho.
«Sí, bastardo. Ahora sé un par de cosas más. Pero no me he olvidado de ti. Pronto me pasearé sobre tu tumba.»