CAPÍTULO XII

Toranaga observó la salida del bárbaro del salón lamentando la interrupción del interesante interrogatorio y disponiéndose a enfrentarse con el más inmediato problema de Ishido.

Éste fue inmediatamente al grano:

—Una vez debo preguntarte: ¿Qué contestas al Consejo de Regencia?

—Y yo debo repetir una vez más que como presidente del Consejo de Regencia no creo que sea necesaria ninguna respuesta.

—Casaste a tu hijo Naga-san con la hija del señor Masamune, casaste a una de tus nietas con el hijo y heredero del señor Zataki, y otro nieto con la hija del señor Kiyama. Todos estos matrimonios fueron con señores feudales o descendientes directos suyos y, por consiguiente, absolutamente en contra de las órdenes de nuestro señor.

—Desgraciadamente, nuestro señor, el Taiko, murió hace un año. Sí, lamento la muerte de mi cuñado y que no viva aún para guiar los destinos del Imperio —añadió Toranaga revolviendo un puñal en la vieja herida—. Si mi cuñado viviera, sin duda aprobaría estas relaciones familiares. Sus instrucciones se referían a matrimonios que amenazasen la sucesión de su casa. Yo no amenazo su casa ni a mi sobrino Yaemón, el Heredero. Me contento con ser señor de Kwanto. No quiero más territorios. No seré el primero en romper la paz.

Durante seis siglos, el reino había sufrido la plaga de una constante guerra civil. Treinta años antes, un daimío poco importante llamado Goroda había tomado posesión de Kioto, instigado principalmente por Toranaga. En los dos decenios siguientes, aquel guerrero había sojuzgado milagrosamente la mitad del Japón, había levantado una montaña de cráneos y se había erigido en dictador, aunque no se había considerado lo bastante poderoso para pedir al Emperador reinante que le otorgase el título de Shogun, a pesar de que descendía vagamente de una de las ramas de los Fujimoto. Después, hacía de ello dieciséis años, Goroda fue asesinado por uno de sus generales y su poder pasó a las manos de su gran vasallo y brillantísimo general, el campesino Nakamura.

En sólo cuatro años, el general Nakamura, ayudado por Toranaga, Ishido y otros, aniquiló a los descendientes de Goroda y sometió todo el Japón a su absoluto y único dominio. Fue la primera vez en la Historia que un hombre sometió a todo el reino. Y se dirigió triunfalmente a Kioto para postrarse a los pies de Go-Nijo, el Hijo del Cielo. Allí, y debido a que había nacido campesino, Nakamura tuvo que contentarse con el título menor de Kwampaku, Primer Consejero, que más tarde renunció en favor de su hijo, tomando para sí el título de Taiko. Aunque parezca increíble, reinó la paz durante veinte años. Hasta que, el año anterior, había muerto el Taiko.

—Por nuestro señor el Buda —repitió Toranaga—, no seré el primero en romper la paz.

—Pero, ¿irás a la guerra?

—El hombre prudente debe apercibirse contra la traición, ¿neh? —contestó Toranaga endureciendo su tono—. Tú y yo conocemos el infinito poder de la traición en los corazones de los hombres. El Taiko dejó un territorio unido que ahora está dividido entre tu Oeste y mi Este. El Consejo de Regencia no se entiende. Los daimíos andan a la greña. Cuanto antes sea mayor de edad el hijo del Taiko, tanto mejor. ¡Ojalá tengamos pronto otro Kwampaku!

—¿O tal vez un Shogun? —replicó Ishido con voz insinuante.

—Kwampaku, Shogun o Taiko, el poder es el mismo. Goroda nunca fue Shogun. Nakamura se contentó con ser Kwampaku y, después, Taiko. Gobernó, y esto es lo importante. ¿Qué importa que mi cuñado hubiese nacido campesino? ¿Qué importa que mi familia sea antigua? ¿Qué importa que tú seas de humilde cuna?

«Importa mucho», pensó Ishido.

—Yaemón tiene siete años —dijo—. Dentro de otros siete, será Kwampaku. Mientras tanto…

—Dentro de ocho años, general Ishido. Ésta es nuestra ley histórica. Cuando mi sobrino cumpla quince años, será mayor de edad y heredará. Mientras tanto, nosotros, los cinco regentes, gobernamos en su nombre. Así lo quiso nuestro difunto señor.

—Sí. Y también ordenó que los regentes no tomasen rehenes para luchar entre ellos. Tú guardas como rehén en tu castillo a dama Ochiba, la madre del Heredero, como garantía de tu seguridad aquí, y esto viola también la voluntad del Taiko.

Toranaga suspiró.

—Dama Ochiba está de visita en Yedo, donde mi única hermana va a dar a luz. Su hermana está casada con mi hijo y heredero. ¿Qué más natural que visitar a una hermana en tales circunstancias?

—La madre del Heredero es la dama más importante del Imperio. Por consiguiente, no debería estar… —Iba a decir «en manos enemigas», pero lo pensó mejor.—… en una ciudad extraña.

Hizo una pausa, y añadió, lisa y llanamente:

—El Consejo desearía que la enviaras hoy mismo a su casa.

Toranaga eludió la trampa.

—Repito que dama Ochiba no es un rehén y, por consiguiente, no está ni ha estado nunca bajo mis órdenes.

—Entonces, lo diré de otra manera. El Consejo exige su inmediata presencia en Osaka.

¿Quién lo exige?

—Yo, el señor Sugiyama, el señor Onoshi y el señor Kiyama. Aquí están sus firmas.

Toranaga se puso lívido. Cuatro a uno significaba la soledad y el desastre. ¿Por qué había desertado Onoshi? ¿Y Kiyama? Ambos eran enemigos implacables, incluso antes de convertirse a la religión extranjera. ¿Qué poder tenía ahora Ishido sobre ellos?

Ishido comprendió que su enemigo estaba derrotado. Pero aún le quedaba algo más para hacer completa su victoria.

—Los regentes hemos convenido en que ha llegado el momento de terminar con los que pretenden usurpar el poder de mi señor y matar al Heredero. Los traidores morirán, sean quienes fueren. ¡Aunque sean Minowara!

Un rugido de furor brotó de las gargantas de todos los samurais de Toranaga, Usagi, el yerno de Hiro-matsu, desenvainó su sable y se lanzó sobre Ishido.

Éste estaba preparado para recibir el golpe mortal y no trató de defenderse. Así lo había planeado. Si lo mataba un samurai de Toranaga, toda la guarnición de Osaka podría caer sobre éste justificadamente y matarlo. Dama Ochiba sería eliminada en represalia por los hijos de Toranaga y los demás regentes se verían obligados a unirse contra el clan Yoshi, que, al encontrarse solo, sería aniquilado. Sólo entonces sería segura la sucesión del Heredero, y él, Ishido, habría cumplido su deber con el Taiko.

Pero el golpe no cayó. En el último momento, Usagi recobró su buen juicio y envainó el sable con mano temblorosa.

—Perdón, señor Toranaga —dijo arrodillándose humildemente—. No pude soportar esos insultos… Pido permiso para hacerme el harakiri.

Toranaga había permanecido inmóvil, pero dispuesto a impedir el golpe y sabía que Hiro-matsu habría hecho lo mismo. Comprendía también el motivo de los insultos de Ishido.

—Te pagaré con crecidos intereses, Ishido —se dijo para sus adentros.

Después se volvió al joven arrodillado.

—¿Cómo te atreves a suponer que lo que ha dicho el señor Ishido pretendía ser un insulto contra mí? Desde luego, es incapaz de una descortesía semejante. ¿Y cómo te atreves a escuchar conversaciones que no te incumben? No, no te permito hacerte el harakiri. Esto es un honor. Y tú no tienes honor ni disciplina. Serás crucificado hoy mismo como un vulgar criminal. Tus sables serán rotos y enterrados en el pueblo eta. Tu hijo será enterrado en el pueblo eta. Tu cabeza será clavada en una pica para escarnio de todos y con un letrero que dirá: «Este hombre nació samurai por equivocación. ¡Su nombre ha dejado de existir!»

Usagi, con un supremo esfuerzo, consiguió dominar su respiración, pero empezó a sudar, y esto fue para él una vergüenza intolerable. Se inclinó ante Toranaga aceptando su destino con fingida serenidad.

Hiro-matsu avanzó y arrancó los dos sables del cinto de su nieto político.

—Señor Toranaga —dijo gravemente—, con tu permiso, cuidaré personalmente de que tu orden sea cumplida.

Toranaga asintió con la cabeza.

El joven se inclinó por última vez, y cuando iba a levantarse Hiro-matsu lo empujó al suelo.

—Los samurais caminan —dijo—. Y también los hombres. Pero tú no eres lo uno ni lo otro. Irás a rastras a la muerte.

Usagi obedeció en silencio.

Y todos los que estaban en el salón se sintieron conmovidos por el sentido de disciplina del joven y por su valor.

«Cuando vuelvas a nacer serás samurai», se dijeron, satisfechos.