CAPÍTULO V

Exactamente antes del amanecer, cesaron los gritos.

La madre de Omi dormía. Yabú también.

El pueblo seguía agitado en aquella hora temprana. Faltaba transportar cuatro cañones, cincuenta barriles de pólvora y mil balas de cañón.

Kikú yacía bajo la colcha observando las sombras en la pared del shoji. No se había dormido, aunque estaba más agotada que nunca. Los sonoros ronquidos de la vieja en la habitación contigua ahogaban la suave y profunda respiración del daimío, que yacía a su lado. El muchacho dormía sin ruido en el otro lecho, con los ojos tapados con un brazo para resguardarlos de la luz.

Yabú tembló ligeramente y Kikú contuvo el aliento. Pero él siguió durmiendo, y esto la satisfizo porque sabía que podría marcharse muy pronto sin molestarlo. Mientras esperaba pacientemente, procuró pensar cosas agradables recordando el consejo de su primera maestra.

Pensó en la delicia sensual del baño que pronto tomaría y que borraría el recuerdo de esta noche, y después la apaciguadora caricia de las manos de Suwo. Pensó en cómo se reiría con las otras chicas y con Gyoko-san, la Mamá-san, contando chistes y rumores y cuentos y en el limpio quimono que se pondría por la noche: el dorado con flores amarillas y verdes, y con las cintas del tocado haciendo juego. Después del baño haría que la peinasen, y con el dinero de la noche podría pagar una buena parte de lo que debía a su patrona, Gyoko-san, y mandar algo a su padre, que era granjero, por medio del cambista, y aún le quedaría algo para ella. Pronto vería a su amante y la velada sería perfecta.

«La vida es bella —pensó—. Sí. Pero es muy difícil olvidar los gritos. Es imposible. Y las otras muchachas se sentirán también afligidas, y la pobre Gyoko-san. Pero no importa. Mañana nos marcharemos todas de Anjiro y volveremos a casa, a nuestra adorable casa de té de Mishima, la ciudad más grande de Izú, asentada alrededor del castillo más grande del daimío. Siento que dama Midori me enviase a buscar.»

—Debes ser sensata, Kikú —se dijo vivamente—. No debes lamentarlo. Ha sido un honor servir a nuestro Señor. Y ahora que has sido distinguida, aumentará tu valor a los ojos de Gyoko-san, ¿neh? Ha sido toda una experiencia, y ahora te llamarán la Dama de la Noche de los Gritos, y, si tienes suerte, alguien escribirá una balada acerca de ti, una balada que quizá se cantará incluso en Yedo. ¡Oh, esto sería estupendo! Entonces, tu amante compraría sin duda tu contrato y estarías segura y contenta y podrías criar hijos.

Al cesar los gritos, Yabú había permanecido como una estatua a la luz de la luna durante lo que le había parecido una eternidad. Después se había levantado y había corrido a la otra habitación con su quimono de seda suspirando como el mar a medianoche. El muchacho estaba espantado, aunque trataba de disimularlo y se enjugaba las lágrimas producidas por el tormento. Ella le había sonreído para tranquilizarlo fingiendo una calma que no sentía.

Entonces, Yabú se plantó en la puerta. Estaba bañado en sudor, tenso el semblante y medio cerrados los ojos. Kikú le ayudó a desprenderse de los sables y a quitarse el quimono empapado y el taparrabo. Lo secó, le ayudó a ponerse un quimono limpio y le ató el cinto de seda. Había iniciado una salutación, pero él había apoyado suavemente un dedo en sus labios.

Después, él se había acercado a la ventana y había contemplado la luna que se desvanecía, como si estuviese en trance, tambaleándose un poco sobre los pies. Ella permaneció expectante, sin temor, porque no tenía motivos para sentir miedo. Él era un hombre y ella era una mujer, adiestrada como tal, para complacer por todos los medios. Pero no para causar ni recibir dolor. Había otras cortesanas especializadas en esta forma de sensualidad. Algún golpe ocasional, tal vez un mordisco… Bueno, esto era parte del placer-dolor de dar y recibir, pero siempre dentro de lo razonable, pues esto tenía que ver con el honor y ella era una dama del Mundo de los Sauces, una dama de primera clase y no se la debía tratar a la ligera. Le habían enseñado a amansar a los hombres, a mantenerlos dentro de ciertos límites. A veces, un hombre se desmandaba, y entonces era horrible. Porque la dama estaba sola. Y no tenía ningún derecho.

Su tocado era impecable, salvo por unos mechones de cabello dejados deliberadamente sueltos sobre las orejas para sugerir su desorden erótico y al propio tiempo para realzar la pureza del conjunto. Su quimono a cuadros rojos y negros, ribeteado del verde más puro para acentuar la blancura de su piel, estaba ceñido a su cintura por una faja ancha y rígida, un obi, de un verde iridiscente. Ahora podía oír la resaca de la playa y el susurro de la brisa en el jardín.

Por último, Yabú se volvió a mirarla y después miró al muchacho.

Éste tenía quince años, era hijo de un pescador local y discípulo de un monje budista que era artista, pintor e ilustrador de libros. Al chico no le importaba ganar dinero de aquellos que gustaban más de los muchachos que de las mujeres.

Yabú le hizo una seña. El chico, obediente y dominado ya su miedo, soltó el cinto de su quimono con estudiada elegancia. No llevaba taparrabo, sino una camisola femenina que llegaba hasta el suelo. Tenía el cuerpo delicado y curvilíneo y casi lampiño.

Kikú recordaba el silencio de la estancia, envueltos los tres en la quietud, después de cesar los gritos y esperando ella y el muchacho que Yabú hiciese su elección.

Por fin, éste la había señalado a ella. Kikú había desatado graciosamente la cinta de su obi y, al abrirse los pliegues de sus tres quimonos de finísimo hilo, habían dejado al descubierto la opaca camisola que realzaba su figura. Yabú se había tendido en el lecho y a una indicación suya ellos lo habían hecho también, uno a cada lado. Lo demás, había sucedido con gran rapidez. El hombre jadeó un momento, con los ojos fuertemente cerrados, y después dio media vuelta y se quedó dormido casi instantáneamente.

El muchacho arqueó las cejas, sorprendido.

—¿Acaso somos unos ineptos, Kiku-san? Quiero decir que todo ha sido tan rápido… —murmuró.

—Hemos hecho lo que él quería —dijo ella.

—Ciertamente, ha alcanzado las nubes y la lluvia —repuso el chiquillo.

Cubrieron a Yabú con la colcha y el muchacho se tumbó lánguidamente, medio apoyado en un codo, y ahogó un bostezo.

—¿Por qué no duermes tú también? —dijo ella.

El muchacho se ciñó el quimono y cambió de posición para quedar arrodillado delante de ella. Kikú estaba sentada junto a Yabú y acariciaba el brazo del daimío, velando su tembloroso sueño.

—Nunca había estado con un hombre y una dama al mismo tiempo, Kikú-san —murmuró el muchacho.

—Tampoco yo.

El muchacho frunció el ceño.

—Tampoco he estado con una joven en la cama.

—¿Me querrías a mí? —le había preguntado ella, amablemente—. Si esperas un poco, estoy segura de que nuestro señor no se despertará.

El chico volvió a fruncir el ceño y dijo:

—Sí, por favor.

Y después, comentó:

—Ha sido muy extraño, dama Kikú.

Ella sonrió para sus adentros.

—¿Qué prefieres?

El muchacho reflexionó un buen rato mientras yacían tranquilos y abrazados.

—Es un trabajo bastante pesado —dijo.

Ella enterró la cabeza en su espalda y le besó la nuca para disimular una sonrisa.

—Eres un amante maravilloso —murmuró—. Y ahora debes dormir, después de un trabajo tan pesado.

Lo acarició hasta que se quedó dormido y después lo dejó y se fue a su camastro.

El lecho se había enfriado. Pero ella no quería volver al calor de Yabú para no molestarlo. El lecho se calentó pronto.

Las sombras del shoji se agudizaban. «Los hombres son unos chiquillos —pensó—. Llenos de un orgullo tonto. Toda la angustia de esta noche por algo tan fugaz. Por una pasión que, en sí misma, no es más que una ilusión, ¿neh?»

El muchacho se agitó en sueños.

«¿Por qué te ofreciste a él? —se preguntó Kikú—. Para su placer, por él y no por mí, aunque me divirtió y me ayudó a pasar el tiempo y le di la paz que necesitaba. ¿Por qué no duermes un poco? Más tarde. Dormiré más tarde.»

Cuando llegó la hora, se deslizó fuera del calor suave del lecho y se puso de pie. Sus quimonos se abrieron en un susurro y el aire la hizo estremecerse. Rápidamente, se ajustó las ropas y se ató el obi. Un diestro y cuidadoso toque a su peinado. Y a su maquillaje.

No hizo el menor ruido al salir.

El centinela samurai de la galena se inclinó. Ella correspondió a su saludo y salió al sol del amanecer. Su doncella la estaba esperando.

—Buenos días, Kikú-san.

—Buenos días.

El sol era agradable y borraba la noche. Kikú pensó que vivir era hermoso.

Introdujo los pies en las sandalias, abrió su sombrilla escarlata y cruzando el jardín salió al caminito que conducía al pueblo y llegó a la plaza y a la casa de té que era su residencia temporal. Su doncella la siguió.

—Buenos días, Kikú-san —le gritó Mura inclinándose.

Estaba descansando un momento en la galería de su casa, bebiendo cha, el té verde pálido del Japón. Su madre le servía.

—Buenos días, Kikú-san —dijo también ella.

—Buenos días, Mura-san. Buenos días, Saiko-san… Tienes muy buen aspecto —respondió Kikú.

—Y tú, ¿cómo estás? —preguntó la madre taladrando con los ojos a la joven—. ¡Terrible noche! Toma el té con nosotros. Estás pálida, chiquilla.

—Gracias, pero debéis disculparme porque tengo que ir a casa. Me hacéis un gran honor. Tal vez más tarde.

—Desde luego, Kikú-san. Honras nuestro pueblo con tu presencia.

Kikú sonrió y fingió no advertir sus miradas escrutadoras. Después se alejó estoicamente.

—¡Oh, pobre niña! Es bonita, ¿neh? ¡Qué vergüenza! ¡Es terrible! —dijo la madre de Mura con un suspiro que partía el corazón.

—¿Qué es eso tan terrible, Saiko-san? —preguntó la mujer de Mura saliendo a la galería.

—¿No has visto la angustia de esa pobre criatura y con qué valor trataba de disimularla? Sólo diecisiete años y tener que soportar todo eso.

—Tiene dieciocho —dijo Mura secamente.

—Todo, ¿qué, mi ama? —dijo una de las criadas uniéndose al grupo.

La vieja miró a su alrededor para asegurarse de que todas la escuchaban y murmuró:

—He oído decir… He oído decir… que quedará inútil… por tres meses.

—¡Oh, no! ¡Pobre Kikú-san! Pero ¿por qué?

—Él empleó los dientes.

—Lo sé de buena tinta.

—¡Oh!

—¡Oh!

—Pero, ¿por qué tiene también al muchacho, mi ama? Supongo que no…

—¡Lárgate! Vuelve a tu trabajo, haragana. ¡Tú no debes oír estas cosas! Marchaos todas. El amo y yo tenemos que hablar.

Y las echó de la galería. Incluso a la esposa de Mura. Y sorbió su cha, tranquila y satisfecha.

—¿Dientes? —preguntó Mura rompiendo el silencio.

—Sí. Según rumores, los gritos lo excitan porque un dragón le dio un susto cuando era pequeño —contestó ella de corrido—. Siempre tiene un muchacho con él para que le recuerde cómo se quedó petrificado en su juventud, pero en realidad, lo tiene para acostarse con él… De no hacerlo así, destrozaría a la pobre muchacha.

Mura suspiró. Se dirigió a la casilla exterior, junto a la puerta de entrada y se alivió con un ruido involuntario en el cubo. Se preguntó qué había pasado en realidad. ¿La habría mordido realmente el daimío? ¡Qué cosa más rara!

Salió, se sacudió para asegurarse de no manchar el taparrabo y se dirigió a la plaza, sumido en una profunda reflexión.

—¿Cuánto habrá tenido que pagar Omi-san a Mamá-san? En definitiva, lo pagaremos nosotros. ¿Dos kokú? Dicen que Mamá-san, Gyoko-san, pidió y obtuvo el décuplo del precio corriente. ¿Cinco kokú por una noche? Ciertamente, Kikú-san los vale, ¿neh?

Se ajustó distraídamente el taparrabo mientras salía de la plaza y subía el pisoteado sendero que conducía al campo funerario.

La pira había sido preparada. Una delegación de cinco hombres del pueblo se encontraba ya allí.

Era el lugar más agradable de la aldea. La brisa del mar soplaba más fresca en verano, y la vista era deliciosa. Cerca de allí, se hallaba el santuario Shinto, un pequeño cobertizo sobre un pedestal, para el kami, el espíritu, que vivía allí o podía hacerlo cuando le viniese en gana. Un tejo nudoso, más viejo que el pueblo, aparecía inclinado por la fuerza del viento.

Más tarde llegó Omi. Lo acompañaban Zukimoto y cuatro guardias. Se inclinó ceremoniosamente ante la pira y el cadáver envuelto en un sudario y casi descoyuntado, y los otros lo imitaron honrando así al bárbaro que había muerto para que viviesen sus camaradas.

A una señal de Omi, Zukimoto avanzó para encender la pira. Había pedido este privilegio a Omi y le había sido concedido. Hizo una última reverencia. Cuando el fuego estuvo bien encendido, se marcharon todos.

Blackthorne metió la taza en el barreño, la llenó cuidadosamente hasta la mitad y la ofreció a Sonk. Éste bebió de un trago el tibio líquido y lamentó haberlo hecho tan de prisa en el momento en que el agua hubo pasado por su garganta reseca. Después volvió a su sitio junto a la pared pasando por encima de los que estaban echados. El suelo estaba lleno de cieno, el hedor y las moscas eran algo horrible.

Vinck era el siguiente, sentado cerca del barreño. Cogió la taza y la miró fijamente.

—Date prisa —le dijo Jan Roper, que debía ser el último en beber y se sentía aún más torturado por la proximidad del agua—. Date prisa, Vinck, por el amor de Dios.

—Perdón. Bueno, tómala tú —murmuró Vinck tendiéndole la taza.

—¡Bebe, estúpido! No tendrás más hasta que se ponga el sol. ¡Bebe!

Jan Roper puso de nuevo la taza en las manos de Vinck. Éste no lo miró, pero obedeció sumiso y se hundió una vez más en su infierno interior.

Jan Roper tomó la taza de agua que le ofrecía Blackthorne. Cerró los ojos y dio las gracias en silencio. Era uno de los que estaban de pie y le dolían los músculos de las piernas. La taza no contenía más de dos tragos.

Y ahora que todos habían tomado su ración, Blackthorne sumergió la taza y sorbió con alivio el agua. Su boca y su lengua estaban ásperas y ardían.

Observó al samurai que los otros habían dejado en la hoya. Estaba acurrucado contra la pared, entre Sonk y Croocq, ocupando el menor espacio posible, y llevaba horas sin moverse.

Cuando Blackthorne había recobrado el sentido reinaba la más completa oscuridad. Los gritos llenaban el pozo y se imaginó que estaba muerto, sumido en lo más hondo del infierno, y gritó a su vez, y se agitó presa del pánico, hasta que, después de lo que le pareció una eternidad, oyó que alguien le decía:

—Bueno, capitán, no estáis muerto. Estáis bien. Despertad, despertad, por el amor de Dios. Esto no es el infierno, aunque podría serlo. ¡Oh, buen Jesús, ayúdanos!

Cuando hubo recobrado plenamente la conciencia, le contaron lo de Pieterzoon y lo de los barriles de agua de mar.

—¿Qué le están haciendo al pobre Pieterzoon? ¡Ayúdanos, Dios mío! ¡No puedo soportar esos gritos!

La noche se había hecho interminable en el pozo.

Antes del amanecer habían cesado los gritos. Con las primeras luces de la aurora había visto al olvidado samurai.

—¿Qué haremos con él? —había preguntado Van Nekk.

—No lo sé. Parece tan asustado como nosotros —había dicho Blackthorne cuyo corazón latía desaforadamente.

—Será mejor que no intente nada.

—¡Oh, buen Jesús, sácame de aquí! —dijo Croocq, y el tono de su voz se fue elevando—. ¡Socorroooo!

Van Nekk, que estaba cerca de él, lo sacudió y lo apaciguó:

—Bueno, muchacho. Estamos en las manos de Dios. Él cuidará de nosotros.

—¡Mirad mi brazo! —gimió Maetsukker cuya herida ya se había infectado.

Blackthorne se puso de pie tambaleándose.

—Si no nos sacan de aquí, todos estaremos locos de remate dentro de un par de días —dijo.

—Casi no hay agua —advirtió Van Nekk.

—Racionaremos la que queda. Un poco ahora y un poco al mediodía. Si tenemos suerte, habrá para tres turnos. ¡Malditas moscas!

Había encontrado la taza y había repartido una ración, y ahora sorbía la suya haciéndola durar.

—¿Qué vamos a hacer con el japonés? —dijo Spillbergen que había pasado la noche mejor que los otros, porque se había tapado los oídos con un poco de barro y, además, como estaba junto al barreño había mitigado cuidadosamente su sed—. ¿Qué vamos a hacer con él?

—Deberíamos darle un poco de agua —dijo Van Nekk.

—¡Y un cuerno! —dijo Sonk—. Yo digo que no.

Lo pusieron a votación y decidieron no darle agua.

—No estoy de acuerdo —dijo Blackthorne.

—Vos no estáis de acuerdo con nada de lo que decimos —dijo Jan Roper—. Es nuestro enemigo. Es un diablo pagano y estuvo a punto de mataros.

—Tú también estuviste a punto de matarme media docena de veces. Si tu mosquete hubiese funcionado en Santa Magdalena me habrías volado la cabeza.

—No os apuntaba a vos. Apuntaba a los siervos de Satán.

—Eran curas desarmados. Y había tiempo de sobra.

—No os apuntaba a vos.

—Estuviste doce veces a punto de matarme con tu maldita ira y tu maldito fanatismo y tu maldita estupidez. Pero ahora haréis todos lo que yo diga.

Jan Roper miró a su alrededor buscando apoyo en vano.

—¡Haced lo que queráis! —dijo de mal talante.

—Lo haré.

El samurai estaba tan sediento como ellos, pero movió la cabeza al serle ofrecida la taza. Blackthorne vaciló y después acercó la taza a los labios del samurai, pero éste la apartó de un golpe derramando el agua y murmuró algo en voz ronca.

—Está loco. Todos están locos —dijo Spillbergen.

—¡Habrá más agua para nosotros! —exclamó Jan Roper—. Dejad que se vaya al infierno… Bien merecido lo tiene.

—¿Cómo te llamas? ¿Nombre? —le preguntó Blackthorne.

Lo repitió de diferentes maneras, pero el samurai pareció no oírle.

Le dejaron en paz. Pero lo vigilaron como si fuese un escorpión. El hombre no devolvió sus miradas. Blackthorne tenía la seguridad de que se estaba forjando algo en su cabeza, pero no tenía la menor idea de lo que podía ser.

«¡Dios mío, ojalá pudiera acostarme! —pensó—. ¡Ojalá pudiera darme un baño! Hoy no tendrían que llevarme a rastras. Nunca me había dado cuenta de lo importante que puede ser un baño. ¡Y aquel hombre de los dedos de acero! De buena gana lo tendría un par de horas conmigo. ¡Qué desastre! ¡Tantos barcos, tantos hombres y tantos esfuerzos para llegar a esto! Un fracaso total. Bueno, casi total. Algunos de nosotros seguimos aún con vida.»

—¡Capitán! —dijo Van Nekk, sacudiéndolo—. Os habéis quedado dormido. Es él… Está inclinado ante vos desde hace más de un minuto.

Y señaló al samurai, que estaba arrodillado frente a él, con la cabeza baja.

Blackthorne se frotó los ojos. Con un esfuerzo correspondió al saludo.

¿Hai? —preguntó secamente recordando la palabra que significaba «sí» en japonés.

El samurai arrancó el cinto de su destrozado quimono y se rodeó el cuello con él. Sin levantarse, entregó un extremo a Blackthorne y el otro a Sonk, inclinó la cabeza y, con un ademán, les indicó que tirasen.

—Teme que lo estrangulemos —dijo Sonk.

—No. Es lo que quiere que hagamos.

Blackthorne soltó el cinto y movió la cabeza. Después, pensando en lo útil que resultaba esta palabra, dijo enérgicamente:

¡Kinjiru!

El samurai insistió, suplicándole con sus gestos, pero Blackthorne volvió a negar con la cabeza y a decir: «Kinjiru.» El hombre miró enloquecido a su alrededor. De pronto, se puso de pie y metió la cabeza en el barreño de los excrementos tratando de ahogarse. Jan Roper y Sonk lo sacaron de allí inmediatamente mientras él tosía y se debatía.

—¡Soltadlo! —ordenó Blackthorne señalando la letrina—. Si es eso lo que quieres, samurai, adelante…

El hombre estaba vomitando, pero comprendió. Miró el apestoso cubo y supo que no tendría fuerzas para tener la cabeza sumergida mucho tiempo. Con un gran desconsuelo, volvió a su sitio junto a la pared.

Blackthorne llenó media taza de agua y la ofreció al japonés. El samurai fingió no verla.

—Por el amor de Dios, ¿cuánto tiempo nos tendrán aquí? —preguntó Ginsel.

—Todo el que quieran.

Spillbergen, Maetsukker y Sonk empezaron a lamentarse, pero Blackthorne los obligó a ponerse de pie, y cuando hubo establecido los nuevos turnos se tumbó en el suelo con alivio. El fango apestaba y las moscas eran una plaga, pero el mero hecho de poder estirarse le produjo una gran satisfacción.

«¿Qué le habrán hecho a Pieterzoon? —se preguntó, sintiendo que le invadía la fatiga—. ¡Oh, Dios mío, ayúdanos a salir de aquí! Tengo miedo.»

Sonaron pasos arriba. Se abrió la trampa. El sacerdote estaba allí, entre unos samurais.

—Capitán, tenéis que subir —dijo—. Sólo vos.