Llegaron rápidamente a tierra. Blackthorne quiso ponerse al frente de la expedición, pero Yabú le quitó el sitio y marcó un paso rápido que resultaba difícil de seguir. Los otros seis samurais lo vigilaban de cerca. «No tengo ningún sitio adonde huir, estúpidos», pensó interpretando equivocadamente su actitud, mientras sus ojos reseguían automáticamente la bahía, buscando bajíos o arrecifes ocultos, midiendo distancias y tratando de fijar en su memoria todas las cosas importantes para una futura trascripción.
Cruzaron primero una playa pedregosa y subieron después una breve cuesta sobre unas rocas pulidas por el mar y llegaron a un sendero que se deslizaba peligrosamente a lo largo de la punta de tierra en dirección al sur. Había dejado de llover, pero seguía soplando el vendaval. Las olas chocaban contra las rocas de abajo llenando el aire de espuma. Pronto quedaron todos empapados.
Encima de ellos, el acantilado se elevaba a doscientos pies. Y el agua estaba a cincuenta pies debajo de ellos. El sendero subía y bajaba a lo largo de la cara del risco. Era peligroso y poco firme. Blackthorne avanzaba inclinado contra el viento y observó que Yabú tenía las piernas fuertes y musculosas. «Resbala, hijo de perra —pensó—. Resbala… y estréllate contra las rocas. ¿Te haría gritar esto? ¿Gritarías al fin?»
Haciendo un esfuerzo, dejó de mirar a Yabú y volvió a escrutar la orilla. Las ráfagas de viento y espuma arrancaban lágrimas de sus ojos. Las olas iban y venían, se encrespaban y rompían. Blackthorne sabía que había muy pocas probabilidades de encontrar a Rodrigues porque había demasiadas cuevas y grietas ocultas que nunca podría registrar. Pero había tenido que saltar a tierra para intentarlo. Debía este intento a Rodrigues. Todos los pilotos rezaban por morir en tierra y ser enterrados. Todos habían visto cadáveres hinchados en el mar, medio comidos por los peces o mutilados por los cangrejos.
Rodearon la punta de tierra y se detuvieron aliviados a sotavento. No hacía falta seguir. Si el cadáver no estaba a barlovento, estaría oculto o hundido o habría sido arrastrado hacia alta mar. A media milla de distancia, había un pueblecito de pescadores acurrucado en la playa blanca de espuma. Yabú hizo una seña a dos samurais. Éstos se inclinaron y corrieron hacia el pueblo. Yabú se enjugó la cara, miró a Blackthorne y ordenó el regreso. Blackthorne asintió con la cabeza y reemprendieron la marcha, precedidos de Yabú y con los otros samurais vigilando a Blackthorne con gran cuidado.
Entonces, cuando estaban a medio camino de regreso, vieron a Rodrigues.
El cuerpo estaba aprisionado en una grieta entre dos grandes rocas sobre las olas, pero lamido en parte por éstas. Tenía un brazo estirado hacia delante, y el otro, asido todavía al pedazo de remo, que se movía ligeramente con el flujo y el reflujo. Había sido este movimiento el que había llamado la atención a Blackthorne.
Sólo se podía bajar por el acantilado. Su altura era solamente de cincuenta o sesenta pies, pero era muy escarpado y casi no había ningún sitio donde apoyar los pies.
«¿Y la marea? —se preguntó Blackthorne—. La marea se lo llevará más adentro. ¡Horrible panorama! ¿Qué debo hacer?»
Se acercó más al borde. Yabú se puso inmediatamente a su lado moviendo la cabeza y los otros samurais lo rodearon.
«No hay nada que hacer —pensó—. Es demasiado peligroso. Volveremos con cuerdas al amanecer. Si aún está aquí, lo enterraremos.» Se volvió, de mala gana, y, al hacerlo, se desprendió el borde del sendero y él empezó a resbalar. Inmediatamente, Yabú y los otros lo agarraron y lo echaron hacia atrás, y entonces se dio cuenta de que lo único que buscaban era su seguridad. ¡Sólo trataban de protegerlo!
«¿Por qué quieren que no me pase nada? ¿Por Toranaga? Sí, pero quizá también porque no hay nadie más a bordo que pueda gobernar la nave. Por consiguiente, tengo poder sobre el barco, sobre el viejo daimío y sobre este bastardo. ¿Cómo puedo emplearlo?»
Se tranquilizó, les dio las gracias y miró hacia abajo.
—Tenemos que sacarlo de ahí, Yabú-san. ¡Hai! Y sólo podemos hacerlo por el acantilado. ¡Yo, Anjín-san, lo subiré!
—¡Iyé, Anjín-san! —dijo Yabú.
Blackthorne se irguió sobre Yabú.
—Si no quieres que vaya yo, Yabú-san, envía a uno de tus hombres. ¡O ve tú mismo! ¡Tú!
El viento rugía a su alrededor barriendo la cara de la roca. Yabú miró hacia abajo considerando la distancia y la luz, y Blackthorne comprendió que lo había pillado. «Has caído en la trampa —pensó—. Tu vanidad te ha traicionado. Si bajas, te harás daño. Pero, por favor, no te mates. Rómpete sólo una pierna o un tobillo. Y después, ahógate.»
Un samurai inició el descenso, pero Yabú lo mandó retroceder.
—Vuelve al barco y trae en seguida algunas cuerdas —le dijo.
El hombre echó a correr y Yabú se quitó las zapatillas. Descolgó los sables de su cinto y los puso a buen recaudo.
—Vigilad al bárbaro. Si algo le sucede, os haré sentar sobre vuestros propios sables.
—Por favor, deja que baje yo, Yabú-sama —dijo Takatashi—. Si te ocurriese algo, yo…
—¿Crees que puedes hacerlo mejor que yo?
—No, señor, claro que no.
—Bien.
—Pero al menos espera que lleguen las cuerdas. Si sufrieras algún daño, nunca me lo perdonaría —dijo Takatashi, que era un hombre bajo y robusto, de barba poblada.
«¿Por qué no esperar las cuerdas?», se preguntó Yabú.
Sería lo más sensato, sí, pero no lo más astuto. Miró al bárbaro y asintió brevemente con la cabeza. Sabía que éste le había desafiado. Lo había esperado. Y lo había deseado. «Por esto me ofrecí para esta misión, Anjín-san —pensó con secreta satisfacción—. En realidad, eres muy simple. Omi tenía razón.»
Yabú se despojó del empapado quimono y, cubierto sólo con su taparrabo, se acercó al borde del acantilado y lo tanteó con las suelas de sus tabi de algodón[2]. «Vale más que no me los quite —pensó—, pues así podré fijar mejor los pies… durante un rato. Necesitaré toda mi fuerza y toda mi habilidad para llegar vivo allá abajo. ¿Vale la pena?»
Durante la tormenta había subido a cubierta y sin que lo advirtiese Blackthorne había ocupado un sitio entre los remeros. Había decidido que era mejor morir al aire libre que asfixiarse allá abajo.
Mientras remaba con los otros bajo el viento frío, había observado a los capitanes. Y había comprendido claramente que en el mar el barco y todos los de a bordo estaban en poder de aquellos dos hombres que se hallaban en su elemento. Ninguno de los japoneses de la nave podían comparárseles. Y poco a poco había concebido un proyecto fantástico: barcos bárbaros modernos, llenos de samurais, pilotados por samurais, capitaneados por samurais, tripulados por samurais. Sus samurais.
Si tuviese tres barcos bárbaros para empezar podría dominar fácilmente las extensiones marinas entre Yedo y Osaka. Con una base en Izú podría estrangular todo el comercio, o autorizarlo. Casi todo el arroz y casi toda la seda. ¿No sería entonces árbitro entre Toranaga e Ishido? ¿No podría, al menos, equilibrar sus fuerzas?
«Ningún daimío tiene barcos ni pilotos. Yo tengo un barco… Bueno, lo tenía, pero puedo recuperarlo con astucia. Tengo un capitán y, por lo tanto, un instructor de capitanes… si puedo tenerle apartado de Toranaga. Y si puedo dominarlo. En cuanto se avenga a convertirse en mi vasallo, adiestraré a mis hombres. Y construirá barcos para mí… Pero ¿cómo hacer de él un verdadero vasallo?»
El pozo no quebrantó su ánimo.
«Ante todo, aislarlo y mantenerlo aislado, ¿no es esto lo que dijo Omi? Después podrán enseñarle buenos modales y a hablar en japonés. Sí. Omi es muy listo. Quizá demasiado… Pero pensaré en Omi más tarde. Ahora, ¿cómo dominar a un bárbaro, a un puerco cristiano? ¿Qué dijo Omi? “Aprecian la vida. Su divinidad, Jesucristo, enseñó que deben amarse los unos a los otros.” ¿Podría yo devolverle la vida? Salvarla sería buena cosa. ¿Cómo doblegarlo?»
Llevado de su entusiasmo, Yabú apenas había advertido el movimiento del barco y del mar. Una ola saltó sobre él. Vio que envolvía al capitán. Pero éste no mostró el menor temor. Yabú se quedó asombrado. ¿Cómo podía un hombre capaz de permitir que un enemigo se orinase en su espalda para salvar la vida a un vasallo insignificante, tener la fuerza de voluntad suficiente para olvidar tan terrible afrenta y permanecer allí, en el alcázar, desafiando a los dioses del mar como un héroe legendario para salvar a sus propios enemigos? Nunca lo comprendería.
En el borde del acantilado, Yabú miró hacia atrás por última vez. «¡Ah, Anjín-san, sé que piensas que voy a morir, que me has atrapado! Sé que tú no habrías bajado. Te observé de cerca. Pero yo me crié en las montañas, y aquí, en el Japón, trepamos por orgullo y por gusto. Por esto, bajaré ahora por mi propia voluntad, no por la tuya. Realizaré mi intento, y si muero nada se habrá perdido. Pero si triunfo sabrás que soy mejor que tú, desde tu punto de vista. Y si recupero el cadáver, estarás en deuda conmigo. ¡Serás mi vasallo, Anjín-san!»
Descendió por el cantil con gran habilidad, pero cuando estaba a mitad de camino, resbaló. Se agarró a un saliente con la mano izquierda y buscó una grieta con el pie. Pero ambos apoyos cedieron y cayó desde una altura de veinte pies.
Se preparó lo mejor que pudo y cayó sobre sus pies como los gatos tratando de agarrarse a la roca para amortiguar el golpe y se detuvo al fin como una bola jadeante. Cruzó los brazos sobre la cabeza, para protegerse del alud de piedras. Pero no cayó ninguna. Movió la cabeza para aclararse la mente y se levantó. Se había torcido un tobillo. Un dolor agudo subió por su pierna y empezó a sudar. Le sangraban los dedos de los pies y de las manos, pero esto era de esperar.
«No hay dolor. No sientes dolor. Levántate. El bárbaro te está observando.»
Un chorro de espuma cayó sobre él y el frío contribuyó a mitigar su dolor. Con mucho cuidado, se deslizó sobre las rocas cubiertas de algas y se introdujo en la grieta. Allí estaba el cuerpo del portugués.
De pronto, Yabú se dio cuenta de que el hombre estaba vivo. Después de asegurarse de esto, se sentó un momento. ¿Me conviene vivo o muerto? ¿Qué es lo mejor?
Al cabo de un instante, se levantó y gritó:
—¡Takatashi-san! ¡El capitán vive todavía! Ve al barco y trae una camilla y un médico, si es que hay alguno allí.
La respuesta de Takatashi llegó debilitada por el viento:
—Sí, señor.
Y dirigiéndose a sus hombres añadió:
—¡Vigilad al bárbaro! ¡Que no le ocurra nada!
Yabú contempló la galera, sonrió y miró de nuevo hacia arriba. Blackthorne se había acercado al borde del cantil y le gritaba algo en tono apremiante.
—¿Qué tratará de decirme? —se preguntó Yabú.
Vio que el capitán señalaba hacia el mar, pero no sacó nada en claro. El mar estaba encrespado, pero no se diferenciaba en nada de como estaba antes.
Por fin, Yabú renunció a comprender y volvió su atención a Rodrigues. Con dificultad, izó al hombre sobre las rocas, lejos del agua. La respiración del portugués era jadeante, pero su corazón parecía latir bien. Tenía muchas magulladuras. Un hueso roto asomaba a través de la piel de la pantorrilla izquierda. El hombro derecho parecía dislocado. Yabú miró si sangraba por alguna herida y vio que no. «Si no tiene alguna lesión interna, aún es posible que salve la vida», pensó.
El daimío había sido herido demasiadas veces y había visto demasiados muertos y heridos para no poder formular un diagnóstico con probabilidades de acertar. «Si abrigamos bien a Rodrigues y le damos saké y hierbas fuertes y baños calientes vivirá. Sí, quiero que este hombre viva. Si no puede andar, no importa. Tal vez sea mejor. Tendré un capitán suplente, pues es indudable que este hombre me debe la vida. Si el pirata no quiere colaborar, tal vez pueda servirme de éste. ¿Valdría la pena simular que me convierto al cristianismo? ¿Me atraería con ello a esos hombres?»
¿Qué haría Omi?
«Omi es muy listo, demasiado listo. Ve demasiadas cosas y demasiado aprisa. No puede dejar de ver que si yo faltara, su padre se convertiría en el jefe del clan, pues mi hijo es demasiado inexperto para valerse por sí solo. Y después de su padre, viene el propio Omi, ¿neh?¿Qué hacer con Omi? ¿Debo entregarlo al bárbaro, como un juguete?»
Oyó unos gritos excitados en lo alto. Y entonces comprendió lo que había estado señalando el bárbaro. ¡La marea! La marea subía rápidamente. Lamía ya su roca. Vio que la marca de la marea en el acantilado estaba a una altura mayor que la de un hombre.
Miró hacia el bote. Ahora estaba más cerca del barco. Y Takatashi corría bien por la orilla. Se dijo que las cuerdas no llegarían a tiempo.
Sus ojos escrutaron la zona con diligencia. No había manera de subir por el acantilado. Ninguna roca le ofrecía protección. Ninguna cueva. No sabía nadar y no había nada que pudiese emplear como una balsa.
«No hay escapatoria —pensó—. Tienes que morir. Prepárate.»
Volvió la espalda a los de arriba y se acomodó sobre la roca disfrutando de la enorme claridad que se había hecho en él. El último día, el último mar, la última luz, el último gozo, el último… todo. Empezó a pensar en la última poesía que compondría llevado por la costumbre. Se sintió afortunado. Tenía tiempo de pensar con claridad.
Blackthorne gritaba:
—¡Escucha, hijo de perra! ¡Busca una cornisa! Tiene que haber una cornisa en alguna parte.
Los samurais le cerraban el paso mirándolo como si estuviera loco. Estaban convencidos de que no había ninguna posibilidad de salvación y de que Yabú no hacía más que prepararse para una muerte digna, como harían ellos si se encontraran en su lugar.
—Mirad abajo. ¡Puede haber una cornisa!
Uno de ellos se acercó al borde, miró y se encogió de hombros. Habló con sus camaradas y éstos se encogieron también de hombros. Cada vez que Blackthorne trataba de acercarse al borde para buscar una salida, se lo impedían. Fácilmente habría podido empujar a uno de ellos y tentado estuvo de hacerlo. Pero les comprendía a ellos y sus problemas. «Tienes que encontrar la manera de ayudar a ese bastardo. Tienes que salvarlo para salvar a Rodrigues.»
—¡Eh, maldito, inútil y puerco japonés! ¡Eh, Kasigi Yabu! ¡No te rindas! ¡Sólo se rinden los cobardes! ¿Eres un hombre o un cordero?
Pero Yabú no le prestaba atención. Permanecía tan inmóvil como la roca sobre la que se había sentado.
Blackthorne le tiró una piedra, pero cayó en el agua sin que Yabú la viera. Los samurais gritaron, irritados. Blackthorne comprendió que podían caer sobre él en cualquier momento y atarlo. Pero ¿cómo? No tenían ninguna cuerda…
¡Una cuerda! ¿No podían hacer una cuerda?
Vio el quimono de Yabú y se puso a desgarrarlo haciendo tiras. Probó la resistencia y vio que la seda era muy fuerte.
—¡Vamos! —ordenó a los samurais quitándose la camisa—. Haremos una cuerda. ¿Hai?
Lo comprendieron. Rápidamente se despojaron de sus cintos y de sus quimonos y lo imitaron. Él empezó a anudar las tiras y los cintos.
Cuando tuvo la cuerda, se tendió cuidadosamente en el suelo y se deslizó, pulgada a pulgada, hacia el borde, haciendo que le sujetasen los pies para más seguridad. En realidad esto no hacía falta, pero él lo hacía para tranquilizarlos.
Asomó la cabeza y empezó a registrar la pared. Pero ésta aparecía lisa.
Volvió a mirar.
Nada.
Otra vez.
¿Qué era aquello? ¡Justo encima de la marca de la marea! ¿Una cornisa en el acantilado? ¿O era una sombra?
Blackthorne cambió de posición advirtiendo que la roca sobre la que se sentaba Yabú estaba a punto de ser cubierta por el mar. Ahora podía ver mejor, y señaló con el dedo.
—¡Allí! ¿Qué es aquello?
Uno de los samurais se puso a gatas y siguió la dirección del dedo de Blackthorne, pero no vio nada.
—¡Allí! ¿No es una cornisa?
Con las manos y los dedos, imitó una cornisa con un hombre de pie sobre ella y otro hombre sobre su espalda.
—¡De prisa! ¡Isogi! ¡Explicadlo a Kasigi Yabú-sama! ¿Wakarimasu ka?
El hombre se levantó y habló rápidamente a los otros y éstos miraron a su vez y vieron la cornisa. Se pusieron a gritar. Yabú permaneció inmóvil, como petrificado.
Entonces, uno de ellos habló a los otros y todos asintieron y se inclinaron. Él correspondió a su saludo. Y lanzando de pronto un grito de ¡Bansaiiiiii!, se arrojó al precipicio y se estrelló. Yabú salió violentamente de su trance, miró a su alrededor y se puso de pie.
Blackthorne sólo veía ahora el cuerpo destrozado que yacía allá abajo. Se preguntó qué clase de hombres eran aquéllos. Aquel hombre se había suicidado para llamar la atención a otro hombre que había renunciado a vivir. ¡Aquello no tenía sentido!
Vio que Yabú, medio a rastras, medio deslizándose, arrastraba al inconsciente Rodrigues hasta el pie del acantilado. Encontró la cornisa, que apenas tenía un pie de anchura. Con grandes esfuerzos, izó a Rodrigues sobre ella y se encaramó después.
La cuerda era corta. Rápidamente, los samurais le añadieron sus taparrabos. Ahora, si Yabú se ponía de pie, podría cogerla por la punta.
Blackthorne, a pesar de su odio, tuvo que admirar el valor de Yabú. Media docena de veces, las olas estuvieron a punto de arrastrarlo. En dos ocasiones, Rodrigues cayó y Yabú lo subió de nuevo, manteniendo su cabeza fuera del agua. Blackthorne tuvo que confesarse que él le habría abandonado mucho antes. «¿De dónde sacas tu valor, Yabú? ¿Eres acaso un engendro del diablo?»
Durante casi una hora, Yabú luchó contra el mar y contra su propio agotamiento y después, al ponerse el sol, llegó Takatashi con las cuerdas.
Rodrigues fue izado rápidamente. Un japonés de cabeza rapada se arrodilló junto a él. Blackthorne observó al hombre, que era por lo visto médico, mientras examinaba la pierna rota. Después, un samurai sujetó los hombros de Rodrigues y el médico cargó todo su peso sobre el pie del herido, de modo que el hueso volvió a hundirse bajo la carne. Palpó con los dedos, colocó el hueso en su sitio y ató unas tablillas a la pierna poniendo un apósito de hierbas de feo aspecto sobre la herida.
Entonces, subieron a Yabú.
El daimío rechazó todo auxilio indicando al médico que siguiese con Rodrigues. Se sentó, y esperó.
Blackthorne lo miró.
Yabú sintió su mirada y lo miró a su vez fijamente.
—Gracias —dijo Blackthorne al fin señalando a Rodrigues—. Gracias por haberle salvado la vida, Yabú-san.
Hizo una profunda reverencia.
«Esto es por tu valor, maldito hijo de perra.»
Yabú se inclinó también, con rigidez. Pero sonrió para sus adentros.