CAPÍTULO II

—El daimío, Kasigi Yabú, señor de Izú, quiere saber quién sois, de dónde venís, cómo llegasteis aquí y qué actos de piratería habéis cometido —dijo el padre Sebastião.

—Ya os he dicho mil veces que no somos piratas.

La mañana era clara y tibia y Blackthorne estaba arrodillado delante del tablado, en la plaza del pueblo. «Conserva la calma y haz funcionar el cerebro. Se están juzgando vuestras vidas. Tú eres el portavoz y debes actuar como tal. El jesuita es vuestro enemigo y el único intérprete disponible, y no hay manera de saber lo que dice, aunque puedes estar seguro de que no os ayudará…»

—Ante todo, decidle al daimío que estamos en guerra y que somos enemigos vuestros —dijo—. Decidle que Inglaterra y los Países Bajos están en guerra con España y Portugal.

—Os aconsejo que habléis con sencillez y no alteréis los hechos. Los Países Bajos son una pequeña provincia rebelde del Imperio español. Vos sois jefe de unos traidores que se han rebelado contra su legítimo rey.

—Inglaterra está en guerra y los Países Bajos se han separa…

Blackthorne se interrumpió, porque el sacerdote ya no le escuchaba y estaba traduciendo sus palabras.

El daimío estaba sobre el tablado. Bajo, rechoncho, dominador, cómodamente arrodillado y con los pies doblados debajo del cuerpo, y acompañado de cuatro lugartenientes, entre ellos Kasigi Omi, su sobrino y vasallo.

Mura estaba arrodillado sobre el polvo de la plaza. Era el único aldeano presente, y los únicos mirones eran los cincuenta samurais que habían venido con el daimío. Estaban sentados en hileras disciplinadas y mudas. Los tripulantes del barco estaban detrás de Blackthorne, arrodillados como él y vigilados de cerca. Habían tenido que traer al capitán general cuando habían ido a buscarles, a pesar de que estaba gravemente enfermo. Le habían permitido tenderse en el suelo, todavía semiconsciente. Blackthorne y todos los demás habían hecho una reverencia al llegar ante el daimío, pero esto no había bastado. Los samurais los habían obligado a arrodillarse y les habían empujado la cabeza hasta tocar el suelo, a la manera de los campesinos. Blackthorne había tratado de resistir y le había gritado al cura que explicase que él era el jefe y un emisario de su país y que debía ser tratado como tal. Pero el palo de una lanza le había hecho rodar por el suelo. Sus hombres se dispusieron a atacar impulsivamente, pero él les gritó que se detuviesen y se hincasen de rodillas. Afortunadamente, le obedecieron. El daimío había pronunciado unas palabras guturales que el sacerdote tradujo como una invitación a decir la verdad, y de prisa. Blackthorne había pedido una silla, pero el cura le había contestado que los japoneses no usaban sillas y que no había ninguna en el Japón.

Blackthorne concentraba su atención en el sacerdote mientras éste hablaba con el daimío, tratando de encontrar un modo de salir del atolladero.

«Hay arrogancia y crueldad en la cara del daimío —pensó—. Apuesto a que es un verdadero bastardo. El japonés del cura no es fluido. El otro está irritado e impaciente. ¿Será católico el daimío? Apuesto a que no. ¡Cuidado! En todo caso, no esperes compasión. ¿Cómo puedes manejar a ese maldito bastardo? ¿Cómo desacreditar al cura? Vamos, ¡piensa!»

—El daimío dice que os deis prisa en contestar.

—Sí, claro. Lo siento. Me llamo John Blackthorne. Soy inglés, capitán de la flota holandesa. Procedemos del puerto de Amsterdam.

—¿Flota? ¿Qué flota? Estáis mintiendo. ¿Cómo puede ser un inglés capitán de un barco holandés?

—Cada cosa a su tiempo. Traducid primero lo que he dicho.

—¿Por qué sois capitán de un buque corsario holandés? ¡Deprisa!

Blackthorne decidió jugar fuerte. Su voz, bruscamente endurecida, vibró en el aire tibio de la mañana.

¡Qué va! Primero, traducid lo que he dicho. ¡Español! ¡Ahora!

El sacerdote enrojeció.

—Os he dicho que soy portugués. Contestad la pregunta.

—Estoy aquí para hablar con el daimío, no con vos. ¡Traducid lo que he dicho, escoria del diablo!

Blackthorne vio que el cura enrojecía aún más y que esto no pasaba inadvertido al daimío. «Ten prudencia —se advirtió él mismo—. No te pases de la raya, o ese bastardo amarillo te hará pedazos más deprisa que una bandada de tiburones.»

El padre Sebastião sabía que debía mantenerse imperturbable ante los insultos del pirata y su evidente plan de desacreditarlo ante el daimío. Pero, por primera vez, se sentía desorientado. Cuando el mensajero de Mura había llevado a su misión de la provincia limítrofe la noticia de la llegada del barco, le habían sobresaltado las implicaciones del suceso. Había pensado que no podía ser holandés ni inglés. Nunca había habido un barco de herejes en el Pacífico, salvo los del archidiabólico corsario Drake, y éstos no habían llegado a Asia. Las rutas eran secretas y estaban bien guardadas. Inmediatamente, había enviado una nota por paloma mensajera a su superior de Osaka, aunque éste era joven y casi nuevo en el Japón e incapaz de solventar un caso como éste. Después, había corrido a Anjiro esperando que la noticia fuese falsa. Pero el barco era holandés y el capitán era inglés, y todo su odio por las satánicas herejías de Lutero, de Calvino, de Enrique VIII y de la malvada Isabel, su hija bastarda, se había desatado. Y todavía nublaba su juicio.

—Sacerdote, traduce lo que ha dicho el pirata —dijo el daimío.

El padre Sebastião se serenó y empezó a hablar con más confianza.

Blackthorne escuchaba atentamente tratando de captar palabras y significaciones. El padre decía «Inglaterra» y «Blackthorne» y señalaba el barco anclado en la bahía.

—¿Cómo llegasteis aquí? —dijo el padre Sebastião.

—Por el estrecho de Magallanes. Hace ciento treinta y seis días que pasamos por él. Decidle al daimío…

—Mentís. El estrecho de Magallanes es secreto. Habéis venido por la ruta de África y la India. Y, en definitiva, tendréis que decir la verdad. Aquí emplean la tortura.

—El estrecho era secreto. Pero un portugués nos vendió un libro de ruta. Uno de los vuestros os vendió como Judas. Ahora, todos los barcos de guerra ingleses y holandeses conocen el camino del Pacífico. En este mismo instante, veinte grandes barcos de guerra ingleses y sesenta cañoneras están atacando Manila. Vuestro Imperio ha terminado.

—¡Estáis mintiendo!

Blackthorne pensó al mentir que la única manera de probarlo era yendo a Manila.

¿Ano mono wa nani o moshité oru? —preguntó, impaciente, el daimío.

El sacerdote habló más de prisa y más fuerte, y dijo «Magallanes» y «Manila», pero Blackthorne pensó que el daimío y sus lugartenientes no parecían entender gran cosa.

Yabú se estaba cansando del juicio. Miró hacia el puerto, al barco que le tenía obsesionado desde el momento en que había recibido el mensaje secreto de Omi y se preguntó de nuevo si sería el regalo de los dioses que esperaba.

—¿Has inspeccionado el cargamento, Omi-san? —había preguntado esta misma mañana, al llegar, lleno de barro y muy cansado.

—No, señor. Pensé que era mejor sellar el barco hasta que llegaras, pero las bodegas están llenas de cestas y de fardos. Creí obrar correctamente. Confisqué las llaves, y aquí están.

—Muy bien.

Yabú había venido de Yedo, capital de Toranaga, situada a más de cien millas de distancia, quemando etapas, furtivamente y con gran riesgo para su persona, y deseaba volver lo antes posible. El viaje había durado casi dos días.

—Iré inmediatamente al barco.

—Deberías ver a los extranjeros, señor —había dicho Omi con una carcajada—. Son algo increíble. La mayoría de ellos tienen los ojos azules como los gatos siameses y los cabellos de oro. Pero lo más interesante es que son piratas…

Omi le había hablado del cura y de lo que éste había dicho de los corsarios, y de lo que había dicho el pirata y de todo lo que había sucedido. En vista de ello, Yabú se había bañado y se había cambiado de ropa ordenando que llevaran los bárbaros a su presencia.

—Escucha, sacerdote —dijo bruscamente, casi incapaz de comprender el mal japonés del cura—. ¿Por qué está tan furioso contigo?

—Es malo. Pirata. Adorador del diablo.

Yabú se inclinó hacia Omi, que estaba a su izquierda.

—¿Entiendes lo que está diciendo, sobrino? ¿Acaso miente? ¿Qué te parece?

—No lo sé, señor. ¿Quién sabe lo que creen realmente los bárbaros? Supongo que el sacerdote piensa que el pirata adora al diablo. Desde luego, todo son tonterías.

Yabú se volvió al cura. Le habría gustado crucificarlo en seguida y borrar el cristianismo de sus dominios de una vez para siempre. Pero no podía hacerlo. Aunque él y los otros daimíos gozaban de todo el poder en sus dominios, estaban sometidos a la suprema autoridad del Consejo de Regencia y a los decretos promulgados por el Taiko antes de su muerte y que conservaban plena fuerza legal. Uno de éstos, promulgado hacía años, se refería a los bárbaros portugueses y ordenaba que se les protegiese y que, dentro de lo razonable, se tolerara su religión y se permitiese a sus sacerdotes predicar y convertir.

—Escucha, sacerdote. ¿Qué más te ha dicho el pirata? ¡De prisa! ¿Te has comido la lengua?

—El pirata dice cosas malas. Malas. Sobre más barcos de guerra piratas… Muchos.

—«Barcos piratas de guerra», no tiene sentido, ¿neh?

—Pirata dice otros barcos de guerra en Manila.

—Omi-san, ¿entiendes algo de lo que está diciendo?

—No, señor. Su acento es horrible, es casi una jerigonza. Parece que dice que hay más barcos piratas al este del Japón.

—¡Oye, sacerdote! ¿Están esos barcos piratas frente a nuestras costas? ¿Al Este? ¡Habla!

—Sí, señor. Pero creo que miente. Dice en Manila.

—No te entiendo. ¿Dónde está Manila?

—Al Este. Muchos días de viaje.

—Si algún barco pirata llega hasta aquí, le daremos una agradable bienvenida, dondequiera que esté Manila.

—Perdón, pero no entiendo…

—Lo mismo da —dijo Yabú, agotada su paciencia.

Había decidido ya que los extranjeros tenían que morir y le gustaba la perspectiva. Evidentemente, aquellos hombres no estaban comprendidos en el decreto del Taiko, que sólo se refería a los «bárbaros portugueses» y, además, eran piratas. Él había odiado siempre a los bárbaros y se sentía avergonzado, como todos los daimíos, por la fuerza que habían adquirido en el País de los Dioses. Como existía desde hacía siglos un estado de guerra entre China y el Japón, China no permitía el comercio. Pero, hacía unos sesenta años, habían llegado los bárbaros. El emperador chino de Pekín les había otorgado una pequeña base permanente en Macao y ellos se habían avenido a trocar seda por plata. Como la plata abundaba en el Japón, pronto floreció el comercio y prosperaron ambos países. Los mediadores, o sea los portugueses, se hicieron ricos, y sus sacerdotes, jesuitas en su mayoría, fueron muy pronto un elemento vital del comercio porque aprendieron a hablar el chino y el japonés. Ahora, el giro comercial era enorme e interesaba a todos los samurais, por lo que tenían que tolerar a los sacerdotes.

Además, había un número importante de daimíos cristianos y muchos cientos de miles de conversos, la mayoría de ellos en Kiusiu, la isla meridional más próxima a China y en la que se hallaba el puerto portugués de Nagasaki. «Sí —pensó Yabú—, debemos tolerar a los sacerdotes y a los portugueses, pero no a esos bárbaros, a esos hombres inverosímiles de cabellos de oro y ojos azules.» Su excitación creció. Por fin podría satisfacer su curiosidad de ver cómo se enfrentaban los bárbaros con la muerte si se les sometía a tormento. Y tenía once hombres, once maneras distintas de matar, para hacer el experimento. Dijo:

—El barco extranjero, no portugués, pirata, queda confiscado con todo su contenido. Todos los piratas son sentenciados a…

Pero se interrumpió y se quedó boquiabierto al ver que el jefe de los piratas se arrojaba de un salto sobre el sacerdote, le arrancaba el crucifijo del cinto, lo hacía pedazos y gritaba algo con fuerza. Inmediatamente después, el pirata se arrodilló y tocó el suelo con la cabeza, rindiendo pleitesía al daimío mientras los guardias avanzaban con los sables desenvainados.

—¡Alto! ¡No lo matéis! —gritó Yabú, pasmado de que alguien pudiese tener la impertinencia de actuar con tanta brutalidad delante de él—. ¡Esos bárbaros son incomprensibles!

—Sí —dijo Omi mientras bullían mil preguntas en su mente sobre las implicaciones de semejante acción.

El sacerdote recogió con mano temblorosa la profanada madera y dijo algo al pirata, en voz baja y casi amable. Después, cerró los ojos, cruzó los dedos, y sus labios empezaron a moverse lentamente.

—Omi-san —dijo Yabú—. Primero, quiero ir al barco. Después, empezaremos.

Su voz se hizo más pastosa, al imaginarse la diversión que le esperaba.

—Quiero empezar con aquel pelirrojo del extremo de la fila, con aquel hombre pequeño.

Omi se inclinó y bajó la excitada voz.

—Discúlpeme, pero nunca había ocurrido una cosa así, señor. ¿No es el crucifijo su símbolo sagrado? ¿No se muestran siempre respetuosos con sus sacerdotes?

—Ve al grano.

—Todos detestamos a los portugueses, señor. Salvo los que se han hecho cristianos, ¿neh? Tal vez esos bárbaros te serán más útiles vivos que muertos.

—¿Por qué?

—Porque son únicos. ¡Son anticristianos! Quizás un hombre sabio hallaría la manera de emplear su odio o su irreligiosidad en provecho nuestro. Son tuyos y puedes hacer lo que quieras con ellos. Ikawa Jikkyu es cristiano —siguió diciendo, nombrando al odiado enemigo de su tío, uno de los vasallos y aliados de Ishido, asentado junto a la frontera occidental—. ¿No vive allí ese asqueroso sacerdote? Tal vez esos bárbaros podrían darte la llave que abra toda la provincia de Ikawa. Tal vez la de Ishido. Tal vez, incluso, la del señor Toranaga.

Yabú estudió la cara de Omi tratando de descubrir lo que había detrás. Después, miró el barco. Era indudable que le había sido enviado por los dioses. Sí. Pero, ¿era un regalo o una plaga?

—De acuerdo —dijo—. Pero, primero, enseña buenos modales a esos piratas. En particular, a él.

—¡Por la muerte del buen Jesús! —murmuró Vinck.

—Deberíamos rezar una oración —dijo Van Nekk.

—Acabamos de hacerlo.

Estaban apretujados en un sótano, uno de los muchos que empleaban los pescadores para guardar pescado secado al sol. Unos samurais los habían conducido a través de la plaza y los habían hecho bajar una escalera, y ahora estaban encerrados bajo tierra. Aquel agujero tenía cinco pasos de largo por cinco de ancho y cuatro de profundidad y las paredes del suelo eran de tierra. El techo estaba hecho de tablas cubiertas con un palmo y medio de tierra y con una trampilla encajada en ellas.

—¡No me pises, mono del diablo!

—¡Cierra el pico, estúpido! —dijo Pieterzoon—. Y tú, Vinck, encógete un poco, viejo desdentado. Tienes más sitio que los demás.

—Es el capitán general. Tiene todo el espacio. Dadle un empujón. Despertadlo —dijo Maetsukker.

—¿Eh? ¿Qué pasa? Dejadme en paz. Estoy enfermo. Tengo que estar echado. ¿Dónde estamos?

—Vamos, Maetsukker, levántate, por el amor de Dios —dijo Vinck tirando de Maetsukker y sujetándolo contra la pared.

Maetsukker perdió la paciencia y dio un puñetazo en la barriga a Vinck.

—¡Déjame en paz o te mataré, bastardo!

Vinck se arrojó contra él, pero Blackthorne los agarró a los dos y les golpeó la cabeza contra la pared.

—Callaos todos —dijo en voz baja y todos le obedecieron—. Tenemos que hacer turnos. Unos echados, otros sentados y otros de pie. Spillbergen estará echado hasta que se encuentre mejor. Aquel rincón será la letrina.

Los repartió, y cuando hubieron formado los turnos el sitio fue más tolerable.

«Tenemos que salir de aquí antes de un día, o nos debilitaremos demasiado —pensó Blackthorne—. Cuando pongan la escalera para traernos comida o agua. Tendrá que ser esta noche o mañana por la noche. ¿Por qué nos han traído aquí? No somos un peligro para ellos. Y podemos ayudar al daimío. ¿Lo comprenderá? Era la única manera de demostrarle que somos enemigos del cura. Éste sí que lo comprendió.»

—Tal vez Dios perdonará tu sacrilegio —le había dicho en voz baja el padre Sebastião—. Pero yo no descansaré hasta que tú y tu malignidad hayáis sido borrados de la faz de la tierra.

Gotas de sudor resbalaban por sus mejillas y por su mentón. Las enjugó distraídamente, aguzando los oídos como cuando estaba a bordo, durmiendo o vigilando, lo suficiente para oír el peligro antes de que se manifestara.

«Tenemos que salir de aquí y apoderarnos del barco. Me pregunto lo que estará haciendo Felicity. Y los niños. Veamos. Tudor tiene ahora siete años, y Lisbeth… Estamos a un año, once meses y seis días de Amsterdam, a los que hay que sumar los treinta y siete días que tardamos en abastecernos e ir desde Chatham hasta allí y, por último, los once días que pasaron desde que nació hasta que embarcamos en Chatham. Ésta es exactamente su edad…, si todo anda bien. Todo debe andar bien, Felicity estará cocinando y cuidando a los niños y haciendo la limpieza y charlando, mientras los chicos crecen, tan fuertes e intrépidos como su madre. Me gustaría estar en casa, pasear juntos por la playa y por los bosques y los prados de la bella Inglaterra.»

Con los años, Blackthorne se había acostumbrado a pensar en ellos como en los personajes de una comedia, una gente a la que se amaba y por la que se sufría sin que la comedia acabara nunca. De otro modo, la ausencia pesaría demasiado. Casi podía contar los días que había estado en casa en once años de matrimonio. Eran pocos, demasiado pocos. «Es una vida muy dura para una mujer», había dicho antaño. Y ella le había respondido: «Cualquier vida es dura para una mujer.» Ella tenía entonces diecisiete años, y era alta y sus cabellos eran largos y sedosos…

Sus oídos le dijeron que debía estar alerta.

Los hombres estaban sentados o recostados o tratando de dormir. Van Nekk estaba mirando al espacio como los demás. Spillbergen estaba medio despierto, y Blackthorne pensó que aquel hombre era más vigoroso de lo que parecía.

Se hizo un súbito silencio al oír unos pasos sobre sus cabezas. Los pasos se detuvieron. Voces sofocadas, en aquella lengua áspera y extraña. Blackthorne creyó reconocer la voz del samurai… ¿Omi-san? Sí, así se llamaba. Al cabo de un momento, cesaron las voces y los pasos se alejaron.

—¿Creéis que nos darán de comer, capitán? —dijo Sonk.

—Sí.

—No me vendría mal un trago. ¡Cerveza fresca, Dios mío! —gimió Pieterzoon.

—Cállate —dijo Vinck—. Me haces sudar.

Blackthorne sintió su camisa mojada. Y el mal olor. Pensó que le vendría bien un baño y sonrió de pronto, recordando.

Mura y los otros lo habían llevado aquel día a la cálida habitación y lo habían tendido en un banco de piedra cuando aún tenía embotados los miembros. Las tres mujeres, dirigidas por la arrugada vieja habían empezado a desnudarle. Él había tratado de impedírselo, pero cada vez que se movía uno de los hombres le golpeaba un nervio y lo dejaba impotente, y aunque gritaba y maldecía, siguieron quitándole la ropa hasta dejarlo desnudo. No era que se avergonzase de aparecer desnudo delante de unas mujeres, sino que él se desnudaba siempre en privado, según la costumbre. No le gustaba que lo desnudara nadie, y menos aquellas salvajes indígenas. Pero, que lo hiciesen en público, y que lo lavaran como a un recién nacido, con agua caliente, jabonosa y perfumada, mientras charlaban y sonreían tranquilamente, era demasiado. Pero después lo había tomado a broma y se había echado a reír y los otros se habían sorprendido de momento, pero habían acabado riéndose con él. Después lo habían sumergido delicadamente en un agua perfumada y tan caliente que al principio no pudo aguantarla, y lo habían sacado jadeando y tendido de nuevo en el banco. Las mujeres lo habían secado, y entonces había entrado un ciego. Blackthorne no sabía lo que era el masaje. Al principio, había tratado de rechazar aquellos dedos inquietos, pero después su magia lo había seducido y a punto estuvo de ronronear como los gatos cuando los dedos descubrieron los nudos e hicieron fluir la sangre o el elixir que corría por debajo de la piel, de los músculos y de los tendones.

Después lo habían llevado a la cama, extrañamente débil, medio adormilado, y la niña estaba allí. Él no le había preguntado su nombre, y por la mañana, cuando Mura, inquieto y muy asustado, lo había despertado, ella se había marchado ya.

Blackthorne suspiró y pensó que la vida era maravillosa.

En el sótano, Spillbergen volvía a mostrarse belicoso. Maetsukker se acariciaba la cabeza y gemía, no de dolor, sino de miedo. El grumete Croocq estaba a punto de perder el juicio, y Jan Roper dijo:

—¿Hay algo para sonreír, capitán?

—¡Vete al infierno!

—Con el debido respeto, capitán —dijo Van Nekk, cuidadosamente, pero haciéndose eco de lo que pensaban todos—, fue muy imprudente atacar al sacerdote en presencia del maldito bastardo amarillo.

Y todos convinieron respetuosamente que había sido una imprudencia.

—Si no lo hubieseis hecho, no nos encontraríamos metidos en este lío.

—Todo lo que hay que hacer —dijo Van Nekk sin acercarse a Blackthorne— es tocar el suelo con la frente, cuando el señor bastardo anda por ahí. Entonces se vuelven mansos como corderos.

Blackthorne no respondió. Aumentó la tensión.

—Sí, fue peligroso, capitán —dijo Spillbergen—. Pasadme un poco de agua… Ahora, los jesuitas no nos dejarán en paz.

—Tendríais que haberle retorcido el cuello, capitán —dijo Jan Roper—. Los jesuitas no nos dejarán en paz en ningún caso. Son unos piojosos y nosotros estamos en este sucio agujero por castigo de Dios.

—Tonterías, Roper —dijo Spillbergen—. Estamos aquí por…

—¡Es un castigo de Dios! Teníamos que haber quemado todas las iglesias de Santa Magdalena y no solamente dos.

Spillbergen dio un débil manotazo a una mosca.

—Las tropas españolas se estaban reagrupando y estábamos en una proporción de uno a quince… Dadme un poco de agua… Saqueamos la ciudad, nos apoderamos del botín y los pusimos de narices en el polvo. Si nos hubiésemos quedado, nos habrían matado… Por el amor de Dios, que alguien me dé un poco de agua… Todos estaríamos muertos, si no nos hubiésemos retirado.

—¿Qué importa esto cuando se trata de la obra de Dios? Lo traicionamos.

—Tal vez estamos aquí para trabajar por Dios —dijo Van Nekk con un tono apaciguador, pues Roper era un hombre bueno, aunque fanático y un mercader listo, hijo de su socio—. Tal vez podremos demostrar a los indígenas que están en un error al seguir a los papistas. Tal vez podremos convertirlos a la verdadera fe.

—Está bien —dijo Spillbergen que aún se sentía débil, pero que estaba recobrando sus fuerzas—. Creo que habríais debido consultar a Baccus, capitán. Él sabe parlamentar con los salvajes. Pasadme el agua.

—No hay agua, Paulus —contestó Van Nekk, cada vez más desolado—. No nos han dado agua ni comida. Ni siquiera tenemos un orinal.

—¡Pues pedidlo! Y un poco de agua. ¡Qué sed tengo, Dios mío! ¡Pedid agua! ¡Tú!

—¿Yo? —exclamó Vinck.

—Sí, tú.

Vinck miró a Blackthorne, pero éste sólo dirigió una mirada distraída a la trampilla. En vista de ello, Vinck se situó debajo de la abertura y gritó.

—¡Eh, los de arriba! ¡Dadnos agua! ¡Queremos comida y agua!

No hubo respuesta. Volvió a gritar. Nada. Gradualmente, se fueron sumando todos al griterío. Todos, menos Blackthorne.

Por fin se abrió la trampilla. Omi les miró desde arriba. Mura estaba junto a él. Y el sacerdote.

—¡Agua! ¡Y comida, por el amor de Dios! ¡Sacadnos de aquí!

Y todos se pusieron a gritar otra vez.

Omi hizo una seña a Mura, que asintió con la cabeza y se alejó. Al cabo de un momento, Mura volvió con otro pescador llevando entre los dos un gran barril. Vaciaron su contenido, restos podridos de pescado y agua de mar, sobre las cabezas de los prisioneros.

Los hombres de la hoya se apartaron tratando de librarse de aquella lluvia, pero no todos lo consiguieron. Spillbergen jadeaba, a punto de ahogarse. Algunos resbalaron y fueron pisoteados por los otros. Blackthorne no se había movido del rincón. Miró fijamente a Omi. ¡Cómo lo odiaba!

Entonces, Omi empezó a hablar, y el cura tradujo nerviosamente sus palabras:

—Éstas son las órdenes de Kasigi Omi. Os comportaréis correctamente. Si volvéis a armar ruido, se verterán cinco barriles en este agujero. Diez, veinte. Se os dará comida y agua dos veces al día. Cuando aprendáis a portaros bien, volveréis al mundo de los hombres. El señor Yabú os perdona magnánimamente la vida si le servís con lealtad. A todos, menos a uno. Uno tiene que morir al atardecer. Vosotros lo escogeréis. Pero vos —señalando a Blackthorne—, no podéis ser el elegido.

Dicho esto respiró profundamente, hizo una media reverencia al samurai y se apartó.

La trampilla se cerró de golpe.