Aquella noche, Toranaga no podía dormir. Cosa rara en él, pues normalmente era capaz de dejar para el día siguiente la consideración de los problemas más apremiantes.
Pero aquella vez eran demasiadas las preguntas complicadas que requerían contestación.
¿Qué debía hacer con respecto a Ishido?
¿Por qué se había pasado Onoshi al enemigo?
¿Cómo debía enfrentarse con el Consejo?
¿Habían intrigado de nuevo los curas cristianos?
¿De dónde vendría la próxima tentativa de asesinato?
¿Qué debía hacer con Yabú?
¿Y qué debía hacer con el bárbaro?
¿Decía éste la verdad?
Era curioso que el bárbaro hubiera llegado de los mares del Este precisamente ahora. ¿Era un presagio? ¿Sería su karma la chispa que haría estallar el barril de pólvora?
Karma era una palabra india adoptada por los japoneses de la filosofía budista y que significaba el destino de una persona en esta vida, destino inexorablemente fijado por sus actos en una vida anterior. Toda persona renacía en este valle de lágrimas hasta que, después de sufrir y aprender durante muchas vidas, alcanzaba al fin la perfección e iba al nirvana, el lugar de la paz perfecta.
Era extraño que Buda o algún otro dios, o tal vez simplemente el karma, hubiese traído a Anjín-san al feudo de Yabú. Era extraño que hubiese desembarcado precisamente en el pueblo donde Mura, el jefe secreto de la organización de espionaje de Izú, actuaba desde hacía tantos años ante las narices del Taiko y del padre de Yabú. Era extraño que Tsukku-san estuviese en Osaka y no en Nagasaki. Y que también estuviesen en Osaka el sacerdote principal de los cristianos y el capitán general de los portugueses. Era extraño que el capitán Rodrigues hubiera estado disponible para llevar a Hiro-matsu a Anjiro con el tiempo justo para capturar vivo al bárbaro y apoderarse de los cañones. Además, estaba también Kasigi Omi, hijo del hombre que le traería la cabeza de Yabú si Toranaga movía el dedo meñique.
Toranaga suspiró. Una cosa era segura. El bárbaro no se marcharía nunca. Ni vivo, ni muerto. Se había incorporado al reino para siempre.
Oyó unos pasos casi imperceptibles que se acercaban y preparó su sable. Cada noche cambiaba de dormitorio y de guardianes y cambiaba también el santo y seña para burlar a los asesinos que lo acechaban. Los pasos se detuvieron frente a la puerta. Entonces oyó la voz de Hiro-matsu y la primera frase del santo y seña:
—«Si la verdad está ya clara, ¿de qué sirve la meditación?»
—«¿Y si la verdad está oculta?» —dijo Toranaga.
—«También está clara» —respondió correctamente Hiro-matsu.
La cita era de Saraha, antiguo maestro budista tántrico.
—Entra y siéntate.
—He oído que no dormías. He pensado que podías necesitar algo.
—No, gracias —repuso Toranaga observando las profundas arrugas alrededor de los ojos del viejo—. Gracias, buen amigo.
—Entonces, me voy. Siento haberte molestado, señor.
—No, pasa, por favor. Me alegro de que hayas venido. Siéntate.
El viejo se sentó junto a la puerta, erguida la espalda, y al cabo de un rato dijo:
—Sobre aquel loco, todo se ha hecho según ordenaste. Todo.
—Gracias.
—Mi nieta, cuando se enteró de la sentencia, me pidió permiso para matarse y acompañar a su marido y a su hijo al Gran Vacío. Se lo negué y le dije que debía esperar tu aprobación.
Hiro-matsu sangraba interiormente. ¡Qué terrible era la vida!
—Has obrado correctamente.
—Ahora te pido permiso para poner fin a mi vida. Él te puso en mortal peligro, pero fue por mi culpa. Debí prevenir su arrebato. Soy indigno de tu confianza.
—No. Te necesito vivo.
—Te obedeceré. Pero dígnate aceptar mis disculpas.
—Aceptadas.
Al cabo de un rato, Toranaga dijo:
—¿Qué hay del bárbaro?
—Muchas cosas, señor. Primera, si hoy no hubieras estado esperándolo habrías salido de caza con tu halcón al amanecer y no se habría producido la desagradable entrevista con Ishido. Ahora, no tendrás más remedio que declararle la guerra… si puedes salir de este castillo y volver a Yedo.
—¿Segunda?
—No soy tan inteligente como tú ni mucho menos, señor Toranaga, pero incluso yo me doy cuenta de que nada de lo que nos dijeron los bárbaros del Sur es cierto.
Hiro-matsu se alegraba de poder hablar, pues con ello mitigaba su dolor.
—Bueno, si hay dos religiones cristianas que se odian, si los portugueses forman parte de la gran nación española, si el nuevo país bárbaro, se llame como se llame, les hace la guerra y los vence, si ese país es una nación isleña como la nuestra, y si, y éste es el «si» más importante, el bárbaro ha dicho la verdad y el sacerdote ha traducido fielmente lo que ha dicho… Bueno, puedes poner juntos todos estos «síes» y deducir algo y trazar un plan. Siento no poder hacerlo yo, pues sólo sé lo que vi en Anjiro y a bordo del barco. Que Anjín-san es un hombre de cabeza muy firme y dominador en el mar, aunque no le entiendo en absoluto. ¿Cómo, teniendo tan buenas cualidades, dejó que un hombre orinase en su espalda? ¿Por qué salvó la vida de Yabú, después de lo que éste le hizo, y la del portugués Rodrigues, que es su enemigo declarado? —Hiro-matsu hizo una pausa. Estaba muy cansado—. Pero creo que debemos retenerlo en tierra, así como a los que vengan detrás de él, y matarlos rápidamente a todos.
—¿Y qué me dices de Yabú?
—Ordénale que se haga el harakiri esta noche.
—¿Por qué?
—Iba a robar tu propiedad. Y es un embustero. Deja que le transmita la orden ahora mismo. Más pronto o más tarde tendrás que matarlo. Y ahora será más fácil, pues no tiene ningún vasallo a su alrededor. Te aconsejo que no lo demores.
Sonó una delicada llamada en la puerta interior.
—¿Tora-chan?
Toranaga sonrió como siempre al oír aquella voz especial que pronunciaba el especial diminutivo.
—¿Sí, Kiri-san?
—Me he tomado la libertad, señor, de traer cha para ti y para tu invitado. ¿Puedo pasar?
—Sí.
Los dos hombres correspondieron a su reverencia. Kiri cerró la puerta y empezó a servir el cha. De cincuenta y tres años, vigorosa, jefe de las azafatas de Toranaga, Kintsubu-noh-Toshiko, apodada Kiri, era la dama más vieja de la corte.
—No deberías estar despierto a estas horas de la noche, Tora-chan. Pronto amanecerá y supongo que saldrás al monte con tus halcones, ¿neh? ¡Necesitas dormir!
—Ya lo ves, Hiro-matsu —dijo Toranaga—. Después de veinte años, todavía trata de dominarme.
—Lo siento, pero hace más de treinta años, Tora-sama —dijo ella con orgullo—. ¡Y tú eras tan manejable entonces como ahora!
Cuando Toranaga tenía veinte y pico de años había sido cogido como rehén por el despótico Ikawa Tadazaki, señor de Suruga y Totomi, padre del actual Ikawa Jikkyu, el enemigo de Yabú. El samurai responsable de la buena conducta de Toranaga acababa de tomar como segunda esposa a Kiritsubu. Ésta tenía entonces diecisiete años. Tanto el samurai como su esposa Kiri habían tratado dignamente a Toranaga, le habían aconsejado y cuando éste se había rebelado contra Tadazaki y unido a Goroda lo había seguido con sus guerreros y había luchado valientemente a su lado. Más tarde, el marido de Kiri había caído muerto durante la lucha por la capital. Toranaga había preguntado a Kiri si quería ser una de sus consortes y ella había aceptado de buen grado. Entonces tenía ella diecinueve años y él veinticuatro y desde el primer momento ella había dirigido todo el servicio doméstico. Era muy astuta y muy competente.
—Estás engordando mucho —dijo él dándole una afectuosa palmada en el trasero.
—¡Señor Toranaga! ¡Delante del señor Toda…! Tendré que suicidarme o, al menos, raparme la cabeza y hacerme monja. ¡Yo creía que seguía siendo joven y esbelta! —dijo riendo y acabando de servir el té—. Bueno, es cierto que tengo gordo el trasero, pero, ¿qué puedo hacer? Me gusta comer. Bueno, me voy. ¿Quieres que te envíe a dama Sazuko?
—No, mi siempre precavida Kiri-san. No, gracias. Charlaremos un rato y después me echaré a dormir.
—Buenas noches, Tora-sama. Que duermas bien —dijo ella inclinándose.
—Siempre he lamentado no haber tenido un hijo con Kiri-san —dijo Toranaga—. Ella concibió una vez, pero abortó. Fue en los tiempos de la batalla de Nagakudé.
Después del asesinato del dictador Goroda, el general Nakamura —el futuro Taiko— trató de consolidar todo el poder en sus manos. En aquellos tiempos, el desenlace era dudoso y Toranaga apoyaba a uno de los hijos de Goroda, heredero legal de éste. Nakamura atacó a Toranaga cerca del pequeño pueblo de Nagakudé, pero sus fuerzas fueron diezmadas y derrotadas y perdió la batalla. Toranaga se retiró prudentemente, perseguido por un nuevo ejército de Nakamura, mandado por Hiro-matsu. Toranaga no cayó en la trampa, sino que escapó a sus provincias del Norte con su ejército intacto. Nagakudé fue la única batalla perdida por el Taiko y Toranaga el único general que logró vencerle.
—Me alegro de que no nos enfrentásemos en el campo de batalla, señor —dijo Hiro-matsu.
—También yo.
—Tú habrías vencido.
—No. El Taiko fue el general más grande y más prudente y el hombre más listo que jamás haya existido.
—Excepto tú —sonrió Hiro-matsu.
—No. Te equivocas. Por esto me hice vasallo suyo.
—Tendrías que levantarte contra Ishido. Esto obligaría a todos los daimíos a tomar partido de una vez para siempre. En todo caso, ganaríamos la guerra. Entonces podrías disolver el Consejo y erigirte en Shogun.
—No busco este honor —dijo vivamente Toranaga—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—Discúlpame, señor. Lo sé. Pero creo que sería lo mejor para el Japón.
—Sería alta traición.
—¿Contra quién, señor? ¿Contra el Taiko? Está muerto. ¿Contra su testamento? Es un pedazo de papel. ¿Contra el pequeño Yaemón? Yaemón es el hijo de un campesino que usurpó el poder y la herencia de un general.
—¿Aconsejarías lo mismo si fueras uno de los Regentes?
—No. Pero se da el caso de que no lo soy, y lo celebro. Sólo soy vasallo tuyo. Elegí mi bando hace un año. Y lo hice libremente.
—¿Por qué? —le preguntó Toranaga por primera vez.
—Porque eres un hombre, porque eres un Moniwara y porque siempre harás lo mejor que pueda hacerse. No somos un pueblo al que pueda gobernar un comité. Necesitamos un caudillo. ¿A cuál de los cinco regentes podía yo elegir para ponerme a su servicio? ¿A Onoshi? Sí, es un hombre prudente y un buen general. Pero es cristiano, está inválido y tan roído por la lepra que apesta a cincuenta pasos de distancia. ¿A Sugiyama? Es el daimío más rico del país y su familia es tan antigua como la tuya. Pero es un tránsfuga sin agallas y los dos lo conocemos bien. ¿A Kiyama? Es inteligente, valiente, buen general y antiguo camarada. Pero también es cristiano, y creo que ya tenemos bastantes dioses propios en esta Tierra de los Dioses para no tener la arrogancia de adorar a uno solo. ¿A Ishido? Siempre he detestado a ese traidor engendro de campesino. Como ves, Yoshi Toranaga-noh-Mi-nowara, no tenía otra elección.
—¿Y si desoigo tu consejo? ¿Y si me entiendo con el Consejo de Regencia y pongo a Yaemón en el poder?
—Lo que hagas estará bien hecho. Pero todos los Regentes quisieran verte muerto. Te aconsejo la guerra inmediata. Antes de que te aíslen, o lo que es más probable, te asesinen.
Toranaga pensó en sus enemigos. Eran muchos y poderosos.
Después volvió a pensar en el plan que había concebido. No veía en él el menor defecto.
—Ayer me enteré secretamente de que la madre de Ishido está en Nagoya visitando a su nieto —dijo.
Nagoya era una gran ciudad-Estado que no se había pronunciado aún por ninguno de los bandos. La dama podría ser «invitada» por el superior a visitar el Templo Johji, a ver los cerezos en flor.
—Se hará en seguida —dijo Hiro-matsu—. Por paloma mensajera.
El Templo Johji era famoso por tres cosas: su avenida de cerezos, la belicosidad de sus monjes budistas Zen y su absoluta fidelidad a Toranaga, que había pagado años atrás la construcción del templo y lo había mantenido desde entonces.
—Las flores de los cerezos estarán ya un poco mustias, pero ella estará allí mañana. Debe ir también su nieto, ¿neh?
—No, sólo ella, pues hay que evitar que el objeto de la «invitación» sea demasiado evidente. Otra cosa. Envía un mensaje cifrado a mi hijo Sudara: «Saldré de Osaka cuando el Consejo termine sus sesiones, dentro de cuatro días.» Mándalo por un correo y confírmalo mañana por paloma mensajera. Y ahora creo que dormiré un rato.
Hiro-matsu se levantó y estiró los hombros. Al llegar a la puerta, se volvió y dijo:
—¿Puedo autorizar a mi nieta Fujiko para quitarse la vida?
—No.
—Fujiko es samurai, señor, y ya sabes lo que sienten las madres por sus hijos. Éste era su primogénito.
—Fujiko puede tener muchos hijos. ¿Qué edad tiene? ¿Dieciocho años? ¿Diecinueve? Le buscaré otro marido.
Hiro-matsu movió la cabeza.
—No lo aceptaría. La conozco bien. Su mayor deseo es poner fin a su vida. Por favor.
—Dile a tu nieta que no quiero muertes inútiles. Permiso denegado.
Hiro-matsu hizo una reverencia y se dispuso a salir.
—¿Cuánto tiempo puede vivir el bárbaro en la cárcel? —preguntó Toranaga.
—Dependerá de su vigor —dijo Hiro-matsu sin volverse.
—Gracias. Buenas noches, Hiro-matsu.
Cuando estuvo seguro de haberse quedado solo, llamó en voz baja:
—¡Kiri-san!
Se abrió la puerta interior, y la mujer entró y se arrodilló.
—Envía inmediatamente este mensaje a Sudara: «Todo va bien.» Envíalo por palomas mensajeras. Suelta tres de ellas al amanecer. Y otras tres al mediodía.
—Sí, señor —dijo ella, y salió.
Era una clave muy secreta. Sólo la conocían, además de él, su hijo mayor, Noburu, su hijo segundo y heredero, Sudara, y Kiri. El mensaje quería decir: «No hagas caso de otros mensajes. Activa el Plan Cinco.» El Plan Cinco consistía en reunir inmediatamente a todos los jefes del clan Yoshi y a los consejeros de más confianza en Yedo, la capital, y movilizarlos para la guerra. La clave para la guerra era «Cielo Carmesí». Su propio asesinato o su captura desencadenarían la guerra: un furioso ataque contra Kioto dirigido por su heredero Sudara con todas las legiones para apoderarse de la ciudad y del Emperador títere. Esto se completaría con unas insurrecciones secretas y meticulosamente preparadas en cincuenta provincias.
«Es un buen plan —pensó Toranaga—. Pero fracasará si no lo pongo en práctica yo mismo. Sudara fracasaría. No por falta de empeño, de valor y de inteligencia, ni por alguna traición. Sólo porque Sudara no tiene aún bastantes conocimientos ni suficiente experiencia, y no podría arrastrar a un número suficiente de daimíos no comprometidos. Y también porque el castillo de Osaka y el heredero, Yaemón, se yerguen inviolados en mi camino, y son el punto donde se concentran todas las enemistades y envidias que me he ganado en cincuenta y dos años de guerra. ¡Muchas batallas, y ninguna perdida! Pero, ¡cuántos enemigos! Y ahora se han coaligado todos contra mí. Sudara fracasaría. Yo soy el único que, tal vez, podría ganar con Cielo Carmesí. Pero sería mejor no tener que llegar a este extremo.»