Yoshi Naga, el oficial de guardia, era un joven de diecisiete años, maligno y peligroso.
—Buenos días, señor. Sé bien venido.
—Gracias. El señor Toranaga me espera.
—Sí.
Aunque no lo hubiesen esperado, Naga lo habría dejado pasar. Toda Hiro-matsu era una de las tres únicas personas del mundo que podía visitar a Toranaga de día o de noche, sin haber sido citado previamente.
—Registrad al bárbaro —dijo Naga, que era el quinto hijo de Toranaga por una de sus consortes y que adoraba a su padre.
Blackthorne no opuso resistencia. Los dos samurais eran muy expertos. Nada se les habría escapado.
Hiro-matsu entró en la inmensa sala de audiencias. Una vez cruzado el umbral, se arrodilló, dejó el sable en el suelo, bajó la cabeza y esperó en esta humillante actitud.
Naga, siempre vigilante, indicó a Blackthorne que hiciese lo mismo.
Blackthorne entró. La estancia era de veinte pasos cuadrados de extensión y diez de altura. Las esterillas de tatami eran de la mejor calidad, impecables y de cuatro dedos de grueso. Había dos puertas en la pared del fondo. Ambas estaban guardadas. A diez pasos del estrado y formando círculo había otros veinte samurais, sentados con las piernas cruzadas y mirando al frente.
Toranaga estaba sentado en un cojín sobre el estrado. Estaba reparando el ala rota de un halcón encapuchado con toda la delicadeza de un tallista de marfil.
Ni él ni los otros que se encontraban allí habían saludado a Hiro-matsu ni habían prestado la menor atención a Blackthorne cuando entró y se detuvo junto al viejo. Pero a diferencia de Hiro-matsu, Blackthorne hizo una reverencia, tal como le había enseñado Rodrigues, y respirando profundamente se sentó y cruzó las piernas, y miró fijamente a Toranaga.
Todos los ojos echaron chispas mirando a Blackthorne.
En la puerta, Naga llevó la mano a la empuñadura de su sable. Hiro-matsu hizo lo mismo, aunque sin levantar la cabeza.
Blackthorne sólo podía esperar. Rodrigues le había dicho: «Con los japoneses, tienes que portarte como un rey.»
Toranaga levantó despacio la cabeza.
Una gota de sudor tembló en la sien de Blackthorne, al ver que todo lo que le había dicho Rodrigues sobre los samurais parecía cristalizado en aquel hombre. Pero mantuvo la mirada firme, sin pestañear, y su rostro permaneció tranquilo. Contó despacio hasta seis y entonces inclinó la cabeza, hizo otra leve reverencia y sonrió con calma.
Toranaga lo observó brevemente, con el semblante impasible y, bajando la cabeza, volvió a su trabajo. La tensión amenguó en la estancia.
El ave era una hembra de halcón peregrino, y el halconero, un viejo y nudoso samurai, arrodillado delante de Toranaga, la sostenía como si fuese de porcelana. Toranaga acabó de reparar el ala.
Yoshi Toranaga, señor de Kwanto —las Ocho Provincias—, jefe del clan Yoshi, general en jefe de los Ejércitos del Este, presidente del Consejo de Regencia, era un hombre bajo, panzudo y de nariz grande. Sus cejas eran negras y tupidas y su barba y su bigote, ralos y salpicados de gris. Los ojos eran su facción más dominante. Tenía cincuenta y ocho años y era vigoroso para su edad. Llevaba un quimono sencillo, el uniforme corriente de los Pardos y un cinto de algodón. Pero sus sables eran los mejores del mundo.
El halconero hizo una reverencia y salió con el ave.
Toranaga volvió la mirada a los dos hombres de la puerta.
—Bienvenido, Puño de Hierro, me alegro de verte —dijo—. ¿Es ése tu famoso bárbaro?
—Sí, señor.
Hiro-matsu fue a dejar sus sables en la puerta, como era habitual, pero Toranaga insistió en que los conservara con él.
Hiro-matsu le dio las gracias. Pero en todo caso se sentó a cinco pasos de distancia. Según la costumbre, ningún hombre armado podía acercarse más a Toranaga. En la primera fila de guardias estaba Usagi, nieto político predilecto de Hiro-matsu, y éste le dirigió un breve saludo. El joven se inclinó profundamente, honrado y satisfecho de que el viejo se hubiese fijado en él.
«Tal vez debería adoptarlo oficialmente» se dijo Hiro-matsu, pensando en su nieta predilecta y en el primer bisnieto que le habían ofrecido el año anterior.
—¿Cómo está su espalda? —preguntó amablemente Toranaga.
—Muy bien. Gracias, señor. Pero debo confesar que me alegro de haber dejado aquel barco y estar de nuevo en tierra.
—Tu salud es importante para mí. Procuraré recompensar tus esfuerzos.
—Eres muy amable, Toranaga-sama —dijo seriamente Hiro-matsu—. Pero la mejor recompensa para todos sería que salieras inmediatamente de este avispero y volvieras a tu castillo de Yedo, donde tus vasallos pueden protegerte. Aquí estamos desnudos. En el momento menos pensado, Ishido podría…
—Lo haré cuando concluyan las reuniones del Consejo de Regencia. —Toranaga se volvió e hizo una seña a un portugués de cara enjuta, pacientemente sentado a su sombra—. ¿Quieres hacer de intérprete en mi obsequio, amigo mío?
—Ciertamente, señor.
El tonsurado sacerdote avanzó y se arrodilló junto al estrado al estilo japonés, con una naturalidad fruto de la práctica. Su cuerpo era tan magro como su cara, sus ojos negros y húmedos y en todo él había un aire de serena concentración. Llevaba unos calcetines tabi, un holgado quimono y un rosario con una cruz de oro labrado colgando del cinto. Saludó a Hiro-matsu de igual a igual y después miró amablemente a Blackthorne.
—Me llamo Martín Alvito, de la Compañía de Jesús, capitán. El señor Toranaga me ha pedido que le sirva de intérprete.
—Ante todo, decidle que vos y yo somos enemigos y que…
—Cada cosa a su tiempo —le interrumpió delicadamente el padre Alvito—. Podemos hablar en portugués, en español o, desde luego, en latín. Lo que vos prefiráis.
A Blackthorne no le gustó la fácil elegancia y el vigor y el poder que respiraba el jesuita. Se había imaginado que éste sería mucho más viejo, dadas su posición influyente y la manera como Rodrigues había hablado de él. Pero eran aproximadamente de la misma, tal vez el jesuita tenía unos pocos años más.
—En portugués —dijo esperando que esto pudiese darle una ligera ventaja—. ¿Sois vos portugués?
—Tengo este privilegio. Y ahora, capitán, podemos empezar. Os ruego que escuchéis todo lo que diga el señor Toranaga, sin interrumpir —dijo el padre Alvito—. Después contestaréis. A partir de ahora, traduciré casi simultáneamente cuanto digáis. Por consiguiente, tened mucho cuidado en las respuestas.
—¿Para qué? ¡Yo no confío en vos!
El padre Alvito tradujo inmediatamente estas palabras a Toranaga cuyo rostro se ensombreció perceptiblemente.
«Sé prudente —pensó Blackthorne—, pues juega contigo como con un ratón. Te apuesto tres guineas de oro contra un penique a que te llevará donde quiera. Tanto si traduce correctamente como si no, debes dar una buena impresión a Toranaga. Puede ser tu única oportunidad.»
—Podéis estar seguro de que traduciré lo que digáis con la mayor exactitud que pueda —la voz del sacerdote era amable, pero dominante—. Éste es el tribunal del señor Toranaga. Yo soy intérprete oficial del Consejo de Regencia, del señor general Toranaga y del señor general Ishido. El señor Toranaga me ha honrado con su confianza durante muchos años. Os aconsejo que contestéis verazmente, pues puedo aseguraros que es un hombre muy inteligente. También debo advertiros que yo no soy el padre Sebastião, que tiene tal vez un exceso de celo y que, desgraciadamente, no habla muy bien el japonés ni tiene mucha experiencia del Japón. Vuestra súbita presencia lo trastornó y, lamentablemente, se dejó dominar por su pasado… Sus padres, sus hermanos y sus hermanas fueron horriblemente asesinados en los Países Bajos por vuestras… por las fuerzas del Príncipe de Orange. Pido para él vuestra indulgencia y vuestra compasión —sonrió con benevolencia—. En japonés, «enemigo» se dice teki. Podéis emplear esta palabra, si así os place. Si me señaláis y pronunciáis esta palabra, el señor Toranaga comprenderá perfectamente lo que queréis decir. Sí, soy enemigo vuestro, capitán John Blackthorne. Pero no soy vuestro asesino.
Blackthorne vio que explicaba a Toranaga lo que acababa de decir. Oyó varias veces la palabra teki y se preguntó si realmente significaba «enemigo».
«Seguro que sí —se dijo—. Ese cura no es como el otro.»
—Por favor, olvidad un momento que yo existo —dijo el padre Alvito—. No soy más que un instrumento para dar a conocer al señor Toranaga vuestras respuestas, de la misma manera que os formularé sus preguntas.
Se volvió a Toranaga y se inclinó cortésmente.
Toranaga habló con palabras breves, y el sacerdote empezó a traducir casi simultáneamente.
—¿Por qué eres enemigo de Tsukku-san, mi amigo e intérprete, que no es enemigo de nadie?
El padre Alvito añadió, por vía de explicación:
—Tsukku-san es mi apodo, porque los japoneses tampoco pueden pronunciar mi nombre. Tsukku es una variante de la palabra japonesa tsuyaku, que significa interpretar. Por favor contestad la pregunta.
—Somos enemigos porque nuestros países están en guerra.
—¡Oh! ¿Cuál es tu país?
—Inglaterra.
—¿Dónde está?
—Es un reino insular, a mil millas al norte de Portugal.
—¿Cuánto tiempo hace que estáis en guerra con Portugal?
—Desde que Portugal se convirtió en Estado vasallo de España. Esto fue en 1580, hace veinte años. España conquistó Portugal. En realidad, estamos en guerra con España. Desde hace casi treinta años.
Blackthorne advirtió la sorpresa de Toranaga y la mirada interrogadora que dirigió al padre Alvito.
—¿Dices que Portugal es parte de España?
—Sí, señor Toranaga. Un Estado vasallo. España conquistó Portugal y ahora son un mismo país y tienen el mismo rey. Pero los portugueses están sometidos a España en casi todas las partes del mundo y el Imperio Español da poca importancia a sus jefes.
Se hizo un largo silencio. Después, Toranaga habló directamente al jesuita, el cual sonrió y le respondió prolijamente.
—¿Qué ha dicho? —preguntó vivamente Blackthorne.
El padre Alvito no le contestó, sino que siguió traduciendo como antes, casi simultáneamente. Toranaga respondió directamente a Blackthorne con voz acerada y cruel:
—Lo que he dicho no es de tu incumbencia. Cuando quiera que sepas algo, te lo diré. Y ten la boca cerrada hasta que te pregunte. ¿Comprendido?
—Sí.
«Error número uno —se dijo Blackthorne—. Ten cuidado. No puedes cometer errores.»
—¿Por qué estáis en guerra con España y con Portugal?
—En parte, porque España quiere conquistar el mundo y los ingleses, y nuestros aliados holandeses, no queremos ser conquistados. En parte, debido a nuestras religiones.
—¡Ah! ¿Una guerra religiosa? ¿Cuál es tu religión?
—Yo soy cristiano. Nuestra Iglesia…
—¡Los portugueses y los españoles son cristianos! ¡Dijiste que vuestra religión es diferente! ¿Cuál es, entonces?
—También es cristiana. Es difícil de explicar sencillamente y con pocas palabras, señor Toranaga. Las dos son…
—No debes tener prisa, señor capitán. Tenemos tiempo. Yo soy muy paciente. Tú eres hombre culto y, por consiguiente, puedes explicarte de un modo sencillo o complicado, según prefieras, con tal de que lo hagas con claridad. ¿Qué estabas diciendo?
—Mi religión es cristiana. Hay dos religiones cristianas importantes: la protestante y la católica. La mayoría de los ingleses somos protestantes.
—¿Adoráis al mismo Dios, a la Virgen y al Niño?
—No, señor. No como los católicos.
«¿Qué quiere saber? —se preguntaba Blackthorne—. ¿Él es católico? ¿Debo contestarle lo que él desea que le diga o lo que yo considero verdad? ¿O será anticristiano?» Sin embargo, llamó «amigo mío» al jesuita…
—¿Crees que Jesús es Dios?
—Creo en Dios —respondió cautelosamente.
—¡No eludas las preguntas directas! ¿Crees que Jesús es Dios? ¿Sí o no?
—Las preguntas sobre Dios no pueden contestarse con un simple «sí» o «no». Hay que matizar el «sí» o el «no». No sabemos nada cierto sobre Dios hasta que estamos muertos. Sí, yo creo que Jesús es Dios, pero no lo sabré de fijo hasta que me muera.
—¿Por qué profanaste la cruz del sacerdote cuando llegaste al Japón?
Blackthorne no había esperado esta pregunta. ¿Sabía Toranaga todo lo que había pasado desde su llegada?
—Yo… quise demostrar al daimío Yabú que el padre Sebastião era mi enemigo, que, al menos en mi opinión, no era digno de confianza. Porque estaba seguro de que no traduciría mis palabras con exactitud, como lo está haciendo ahora el padre Alvito. Por ejemplo, nos acusó de ser piratas. Y nosotros no somos piratas, sino que venimos en son de paz.
—¡Ah, sí! Piratas. Después hablaremos de esto. Dijiste que vuestras dos sectas son cristianas, que ambas adoran a Jesucristo. ¿No es el precepto «amaos los unos a los otros» la esencia de su enseñanza?
—Sí.
—Entonces, ¿cómo podéis ser enemigos?
—Su fe… su versión del cristianismo es una interpretación falsa de las Escrituras.
—¡Ah! Por fin llegamos a alguna parte. Así, estáis en guerra por una diferencia de opinión sobre lo que es Dios, ¿no?
—Sí.
—Un motivo muy estúpido para hacer la guerra.
—De acuerdo —repuso Blackthorne mirando al sacerdote—. Estoy completamente de acuerdo en esto.
—¿Cuántos barcos hay en tu flota?
—Cinco.
—¿Y eras tú el primer capitán?
—Sí.
—¿Dónde están los otros?
—En el mar —respondió cauto Blackthorne presumiendo que Alvito había indicado algunas preguntas a Toranaga—. Nos sorprendió una tormenta y nos separó. No sé exactamente dónde están, señor.
—¿Eran ingleses tus barcos?
—No, señor. Holandeses, de los Países Bajos.
—¿Por qué tenía un inglés el mando de barcos holandeses?
—No es nada extraño, señor. Somos aliados.
—Pero, ¿por qué tú? ¿Por qué quisieron que tú mandases sus barcos?
—Probablemente porque mi madre era holandesa y hablo su lengua con fluidez y tengo experiencia.
—Y tú, capitán, ¿ingresaste en su marina para defender tu religión y para luchar contra tus enemigos, España y Portugal?
—Ante todo, señor, soy capitán de barco. Ningún inglés ni holandés había estado antes en estas aguas. Nuestra flota es mercante, aunque tenemos patentes de corso para atacar al enemigo en el Nuevo Mundo. En cuanto al Japón, sólo vinimos a comerciar.
—¿Qué son las patentes de corso?
—Autorizaciones legales de la Corona o del Gobierno para hacer la guerra al enemigo.
—¡Ah! Tus enemigos están aquí. ¿Piensas luchar aquí contra ellos?
—No lo sabíamos cuando llegamos, señor. Sólo vinimos a comerciar. Vuestro país es casi desconocido, legendario. Los portugueses y los españoles hablan muy poco de esta zona.
—Contesta la pregunta: Tus enemigos están aquí. ¿Piensas luchar, aquí, contra ellos?
—Si me atacan, sí.
Toranaga rebulló, irritado.
—Lo que hagáis en el mar o en vuestros países es asunto vuestro. Pero aquí hay una ley para todos. Cualquier mala acción o querella son castigados en el acto con la muerte. Nuestras leyes son claras y deben ser obedecidas. ¿Lo comprendes?
—Sí, señor. Pero nosotros vinimos en son de paz. Vinimos a comerciar. ¿Podríamos hablar de negocios, señor?
—Cuando desee hablar de negocios, te avisaré. Ahora, limítate a contestar las preguntas, por favor. ¿Te enrolaste por dinero?
—Sí. Es nuestra costumbre, señor. Cobramos una parte en el bo…, en todo el comercio y en los bienes capturados al enemigo.
—Entonces, ¿eres un mercenario?
—Fui contratado como primer capitán para mandar la expedición. Sí.
Blackthorne percibía la hostilidad de Toranaga, pero no comprendía el motivo. «¿Qué he dicho de malo?»
—Es una costumbre normal entre nosotros, Toranaga-sama —repitió.
Toranaga empezó a hablar con Hiro-matsu y parecían estar de acuerdo en sus opiniones. Blackthorne creyó ver una expresión de repugnancia en sus semblantes. «¿Por qué? Sin duda tiene algo que ver con lo de mercenario», pensó. «Pero, ¿qué hay de malo en ello? ¿No se paga a todo el mundo? ¿No hay que ganar el dinero necesario para vivir?»
—Antes dijiste que viniste aquí a comerciar en paz —dijo Toranaga—. ¿Por qué llevas tantos cañones y tanta pólvora y mosquetes y metralla?
—Nuestros enemigos españoles y portugueses son muy fuertes y poderosos, señor Toranaga. Tenemos que protegernos y…
—¿Quieres decir que vuestras armas son puramente defensivas?
—No. Las empleamos, no sólo para protegernos, sino también para atacar a nuestros enemigos.
—¿Qué es un pirata?
—Un hombre fuera de la Ley. Un hombre que roba, mata o saquea para su lucro personal.
—¿No es lo mismo que un mercenario? ¿No lo eres tú?
—No. La verdad es que mis barcos tienen patente de corso de las autoridades legales de Holanda para hacer la guerra en todos los mares dominados por nuestros enemigos. Y para buscar mercados para nuestros artículos. Para los españoles y la mayoría de los portugueses, somos piratas y herejes. Pero, repito, la verdad es que no lo somos.
El padre Alvito terminó de traducir y empezó a hablar directamente a Toranaga con voz suave pero firme.
Toranaga miró a Hiro-matsu y el viejo hizo algunas preguntas al jesuita, que contestó largamente. Después, Toranaga se volvió a Blackthorne y su voz se hizo aún más severa.
—Tsukku-san dice que los holandeses, los Países Bajos, eran vasallos del rey español hace pocos años. ¿Es esto cierto?
—Sí.
—Por consiguiente, vuestros aliados, los holandeses, se hallan en un estado de rebelión contra su soberano legal, ¿no?
—Sí. Pero hay circunstancias atenuantes…
—No hay «circunstancias atenuantes» cuando se trata de rebelión contra un soberano.
—A menos que se salga triunfante.
Toranaga lo miró fijamente. Después se echó a reír a carcajadas.
—Sí, señor extranjero de nombre impronunciable. Has nombrado la única circunstancia atenuante. —Rió otra vez, pero su regocijo se extinguió con la misma rapidez—. ¿Venceréis?
—Hai.
Toranaga habló de nuevo, pero el sacerdote no tradujo inmediatamente. Sonreía de un modo extraño, fijos los ojos en Blackthorne. Después, suspiró y dijo:
—¿Estás seguro?
—Sí. Decidle que sí. Estoy seguro. ¿Puedo explicar por qué?
El padre Alvito habló con Toranaga, mucho más de lo necesario para traducir esta sencilla pregunta. Toranaga habló a su vez sacándose un abanico de la manga.
El padre Alvito empezó a traducir de nuevo, con su delicada animadversión cargada de ironía:
—Sí, capitán, puedes explicar por qué crees que ganaréis esta guerra.
Blackthorne trató de aparentar confianza, aunque sabía que el sacerdote lo dominaba.
—En la actualidad somos los dueños de los mares de Europa… de la mayoría de los mares de Europa —se corrigió diciéndose que debía ceñirse a la verdad. Retorcerla un poco, como sin duda hacía el jesuita, pero decir la verdad—. Los ingleses destruimos dos grandes armadas hispano-portuguesas que pretendían invadirnos y no es probable que puedan organizar otras. Nuestra pequeña isla es una fortaleza y en ella estamos seguros. Nuestra marina domina el mar. Nuestros barcos son más veloces, más modernos y están mejor armados. Nuestros aliados holandeses están haciendo que se desangre el Imperio español. Venceremos porque tenemos el dominio del mar y porque el rey de España, en su vana arrogancia no quiere dejar libre a un pueblo extranjero.
—¿Domináis los mares? ¿También los nuestros, los que rodean nuestras costas?
—No, claro que no, Toranaga-sama. Me refería, naturalmente, a los mares de Europa. Aunque…
—Bien. Celebro que esto haya quedado aclarado. Decías que aunque…
—Aunque en todos los mares apartados de las costas, destruiremos pronto al enemigo —dijo Blackthorne, lisa y llanamente.
—Has dicho «al enemigo». ¿Somos acaso nosotros enemigos vuestros? En tal caso, ¿hundiríais nuestros barcos y asolaríais nuestras costas?
—No puedo concebir que seamos enemigos.
—Yo, sí. ¿Qué ocurriría entonces?
—Si vosotros atacaseis mi país, lo defendería y procuraría venceros —dijo Blackthorne.
—¿Y si tu jefe te ordenase atacarnos aquí?
—Le aconsejaría que revocara la orden. Enérgicamente. Y nuestra reina atendería a mis razones. Ella es…
—¿Os gobierna una reina y no un rey?
—Sí, señor Toranaga. Y nuestra reina es prudente. No daría, no podría dar una orden tan insensata.
—¿Y si lo hiciera ella u otro soberano?
—Entonces, encomendaría mi alma a Dios porque moriría en cualquier caso.
—Cierto que sí. Tú y todas tus legiones.
Toranaga hizo una breve pausa y después dijo:
—¿Cuánto tardaste en llegar aquí?
—Casi dos años. Exactamente, un año, once meses y dos días.
—¿Cómo viniste? ¿Por qué ruta?
—Por el estrecho de Magallanes. Si tuviera mis mapas y mis libros de ruta podría enseñárselos, pero me los robaron… Alguien se los llevó de mi barco, con mis patentes de corso y todos mis papeles. Si tú, señor…
Blackthorne se interrumpió al ver que Toranaga hablaba vivamente con Hiro-matsu, el cual parecía igualmente trastornado.
—¿Dices que tus papeles te fueron sustraídos, robados?
—Sí.
—Si es verdad, eso es terrible. En el Japón aborrecemos el robo. La pena del robo es la muerte. Este asunto será investigado inmediatamente. Parece increíble que un japonés haya hecho una cosa así, aunque, de vez en cuando, aparecen malvados bandidos y piratas.
—Tal vez los guardaron en alguna parte —dijo Blackthorne—. Pero son muy valiosos, señor Toranaga. Sin mis cartas marinas sería como un ciego en un laberinto. ¿Quieres que te explique mi ruta?
—Sí, pero más tarde. Primero dime por qué viniste de tan lejos.
—Vinimos para comerciar en paz —repitió Blackthorne dominando su impaciencia—. Para comerciar y volver a casa. Para enriqueceros y enriquecernos. Y tratar de…
—¿Enriqueceros y enriquecernos? ¿Qué es más importante?
—Ambas partes deben beneficiarse, naturalmente, y los tratos deben ser justos. Buscamos un comercio duradero…
Blackthorne se interrumpió al oírse fuertes voces fuera de la estancia. Hiro-matsu y la mitad de los guardias se dirigieron inmediatamente a la puerta, mientras los otros formaban una barrera ante el estrado.
Toranaga no se había movido. Dijo algo al padre Alvito.
—Venid conmigo, capitán Blackthorne, lejos de la puerta —dijo el padre Alvito disimulando un tono apremiante—. Si apreciáis en algo vuestra vida, no hagáis ningún movimiento brusco ni digáis nada.
Y se dirigió despacio a la puerta izquierda del fondo, sentándose junto a ella.
Blackthorne hizo una reverencia a Toranaga y se situó cautelosamente junto al sacerdote. Éste, con deliberada lentitud, se sacó un pañuelo de la manga y se secó el sudor de las manos. Había necesitado toda su práctica y su fortaleza para permanecer tranquilo durante el interrogatorio del hereje, que había sido peor de lo que él y el padre Visitador habían esperado.
—¿Tenéis que estar presente? —le había preguntado el padre Visitador la noche pasada.
—Toranaga me ha llamado especialmente.
—Creo que es muy peligroso para vos y para todos nosotros. Podríais excusaros por enfermedad. Si estáis allí tendréis que traducir lo que diga el pirata y, a juzgar por lo que escribe el padre Sebastião, es un diablo en la tierra, astuto como un judío.
—Será mejor que esté allí, Eminencia. Al menos, podré interceptar las mentiras menos evidentes de Blackthorne.
—¿Por qué ha venido? ¿Por qué precisamente ahora, cuando todo volvía a andar por buen camino? ¿Tienen realmente barcos en el Pacífico? Esto podría tener muy malas consecuencias para nosotros en Asia. Y si consigue hacerse escuchar por Toranaga, o por Ishido, o por cualquiera de los más poderosos daimíos… bueno, la cosa se pondría muy difícil.
—Blackthorne es una realidad. Afortunadamente, estamos en condiciones de hacerle frente.
—Casi creería que los españoles, o más probablemente sus descarnados lacayos, los franciscanos y los benedictinos, lo guiaron deliberadamente hasta aquí para fastidiarnos.
—Tal vez lo hicieron, Eminencia. Los monjes harían cualquier cosa Por destruirnos. Pero esto no es más que envidia, porque nosotros triunfamos donde ellos fracasan. ¡Seguro que Dios les hará ver el camino equivocado que siguen! Tal vez el inglés se «eliminará» él mismo antes de causar daños. Sus libros de ruta demuestran lo que es. ¡Un pirata y jefe de piratas!
—Leédselos a Toranaga, Martín. Las partes en que describe el saqueo de las indefensas colonias desde África hasta Chile y las listas del botín y de los muertos.
—Tal vez deberíamos esperar, Eminencia. Siempre podemos sacar a relucir los libros de ruta. Esperemos que se condene él mismo sin necesidad de mostrarlos.
El padre Alvito se enjugó de nuevo las palmas de las manos. Sentía los ojos de Blackthorne fijos en él. «¡Que Dios se apiade de ti! —pensó—. Te van a crucificar, incluso sin las pruebas contenidas en tus libros de ruta. ¿Deberíamos devolverlos al padre Sebastião para que los devolviera a su vez a Mura? ¿Qué haría Toranaga si los papeles no fuesen nunca descubiertos? No, esto sería demasiado peligroso para Mura.»
Se abrió la puerta del otro extremo del salón.
—El señor Ishido desea verte señor, —anunció Naga—. Inmediatamente, dice.
—Vosotros, volved a vuestros sitios —dijo Toranaga a sus hombres—. Naga-san, di al señor Ishido que siempre es bienvenido. Hazle pasar.
El hombre alto entró en el salón. Diez samurais —Grises— lo seguían, pero se quedaron en la puerta y, a una señal suya, se sentaron y cruzaron las piernas.
El padre Alvito bendijo su buena suerte por hallarse presente. El choque inminente entre los dos jefes rivales influiría mucho en el curso del Imperio y en el futuro de la Madre Iglesia en el Japón. Por consiguiente, cualquier indicio o información directa que pudiese ayudar a los jesuitas a decidir por quién debían inclinarse tenía una importancia inconmensurable. Ishido era budista Zen y anticristiano fanático. Toranaga era budista Zen y simpatizaba abiertamente con el cristianismo. Pero la mayoría de los daimíos cristianos apoyaban a Ishido temiendo el poder de Toranaga. Pensaban que si conseguía el poder absoluto aplicaría los decretos de expulsión del Taiko y aplastaría la verdadera fe. En cambio, si Toranaga era eliminado quedaría asegurada la sucesión, una sucesión débil, y la Madre Iglesia prosperaría.
Lo cierto era que, dadas las vacilaciones de los daimíos cristianos —y de los no cristianos—, nadie sabía de cierto cuál de los dos bandos era el más poderoso. Ni siquiera el padre Alvito, que era el europeo más informado del Imperio, sabía de cierto por qué bando se inclinarían los daimíos cristianos cuando estallara el conflicto abierto.
Toranaga bajó de su estrado.
—Bien venido, señor Ishido. Por favor, siéntate ahí —dijo señalando el único cojín del estrado—. Quiero que estés cómodo.
—No, gracias, señor Toranaga.
Ishido Kazunari era delgado, moreno y muy vigoroso, y tenía un año menos que Toranaga. Tenía a sus órdenes ochenta mil samurais, dentro y alrededor del castillo de Osaka, pues era comandante de la guarnición y, por lo tanto, comandante del cuerpo de guardia del Heredero, general en jefe de los Ejércitos del Oeste, conquistador de Corea, miembro del Consejo de Regencia y, oficialmente, Inspector General de todas las tropas del difunto Taiko constituidas legalmente por todos los ejércitos de todos los daimíos del reino.
—No, gracias —repitió—. No podría sentirme cómodo si tú no lo estás, ¿neh? Algún día aceptaré tu cojín, pero no ahora.
A pesar de la implícita amenaza de Ishido, Toranaga respondió amablemente:
—No podías llegar en momento más oportuno. Estaba acabando de interrogar al nuevo bárbaro. Tsukku-san, ten la bondad de decirle que se ponga de pie.
El sacerdote obedeció. Sintió, desde lejos, la hostilidad de Ishido. Además de ser anticristiano, Ishido se había mostrado siempre acérrimo partidario de cerrar el Imperio a todos los europeos.
Ishido miró a Blackthorne con marcado disgusto.
—Me habían dicho que era feo, pero no creía que lo fuese tanto. También se rumorea que es un pirata. ¿Es esto cierto?
—¿Puedes dudarlo? Y también es un embustero.
—Entonces, préstamelo un par de días antes de crucificarlo. Al Heredero le divertirá verlo cuando aún conserve la cabeza. —Ishido rió estruendosamente—. O tal vez podríamos enseñarle a bailar como un oso y podrías exhibirlo en todo el Imperio… «El Fenómeno del Este.»
Aunque era verdad que Blackthorne era el único que había venido de los mares orientales, Ishido aludía evidentemente a Toranaga, que dominaba las provincias del Este.
Pero Toranaga se limitó a sonreír como si no lo hubiese comprendido.
—Eres un humorista formidable, señor Ishido —dijo—. Pero creo que cuanto antes sea eliminado el bárbaro tanto mejor será. Es un hombre atrevido, arrogante e insolente. Es un fenómeno, sí, pero de escaso valor, y que en todo caso desconoce los buenos modales. Naga-san, destaca algunos hombres y que lo encierren con los delincuentes comunes. Tsukku-san, dile que les siga.
—Capitán, tenéis que seguir a esos hombres.
—¿Adónde me llevan?
El padre Alvito vaciló. Se alegraba de haber triunfado, pero su rival era valiente y tenía un alma inmortal que aún podía ser salvada.
—Van a encerrarte —dijo.
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé, hijo mío. Hasta que quiera el señor Toranaga.