CAPÍTULO VIII

—¿Qué te parece, inglés?

—Creo que habrá tormenta.

—¿Cuándo?

—Antes de que se ponga el sol.

Era casi mediodía y estaban en el alcázar de la galera bajo un cielo de nubes grises. Era un segundo día de navegación.

—Si el barco fuese tuyo, ¿qué harías?

—¿Cuándo llegamos al punto de destino? —preguntó Blackthorne.

—Después de anochecer.

—¿A qué distancia está la tierra más próxima?

—A cuatro o cinco horas de aquí, inglés. Pero, si buscamos un refugio perderemos medio día, y no puedo permitírmelo. ¿Qué harías tú?

Blackthorne reflexionó un momento. Durante la primera noche la galera había navegado junto a la costa oriental de la península de Izú, ayudada por la gran vela del mástil de en medio. Pero, después, Rodrigues había salido al mar abierto, con rumbo al cabo Shinto, a doscientas millas de distancia.

—Normalmente —le había dicho Rodrigues—, vamos costeando para más seguridad. Pero ahora el tiempo es importante. Hay una recompensa para mí si llegamos pronto. —Y cambiando de tema—: El libro de ruta que te robaron, quiero decir el portugués… ¿de quién era?

—No lo sé. No había ningún nombre en él, ninguna firma.

—¿Quién te lo dio?

—El jefe mercader de la «Compañía Holandesa de la India Oriental».

—¿Dónde lo obtuvo él?

Blackthorne se encogió de hombros y Rodrigues se echó a reír sin ganas.

—Bueno, nunca esperé que me lo dijeras… pero espero que el que lo robó y vendió arda eternamente en el infierno.

—¿Eres empleado de Toranaga, Rodrigues?

—No. Sólo estaba de visita en Osaka. Es un favor que le hago a Toranaga. Yo soy capitán de…

Rodrigues se interrumpió.

—Siempre me olvido de que eres mi enemigo, inglés.

—Portugal e Inglaterra fueron aliados durante siglos.

—Pero no ahora. Vete abajo, inglés. Estás cansado, y yo también lo estoy, sobre todo de ver los errores de los hombres. Cuando hayas reposado, vuelve a cubierta.

Blackthorne había bajado al camarote del capitán y se había tumbado en la litera. El libro de ruta de Rodrigues estaba sobre el pupitre clavado en el mamparo. Estaba forrado de cuero y muy gastado, pero Blackthorne no lo abrió.

—¿Por qué lo dejas ahí? —había preguntado a Rodrigues.

—Porque, si no lo hubiera dejado aquí, tú lo buscarías. En cambio, ahora no lo tocarás ni lo mirarás sin mi permiso. Eres capitán de barco, no un panzudo mercader ni un soldado ladrón.

—Lo leeré. Tú lo harías.

—No sin permiso, inglés. Ningún capitán lo haría. ¡Ni siquiera yo!

Blackthorne había observado un momento el libro y después había cerrado los ojos. Durmió profundamente todo el día y parte de la noche y se despertó antes del amanecer como de costumbre. Le costaba acostumbrarse al movimiento de la galera y al sonido del tambor que marcaba el ritmo a los remeros. Permaneció cómodamente en la oscuridad, con los brazos cruzados debajo de la cabeza. Pensó en su propio barco y alejó la preocupación de lo que pasaría cuando arribasen a Osaka. «Cada cosa a su tiempo. Piensa en que, si todos los portugueses son como Rodrigues, tienes una buena oportunidad. Los capitanes de barco no son enemigos, ¡y al diablo todo lo demás! Pero tú eres inglés, un hereje, un Anticristo. Los católicos son dueños de este mundo. Lo eran. Ahora, nosotros y los holandeses los aplastaremos. ¡Qué tonterías! Yo habría debido nacer católico. Fue sólo el destino quien llevó a mi padre a Holanda y allí conoció a una mujer, Anneke van Droste, con la que se casó. Ella le abrió los ojos y me alegro. Como me alegro de tener abiertos los míos.»

Entonces, había subido a cubierta. Rodrigues estaba en su silla, con los ojos enrojecidos por el sueño, y dos marineros japoneses estaban al timón, igual que antes.

—¿Cómo te encuentras, inglés?

—Descansado. ¿Puedo relevarte? —dijo Blackthorne mientras Rodrigues lo sopesaba con la mirada—. Te despertaré si cambia el viento o pasa cualquier cosa.

—Gracias, inglés. Sí, dormiré un poco. Mantén este rumbo. Cuando se agote la arena del reloj, gira cuatro grados al Oeste, y al cambio siguiente, seis grados más al Oeste. Tendrás que señalar los nuevos rumbos a los timoneles. ¿Wakarimasu ka?

¡Hai! —rió Blackthorne—. Cuatro puntos al Oeste. Vete abajo, capitán. Tu litera es muy cómoda.

Pero Vasco Rodrigues no bajó. Sólo se ciñó más su traje de marino y se hundió más en la silla. En el momento en que había que volver el reloj de arena, se despertó, comprobó el cambio de rumbo sin moverse y se durmió de nuevo.

Hiro-matsu y Yabú subieron a cubierta durante la mañana. Blackthorne advirtió su sorpresa cuando vieron que él gobernaba el barco y Rodrigues estaba durmiendo. No le dijeron nada, sino que continuaron su conversación y, al cabo de un rato, volvieron abajo.

Cerca del mediodía, Rodrigues se levantó de la silla y miró al Noroeste, oliendo el viento y aguzando todos sus sentidos. Los dos hombres estudiaron el mar, el cielo y las nubes que se estaban acumulando.

—¿Qué harías, inglés, si este barco fuera tuyo? —repitió Rodrigues.

—Correría hacia la costa, si supiese dónde está. Hacia el punto más próximo. Esta embarcación no admite mucha agua y se está preparando una tormenta para dentro de unas cuatro horas.

—No puede ser tai-fun —murmuró Rodrigues.

—¿Qué?

Tai-fun. Son vientos muy fuertes, como jamás los hayas visto. Pero no estamos en la estación de los tai-fun.

—¿Cuándo es?

—No ahora, enemigo —rió Rodrigues—. Pero la tormenta puede ser bastante fuerte, por lo que seguiré tu consejo.

Blackthorne señaló el nuevo rumbo y el timonel hizo girar limpiamente la embarcación. Rodrigues dijo:

—Ahora, iré abajo y prepararé un poco de comida.

—¿También sabes cocinar?

—En el Japón, todo hombre civilizado tiene que saber cocinar o enseñar a esos monos a hacerlo si no quiere morirse de hambre. Ellos sólo comen pescado crudo o verduras crudas sazonadas con vinagre aromatizado. Pero la vida puede ser buena si uno sabe cómo hay que tomarla.

Rodrigues bajó a su camarote. Cerró la puerta y comprobó minuciosamente la cerradura de su arca. El cabello que había colocado allí seguía en su sitio. Y otro cabello, igualmente invisible para cualquiera que no fuese él, continuaba sobre la tapa de su libro de ruta.

«Ninguna precaución está de más en este mundo —pensó Rodrigues—. ¿Hay algún mal en que él sepa que soy el capitán de la Nao del Trato, que es este año el gran Barco Negro de Macao? Quizá. Porque entonces tendría que explicarle que es un monstruo marino, uno de los barcos más ricos y más grandes del mundo, de más de seiscientas toneladas. Podría caer en la tentación de hablarle de su cargamento, del comercio y de Macao, y de muchas cosas interesantes que son muy reservadas, reservadas y secretas. Y nosotros estamos en guerra contra los holandeses y los ingleses.»

Abrió la bien engrasada cerradura y sacó un libro de ruta particular para comprobar la posición del puerto más próximo, y sus ojos tropezaron con el paquete sellado que le había dado el padre Sebastião un poco antes de zarpar de Anjiro.

«¿Contiene acaso los libros de ruta del inglés?», se preguntó una vez más.

Sopesó el paquete y contempló los sellos del jesuita sintiendo la tentación de romperlos y examinar el contenido. Blackthorne le había dicho que la flotilla holandesa había ido por el estrecho de Magallanes y no le había aclarado gran cosa más. «Esos ingleses preguntan mucho y hablan poco —pensó—. Y ése es inteligente, astuto y peligroso. ¿Son éstos sus libros de ruta o no lo son? Si lo son, ¿de qué les sirven a los santos padres?»

Se estremeció pensando en los jesuitas y los franciscanos y los dominicos y en todos los curas y en la Inquisición. Había curas buenos y curas malos, pero incluso los malos eran sacerdotes. «La Iglesia ha de tener sacerdotes para que intercedan por nosotros, pues sin ellos seríamos ovejas perdidas en un mundo satánico. ¡Oh, Virgen santa, protégeme de todo mal y de los malos sacerdotes!»

Rodrigues estaba en su camarote con Blackthorne, en Anjiro, cuando se había abierto la puerta y había entrado el padre Sebastião, sin pedir permiso. Habían estado comiendo y bebiendo, y las sobras de la comida estaban aún en los tazones de madera.

—¿Compartís el pan con los herejes? —le había preguntado el sacerdote—. Es peligroso comer con ellos. Pueden contaminar. ¿Os dijo que es un pirata?

—Es de buen cristiano mostrarse caballeroso con los enemigos, padre. Cuando estuve en sus manos fueron buenos conmigo. No hago más que devolver su caridad. Y ahora, ¿qué deseáis?

—Quiero ir a Osaka. En este barco.

—Lo preguntaré en seguida.

La petición había llegado hasta Toda Hiro-matsu el cual había respondido que Toranaga no le había dado orden de llevar a un sacerdote extranjero desde Anjiro y que, por tanto, lamentaba no poder acceder a su deseo.

Entonces, el padre Sebastião había querido hablar en privado con Rodrigues y había sacado el paquete sellado.

—Quisiera que entregaseis esto al padre Visitador.

—No sé si su Eminencia estará todavía en Osaka cuando yo llegue —dijo Rodrigues porque no le gustaba servir de recadero de los secretos de los jesuitas.

—En tal caso, entregadlo al padre Alvito. Pero hacedlo en propia mano.

—Muy bien —había dicho él.

Ahora, en el camarote, dejó el paquete resistiendo la fuerte tentación. ¿Por qué el padre Alvito? El padre Martín Alvito era un gran negociante y había sido intérprete personal del Taiko durante muchos años y, por consiguiente, tenía buena amistad con la mayoría de los daimíos influyentes. El padre Alvito viajaba continuamente entre Nagasaki y Osaka y era uno de los pocos hombres, y el único europeo, que había podido acercarse al Taiko en todo momento. Ahora era el mediador portugués más influyente cerca del Consejo de Regencia, y de Ishido y Toranaga en particular.

«Suerte que los jesuitas han puesto a uno de sus hombres en una posición tan vital —pensó Rodrigues—. Ciertamente, si no hubiese sido por la Compañía de Jesús la invasión de la herejía no se habría detenido».

«¿Por qué pienso constantemente en los curas? —se preguntó luego en voz alta—. Esto me pone nervioso. Sí, pero, ¿por qué el padre Alvito? Si el paquete contiene los libros de ruta, ¿va destinado a uno de los daimíos cristianos, Ishido o Toranaga, o bien a Su Eminencia el padre Visitador? ¿O serán los libros de ruta enviados a Roma para los españoles? ¿Por qué el padre Alvito? ¿Por qué no me ha dicho el padre Sebastião que lo entregue a cualquiera de los otros jesuitas? ¿Y para qué quiere Toranaga al inglés? Sé que debería matarlo. Es un enemigo, es un hereje. Pero hay algo más. Tengo la impresión de que el inglés es un peligro para todos nosotros. Pero, ¿por qué? Es un marino, un gran marino. Fuerte. Inteligente. Es un buen hombre. Entonces, ¿de qué tengo miedo? Tengo miedo de él. ¿Qué debo hacer? ¿Dejarlo en las manos de Dios? Se acerca la tormenta, y será mala. ¡Maldita sea mi torpeza! ¿Por qué no sé nunca lo que he de hacer?»

La tormenta llegó antes de ponerse el sol y los pilló en alta mar. La tierra estaba a diez millas de distancia. La bahía a la que se dirigían era bastante segura. No había que salvar escollos ni bajíos, pero diez millas eran diez millas y el mar se encrespaba de prisa, agitado por el viento cargado de lluvia.

El ventarrón soplaba del Nordeste, sobre la banda de estribor. Ellos habían puesto rumbo al Noroeste, de modo que las olas les pillaban casi siempre de lado, agitando fuertemente la embarcación, que tan pronto se hallaba en la sima como en la cresta. La galera tenía poco calado y estaba construida para navegar velozmente en aguas tranquilas, y aunque sus remeros eran buenos y muy disciplinados, les resultaba difícil sumergir los remos y mantener el ritmo.

—Tendrás que guardar los remos y navegar a favor del viento —gritó Blackthorne.

—Tal vez, pero todavía no.

Ambos se habían sujetado con cuerdas de seguridad atadas a la bitácora y se alegraban de haberlo hecho, pues la embarcación cabeceaba y oscilaba terriblemente. Y también se agarraban a la borda.

Hasta entonces no había entrado agua en la galera. Pero iba muy cargada y navegaba más hundida de lo que ellos habrían deseado. Rodrigues había dispuesto bien las cosas durante las horas de espera. Se habían cerrado bien las escotillas y los hombres habían sido avisados. Hiro-matsu y Yabú habían dicho que permanecerían abajo durante un tiempo y que subirían después a cubierta. Rodrigues se había encogido de hombros y les había dicho claramente que sería muy peligroso. Estaba seguro de que no lo habían comprendido.

—¿Qué harán? —le había preguntado Blackthorne.

—¡Quién sabe! De lo único que puedes estar seguro es de que no llorarán de miedo.

Los remeros de la línea superior trabajaban de firme. Normalmente, había dos hombres para cada remo, pero Rodrigues había ordenado que fuesen tres, para dar más impulso, seguridad y velocidad a la embarcación. Otros esperaban abajo para relevarles cuando se diese la orden. El capitán de remeros era un hombre experimentado y su ritmo era pausado, acompasado con las olas. La galera seguía avanzando, aunque su oscilación se hacía más pronunciada a cada instante y su recuperación era más lenta. Después, las ráfagas de viento se hicieron erráticas y el capitán de remeros perdió el compás.

—¡Cuidado al frente! —gritaron casi al mismo tiempo Blackthorne y Rodrigues.

La galera osciló violentamente, veinte remos golpearon el aire en vez del agua y se hizo el caos a bordo. Una enorme ola saltó sobre la borda de babor. La nave vaciló.

—¡Adelante! —ordenó Rodrigues—. ¡Haz que retiren la mitad de los remos de cada lado! ¡De prisa! ¡De prisa!

Blackthorne sabía que sin su cuerda de segundad podía ser arrastrado fácilmente por el agua. Pero había que retirar los remos o estaban perdidos.

Deshizo el nudo y se deslizó sobre la cubierta resbaladiza y la corta escalera que conducía a la cámara principal de los remeros. De pronto, la galera giró y él se vio arrastrado hacia el lado más bajo. La borda estaba sumergida y un hombre cayó al agua. Blackthorne pensó que también iba a caer.

Pudo agarrarse a la borda con una mano, sus tendones sufrieron un enorme tirón, pero aguantaron. Asió la barandilla con la otra mano y se izó sobre cubierta, dando gracias a Dios y pensando que acababa de gastar su novena vida. Alban Caradoc decía siempre que un buen piloto tenía que ser como un gato con la diferencia de que debía tener al menos diez vidas en vez de siete.

Miró el alcázar y maldijo a Rodrigues por haber soltado la rueda del timón. Rodrigues agitó la mano, señalando algo, y gritó, pero su grito fue ahogado por la borrasca. Blackthorne vio que su rumbo había cambiado. Ahora casi navegaban a favor del viento, y comprendió que el viraje había sido deliberado. «Muy bien hecho —pensó—. Esto nos dará un respiro para organizarnos, pero el muy bastardo podía haberme avisado. No me gusta perder vidas innecesariamente.»

La bahía estaba ya más cerca, pero aún parecía hallarse a un millón de millas de distancia. El cielo estaba negro hacia el Nordeste. La lluvia los azotaba y las ráfagas se hacían más fuertes. En el Erasmus, Blackthorne no se habría preocupado. Habrían podido llegar a puerto fácilmente o reemprender tranquilamente su ruta hacia el destino fijado. Su barco estaba construido y pertrechado para capear temporales. Pero aquella galera, no.

—¿Qué piensas, inglés?

—Que harás lo que quieras con independencia de lo que yo pueda pensar —gritó Blackthorne—. Pero la galera no admite mucha agua y nos hundiremos como una piedra. Y la próxima vez que me mandes hacia la proa, procura no virar de pronto, si quieres que lleguemos a puerto los dos.

—Fue la mano de Dios, inglés. Una ola la hizo girar.

—Casi me tiró por la borda.

—Ya lo vi.

Blackthorne calculaba la derivación del barco.

—Si mantenemos este rumbo, no llegaremos nunca a la bahía. Pasaremos por delante del cabo a más de una milla.

—Me dejaré llevar por el viento. Después, en el momento oportuno, viraremos hacia la costa. ¿Sabes nadar?

—Sí.

—Bien. Yo no aprendí. Demasiado peligroso. Vale más ahogarse de prisa que despacio, ¿no? —dijo Rodrigues estremeciéndose involuntariamente—. ¡Virgen Santísima, protégeme contra una tumba de agua! Este maldito barco tendrá que permanecer al abrigo durante la noche. No hay más remedio. Mi olfato me dice que si cambiamos de rumbo se hundirá. Llevamos demasiada carga.

—¡Aligéralo! Tira el cargamento por la borda.

—El rey Hiro-matsu no lo consentirá. Tiene que llegar con la carga o quedarse en el camino.

—Pregúntaselo.

—¡Virgen Santa! ¿Eres sordo? ¡Ya te lo he dicho! ¡Nunca lo aceptaría!

Rodrigues se acercó al timonel y se aseguró de que mantendría el rumbo a favor del viento.

—¡Vigílales, inglés! Quedan a tu cargo.

Se desató la cuerda de seguridad y se dirigió a la escalera con paso firme. Los remeros lo miraron fijamente cuando se acercó a su capitán y le explicó, con señas y con palabras, el plan que había imaginado. Hiro-matsu y Yabú subieron a cubierta. El capitán de remeros les explicó el plan. Los dos estaban pálidos, pero permanecieron impasibles y no vomitaron. Miraron hacia la costa a través de la lluvia, se encogieron de hombros y volvieron abajo.

Blackthorne contempló la bahía a babor. Sabía que el plan era peligroso. Tenían que esperar hasta haber pasado la más próxima punta de tierra, virar hacia el Noroeste y remar con fuerza por sus vidas. La vela no serviría de nada. Sólo podían confiar en la fuerza de sus brazos. El lado sur de la bahía estaba lleno de escollos y arrecifes. Si calculaban mal el tiempo, serían lanzados contra aquella costa y naufragarían.

—¡Ven, inglés! —le llamó el portugués.

Blackthorne obedeció.

—Quédate aquí. Si el capitán de remeros lleva mal el ritmo o lo perdemos, encárgate de esto. ¿De acuerdo?

—Nunca goberné uno de estos barcos. Pero lo intentaré.

Rodrigues miró hacia tierra. La punta aparecía y desaparecía en la cortina de lluvia. Las olas crecían y empezaban a cubrirse de espuma. La carrera entre los dos cabos parecía fatídica. Sería algo endiablado. Escupió y tomó su decisión.

—Ve a popa, inglés. Cuando te dé la señal, pon rumbo Oeste-Noroeste. Hacia aquella punta. ¿La ves?

—Sí.

—¿Esperarás mis órdenes y las obedecerás?

—Bueno, ¿quieres que tome el timón, o no?

Rodrigues sabía que estaba atrapado.

«Tengo que confiar en ti, inglés, y no me gusta nada. Ve a popa.»

Vio que Blackthorne leía en sus pensamientos y se alejaba. Entonces, cambió de idea y le gritó:

—¡Eh, pirata arrogante, ve con Dios!

Llegaron a puerto, pero sin Rodrigues. Éste fue arrastrado por una ola al romperse su cuerda de seguridad.

La embarcación estaba a punto de ponerse a salvo cuando llegó del norte la enorme ola. Había perdido ya al capitán japonés. Blackthorne vio cómo arrastraba a Rodrigues y cómo él se debatía en el mar alborotado. La tormenta y la marea los había arrastrado hacia el sur de la bahía y estaban casi sobre las rocas presintiendo todos que el barco iba a naufragar.

Blackthorne arrojó un salvavidas de madera a Rodrigues. El portugués trató de alcanzarlo, pero el mar lo puso fuera de su alcance. Un remo se rompió y salió despedido en su dirección y Rodrigues trató de agarrarse a él. La lluvia caía a raudales y lo último que vio Blackthorne de Rodrigues fue un brazo junto al remo roto y, frente a ellos, la rompiente de las olas contra la atormentada costa. Habría podido saltar al agua y nadar hacia él y quizá salvarlo. Tal vez habría estado aún a tiempo, pero su primer deber era salvar su barco, y su barco estaba en peligro.

La ola se había llevado también a algunos remeros y otros corrían a llenar los sitios vacíos. Un piloto soltó valientemente su cuerda de segundad, saltó a proa y volvió a marcar el ritmo con el tambor.

¡Isogiiii! —gritó Blackthorne recordando la palabra—. ¡Vamos, bastardos, remad!

La galera estaba en las rocas, o, al menos, las rocas estaban a popa, a babor y a estribor. Los remos se hundían en el agua y empujaban con fuerza, pero la embarcación no avanzaba. El viento y la corriente la empujaban perceptiblemente hacia atrás.

—Vamos, ¡remad, bastardos! —volvió a gritar Blackthorne marcando el ritmo con la mano.

Su energía se contagió a los remeros.

Primero resistieron al mar. Después lo vencieron.

La embarcación se alejó de las rocas. Blackthorne mantuvo el rumbo a sotavento y pronto se hallaron en aguas más tranquilas. Seguía soplando el viento, pero lo hacía por encima de ellos. Continuaba el temporal, pero rugía sobre el mar.

—¡Soltad el ancla de estribor!

Nadie entendió sus palabras, pero todos supieron lo que quería decir. El ancla se deslizó junto al costado de la nave.

—¡Soltad el ancla de babor!

Cuando el barco estuvo asegurado, miró hacia popa.

La línea abrupta de la costa apenas podía verse a través de la lluvia. Contempló el mar y consideró las posibilidades.

«El libro de ruta del portugués está abajo —pensó—. Puedo llevar el barco hasta Osaka.» Y podría regresar a Anjiro.

Hizo una seña llamando al piloto que se acercó corriendo. Los dos timoneles se habían derrumbado, con los brazos y las piernas casi descoyuntados. Los remeros parecían cadáveres, caídos sobre los remos. Otros subían fatigosamente para ayudarles. Hiro-matsu y Yabú, ambos muy conmocionados, necesitaron auxilio para subir a cubierta, pero una vez en ella se irguieron con su arrogancia de daimíos.

—¿Hai, Anjín-san? —preguntó el piloto.

Era un hombre de edad madura, de dientes fuertes y blancos y cara redonda y curtida por la intemperie. Tenía una mancha lívida en la mejilla, de una vez que una ola le había lanzado contra la borda.

—Lo has hecho muy bien —dijo Blackthorne pensando que aunque el otro no comprendiese sus palabras entendería su tono y su sonrisa—. Sí, muy bien. Ahora, serás capitán-san de los remeros. ¿Wakarimasu? ¡Tú, capitán-san!

El hombre lo miró boquiabierto, y después se inclinó para disimular su asombro y su satisfacción.

Wakarimasu, Anjín-san. Hai. Arigato goziemashita.

—Escucha, capitán-san —dijo Blackthorne—. Da de comer y de beber a los hombres. Comida caliente. Pernoctaremos aquí.

Y con señas hizo que lo comprendiera.

Inmediatamente, el hombre se volvió y gritó con nueva autoridad. Y los marineros lo obedecieron presurosos. «Ojalá supiese hablar tu lengua bárbara —pensó—. Entonces podría darte las gracias, Anjín-san, por haber salvado el barco y la vida de nuestro señor Hiro-matsu. Tu magia nos dio nueva fuerza. Sin tu magia, habríamos naufragado. Puedes ser un pirata, pero eres un gran marino, y mientras seas capitán te obedeceré a ciegas.»

Blackthorne miraba sobre la borda. El fondo del mar estaba oscuro. Hizo unos cálculos mentales y cuando estuvo seguro de que las anclas no se habían deslizado y de que el mar era seguro dijo:

—Lanzad el bote al agua. Y dadme un buen remero.

Las señas con que acompañó sus palabras hicieron que éstas fuesen comprendidas y obedecidas en el acto.

A punto estaba de bajar por la escala cuando una voz ronca lo detuvo. Miró a su alrededor. Hiro-matsu estaba allí, y Yabú estaba a su lado. Ambos permanecían impasibles como si no sintieran sus contusiones ni la frialdad del viento. Blackthorne hizo una reverencia cortés.

—¿Hai, Toda-sama?

Volvieron a sonar palabras roncas y el viejo señaló el bote con su sable y movió la cabeza.

—¡Rodrigu-san allí! —dijo Blackthorne, señalando hacia la costa del sur—. ¡Iré a ver!

¡Iyé! —dijo Hiro-matsu moviendo otra vez la cabeza y añadiendo un largo discurso, que era ostensiblemente una negativa a causa del peligro.

—Yo soy el Anjín-san de este cochino barco y si quiero ir a tierra, iré. —Blackthorne hablaba en tono cortés, pero firme, y era también evidente lo que quería decir—. Sé que el bote no aguantaría en ese mar. ¡Hai! Pero iré por aquel punto. ¿Lo ves, Toda Hiro-matsu-sama? Junto a aquella roca pequeña. No tengo ganas de morir ni puedo escapar a ninguna parte. Quiero el cuerpo de Rodrigu-san.

Y pasó una pierna sobre la borda. Hiro-matsu estaba ante un dilema. Comprendía los deseos del pirata de recoger el cuerpo de Rodrigu-san, pero era peligroso ir allí, y el señor Toranaga había ordenado que le llevase el pirata sano y salvo. También era evidente que el hombre estaba decidido a ir.

Lo había visto durante la tormenta, plantado en el puente como un kami maligno del mar, impertérrito, como si el temporal fuese su elemento, y había pensado con aprensión que sería mejor tener a aquel hombre y a todos los bárbaros como él en tierra, donde se podía hacerle frente. En el mar estarían siempre en su poder.

Podía ver que el pirata estaba impaciente.

«Son insultantes —se dijo—. Pero incluso así debo estar agradecido. Todos dicen que gracias a ti hemos llegado a puerto, que Rodrigues había perdido el control y nos alejaba de tierra y que tú conservaste el rumbo. Sí. De habernos adentrado en el mar, habríamos naufragado con toda seguridad, y yo habría incumplido las órdenes de mi señor. ¡Líbrame de ello, oh Buda!»

—¡Quédate donde estás, Anjín-san! —dijo en voz alta señalando con la vaina de su sable para mayor claridad, y admirando hasta cierto punto el fuego helado que brillaba en los ojos del hombre.

Cuando estuvo seguro de que el otro le había comprendido, miró a su piloto.

—¿Dónde estamos? —preguntó—. ¿De quién es este feudo?

—No lo sé, señor. Creo que estamos en algún lugar de la provincia de Ise. Podemos enviar a alguien a tierra, para que vaya a informarse en la aldea más próxima.

—¿Podrías llevarnos a Osaka?

—Sólo navegando muy cerca de la costa, señor, y con lentitud y mucha precaución. No conozco estas aguas y no podría garantizar tu seguridad. Ni yo, ni nadie de a bordo, tenemos los conocimientos necesarios, salvo ese capitán. En mi opinión, deberías ir por tierra. Podríamos conseguir caballos o palanquines.

Hiro-matsu movió la cabeza, irritado. Ni pensar en ir por tierra. Tardarían demasiado —el camino era montañoso y había pocas carreteras— y tendrían que pasar por muchos territorios dominados por aliados de Ishido, el enemigo. Por si esto fuera poco, había también numerosos grupos de bandidos que infestaban los pasos, lo cual significaba que tendría que llevar consigo a todos sus hombres. Cierto que podría abrirse paso entre los bandidos, pero nunca podría impedir que se lo cerrasen Ishido o sus aliados. Y él tenía orden de entregar el cargamento, el bárbaro y Yabú rápidamente y en buen estado.

—¿Cuánto tardaríamos si siguiésemos la costa?

—No lo sé, señor. Cuatro o cinco días, o tal vez más. Y me sentiría inseguro. Yo no soy capitán… Lo siento.

«Lo cual quiere decir —pensó Hiro-matsu— que necesito la colaboración de ese bárbaro. Si quiero impedir que vaya a tierra, tendré que atarlo. ¿Y quién sabe si entonces querrá colaborar?»

—¿Cuánto tiempo tendremos que permanecer aquí?

—El capitán dijo que esta noche.

—¿Cesará después la tormenta?

—Supongo que sí, señor, pero no puede saberse de fijo.

Hiro-matsu estudió la costa montañosa y miró al capitán. Vacilaba.

—¿Puedo hacerte una sugerencia, Hiro-matsu-san? —dijo Yabú.

—Sí, sí, desde luego.

—Ya que parece que necesitamos la colaboración del pirata para ir a Osaka, ¿por qué no dejarlo ir a tierra, pero acompañado de hombres que lo protejan y que le obliguen a volver antes de la noche? En cuanto a hacer el viaje por tierra, convengo contigo en que sería demasiado peligroso. Si te ocurriera algo, nunca me lo perdonaría. En cuanto cese la tormenta, estarás mucho más seguro en el barco y podrás llegar a Osaka mucho antes, ¿neh? Seguramente antes de que mañana se ponga el sol.

Hiro-matsu asintió de mala gana.

—Está bien —repuso llamando a un samurai—. ¡Takatashi-san! —Toma seis hombres y ve con el capitán. Traed el cadáver del portugués, si podéis encontrarlo. Pero si ese pirata sufre el menor daño, tú y tus hombres tendréis que suicidaros inmediatamente.

—Sí, señor.

—Y envía dos hombres a la aldea más próxima y averigua exactamente dónde estamos y de quién es este feudo.

—Sí, señor.

—Si me das tu permiso, Hiro-matsu-san, me pondré al frente del grupo —dijo Yabú—. Si llegásemos a Osaka sin el pirata me sentiría tan avergonzado que también yo tendría que matarme. Concédeme el honor de cumplir tus órdenes.

Hiro-matsu asintió con la cabeza, sorprendido de que Yabú quisiera correr un riesgo semejante. Bajó a la cámara inferior.

Cuando Blackthorne se dio cuenta de que Yabú iba a tierra con él, su pulso se aceleró. «No he olvidado a Pieterzoon ni a mis tripulantes del pozo, ni los gritos, ni a Omi, ni nada de lo ocurrido. ¡Vela por tu vida, bastardo!»