CAPÍTULO VI

Los ojos de todos los del pozo se fijaron en Blackthorne.

—¿Qué quieren de mí?

—No lo sé —dijo gravemente el padre Sebastião—. Pero debéis subir en seguida.

Blackthorne sabía que no tenía opción, pero se mantuvo junto a la pared protectora haciendo acopio de fuerzas.

—¿Qué le han hecho a Pieterzoon?

El sacerdote se lo dijo, y él lo tradujo para los que no hablaban portugués.

—Lo siento, pero no pude hacer nada —dijo el sacerdote con profunda tristeza—. Le di la absolución y recé por él. Tal vez, por la gracia de Dios… —Hizo la señal de la cruz sobre el pozo—. En cuanto a vosotros, os pido que renunciéis a la herejía y que volváis a la fe de Dios. Debéis subir, capitán.

Vinck se dirigió a la escalera y empezó a subir.

—Cogedme a mí, no al capitán. Decidle que…

Se detuvo, impotente. Una punta de lanza estaba a una pulgada de su pecho. Trató de agarrar el astil, pero el samurai estaba alerta y si Vinck no hubiese dado un salto atrás habría sido atravesado sin remedio.

El samurai apuntó a Blackthorne ordenándole que subiera. Blackthorne no se movió. Entonces, el samurai que estaba en el sótano lo miró, se encogió de hombros y dijo algo.

—¿Qué ha dicho?

—Una máxima japonesa —respondió el cura—. «El destino es el destino y la vida no es más que una ilusión.»

Blackthorne asintió con la cabeza y se dirigió a la escalera sin mirar hacia atrás. Subió, pero al llegar arriba las rodillas le flaquearon y cayó sobre el suelo arenoso.

Omi estaba a un lado. El sacerdote y Mura permanecían de pie junto a los cuatro samurais. Nadie le ayudó a levantarse.

—¡Dios mío, dame fuerza! —rogó Blackthorne—. Tengo que ponerme de pie y fingir vigor. Es lo único que respetan. La fuerza.

Apretó los dientes y apoyándose en el suelo se levantó tambaleándose ligeramente.

—¿Qué diablos quieres de mí? —preguntó a Omi y después se dirigió al sacerdote—: Decidle a ese bastardo que yo soy daimío en mi país y que merezco este tratamiento. Decidle que no tenemos nada contra él. Que nos deje marchar o le pesará. Decidle que soy un daimío, ¡vive Dios! Soy heredero de sir William de Micklehaven. Decídselo.

—El pirata dice que es de sangre noble en su país —explicó el cura en japonés, y escuchó la respuesta de Omi—. Omi-san dice que no le importa nada que seáis rey en vuestro país. Aquí, vuestra vida y la de vuestros hombres está en manos del señor Yabú.

—Decidle que es un cerdo.

—No debéis insultarlo.

Omi empezó a hablar de nuevo.

—Omi-san dice que tomaréis un baño. Y os darán de comer y de beber. Si os portáis bien, no volveréis al pozo.

—¿Y mis hombres?

El sacerdote preguntó a Omi.

—Permanecerán abajo.

—Entonces, decidle que se vaya al infierno —y se dirigió a la escalera dispuesto a bajar de nuevo.

Dos samurais se lo impidieron y aunque luchó contra ellos lo sujetaron con facilidad. Omi habló al sacerdote y a sus hombres. Éstos soltaron a Blackthorne que casi volvió a caerse.

—Omi-san dice que si no os portáis bien sacarán a otro de vuestros hombres. Queda mucha leña y mucha agua.

«Si acepto —pensó Blackthorne— me tendrán en su poder. Pero, ¡qué importa! Ya me tienen, de todos modos. Van Nekk tenía razón. He de hacer lo que ellos quieran.»

—¿Qué quiere que haga? ¿Qué significa «portarse bien»?

—Omi-san dice que significa obedecer. Hacer lo que os digan. Comer estiércol, si así os lo mandan.

—Decidle que se vaya al infierno. Que me meo en él y en todo su país… y en su daimío.

—Os aconsejo que aceptéis lo que…

—Decidle exactamente lo que he dicho, ¡vive Dios!

—Está bien, pero conste que os he advertido, capitán.

Omi escuchó al sacerdote. Los nudillos de sus manos se pusieron blancos. Sus hombres rebulleron inquietos atravesando a Blackthorne con sus miradas.

Omi dio una orden a media voz.

Inmediatamente, dos samurais bajaron al pozo y sacaron a Croocq, el grumete. Lo arrastraron hasta la caldera y lo ataron mientras los otros traían leña y agua.

Blackthorne observó los mudos balbuceos de Croocq y el terror que se pintaba en su semblante. «La vida no tiene ningún valor para esa gente —pensó—. ¡Que Dios les maldiga! Hervirán a Croocq, como yo estoy en esta tierra olvidada de Dios.»

—Decidle que se detenga —dijo en voz alta—. Pedidle que se detenga.

—Omi-san pregunta si prometéis portaros bien.

—Sí.

—¿Y obedecer todas las órdenes?

—Si puedo, sí.

El fuego empezaba a calentar el agua y un gemido de angustia brotó de la garganta del grumete. Las llamas de la fogata lamían el metal. Echaron más leña.

—Omi-san dice que te tiendas inmediatamente en el suelo.

Blackthorne obedeció.

—Omi-san dice que él no os ha insultado personalmente ni teníais vos ningún motivo para insultarle. No os matará, porque sois un bárbaro y parece que ignoráis muchas cosas. Pero os enseñará buenos modales. ¿Comprendido?

—Sí.

—Quiere que le respondáis directamente a él.

El grumete profirió un grito agudo que se prolongó hasta que el chico perdió el conocimiento. Un samurai le sostenía la cabeza fuera del agua.

Blackthorne miró a Omi. Se estremeció al pensar que aquel chico estaba en sus manos, que la vida de toda la tripulación estaba en sus manos.

—¿Comprendido?

Hai.

Vio que Omi se abría el quimono y sacaba el miembro del taparrabo. Esperó que el hombre se mease en su cara. Pero no fue así. Omi lo hizo sobre su espalda.

«¡Por Dios que me las pagará algún día!», se juró a sí mismo.

—Omi-san dice que es de mala educación decir que uno se meará en alguien. Sobre todo si uno está desarmado. Y peor aún si no está dispuesto a ver morir a sus amigos.

¿Wakarimasu ka? —preguntó Omi.

—Dice si habéis comprendido.

Hai.

Okiro.

—Dice que os levantéis.

Blackthorne se levantó. Le dolía terriblemente la cabeza. Miró fijamente a Omi y éste correspondió a su mirada.

—Iréis con Mura y obedeceréis sus órdenes.

Blackthorne no respondió.

¿Wakarimasu ka? —volvió a preguntar Omi.

Hai.

Blackthorne medía la distancia que le separaba de Omi. Se imaginaba sus dedos en el cuello y la cara del hombre y hubiera querido tener la rapidez y la fuerza suficiente para arrancarle los ojos antes de que los otros se apoderasen de él.

—¿Y qué hay del chico? —preguntó.

El sacerdote habló a Omi con voz entrecortada.

Omi miró la caldera. El agua no estaba aún muy caliente. El muchacho se había desmayado, pero estaba indemne.

—Sacadlo de ahí —ordenó—. Llamad a un médico si lo necesita.

Sus hombres obedecieron. Blackthorne se acercó al muchacho y le auscultó el corazón. Omi llamó al sacerdote.

—Dile al jefe que el joven se quedará fuera del pozo. Si el jefe y el joven se portan bien, es posible que otro de los bárbaros salga del pozo mañana. Y después, otro. Tal vez. O más de uno. Todo dependerá de cómo se porten los de arriba.

El cura tradujo sus palabras, y cuando oyó que el bárbaro contestaba afirmativamente, la furia desapareció de los ojos de Omi. Pero el odio permaneció.

—Repite su nombre, sacerdote. Dilo despacio.

El cura pronunció varias veces el nombre, pero a Omi siguió sonándole como un galimatías.

—Sacerdote, dile que de ahora en adelante se llamará Anjín, o sea capitán, ¿neh? Explícale que no hay sonidos en nuestra lengua para expresar su verdadero nombre —ordenó Omi secamente—. Haz que comprenda bien que no es un insulto. Adiós, Anjín, por el momento.

Todos se inclinaron y él correspondió amablemente al saludo y se alejó. Sólo cuando estuvo lejos de la plaza y seguro de que nadie lo observaba, se permitió una amplia sonrisa. ¡Con qué rapidez había dominado al jefe de los bárbaros! ¡Y qué pronto había comprendido lo que debía hacer para lograrlo!

«Esos bárbaros son extraordinarios —pensó—. Bueno, cuanto antes aprenda el Anjín a hablar nuestra lengua, tanto mejor será. Entonces sabremos la manera de aplastar a los bárbaros cristianos de una vez para siempre.»

—¿Por qué no te orinaste en su cara? —preguntó Yabú.

—De momento, pensé hacerlo, señor. Pero el capitán es todavía un animal salvaje y muy peligroso. Hacerlo en su cara… Bueno, entre nosotros, tocar la cara a un hombre es el peor de los insultos, ¿neh? Por consiguiente, pensé que si le insultaba tan gravemente él perdería tal vez todo dominio sobre sí mismo.

Estaban sentados en la galería de su casa, sobre cojines de seda. La madre de Omi les servía el cha —el té— con toda la ceremonia de que era capaz y que había aprendido en su juventud.

—Me has causado admiración, Omi-san —dijo Yabú—. Tu manera de razonar es excepcional. Has planeado y manejado todo este asunto de un modo espléndido.

—Eres demasiado amable, señor. Mis esfuerzos habrían podido ser mucho mejores, mucho mejores.

—¿Dónde aprendiste tanto acerca de la mentalidad de los bárbaros?

—Cuando tenía catorce años tuve por maestro a un monje llamado Jiro. Había sido sacerdote cristiano, o al menos aprendiz de sacerdote, pero, afortunadamente, había comprendido los errores de su estupidez. Decía que la religión cristiana era vulnerable porque enseñaba que su divinidad, Jesús, decía que los hombres debían «amarse» los unos a los otros. No decía nada sobre el honor o el deber, sino únicamente sobre el amor. Y también que la vida era sagrada: «No matarás.» Y otras estupideces. Estos nuevos bárbaros se dicen también cristianos, aunque el sacerdote lo niega. Por esto pensé que tal vez pertenecen a una secta diferente y que ésta es la causa de su enemistad, de la misma manera que algunas sectas budistas se odian entre sí. Pensé que si «se aman los unos a los otros» tal vez podría dominar a su jefe matando o amenazando con matar a uno de sus hombres.

—Pero, Omi-san —dijo su madre terciando en la conversación—, tal vez deberías decirle a nuestro señor si crees que su sumisión será temporal o permanente.

Omi vaciló.

—Temporal —dijo—. Pero creo que debería aprender nuestra lengua lo antes posible. Esto es muy importante para ti, señor. Probablemente tendrás que destruir a uno o dos de ellos para tenerlos dominados a él y a los demás, pero en definitiva aprenderá a comportarse bien. Y cuando podáis hablar directamente con él, Yabú-sama, podréis aprovechar sus conocimientos. Si es verdad lo que dice el sacerdote… que pilotó el barco en una ruta de diez mil ri… Debe de ser bastante inteligente.

—Tú eres más que bastante inteligente —rió Yabú—. Quedas encargado de los animales, Omi-san, domador de hombres.

—Lo intentaré, señor —dijo Omi riéndose también.

—Tu feudo de quinientos kokú queda aumentado a tres mil. Dominarás en veinte ri[1]. Y en mayor prueba de mi afecto, cuando regrese a Yedo te enviaré dos caballos, veinte quimonos de seda, una armadura, dos sables y armas suficientes para equipar a otros cien samurais que habrás de reclutar. Cuando estalle la guerra, te incorporarás inmediatamente a mi estado mayor en calidad de hatamoto.

Yabú se sentía espléndido. El hatamoto era un ayudante especial del daimío, que podía presentarse siempre a su señor y llevar sables en su presencia. Estaba encantado con Omi y se sentía descansado, como nuevo, después de haber dormido estupendamente.

—Omi-san, hay también una piedra en mi jardín de Mishima que me gustaría que aceptaras para conmemorar este acontecimiento y la maravillosa noche que he pasado y nuestra buena fortuna. Te la enviaré con las otras cosas. Procede de Kiusiu, y yo le puse el nombre de «La Piedra de la Espera» porque estábamos esperando que el Taiko ordenara un ataque cuando la encontramos. Esto ocurrió hace quince años. Yo formaba parte de su ejército que aplastó a los rebeldes y sometió la isla.

—Me haces un gran honor.

—¿Por qué no ponerla aquí, en tu jardín, y darle un nombre nuevo? Podríamos llamarla «La Piedra de la Paz del Bárbaro» para conmemorar esta noche y su interminable espera de la paz.

—Quisiera que me permitieses llamarla «La Piedra de la Felicidad» para que nos sirviera a mí y a mis descendientes de recordatorio de los honores que me has prodigado, tío.

—No. Es mejor llamarla simplemente «El Bárbaro Expectante». Sí, me gusta este nombre. Nos une más… a él y a mí. Él esperaba y yo esperaba. Yo viví, y él murió.

Yabú miró el jardín y murmuró:

—Bien, «El Bárbaro Expectante». Me gusta. La piedra tiene, en uno de sus lados, unas curiosas manchas que parecen lágrimas y unas vetas azules mezcladas con un cuarzo rojizo que me recuerdan la carne… ¡la fugacidad de la carne!

Suspiró gozando con su melancolía. Después añadió:

—Es bueno para un hombre plantar una piedra y darle nombre. El bárbaro tardó mucho en morir, ¿neh? Tal vez, cuando vuelva a nacer, será japonés como recompensa por su sufrimiento. ¿No sería maravilloso?

Omi le dio las gracias efusivamente y declaró que no era merecedor de tanta munificencia. Yabú sabía que su generosidad era más que merecida. Fácilmente habría podido dar más, pero había recordado un viejo adagio según el cual siempre se puede aumentar un feudo, pero si se reduce es causa de enemistad. Y de traición.

Sonaron cascos de caballos en la cuesta. Igurashi, primer ayudante de Yabú, cruzó el jardín.

—Todo está listo, señor. Si queréis volver rápidamente a Yedo deberíamos partir en seguida.

—Bien. Omi-san, tú y tus hombres iréis con el convoy y ayudaréis a Igurashi-san para que todo llegue al castillo en perfecto estado.

Yabú vio cruzar una sombra por el rostro de Omi.

—¿Qué tienes que decir?

—Sólo estaba pensando en los bárbaros.

—Deja unos cuantos guardias con ellos. Comparados con el convoy, carecen de importancia. Haz con ellos lo que quieras. Si descubres que te sirven para algo, házmelo saber.

—Sí, señor —respondió Omi—. Dejaré diez samurais y unas instrucciones concretas a Mura de que no les pase nada en cinco o seis días. ¿Qué queréis que se haga con el barco?

—Consérvalo aquí. Tú me respondes de él. Zukimoto ha escrito a un mercader de Nagasaki para que lo ofrezca en venta a los portugueses. Puede que vengan a recogerlo.

Omi vaciló.

—Tal vez deberías conservar el barco, señor, y hacer que los bárbaros enseñen su manejo a algunos de nuestros marineros.

—¿Para qué necesito barcos bárbaros? —repuso Yabú riendo despectivamente—. ¿Quieres que me convierta en un sucio mercader?

—Claro que no, señor —dijo rápidamente Omi—. Sólo pensaba que tal vez Zukimoto podría darle un empleo útil.

—¿Qué quieres que haga con un barco mercante?

—El sacerdote dijo que era un barco de guerra, señor. Y, cuando estalle la guerra podría…

—Nuestra guerra se desarrollará en tierra firme. El mar es para los mercaderes, que son unos puercos usureros, o piratas, o pescadores.

Yabú se levantó y empezó a bajar la escalera en dirección a la puerta del jardín donde un samurai sostenía la brida de su caballo. Pero se detuvo, mirando al mar. Las rodillas le flaquearon.

Omi siguió su mirada.

Un barco estaba volviendo el cabo. Era una galera grande con muchísimos remos, la embarcación costera japonesa más veloz porque no dependía del viento ni de la marea. La bandera del mástil llevaba la enseña de Toranaga.