Vinck trató de mover las piernas, pero no pudo. Se había enfrentado muchas veces con la muerte, pero nunca sumisamente como ahora. Había sido señalado por las pajas. «¿Por qué yo? —chillaba su cerebro—. No soy peor que los demás. Dios del cielo, ¿por qué yo?»
Habían bajado una escalera. Omi hizo un gesto para que subiese el hombre. ¡Isogi! ¡De prisa!
Van Nekk y Jan Roper rezaban en silencio, con los ojos cerrados. Pieterzoon no podía mirar. Blackthorne contemplaba fijamente a Omi y a sus hombres.
—¡Isogi! —volvió a gritar Omi.
Una vez más, Vinck trató de ponerse de pie.
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme a levantarme!
Pieterzoon, que era el que estaba más cerca, le ayudó a levantarse, pero Blackthorne se había plantado al pie de la escalera.
—¡Kinjiru! —gritó, empleando la palabra que había oído en el barco, torciendo la escalera y desafiando a Omi a poner el pie en ella.
Omi se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó Spillbergen, asustado como todos.
—Le he dicho que está prohibido. Ninguno de mis tripulantes irá a la muerte sin luchar.
—Pero… lo hemos jurado.
—Yo, no.
—Bueno, capitán —murmuró Vinck—. Lo decidimos así, y el juego fue limpio. Es la voluntad de Dios. Iré…
—No irás sin luchar. Nadie lo hará.
Omi retrocedió un paso y gritó una orden a sus hombres. Inmediatamente, un samurai, seguido de cerca por otros dos, empezó a bajar la escalera con el sable desenvainado.
Blackthorne hizo girar la escala, esquivando el sable y tratando de estrangular al hombre.
—¡Ayudadme! ¡Vamos! ¡Por vuestra vida!
Blackthorne cambió de mano para hacer caer al hombre de la escalera, mientras bajaba su primer acompañante. Vinck salió de su estado cataléptico y se lanzó sobre el samurai. Paró el golpe que habría cortado la muñeca de Blackthorne y lanzó el otro puño contra la ingle del hombre. El samurai lanzó un gemido y una tremenda patada. Vinck pareció no sentir el golpe. Subió unos peldaños y trató de apoderarse del sable y de arañar los ojos de su rival. Los otros dos samurais veían cortados sus movimientos por la falta de espacio y la presencia de Blackthorne, pero una patada de uno de ellos alcanzó la cara de Vinck haciéndole retroceder. Entonces, toda la tripulación se lanzó sobre la escala.
Croocq dio un puñetazo en el empeine del pie del samurai y sintió que se quebraba un huesecillo. El hombre sacó el sable de la vaina, pero cayó pesadamente al suelo. Vinck y Pieterzoon cayeron sobre él. Blackthorne se apoderó de la daga del japonés caído y empezó a subir la escalera, seguido de Croocq, Jan Roper y Salamon. Los dos samurais se retiraron y se plantaron en la entrada blandiendo sus sables asesinos. Blackthorne sabía que la daga era inútil contra los sables. Sin embargo, atacó apoyado por los otros. En el momento en que asomó la cabeza, le descargaron un sablazo que no le alcanzó por una fracción de pulgada. Una violenta patada de un samurai al que no había visto le hizo caer de nuevo en el agujero.
Vinck dio un golpe en la nuca al samurai caído y éste perdió el conocimiento. Siguió golpeándolo, pero Blackthorne lo detuvo.
—No lo mates. ¡Podemos emplearlo como rehén! —gritó tirando desesperadamente de la escalera y tratando de hacerla caer dentro del sótano.
Pero era demasiado larga. Arriba, los otros samurais de Omi esperaban, impávidos, junto a la trampilla.
Otros tres samurais, provistos de cuchillos y llevando sólo un taparrabo, saltaron dentro de la hoya. Los dos primeros cayeron deliberadamente sobre Blackthorne, derribándolo y lo atacaron ferozmente.
Blackthorne quedó aplastado bajo el peso de los hombres. No podía emplear el cuchillo, sintió flaquear su voluntad de lucha y lamentó no tener la habilidad de Mura para el combate sin armas. Sabía que no podría resistir mucho tiempo, pero hizo un último esfuerzo para liberar un brazo. Un golpe cruel de una mano pétrea retumbó en su cabeza y otro le hizo ver las estrellas, pero siguió luchando.
Vinck forcejeaba con uno de los samurais cuando el tercero se dejó caer sobre él desde lo alto, y Maetsukker chilló al clavarse una daga en su brazo.
Blackthorne agarró por el cuello a uno de los samurais, pero sus dedos resbalaron a causa del sudor y del fango, y cuando se erguía como un toro enloquecido tratando de sacudírselos de encima, un último golpe lo sumió en la inconsciencia. Los tres samurais volvieron a la escalera, y los prisioneros, ahora sin jefe, retrocedieron ante los molinetes de los sables. Los samurais no pretendían matarlos ni mutilarlos, sino únicamente acorralarlos contra los muros, lejos de la escalera a cuyo pie yacían inertes Blackthorne y el primer samurai.
Omi bajó con arrogancia y agarró al hombre que tenía más cerca que era Pieterzoon. Lo empujó hacia la escala.
Pieterzoon gritó y luchó por librarse de las garras de Omi, pero un cuchillo rasgó su muñeca y otro le desgarró un brazo.
—¡Que Dios me ayude! No soy yo quien tiene que ir…, no soy yo —tenía los pies en el primer peldaño y siguió subiendo, huyendo de los cuchillos—. ¡Salvadme, por el amor de Dios! —gritó por última vez.
Omi lo siguió, sin apresurarse.
Un samurai subió detrás de él. Después, otro. El tercero recogió el cuchillo que había empleado Blackthorne.
Retiraron la escalera. El aire, el cielo y la luz se desvanecieron. Sólo quedó la oscuridad, y en ella unos pechos jadeantes y unos corazones palpitantes y sudor y hedor. Volvieron las moscas.
De momento, nadie se movió. Jan Roper tenía un pequeño corte en la mejilla, Maetsukker sangraba mucho y casi todos los demás estaban conmocionados, excepto Salamon. Éste se acercó a Blackthorne y apartó al samurai inconsciente. Croocq recogió un poco de agua y entre los dos limpiaron la cara de Blackthorne.
Sonk se puso trabajosamente de pie y se acercó a ellos. Movió delicadamente la cabeza de Blackthorne y le palpó los hombros.
—Parece que está bien. Pero habrá que esperar que vuelva en sí.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Vinck echándose a temblar—. ¡Pobre Pieterzoon! Me he condenado… Me he condenado…
—Tú ibas a ir. El capitán te lo impidió —dijo Sonk sacudiéndole—. Yo lo he visto, Vinck.
—Es cierto —dijo Spillbergen—. No gimas más, Vinck. Ha sido culpa del capitán.
Jan Roper cogió un poco de agua con la calabaza, bebió y se lavó la herida de la mejilla.
—Vinck tenía que ir. Era el cordero de Dios. Era el elegido. Y ahora su alma se ha condenado. Apiádate de él, Dios mío, para que no arda por toda la eternidad.
—Dadme agua —gimió el capitán general.
Van Nekk tomó la calabaza de manos de Jan Roper y la pasó a Spillbergen.
—Vinck no ha tenido la culpa —dijo Van Nekk cansadamente—. Él no podía levantarse, ¿no os acordáis? Ha pedido que lo ayudáramos.
—No ha sido culpa suya —dijo Spillbergen—, sino de ése. —Todos miraron a Blackthorne—. Está loco.
—Como todos los ingleses —dijo Sonk—. ¿Habéis conocido a alguno que no lo estuviera? Rascadlos un poco, y encontraréis un maníaco… y un pirata.
—¡Son unos bastardos! —dijo Ginsel.
—No todos lo son —dijo Van Nekk—. El capitán sólo hizo lo que creía justo. Nos protegió y nos trajo aquí, después de diez mil leguas de navegación.
—¡Al diablo con su protección! Eramos quinientos y teníamos cinco barcos al zarpar. ¡Ahora sólo quedamos nueve!
—No fue culpa suya que se desperdigara la flota. Ni que nos azotasen las tormentas…
—De no haber sido por él nos habríamos quedado en el Nuevo Mundo. Fue él quien dijo que podríamos llegar al Japón. Y aquí estamos, ¡vive Dios!
—Todos convinimos en ello —dijo Van Nekk—. ¡Todos lo votamos!
—Sí, pero él nos convenció.
—¡Mirad! —dijo Ginsel, señalando al samurai que empezaba a moverse y a gemir.
Sonk se deslizó rápidamente junto a él y le dio un puñetazo en la mandíbula. El hombre se desvaneció de nuevo.
—¿Por qué lo han dejado aquí esos bastardos? Podían habérselo llevado fácilmente. No podíamos hacer nada para impedírselo.
—¿Pensarían que estaba muerto?
—No lo sé.
—No lo mates, Sonk. Es un rehén —dijo Croocq, y miró a Vinck—. ¿Qué le harán a Pieterzoon? ¿Qué nos harán a todos?
—La culpa es del capitán —dijo Jan Roper—. Sólo suya.
Van Nekk miró compasivamente a Blackthorne.
—Ahora ya no importa de quién sea la culpa —dijo.
Sonaron unos pasos arriba. La trampilla se abrió. Los aldeanos empezaron a verter barriles de agua de mar y de desperdicios de pescado en el pozo. Cuando hubo seis pulgadas de líquido en el suelo, se detuvieron.
Los gritos empezaron cuando la luna estaba alta en el cielo. Yabú estaba arrodillado en el jardín interior de la casa de Omi. Inmóvil. Observaba la luz de la luna sobre el árbol florido, el haz de ramas sobre el claro cielo, los apiñados capullos apenas coloreados. Un pétalo giró en el aire, y él pensó:
La belleza
no es menor
por caer
en la brisa.
Cayó otro pétalo. El viento suspiró y arrancó otro. El árbol tenía apenas la altura de un hombre y se levantaba entre unas piedras cubiertas de musgo y que parecían haber nacido de la tierra, tan hábilmente habían sido colocadas.
Se necesitaba toda la fuerza de voluntad de Yabú para concentrarse en el árbol y los capullos y el cielo y la noche, sentir el roce amable del viento y oler su dulce fragancia marina y pensar en poesías, y mantener al mismo tiempo aguzados los oídos para captar los gritos de agonía.
—Omi-san, ¿cuánto tiempo estará aquí nuestro señor? —preguntó la madre de Omi, en un temeroso murmullo, desde el interior de la casa.
—No lo sé.
—Esos gritos son terribles. ¿Cuándo cesarán?
—No lo sé —respondió Omi.
Estaban sentados detrás de un biombo, en la segunda habitación de la casa. La principal, que era la de la madre, había sido cedida a Yabú, y ambas estancias daban al jardín que él había construido con tanto esfuerzo. Podían ver a Yabú a través de la celosía.
—Quisiera irme a dormir —dijo, temblando, la mujer—. Pero no podré dormir con todo ese ruido. ¿Cuándo cesará?
—No lo sé. Ten paciencia, madre —dijo Omi con voz suave—. El ruido cesará pronto. Mañana, el señor Yabú partirá hacia Yedo. Por favor, ten paciencia.
Pero Omi sabía que la tortura duraría hasta el amanecer. Así había sido planeado.
Trató de concentrarse, siguiendo el ejemplo de su señor feudal. Pero el siguiente alarido lo volvió a la realidad, y pensó: «No puedo. No tengo su dominio ni su fuerza.»
—Pero, ¿es realmente fuerza? —se preguntó.
Podía ver claramente la cara de Yabú. Y trató de interpretar la extraña expresión del semblante de su daimío: el ligero fruncimiento de los labios, un poco de saliva en sus comisuras y los ojos incrustados en unas oscuras rendijas que sólo se movían con los pétalos.
Era la primera vez que Omi estaba tan cerca de su tío, pues él era sólo un pequeño eslabón en la cadena del clan y su feudo de Anjiro y de la zona circundante era pobre y carecía de importancia. Su padre, Mizuno, tenía seis hermanos, y Omi era el menor de sus tres hijos. Yabú era el mayor de aquellos hermanos y jefe del clan Kasigi, Mizuno era el segundo. Omi tenía veintiún años y era padre de un hijo varón.
—¿Dónde está tu miserable esposa? —farfulló la vieja con un tono malhumorado—. Quiero que me frote la espalda y los hombros.
—Ha tenido que ir a visitar a su padre, ¿no te acuerdas? Está muy enfermo. Deja que lo haga yo.
—No. Puedes llamar a una sirvienta. Pero tu mujer es muy desconsiderada. Podía haber esperado unos días. Yo he venido de Yedo para visitaros. Dos semanas de fatigoso viaje. Y ella se ha marchado cuando apenas llevaba aquí una semana. ¡Podía haber esperado un poco! Tu padre cometió un grave error al concertar tu boda con ella. Deberías decirle que no vuelva y divorciarte de ella. O al menos, darle una buena paliza. ¡Esos terribles gritos! ¿Por qué no acaban de una vez?
—Acabarán pronto.
—Deberías darle una buena paliza.
—Sí.
Omi pensó en su esposa, Midori, y el corazón saltó en su pecho. Era muy hermosa y gentil e inteligente. Su voz era clara y su música tan buena como la de cualquier cortesana de Izú.
—Midori-san —le había dicho él, reservadamente—, debes marcharte en seguida.
—Mi padre no está tan enfermo, Omi-san, y mi sitio está aquí, para servir a tu madre, ¿neh? Si viene nuestro señor daimío, habrá que preparar la casa. ¡Oh! Esto es muy importante, Omi-san, el momento más importante de tu servicio, ¿neh? Si el señor Yabú recibe una buena impresión, tal vez te dará un feudo mejor, que bien te lo mereces. Si ocurriera algo durante mi ausencia, nunca me lo perdonaría.
—A pesar de todo, quiero que te marches en seguida, Midori-san. Sólo por dos días. Después, vuelve corriendo.
Ella había suplicado, pero ante la insistencia de él, había acabado por marcharse. Omi había querido que no estuviese en Anjiro cuando llegara Yabú y mientras éste permaneciese en la casa. No era que temiera que el daimío se atreviese a tocarla sin permiso. Esto era inconcebible, pues en tal caso Omi habría tenido el derecho, el honor y el deber de eliminar al daimío.
Pero había advertido que Yabú la miraba mucho cuando se casaron en Yedo y ahora había querido evitar toda posible causa de violencia. Debía impresionar a Yabú-sama con su lealtad filial, su previsión y su consejo. Y hasta ahora todo se había desarrollado a pedir de boca. El barco había sido un descubrimiento precioso, lo mismo que su tripulación. Todo era perfecto.
Omi estaba triste sin ella, pero contento de que se hubiera marchado. Los gritos la habrían afligido demasiado.
Su madre percibía apenas la borrosa silueta de Yabú en el jardín. En secreto, lo odiaba y deseaba su muerte. Si Yabú moría, Mizuno, su marido, sería daimío de Izú y jefe del clan. Sería algo magnífico. Entonces, todos los otros hermanos y sus esposas y sus hijos, serían sus servidores, y Mizuno-san nombraría a Omi su heredero.
El dolor del cuello la hizo moverse un poco.
—Llamaré a Kikú-san —dijo Omi refiriéndose a la cortesana que esperaba pacientemente a Yabú en la habitación contigua, con el muchacho—. Es muy hábil.
—Estoy bien. Sólo un poco cansada, ¿neh? Pero, bueno, puede darme un poco de masaje.
Omi entró en la habitación contigua. El lecho estaba a punto. Consistía en una colcha inferior y otra superior, colocadas sobre la esterilla. Kikú se inclinó, trató de sonreír y murmuró que sería para ella un honor poner su modesta habilidad al servicio de la madre más honorable de la casa. Estaba más pálida que de costumbre y Omi comprendió que los gritos la afectaban también profundamente. El muchacho procuraba disimular su miedo.
Cuando habían empezado los gritos, Omi había tenido que emplear toda su habilidad para hacer que se quedara.
—¡Oh, no puedo soportarlo, Omi-san! Es terrible. Por favor, déjame marchar. Me tapo los oídos, pero el ruido penetra a través de mis manos. ¡Pobre hombre! Es terrible —había dicho ella.
—Por favor, Kikú-san, ten paciencia. Ha sido una orden de Yabú-sama, ¿neh? No podemos hacer nada. Pronto acabará.
—Es demasiado, Omi-san. No puedo soportarlo.
Por una costumbre inveterada, el dinero no podía comprar a una joven si ésta o su patrona rechazaban al cliente, quienquiera que fuese. Kikú era una cortesana de primera clase, la más famosa de Izú, y aunque Omi estaba convencido de que no podía compararse con las cortesanas de segunda clase de Yedo, Osaka o Kioto, aquí estaba en la cima y justamente orgullosa de sí misma. Y aunque él había convenido con su patrona, Mamá-san Gyoko, pagarle el quíntuplo del precio acostumbrado, todavía no estaba seguro de que Kikú quisiera quedarse.
Ahora observaba sus ágiles dedos sobre el cuello de su madre. Era bonita, menuda, de piel suave y casi translúcida. En general, sabía gozar de la vida. Pero, ¿cómo podía sentirse feliz bajo el peso de aquellos gritos?
De pronto, los gritos cesaron.
Omi escuchó, con los labios entreabiertos, esforzándose en captar el menor sonido, esperando. Advirtió que los dedos de Kikú se habían detenido y que su madre no se quejaba y escuchaba con la misma atención. Miró a Yabú, a través de la celosía. El daimío permanecía inmóvil como una estatua.
—¡Omi-san! —llamó Yabú, al fin.
Omi se levantó, salió a la galería y se inclinó.
—Sí, señor.
—Ve a ver lo que ha pasado.
Omi se inclinó de nuevo, cruzó el jardín y salió al camino enarenado que conducía al pueblo y a la playa. Allá abajo, pudo ver una fogata cerca de uno de los muelles y varios hombres a su alrededor. Y en la plaza frente al mar, la trampa del pozo y los cuatro centinelas.
Al acercarse al pueblo, vio que los lugareños —hombres, mujeres y niños— seguían descargando el buque y que unas canoas y unas barcas de pesca iban y venían como otras tantas luciérnagas. Fardos y cajas se amontonaban en la orilla. Siete cañones estaban ya allí, y otro estaba siendo izado de un bote a una rampa y de ésta a la arena. Reinaba el silencio. Incluso los perros callaban.
Nunca había ocurrido una cosa así. Omi pensó que era como si el kami (espíritu Shinto) del pueblo los hubiera abandonado.
Mura llegó de la playa y le salió al encuentro.
—Buenas noches, Omi-sama. El barco estará descargado al mediodía.
—¿Ha muerto el bárbaro?
—No lo sé, Omi-sama. Iré a verlo en seguida.
—Puedes venir conmigo.
Mura le siguió, sumiso, a medio paso de distancia.
—¿Has dicho al mediodía? —preguntó Omi, preocupado por aquel silencio.
—Sí. Todo marcha bien.
—¿Y el camuflaje?
Mura señaló unos grupos de viejas y de niños, cerca de las casas donde se guardaban las redes. Suwo estaba con ellos.
—Podemos desmontar los cañones de sus cureñas y envolverlos. Al menos necesitaremos diez hombres para transportar cada cañón. Igurashi-san ha enviado a buscar más porteadores al pueblo vecino.
—Bien.
—Me preocupa que se mantenga el secreto, señor.
—Igurashi-san les hará comprender esta necesidad, ¿neh?
—Tendremos que emplear todos nuestros sacos para arroz y todas nuestras redes y esterillas, Omi-sama.
—¿Y bien?
—¿Cómo podremos pescar y ensacar nuestras cosechas?
—Ya encontraréis la manera —repuso Omi endureciendo la voz—. Esta temporada los impuestos aumentarán una mitad. Yabú-san lo ha ordenado esta noche.
—Tenemos pagados los impuestos de este año y del próximo.
—Es el privilegio de los campesinos, Mura. Pescar, cultivar, cosechar y pagar los impuestos, ¿neh?
—Sí, Omi-sama —dijo Mura sin perder la calma.
—El jefe de un pueblo que no puede dominarlo es un objeto inútil, ¿neh?
—Sí, Omi-sama.
—Aquel lugareño fue tan estúpido como insolente. ¿Son los otros como él?
—Ninguno, Omi-sama.
—Así lo espero. Los malos modales son imperdonables. Su familia ha sido multada con el valor de un kokú de arroz a pagar en pescado, arroz, cereales o de cualquier otra manera en el plazo de tres lunas.
—Sí, Omi-sama.
Tanto Mura como Omi sabían que esta suma estaba fuera del alcance de la familia. Los tres hermanos Tamazaki —ahora dos— sólo tenían una barca de pesca y un campo de arroz de media hectárea para mantener a sus respectivas esposas, cuatro hijos y tres hijas, amén de la viuda y los tres hijos del muerto. Un kokú de arroz era lo que necesitaba una familia para vivir un año. Equivalía aproximadamente a trescientas cincuenta libras.
Mura estaba pensando cómo podría conseguir el importe de la multa, pues si la familia no podía pagarla tendría que hacerlo el pueblo. El jefe del pueblo vecino le debía un favor… ¡Ah! ¿Acaso la hija mayor de Tamazaki no era una belleza a los seis años y no eran los seis años la mejor edad para vender una niña? ¿Y no era un primo lejano de la hermana de su madre el mejor mercader de niños de todo Izú? Mura suspiró sabiendo los furiosos regateos que le esperaban. Pero quizá conseguiría dos kokú por la niña. Ciertamente, valía mucho más.
—Pido perdón por el mal comportamiento de Tamazaki —dijo Mura.
—El insolente fue él, no tú —respondió Omi, amablemente.
Doblaron la esquina del muelle y se detuvieron. Omi vaciló y después despidió a Mura con un ademán. El jefe del pueblo hizo una reverencia y se alejó, agradecido.
—¿Ha muerto, Zukimoto?
—No, Omi-san. Sólo ha vuelto a desmayarse.
Omi se acercó a la gran caldera de hierro que se empleaba en el pueblo para obtener la esperma de las ballenas que a veces capturaban en alta mar durante los meses de invierno o para hacer cola de pescado que era una industria local.
El bárbaro estaba sumergido hasta los hombros en el agua humeante. Tenía roja la cara y sus labios dejaban al descubierto los cariados dientes.
Al ponerse el sol, Omi había observado a Zukimoto, hinchado de vanidad, mientras supervisaba la operación de atar al bárbaro como a un pollo, con los brazos sobre las rodillas y las manos colgando hasta los pies, y sumergirlo en agua fría. El bárbaro pelirrojo con quien había querido empezar Yabú no había parado de charlar y de reír y de llorar mientras el sacerdote cristiano rezaba a gritos sus plegarias.
Entonces, habían empezado a atizar el fuego. Yabú no estaba en la playa, pero había dado órdenes concretas, que se habían seguido al pie de la letra. El bárbaro había empezado a gritar y a vociferar y había tratado de abrirse la cabeza a golpes contra el borde de la caldera. Pero se lo habían impedido. Omi había tratado de presenciar aquello como se observa la inmolación de una mosca procurando no ver al hombre. Pero no lo había logrado y se había marchado lo antes posible. Acababa de descubrir que no le gustaba la tortura. Era algo indigno tanto para el que sufría como para su verdugo. Privaba a la muerte de su dignidad.
Zukimoto pinchó las piernas del hombre con un palo, como suele hacerse para saber si un pescado está cocido.
—Pronto volverá a la vida —dijo—. Es extraordinario lo que aguanta. No creo que estén hechos como nosotros. Muy interesante, ¿eh?
—No —dijo Omi, detestándole.
Zukimoto se puso inmediatamente en guardia.
—Me he expresado mal, Omi-san —dijo inclinándose profundamente.
—Desde luego. El señor Yabú está muy complacido por tu buena actuación. Debe necesitarse mucha habilidad para regular exactamente el fuego.
—Eres demasiado amable, Omi-san.
—Yabú quiere saber cuánto vivirá ese hombre.
—Si tenemos cuidado, hasta el amanecer.
Omi observó la caldera, pensativo. Después se dirigió a la plaza. Todos los samurais se levantaron y le hicieron una reverencia.
—Todo está tranquilo ahí abajo, Omi-san —dijo uno de ellos—. Al principio, sonaron algunas voces irritadas y algunos golpes. Pero hace rato que no se oye nada.
—¿Y Masijiro? —preguntó Omi nombrando al samurai que, por orden suya, había sido dejado abajo.
—No lo sabemos, Omi-san. Desde luego, no ha llamado. Probablemente está muerto.
«¡Dejarse dominar por unos hombres que estaban desarmados y en su mayoría enfermos! —pensó Omi—. ¡Qué asco! Mejor que haya muerto.»
—Mañana, ni comida ni agua. Al mediodía, sacad los cadáveres que haya, ¿neh? Y subid al jefe. Solo.
—Sí, Omi-san.
Omi volvió a la fogata y esperó hasta que el bárbaro abrió los ojos. Después, volvió al jardín y refirió lo que había dicho Zukimoto.
—¿Has mirado los ojos del bárbaro?
—Sí, Yabú-sama.
Omi estaba ahora arrodillado detrás del daimío, a diez pasos de distancia. Yabú permanecía inmóvil.
—¿Qué… qué has visto en ellos?
—Locura. La esencia de la locura. Nunca había visto unos ojos como aquéllos. Y un terror infinito.
Tres pétalos cayeron suavemente.
—Haz una poesía acerca de él.
Omi se estrujó el cerebro. Después, lamentando no ser más hábil, dijo:
Sus ojos
eran el fondo
del Infierno…
Dolor total
articulado.
Se oyeron unos alaridos, ahora más débiles, pero la distancia parecía nacer su tono más cruel.
Yabú dijo, al cabo de un momento:
Si tú dejas
que su escalofrío llegue
a lo más hondo,
te vuelves uno de ellos,
inarticulado.
Omi reflexionó sobre esto durante largo rato, envuelto en la belleza de la noche.