Para Blackthorne fue un amanecer infernal. Estaba enzarzado en una lucha a muerte con otro preso. El premio era una taza de gachas. Los dos hombres estaban desnudos. Cuando un reo era introducido en la vasta celda de madera y de un solo piso lo despojaban de sus vestiduras. Un hombre vestido ocupaba más espacio, y la ropa podía ocultar armas.
La sucia y sofocante estancia tenía cincuenta pasos de longitud por diez de anchura y estaba atestada de japoneses sudorosos. Poca luz se filtraba entre las tablas y las vigas que constituían las paredes y el techo bajo.
Por fin, Blackthorne consiguió golpear con la cabeza la cara del hombre, cogerlo por el cuello, y sacudirle la cabeza contra las tablas hasta dejarlo inconsciente. Después, volvió a su sitio en un rincón apercibiéndose contra otro ataque.
Al amanecer, los guardias habían empezado a introducir las tazas de gachas y agua por una estrecha abertura. Era el primer alimento que recibía desde que lo habían encerrado al anochecer del día anterior. El desfile para recibir la comida y el agua se había desarrollado con desacostumbrada tranquilidad. Pero entonces aquel hombre que parecía un mono, sin afeitar, sucio y lleno de piojos, le había dado un golpe en los riñones y se había apoderado de su ración mientras los otros esperaban a ver lo que pasaba. Blackthorne se había visto enzarzado en demasiadas riñas de marineros para dejarse vencer por un golpe dado a traición. Por consiguiente, fingió que se iba a desmayar y lanzó una terrible patada al hombre iniciándose así la pelea. Ahora, y para sorpresa suya, vio que uno de los hombres le ofrecía la taza de gachas y el agua que creía perdidas. Las tomó y le dio las gracias.
Los rincones eran las zonas preferidas. Una viga tendida a lo largo del suelo de tierra dividía la celda en dos mitades. En cada una de éstas, había tres hileras de hombres. Sólo los débiles y los enfermos formaban la hilera del centro.
Blackthorne vio dos cadáveres, hinchados y cubiertos de moscas, en una de las hileras de en medio. Pero sus débiles y moribundos vecinos no parecían darse cuenta.
De vez en cuando, los guardias abrían la puerta de hierro y gritaban unos nombres. Los llamados saludaban a sus camaradas y salían, pero pronto llegaban otros que ocupaban su sitio.
Uno de los que estaban contra la pared empezó a vomitar y fue trasladado rápidamente a la hilera de en medio, donde se derrumbó, medio asfixiado, bajo el peso de las piernas de otros.
Blackthorne tuvo que cerrar los ojos y esforzarse en dominar su terror y su claustrofobia.
—¡Maldito Toranaga! —no cesaba de decirse—. ¡Ojalá pueda meterte aquí algún día!
Había cuatro de estos bloques celulares. Estaban en un extremo de la ciudad, en un recinto pavimentado y amurallado. Fuera de las murallas había una zona de tierra batida marcada con cuerdas, cerca del río. Allí se levantaban cinco cruces. Cuatro hombres desnudos y una mujer estaban atados por las muñecas y los tobillos a las cruces. Al entrar Blackthorne en el perímetro, siguiendo a sus guardias samurais, había visto cómo los verdugos clavaban sus largas lanzas en el pecho de las víctimas entre las aclamaciones de la multitud. Después habían descolgado a los cinco reos y habían atado a otros cinco, y habían llegado unos samurais que habían despedazado los cadáveres con sus largos sables, entre grandes carcajadas.
Sin que Blackthorne lo advirtiera, el hombre con quien había reñido estaba recobrando el conocimiento. Yacía en la hilera de en medio. De pronto saltó y se lanzó sobre Blackthorne.
Éste le vio llegar en el último momento, esquivó hábilmente la embestida y lo derribó. El hombre cayó sobre otros presos, que lo maldijeron, y uno de ellos, vigoroso y con aspecto de bulldog, le dio un terrible golpe en el cuello con el borde de la mano. Se oyó un chasquido seco y la cabeza del hombre se dobló.
—Gracias —dijo Blackthorne recobrando el aliento—. Me llamo Anjín-san. ¿Y tú?
—¡Ah, so desu! ¡Anjín-san! —repuso señalándose a sí mismo—. Minikui.
—¿Minikui-san?
—Hai —añadió algo en japonés.
—Wakarimasen (No comprendo) —dijo Blackthorne encogiéndose de hombros.
—¡Ah, so desu!
Bulldog charló brevemente con sus vecinos. Después, se encogió también de hombros y entre él y Blackthorne levantaron al hombre muerto y lo pusieron junto a los otros cadáveres. Cuando volvieron al rincón, nadie había ocupado su sitio.
La mayoría de los presos dormían o trataban de dormir.
Blackthorne sintió la proximidad de la muerte.
«No te preocupes —se dijo—. Todavía te queda mucho camino por delante antes de morir… No, no puedo vivir mucho tiempo en este agujero del infierno. ¡Oh, Dios, sácame de aquí! ¿Por qué oscila esta cueva? ¿Y no es aquél Rodrigues, que surge de lo profundo con dos cangrejos por ojos? ¿Y qué estás haciendo aquí, Croocq, muchacho? Pensé que te habían soltado. Y ahora estamos los dos en el pueblo y no sé cómo llegué a él, y allí está aquella chica tan bonita junto al muelle… Pero, ¿por qué la arrastran a la playa esos samurais desnudos, y qué hace Omi ahí, riendo? Y ahí está la caldera, y nosotros estamos en la caldera, y… no, ¡no más leña, no más leña! Me estoy ahogando en un líquido apestoso… ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Me muero…, me muero… In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Éste es el último Sacramento…»
Salió de su pesadilla sintiendo que le estallaban los oídos con la estremecedora rotundidad del último Sacramento. Durante un momento no supo si dormía o estaba despierto porque sus incrédulos oídos volvieron a escuchar la bendición latina y sus incrédulos ojos vieron un europeo flaco y arrugado, inclinado sobre la fila de en medio, a quince pasos de él. Aquel viejo desdentado tenía largos y sucios los cabellos, revuelta la barba y rotas las uñas y se cubría con una bata sucia y raída. Levantó una mano como una garra de buitre y sostuvo una cruz de madera sobre el cadáver medio oculto. Entonces vio a Blackthorne que lo estaba mirando.
—¡Madre de Dios! ¿Sois un ser real? —masculló en el tosco español de los campesinos y santiguándose.
—Si —dijo Blackthorne en español—. ¿Quién sois vos?
El viejo se acercó murmurando y los otros presos lo dejaron pasar o se dejaron pisar sin decir palabra.
—¡Oh, Virgen Santísima! El señor es real. ¿Quién sois? Yo soy fray Domingo… Domingo… de la Sagrada Orden de San Francisco… Pero, ¿es real el señor?
—Sí, soy real —dijo Blackthorne levantándose.
Corrían lágrimas por las mejillas del sacerdote. Éste besó repetidamente la cruz y se habría arrodillado si hubiese habido sitio. Bulldog despertó a su vecino. Ambos se apretaron para dejar un sitio donde pudiese sentarse el sacerdote.
—Mis preces al bendito San Francisco han sido escuchadas. Al veros, pensé que estaba viendo otra aparición, un fantasma. Sí, un espíritu maligno. He visto tantos… ¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?
—Llegué ayer. ¿Y vos?
—No lo sé, señor. Hace mucho tiempo. Me encerraron aquí en septiembre… del año de gracia de mil quinientos noventa y ocho.
—Ahora estamos en mayo del mil seiscientos.
—¿Del mil seiscientos?
Un gemido distrajo al monje. Se levantó y se abrió paso entre los cuerpos, pero como no pudo descubrir al moribundo murmuró los últimos ritos a aquella parte de la celda y bendijo a todos.
—Venid conmigo, hijo mío.
Blackthorne vaciló resistiéndose a dejar su sitio. Después se levantó y siguió al monje. A los diez pasos, volvió la cabeza. Su sitio ya no existía. Parecía imposible que hubiese estado allí.
En el rincón más alejado había, increíblemente, un espacio libre. El sitio suficiente para un hombre de baja estatura. Había allí unos cuantos botes, unas tazas y una vieja esterilla de paja.
El padre Domingo se abrió paso hasta aquel sitio e invitó a Blackthorne a seguirlo. Los japoneses lo observaron en silencio y dejaron pasar a Blackthorne.
—Son mi rebaño, señor. Son mis hijos en el Buen Jesús. He convertido a muchos aquí. Éste es Juan, aquél Marcos y aquél Matusalén…
El sacerdote se interrumpió para recobrar el aliento.
—Estoy cansado. Muy cansado. Debo… debo…
Su voz se extinguió y se quedó dormido.
Al anochecer llevaron más comida. Cuando Blackthorne iba a levantarse, uno de los japoneses le indicó que no se moviera y le dio un tazón bien repleto. Otro despertó delicadamente al religioso y le ofreció la comida.
—Iyé —dijo el viejo moviendo la cabeza, sonriendo y volviendo a dejar la taza en las manos del hombre.
—Iyé, Farddah-sama.
El monje se dejó convencer y comió un poco, después se levantó haciendo crujir sus articulaciones, y ofreció el tazón a uno de los de la hilera de en medio. Éste asió la mano del sacerdote y se la llevó a la frente para que bendijese.
—Me alegro de ver a alguien de mi raza —dijo el sacerdote sentándose otra vez al lado de Blackthorne—. Una de mis ovejas me ha dicho que os llaman «Anjín». ¿Sois capitán de barco?
—Sí.
—¿Venís de Manila?
—No. Nunca había estado en Asia —dijo precavidamente Blackthorne en correcto español—. ¿Por qué estáis vos aquí?
—Por culpa de los jesuitas, hijo mío. Pero vos no sois español… ni portugués… ¿Era portugués el barco? ¡Decid la verdad, en nombre de Dios!
—No, padre. No era portugués. ¡Lo juro por Dios!
—¡Oh, demos gracias a la Santísima Virgen! Perdonadme, señor. Temía que… ¿De dónde procedéis, señor? ¿Del Flandes español? ¿Del Ducado de Brandenburgo? ¿De alguno de nuestros dominios alemanes? Pero, ¿dijisteis que no habíais estado nunca en Asia?
—No.
—Si el señor no estuvo nunca en Asia, debe encontrarse como un niño perdido en la selva. ¡Hay tantas cosas que contar! ¿Sabe el señor que los jesuitas no son más que mercaderes, traficantes de armas y usureros? ¿Que dominan aquí todo el comercio de la seda, todo el comercio con China? ¿Que el Barco Negro anual vale un millón en oro? ¿Que obligaron a Su Santidad el Papa a otorgarles un poder absoluto sobre Asia, a ellos y sus perros portugueses? ¿Que todas las demás religiones están prohibidas aquí? ¿Que los jesuitas trafican en oro, comprándolo y vendiéndolo en provecho propio y de los paganos, contra las órdenes expresas de Su Santidad el Papa Clemente y del rey Felipe, y contra las leyes de este país? ¿Que introdujeron secretamente armas en el Japón para los caudillos cristianos incitándolos a la rebelión? ¿Que su Superior envió un mensaje secreto a nuestro Virrey español en Luzón pidiéndole que enviase conquistadores a esta tierra con el fin de encubrir los errores portugueses con una invasión española? Por su culpa estoy aquí. ¡Y por su culpa fueron martirizados veintiséis santos padres! Ellos piensan que yo no comprendo nada porque vengo de cuna campesina… Pero yo sé leer y escribir, señor… Fui uno de los secretarios de Su Excelencia el Virrey…
Los ánimos y la curiosidad de Blackthorne se habían reanimado con lo que había dicho el sacerdote. ¿Qué cañones? ¿Qué oro? ¿Qué comercio? ¿Qué Barco Negro? ¿Qué invasión? ¿Qué caudillos cristianos?
«¿No estás abusando de este enfermo? —se preguntó—. Él se imagina que eres amigo, no enemigo. Yo nunca le he mentido. Pero, ¿no le has dado a entender que eres amigo? Le he contestado lisa y llanamente. Pero, ¿le has informado de algo? No. ¿Es esto justo? Es la primera regla de supervivencia en aguas enemigas: no decir nada.»
Los japoneses próximos habían empezado a rebullir, inquietos. El padre Domingo se fue calmando gradualmente y sus ojos se aclararon. Miró a Blackthorne y calmó a los japoneses.
—Lo siento, señor —dijo jadeando—. Se imaginaron que estaba enojado con vos. ¡Que Dios perdone mi estúpida ira!
Se enjugó un poco de saliva de la barba y se apretó el pecho para mitigar el dolor que sentía.
—¿Qué estabais diciendo, señor? Vuestro barco… ¿fue arrojado contra la costa?
—Sí. En cierto modo. El caso es que llegamos a tierra —respondió Blackthorne.
Estiró con cuidado las piernas. Los hombres, que observaban y escuchaban, le hicieron más sitio. Uno de ellos se levantó y le hizo una seña de que se pusiera cómodo.
—Gracias —dijo él al punto—. ¡Oh! ¿Cómo se dice «gracias», padre?
—Domo. A veces, se dice arigato. Y las mujeres, que deben ser muy corteses, dicen arigato goziemashita.
—Gracias. ¿Cómo se llama él? —preguntó Blackthorne señalando al hombre que se había levantado.
—Ése es González.
—Pero, ¿cuál es su nombre japonés?
—¡Oh, sí! Akabo. Pero esto sólo significa «porteador». Ellos no tienen apellido. Sólo lo tienen los samurais.
—¿Cómo?
—Es su ley, señor. Cada uno se llama según lo que es: mandadero, pescador, cocinero, verdugo, granjero, etcétera. Los hijos y las hijas suelen denominarse Primera Hija, Segunda Hija, Primer Hijo, etcétera. A veces, llaman a un hombre «pescador que vive cerca del olmo» o «pescador de mala mirada». —El monje se encogió de hombros y ahogó un bostezo—. Los japoneses corrientes no tienen nombre. Las prostitutas se ponen nombres como Carpa, Luna, Pétalo, Anguila o Estrella. Es extraño, señor, pero es su ley. Sólo nosotros les ponemos nombres cristianos, verdaderos nombres, cuando los bautizamos trayéndoles la salvación y la palabra de Dios…
Y con un bostezo inclinó la cabeza y cerró los ojos.
—Domo, Akabo-san —dijo Blackthorne al mandadero.
El hombre sonrió tímidamente, se inclinó y respiró hondo. El monje se despertó al cabo de un rato, dijo una breve oración y se rascó.
—¿Dijo el señor que llegó aquí ayer? —preguntó—. ¿Qué os ocurrió?
—Cuando llegamos a tierra, había allí un jesuita —dijo Blackthorne—. Pero vos, padre, ¿decís que os acusaron? ¿Qué os sucedió a vos y a vuestro barco?
—¿Nuestro barco? ¿Me preguntáis por nuestro barco? ¿Veníais de Manila como nosotros? ¡Oh, tonto de mí! Ahora recuerdo que volvíais a vuestro país y no habíais estado nunca en Asia… Me duele la cabeza, señor, ¡cómo me duele…! ¿Nuestro barco? Tenía que llevarnos a casa. De Manila a Acapulco, en México, la tierra de Cortés, y después debíamos seguir por tierra hasta Veracruz y tomar otro barco para cruzar el Atlántico y llegar a mi país. Mi pueblo está cerca de Madrid, señor, en la montaña… Mi barco era el gran galeón San Felipe. Llevábamos un cargamento de especias, oro y plata y monedas por valor de un millón y medio de pesos de plata. Pero nos pilló una gran tormenta que nos arrojó sobre la costa de Shikoku. Se rompió la quilla en el banco de arena en que habíamos embarrancado. Esto fue el tercer día cuando ya habíamos desembarcado el dinero y la mayor parte de la carga. Entonces nos dijeron que todo había sido confiscado, confiscado por el propio Taiko, que éramos piratas y…
Se interrumpió al advertir un súbito silencio. Se había abierto la puerta de la prisión.
Los guardias empezaron a leer nombres de una lista. Bulldog, el hombre que había defendido a Blackthorne, fue uno de los nombrados. Salió sin mirar atrás. También nombraron a Akabo. Éste se arrodilló delante del monje, el cual lo bendijo, hizo la señal de la cruz y le administró el último Sacramento. El hombre besó la cruz y se alejó.
La puerta se cerró de nuevo.
—¿Van a ejecutarlo? —preguntó Blackthorne.
—Sí, su Calvario está al otro lado de esa puerta. Que la Santa Virgen acoja su alma y la conduzca a la vida eterna.
—¿Qué hizo ese hombre?
—Quebrantó la ley…, su ley, señor. Los japoneses son gente sencilla. Y muy severa. En realidad, sólo tienen una pena: la muerte. Por crucifixión, por estrangulación o por decapitación. Para el delito de incendio provocado, la muerte es en la hoguera. Casi no tienen más castigos, el destierro, algunas veces y cortar el cabello a las mujeres. Pero casi siempre es la muerte.
—Olvidáis la prisión.
El monje se arañó distraídamente las escaras de su brazo.
—Esto no es una de sus penas, hijo mío. Para ellos, la prisión no es más que un lugar para guardar temporalmente al reo mientras deciden su sentencia. Sólo los condenados vienen aquí. Por una corta temporada.
—¡Tonterías! ¿Qué me decís de vos? Lleváis aquí casi dos años.
—Un día vendrán por mí como vienen por los otros. Esto no es más que un lugar de descanso entre el infierno del mundo y la gloria de la Vida Eterna.
—No os creo.
—No temáis, hijo mío. Es la voluntad de Dios. Yo estoy aquí y puedo oíros en confesión y absolveros y haceros perfecto. ¿Queréis confesar ahora?
—No, no, gracias, ahora no —dijo Blackthorne mirando la puerta de hierro—. ¿Ha intentado alguien salir de aquí alguna vez?
—¿Por qué habían de hacerlo? No hay ningún sitio adonde huir, ningún sitio donde esconderse. Las autoridades son muy severas. Cualquiera que ayude a escapar a un preso o incluso a un simple delincuente… —Señaló vagamente la puerta de la cárcel—. González… Akabo… el hombre que acaba de… de dejarnos, es un hombre-kaga. Me dijo que…
—¿Qué es un hombre-kaga?
—¡Oh! Son porteadores, señor, los hombres que llevan los palanquines o los más pequeños kaga de dos plazas, que son como hamacas suspendidas de una pértiga. Pues bien, nos dijo que su compañero había hurtado un pañuelo de seda a un parroquiano. ¡Pobre muchacho! Como él no lo delató, también le habrá costado la vida.
«No te enfurezcas ni te espantes —se dijo Blackthorne—. Ten paciencia. Ya encontrarás una salida. Y no todo lo que dice el cura es verdad. Está trastornado. ¿Y quién no lo estaría después de tanto tiempo?»
—Estas cárceles son nuevas para ellos, señor —seguía diciendo el monje—. Hace unos años, cuando un hombre era detenido, confesaba su delito y era ejecutado en el acto.
—¿Y si no confesaba?
—Todo el mundo confiesa, y cuanto antes mejor. Esto ocurre también en nuestro mundo.
Al cabo de un rato, Blackthorne dijo:
—Decidme, padre, ¿cómo pudieron los jesuitas meter a un siervo de Dios en este apestoso lugar?
—Hay muy poco, y mucho, que decir. Cuando los hombres del Taiko se apoderaron de todo nuestro dinero y de todo lo demás, nuestro capitán general insistió en ir a la capital a protestar. No había motivo para la confiscación. ¿Acaso no éramos siervos de Su Majestad Católica Imperial, el rey Felipe de España? ¿Acaso no éramos amigos? ¿Acaso no pretendía el Taiko que la Manila española comerciase directamente con el Japón, para destruir el repugnante monopolio de los portugueses? La confiscación era un error. Tenía que serlo.
»Yo acompañé a nuestro capitán general porque hablaba un poco el japonés, no mucho en aquellos tiempos. El San Felipe había embarrancado en el mes de octubre de 1597. Los jesuitas, uno de los cuales se llamaba padre Martín Alvito, se atrevieron a ofrecernos su mediación, aunque el Superior de los franciscanos, fray Braganza, estaba en la capital y era embajador, el verdadero embajador de España en la corte del Taiko, y llevaba cinco años en Kioto. El propio Taiko había pedido personalmente a nuestro virrey en Manila que enviase monjes franciscanos y un embajador al Japón.
»Después de muchos días de espera, celebramos una entrevista con el Taiko, un hombrecillo menudo y feo, y le pedimos que nos devolviera nuestros bienes y nos facilitase otro barco, o pasaje en otro barco, que nuestro capitán general ofreció pagar espléndidamente. Nos pareció que la entrevista había ido bien y volvimos a nuestro monasterio de Kioto a esperar, y mientras tanto seguimos predicando la palabra de Dios a los paganos durante unos meses. Nuestra congregación aumentó. Teníamos un hospital para leprosos y nuestra propia iglesia, señor, y nuestra grey prosperó. Muchísimo. Pero un día, cuando estábamos a punto de convertir a muchos de sus reyes, fuimos traicionados.
»Un día de enero, los franciscanos fuimos llevados ante el magistrado por una acusación del propio Taiko, una acusación de violar sus leyes y de perturbar la paz, y sentenciados a muerte por crucifixión. Eramos cuarenta y tres. Tenían que ser destruidas nuestras iglesias en todo el país y disgregadas nuestras congregaciones. Sólo las nuestras, señor, las de los franciscanos, no las de los jesuitas. Habíamos sido acusados en falso de ser conquistadores, de querer invadir estas costas, a pesar de que eran los jesuitas quienes habían pedido a Su Excelencia, nuestro Virrey, que enviase un ejército de Manila. El daimío de Hizen, Dom Francisco… su nombre japonés es Harima Tadao, pero le pusieron Dom Francisco al bautizarlo, intercedió por nosotros. Es como un rey, pues todos los daimíos son como reyes, y es franciscano e intercedió por nosotros. Pero no sirvió de nada.
»En definitiva, fueron martirizados veintiséis: seis españoles, diecisiete neófitos japoneses, y tres personas más. El bienaventurado Braganza fue uno de ellos, y había tres muchachos entre los neófitos. ¡Oh, señor! Aquel día acudieron millares de fieles. Según me contaron, cincuenta o quizá cien mil personas presenciaron el santo martirio en Nagasaki. Fue un triste mes de febrero de un año muy triste. Un año de terremotos, tifones, inundaciones, tempestades e incendios en que la mano de Dios cayó pesadamente sobre el Gran Asesino e incluso destruyó su gran castillo de Fushimi al sacudir la tierra. Fue algo terrible, pero también maravilloso de ver: el Dedo de Dios castigando a los paganos y a los pecadores.
»Sí, señor… Fueron martirizados seis buenos españoles, destruida nuestra iglesia y también nuestro rebaño y cerrado el hospital. —La cara del anciano adquirió una expresión afligida—. Yo… yo fui uno de los elegidos para el martirio, pero no debía merecer este honor. Nos llevaron a pie desde Kioto y, cuando llegamos a Osaka, nos dejaron a algunos en nuestras misiones de aquí, y a los otros… a los otros les cortaron una oreja y los hicieron desfilar por las calles como vulgares delincuentes. Después, los bienaventurados hermanos fueron conducidos a pie hacia el Oeste. Su marcha duró un mes. Su santo viaje terminó en el monte llamado Nishizaki, que domina el gran puerto de Nagasaki. Yo supliqué al samurai que me dejara ir con ellos, pero él me obligó a quedarme en la misión de Osaka. Sin razón alguna. Al cabo de unos meses, nos metieron en esta celda. Eramos tres… creo que éramos tres, pero yo era el único español. Los otros eran neófitos, hermanos legos japoneses. Pocos días después, los guardias los llamaron. Pero no pronunciaron mi nombre. Tal vez es voluntad de Dios… Pero es difícil sufrir con paciencia. Muy difícil…
El viejo monje cerró los ojos, rezó y volvió a quedarse dormido.
Blackthorne no pudo dormir aquella noche. Comprendía, con terrible claridad, que no había manera de escapar de allí y que se hallaba al borde de la muerte. En medio de la negra noche, le invadió el terror y, por primera vez en su vida, lloró.
—Hijo mío —murmuró el monje—, ¿qué tenéis?
—Nada, nada —dijo Blackthorne, palpitándole con fuerza el corazón—. Dormid.
—No hay que tener miedo. Todos estamos en manos de Dios —dijo el monje, y se durmió de nuevo.
Al amanecer, les entraron comida y agua. Blackthorne se sentía ahora más fuerte.
«No te abandones —se dijo—. Es estúpido, indigno y peligroso. No vuelvas a hacerlo, o te volverás loco y morirás. Te pondrán en la tercera fila y morirás. Ten cuidado, ten paciencia y está alerta.»
—¿Cómo os sentís hoy, señor?
—Bien, gracias, padre. ¿Y vos?
—Muy bien, gracias.
—¿Cómo se dice esto en japonés?
—Domo, genki desu.
—Domo, genki desu. Ayer me hablasteis, padre, de los Buques Negros portugueses. ¿Cómo son? ¿Habéis visto alguno?
—¡Oh, sí, señor! Son los barcos más grandes del mundo. Casi dos mil toneladas. Se necesitan doscientos hombres y muchachos para manejarlos, y, entre tripulantes y pasajeros, pueden transportar casi mil almas.
—¿Cuántos cañones llevan?
—A veces veinte o treinta en tres puentes.
El padre Domingo se alegraba de contestar preguntas y de hablar y de enseñar, y Blackthorne se alegraba de escuchar y de aprender. Los conocimientos del monje eran muy valiosos.
—¿Cuánto tiempo hace que están aquí los portugueses? —preguntó Blackthorne.
—Este país fue descubierto en 1542, el año en que yo nací. Fueron tres hombres: Da Mota, Peixoto, y no recuerdo el nombre del tercero. Todos ellos eran mercaderes portugueses que comerciaban en las costas de China, con un junco procedente de un puerto de Siam. ¿Habéis estado en Siam?
—No.
—¡Oh, hay mucho que ver en Asia! Esos tres hombres se dedicaban al comercio, pero fueron sorprendidos por un temporal, por un tifón que los desvió de su ruta para desembarcar sanos y salvos en Tanegashima, en Kiusiu. Fue la primera vez que unos europeos pusieron pie en el Japón y en seguida empezó el comercio. Unos años más tarde, Francisco Javier, uno de los miembros fundadores de los jesuitas, llegó aquí. Esto fue en 1549… Francisco Javier murió tres años después en China, solo y abandonado… ¿Le dije al señor que actualmente hay un jesuita en la corte del Emperador de China, en una ciudad llamada Pekín?
Blackthorne iba almacenando en su memoria los hechos que le contaba el otro, así como palabras y frases japonesas. Preguntaba sobre la vida en el Japón, sobre los daimíos y los samurais, el comercio y Nagasaki, la paz y la guerra, los jesuitas y los franciscanos y los portugueses en Asia, y sobre la Manila española, y una y otra vez sobre el Buque Negro que llegaba anualmente de Macao. Durante tres días y tres noches, Blackthorne conversó con el padre Domingo y lo interrogó, y escuchó y aprendió, y durmió y tuvo pesadillas, y se despertó para seguir preguntando y aprendiendo.
El cuarto día gritaron su nombre:
—¡Anjín-san!