Yabú hallábase en su baño caliente, más satisfecho y confiado de lo que se había sentido en su vida. El barco había revelado su riqueza y esta riqueza le daba un poder que nunca había soñado.
—Quiero que todo sea desembarcado mañana —había dicho—. Volved a guardar los mosquetes en sus cajas. Disimuladlo todo con redes o sacos.
Quinientos mosquetes, pensó entusiasmado. Con más pólvora y proyectiles que los que tenía Toranaga en las Ocho Provincias. Y veinte cañones, cinco mil balas de cañón y abundancia de pertrechos. Todo de la mejor calidad europea.
—Tú, Mura, reclutarás los porteadores. Igurashi-san, quiero que todo ese armamento, incluidos los cañones, sea transportado en secreto a mi castillo de Mishima. Tú serás el responsable.
Cuando los portugueses habían descubierto el Japón, en 1542, habían introducido allí los mosquetes y la pólvora. Al cabo de dieciocho meses, los japoneses ya los fabricaban. Su calidad era muy inferior a la de sus equivalentes europeos, pero esto importaba poco porque las armas de fuego eran consideradas únicamente como una novedad y durante mucho tiempo fueron utilizadas solamente para la caza. También, y muy importante, la guerra era casi ritual en el Japón. Se combatía mano a mano, individualmente, y el sable era el arma más digna. El uso de las armas de fuego se consideraba deshonroso y absolutamente contrario al código del samurai, el bushido, el Camino del Guerrero, que obligaba a los samurais a luchar, vivir y morir con honor.
Desde hacía años, Yabú tenía una teoría secreta. «Al fin —pensó entusiasmado— podré desarrollarla y ponerla en práctica.» Quinientos samurais armados con mosquetes, pero formados como una unidad, servirían de punta de lanza a sus veinte mil soldados convencionales, apoyados por veinte cañones manejados por hombres especiales, también adiestrados como una unidad. ¡Una nueva estrategia para una nueva era! En la próxima guerra, los cañones serían decisivos.
—¿Y el bushido? —le preguntaban las sombras de sus antepasados.
—¿Y el bushido? —les replicaba él.
Y nunca le respondían.
Jamás, en sus sueños más exaltados, había creído posible que llegase a tener quinientos mosquetes. Y ahora los tenía de balde y sólo él sabía cómo emplearlos. Pero, ¿por qué bando se inclinaría? ¿Por Toranaga o por Ishido? ¿O le convenía más esperar… y ser en definitiva el triunfador?
—Igurashi-san, viajarás de noche y con absoluta reserva.
—Sí, señor.
—Esto debe permanecer secreto, Mura, si no quieres que el pueblo sea arrasado.
—No diremos nada, señor. Respondo de mi pueblo. Pero no del viaje ni de los otros pueblos. ¿Cómo saber dónde hay espías?
Después, Yabú había registrado la cámara fuerte. Contenía el presunto botín de los piratas: bandejas, copas, candelabros y ornamentos de oro y de plata y algunas pinturas religiosas en ricos marcos. En una arca, había vestidos de mujer minuciosamente bordados con hilo de oro y piedras de colores.
—Haré fundir la plata y el oro en lingotes y los depositaré en el tesoro —había dicho Zukimoto, hombre pulcro y pedante, cuarentón, y que no era samurai.
Había sido sacerdote budista, pero su monasterio había sido arrasado por el Taiko. Zukimoto se había librado de la muerte gracias al soborno y se había convertido en buhonero y después en un pequeño mercader de arroz. Diez años atrás, había entrado al servicio de Yabú y ahora le era indispensable.
—En cuanto a las ropas, tal vez el hilo de oro y las gemas tengan valor —siguió diciendo—. Con tu permiso, lo enviaré a Nagasaki con todo lo demás que se pueda aprovechar. El puerto de Nagasaki, en la costa sur de la isla meridional de Kiusiu es el depósito legal y centro comercial de los portugueses. Los bárbaros pueden pagar bien estas chucherías. Y aquí hay algo más que te gustará, señor.
Zukimoto había abierto el cofre fuerte, que contenía veinte mil monedas de plata. Doblones españoles de la mejor calidad.
Tres días antes Yabú estaba en Yedo, capital de Toranaga. El mensaje de Omi había llegado al anochecer. Evidentemente, había que registrar inmediatamente el barco, pero Toranaga estaba todavía en Osaka para una confrontación definitiva con el señor general Ishido y había dicho a Yabú y a todos los daimíos vecinos y amigos que esperasen su regreso. Esta indicación no podía ser rechazada sin exponerse a los peores resultados. En realidad, ellos y sus familias eran rehenes que garantizaban el regreso de Toranaga, sano y salvo, de la inexpugnable fortaleza enemiga de Osaka, donde se celebraba la reunión. Toranaga era presidente del Consejo de Regencia. Había cinco regentes, todos eminentes daimíos, pero sólo Toranaga e Ishido tenían verdadero poder.
Yabú había sopesado cuidadosamente las razones para ir a Anjiro, los peligros inherentes y las ventajas de quedarse. Después había llamado a su esposa y a su consorte favorita. Una consorte era una amante oficial y legal. Un hombre podía tener todas las consortes que quisiera, pero sólo una esposa.
—Mi sobrino Omi acaba de enviarme un mensaje secreto según el cual un barco bárbaro ha llegado a Anjiro.
—¿Uno de los Barcos Negros? —había preguntado su esposa, muy excitada.
Eran éstos unos barcos comerciales enormes e increíblemente ricos que, anualmente y en la época del monzón, navegaban entre Nagasaki y la colonia portuguesa de Macao, situada a casi mil millas al Sur, en la China continental.
—No, pero puede llevar riquezas. Partiré inmediatamente. Diréis que he caído enfermo y que no se me puede molestar en absoluto. Estaré de regreso dentro de cinco días.
—Esto es terriblemente peligroso —le advirtió su esposa—. Alguien puede sospechar la verdad, pues hay espías en todas partes. Si Toranaga vuelve y se entera de que te has marchado, tu ausencia puede ser mal interpretada. Y tus enemigos influirán para que se vuelva contra ti.
—Sí —dijo la consorte—. Tu esposa tiene razón. El señor Toranaga nunca creería que lo has desobedecido sólo para registrar un barco bárbaro. Por favor, envía a otro.
—Pero éste no es un buque bárbaro corriente. No es portugués. Omi dice que es de otro país. Sus hombres hablan otra lengua entre ellos, y tienen los ojos azules y los cabellos de oro.
—Omi-san se ha vuelto loco. O ha bebido demasiado saké —dijo su esposa.
—Es un asunto demasiado importante para tomarlo a broma.
Su esposa se había inclinado pidiendo disculpas y había dicho que él tenía razón al reprenderla, pero que no había hablado en broma. Era una mujer menuda y delgada, diez años mayor que él y que le había dado ocho hijos en ocho años, hasta que su vientre se había secado. De estos hijos, cinco habían sido varones. Tres se habían hecho guerreros y habían muerto valientemente en la guerra contra China. Otro era sacerdote budista, y el último, que tenía diecinueve años, era despreciado por su padre.
La esposa, Yuriko, era la única mujer a quien él temía y respetaba. Gobernaba la casa con un látigo de seda.
—Discúlpame una vez más —dijo—. ¿Examinó Omi-san el cargamento?
—No, no lo examinó, Yuriko-san. Dice que lo selló inmediatamente, precisamente por tratarse de algo tan raro. También dice que es un barco de guerra. Con veinte cañones en cubierta.
—Entonces, alguien tiene que ir en seguida.
—Iré yo mismo.
—Piénsalo bien, por favor. Envía a Mizuno. Tu hermano es astuto y prudente. Te suplico que no vayas.
—Mizuno es débil y no merece confianza.
—Entonces, ordénale que se haga el harakiri y acaba con él de una vez —dijo ella, con voz dura.
—Más adelante, no ahora —replicó Yabú.
—Pues envía a Zukimoto. En él sí puedes confiar.
—Si Toranaga no hubiese ordenado que todas las esposas y consortes permaneciesen también aquí, te enviaría a ti. Pero sería demasiado arriesgado. Tengo que ir yo. No hay más remedio.
—Las órdenes de Toranaga fueron muy claras, señor. Si vuelve y descubre que…
—Sí. Si vuelve, señora. Todavía creo que se metió en una trampa. Ishido tiene ochenta mil samurais dentro y alrededor del castillo de Osaka. Fue una locura presentarse allí con sólo unos centenares de hombres. Si yo fuese Ishido y lo tuviera en mis manos lo mataría inmediatamente.
—Sí —repuso Yuriko—. Pero la madre del Heredero está también como rehén en Yedo hasta el regreso de Toranaga. El general Ishido no se atreverá a tocar a Toranaga hasta que ella esté sana y salva en Osaka.
—Yo lo mataría. Poco importa que Ochiba, la señora, viva o muera. El Heredero está a salvo en Osaka. Con Toranaga muerto, la sucesión es segura. Toranaga es la única amenaza real para el Heredero, el único que puede valerse del Consejo de Regencia para usurpar el poder de Taiko y matar al niño.
—Perdona, señor, pero tal vez el general Ishido pueda atraerse a los otros regentes y acusar a Toranaga, lo cual significaría el fin de éste, ¿neh?
—Sí, señora. Si Ishido pudiera hacerlo lo haría, pero no creo que pueda, como tampoco puede Toranaga. El Taiko eligió sabiamente los cinco regentes. Se desprecian tanto los unos a los otros que es casi imposible que se pongan de acuerdo en algo. Nada puede realmente cambiar hasta que herede Yaemón.
—Pero un día, señor, cuatro regentes pueden juntarse contra uno, por envidia, miedo o ambición, ¿neh? Los cuatro pueden retorcer las órdenes del Taiko lo bastante para ir a la guerra, ¿neh?
—Sí, pero será una guerra pequeña, y el uno será siempre derrotado y sus tierras repartidas entre los vencedores, los cuales tendrán que nombrar el quinto regente, y con el tiempo volverán a ser cuatro contra uno, y el uno será derrotado y perderá sus tierras…, tal como lo planeó el Taiko. El único problema está en saber quién será el uno esta vez: Ishido o Toranaga.
—Será Toranaga quien se quede solo.
—Los otros lo temen demasiado, porque todos saben que, en secreto, quiere ser Shogun, por mucho que diga lo contrario.
Shogun era el rango supremo que podía alcanzar un mortal en el Japón. Shogun significaba Dictador Militar Supremo. Sólo un daimío podía ser Shogun en un momento dado, y sólo Su Alteza Imperial el Emperador reinante, el Hijo Divino del Cielo, que vivía recluido con la Familia Imperial en Kioto, podía otorgar aquel título.
El nombramiento de Shogun representaba el poder absoluto, el sello y el mandato del Emperador. El Shogun gobernaba en nombre del Emperador. Por consiguiente, cualquier daimío que se rebelase contra el Shogun lo hacía automáticamente contra el Trono, era puesto fuera de la ley y se confiscaban sus tierras.
El Emperador reinante era adorado como una divinidad porque descendía en línea directa de la diosa Sol, Amaterasu Omikami, hija de los dioses Ezanagi e Izanami que habían formado las islas del Japón del firmamento. Por derecho divino, el Emperador reinante poseía todas las tierras y gobernaba y era obedecido sin discusión. Pero en la práctica, hace más de seis siglos que el poder real se ejercía detrás del trono.
Tres siglos antes había habido un cisma cuando dos de las tres grandes familias rivales de samurais, los Minowara, los Fujimoto y los Takashima, habían apoyado a dos pretendientes rivales al trono sumiendo al país en una guerra civil. Después de sesenta años, los Minowara triunfaron de los Takashima, y los Fujimoto, que habían permanecido neutrales, dieron tiempo al tiempo.
A partir de entonces, los shogunes Minowara dominaron en el reino, decretaron hereditario el shogunado y empezaron a casar algunas de sus hijas con miembros de la familia imperial. El Emperador y toda la Corte imperial permanecían completamente aislados en palacios y jardines amurallados del pequeño enclave de Kioto, casi siempre en la penuria, y limitando sus actividades a la observación de los ritos del Shinto, la antigua religión animista del Japón, y a menesteres intelectuales tales como la caligrafía, la pintura, la filosofía y la poesía.
Con el tiempo, los shogunes Minowara perdieron su poder en provecho de los otros, de los descendientes de los Takashima o de los Fujimoto. Y mientras las guerras civiles proseguían a lo largo de los siglos, el Emperador dependía cada vez más del daimío que era lo bastante fuerte para conseguir el dominio físico de Kioto. En cuanto el nuevo conquistador de Kioto había asesinado al Shogun en el poder y a sus descendientes, juraba fidelidad al trono y suplicaba humildemente al impotente Emperador que le otorgase el cargo vacante del Shogun. Después, igual que sus predecesores, trataba de extender su régimen más allá de Kioto, hasta que era, a su vez, destruido por otro. Los emperadores se casaban, abdicaban o subían al trono, según los antojos del shogunado. Pero la estirpe del Emperador reinante permanecía siempre inviolada e ininterrumpida.
El Shogun era todopoderoso. Hasta que era derribado.
En los últimos cien años, ningún daimío individual había tenido poder bastante para convertirse en Shogun. Hacía doce años, el campesino general Nakamura había tenido el poder y había conseguido el mandato del emperador Go-Nijo. Pero no había alcanzado el rango de Shogun, por mucho que lo deseara porque había nacido campesino. Había tenido que contentarse con el título civil mucho menos importante de Kwampaku, Primer Consejero, y más tarde, cuando cedió este título a su hijo pequeño, Yaemón, aun conservando todo el poder como era habitual, con el de Taiko. Por costumbre histórica, sólo los descendientes de las antiguas y semidivinas familias de los Minowara, los Takashima y los Fujimoto tenían derecho al rango de Shogun.
Toranaga era descendiente de los Minowara. La estirpe de Yabú se remontaba a una rama vaga y menor de los Takashima, pero esto le bastaría si un día llegaba al poder supremo.
—Bueno, señora —dijo Yabú—, es cierto que Toranaga quiere ser Shogun, pero nunca lo conseguirá. Los otros regentes lo desprecian y lo temen. ¿Crees que perderá ante Ishido?
—Se quedará aislado, sí. Pero en definitiva no creo que pierda, señor. Te suplico que no desobedezcas a Toranaga y que no te marches de Yedo para ver el barco bárbaro por muy raro que lo considere Omi-san. Por favor, envía a Zukimoto a Anjiro.
—¿Y si hay oro o plata en el barco? ¿Se lo confiarías a Zukimoto o a cualquiera de nuestros oficiales?
—No —había dicho su esposa.
Aquella noche había salido en secreto de Yedo con sólo cincuenta hombres, y ahora era más rico y poderoso de lo que nunca había soñado y tenía unos cautivos singulares, uno de los cuales moriría aquella misma noche. Y el día siguiente, al amanecer, partiría hacia Yedo. Y al anochecer, las armas y las monedas emprenderían su viaje secreto.
«¡Las armas! —pensó entusiasmado—. Estas armas y mi plan me darán el poder necesario para hacer que venza Ishido o Toranaga…, el que yo prefiera. Después, seré regente en substitución del perdedor. Y después, el regente más poderoso. ¿Por qué no Shogun? Sí. Ahora, todo es posible.»
Con las veinte mil monedas de plata podía reconstruir el castillo. Y comprar caballos especiales para la artillería. Y extender la red de espionaje. ¿Y qué de Ikawa Jikkyu? ¿Bastarían mil monedas para sobornar a sus cocineros para que lo envenenasen?
Estaba en la casa de Omi. Se abrió la puerta del cuarto de baño y entró un ciego.
—Me envía Kasigi Omi-san, señor. Soy Suwo, su masajista.
Era un hombre alto y muy delgado, viejo y con el rostro surcado de arrugas.
—Bien.
Yabú había tenido siempre miedo a la ceguera, pero este miedo parecía aumentar el placer que le producía el masaje de ciego.
Podía ver la cicatriz en la sien derecha del hombre y una profunda depresión del cráneo debajo de ella. Pensó que debía de ser un corte producido por un sable. ¿Era ésta la causa de su ceguera? ¿Había sido samurai? ¿Al servicio de quién? ¿Sería un espía?
Yabú sabía que el hombre había sido minuciosamente registrado por sus guardias antes de entrar. Por consiguiente, no temía que llevase ninguna arma oculta. Y tenía al alcance de la mano su precioso y largo sable, obra del maestro armero Muramasa. Vio cómo el viejo se quitaba el quimono de algodón y lo colgaba en la percha sin verla. Tenía más cicatrices en el pecho. Su ropa interior estaba muy limpia. Se arrodilló y esperó pacientemente.
Yabú salió del baño y se tendió sobre el banco de piedra. El viejo secó cuidadosamente al daimío, se untó las manos con aceite perfumado y empezó a frotar los músculos del cuello y de la espalda de Yabú.
La tensión empezó a menguar mientras los vigorosos dedos recorrían el cuerpo de Yabú con asombrosa habilidad.
—Muy bien. Esto está muy bien —dijo Yabú al cabo de un rato.
—Gracias, Yabú-sama —dijo Suwo.
Sama significaba «señor» y era un término de obligada cortesía cuando uno se dirigía a un superior.
—¿Hace tiempo que sirves a Omi-san?
—Tres años, señor. Él es muy bueno para este viejo.
—¿Y antes?
—Iba de pueblo en pueblo. Unos días aquí, medio año allá, como una mariposa llevada por el soplo de la primavera.
La voz de Suwo era tan suave como sus manos. Había comprendido que el daimío quería hacerle hablar y esperaba la próxima pregunta. Parte de su arte consistía en saber lo que querían de él y cuándo. A veces, se lo decían sus oídos, pero casi siempre eran sus dedos los que parecían revelar el secreto de la mente masculina o femenina. Ahora sus dedos le decían que tuviera cuidado con aquel hombre, que era peligroso y versátil, que tenía unos cuarenta años, que era un buen jinete y excelente con el sable. Y también que tenía el hígado enfermo y que moriría antes de dos años. Probablemente por culpa del saké o de los afrodisíacos.
—Estás muy fuerte para tu edad Yabú-sama.
—También tú. ¿Cuántos años tienes?
—Debo de tener más de ochenta… no lo sé fijo. Serví al señor Yoshi Chikitada, abuelo del señor Toranaga, cuando el feudo del clan no era más grande que este pueblo. Estaba en el campamento el día que fue asesinado.
Yabú se esforzó en mantener el cuerpo laxo, pero su mente se puso alerta y empezó a escuchar con atención.
—Un día triste, Yabú-sama. El asesino fue Obata Hiro, hijo de su aliado más poderoso. Tal vez sabrás que el joven cortó la cabeza del señor Chikitada de un solo sablazo. Era una hoja Muramasa y de aquí nació la superstición de que todos los sables Muramasa traen mala suerte al clan Yoshi.
«¿Lo dirá porque yo tengo un sable Muramasa? —se preguntó Yabú—. Muchos saben que lo tengo.»
—¿Cómo era el abuelo de Toranaga? —preguntó con fingida indiferencia para probar a Suwo.
—Alto, Yabú-sama. Tenía veinticinco años el día que murió y era guerrero desde los doce. Estaba casado y había engendrado un hijo. Fue una lástima que tuviese que morir. Obata Hiro era su amigo y su vasallo. Tenía entonces diecisiete años, pero alguien había envenenado su mente, diciéndole que Chikitada pensaba matar a su padre a traición. Desde luego, era mentira. El joven Obata se arrodilló delante del cadáver y se inclinó tres veces. Dijo que lo había hecho por respeto a su padre y que quería lavar su insulto a nuestro clan haciéndose el harakiri. Le dieron permiso. Y murió como un hombre. Uno de los nuestros actuó de maestro de ceremonias y cuando él estuvo muerto le cortó la cabeza de un solo golpe. Después, su padre vino a buscar su cabeza y el sable Muramasa. Las cosas se pusieron mal para nosotros. El único hijo del señor Chikitada fue cogido como rehén en alguna parte y nosotros pasamos malos tiempos. Esto fue…
—Estás mintiendo, viejo. Nunca estuviste allí —interrumpió Yabú que se había vuelto y miraba fijamente al hombre, que se quedó petrificado—. El sable fue roto y destruido después de la muerte de Obata.
—No, Yabú-sama. Esto es una leyenda. Yo vi cómo el padre se llevaba la cabeza y el sable. ¿Quién habría querido destruir semejante obra de arte? Habría sido un sacrilegio. Su padre se lo llevó.
—¿Qué hizo con él?
—Nadie lo sabe. Algunos dicen que lo arrojó al mar. Otros, que lo enterró, y que sigue enterrado en espera del nieto, de Yoshi Toranaga.
—Y tú, ¿qué crees?
—Que lo arrojó al mar.
—¿Lo viste?
—No.
Yabú se tumbó de nuevo y el viejo continuó su trabajo. La idea de que alguien más sabía que el sable no había sido destruido le producía un escalofrío extraño. ¿Debería matar a Suwo? ¿Por qué? ¿Cómo podría un ciego reconocer la hoja? La empuñadura y la vaina han sido cambiadas muchas veces en el curso de los años. Nadie puede saber que es el mismo sable que ha pasado de mano en mano, cada vez con mayor secreto, a medida que aumentaba el poder de Toranaga. Déjalo vivir. Puedes matarlo cuando quieras. Con el sable.
—¿Qué pasó después? —preguntó deseando sentirse arrullado por la voz del viejo.
—Fueron malos tiempos para nosotros. Fue el año del hambre atroz, y como mi amo había muerto, me convertí en ronín.
Los ronín eran campesinos-soldados o samurais que por haber sido degradados o por haber perdido a sus dueños se veían obligados a vagar de un lado a otro en busca de otro señor que aceptase sus servicios.
—Aquel año y el siguiente fueron muy malos —siguió diciendo Suwo—. Luchaba por quien fuese. Un combate aquí, una escaramuza allá. La comida era mi paga. Entonces supe que había comida en abundancia en Kiusiu, y me dirigí al Oeste. Aquel invierno encontré un santuario. Conseguí que me contratasen como guardián de un monasterio budista. Estuve allí medio año. El monasterio estaba cerca de Osaka, y en aquella época los bandidos eran tan numerosos como los mosquitos en un pantano. Un día nos tendieron una emboscada y me dieron por muerto. Unos monjes me encontraron y curaron mis heridas. Pero no pudieron devolverme la vista.
Sus dedos se hundían cada vez más en la carne.
—Me pusieron con un monje ciego que me enseñó a dar masaje y a ver con los dedos. Creo que ahora mis dedos me dicen más de lo que decían mis ojos. Lo último que recuerdo haber visto con ellos fue la boca y los dientes podridos del bandido, el arco brillante de su sable y… un perfume de flores. Vi perfume en todos sus colores, Yabú-sama. Esto fue hace mucho tiempo, mucho antes de que los bárbaros llegasen a nuestro país, cincuenta o sesenta años atrás. Pero vi los colores del perfume. Creo que vi el nirvana y por un momento la cara de Buda. La ceguera es un precio muy barato de semejante don, ¿neh?
No obtuvo respuesta, ni la esperaba. Yabú se había dormido, según lo previsto. «¿Te ha gustado mi historia, Yabú-sama? —preguntó Suwo en silencio—. Es cierta toda ella menos en una cosa. El monasterio no estaba cerca de Osaka, sino al otro lado de tu frontera occidental. ¿Cómo se llamaba el monje? Su, y era tío de tu enemigo Ikawa Jikkyu. Podría cortarte el cuello con toda facilidad. Le haría un favor a Omi-san. Sería un bien para el pueblo. Y con ello pagaría una pequeña parte de lo que debo a mi bienhechor. ¿Debo hacerlo ahora, o dejarlo para más tarde?»
Spillbergen levantó el puñado de paja de arroz, tenso el semblante.
—¿Quién quiere ser el primero?
Nadie le respondió. Blackthorne parecía dormitar, apoyado en el rincón del que no se había movido. Estaba a punto de ponerse el sol.
—Alguien tiene que ser el primero —gruñó Spillbergen—. Vamos, no queda mucho tiempo.
Les habían dado comida y un lebrillo de agua, y otro lebrillo como letrina. Pero nada para limpiarse. Y habían venido las moscas. La mayoría de los hombres estaban desnudos de cintura para arriba y sudaban de calor. Y de miedo.
Spillbergen los miró uno a uno y, por fin, a Blackthorne.
—¿Por qué… por qué os han eliminado? ¿Eh? ¿Por qué?
Blackthorne abrió los ojos, unos ojos helados.
—Por última vez, no-lo-sé.
—No es justo. No es justo.
Blackthorne volvió a sus pensamientos. «Ha de haber una manera de salir de aquí. Ha de haber una manera de llegar al barco. Ese bastardo acabará matándonos a todos. No queda mucho tiempo, y si me han excluido ahora es porque tienen algún plan maligno respecto a mí.»
Cuando se había cerrado la trampilla, todos lo habían mirado y alguien había dicho:
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé —había contestado él.
—¿Por qué os han excluido a vos?
—No lo sé.
—¡Jesús mío, ayúdanos! —gimió alguien.
—¿Cómo haremos la elección? —preguntó Spillbergen.
—De ninguna manera. Luchemos contra ellos.
—¿Con qué?
—¿Iréis como ovejas al matadero? ¿Iréis vos?
—No digáis ridiculeces. Yo no les intereso. Y no sería justo que yo fuese el elegido.
—¿Por qué? —preguntó Vinck.
—Soy el capitán general.
—Con todo mi respeto, señor —dijo Vinck con ironía—, creo que deberíais ofreceros voluntario.
Spillbergen quería imponerse, pero vio los ojos implacables de los otros. Por consiguiente, desistió y miró al suelo. Después dijo:
—Yo… Bueno, echaremos suertes. El que saque la paja más corta… Nos pondremos en las manos de Dios, vos, capitán, sostendréis las pajas.
—No. No quiero saber nada de esto. Quiero luchar.
—Nos matarían a todos. Ya oísteis lo que dijo el samurai. Nos perdonan la vida, salvo a uno —recordó Spillbergen secándose el sudor de la cara, y una nube de moscas se levantó y volvió a posarse—. Dadme agua. Es mejor que muera uno en vez de todos.
Van Nekk sacó agua del lebrillo y se la dio a Spillbergen.
—Somos diez, incluido vos, Paulus —dijo—. Las probabilidades son buenas.
—Salvo que seas tú el elegido —Vinck miró a Blackthorne—. ¿Podríamos luchar contra esos sables?
—¿Podrás ir mansamente al que ha de torturarte si el elegido eres tú?
—No lo sé.
—Echaremos suertes —dijo Van Nekk— y Dios decidirá. Lo haremos como ha dicho Paulus. Por algo es capitán general. ¿Estáis todos de acuerdo?
Todos dijeron que sí, salvo Vinck.
—Yo estoy con el capitán. ¡Al diablo con las sucias y malditas pajas!
Pero, al fin, se dejó convencer. Jan Roper, el calvinista, dirigió la plegaria. Spillbergen cortó diez trozos de paja exactamente iguales. Después, partió una de ellas por la mitad.
—¿Quién saca el primero? —volvió a preguntar.
—¿Cómo podemos saber que obedecerá el que saque la paja más corta? —preguntó Maetsukker, con voz ronca por el miedo.
—Esto es fácil —dijo Jan Roper—. Juremos que lo haremos en nombre de Dios. En Su nombre. Morir por los demás en Su nombre. La oveja ungida de Dios irá directamente a la Gloria Eterna.
Todos se mostraron de acuerdo y prestaron el juramento.
Sonk eligió el primero. Después, Pieterzoon. Le siguieron Jan Roper, Salamon y Croocq. Spillbergen se sintió morir, porque habían convenido que él no elegiría, sino que su paja sería la última, y ahora la probabilidad era terrible.
Ginsel se salvó. Quedaban cuatro.
Maetsukker lloraba a lágrima viva, pero apartó a Vinck, cogió una paja y casi no dio crédito a sus ojos al ver que no era él la víctima.
El puño de Spillbergen temblaba violentamente, y Croocq tuvo que sujetarle el brazo. Heces fecales resbalaron por sus piernas.
—¿Cuál debo coger? —se preguntaba desesperadamente Van Nekk—. ¡Dios mío, ayúdame!
Casi no podía ver las pajas entre la niebla de su miopía. «Si al menos pudiese ver, tal vez sabría la que tengo que elegir. ¿Cuál?»
Cogió una paja y la acercó a los ojos para ver claramente su sentencia. Pero no era la corta.
Los dedos de Vinck asieron la penúltima paja. La paja cayó al suelo, pero todos vieron que era la más corta. Spillbergen abrió su nudosa mano y todos vieron que la última paja era larga. Spillbergen se desmayó.
Todos miraban fijamente a Vinck. Él los miró desalentado, sin verlos. Se encogió débilmente de hombros y medio sonrió ojeando inconscientemente las moscas. Después, se derrumbó y los otros le hicieron sitio apartándose de él como si fuese un leproso.
Blackthorne se arrodilló en el suelo sucio junto a Spillbergen.
—¿Está muerto? —preguntó Van Nekk, con voz casi inaudible.
Vinck soltó una carcajada que puso los nervios de punta a todos los demás y que cesó con la misma brusquedad.
—Yo soy… el muerto —dijo—. ¡Estoy muerto!
—No temas. Eres el ungido de Dios. Estás en las manos de Dios —dijo Jan Roper.
—Sí —dijo Van Nekk—. No temas.
—Ahora es fácil, ¿no?
Vinck los miró uno a uno, y todos desviaron sus miradas. Todos, menos Blackthorne.
—Dame un poco de agua, Vinck —dijo, sin levantar la voz—. Dame un poco de agua del lebrillo. Vamos.
Vinck lo miró fijamente. Después cogió la calabaza, la llenó de agua y se la dio.
—Que Dios me asista, capitán —dijo—. ¿Qué voy a hacer?
—Primero, ayúdame con Paulus. ¡Haz lo que te digo, Vinck! ¿Se pondrá bien?
Vinck dominó su angustia, ayudado por la calma de Blackthorne. Spillbergen tenía el pulso débil. Vinck le auscultó el corazón, le abrió los párpados y observó sus ojos un momento.
—No lo sé, capitán. ¡Dios mío! No puedo pensar como es debido. Creo que su corazón está bien. Le convendría una sangría… pero no puedo…, no puedo concentrarme… Dadme…
Se interrumpió agotado. Se reclinó en la pared y empezó a temblar con violencia.
Se abrió la trampilla.
Omi se erguía contra el cielo, con el quimono ensangrentado por el sol poniente.