18
El coronel Hancock llevó a Kris y a Tom personalmente al puerto espacial a la mañana siguiente.
—No tuve esta suerte cuando llegué —dijo Kris cuando el coronel se lo ofreció. Se muere de ganas de que nos marchemos, pensó.
—Este lugar tampoco es ahora ni un atisbo de lo que le mostré entonces —respondió el coronel—. ¿Ustedes, los Longknife, son siempre así? Sus superiores siempre los acusan de amotinamiento o les conceden una medalla, no hay más opción.
—Eso lo sabrá usted mejor que yo. Tengo poca experiencia en esto de ser una Longknife —dijo Kris, dándose cuenta de que tenía razón. Tenía veintidós años y era entonces cuando empezaba a descubrir quién era.
La nave no pudo evitar tener que sortear los baches para lograr aterrizar. Cuando los pilotos y unos cuantos oficiales salieron de la lanzadera y se dirigieron a los autobuses que Kris había alquilado, el coronel Hancock le dijo:
—Dé recuerdos al capitán Thorpe de mi parte. Si sigue siendo igual que cuando lo conocí en la academia, se alegrará de llevar a una tigresa como usted a bordo.
—No lo he visto muy emocionado —bromeó Kris. Si el coronel se alegraba de tenerla allí con todo lo que le había hecho pasar, entonces era un tipo muy raro.
—Recuerde que la gente como su capitán se hace militar para ser héroe de guerra. No hay muchas oportunidades de serlo en el espacio. Intenté convencerlo para que se uniera al cuerpo, pero quería dirigir su propia nave. No sé si ahora se arrepentirá o no.
—No se lo pienso preguntar —dijo Kris.
—No, es mejor que no lo haga. Echaría por tierra el informe de aptitud que le voy a mandar. Me temo que cambiaría su opinión de usted, ahora que la considera una tigresa y no un gatito novato.
Eso esperaba Kris.
El viaje de regreso a Bastión le vino bien para recuperar horas de sueño y ponerse al día con las noticias. Justo lo que Kris había estado aplazando tanto tiempo. Tommy y ella repasaron los titulares con cara seria. En la prensa no había ni rastro de todo lo que habían estado haciendo en Olimpia.
—Y encima podíamos haber muerto —se quejó Tommy.
—Eso no ayuda mucho —respondió Kris, consciente de que había gente que sí había muerto. ¿Cómo iba a explicarle a la familia de Willie Hunter que había muerto por algo importante que los medios de comunicación habían ignorado por completo? Kris le pidió a Nelly que buscase todas las cartas de despedida de la literatura y, llena de culpabilidad, redactó una a partir de los mejores fragmentos. La envió inmediatamente, convencida de que los padres merecían recibirla cuanto antes.
Sin embargo, las noticias no prepararon a Kris para lo que sucedió cuando llegó a la abarrotada terminal de llegadas, al pie del elevador espacial. Una joven se acercó a Kris y a Tommy, los miró de arriba abajo y les escupió.
—Habéis venido a secuestrar a alguna niña, escoria terrícola —gritó mientras se sumergía en la multitud antes de que Kris pudiera agarrarla del brazo y decirle que la Marina había rescatado a la última niña secuestrada, maldita sea. ¡La rescaté yo! Kris permaneció temblando con rabia contenida, cuando de pronto apareció Harvey.
—Perdonad, me di cuenta después de colgarte. Debía haberos aconsejado que os vistieseis de civil. Hay mucho rencor en la sangre de esta gente.
—Si llego a pillar a esa chavala, le iba a salir esa mala sangre por la nariz —gruñó Tommy.
Kris miró sorprendida a Tommy.
—Lo digo completamente en serio. No me merezco que me traten así después de perder tu señal en aquel descenso y arrastrarme por todo el barro de Olimpia.
De pronto, Kris volvió a ver a Willie tumbado en el barro junto al creciente charco de sangre. Después, vio a la mujer. Mientras tosía, intentó buscar las palabras más apropiadas. Quizá un poeta sería capaz, pero ella no.
—¿Cómo es de grave el asunto? —le preguntó a Harvey, y lo dejó hablar para que la distrajera de lo que se le estaba pasando por la mente en ese instante.
—El primer ministro está luchando con uñas y dientes para que Bastión permanezca en la Sociedad. Va a ser muy duro para él tener que ceder. La oposición ha exigido elecciones anticipadas, pero ha logrado atrasarlas por el momento. Tu padre quiere que la Tierra renuncie primero, así Bastión tendrá cierta influencia para crear algún tipo de organización similar en el sector exterior. Unos cincuenta o sesenta planetas se unirían a Bastión para crear una especie de confederación. Quizá alguno más. Pero, por el momento, todo el mundo está abandonando la Sociedad.
—Cincuenta o sesenta planetas… —repitió Kris mientras hacía cálculos mentales. En la sociedad había más de seiscientos planetas. En verdad, las colonias más nuevas solo eran socios sin derecho a voto, pero había más de quinientos miembros que sí lo tenían—. ¿Y el resto qué opina?
El viejo chófer se encogió de hombros.
—Voluntad se alegra de haberse librado de la sociedad. Vergel parece muy interesado en formar una especie de federación de cuarenta o cincuenta planetas, los que han colonizado o donde tienen hipotecas. Bastión tiene su grupo de simpatizantes propio: casi todos los planetas han sido colonias nuestras o los hemos ayudado alguna vez. Sabana es un misterio. Esperanza está haciendo algo de ruido y quizá se termine uniendo a nosotros. La Tierra está en estado de shock; pensaron que podrían volver a la configuración original de la Sociedad con cincuenta planetas y dejarnos fuera a los demás, pero no les va a resultar fácil porque algunos planetas que lucharon contra la Unidad prefieren las formas del sector exterior antes que las de la Tierra.
—Menudo jaleo —intervino Tommy.
—¿Has intentado alguna vez hacer malabares con quinientos o seiscientos huevos?
—Con huevos no —dijo Kris mientras recordaba que Peterwald gobernaba Vergel—. Piensa más bien en seiscientas granadas. ¿Por qué me parece que a unas cuantas les han quitado la anilla?
—¿Empiezas a hablar como yo? —sonrió Tommy.
—Solo cuando tengo un mal día. Necesito que hagas un par de recados, Harvey. ¿Estás muy ocupado?
—¿De qué se trata?
—Necesito que vayas a ver a Tru.
—Eso podría causar problemas. Por cierto, hablando de huevos… —El coche estaba esperando justo donde Kris había pensado. Había un nuevo agente secreto de copiloto. A Kris le sonaba de seguir a su hermano Honovi en la recepción. El agente estaba fuera, quitando una pegatina de una de las ventanillas. Mientras, el parabrisas limpiaba los huevos que habían lanzado contra la luna.
—Ha venido un grupo de chavales —explicó el agente mientras quitaba una pegatina que decía: «Terrícolas, llevaos a los agentes encapuchados a vuestra casa».
Kris lo ayudó a quitar otra pegatina: «Impuestos iguales para todos».
Tommy empezó a rascar otra con el mensaje: «Humanidad: ningún límite».
Harvey se acercó al lado del conductor, gruñó y quitó una que decía: «No olvidéis a la pequeña Edith».
—¿Qué os parece este retintín patriótico? —preguntó Tommy.
Para Kris no era ninguna broma.
—Al parecer, la oposición se ha trabajado unos cuantos lemas. El doctor Meade decía que un buen lema puede ser más peligroso que un asesino cuando estalla una guerra.
—Quizá —dijo Harvey mientras conducía hacia el tráfico. Los parabrisas seguían quitando los restos de huevo de la luna.
Parecía que ahora había inconvenientes por usar la matrícula PM-4. Cuando el coche se incorporó al tráfico, ella se acercó a Harvey.
—Sé que el problema de ver a Tru no es solo que a mi padre no le haga gracia.
—Cierto. El ambiente está caldeado, hay protestas a diario por esto y lo otro. Luego están las ratas de los medios, que buscan cualquier estupidez para sacarlo en antena. Deben de cobrar por segundo de emisión. En fin, nuestra casa está rodeada y también la de Tru. Cuando he salido a recogeros, me estaba siguiendo alguien.
—Todavía sigue ahí —dijo el agente mirando hacia atrás—. Por cierto, señorita. Soy Jack, la acompañaré cada vez que salga.
—De eso nada, Jack —respondió con sequedad Kris mientras se recostaba en el asiento.
—Le será útil tenerme cerca, créame.
—Han intentado matarme tres veces este mes. Por ahora, voy ganando tres a cero. No necesito ayuda de nadie.
—Sus enemigos solo necesitan un golpe de suerte para ganar el partido, señorita —observó Jack.
—¿Eres un espía del primer ministro?
—Sé que su padre no quiere que vea a Tru. Usted quiere hacerlo sea como sea; le parece más importante ese encuentro que seguir con vida.
—Me parece que ver a Tru me protegerá mucho más que tenerlo a usted por aquí diciéndome lo que el primer ministro quiere que haga.
—Ya soy mayor, así que lárguese y déjeme en paz, ¿no es así? —resumió el agente las palabras de Kris.
—Madre mía, por fin han contratado a alguien que habla en cristiano —dijo Kris con sarcasmo.
—Mire, en mi informe solo debe figurar que usted ha salido, ha vuelto y que yo la he acompañado. Lleva puesto un uniforme de la Marina; da órdenes y espera que la obedezcan sus subordinados. ¿Quiere causarme problemas con mi superior?
Tommy resopló.
—Buen intento, Jack, pero no lleva usted mucho con los Longknife, ¿verdad? No les importa un bledo lo que les pueda pasar a los humanos de menor rango que ellos.
Kris fulminó a Tommy con la mirada, pero luego pensó que no se lo merecía. Dejó salir un suspiro y cedió.
—Procuraré tener contento a su jefe. Tommy, ¿crees que así compensaré cómo traté al coronel Hancock?
—Más bien cómo me trataste a mí. En cualquier caso, me lo creeré cuando lo vea —dijo mientras se clavaba en el asiento y cruzaba los brazos.
Diez minutos después, Kris rezongó para sí cuando el coche entró en casa Nuu:
—A lo mejor necesito un poco de ayuda para escapar de este sitio.
Había marines en la puerta para comprobar las identificaciones. Otros recorrían el muro que rodeaba el lugar. Tenían que hacerlo. Había cinco camiones al otro lado de la calle. Todos tenían antenas parabólicas que enviaban cualquier novedad que sucediera alrededor de la casa. Kris pudo ver al menos a seis periodistas siguiendo el recorrido del coche.
—También tienen cámaras aéreas —dijo Jack antes de que Kris preguntase—. Pero si quiere salir sin que la vean, puedo echarle una mano. Deme un silbidito, ya sabe.
—Prefiero llamarlo por teléfono. ¿Tiene ropa de deporte?
—Claro, si no le importa ponerse la sudadera de la universidad de Bastión… —dijo Jack con una mirada cómplice hacia Harvey.
—Tío Harvey, ¿has ido hablando de mí por ahí?
—Si te proporciona una sudadera que sirva para detener un dardo de tres milímetros lanzado a seis metros, desde luego que pienso ir contando lo que sea.
—¿No tendrá usted una de sobra para mí? —dijo Tommy tragando saliva.
—Una de la honorable universidad de Santa María —sonrió Jack.
Una hora después, Kris llevaba unos pantalones cortos y una sudadera con protección antibalas. Tommy, Jack y ella estaban dando la segunda vuelta al muro cubierto de hiedra e iban a llegar al tramo favorito de Kris cuando Jack murmuró:
—Muy bien, chicos, cerradlas. —Y llevó a Kris hacia su propio punto de fuga.
—¿Desde cuándo conocíais este sitio? —preguntó un minuto después de salir con toda seguridad del perímetro de piedra.
—Probablemente desde mucho antes de que su bisabuela lo construyera cuando era una niña.
—Pero los Nuu no eran políticos en aquella época —dijo Kris.
—Tenían dinero, y eso te hace entrar en política inevitablemente —le recordó Jack, aunque sonó más bien como su profesor de ciencias políticas de primero. Kris sabía cuándo se metía en alguna discusión en la que no tenía nada que hacer.
—Nelly, llama a un taxi.
Dos minutos después, se dirigían hacia el Scriptorum, el único lugar que Kris supo decirle a Tru sin nombrarlo explícitamente. Tru tenía las mismas dudas que Kris sobre las redes de comunicaciones públicas. Jack quiso que se sentaran en una esquina sutilmente iluminada, normalmente reservada para las parejitas jóvenes, pero era primera hora del día y no había nadie. Kris y Jack se sentaron de espaldas a la pared. Tommy puso mala cara y se sentó en una silla que había entre Kris y la puerta principal.
—¿No estás cómodo? —preguntó ella.
—No me gusta dar la espalda a quien me quiera disparar —dijo Tommy mirando hacia atrás.
—No se mueva y no mire a su alrededor —le respondió Jack bruscamente—. No se preocupe, yo vigilo. Lo que debe preocuparnos de verdad es que un periodista saque una foto de Kris. Quién sabe por qué.
—¿Quién sabe por qué usan una cámara y no un rifle? —preguntó Kris.
—No creo que deba preocuparse por ningún francotirador. Las políticas del primer ministro no son tan polémicas —contestó Jack, que aparentemente se había creído que los tres intentos de asesinato de los que le había hablado Kris habían sido una broma. Bueno, el primer ministro había supervisado el informe de Jack. Kris quiso ponerle al día, pero él todavía estaba hablando de cómo estaba la situación y era más interesante escucharlo.
—Ahora mismo, la gente no tiene ni idea de lo que va a pasar. A los peces gordos que han apostado un montón de dinero no les hace demasiada gracia. Quieren saber en qué dirección deben saltar cuando llegue el momento. Pero eso ya se lo habrá enseñado su padre.
—También los hay que quieren influir en el resultado —intervino Kris.
—Usted es la experta en estas cosas —dijo el agente.
Kris pidió refrescos para los tres cuando el camarero vino a tomar nota. Era el mismo que los había atendido la última vez, pero pareció que aquellas sudaderas desviaron su atención y no los llegó a reconocer. Tru llegó a la vez que las bebidas y se acomodó en la silla vacía, pero se pegó a la pared para que Jack pudiera ver perfectamente todo el local. Llevaba pantalones de deporte y una chaqueta con el logotipo de la universidad de hace veinte años. Tenía toda la pinta de ser una antigua catedrática.
—¡Qué alegría veros! —dijo—. ¿Ha sido interesante vuestro viaje?
—Viajar te abre mucho la mente —dijo Kris—, pero me alegro de volver aquí, donde brilla el sol.
—Tienes razón. He estado bastante ocupada con los asuntos locales y no he podido seguiros la pista. ¿Por qué querías que quedásemos?
Kris quería gritarle a Tru que Olimpia y la muerte de Willie y de los demás civiles merecían algo de consideración. Sin embargo, su lado bueno le hizo admitir que su lucha personal en aquel planeta anegado de agua apenas suponía un ápice de esperanza para la humanidad, que en ese instante andaba decidiendo si cada uno debía proseguir por su camino de forma pacífica o bien resolverlo con una guerra sangrienta y prolongada. Kris sacó dos frascos de vacunas del bolsillo de la sudadera y los puso al otro lado de la mesa. Tru los cogió, los miró a la luz y puso cara de extrañeza.
—¿Qué es esto? —le preguntó Kris a Tru.
—Evidentemente, no es lo que pone en la etiqueta.
—No. Cincuenta mil barcazas convertibles de metal líquido han salido de la línea de montaje. Las seis que llegaron hasta mis manos tenían una peculiar tendencia a convertirse en mercurio líquido al tercer cambio. Eso que ves ahí son muestras de en lo que se convirtió una barcaza de cientos de kilos: un montón de gotitas de metal esparcidas en diversos charcos.
—Entonces, te quedaste en el río sin un remo ni una barca —dijo Tru sin un ápice de arrepentimiento por no haber sabido la primera pregunta.
—En el peor sitio y en el peor momento —asintió Kris con ironía.
—Segundo intento de asesinato —dijo Tru. Jack giró la cabeza rápidamente hacia Kris. Sí, su querido padre solo le había contado lo que cumplía sus estrictas escalas de verdad.
—No, se trata del tercer intento. Un cohete cayó en mi mesa el día antes. Yo no estaba allí, había salido a comer con un amigo tuyo, Hank Smythe-Peterwald. La decimotercera persona que conozco con ese nombre. Me salvó la vida, Tru.
Tru puso cara de sorpresa al oír eso.
—¿Y tienes alguna idea de por qué te pudieron lanzar un cohete?
—Cacé a un par de líderes militares el día antes.
—Por tanto, el cohete fue una respuesta de los lugareños ante una noticia local —dijo Tru—. ¿Y qué hacía Hank en Olimpia?
—Vino a repartir ayuda: los suministros de comida que necesitábamos. Cincuenta camiones en total que estábamos esperando con desesperación.
—¿No había ninguna barcaza en la partida? —preguntó Tru mientras jugaba con los frascos entre sus manos.
—Había seis. Tres se hundieron y las otras tres van a ser puentes para siempre.
Tru se guardó los frascos en los bolsillos.
—La mayoría de los laboratorios no sabrán sacar nada en claro de estas muestras, pero conozco alguno que sí podrá averiguar algo. Estaría bien echar un vistazo a una muestra que supuestamente siga siendo un puente.
—Nelly —dijo Kris en voz alta—, compra doce barcazas líquidas en tiendas distintas de Bastión. Mándalas a Olimpia y dile al coronel Hancock que las acepte a cambio de los tres puentes defectuosos. Los necesitamos para hacer los correspondientes análisis. —Kris se calló un instante—. ¿Quieres que apostemos algo a que los tres se activarán antes de que los podamos llevar al laboratorio?
—Contrata a un equipo de seguridad para escoltar las nuevas y asegúrate de que regresan las antiguas. Le diré a Sam que le dé a Nelly el número de alguien de fiar.
—Lo que no entiendo es por qué —reflexionó Kris en voz alta pensando en el primer ataque—. Me intentaron matar mientras rescataba a esa niña en Sequim. Eso hubiera hecho que medio sector exterior se levantase en armas contra la Tierra. Pero intentar ahogarme en plena emergencia médica… ¿Qué fin político puede perseguir algo así?
Tru negó con la cabeza.
—A veces dudo de que los Longknife tengáis sangre en las venas. Cariño, tu padre, y tus bisabuelos Peligro y Ray han hecho todo lo posible para mantener los lazos con una parte de la Sociedad. Tú le añades peso a la carga que tienen que soportar sobre sus hombros. Es normal que empiecen a cometer errores que no cometerían normalmente.
Kris escuchó a Tru e intentó imaginarse a su padre hecho polvo por su muerte. La imagen no le cuadraba. Luego pensó en los cambios que sucedieron en su familia tras la muerte de Eddy. Sus padres se quedaron muy perturbados después de aquello. ¿Les afectaría igual su muerte?
Quizá.
—Ya lo pensaré con más calma —le dijo a Tru—. ¿Cómo están las cosas aquí? ¿Vamos a ir a la guerra?
Tru parpadeó con perplejidad ante el cambio de tema y se frotó los ojos. Por primera vez en su vida, Kris se dio cuenta de lo mayor que era su tía. Era muy mayor, podía tener más de cien años, y no había tenido una vida fácil precisamente.
—Espero que no —suspiró Tru—. No serviría de nada, solo se beneficiarían unos pocos.
—¿A quiénes crees que les podría beneficiar?
—A esos viejos que lucharon una vez y que han olvidado cómo es una guerra. A los héroes jóvenes que están cansados de entrenar para nada y que no tienen ni idea de cómo es una guerra. —Kris se estremeció al recordar a su hermano, que aspiraba a ser un héroe. Pero solo era un niño… y ahora ya no tenía la oportunidad de cambiar de opinión.
Tru miró a Kris y midió la expresión de su cara con alguna escala divina. Respondió con una sonrisa cansada.
—Has crecido un montón desde la última vez que te vi.
—Más bien he envejecido —puntualizó Kris.
Tru asintió.
—Por supuesto, también hay algún chalado que quiere ser el emperador de la humanidad por alguna razón que únicamente podría llegar a comprender un psiquiatra. Entre ellos están el padre y el abuelo de tu amigo Hank. Están formando una alianza de cincuenta planetas bajo la batuta de Vergel. La Tierra tiene a otros cuarenta planetas de su parte. Tu padre cuenta con el apoyo de unos sesenta o cien planetas que harán lo que diga Bastión. Otros planetas se limitan a mirar y están intentando decidir a quién deberían apoyar, a quién es mejor apoyar o a quién tienen la obligación de apoyar.
—¿Cómo que la obligación de apoyar? —preguntó Kris.
—El grupo Vergel de Peterwald ha concedido hipotecas en un montón de mundos y está exprimiendo a esa gente al máximo. Su planeta cuenta con una buena flota de naves de guerra. Fueron los primeros que se llevaron sus naves de la flota de la Sociedad. La gente se plantea la geografía de otra manera. Las rutas comerciales rápidas ahora pueden ser vías para una posible invasión. Piensa en Olimpia, qué desastre: cuarenta y siete planetas a un paso de allí. Casi ciento cincuenta a dos pasos. La cuarta parte del espacio humano se podría defender desde allí si hubiera una flota. Pero también se podría invadir esa misma cuarta parte. ¿Por qué crees si no que Bastión se dio tanta prisa en reaccionar cuando comenzaron los problemas allí?
—¿Para aprovecharse de la bondad humana? —preguntó Tommy.
—Eso es. ¿Quieres adivinar quién compró todas esas granjas que se pusieron en venta de pronto? Peterwald y sus socios.
—Tenía dudas sobre ese tema; me has ahorrado la investigación. ¿Alguna novedad más?
—Sí, al parecer, una de las naves de Smythe-Peterwald estuvo en Olimpia hace dos años. Según la estación de control automatizada de la órbita de Olimpia, la nave permaneció allí una semana. No hay ningún rastro de esa nave durante todo un año. Olimpia tiene un anillo de asteroides, pero ¿cuánto tiempo crees que hace falta para hacer que uno choque con Olimpia? ¿Qué clase de explosión volcánica echó por tierra la floreciente economía de ese lugar?
—Puedes investigarlo —sugirió Kris—. Hay barro en ese metal líquido. Comprueba si hay polvo de asteroide. Si no hay suficiente, tengo una pequeña lata de barro en mi abrigo.
—Jovencita, eres una paranoica —dijo Tru con una sonrisa.
—Me lo ha pegado la gente que me rodea —dijo Kris mientras se ponía de pie—. Nelly, llama a un taxi. Quiero ir a ver al abuelo Alex.
Tru negó con la cabeza.
—Es más difícil verlo a él que al primer ministro.
—Eso me temo, pero necesito respuestas, y el viejo Alex es el único que puede proporcionármelas. Jack, ¿está usted listo para protegerme de los guardias de seguridad privados con los mejores sueldos?
Jack hizo una mueca.
—Según tengo entendido, les pagan demasiado.
—Kris, ¿puedo volver a casa andando desde aquí? —musitó Tommy—. No me gustan nada las armas ni las comidas de negocios. Soy un chico de campo de Santa María.
—Vamos, alférez, en marcha —empezó Kris antes de detenerse por completo, recordando la pequeña charla que había mantenido con el coronel Hancock en el camión—. Tom, si no quieres participar en esto, me parece bien.
Tom le tocó la frente.
—¿Estás enferma, mujer?
—No, pero estoy recordando lo que dijo el coronel Hancock. A veces pienso demasiado deprisa acerca de lo que quiero y muy despacio sobre lo que los demás necesitan.
—Dios mío. —Tru se puso en pie, se estiró exageradamente y volvió la cabeza hacia Kris para mirarla con su ojo derecho; después se marchó como una monstruosa ave de presa—. ¿Estás madurando, mujer? Desde luego, empiezas a sonar bastante adulta. Pero ten cuidado. Nunca seguirás los pasos de tu padre si empiezas a preocuparte por lo que necesitan los demás. Ahora que lo pienso, no estoy segura de que ninguno de tus ancestros sufriese esa aflicción. Algunos de ellos tuvieron la suerte divina de exponer sus cuellos unos milímetros más que aquellos a quienes oprimían.
Kris se encogió de hombros ante aquellas palabras.
—Quizá adquirí algo de humildad con todo el barro de Olimpia.
—No. —Tru negó con la cabeza, apesadumbrada—. Adquiriste sabiduría. Un peso terrible de soportar para alguien que ha sido criado como tú. No obstante… —Tru sonrió, mostrando todos sus dientes—. Dado que vas a encontrarte con tu viejo abuelo, no creo que hayas madurado tanto como para perder tu sentido del humor. Y ahora, si me disculpas, tengo que resolver un par de cuestiones de este enorme rompecabezas.
—El taxi te espera en la puerta —informó Nelly.
—Muy bien. Jack, tú y yo, en marcha.
—Y yo —añadió Tommy.
—Pensé que no querías participar.
—Eh, tengo derecho a decir cuál sería la opinión más sensata, aunque no tenga la sensatez para optar por ella, ¿vale?
Así que, media hora después, pagaron al taxista en la puerta de las torres Longknife. Habían tenido que atravesar tres controles para llegar hasta aquel punto. Sus identificaciones les habían garantizado el paso a través de los dos primeros, pero fue la importante inversión de Kris en industrias Nuu la que les permitió atravesar el tercero.
Las torres estaban constituidas por dos rascacielos unidos en la base por comedores y otros servicios para aquellos que vivían y trabajaban allí. Kris había oído que su abuelo no había salido de aquel edificio en diez años. Pero sabía que aquella afirmación no era cierta; el abuelo inspeccionaba sus plantaciones con regularidad desde la órbita del planeta. Sin embargo, trabajaba con horarios siempre cambiantes y su paradero era tan desconocido como el de un espía. En el pasado, Kris había atribuido aquel comportamiento a la excentricidad y a su avanzada edad. Últimamente, sospechaba que la primera causa podía ser responsable de la segunda.
Bajo un letrero informativo se encontraba una garita con cámaras y media docena de hombres vestidos con chaquetas verdes. Uno de ellos sonrió y preguntó a Kris cómo podía ayudarla cuando esta condujo a sus hombres a través de la puerta automática.
Kris ignoró tanto la sonrisa como la oferta y se dirigió rápidamente hacia los ascensores. Varios estaban abiertos; Kris optó por el más alejado. Después de entrar, se ubicó en el centro de la cabina, dejando que Jack y Tommy se distribuyesen a sus lados, tras ella.
—Planta doscientos cuarenta y dos —ordenó.
—Gracias, señora —contestó el ascensor.
El guardia echó a correr hacia ellos, pero la cabina ya estaba cerrándose. Sus puertas no llegaron a encontrarse.
—La orden ha sido anulada —dijo Nelly.
—Cancela la anulación —le exigió Kris. Las puertas se cerraron un segundo antes de que el sorprendido guardia perdiera el brazo. Kris se volvió para comprobar cómo encaraban sus hombres la situación. Los ojos de Tommy no tenían el tamaño que lucían cuando vio las gaitas. Jack parecía desconcertado mientras extraía su identificación del bolsillo de sus pantalones cortos y se la colocaba en la palma de la mano. Bien.
El ascensor se abrió en la planta doscientos cuarenta y dos. Kris salió de la cabina, seguida por su pequeño séquito.
Las sudaderas y los pantalones cortos les hubiesen ayudado a pasar desapercibidos en el campus. Rodeados de trajes, el efecto era el opuesto. Las conversaciones se detuvieron, la gente los observó, pero lo bueno de todo ello era que los trabajadores se apartaban rápidamente de su camino. Kris atravesó unas puertas de cristal reforzado para acceder a una sala de espera muy grande llena de sillas, sofás y una pequeña sala de reuniones a uno de los lados. La recepcionista reaccionó alerta a la llegada de Kris. Sus miradas se cruzaron mientras Kris avanzaba hacia el mostrador.
—¿Puedo ayudarla? —dijo la mujer, con una inane y profesional sonrisa en su rostro.
—Soy Kris Longknife y he venido a ver a mi abuelo —expuso Kris sin inmutarse.
—¿Ha pedido cita? —respondió.
—No —dijo Kris, y abandonó el mostrador para dirigirse a las puertas de madera que había a su lado.
—¡No puede pasar! —gritó la mujer poniéndose en pie, aunque no llegó a tiempo. Kris ya se encontraba en el umbral antes de que la recepcionista pudiese abandonar el mostrador.
—Sí que puedo —sentenció Kris, empujando las puertas para acceder a otra sala. El recepcionista de aquella era un hombre, grande, que ya estaba en pie.
—Necesito una acreditación de su identidad.
Era razonable. Kris se dirigió hacia su mostrador, apoyó las manos sobre el cristal y miró a la cámara tras el mueble. Una vez cumplida aquella formalidad, dio un paso a un lado para que los hombres que la acompañaban hiciesen lo mismo. Cuando los tres intrusos se detuvieron al otro lado de su mostrador y se prestaron a identificarse, el hombre se sentó en la silla.
Kris tardó un instante en dirigir a su pequeña fuerza invasora a través del mostrador y de la puerta que custodiaba.
—No pueden pasar hasta que haya concluido sus identificaciones —gritó el hombre.
—Ni dentro de un mes —dijo Kris mientras las puertas se cerraban a sus espaldas.
La siguiente estancia era incluso más espaciosa que las dos anteriores. La alfombra era tan profunda como el barro de Olimpia. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera. A un lado había unas cuantas sillas agrupadas en torno al holovídeo de un jardín japonés con una cascada… No, era un auténtico jardín japonés con una cascada real. La estancia desprendía el característico olor de la riqueza y el poder.
Ante Kris había una mujer mayor sentada tras un mostrador hecho de una única sección de piedra. Lo flanqueaban dos hombres vestidos con trajes azul oscuro. Ambos apuntaban sus pistolas, sostenidas con ambas manos, hacia Kris.
—No dé ni un paso más —advirtió el de la derecha.
Kris decidió que, por una vez, haría lo que le ordenaban aquellos que apuntaban armas hacia ella. Se detuvo.
—Voy a levantar mi mano izquierda —anunció Jack con tono calmado. Sus palabras sonaban suaves pero severas, del modo en el que las pronuncian los asesinos a sueldo al decir las cosas más atroces con los modales más exquisitos—. En ella tengo mi placa y mi identificación.
—Lentamente —dijo el tirador de la izquierda. Kris intentó fingir que la situación no le asustaba cuando su estómago le dio un vuelco. Era mucho más fácil plantar cara a hombres armados teniendo su propio M-6. Pero no se encontraba allí para abrirse paso a tiros. Esperó, deseando encontrar las palabras adecuadas cuando aquel ritual tan masculino hubiese concluido.
—Soy el agente John Montoya, del servicio secreto de Bastión, asignado a la familia del primer ministro. Esta es Kris Longknife, su hija. Están violando el código 2CfR de la sección 204.333 al estar armados ante un agente del Servicio Secreto. Voy a pedirles que dejen sus armas en el suelo una vez.
—Yo soy el agente Richard Dresden, de la agencia Pinkerton, división de Bastión. Está violando la ley pública 92-1324, en vigor desde 2318, revisada en 2422, al estar adentrándose en una propiedad privada. Está recogido por la ley que esta propiedad está protegida mediante fuerza letal en la subsección 2.6.12 del estatuto. Ha sido usted advertido; ahora, márchense.
—Supongo que por esto no tienes muchas reuniones familiares —dijo Tommy.
—Sí —dijo Kris—, para cuando nuestros guardaespaldas han terminado de citar su autoridad legal, las ensaladas de patata están rancias y se hace tarde para jugar un partido de béisbol.
—Pásate por casa de los Lien el próximo Día del Aterrizaje en Santa María. Yo te enseñaré cómo se festeja en condiciones.
—Te tomo la palabra. —Kris observó que su intento de aliviar la tensión no había provocado ni la menor sonrisa en los guardias o la secretaria. Esta gente se pasa de profesional. Pero ya basta.
»¡Abuelo Al! —gritó Kris—, soy tu nieta. Sabes que soy yo, y si no estabas seguro, el tipo del último mostrador ha tenido tiempo para leerme el genoma entero. ¿Cuánto tiempo vas a hacerme esperar?
—¿Y por qué necesita hablar con su abuelo de forma tan urgente, jovencita? —preguntó la secretaria.
—Abuelo, no creo que te guste la idea de que me ponga a gritar por qué una chica de veintidós años necesita saber unas cuantas cosas acerca de lo que pasa en su familia. ¿No prefieres que esos secretos permanezcan ocultos?
Una puerta a la izquierda de la secretaria se abrió. Un hombre cano con un traje gris asomó por el umbral. Medía casi dos metros, lo que explicaba de dónde había sacado Kris su altura.
—Caballeros, creo que pueden bajar las armas. —Los guardias obedecieron de inmediato. El hombre se volvió hacia la estancia de la que provenía—. Podemos concluir esto más adelante —dijo dirigiéndose a un hombre y una mujer que abandonaron el despacho a toda prisa y salieron por la puerta que estaba a la izquierda de Kris—. Muy bien, jovencita, me has interrumpido. Ven a decirme lo que tengas que decir.
—Señor —dijo Jack con mucha educación—, debería examinar toda estancia a la que vaya a acceder a solas con otro individuo.
—Un individuo que no responde ante tu protocolo, jovencito. ¿Crees que mi oficina no es el lugar más seguro del planeta?
—Para usted, señor. Pero para ella… —Jack dejó la pregunta en el aire.
—¡Maldito Gobierno! —gritó el abuelo Al—. Haz lo que tengas que hacer.
Jack cruzó la puerta y en sus manos aparecieron aparatos que Kris ni sospechaba que pudiese llevar ocultos en unos pantalones cortos y una sudadera a prueba de balas. El anciano Pinkerton fingió una sonrisa cuando Jack pasó ante él. Al cabo de un minuto, ambos reaparecieron.
—Tiene una estación de trabajo personal en su escritorio, así como grabadoras en las cuatro esquinas del despacho —le dijo al abuelo Al, pero el informe iba dirigido a Kris.
—¿Debo pedir a mi ordenador personal que transcriba nuestra reunión? —preguntó Kris.
El abuelo frunció el ceño.
—Toda seguridad y grabaciones apagadas, alfa, alfa, zeta, cuarenta, once. ¿Contenta, jovencita?
—Sabes que hace falta mucho más que eso para contentar a una Longknife, abuelo. —Kris sonrió mientras se adentraba a solas en la estancia. Era enorme. Las ventanas a ambos lados ofrecían vistas magníficas de Bastión, mejores que las del ático de Tru. Sin embargo, lucía un aspecto gris: grises eran la alfombra, las paredes, la mesa de mármol. Incluso el sofá y las sillas en torno a una mesa de café lucían distintos tonos de gris. El despacho tenía un olor gris, a juego con el color. Si una estancia podía estar completamente desprovista de olor, ese era el caso de aquel despacho. El abuelo Al se dirigió al escritorio y solo pareció contento cuando este lo separó de Kris. Un modo muy bonito de tratar a la familia.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres?
—Abuelo, han pasado diez o doce años desde la última vez que nos vimos. ¿No vas a preguntarme qué tal estoy?
—Ordenador, ¿cómo está Kris Longknife? —gruñó.
—Kristine Longknife ya no recibe terapia. Su última visita al médico fue un examen físico completo de acceso a la Marina, que aprobó. Su último problema de salud fue una ampolla infectada en la EAO.
—Ya sé cómo te encuentras, así que dejémonos de formalismos. ¿Qué quieres? No me hagas perder el tiempo, jovencita.
No conoces ni la mitad de mí, quiso decir Kris.
—¿Quién intenta matarme? —preguntó finalmente.
El abuelo Al pestañeó dos veces al oír aquella pregunta.
—Ordenador, ¿ha habido algún intento de acabar con la vida de Kris Longknife?
—Ninguno, señor.
—Tres, señor —corrigió Kris al ordenador—. Uno lo tengo bastante claro. Los otros dos me confunden. ¿Por qué querría matarme alguien?
El abuelo giró sobre su silla para mirar a Bastión.
—Pareces controlar la situación mejor que yo. ¿Qué te ha dicho la policía?
Kris caminó hasta el escritorio y apoyó ambas manos sobre el frío mármol. Podría haber sido cortado del corazón del abuelo Al, a juzgar por cómo reaccionaba ante ella.
—La policía no está implicada.
Aquello llamó la atención del abuelo. Se volvió para encararse a ella.
—¿Por qué?
—Porque no hay pruebas de que ninguno de ellos tuviese lugar. Padre dice que, si no hay pruebas, no ocurrió.
—Tu padre es un perfecto imbécil.
—Él opina lo mismo de usted, señor.
El abuelo bufó ante aquella afirmación, pero miró a Kris con sus intensos ojos grises.
—¿Qué te hace pensar que alguien intenta matarte, pese a no tener pruebas legales?
Kris se sentó en la silla y describió rápidamente la misión de rescate. Mientras hablaba, el ceño fruncido del abuelo se acentuaba.
—Así que un pedazo de equipo te permitió escapar de una trampa.
—Sí. No dejo de hablar con padre sobre los miserables materiales de la Marina, pero dado que el único equipo con el que estoy familiarizada me salvó la vida, no tengo mucho que argumentar.
El abuelo soltó una carcajada, pero recuperó la seriedad al cabo de un instante.
—¿Qué te hace estar tan segura de que eras el objetivo en aquel campo de minas?
—Obtuve el ordenador del líder. Tru Seyd lo inspeccionó. Encontró un mensaje que decía que la nave indicada había aceptado la misión y que preparasen la «bienvenida».
—¿Cómo supieron dónde organizar esa bienvenida?
—Comprobé las siete últimas misiones de rescate de la Marina. Todas implicaban un asalto nocturno, aterrizando en el patio delantero de los malos. Mi capitán quería batir una especie de récord desde el inicio del salto al último disparo. Creo que la Marina se ha vuelto un poco predecible durante la paz duradera, y que alguien me tendió una trampa.
—Es una conclusión razonable. ¿Cuál fue el segundo intento de asesinato?
Kris describió su viaje al rancho Anderson y la disolución del barco.
—Tru ha analizado las muestras que obtuve del barco. Las ha enviado a unos laboratorios de su confianza.
—Podría haberse tratado de un accidente. El metal líquido es un descubrimiento muy reciente. Mis astilleros solo llevan cinco años fabricando naves con ellos. Mira que hacer barcos con él… menudo desperdicio de alta tecnología.
—De cinco mil construidos, los seis asignados a mi proyecto son los únicos que han mostrado este defectillo.
Aquella observación hizo que el abuelo se sentase en el borde del asiento.
—¿Quién te proporcionó esos barcos?
—Smythe-Peterwald.
—Smythe-Peterwald… —repitió el abuelo.
—Smythe-Peterwald —reiteró Kris—. El rancho Anderson estaba fuera de cualquier contacto por radio. Llegué a captar una vaga señal de la nave de Peterwald cuando recibí la llamada de emergencia del rancho. No abandonó la órbita del planeta hasta que me encontré en el río, habiendo modificado la configuración del barco una vez.
—¿Y la siguiente ocasión que tocaste los controles del barco…?
—Se disolvió. —Kris chasqueó los dedos.
—Los Peterwald —gruñó el abuelo mientras se levantaba de la silla.
—¿A quién pediste el dinero para pagar el rescate de Eddy?
La pregunta de Kris hizo que el abuelo se detuviese en seco. Se retiró a su silla. Abarcó todo el exterior con un gesto de su mano y dijo:
—¿Por qué iba a pedirle dinero a nadie?
—La riqueza es una cosa y el efectivo otra bien distinta. He repasado tu historial financiero. Padre y tú confiabais ciegamente en el capital ajeno. Tu hermano Ernie había invertido una gran cantidad de dinero en nuevos desarrollos planetarios, expansión, crecimiento… No creo que hubiese podido proporcionar el dinero que mi padre necesitaba.
—No importó. Edward estaba muerto antes de que recibiésemos las instrucciones del rescate.
—Pero padre y tú no lo sabíais. No creo que la gente que secuestró a Eddy creyese estar negociando con unos estúpidos.
—¿Y si los contrataron?
—Abuelo, si hubieran sabido algo, no hubiesen sido ahorcados. Esos secuestradores no necesitaban dinero por adelantado. Como tampoco sabían nada los tipos de Sequim, salvo su líder. Murió de un ataque al corazón antes de poder empezar a cantar.
—Un ataque al corazón —repitió lentamente el abuelo.
—Como el camionero que mató a la abuela Sarah —dijo Kris al otro lado del escritorio.
El abuelo reaccionó como si hubiese sido él el atropellado. O como si estuviese viendo de nuevo el camión que los alcanzó.
—Fue un accidente —susurró—. Vi venir el camión, pero no pude apartarme de su camino. Lo intenté. Durante cincuenta años he estado viendo ese camión en mis sueños. Siempre pienso que puedo apartarme a tiempo. Pero nunca lo hago. —Negó con la cabeza—. Pero le practicaron la autopsia. No había nada en su sangre, ni drogas, ni cerveza, nada.
—Abuelo, no tomaron las muestras de sangre hasta dos horas después del accidente. Incluso entonces, ya había drogas que podían desaparecer al cabo de ese tiempo.
—Y los Peterwald conocen bien el mundo de la droga. —El abuelo suspiró—. Smythe-Peterwald XI estaba de visita en Bastión cuando secuestraron a tu hermano. Su hijo fue a la misma escuela que tu padre. Incluso fue novio de tu madre.
—No nos permite olvidarlo. Insiste en que conozca a su hijo.
El abuelo hizo una mueca de repulsa al oír aquello.
—Peterwald me ofreció su dinero. Dijo que ya entraríamos en detalles más adelante. Entonces la policía encontró la granja y la montaña de estiércol con una tubería rota asomando por ella. Después de todo, no necesité el dinero.
»Entonces fue cuando abandoné el Gobierno. Eres un objetivo demasiado atractivo. Abandoné el Gobierno y me aseguré de tener siempre suficiente dinero para hacer lo que quisiese, y rápido. Suficiente dinero como para construir un muro a mi alrededor que nadie pudiese atravesar. Le dije a mi hijo que también lo abandonase. Pero el muy idiota me dio la espalda y pasó a ocupar mi puesto.
—Entonces, ¿crees que los Peterwald están detrás de todo?
—Había mucho rencor entre ellos y mi padre. Puede que Ray fuera un estupendo general y un muy buen presidente, pero cada vez que tomaba una decisión, esta afectaba negativamente a los Peterwald. Cerró un par de planetas en los que habían invertido en cuanto quedaron fuera de la esfera de desarrollo que él mismo había establecido en el tratado de Bastión. Si das crédito a los rumores, fue él quien puso fin a sus negocios con las drogas.
—¿Crees que es cierto?
—Ray creía que iba a poner punto final a las actividades de los Peterwald. Como diría tu padre, no se podía demostrar en un juicio, así que hay quien diría que no ocurrió.
—Empiezo a estar un poco cansada de estar a punto de que me maten y no poder demostrarlo en un juzgado, abuelo.
—Aléjate de los Peterwald.
—Un poco difícil. Yo voy allí donde me envía la Marina.
—Pues renuncia. Ven a trabajar conmigo en esta torre. Nada se mueve en veinte kilómetros a la redonda sin que yo lo sepa y lo apruebe. He construido una fortaleza llena de gente que cree en lo que hago, que cobra bien y que moriría por mí. ¿Qué tienes tú?
—A Jack ahí fuera, hasta que retome el servicio.
—Aquí estarías a salvo. Ni siquiera sacamos a nuestros hijos salvo en viajes no programados y siempre con escoltas armados. No hay lugar mejor donde criar a un niño.
—Suena bien, pero ahora mismo no tengo hijos. Cuando los tenga, pensaré en ello.
—Si vives lo suficiente.
—Es lo que pretendo, abuelo.
El ordenador que se encontraba sobre el escritorio del abuelo empezó a zumbar.
—Kris —anunció Nelly en voz baja—, espero que disculpes mi interrupción, pero la Tierra acaba de anunciar que van a enviar una gran flota de batalla a Bastión.
—¿Qué? —dijeron desde ambos lados del escritorio.
—Parece que es un poco tarde para renunciar a mi puesto. —Kris tragó saliva.
—Dios mío, ¿es que la Tierra ha perdido la cabeza? Una flota de guerra terrestre aquí en el sector exterior es una invitación al desastre.
—Pensaba que a los negocios les interesaba una guerra, o al menos una ruptura de las relaciones —replicó Kris a su abuelo, preguntándose qué contestaría.
—Umm… —gruñó mientras miraba a Kris como si acabase de suspender el primer curso—. La Tierra es nuestro principal socio comercial. ¿Por qué iba yo a querer una aduana entre nosotros y ese mercado? Una guerra aniquilaría todo mi plan de negocios. Ningún empresario en su sano juicio desearía una guerra.
Nelly los interrumpió de nuevo:
—El informe oficial de la Tierra es que la flota se dirige a Bastión para participar, junto a los mundos del sector exterior, en la disolución oficial de la Sociedad de la Humanidad.
—No necesitamos una flota de batalla para arriar la bandera. —Negó con la cabeza—. Sé que hay terrícolas asustados por lo que podamos encontrar en la galaxia si el sector exterior continúa expandiéndose. ¿Es que ese sector ha ganado poder? ¿Acaso pretende la Tierra obligarnos a permanecer en la Sociedad? —se preguntó el abuelo.
—Pero no son más que una facción, como nuestros ilimitados expansionistas. No tienen poder para declarar un ataque. ¿Y si han enviado esta flota para lo que afirman?
El abuelo negó con la cabeza.
—Independientemente de lo que quiera decir la Tierra, no lo están formulando de la manera correcta.
—Lamento interrumpir de nuevo —intervino Nelly—. Han llamado a sus puestos a todo el personal de la flota.
—Gracias, Nelly —dijo Kris antes de volver la mirada hacia su abuelo—. Pero ¿de qué flota?