CAPÍTULO VII

Toda Hiro-matsu, señor de las provincias de Sagami y Kozuké, general y consejero de confianza de Toranaga y comandante en jefe de todos sus ejércitos, bajó solo la pasarela y se plantó en el muelle. Era alto como japonés, casi seis pies, robusto y de fuertes mandíbulas, y llevaba con gallardía sus sesenta y siete años. Su quimono militar era de seda de color castaño, liso a no ser por las cinco pequeñas insignias de Toranaga: tres cañas de bambú entrelazadas. Llevaba una bruñida coraza y unos protectores de acero en los brazos. Sólo el sable corto pendía de su cinto. El largo lo llevaba en la mano. Para poder desenvainarlo inmediatamente y matar si había de proteger a su señor.

Hacía un año, al morir el Taiko, Hiro-matsu se había hecho vasallo de Toranaga. Toranaga le había dado el gobierno de Sagami y Kozuké, dos de sus ocho provincias y quinientos mil kokú al año.

La playa estaba ahora llena de lugareños —hombres, mujeres y niños—, todos ellos arrodillados y con la cabeza baja. Los samurais estaban formados en filas delante de ellos y a la cabeza Yabú y sus lugartenientes.

Si Yabú hubiese sido una mujer o un hombre más débil, habría estado golpeándose el pecho, gimiendo y arrancándose los cabellos. Era demasiada coincidencia. El hecho de que el famoso Toda Hiro-matsu estuviera aquí en este día significaba que Yabú había sido traicionado en Yedo por un miembro de su casa o en Anjiro por Omi, por uno de los hombres de Omi o por uno de los lugareños. Le habían atrapado en plena desobediencia. Un enemigo se había aprovechado de su interés por el barco.

—Ah, Yabú-sama —oyó decir a Hiro-matsu y advirtió que la reverencia de éste era menos que correcta y que, por consiguiente, él estaba en grave peligro.

—Me honras viniendo a una de mis pobres aldeas, Hiro-matsu-sama —dijo.

—Mi señor me ordenó venir.

Hiro-matsu tenía fama por su brusquedad. No era insidioso ni astuto, pero sí absolutamente fiel a su señor feudal.

—Me alegro y me siento honrado —dijo Yabú—. Vine corriendo aquí desde Yedo a causa de ese barco bárbaro.

—El señor Toranaga había invitado a todos sus daimíos amigos a esperar en Yedo hasta su regreso de Osaka.

—¿Cómo está nuestro señor? Confío en que sigue bien.

—Cuanto antes esté el señor Toranaga a salvo en su castillo, tanto mejor será. Y cuanto antes choquemos abiertamente con Ishido y nuestro ejército se abra camino hasta el castillo de Osaka y lo reduzca a cenizas, tanto mejor será.

El Taiko había construido el castillo de Osaka para que fuera invulnerable. Había espacio para ocho mil soldados dentro de su recinto. Y alrededor de las murallas y de la gran ciudad había otros ejércitos, igualmente disciplinados y bien armados y todos ellos fanáticos defensores de Yaemón, el Heredero.

—Le dije docenas de veces que era una locura ponerse en manos de Ishido —añadió—. ¡Una verdadera locura!

—El Señor Toranaga tenía que ir, ¿neh? No tenía más remedio.

El Taiko había ordenado que el Consejo de Regencia se reuniese al menos dos veces al año en el castillo de Osaka con un séquito de quinientas personas como máximo. Y todos los daimíos estaban obligados a visitar el castillo con sus familias, dos veces al año, para presentar sus respetos al Heredero. De este modo, todos estaban bajo control e indefensos durante parte del año.

—Se había convocado la reunión, ¿neh? Si no hubiese ido, habría sido traición, ¿neh?

—Traición, ¿contra quién? —dijo Hiro-matsu, muy sofocado—. Ishido está tratando de aislar a nuestro señor. Escucha, si yo tuviese en mi poder a Ishido, como él tiene a Toranaga, no vacilaría en cortarle la cabeza. ¿Dónde están los cañones?

—Los hice desembarcar. Como medida de seguridad. ¿Celebrará Toranaga-sama otro compromiso con Ishido?

—Cuando salí de Osaka todo estaba tranquilo. El Consejo tenía que reunirse al cabo de tres días. —Hiro-matsu miró fijamente a Yabú—. Toranaga ordenó a todos los daimíos aliados que le esperasen en Yedo hasta su regreso. Esto no es Yedo.

—Sí. Pensé que el barco era lo bastante importante para investigarlo inmediatamente.

—No había necesidad, Yabú-san. Debías tener más confianza. Nada sucede sin que lo sepa nuestro señor. Él habría enviado a alguien a investigar. En realidad, me envió a mí. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Un día y una noche.

—Viniste muy deprisa de Yedo. Te felicito.

Para ganar tiempo, Yabú empezó a contar a Hiro-matsu su marcha forzada. Pero él estaba pensando en cuestiones más vitales. ¿Quién era el espía? ¿Cómo había recibido Toranaga información sobre el barco al mismo tiempo que él? ¿Y quién había enterado a Toranaga de su partida? ¿Cómo podía manejar a Hiro-matsu?

Hiro-matsu lo escuchó y dijo con voz acerada:

—El señor Toranaga ha confiscado el barco y todo su contenido.

Se hizo un silencio impresionante en la playa. Estaban en Izú, feudo de Yabú, y Toranaga no tenía allí ningún derecho. Ni podía Hiro-matsu ordenar nada. La mano de Yabú se cerró sobre la empuñadura de su sable.

Hiro-matsu esperó con una calma fruto de la práctica. Había hecho exactamente lo que le había ordenado Toranaga y estaba comprometido. El terrible dilema era matar o morir.

Yabú sabía que también él debía comprometerse. No había espera. Si se negaba a entregar el barco, tendría que matar a Hiro-matsu, llamado Puño de Hierro, porque Hiro-matsu no se marcharía sin el Erasmus. En la galera atracada en el muelle, había tal vez doscientos samurais escogidos. También tendrían que morir. Podía invitarlos a desembarcar y entretenerlos, y en pocas horas, podía reunir en Anjiro los samurais suficientes para vencerlos, pues era maestro en emboscadas. Pero esto obligaría a Toranaga a enviar sus ejércitos contra Izú.

«Me aniquilarían —se dijo—, a menos que Ishido viniera en mi ayuda. Pero, ¿por qué habría de ayudarme, si soy enemigo de Ikawa Jikkyu, que es pariente suyo y ambiciona adueñarse de Izú? Pero, ¿y mis cañones? Si tengo que entregarlos a Toranaga, perderé la gran oportunidad de mi vida.»

Había descartado inmediatamente la posibilidad de no hablar de los mosquetes.

Si alguien había revelado la presencia del barco, sin duda había revelado también su cargamento. Pero, ¿cómo llegó la noticia con tanta rapidez a Toranaga? ¡Por paloma mensajera! Era la única respuesta. ¿Desde Yedo o desde allí? ¿Quién tenía allí palomas mensajeras? ¿Por qué no tenía él aquel servicio? Esto era por culpa de Zukimoto. Debió de pensar en ello, ¿neh?

Tenía que decidirse de una vez: guerra o no guerra.

—El señor Toranaga —dijo— no puede confiscar el barco porque yo se lo he ofrecido ya como regalo. Dicté una carta en este sentido, ¿no es cierto, Zukimoto?

—Sí, señor.

—Naturalmente, si el señor Toranaga desea considerarlo como confiscado, puede hacerlo. Pero mi intención fue regalárselo. Y espero que le satisfaga el botín.

—Gracias, en nombre de mi señor.

Hiro-matsu se maravilló una vez más de la previsión de Toranaga, que había pronosticado exactamente lo que ocurriría. Hiro-matsu le había dicho: «Ningún daimío es capaz de tolerar semejante usurpación de sus derechos. Yo no lo toleraría.» «Pero tú habrías obedecido mis órdenes —le había respondido Toranaga— y me habrías contado lo del barco. Podremos manejar a Yabú, ¿neh? Necesito su violencia y su astucia para neutralizar a Ikawa Jikkyu y guardarme el flanco.»

Y ahora, en la playa y bajo el amable sol, Hiro-matsu hizo una cortés reverencia, odiando su propia duplicidad.

—El señor Toranaga apreciará tu generosidad.

Yabú lo miró con atención.

—No es un barco portugués —dijo.

—Así lo teníamos entendido.

—Y es pirata.

—¿Eh? —dijo el general frunciendo las cejas.

Mientras le contaba lo que había dicho el cura, Yabú pensó que si la noticia era tan nueva para el otro como lo había sido para él era porque habían tenido la misma fuente de información. Pero si aquél conocía el contenido del barco, el espía debía de ser Omi, algunos de sus samurais o alguien del pueblo.

—Hay abundancia de tela. Algunas monedas. Mosquetes, pólvora y municiones.

Hiro-matsu vaciló y después preguntó:

—La tela, ¿es seda de China?

—No, Hiro-matsu-san —contestó Yabú, empleando el «san».

Los dos eran daimíos. Pero después de haber «regalado» generosamente el barco, Yabú se sentía lo bastante seguro para emplear el tratamiento menos deferente.

—Está bien. Ten la bondad de cargarlo todo en mi barco.

—¿Qué? —dijo Yabú, sintiendo sus tripas a punto de estallar.

—Todo. Y en seguida.

—¿Ahora?

—Sí. Lo siento, pero comprenderás que quiero volver a Osaka lo antes posible.

—Sí, pero… ¿habrá sitio para todo?

—Pon de nuevo los cañones en el barco bárbaro y séllalo. Dentro de tres días llegarán unas embarcaciones para remolcarlo hasta Yedo. En cuanto a los mosquetes, la pólvora y las municiones, hay…

Hiro-matsu se interrumpió para no caer en la trampa que vio que el otro le tendía.

—En la galera hay —le había dicho Toranaga— espacio justo para los quinientos mosquetes, la pólvora y los veinte mil doblones de plata. Deja los cañones en la cubierta del barco y las telas en la bodega. Y ten cuidado de que Yabú no te tienda una trampa para saber si conoces exactamente en qué consiste el cargamento, pues en este caso podría descubrir la identidad de nuestro espía.

Hiro-matsu maldijo su torpeza en estos juegos.

—En cuanto al espacio necesario, tal vez tú puedas indicármelo. Dime exactamente en qué consiste el cargamento. Número de mosquetes, cantidad de municiones y todo lo demás. Y el metálico, ¿es en monedas o en lingotes? ¿De plata, o de oro?

—¡Zukimoto, trae la lista del contenido!

«Más tarde nos veremos», pensó Yabú mientras Zukimoto se alejaba a toda prisa.

—Debes de estar cansado, Hiro-matsu-san. ¿Un poco de cha? Te hemos preparado habitaciones dentro de lo posible. Los baños son muy inadecuados, pero si quieres refrescarte un poco…

—Gracias. Eres muy previsor. Un poco de cha y un baño me vendrán muy bien. Más tarde. Ahora cuéntame lo ocurrido desde que llegó el barco.

Yabú le contó los hechos omitiendo lo referente a la cortesana y el muchacho, que carecía de importancia. Por orden de Yabú, Omi contó la historia excepto su conversación privada con su tío. Y Mura contó también lo que sabía.

Hiro-matsu contempló la nubecilla de humo que aún surgía de la pira.

—¿Cuántos piratas quedan?

—Diez, contando el jefe —dijo Omi—. ¿Dónde está ahora el jefe?

—En la casa de Mura.

—¿Qué ha hecho? ¿Qué fue lo primero que hizo al llegar allí, después de salir del pozo?

—Se fue directamente al baño, señor —respondió rápidamente Mura—. Ahora está durmiendo, señor. Como un muerto.

—Esta vez no has tenido que arrastrarlo, ¿eh?

—No señor.

—Parece aprender de prisa —repuso Hiro-matsu mirando a Omi—. ¿Crees que aprenderán a comportarse como es debido?

—No. No estoy seguro, Hiro-matsu-sama.

—¿Te limpiarías tú la orina de un enemigo de tu espalda?

—No, señor.

—Yo tampoco. Los bárbaros son muy extraños. —Hiro-matsu volvió su atención al barco—. ¿Quién vigilará la carga?

—Mi sobrino Omi-san.

—Bien. Omi-san, quiero zarpar antes del crepúsculo. Mi capitán os ayudará, y podréis hacerlo en tres varillas. (Esta unidad de tiempo era el rato que tardaba en consumirse una varilla corriente de incienso, o sea aproximadamente una hora.)

—Sí, señor.

—¿Por qué no vienes conmigo a Osaka, Yabú-san? —dijo Hiro-matsu como si acabara de ocurrírsele esta idea—. El señor Toranaga estará encantado de recibir todas esas cosas de tus manos.

Cuando Yabú empezó a protestar, lo dejó hablar un rato, como le había ordenado Toranaga, y después le dijo, también como le había ordenado Toranaga:

—Insisto. En nombre del señor Toranaga. Insisto. Tu generosidad merece esta recompensa.

«¿Con mi cabeza y con mis tierras?», se preguntó amargamente Yabú sabiendo que no tenía más remedio que aceptar agradecido.

—Gracias. Será un honor para mí.

—Bien. Entonces, nada nos retiene aquí —dijo Puño de Hierro con visible alivio—. Veamos lo del té y el baño.

Yabú lo condujo cortésmente a la casa de Omi. Después de lavado y fregado, el viejo se tendió a descansar en el humeante calor de la estancia. Después, el masaje de Suwo lo dejó como nuevo. Un poco de arroz, de pescado crudo y de verduras en vinagre, catado en privado. El cha, en una linda taza de porcelana. Y una breve siesta.

Al cabo de tres varillas se abrió la puerta.

—Yabú-sama está esperando fuera, señor. Dice que el barco ha sido cargado.

—Muy bien.

Hiro-matsu salió a la galería e hizo sus necesidades en el cubo.

—Tus hombres son muy eficaces, Yabú-san.

—Los tuyos les ayudaron, Hiro-matsu-san. Son más que eficaces.

«Sí, y por el Sol que les conviene serlo», pensó Hiro-matsu.

—Haz que lleven al pirata a mi barco —dijo.

—¿Qué?

—Tu generosidad te ha impulsado a regalar el barco y su contenido. La tripulación es parte del contenido. Por consiguiente, me llevo al capitán pirata a Osaka. El señor Toranaga quiere verlo. Naturalmente, puedes hacer lo que quieras con los demás. Pero, ya que vas a estar ausente, ten la bondad de asegurarte de que tus servidores comprendan que los bárbaros son propiedad de mi señor y que conviene que estén aquí los nueve, vivos y sanos, cuando él decida reclamarlos.

Yabú corrió al muelle donde debía hallarse Omi.

Antes, cuando había dejado a Hiro-matsu en el baño, se había dirigido a una pequeña meseta que dominaba el pueblo. Un pulcro santuario kami guardaba el lugar. Un viejo árbol proporcionaba sombra y tranquilidad. Había ido allí a calmar su furia y a pensar.

«Debes hacer que tus espías descubran al espía. Nada de lo que ha dicho Hiro-matsu indica si la traición se ha producido aquí o en Yedo. En Osaka, tienes amigos poderosos, entre ellos el propio señor Ishido. Tal vez uno de ellos pueda oler al enemigo. Pero debes enviar inmediatamente un mensaje secreto a tu esposa para el caso de que el delator esté allí. Y Omi, ¿qué? ¿Debo encargarle que busque aquí al espía? ¿Y si el espía es él? No es probable, pero tampoco imposible. Es más probable que la traición haya empezado en Yedo. Cuestión de tiempo. Si Toranaga hubiese recibido la información sobre el barco en cuanto llegó, Hiro-matsu habría llegado aquí el primero. Luego los informadores están en Yedo. ¿Y qué me dices de los bárbaros? De momento, son lo único que te ha dado el barco. ¿Cómo puedes emplearlos? Espera, ¿no te dio Omi la respuesta? Podrías emplear su conocimiento del mar y de los barcos para negociar con Toranaga sobre los cañones, ¿neh?

»Otra posibilidad es convertirte completamente en vasallo de Toranaga. Confiarle tu plan. Pedirle que te permita mandar el Regimiento de Artillería… para su gloria. Pero un vasallo no debe esperar nunca que su señor recompense ni siquiera reconozca sus servicios: Servir es deber, deber es samurai, samurai es inmortalidad.

»No, esto no es imaginable. Aliado, sí, vasallo, no.

»Bueno, los bárbaros son una baza a mi favor, a fin de cuentas. Omi ha tenido razón una vez más.»

Se había sentado más sereno, pero cuando había llegado la hora y un mensajero le había llevado la noticia de que el barco estaba ya cargado, y había ido en busca de Hiro-matsu, había la sorpresa de que también había perdido los bárbaros.

Estaba fuera de sus casillas cuando llegó al muelle.

—¡Omi-san!

—Sí, Yabú-sama.

—Trae aquí al jefe bárbaro. Me lo llevo a Osaka. En cuanto a los otros, haz que estén bien cuidados durante mi ausencia. Quiero que estén en buenas condiciones y que se porten bien. Emplea el pozo en caso necesario.

Desde que había llegado la galera, a Omi le daba vueltas la cabeza y estaba lleno de ansiedad por la seguridad de Yabú.

—Deja que vaya contigo, señor. Tal vez pueda ayudarte.

—No, quiero que cuides de los bárbaros.

—Por favor. Tal vez podré corresponder, aunque en grado ínfimo, a tus bondades para conmigo.

—No es necesario —dijo Yabú con más amabilidad de lo que pretendía.

Recordaba que había aumentado el salario de Omi a tres mil kokú y extendido su feudo a causa de las monedas y de los cañones que ahora se habían desvanecido. Pero había percibido la preocupación del joven y sentido una involuntaria emoción.

«Con vasallos como éste, edificaré un imperio —se prometió—. Omi mandará una de las unidades cuando recobre mis cañones.»

—Cuando estalle la guerra… Bueno, te encargaré una tarea importante, Omi-san. Ahora, ve a buscar al bárbaro.

Omi se llevó cuatro guardias y a Mura como intérprete.

Blackthorne estaba durmiendo. Necesitó un minuto para que se le despejara la cabeza. Cuando se disipó la bruma, Omi lo estaba mirando fijamente.

Mura se arrodilló y se inclinó hasta el suelo.

Konnichi wa (Buenos días).

Konnichi wa —dijo Blackthorne, y se arrodilló, aunque estaba desnudo, y se inclinó con igual cortesía.

—Ten la bondad de vestirte, Anjín —dijo Mura.

«¿Anjín? ¡Ah! Ahora lo recuerdo. El cura dijo que como no sabían pronunciar mi nombre me llamarían Anjín, que significa capitán de barco, y que no debía tomarlo como un insulto.»

«No mires a Omi —se aconsejó—. Todavía, no. No recuerdes la plaza del pueblo, ni a Omi, ni a Croocq, ni a Pieterzoon. Cada cosa a su tiempo. Así lo juraste delante de Dios. Cada cosa a su tiempo. Ya llegará el día de la venganza.»

Blackthorne vio que su ropa había sido lavada otra vez y bendijo a quien lo hubiera hecho. Se la había quitado en la casa de baño como si hubiese estado llena de parásitos. Se había hecho frotar tres veces la espalda con la esponja más áspera y con piedra pómez. Pero todavía sentía la quemadura de los orines.

Apartó los ojos de Mura y miró a Omi. El conocimiento de que su enemigo estaba vivo y cerca de él le producía una morbosa satisfacción.

Se inclinó como había visto hacer a los otros entre iguales y mantuvo esta actitud.

Konnichi wa, Omi-san —dijo pensando que no era humillante hablar su lengua, decir «buenos días» e inclinarse como era allí costumbre.

Omi correspondió a su saludo.

Konnichi wa, Anjín —dijo.

Su voz era amable, pero no lo suficiente.

—Anjín-san —dijo Blackthorne, mirándole a los ojos.

Sus voluntades chocaron, y Blackthorne pareció decirle: «¿Acaso no tienes modales?»

Konnichi wa, Anjín-san —dijo Omi al fin con una breve sonrisa.

Blackthorne se vistió rápidamente.

¿Hai, Omi-san? —preguntó cuando se hubo vestido, sintiéndose mejor, pero receloso, y lamentando no conocer más palabras.

—Por favor, las manos —dijo Mura.

Blackthorne no comprendió y así se lo hizo saber con señas. Mura alargó sus propias manos e hizo como si fuera a atárselas.

—Las manos, por favor.

—No —dijo Blackthorne dirigiéndose a Omi en inglés y sacudiendo la cabeza—. No es necesario, en absoluto. He dado mi palabra.

Su voz era amable, pero añadió con dureza imitando a Omi:

Wakarimasu ka, Omi-san. ¿Comprendes?

Omi se echó a reír. Después dijo:

Hai, Anjín-san. Wakarimasu.

Dio media vuelta y salió. Mura y los otros lo miraron, asombrados. Blackthorne lo siguió al exterior. Sus botas habían sido limpiadas. Antes de que pudiese ponérselas, la doncella «Onna» se arrodilló y lo ayudó a calzarse.

—Gracias, Haku-san —dijo recordando su verdadero nombre y preguntándose como se diría «gracias» en japonés.

Cruzó la puerta, detrás de Omi.

«Voy detrás de ti, maldito bastardo. ¡Alto! ¿No recuerdas lo que te prometiste? Además, sólo juran los débiles o los tontos, ¿no? Cada cosa a su tiempo. Ahora, tienes que ir detrás de él. Lo sabes y él lo sabe. No cometas errores.»

Los cuatro samurais se colocaron a los lados de Blackthorne mientras bajaban la cuesta. Mura seguía discretamente a diez pasos de distancia. Omi marchaba el primero.

«¿Van a encerrarme de nuevo bajo tierra? —se preguntó Blackthorne—. ¿Por qué querían atarme las manos? ¿No dijo Omi ayer que si me portaba bien me quedaría fuera del pozo? ¿No me he portado bien? Me pregunto cómo estará Croocq. El chico vivía cuando lo llevaron a la casa donde había estado la tripulación.»

El camino cuesta abajo y a través del pueblo empezó a fatigarle.

«Estás más débil de lo que creías… No, estás más fuerte de lo que pensabas», se obligó a creer.

Los mástiles del Erasmus sobresalían de los tejados y esto hizo latir más de prisa su corazón. Delante de ellos, la calle describía una curva siguiendo la falda de la colina, y bajaba hasta la plaza donde terminaba. Un palanquín con cortinas esperaba bajo el sol. Cuatro mozos, con sólo unos breves taparrabos, estaban agachados junto a él hurgándose distraídamente los dientes. En cuanto vieron a Omi se pusieron de rodillas y tocaron el suelo con sus frentes.

Omi se limitó a mover ligeramente la cabeza al pasar, pero entonces una joven salió de un portal para dirigirse al palanquín y Omi se detuvo.

Blackthorne contuvo el aliento y se detuvo también.

Una joven doncella salió con una sombrilla verde para cubrir a la muchacha. Omi se inclinó y la joven hizo lo mismo y los dos charlaron animadamente olvidando Omi toda su arrogancia.

La joven llevaba un quimono de color melocotón con un ancho cinturón de oro y unas zapatillas también doradas. Blackthorne vio que ella lo miraba. Era evidente que la joven y Omi hablaban de él. No sabía cómo reaccionar ni qué tenía que hacer y, por consiguiente, no hizo nada. Esperó pacientemente gozando con la visión de la mujer y con la pulcritud y el calor de su presencia. Se preguntó si ella y Omi serían amantes, o si ella sería la esposa de Omi, y si era efectivamente real.

Omi le preguntó algo y ella le respondió y agitó el abanico verde que aleteó y brilló al sol, y rió con una risa musical, delicada y exquisita. Omi sonrió y después giró sobre sus talones y se alejó. Volvía a ser el samurai.

Blackthorne le siguió. Ella lo miró al pasar, y él dijo:

Konnichi wa.

Konnichi wa, Anjín-san —respondió ella con una voz que lo conmovió.

Tenía apenas cinco pies de altura y era perfecta.

El perfume de la joven lo envolvía aún cuando dobló la esquina. Vio la trampa del suelo y el Erasmus. Y la galera. La niña se borró de su mente.

«¿Por qué están vacías nuestras portañolas? ¿Dónde están nuestros cañones? ¿Qué diablos hace ahí esa galera de esclavos? ¿Qué ha pasado en el pozo?»

Cada cosa a su tiempo.

Ante todo, el Erasmus. Lo que quedaba del palo de trinquete arrancado por la tormenta tenía un aspecto desolador. «Pero no importa —pensó—. Podríamos hacernos a la mar sin él. Después, medio día para colocar el palo de recambio… Aunque tal vez sería mejor no echar el ancla, sino huir a aguas más seguras. Pero ¿y la tripulación? No podrías sacarlo de aquí tú solo.»

¿De dónde habría venido aquella galera? ¿Y por qué estaba allí?

Podía ver grupos de samurais y de marineros en el muelle. La embarcación de sesenta remos —veinte por banda— aparecía limpia y bien cuidada, cuidadosamente sujetos los remos, a punto de hacerse a la mar. Se estremeció involuntariamente. La última vez que había visto una galera había sido frente a la Costa de Oro, hacía dos años, cuando su flota de cinco barcos se dirigía a Occidente. Era un barco mercante costero, portugués, que huyó de él navegando contra el viento. El Erasmus no pudo alcanzarla para capturarla o hundirla.

Blackthorne conocía bien la costa norteafricana, a pesar de que el Mediterráneo era peligroso para los barcos ingleses y holandeses. Los españoles y portugueses tenían mucha fuerza en aquella región y más aún los otomanos. Los infieles turcos merodeaban en aquellas aguas con galeras de esclavos y barcos de guerra.

Sus viajes habían sido muy provechosos para él y había podido comprar un barco propio, un bergantín de ciento cincuenta toneladas, para comerciar por su cuenta. Pero había sido hundido y él lo había perdido todo. Una galera turca los había sorprendido en un día de calma, a sotavento de Cerdeña. La lucha había sido feroz hasta que poco antes de ponerse el sol el espolón de la embarcación enemiga se enganchó en su popa y los abordaron. Nunca olvidaría los agudos gritos de «Alahhhhhhhh» de los corsarios al saltar sobre las bordas. Iban armados con sables y mosquetes. Él había reunido a sus hombres y habían rechazado el primer ataque, pero se había visto superado en el segundo, por lo cual había ordenado volar la santabárbara. El barco estaba ardiendo y él decidió que era mejor morir que ser enviado a galeras. Siempre había sentido un miedo mortal de que le cogiesen vivo y lo convirtiesen en esclavo de galera, destino corriente en los marinos capturados.

Al estallar la santabárbara, la explosión abrió la quilla del bergantín y destruyó parte de la galera corsaria, y aprovechando la confusión él consiguió nadar hasta la lancha y escapar con cuatro de sus hombres. Tuvo que abandonar a los que no pudieron nadar hasta él y todavía recordaba sus gritos de socorro en nombre de Dios. Pero Dios les había vuelto la espalda aquel día por lo que perecieron o fueron a galeras. En cambio, había favorecido a Blackthorne y a los otros cuatro que habían conseguido llegar a Cagliari, en Cerdeña. Y desde allí, habían vuelto a casa sin un penique.

De esto hacía ocho años. Había sido el año en que la peste había rebrotado en Londres. Peste y hambre y algaradas de los sin trabajo. Su hermano menor y sus padres habían muerto. Incluso su hijo primogénito había perecido. Pero en el invierno había cesado la epidemia y él había conseguido fácilmente un nuevo barco y se había hecho a la mar para recobrar su fortuna. Primero había estado al servicio de la «London Company of Barbary Merchants». Después había hecho un viaje a las Indias Occidentales a la caza de barcos españoles. Después de esto, y ya un poco más rico, había navegado para Kees Veerman, el holandés, en su segundo viaje en busca del legendario Paso del Noroeste hacia Catai y las Islas de las Especies, paso que se presumía que existía en los Mares de Hielo, al norte de la Rusia zarista. Habían buscado durante dos años y Kees Veerman había muerto en el desierto ártico con el ochenta por ciento de la tripulación, y Blackthorne había dado media vuelta y había llevado a los supervivientes a sus casas. Después, hacía tres años, la recién formada «Compañía Holandesa de la India Oriental» le había ofrecido el mando de su primera expedición al Nuevo Mundo. Le confiaron en secreto que habían adquirido por un precio enorme un libro de ruta portugués, que, según se presumía, contenía los secretos del estrecho de Magallanes. No habrían podido elegir mejor capitán. Blackthorne era el mejor piloto protestante que existía a la sazón y hablaba perfectamente el holandés, pues su madre había sido holandesa. Aceptó entusiasmado la proposición y el quince por ciento de todas las ganancias como honorarios y juró solemnemente fidelidad a la Compañía y devolverle la flota que le era confiada.

«Al menos, le devolveré el Erasmus —pensó Blackthorne—. Y con todos los hombres que Dios no se haya llevado.»

Ahora estaban cruzando la plaza. Apartó su mirada de la galera y vio que tres samurais estaban guardando la trampa del pozo.

—¡Omi-san! —dijo, y le explicó por señas que deseaba ir hasta la trampa, sólo para saludar a sus amigos.

Pero Omi sacudió la cabeza y dijo algo que él no comprendió. Blackthorne lo siguió sumisamente.

«Cada cosa a su tiempo —se dijo—. Ten paciencia.»

Una vez en el muelle, Omi se volvió y gritó algo a los guardias. Blackthorne vio que abrían la trampilla y miraban hacia abajo. Uno de ellos hizo señas a unos lugareños, los cuales fueron en busca de la escalera y de un barreño de agua potable y lo bajaron al pozo. Después sacaron el barreño y el cubo de los excrementos.

«¡Ya lo ves! Si tienes paciencia y sigues su juego, podrás ayudar a tus hombres», se dijo Blackthorne con satisfacción.

Había grupos de samurais cerca de la galera. Un hombre alto y viejo se mantenía apartado. En vista del respeto que le mostraba el daimío Yabú y la manera en que los otros se afanaban a su menor observación. Blackthorne dedujo inmediatamente que debía ser un personaje muy importante, tal vez el rey.

Omi se arrodilló humildemente. El viejo le correspondió con media reverencia y miró a Blackthorne.

Éste, con toda la gracia de que fue capaz, se arrodilló y apoyó las manos en el suelo del muelle, como había visto hacer a Omi, y se inclinó como él.

Konnichi wa, sama —dijo, cortésmente.

Y vio que el hombre volvía a inclinarse a medias.

Después, hubo una conversación entre Yabú, el viejo y Omi. Yabú dijo algo a Mura. Y Mura señaló la galera.

—Anjín-san. Allá, por favor.

—¿Por qué?

—Ve. Ahora. ¡Ve!

Blackthorne sintió crecer su pánico.

—¿Por qué?

¡Isogi! —ordenó Omi, señalando la galera.

—No, no voy a…

Omi dio una orden y cuatro samurais cayeron sobre Blackthorne y le sujetaron los brazos. Mura sacó una cuerda y empezó a atarle las manos a la espalda.

—¡Hijos de perra! —gritó Blackthorne—. ¡No voy a subir a esa maldita embarcación de esclavos!

—¡Virgen santa, dejadle en paz! Eh, vosotros, monos del diablo, ¡dejad en paz a ese bastardo! Kinjiru, ¿neh? ¿Es el capitán del barco? ¿El Anjín, ka?

Blackthorne casi no podía dar crédito a sus oídos. Las estentóreas imprecaciones en portugués procedían de la cubierta de la galera. Entonces vio que un hombre bajaba por la pasarela. Era alto como él y aproximadamente de su misma edad, pero tenía los cabellos y los ojos negros y vestía descuidadamente ropas de marinero con unas pistolas al cinto y un espadín pendiente en el costado. Un crucifijo con piedras preciosas colgaba de su cuello. Se tocaba con un airoso gorro y llevaba una sonrisa pintada en el semblante.

—¿Eres el capitán? ¿El capitán del barco holandés?

—Sí —respondió Blackthorne.

—Bien. Muy bien. Yo soy Vasco Rodrigues, capitán de esta galera.

Se volvió al viejo y le habló en una mezcla de japonés y portugués, llamándole mono-sama y otras cosas.

Hiro-matsu dio unas breves órdenes y el samurai soltó a Blackthorne y Mura lo desató.

—Así es mejor. Escucha, capitán, ese hombre es como un rey. Le he dicho que me hacía responsable de ti, que te saltaría la tapa de los sesos en menos que canta un gallo.

Rodrigues hizo una reverencia a Hiro-matsu y otra a Blackthorne.

—Inclínate ante el bastardo-sama.

Blackthorne obedeció como en sueños.

—Lo haces como un nipón —dijo Rodrigues con una mueca—. ¿Eres realmente el capitán?

—Sí.

—¿Cuál es la latitud del Lagarto?

—Cuarenta y nueve grados cincuenta y seis minutos norte, y cuidado con los arrecifes del sur-sudoeste.

—Realmente, ¡eres el capitán! —dijo Rodrigues estrechando calurosamente la mano de Blackthorne—. Ven a bordo. Allí hay comida y coñac y vino y licores. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo cansadamente Blackthorne—. ¿Adónde me lleváis?

—A Osaka. El gran señor verdugo quiere verte.

Blackthorne sintió renacer su pánico.

—¿Quién?

—¡Toranaga!, señor de las Ocho Provincias. Primer daimío del Japón. Un daimío es como un rey o un señor feudal, pero mejor. Todos son déspotas.

—¿Y qué quiere de mí?

—No lo sé, pero ésta es la razón de que estemos aquí. Y si Toranaga quiere verte, capitán, te verá. Dicen que tiene un millón de esos fanáticos de ojos sesgados capaces de morir por limpiarle el culo, si éste fuera su deseo. «Toranaga quiere que le traigas al piloto, Vasco», me dijo el intérprete. «Trae al piloto y el cargamento del barco.» ¡Oh, sí, capitán! Según tengo entendido, todo ha sido confiscado, tu barco y todo lo que hay en él.

—¿Confiscado?

—Tal vez es un rumor. A veces, los japoneses confiscan cosas con una mano y las devuelven con la otra, o dicen que nunca dieron la orden.

Blackthorne sintió fijos en él los ojos fríos de los japoneses y trató de disimular su miedo. Rodrigues siguió su mirada.

—Sí, se están poniendo nerviosos. Ya tendremos tiempo de hablar. Subamos a bordo.

Se volvió, pero Blackthorne lo detuvo.

—¿Y mis amigos…, mi tripulación?

—¿Eh?

Blackthorne le habló rápidamente del pozo. Rodrigues interrogó a Omi en un japonés elemental.

—Dice que estarán bien. Escucha, no podemos hacer nada ahora. Tendrás que esperar.

Y lo guió hasta la cubierta.

Para asombro de Blackthorne, allí no había esclavos ni cadenas.

—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? —preguntó Rodrigues.

—No. Pensé que era una galera de esclavos.

—No hay esclavos en el Japón. Ni siquiera en las minas. Tenemos remeros samurais. Y nunca viste remar mejor a los esclavos ni soldados que combatan mejor que ellos. Vinimos de Osaka, que está a trescientas y pico de millas marinas, en cuarenta horas. Vamos abajo. Pronto zarparemos. ¿Seguro que estás bien?

—Sí, creo que sí.

Blackthorne miraba al Erasmus que estaba anclado a unas cien yardas de allí.

—¿No hay posibilidad de ir a bordo, capitán? No me dejaron volver, no tengo ropa, y sellaron el barco en cuanto llegamos. Por favor.

Rodrigues escrutaba la nave.

—¿Cuándo perdisteis el palo de trinquete?

—Antes de llegar aquí.

—¿Hay uno de recambio a bordo?

—Sí.

¿Cuál es su puerto de procedencia?

—Rotterdam.

—¿Fue construido allí?

—Sí.

—Tiene una buena línea. Es nueva. No había visto nada parecido. Debe de ser veloz, muy veloz. Pero difícil de manejar. ¿Podrás coger pronto tu ropa? —preguntó, volviéndose a mirar el reloj de arena.

—Sí —dijo Blackthorne, tratando de disimular una raya de esperanza.

—Con una condición, capitán. Nada de armas en la manga o en otro sitio. Tu palabra de capitán. He dicho a los monos que respondo de ti.

—De acuerdo.

—Te volaré la cabeza, seas o no capitán, si intentas el menor truco. O te cortaré el gaznate.

—Te doy mi palabra, de capitán a capitán. ¡Y al diablo los españoles!

Rodrigues sonrió dándole unas calurosas palmadas en la espalda.

—Me empiezas a gustar, inglés.

—¿Cómo sabes que soy inglés? —preguntó Blackthorne, seguro de que su portugués era perfecto y que nada de lo que había dicho podía diferenciarlo de un holandés.

—Soy adivino —dijo Rodrigues con una carcajada.

Se dirigió a la pasarela de babor, que dominaba el muelle.

¡Sapito-sama! ¿Ikamasho ka?

Ikamasho, Rodrigu-san. ¡Ima!

Ima significa «ahora», «en seguida» —dijo Rodrigues, mirando pensativamente a Blackthorne—. Tenemos que zarpar en seguida, inglés.

—Pídeselo a él, por favor. Necesito ir a mi barco.

—No, inglés. No le pediré nada.

Inmediatamente, Rodrigues tocó seis veces la campana del barco y el piloto empezó a dar órdenes a los marineros y a los samurais que estaban en tierra o a bordo. Los marineros subieron a cubierta para preparar la partida y, en medio de la disciplinada confusión, Rodrigues asió del brazo a Blackthorne y lo empujó hacia la escalerilla de estribor.

—Abajo hay un bote, inglés. No te apresures, no mires a tu alrededor y no prestes atención a nadie, salvo a mí. Si te digo que vuelvas, hazlo en seguida.

Blackthorne acabó de cruzar la cubierta y bajó la escalera. Oyó unas voces irritadas detrás de él y se le erizaron los cabellos de la nuca, pues había muchos samurais armados a bordo.

—No te preocupes por él, piloto-san. Yo, Rodrigu-san, soy el responsable, ichi-ban Anjín-san. ¿Wakarimasu ka? —dijo Rodrigues, imponiendo su voz a las otras, que parecían cada vez más irritadas.

Blackthorne estaba a punto de llegar al bote cuando vio que no había escálamos en él.

—No puedo remar con ellos —se dijo—. Ese bote no me sirve. Y el barco está demasiado lejos para ir a nado. ¿O tal vez no?

Sonaron pisadas en la escalerilla y tuvo que hacer un esfuerzo para no volverse.

—Siéntate en la popa —oyó que le decía Rodrigues, con voz apremiante—. ¡De prisa!

Obedeció, y Rodrigues saltó ágilmente al bote, agarró los remos y, sin sentarse, empezó a remar con gran habilidad.

Un samurai estaba en lo alto de la escalerilla, muy excitado, y otros dos estaban a su lado con los arcos preparados. El capitán samurai gritó diciéndoles sin duda que regresaran.

A unas yardas del barco, Rodrigues se volvió y le gritó al samurai señalando el Erasmus:

—Vamos allá y volvemos en seguida.

Volvió la espalda a su nave y siguió remando, empujando los remos al estilo japonés, de pie en mitad del bote.

—¡Dime si ponen flechas en los arcos, inglés! ¡Obsérvalos con atención! ¿Qué están haciendo ahora?

—Nada. Escuchan a su capitán. Este parece indeciso. No. Nadie ha sacado ninguna flecha. Pero…, espera un momento. Alguien se ha acercado al capitán, un marinero, según creo. Parece que le pregunta algo acerca del barco. Señala algo sobre la cubierta.

Rodrigues echó una rápida mirada y suspiró aliviado.

—Es uno de los pilotos. Necesitará al menos media hora para disponer de todos sus remeros.

Blackthorne esperó mientras aumentaba la distancia.

—El capitán vuelve a mirarnos. Pero, no. Ya se ha marchado. Pero uno de los samurais nos está observando.

—Que mire cuanto quiera —dijo Rodrigues, más tranquilo, pero sin reducir la marcha ni mirar hacia atrás—. No me gusta dar la espalda a un samurai, sobre todo si está armado. Aunque, en realidad, nunca los he visto sin armas. ¡Son todos unos bastardos!

—¿Por qué?

—Les gusta matar. Tienen por costumbre dormir con sus sables. Éste es un gran país, pero los samurais son tan peligrosos como las víboras y mucho más ruines.

—¿Por qué?

—No lo sé, inglés, pero lo son —respondió Rodrigues, satisfecho de hablar con alguien de su raza—. Desde luego, todos los japoneses son diferentes a nosotros, pero los samurais son los peores. No temen nada, y menos aún la muerte. ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Si sus superiores dicen «mata», ellos matan, si les dicen «muere», se arrojan sobre el sable o se abren la barriga. Y también hay mujeres samurais, inglés. Matan para proteger a sus amos, que es como llaman aquí a sus maridos, o se suicidan si ellos mandan hacerlo. Para esto, se cortan el cuello. Bueno, las mujeres son distintas, a pesar de todo. No hay nada en el mundo como ellas. Pero los hombres… Los samurais son unos reptiles, y lo más seguro es tratarlos como serpientes venenosas. ¿Te sientes bien?

—Sí, gracias. Un poco débil, pero bien.

—¿Cómo fue tu viaje?

—Muy duro. Pero, hablando de los samurais, ¿cómo llegan a serlo? ¿Les basta con coger dos sables y cortarse el pelo?

—Lo son por nacimiento. Desde luego, hay muchas categorías de samurais, desde los daimíos, que están en la cima, hasta los que nosotros llamaríamos soldados de a pie, que están en el fondo. Casi siempre es cuestión de herencia, como en nuestros países. Según me han dicho, en los viejos tiempos era como en la Europa de hoy. Podía haber soldados campesinos y campesinos soldados, junto a caballeros y nobles por herencia, hasta llegar a los reyes. Algunos campesinos soldados alcanzaron los más altos rangos. El Taiko fue uno de ellos.

—¿Quién es?

—El Gran Déspota, el jefe de todo el Japón, el Gran Asesino de todos los tiempos. Otro día te contaré algo más de él. Murió hace un año y ahora estará ardiendo en el infierno. —Rodrigues escupió sobre la borda—. En realidad, hay que nacer samurai. Esta palabra procede de otra que significa «servir». Pero, aunque todos se inclinan ante el hombre de más categoría, todos son samurais y tienen privilegios especiales. ¿Qué pasa a bordo?

—El capitán está hablando con otro samurai y señalando hacia nosotros. ¿Cuáles son esos privilegios especiales?

—Aquí, el samurai lo gobierna todo y lo posee todo. Tienen su propio código de honor y sus normas particulares. El más bajo de ellos puede matar legalmente a cualquiera que no sea samurai, a cualquier hombre, mujer o niño con razón o sin ella. Yo les he visto matar sólo para probar el filo de sus sables…, y tienen los mejores sables del mundo. ¿Qué está haciendo ahora aquel maldito?

—Sólo nos observa. Se ha colgado el arco a la espalda —repuso Blackthorne estremeciéndose—. ¡Odio a esos bastardos más que a los españoles!

Rodrigues volvió a reír y siguió remando.

—Pero si quieres hacerte rico de prisa —dijo—, tienes que trabajar con ellos, porque lo poseen todo. El país está dividido en castas, como en la India. Los samurais están en la cima. Los campesinos les siguen en importancia. Sólo los campesinos pueden poseer tierras. ¿Comprendes? Pero los samurais son dueños de todos los productos. Son dueños de todo el arroz, que es la única cosecha importante, y devuelven una parte a los campesinos. Sólo los samurais pueden llevar armas. Si alguien que no sea samurai ataca a un samurai, se considera rebelión y su castigo es la muerte inmediata. Y si alguien presencia el ataque y no lo denuncia en el acto, es también reo de muerte, así como su mujer e incluso sus hijos. ¡Los samurais son engendros de Satanás! Yo vi cómo trinchaban niños a pequeños pedazos. Pero a pesar de todo, si uno sabe desenvolverse, este país es un cielo en la tierra.

Miró la galera para asegurarse, y sonrió:

—Bueno, inglés, nada como un paseo en bote por el puerto, ¿eh?

Blackthorne se echó a reír y dijo:

—Pensé que no me ayudarías a ir al Erasmus.

—Esto es lo malo de los ingleses. No tenéis paciencia. Escucha, aquí no hay que pedir nada a los nipones. Sean o no sean samurais, todos son iguales. Si lo haces, vacilan y consultan al hombre que está por encima de ellos. Aquí hay que actuar. Claro está que… —añadió soltando una sonora carcajada— puedes equivocarte y pagarlo con la vida.

—Remas muy bien. Cuando tú llegaste, me estaba preguntando cómo se empleaban esos remos.

—No pensarías que te dejaría ir solo, ¿eh? ¿Cómo te llamas?

—Blackthorne. John Blackthorne.

—¿Estuviste en el Norte, inglés? ¿En el lejano Norte?

—Estuve con Kees Veerman en Der Life. Hace ocho años. Era su segundo viaje en busca del Paso del Nordeste. ¿Por qué?

—Me gustaría que me contaras algo de eso y de todos los sitios donde has estado. ¿Crees que encontrarán la ruta? Me refiero a la ruta de Asia por el Norte, al Este o al Oeste.

—Sí. Vosotros y los españoles tenéis bloqueadas las dos rutas del Sur. Por tanto, tendremos que hacerlo. Nosotros, o los holandeses. ¿Por qué lo preguntas?

—Y has navegado por la costa de Berbería, ¿no?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Conoces Trípoli?

—La mayoría de los pilotos han estado allí.

—Pensé que te había visto antes de ahora. Sí, fue en Trípoli. Alguien te señaló. El famoso piloto inglés que estuvo con el explorador holandés Kees Veerman en el Mar de los Hielos… y que fue una vez capitán con Drake, ¿eh? En la Armada. ¿Cuántos años tenías entonces?

—Veinticuatro. Y tú, ¿qué hacías en Trípoli?

—Pilotaba un corsario inglés. Mi barco había sido apresado en las Indias por el pirata Morrow, Henry Morrow. Después de saquear y quemar mi barco, me ofreció el cargo de piloto. Me hizo la oferta acostumbrada de soltar a mis camaradas y darles comida y botes si me unía a él. Yo le dije: «¿Por qué no? Con tal de que no apresemos ningún barco portugués, y me desembarquéis cerca de Lisboa y no me quitéis mis libros de ruta.» Los dos juramos sobre la Cruz y quedó cerrado el trato. Tuvimos un buen viaje y varios mercaderes gordos españoles cayeron en nuestras manos. Morrow cumplió su palabra, como buen pirata. Me desembarcó con mis libros de ruta… después de haberlos hecho copiar, naturalmente, aunque no sabía leer ni escribir, y me dio mi parte en el precio del botín. ¿Has navegado alguna vez con él, inglés?

—No. La Reina le dio un título nobiliario hace unos años. No serví en ninguno de sus barcos. Celebro que fuese leal contigo.

Se acercaban al Erasmus. Varios samurais los observaban curiosos desde arriba.

—Fue la segunda vez que navegué con los herejes. La primera no fui tan afortunado.

—¡Oh!

Rodrigues dejó los remos. El bote llegó suavemente junto al barco, y el hombre agarró las cuerdas para subir a bordo.

—Sube tú primero, pero déjame hablar a mí.

Blackthorne empezó a trepar, mientras el otro amarraba el bote. Sin embargo, Rodrigues fue el primero en llegar sobre cubierta. Se inclino como un cortesano.

Nonnichi wa a todos los samas comedores de hierbas.

Había cuatro samurais a bordo. Blackthorne reconoció a uno de ellos como uno de los guardianes de la escotilla. Muy asombrados, saludaron rígidamente al portugués. Blackthorne imitó a éste, con cierta torpeza y lamentando no hacerlo más correctamente.

Rodrigues se dirigió inmediatamente a la escalera de la cámara. Los sellos estaban en su sitio. Un samurai le cerró el paso.

Kinjiru, gomen nasai (Prohibido, lo siento).

Kinjiru, ¿eh? —dijo el portugués sin inmutarse—. Yo soy Rodrigu-san, anjín de Toda Hiro-matsu-sama. Ese sello —dijo, señalando el cartel rojo con la extraña escritura— es de Toda Hiro-matsu-sama, ¿ka?

Iyé —dijo el samurai moviendo la cabeza—. ¡Es de Kasigi Yabú-sama!

¿Iyé? —dijo Rodrigues—. ¿Kasigi Yabú-sama? Me envía Toda Hiro-matsu-sama, que es un rey más grande que vuestro mísero señor y Toda-sama está a las órdenes de Toranaga-sama, que es el pícaro-sama más grande del mundo. ¿Neh?

Arrancó el sello de la puerta y llevó una mano a una de sus pistolas. Los sables estaban medio desenvainados, y Rodrigues dijo a Blackthorne:

—Prepárate para abandonar el barco.

Y, rudamente, a los samurais:

—¡Toranaga-sama! —y señaló con su mano izquierda la bandera que ondeaba en el palo mayor de su galera—. ¿Wakarimasu ka?

Los samurais vacilaron sin soltar sus sables. Blackthorne se preparó para saltar por la borda.

—¡Toranaga-sama! —Rodrigues dio una patada a la puerta, que se abrió al saltar la cerradura—. ¿WAKARIMASU KA?

Wakarimasu, Anjín-san.

Los samurais envainaron rápidamente sus sables y se inclinaron y pidieron disculpas, y volvieron a inclinarse, y Rodrigues dijo con voz ronca mientras empezaba a bajar la escalera:

—Así está mejor.

—¡Dios mío, Rodrigues! —exclamó Blackthorne cuando estuvieron abajo—. ¿Qué les has dicho?

—Toda Hiro-matsu es el primer consejero de Toranaga. Es un daimío más importante que el suyo. Por esto cedieron.

—¿Cómo es Toranaga?

—Esto es una larga historia, inglés. —Rodrigues se sentó en el escalón, se quitó una bota y se frotó el tobillo—. Casi me he roto el pie con la puerta carcomida.

—No estaba cerrada. Te bastaba con empujarla.

—Lo sé. Pero esto no habría sido tan eficaz. ¡Virgen santa, cuánto tienes que aprender!

—¿Me enseñarás?

Rodrigues volvió a ponerse la bota.

—Eso dependerá —dijo.

—¿De qué?

—Ya veremos. Hasta ahora, yo he hecho todo el gasto de la conversación, lo cual era justo, porque conocía el terreno, y tú no. Pero pronto te llegará el turno. ¿Cuál es tu camarote?

Blackthorne lo observó un momento. El aire, debajo de cubierta, era sofocante y rancio.

—Gracias por haberme ayudado a subir a bordo —dijo.

Echó a andar hacia popa. La puerta estaba abierta. El camarote había sido saqueado y se habían llevado todo lo que habían podido. No había libros, ni ropa, ni instrumentos, ni recado de escribir. Su arca estaba también abierta. Y vacía.

Pálido de ira, se dirigió al gran camarote, mientras Rodrigues lo miraba fijamente. Incluso el compartimiento secreto había sido descubierto y saqueado.

—¡Se lo han llevado todo los muy piojosos!

—¿Qué te imaginabas?

—No sé. Pensé que con los sellos…

Blackthorne se dirigió a la cámara fuerte. Estaba vacía. Y también la santabárbara. En la bodega, sólo estaban las balas de tela de lana.

—¡Que Dios confunda a todos los japoneses!

Volvió a su camarote y cerró el arca de golpe.

—¿Dónde están? —preguntó Rodrigues.

—¿Qué?

—Tus libros de ruta. ¿Dónde están?

Blackthorne lo miró.

—Ningún capitán de barco se preocupa por la ropa. Has venido a buscar los libros de ruta, ¿no?

—Sí.

—¿Por qué te sorprendes tanto, inglés? ¿Por qué te imaginas que vine a bordo? ¿Para ayudarte a coger cuatro trapos? Bueno, ¿dónde están los libros de ruta?

—Han desaparecido. Estaban en mi arca.

—No los habrías dejado allí viniendo a un puerto desconocido. No habrías olvidado la regla principal del marino: esconderlos bien, y dejar sólo los falsos sin protección. ¡Date prisa!

—¡Los han robado!

—No te creo. Pero confieso que los has ocultado muy bien. Estuve dos horas registrando y no encontré el menor indicio.

—¿Habías estado ya aquí?

—Naturalmente —dijo Rodrigues con impaciencia—. Hace dos o tres horas con Hiro-matsu que quería echar un vistazo. Rompió los sellos, pero el daimío local volvió a ponerlos cuando nos marchamos. ¡Date prisa! —añadió—. Se agota el tiempo.

¡Los han robado! ¡Todas mis cartas! ¡Todos mis libros de ruta! Tengo copias de algunos en Inglaterra, pero el libro de ruta de este viaje y el…

Se interrumpió.

—¿Y el portugués? ¡Vamos, hombre, tenía que ser portugués!

—Sí. Pero también ha desaparecido. «Serenidad —pensó—. Han desaparecido, y se acabó. ¿Quién los tiene? ¿Los japoneses? ¿O los habrán dado al cura? Sin los libros de ruta ni las cartas de navegación, no podrás volver a casa. Nunca podrás volver… ¡Oh, Jesús, dame fuerza!»

Rodrigues lo observaba con atención. Al fin, dijo:

—Lo siento por ti, inglés. Sé lo que sientes porque también me ocurrió una vez. El ladrón fue un inglés, ¡así se hunda su barco y él arda en el infierno por toda la eternidad! Bueno, volvamos a la galera.

Omi y los otros esperaron en el muelle hasta que la galera dobló la punta de tierra y desapareció. En Occidente, unas pinceladas oscuras empezaban a teñir el cielo carmesí. En Oriente, la oscuridad fundía el cielo con la tierra borrando el horizonte.

—Mura, ¿cuánto tardaréis en embarcar todos los cañones?

—Si trabajamos de noche, habremos terminado mañana al mediodía, Omi-san. Si empezamos al amanecer, terminaremos mucho antes de ponerse el sol. Trabajaríamos con más seguridad durante el día.

—Trabajad de noche. Haz que el sacerdote venga inmediatamente al pozo.

Omi miró a Igurashi, primer lugarteniente de Yabú, que seguía mirando hacia la punta de tierra, tenso el semblante, con la sombra pronunciada de la lívida cicatriz sobre la cuenca vacía de uno de sus ojos.

—Te invito a quedarte, Igurashi-san. Mi casa es pobre, pero tal vez podamos hacer que te resulte cómoda.

—Gracias —dijo el otro volviéndose hacia él—. Pero nuestro señor me ordenó que volviese a Yedo inmediatamente, y así lo haré. —Su preocupación se hizo más manifiesta—. ¡Ojalá estuviese en aquella galera!

—Sí.

—Me aflige pensar que Yabú-sama está a bordo con sólo dos de sus hombres.

—Sí. Pero, ¿crees que el señor Toranaga no se sentirá complacido, enormemente complacido, con el regalo del señor Yabú?

—Ese mono avariento, saqueador de provincias, está tan convencido de su propia importancia que ni siquiera se dará cuenta de la cantidad de plata que ha robado a nuestro señor. ¿Dónde tenéis la cabeza?

—Supongo que sólo vuestra inquietud por el peligro que puede correr nuestro señor os ha dictado esta observación.

—Tienes razón, Omi-san. No pretendí insultarte. Has sido muy inteligente y de mucha ayuda para nuestro señor. Tal vez tienes también razón en lo que respecta a Toranaga —dijo Igurashi.

Pero estaba pensando: «Disfruta de tu recién ganada riqueza, pobre loco. Conozco a mi señor mejor que tú, y tu aumentado feudo no te hará ningún bien. Lo que tú le diste se ha desvanecido. Y por tu culpa mi señor está en peligro. Tú le enviaste el mensaje y lo tentaste después: “Mira primero a los bárbaros.” Tendríamos que habernos marchado ayer. De haberlo hecho, mi señor estaría ahora a salvo, con las armas y el dinero. ¿Eres un traidor? ¿Actúas por tu cuenta, o por la de tu estúpido padre, o por la de un enemigo? No importa. Puedes creerme, Omi, tú y tu rama del clan Kasigi no estaréis mucho tiempo en este mundo.»

—Gracias por tu hospitalidad, Omi-san —dijo—. ¡Ojalá vuelva a verte pronto, pero debo ponerme en marcha!

—¿Quieres hacerme un favor? Presenta mis respetos a mi padre. Te lo agradeceré muchísimo.

—Lo haré con mucho gusto. Gracias de nuevo, Omi-san.

Levantó la mano en amistoso saludo, dio la orden de marcha a sus hombres y salió del pueblo al frente de sus jinetes.

Omi se dirigió al pozo. El cura estaba ya allí. Omi vio que el hombre estaba irritado y deseó que cometiera alguna indiscreción en público para poder azotarlo.

—Sacerdote, di a los bárbaros que suban, uno a uno. Diles que el señor Yabú ha dicho que pueden vivir de nuevo en el mundo de los hombres. Pero que a la menor infracción de las normas, dos de ellos volverán al pozo. Tienen que portarse bien y obedecer todas las órdenes. ¿Está claro?

—Sí.

Los hombres subieron uno a uno. Todos estaban aterrorizados. Algunos necesitaron ayuda. Uno de ellos sufría agudos dolores y gritaba cuando alguien le tocaba el brazo.

—Tendrían que ser nueve.

—Ha muerto uno —repuso el sacerdote—. Su cadáver está en el pozo.

—Mura —dijo Omi después de pensar un momento—, quema el cadáver y guarda sus cenizas con las del otro bárbaro. Lleva a esos hombres a la misma casa donde estuvieron antes. Dales verduras y pescado en abundancia. Y sopa de centeno y fruta. Haz que se laven, pues apestan. —Después, se volvió al sacerdote—. ¿Bien?

—Ahora, yo volver a mi casa. Dejar Anjiro.

—Vete y no vuelvas nunca. Quizá la próxima vez que tú o uno de los tuyos volváis a mi feudo, será porque alguno de mis campesinos o vasallos cristianos habrá cometido traición —dijo sirviéndose de esta velada amenaza contra la indiscriminada difusión de la fe extranjera, pues si los curas estaban protegidos, no podía decirse lo mismo de los conversos japoneses.

—Comprendo, sí. Comprendo muy bien.

El cura hizo una rígida reverencia, pues incluso los sacerdotes bárbaros debían tener buenos modales, y se alejó.

—Omi-san —dijo un samurai joven y muy guapo.

—¿Sí?

—Discúlpame, por favor. Sé que no lo has olvidado, pero Masijiro-san está aún en el pozo.

Omi se acercó a la trampilla y miró al samurai. Inmediatamente, el hombre se puso de rodillas y se inclinó respetuosamente.

Omi consideró sus servicios pasados y su valor para el futuro. Después, tomó la daga del joven samurai y la arrojó al pozo.

Masijiro, al pie de la escalera, contempló el cuchillo sin dar crédito a sus ojos. Corrieron lágrimas por sus mejillas.

—No merezco este honor, Omi-san —dijo desoladamente.

—Sí.

—Gracias.

El joven samurai que estaba junto a Omi dijo:

—¿Puedo preguntar si debe hacerse el harakiri aquí o en la playa?

—Fracasó en el pozo. Se quedará en el pozo. Ordena a los lugareños que lo llenen de tierra. Que no quede rastro de la hoya. Los bárbaros la han profanado.

Kikú se echó a reír y movió la cabeza.

—No, Omi-san, lo siento, pero no me des más saké o se me caerá el cabello. Me quedaré dormida, ¿y qué pasará entonces?

—Yo dormiré contigo y estaremos en el nirvana, fuera de nosotros mismos —dijo alegremente Omi.

—¡Oh, no! Me quedaría roncando, ¿y qué podrías hacer con una horrible jovencita borracha? ¡Oh, no, Omi-san del Gran Feudo Nuevo, tú mereces algo mejor!

Vertió otro poco de licor caliente en la diminuta taza de porcelana y se la ofreció con ambas manos, con el dedo índice izquierdo sosteniendo delicadamente la taza y apoyando el fondo de ésta en el índice de la mano derecha.

Él la tomó y sorbió el licor paladeando su tibieza y su suave aroma.

—Celebro mucho haber podido convencerte de que te quedaras un día más. ¡Eres tan hermosa, Kikú-san!

—Tú eres el hermoso, y el placer es mío.

Sus ojos bailaban a la luz de la vela encajada en una flor de papel y de bambú que pendía de una viga de cedro. Se hallaban en el mejor compartimiento de la casa de té próxima a la plaza. Ella se inclinó para servirle un poco más de arroz del sencillo tazón de madera colocado sobre la mesa de laca negra, pero él movió la cabeza.

—No, no. Gracias.

—Un hombre vigoroso como tú debería comer más.

—Estoy harto, de veras.

Ella dio unas leves palmadas e inmediatamente se abrió la puerta y apareció su sirvienta.

—¿Señora?

—Llévate todas estas cosas, Suisen, y trae más saké y una nueva jarrita de cha. Y fruta. El saké ha de estar más caliente que la última vez. Date prisa, haragana —dijo procurando dar a su voz un tono imperioso.

Suisen tenía catorce años. Era dulce, complaciente, y aprendiza de cortesana. Hacía dos años que estaba con Kikú, y ésta era la encargada de adiestrarla.

Haciendo un esfuerzo, Kikú apartó la mirada del blanquísimo arroz que tanto le apetecía, y procuró olvidarse de su hambre. «¡Ah! Las damas tienen poco apetito, muy poco apetito —solía decirle su maestra—. Los invitados deben comer y beber cuanto más, mejor. Pero no las damas, y menos con los invitados. ¿Cómo pueden las damas conversar o tocar el samisen o bailar con la boca llena? Ten paciencia. Ya comerás más tarde. Dedica toda tu atención al invitado.»

Mientras observaba críticamente a Suisen juzgando su habilidad, contó cuentos a Omi para hacerle reír y olvidar el mundo exterior. Mientras tanto, la niña se arrodilló junto a Omi y colocó las tacitas y los palillos en la bandeja de laca, artísticamente, según le habían enseñado. Después, levantó el frasco vacío de saké, inclinándolo suavemente para asegurarse de que no quedaba nada en él, pues habría sido de mala educación sacudirlo. Se levantó con la bandeja, la llevó sin ruido hasta la puerta corredera, se arrodilló, dejó la bandeja en el suelo, abrió la puerta, se levantó, pasó al otro lado, volvió a arrodillarse, levantó la bandeja, volvió a dejarla en el suelo sin ruido y cerró la puerta herméticamente.

—Tendré que buscar otra doncella —dijo Kikú, en algún modo disgustada—. Es una niña dulce y muy graciosa, pero hace demasiado ruido, un verdadero alboroto. Lo siento.

—No me he fijado en ella —dijo Omi apurando su licor—. Sólo te veo a ti.

Kikú agitó su abanico y su cara se iluminó con una sonrisa.

—Me haces sentir muy dichosa, Omi-san. Y amada.

Suisen trajo rápidamente el saké. Y el cha. Su ama sirvió un poco de licor a Omi y se lo ofreció. La niña llenó discretamente las tazas. No derramó una sola gota y pensó que el ruido que hacía el líquido al caer en la taza tenía la suave sonoridad adecuada, en vista de lo cual suspiró aliviada para sus adentros, se sentó sobre los talones y esperó.

Kikú contaba ahora una historia divertida y Omi se reía. Al mismo tiempo, ella cogió una pequeña naranja y, sirviéndose de sus largas uñas, la abrió como una flor en la que los gajos eran los pétalos y la piel dividida las hojas.

—¿Quieres una naranja, Omi-san?

El primer impulso de Omi fue decir que no podía destruir tanta belleza. Pero esto habría sido una descortesía. «¿Cómo puedo corresponder a la satisfacción que me ha dado —pensó—, dejándome ver cómo creaban sus dedos algo tan precioso y sin embargo tan efímero?»

Sostuvo un momento la flor en sus manos y después extrajo delicadamente cuatro gajos, equidistantes entre sí, y los comió con fruición. Quedaba otra flor. Sacó cuatro gajos más creando un nuevo dibujo floral. Después cogió otro gajo, y otro, de modo que los tres restantes formaban otra flor.

Por último, arrancó dos gajos y colocó el último en la cuna formada por la piel de la naranja, como una luna en cuarto creciente dentro de un sol.

Comió un gajo muy despacio. Cuando hubo terminado, se puso el otro en la palma de la mano y se lo ofreció a Kikú.

—Éste te corresponde a ti porque es el penúltimo. Es mi regalo.

Kikú tomó la fruta y la comió. Era lo mejor que había catado en su vida.

—Éste, el último —dijo Omi colocando gravemente toda la flor en la palma de su mano derecha—, es mi ofrenda a los dioses, sean quienes fueren, dondequiera que estén. Nunca volveré a comer esta fruta, a menos que sea de tus manos.

—Esto es demasiado, Omi-sama. ¡Te relevo de tu voto! ¡Lo has dicho bajo la influencia del kami que vive en todas las botellas de saké!

Se sentían felices los dos juntos.

—Suisen —dijo ella—. Déjanos solos. Y por favor, muchacha, procura hacerlo con gracia.

—Sí, señora.

La niña pasó a la habitación contigua para hacer que todo estuviera a la perfección. Alisó una arruga imperceptible en la finísima colcha. Después, dándose por satisfecha, se sentó, suspiró aliviada, espantó el calor de su cara con el abanico de color morado claro, y esperó complacida.

En la otra habitación, que era la más bella de la casa de té, la única que tenía jardín propio, Kikú tomó el samisen de largo mango. Era un instrumento parecido a una guitarra de tres cuerdas y el sonido del primer acorde llenó la estancia. Entonces, Kikú empezó a cantar. Suavemente al principio, con trémolos después, de nuevo suavemente y después con fuerza, y bajando luego la voz como un suspiro, cantó al amor y al amor no correspondido, a la alegría y a la tristeza.

—¿Señora?

El susurro no habría despertado a la persona de sueño más ligero, pero Suisen sabía que su ama prefería no dormir después de las nubes y la lluvia. Prefería descansar, medio despierta, con toda tranquilidad.

—¿Qué, Sui-chan? —murmuró Kikú con igual suavidad, empleando el «chan», como habría hecho con una hija predilecta.

—La esposa de Omi-san ha regresado. Su palanquín acaba de subir por el sendero de su casa.

Kikú miró a Omi. Lo acarició suavemente, lo justo para que su contacto entrara en sus sueños, pero sin despertarlo. Después, se deslizó del lecho y se ciñó sus quimonos.

Kikú necesitó muy poco tiempo para componer su maquillaje mientras Suisen peinaba y cepillaba sus cabellos y los sujetaba según el estilo shimoda. Después, ama y doncella cruzaron el pasillo sin ruido, pasaron a la galería, bajaron al jardín y salieron a la plaza. Era una noche cerrada y faltaba mucho para el amanecer.

Las dos mujeres empezaron a subir el sendero.

Los sudorosos y fatigados porteadores recobraban fuerzas junto al palanquín, delante de la casa de Omi. Había velas encendidas en toda la casa, y los criados iban apresuradamente de un lado a otro. Kikú hizo una seña a Suisen, la cual se dirigió a la galería de la entrada principal, llamó y esperó. Al cabo de un momento, se abrió la puerta. Una doncella saludó con la cabeza y desapareció. Volvió al cabo de un momento, hizo un gesto a Kikú y se inclinó profundamente cuando entró.

La madre de Omi no se había acostado. Estaba sentada, muy erguida, y Midori, la esposa de Omi, se hallaba frente a ella.

Kikú se arrodilló. Se inclinó, primero ante la madre de Omi y después ante la esposa, sintiendo la tensión existente entre las dos mujeres, y se preguntó:

«¿Por qué hay siempre tanta violencia entre la suegra y la nuera? ¿Acaso la nuera no se convierte en suegra con el tiempo? ¿Es que nunca aprenderán?»

—Lamento molestarte, Ama-san.

—Bienvenida, Kikú-san —dijo la vieja—. Espero que no ocurra nada malo.

—¡Oh, no! Pero no sabía si desearías que despertara o no a tu hijo —dijo Kikú, aun sabiendo cuál sería la respuesta—. Pensé que debía preguntártelo, al enterarme de que tú, Midori-san —y se volvió y sonrió a ésta, pues la apreciaba mucho— habías regresado.

La vieja dijo:

—Eres muy amable, Kikú-san, y muy previsora. Déjalo dormir en paz.

—Así lo haré. Perdona que te haya molestado, pero pensé que debía consultarte. Confío que no habrás tenido mal viaje, Midori-san.

—Ha sido horrible —dijo Midori—. Me alegro de estar de nuevo aquí. Ojalá no me hubiera marchado. ¿Está bien mi esposo?

—Sí, muy bien. Ha reído mucho esta noche y parecía muy feliz. Comió y bebió con moderación y ahora duerme tranquilamente.

—El Ama-san empezaba a contarme algo sobre las terribles cosas ocurridas durante mi ausencia y…

—No tenías que haberte marchado. Eras necesaria aquí —le interrumpió la anciana con una intención venenosa—. O tal vez, no. Tal vez hubieras debido quedarte fuera para siempre. Quizás has traído un kami malo a nuestra casa, junto con la ropa de tu lecho.

—No lo traje, Ama-san —dijo Midori, con paciencia—. Te ruego que creas que antes me mataría que traer la más ligera sombra sobre tu buen nombre. Por favor, disculpa mi ausencia y mis faltas. Lo siento.

—Desde que llegó ese maldito barco, sólo hemos tenido disgustos. Esto es mal kami. Muy malo. ¿Y dónde estabas cuando te necesitábamos? Chismorreando en Mishima, hartándote y bebiendo saké.

—Mi padre murió, Ama-san. El día antes de mi llegada.

—¡Uf! Ni siquiera tuviste la cortesía o la previsión de estar junto al lecho de muerte de tu padre. Cuanto antes te marches definitivamente de esta casa, mejor será para todos.

Se abrió la puerta corredera. Una doncella entró nerviosamente con el cha y unos dulces. Midori sirvió primero a la anciana, que maldijo a la doncella, mordió un dulce con sus encías desdentadas y sorbió ruidosamente su bebida.

—Debes perdonar a la doncella, Kikú-san —dijo la anciana—. El cha es insípido. ¡Insípido! Y quema. Supongo que es lo único que puede esperarse en esta casa.

—Torna el mío, por favor —dijo amablemente Midori, soplando el té para enfriarlo.

La vieja lo tomó malhumorada y guardó un hosco silencio.

—¿Qué piensas de todo esto? —preguntó Midori a Kikú—. Me refiero al barco y a Yabú-sama y a Toda Hiro-matsu-sama.

—No sé qué pensar. Es muy curioso que Puño de Hierro llegase casi al mismo tiempo que el señor Yabú, ¿neh? Y ahora, debéis disculparme. No, por favor, conozco el camino.

—De ninguna manera, Kikú-san. Te acompañaré.

—Ya lo ves, Midori-san —terció la vieja, impaciente—. Nuestra invitada se siente incómoda y el cha era horrible.

—¡Oh! El cha estuvo bien para mí, Ama-san, de veras. Lo que ocurre es que estoy un poco cansada. Tal vez me permitirás que mañana, antes de marcharme, venga a saludarte. Hablar contigo es siempre un placer para mí.

La vieja aceptó el cumplido, y Kikú siguió a Midori a la galería y al jardín.

—Has sido muy considerada, Kikú-san —dijo Midori cogiéndola del brazo, conmovida por su belleza—. Gracias.

Kikú se volvió a mirar la casa y sintió un escalofrío.

—¿Se muestra siempre así?

—Esta noche ha estado amable comparado con otras veces. Si no fuese por Omi y por mi hijo, juro que me sacudiría el polvo de los pies, me afeitaría la cabeza y me haría monja. —Suspiró, y estaba hermosa a la luz de la luna—. Pero esto carece de importancia. Dime lo que ha pasado desde que me marché.

Por esto había ido Kikú a la casa con tanta urgencia, pues ya sabía que ni la madre ni la esposa desearían turbar el sueño de Omi. Había ido para contárselo todo a dama Midori a fin de que pudiese velar por Kasigi Omi como ella misma trataría de hacerlo. Le dijo todo lo que sabía, salvo lo que había pasado en el dormitorio con Yabú. Añadió los rumores que había oído y los chismes transmitidos o inventados por las otras muchachas. Y todo lo que le había dicho Omi sobre sus esperanzas, sus temores y sus planes.

—Tengo miedo, Kikú-san, tengo miedo por mi esposo.

—Todos sus consejos fueron prudentes, señora. Creo que todo lo que hizo fue correcto. El señor Yabú no otorga recompensas a la ligera, y tres mil kokú son muy valiosos.

—Pero el barco es ahora del señor Toranaga. Y también todo el dinero.

—Sí, pero la idea de que Yabú ofreciera el barco como regalo fue genial, y esta idea se la dio Omi-san. Seguro que con ella pagó sobradamente los favores de Yabú-san, ¿neh? Omi-san merece ser reconocido como vasallo eminente.

Kikú había retorcido sólo una pizca la verdad sabiendo que Omi estaba en gran peligro y, con él, toda su casa.

—Sí, lo comprendo —dijo Midori deseando que fuera verdad. Y besó a la niña, con ojos lacrimosos.

—Gracias. Eres muy amable, Kikú-san, muy amable.

Tenía diecisiete años.