Capítulo 17

17

Kris no podía escuchar el sonido de las naves que aterrizaban por culpa del repiqueteo de la lluvia y el viento sobre los laterales del vehículo. No apartó los ojos del horizonte; tarde o temprano terminarían escapando de la bruma y las nubes bajas. La previsión del tiempo para aquel día era de lluvias y altas temperaturas; como de costumbre, la lluvia había hecho acto de presencia, pero no había ni rastro del calor. Kris llevaba un jersey y unos pantalones color caqui.

A pesar del requerimiento del mando de Bastión que había destinado a Kris a esta operación, había traído dos pantalones color caqui y unos de vestir blancos. Al volver del viaje por el río, el coronel Hancock le ordenó que no se los cambiara durante el resto de su estancia en Olimpia.

—Probablemente se verá involucrada en menos problemas si no se viste para recibirlos. —Quizá estuviera en lo cierto, dado que en las últimas treinta horas no había hecho nada que el coronel no aprobase y apenas se había encontrado con ningún inconveniente.

Por supuesto, el coronel no había salido de la base. Por su parte, Kris debía quedarse allí o, mejor dicho, estaba sancionada y tenía que quedarse. Cuando sus padres la castigaban, eso no significaba que pudiera librarse del fútbol, el ballet o cualquier cosa que les viniera bien a ellos, simplemente no podía hacer lo que a ella le gustaba. Lo mismo sucedía con el coronel Hancock: le permitieron gestionar el almacén; de hecho, todos esperaban que lo pusiera en orden para que se quedara a disposición de los soldados de las Tierras Altas. Tommy siguió encargándose del centro de vehículos. Él también estaba rematando los asuntos pendientes. Ninguno de los dos podía salir del almacén o de la base, y el coronel quiso asegurarse de que no lo hacían, así que se paseaba por allí en los momentos más inesperados. Unas cinco o seis veces al día.

Parecía fiarse menos de Kris que sus padres cuando tenía dieciséis años, aunque el coronel tenía mejores motivos para ello. La primera vez que Kris pudo salir de su estrecho cerco fue cuando tuvo que acompañar a los autobuses y furgonetas alquiladas. Kris le preguntó a Tommy si quería conocer al batallón de las Tierras Altas y este no se lo pensó dos veces. También se lo ofreció al coronel.

—¿Quiénes van de copilotos? —preguntó sin levantar la vista de los informes de su mesa.

—Un par de fusileros contratados en las cocinas. —Toda la Marina independiente estaba haciendo aquel día tareas de reparto de comida.

—¿Piensa usted comenzar una guerra o cualquier otra cosa que me dé más trabajo?

—No, señor, desde luego que no. Tan solo tareas de alférez novata, nada de ejercer de alférez Longknife —contestó burlonamente.

—Márchese —masculló el coronel, pero luego se lo pensó mejor—. No olvide dejar un reguero de miguitas, quiero que esté aquí para la cena.

—Sí, señor —obedeció Kris haciendo el saludo militar. La respuesta del coronel con un saludo podía considerarse todo un mérito militar.

Ambas naves aparecieron entre las nubes bajas casi a la vez. Kris negó con la cabeza. Esa gente era un caso; las dos naves pretendían aterrizar la una al lado de la otra. Era un suicidio con la cantidad de baches que había en lo que Olimpia denominaba pista de servicio.

Al parecer, el piloto de la segunda nave echó un vistazo a la pista y llegó a la misma conclusión. Dio un acelerón y subió hacia las nubes para intentarlo de nuevo. La otra nave tuvo que irse bastante lejos para evitar los peores baches y logró aterrizar con relativa suavidad. Estaba aparcando en la primera plaza cuando la segunda nave tomó tierra. Como Kris no tenía ninguna intención de mojarse, esperó en el autobús para ver qué sucedía. Cuando la segunda nave paró los motores, ambas abrieron las escotillas de carga de popa.

De ellas salieron dos hombres con falda escocesa y unos altos sombreros de pelo. A continuación, se escucharon unos sonidos extrañísimos.

—¿Qué hacen esas mujeres a esos pobres gatos? —preguntó Tommy por la red.

—Vigila a quién llamas mujer —respondió el coronel, que al parecer estaba supervisando las comunicaciones.

—El ruido al que te refieres lo producen las gaitas —le explicó Kris.

—Ya decía yo que la gente de Santa María erais celtas de pega —dijo Hancock—. ¿De verdad no sabes lo que es una gaita?

—Sobrevivimos a los años de hambruna —respondió Tommy con el acento más irlandés que Kris le había oído— y les damos las gracias a Jesús, María y José todos los días por ello.

—Y yo que pensaba en sacarlo del planeta porque está usted demasiado unido a esa Longknife… Alférez Lien, no creo que sobreviva a esta noche.

—¿Debo tener miedo a unos tipos con falda?

—Las Damas del Infierno. —Kris había leído algo de su historia—. Tommy, camarada, tienes dos opciones: o vuelves andando a la base… —En ese momento la lluvia empezó a caer con más fuerza—. O acercas los autobuses a la segunda nave. —Kris hizo una señal a su conductor y se puso en marcha—. Yo voy a llevar mis tres autobuses a la primera. No se preocupe, coronel, lo haremos con delicadeza.

—No sé por qué tengo mis dudas sobre el concepto de delicadeza de una Longknife —respondió el coronel con un fingido acento irlandés—. Corto y cierro.

Kris ignoró ese último comentario y su conductor llevó los otros dos autobuses a la pista, justo detrás de la primera nave.

Los soldados salieron de ambas naves con los rifles sobre los hombros. Gracias a la música de las gaitas, sus pasos se sincronizaron enseguida y se colocaron en formación bajo la atenta mirada de sus sargentos. Las faldas eran de color rojo principalmente, con unos toques verdes, negros y blancos. Llevaban un gorro de la misma tela escocesa y una chaqueta de piel que, con la lluvia, se había vuelto de color marrón oscuro. Sin embargo, para aquellos sargentos y soldados las condiciones atmosféricas eran las de cualquier día suave de verano en sus cuarteles temporales. Iban con la cabeza bien alta y caminaban con total seguridad. Estaban desfilando y les daban igual el frío y el viento.

Los oficiales descendieron por la escotilla delantera de la primera nave. También iban vestidos de forma elegante a pesar de la lluvia. Kris se quitó el poncho y abrió la puerta. Una ráfaga de viento le caló los pantalones, pero se acercó rápidamente a la veloz sección de mando. Una mujer alta y delgada vestida con el traje tradicional de Escocia salió a su paso para saludarla.

—Soy la alférez Longknife, su contacto de coordinación con la base de Puerto Atenas.

—Yo soy la mayor Massingo, ayudante del batallón —respondió la mujer, devolviendo el saludo. La mayor se encargó de presentar a Kris al coronel Halverson, el comandante del batallón. Kris ya había investigado y sabía que Halverson llevaba seis meses menos que Hancock en el puesto, así que no había problema. Halverson parecía alegrarse de estar allí, aunque a Kris le dio la impresión de que aquel hombre podría sentirse bien en cualquier lugar.

—Mayor, las tropas deberían subirse a los autobuses que la alférez nos ha cedido tan amablemente. Cuando nos llegaron las órdenes hace unas semanas, pensé que tendríamos que ir andando hasta la ciudad con las armas y todo el equipo.

Kris actualizó el informe para el coronel mientras la mayor dio la orden al sargento mayor del regimiento, que la comunicó a gritos a los sargentos de la compañía. Era emocionante ver funcionar la cadena de mando, que seguramente no había cambiado demasiado desde los tiempos en los que el Gentil Príncipe Carlos aprendía tácticas de huida y evasión en las genuinas Tierras Altas escocesas.

—Supongo que necesitarán un comedor para oficiales —dijo Kris mientras las tropas marchaban en fila de a uno hacia los autobuses asignados. Hancock le había comentado a Kris que la organización de las comidas de su destacamento resultaría demasiado informal para los estándares de las Tierras Altas.

—Eso es, alférez —asintió el coronel—. Nunca mezclamos a los oficiales con otros rangos.

—He encontrado unas instalaciones a tan solo dos manzanas de la base —afirmó Kris.

—Perfecto. Se acerca el aniversario de una de las batallas que más nos llena de orgullo: la de la montaña Negra, en Sabana. El coronel Longknife consiguió hacerse con ese asentamiento.

—Precisamente tengo el honor de ser la bisnieta del coronel Longknife —confesó Kris.

—Entonces será un honor para nosotros que sea nuestra invitada en la cena, alférez.

Kris aceptó la invitación y decidió contarle algo más.

—También soy bisnieta del general Tordon —añadió.

—¡Vaya, vaya! Es usted familia de Peligro y Ray.

—Todo un honor —confirmó Kris.

—O una desgracia —respondió el coronel entre risas. Kris se preguntó entonces si él y su coronel se habrían conocido antes. Cuando las tropas llegaron a la base, Kris acompañó a Halverson al despacho de Hancock y ambos dejaron claro que tenían una conversación pendiente poco apropiada para los delicados oídos de una alférez, así que Kris regresó a su despacho en el almacén.

Se encontró con Jeb y Sam Anderson en la puerta.

—Longknife, ¿se podrían sumar un par de capataces más a la plantilla? Las noches se me empiezan a hacer interminables.

—Sam, ¿quieres trabajar para mí?

—Resulta algo complicado criar vacas en un rancho inundado. La gente de aquí nos ha facilitado un lugar donde quedarnos, pero tenemos que trabajar igualmente, aunque la comida sea gratis.

—No se paga demasiado bien, solo un dólar de Bastión al mes.

—Menos es nada. Después de aquel milagro, creo que te lo debemos.

—No fue ningún milagro —repuso Kris—. Os esforzasteis tanto como nosotros para escalar ese precipicio.

—No me refiero al ascenso, sino a que supieras que estábamos en peligro. El sistema de radio por el que pedimos auxilio nos servía para comunicarnos de un lado al otro del cañón, pero nunca habíamos podido hablar con nadie que estuviera a más de veinte o treinta kilómetros por culpa del acantilado. Teníamos un repetidor de señal en lo alto del cañón y una línea de teléfono al pie, pero ambas desaparecieron hace seis o siete meses.

—¿Y no sería gracias a los satélites? —preguntó Kris. El primer ministro siempre decía que la gente más vaga atribuía milagros a cualquier cosa que se pudiera explicar perfectamente con un poquito de lógica.

—Estábamos a demasiada poca altura. Cuando teníamos el repetidor, no había ningún problema, pero al perderlo también desaparecimos nosotros. No te puedes imaginar lo sorprendidos que nos quedamos cuando respondiste a nuestra petición de auxilio.

La que estaba sorprendida era Kris. Contrató a Sam y a uno de sus capataces para ayudar a Jeb a vigilar el almacén. Otros hombres de Sam también se ofrecieron para trabajar y algunos se unieron al equipo de construcción de carreteras para echar una mano a la sección de ingeniería de las Tierras Altas en la mejora de las condiciones de la pista, el arreglo urgente de los puentes para los convoyes de suministros y, en general, la restauración de las infraestructuras del planeta. Ester y Jeb vieron posibilidades de desarrollo para la fundación Ruth Edris para los granjeros desplazados. Kris tendría que presentar la fundación de forma oficial antes de marcharse de Olimpia.

Kris se sentó a la mesa de su nuevo despacho, al otro lado del edificio quemado donde estaba su anterior puesto. Tenía muchas cosas pendientes. Spens se había reincorporado al trabajo y estaban comprobando las cuentas para cumplir con la legalidad. Había mucho que hacer todavía.

Sin embargo, ¿por qué no podía dejar de dar vueltas a la señal de radio que había rebotado unas cuantas veces? No había duda de que las condiciones atmosféricas de ese planeta eran bastante extrañas, jamás se habría podido enviar ningún mensaje directo. Probablemente, nadie había estado nunca tan desesperado como aquella gente ni había insistido tanto. Muy bien, un milagro sumado a un gran esfuerzo y a la influencia volcánica sobre la región E, F o dondequiera que rebotase la señal de radio. Era fácil de explicar.

—Nelly, ¿cuándo salió de la órbita la nave de Peterwald? —Quizá debía omitir la primera pregunta que la tía Tru hubiera formulado en una situación así.

—La Barbarroja salió de la órbita el jueves a las 11.37 de la mañana, hora local.

—Y ¿cuándo interceptaste el mensaje del rancho Anderson?

—El jueves a las 9.42 de la mañana, hora local. —Muy bien, la tía Tru haría una segunda pregunta.

—¿A qué hora activaste por primera vez la nave de metal líquido?

—El jueves a las 10.12, hora local.

Kris se mordió el labio nerviosa. La tía Tru haría una pregunta más.

—Nelly, ¿la Barbarroja tuvo en algún momento el cañón en su campo visual?

—La nave Barbarroja describía una extraña órbita elíptica que posibilitaba un cien por cien de posibilidades de que tuviera el fondo del cañón Little Willie en su campo visual en tres de sus trayectorias, y algo más de un cincuenta por ciento en otras cuatro.

No tenía sentido andarse con sutilezas con su propio ordenador.

—Nelly, ¿estaba el cañón en el campo de visión de la Barbarroja cuando recibimos el mensaje de Anderson?

—Sí.

Así que esa era la razón. El milagro podía ser que alguien de la nave de Peterwald, quizá Hank, la hubiera enviado a ese río mortal en una barcaza con un agujero potencial. Pero, aunque Hank hubiera tenido posibilidades de matarla, no significaba que quisiera hacerlo. Aquella primera cita no podía haber ido tan mal. Kris no fue capaz de reírse de su propio chiste. No tenía ningún sentido. ¿Por qué iban a querer matarla Hank Peterwald o su padre?

Solo había una cosa clara: sus padres jamás se plantearían esa cuestión.

—Nelly, busca en la red casos similares de averías en naves de metal líquido.

—Ya había hecho la búsqueda. No hay casos de averías similares en ninguna de las 53.412 barcazas fabricadas hasta la fecha. Tampoco hay informes de fallos en naves espaciales, ni durante la fabricación ni en las operaciones.

—Gracias por anticiparte, Nelly. Tru ha debido de incluir algunas mejoras bien interesantes la última vez.

—De nada, procuraré hacer búsquedas similares en el futuro.

Kris se recostó un momento en su asiento y miró al techo. Si algo sucede una vez, es una mera casualidad. Si sucede dos veces, quizá sea una coincidencia; pero tres veces supone un ataque enemigo. ¿Y quién podía ser ese enemigo? Kris no quería ni imaginar que un tipo tan joven como Hank tuviera tan pronto una lista de enemigos. Además, Kris se consideraba una buena persona y no podía concebir ser enemiga de nadie.

—¿Kris? —dijo Nelly con cautela.

—Dime.

—¿Estás al tanto de que la fundación Ruth Edris ha recibido una donación de quinientos mil dólares de Bastión?

—No tenía ni idea, Nelly; dejé en tu mano los asuntos económicos. ¿Quién ha hecho esa donación?

—Alguien anónimo, pero cuando la recibimos estuve investigando el origen de la transferencia. Es muy probable que haya sido Hank Peterwald.

—¿Y la hizo antes o después de que su nave saliera de la órbita?

—No puedo asegurarlo con certeza, pero parece ser que fue después.

Kris reflexionó un instante. Era muy poco probable que Hank donara dinero a la cuenta de alguien que considerase muerto. Aquel planeta tenía un importante potencial para el comercio. Según el informe económico de Nelly, Bastión había cubierto la mitad de los gastos iniciales de Olimpia y el resto se generó libremente. Si alguien andaba robando identificaciones y vendiendo propiedades fuera del planeta, ya se encargaría de ello después; pero si Hank sabía algo sobre los negocios de su padre, no era probable que fuese a darle dinero a Kris para mejorar la situación.

Kris se sorprendió de lo bien que se sentía al decidir que Hank no pretendía matarla; pero si papá Peterwald quería hacerse con los puntos de salto de Olimpia, ¿hasta dónde sería capaz de llegar?, ¿qué más tendría que hacer Kris antes de marcharse?

La lluvia martilleaba la ventana de su nueva oficina. Las gotas estaban dejando una capa de polvo en el alféizar. Por tanto, había restos de lava volcánica en la lluvia. ¿Qué más?

—Nelly, ¿ha visitado alguien el volcán que entró en erupción y que ha causado todo este desastre?

—No.

Por supuesto, ¿qué necesidad hay de visitar el volcán, si el volcán ya viene a ti?

—¿Ha analizado alguien las cenizas?

—No hay datos al respecto en los archivos públicos.

Kris vio una lata vacía al lado de la cafetera. Quizá exageraba un poco, pero iba siendo hora de ser un poquito paranoica. Salió a la calle con la lata de café en la mano y observó la corriente de agua. Detrás de su edificio había un canal de desagüe donde caía la lluvia que recogían las oxidadas tuberías del techo, para evitar que se derrumbase con el peso del agua. Jeb apareció cuando Kris andaba contemplando las turbias aguas de ese canal.

—¿Puedo ayudar en algo, señorita?

—¿Cuánta ceniza volcánica cayó en las primeras lluvias?

—Bastante.

—¿Crees que puede haber restos de esa primera ceniza en el canal?

—No sería de extrañar. ¿Quieres un suvenir?

—Algo tengo que conseguir. No sé, podría ponerla en un jarrón o en una bonita figura de cerámica. Ya me entiendes.

Jeb la miró un instante y después llamó a un chaval que no tendría más de doce años.

—La señorita quiere cenizas del volcán. ¿Te importa meterte en el barro un momento?

La cara del chico se iluminó como si le hubieran ofrecido entrar al reino de los cielos. En un abrir y cerrar de ojos estaba en el canal, cubierto de barro hasta las rodillas y sacando el sedimento del fondo de la alcantarilla con una lata de café.

—¿Así le vale, señorita? —dijo el chico mientras mostraba a Kris una lata rebosante de barro con el mismo orgullo con el que cualquier pretendiente enseñaría un diamante a su futura esposa.

—Más que de sobra —contestó Kris, que cerró la lata con la tapa y sacó de su bolsillo una moneda de un dólar.

—Toma, muchas gracias.

—Mi madre no me dejaría aceptarlo —dijo el chico negando con la cabeza y sin tocar el dinero—. Usted nos ha dado de comer, mi madre me daría una paliza si aceptase el dinero.

Kris sacó una segunda moneda.

—Esta es para tu madre, por criar a un chico tan educado. Toma las dos monedas y vete.

El chico no parecía muy convencido, pero Jeb le hizo un gesto para que las aceptase. Cogió las dos monedas y se marchó a toda prisa salpicando barro tras de sí.

—Es lo menos que podía hacer por haber hecho que se ensuciase toda la ropa —bromeó Kris.

—Eso es absurdo, no creo que haga mucha falta compensar a nadie por eso teniendo en cuenta lo anegado que está este planeta —replicó Jeb.

Kris bajó la mirada hacia la lata de café, le quitó algo de barro que había quedado por fuera y se dio la vuelta hacia su oficina.

—Ya veremos quién es el absurdo —murmuró.

Dos noches después, Kris acompañó al coronel Hancock al comedor de oficiales del cuarto batallón de las Tierras Altas, la guardia planetaria de LornaDo.

Había recibido una invitación en agradecimiento por lo que Kris y Tom habían hecho por el batallón en las últimas cuarenta y ocho horas, no tanto por quién era Kris. Con la ayuda de sus amigos artesanos, el antiguo restaurante abandonado y el salón se habían convertido en un pulcro club para oficiales, en el sentido más tradicional de la palabra. Habían colocado sillones mullidos para que pudieran sentarse en grupos y disfrutar de sesudas tertulias. Los muros estaban decorados con fotografías de antiguos mandos, de grupos de oficiales o de los victoriosos equipos de fútbol del batallón. Una nave había transportado con mucho cuidado varios de los más exquisitos óleos de escenas bélicas. El local tenía una temperatura muy agradable, se había puesto moqueta y olía a pintura nueva. A Kris se le hacía raro pensar que era el mismo agujero abandonado que se habían encontrado en un primer momento, o incluso que pudiera existir un sitio así en medio de la mohosa ciénaga en que se había convertido Olimpia. De pequeña, había leído muchos libros que afirmaban que en la India se había logrado crear un pedacito de Inglaterra y tenía curiosidad por saber cómo lo habían logrado. Bastión no era la Tierra, y estaban orgullosos de ello. Pero ahora podía entender cómo y por qué un batallón podía trasladar LornaDo, o quizá Inglaterra, a las tierras de Olimpia.

Habían levantado un muro con cristaleras para separar el club del comedor y del bar. Cuando el coronel Halverson saludó a Hancock, junto a él tenía a un joven oficial vestido con un traje escocés azul dispuesto a recibir cualquier orden.

El teniente comandante Owing, el segundo al mando de Hancock, estaba sentado en un rincón con un whisky en la mano, disfrutando de una conversación sobre la mejor malta del espacio con los médicos y los oficiales de suministros. La teniente Pearson rechazó la oferta después de oler el vaso. Kris la había oído quejarse enérgicamente de cierta relajación con la bebida a los oficiales que estaban en la puerta del despacho del coronel, quien debía de tener problemas de oído, dado que estaba al lado de Kris y no parecía haber oído nada. Los otros dos alféreces estaban al cargo, así que Kris, Tommy, el coronel y el resto de los oficiales del batallón de las Tierras Altas tenían libertad para beber y darse a los placeres todo lo que quisieran, siempre y cuando fueran vestidos para la ocasión.

El coronel de la Marina y su homólogo en las fuerzas navales fueron los últimos en llegar. La gargantilla blanca y los pantalones de Kris le dieron un toque de estilo interesante en aquella cena de reconocimiento de Bastión, en comparación con los corsés y los cancanes; era de las pocas personas en la sala que no enseñaba las rodillas. Pero el coronel Halverson se encargó de que el coronel, vestido de azul y rojo, y la gente de la Marina que iba de blanco se sintieran como en casa.

—¿Qué van a tomar? —los recibió el coronel jovialmente, y luego se giró hacia el oficial que tenía detrás.

—Avisa al servicio, que nadie acepte el dinero de nuestros invitados. El bisabuelo de esta joven acompañó al batallón en la montaña Negra. Era marine, pero todo un soldado.

—Sí, señor —dijo el oficial, que observaba a Kris como si acabase de llegar del Olimpo.

—No quiero ver sus vasos vacíos.

—Sí, señor. ¿Qué desea beber, señorita?

Kris estaba contenta de no haber bebido nada de alcohol durante más de diez años, pero resultaría muy extraño para esa gente que pidiera un refresco sin más. El whisky del coronel no la había arrastrado a la bebida. El bisabuelo Peligro quizá tuviera razón: ella no era muy de beber. Tragó saliva, sonrió y dijo:

—Agua con gas y un toque de limón, por favor.

Tom pidió whisky irlandés sin hielo, Hancock pidió lo mismo que estaba tomando Halverson y el oficial se marchó a por las bebidas a la otra sala. El nuevo coronel se acercó a los más veteranos.

—Dijo usted que esta mujer muestra mucho valor en el campo de batalla. Por lo que veo, también es inquebrantable en el club de oficiales. —El coronel de las Tierras Altas se dirigió a Kris—. Señorita, va a ser usted de los pocos que puedan caminar en línea recta esta noche. Aquí hay un par de personas que saben de lo que hablo. Por cierto, coronel, tengo que contarle un par de cosas… —Los dos oficiales dejaron a Kris y a Tommy solos en medio del club.

Apenas pasaron dos segundos y se acercó una mujer vestida con un traje escocés.

—Soy la capitana Rutherford. Creo que usted y yo compartimos la misma suerte.

—Encantada, yo soy la alférez Longknife. ¿A qué suerte se refiere? —Kris no quería pasarse la noche comparando programas de rehabilitación alcohólica y discutiendo cuál era mejor.

—Su bisabuelo y el mío lograron volver sanos y salvos de la montaña Negra. —La mujer sonrió—. Si no, no estaríamos aquí. Puede llamarme Emma —dijo al extenderle la mano.

—Soy Kris —respondió la alférez—. Este es Tom; es de Santa María, pero no se lo tenga en cuenta.

—Entonces le gustarán nuestras gaitas.

—Me encantan, es como tener un trocito de mi tierra en la distancia.

Kris casi se atraganta con el primer sorbo de la bebida que acababan de traerle.

—No puede estar tan fuerte —dijo Emma.

—No, en realidad está tal cual la he pedido —aclaró a Emma y al soldado que la había traído, mientras fulminaba a Tommy por ser tan miserable.

—Siempre hay alternativas —le recordó Tom.

—No tienes ni idea de cómo relacionarte con la gente —le susurró Kris.

—Lo que tengo es astucia política. Siendo la hija de un político, pensé que sabrías valorar esa capacidad.

—¿Estoy interrumpiendo algo? —preguntó Emma.

—Nada, digamos que en la academia de formación este chico se paró a atarse las botas en plena carrera de obstáculos —dijo Kris, dándole un suave codazo a Tommy en las costillas.

Emma se los quedó mirando un segundo, sonrió y encogió los hombros todo lo que le permitió la pesada chaqueta de lana que llevaba puesta.

—Les voy a presentar a algunos de los oficiales más jóvenes de nuestro batallón.

Kris intentó recordar la lluvia de nombres, aunque la tarea fue más fácil gracias a la costumbre del regimiento de poner un mote a todos. Nieve era el segundo lugarteniente Sutherland, y tenía el pelo muy rizado y blanco. El Enano medía más de dos metros, por supuesto. En general, el sector juvenil del club de oficiales parecía estar contento allí y encantado de conocer a Kris.

Sin embargo, la situación se complicó cuando Emma le pidió a la mayor Massingo que presentase a Kris a los más veteranos. El grupo de gente que rodeaba al teniente comandante Owing había crecido notablemente cuando le indicaron a Kris que se acercara a ellos. No estaba segura, pero parecía que el camarero había tenido que hacer unos cuantos viajes para rellenar los vasos de los contertulios de ese rincón. No parecía que el doctor fuera a ser capaz de ponerse en pie cuando los llamaran a cenar. Después de la correspondiente ronda de presentaciones, Kris se disponía a despedirse y volver con el grupo de los jóvenes cuando el oficial de suministros espetó:

—¿Y qué opina una Longknife del traspaso de competencias? No pensará apoyar a la Tierra, ¿verdad?

Kris se quedó algo sorprendida, pero no le resultó demasiado complicada la pregunta.

—Soy una oficial en activo, señor. Seguiré las órdenes de mi oficial de mando y dirigiré a mis tropas —contestó, desviando la pregunta.

—Así que hará lo que le ordenen, básicamente —dijo el doctor, que casi se cae al intentar acercar su silla. Un amigo lo ayudó a mantener el equilibrio.

—Soy nueva en estos menesteres, apenas me acaban de nombrar alférez, pero supuestamente debemos seguir las órdenes que nos lleguen —contestó Kris sonriendo mientras daba un paso atrás para retirarse. Sin embargo, no le sirvió para salir del círculo de la conversación.

—Pero ¿dejaría de cumplirlas si puede lograr el bien común? —apuntó un comandante que llevaba dos mosquetes cruzados en la chaqueta—. Si algún idiota me ordena atacar un búnker que esté defendido hasta los dientes, se entiende que puedo usar una bomba de humo y buscar un lugar para flanquearlo. —Sus compañeros asintieron ante su afirmación—. ¿Importa más nuestro deber que el bien común? Que yo recuerde, fue un Longknife quien mató al presidente Urm. ¿Acaso estaba siguiendo órdenes de algún superior?

—No —reconoció Kris.

—Cuando prolifera el mal, el soldado puede actuar por su cuenta y riesgo si persigue el bien común, ¿o no?

—Los libros que leí decían que Urm era un tipo bastante malvado —confirmó Kris—. Pero hoy en día no existe nadie así, ¿no? —Kris quería zanjar la conversación. No parecía que nadie estuviera tomando nota de lo que se hablaba, pero siempre existía la posibilidad de que alguien estuviera grabando con el ordenador—. Nelly —dijo Kris entre dientes—, empieza a grabar. —Al menos así tendría una transcripción de la conversación si finalmente salía a la luz en los medios de comunicación de Bastión.

—Cierto, cuando la maldad es tan evidente como en el caso de Urm, es mucho más fácil saber cuál es el deber de un soldado. Pero si se trata de una persona insípida, tibia, que va minando el alma y la mente de la humanidad poco a poco, ¿qué se debe hacer? Es la clase de maldad que pretende transformar la virtud en vicio, mientras maquilla el vicio como virtud poco a poco todos los días. —No era necesario que Kris contestase a eso, había aprendido hacía mucho tiempo que a veces era mejor callarse la boca. Ningún periodista podría sacar nada de un silencio.

—Cierto —intervino otro oficial para romper el silencio que se había creado—. ¿Cuándo se ha oído a un civil decir nada bueno sobre el deber? No creo que sepan lo que significa la palabra honor. Mi hija está en la universidad y le compré un equipo de redacción nuevo. El maldito ordenador le preguntó si honor se escribía con hache. ¡No estaba siquiera en su base de datos! —La afirmación recibió varios resoplidos como respuesta. Kris no creía que fuese verdad, pero la historia sonaba grandilocuente.

—Qué raro, en mi ordenador sí estaba —dijo Kris en voz alta sin darse cuenta. Mierda, tenía dentro demasiada rabia y eso le traería problemas. A pesar de todas las sesiones de terapia, no había logrado controlarla.

—Su padre está en las altas esferas del Gobierno y su abuelo dirige la compañía Nuu. Alguien podría llegar a verla a usted como… —Una mano se movió tímidamente buscando la palabra más adecuada.

—Como parte de esa maquinaria del mal —lo ayudó Kris.

—Más bien como alguien cercano a sus sensibilidades —puntualizó el comandante—. Mire, los soldados conocemos bien el guión de esta historia. Los de arriba manejan todo el juego. Cuando la gente empieza a quejarse, nos llaman a nosotros para poder seguir repartiendo las cartas a su conveniencia. Piense en el coronel Hancock: algunos granjeros de Infratinieblas están descontentos con las cartas que les han tocado, así que lo llaman a él y a su batallón. Los estúpidos granjeros no saben retirarse a tiempo y muchos acaban muriendo. Hancock hizo lo que le ordenaron y mire de qué le ha servido. Estar al mando en esta bola de barro. Cuando le ordenaron presentarse ante el consejo de guerra, tendría que haber ido a Infratinieblas con su batallón y darles una lección a esos ricachones que se hacen llamar Parlamento para que volvieran a sus malditas cloacas. Seguro que los medios de comunicación lo habrían encumbrado como mesías de los granjeros en vez de tacharlo de asesino.

Kris no podía decir que le sorprendiera esa afirmación. En el Scriptorum siempre había habido gente de derechas dispuesta a levantarse en armas.

—Lo que le hace falta a la gente son armas y un objetivo claro para librarse de esos ricachones desalmados y de sus políticas chapuceras. —Los veteranos de Bastión habían dicho exactamente lo mismo. ¿Por qué le daba escalofríos a Kris escuchar esas palabras en boca de un oficial?

Sería porque se suponía que aquella gente debía defender a la civilización del peligro de la guerra, no provocar conflictos. Aunque la duda que se planteaba Kris era si ese hombre iba en serio o si había dicho todo aquello por culpa del whisky. Quizá estaba asqueado por que su batallón estuviera hasta el cuello de barro cumpliendo una misión de paz, o quizá pretendía derrocar al Gobierno de Olimpia. Kris reprimió una sonrisa; le iba a costar encontrar un Gobierno al que derrocar. El establo de exposiciones donde se celebraba la subasta semanal de ganado y las asambleas legislativas trianuales se había derrumbado hacía meses.

Si ese tipo iba en serio, no era problema de la alférez Longknife, sino que tendría que hacerle frente el coronel Hancock. No era responsabilidad de Kris que se le hubiera calentado la boca por haber bebido de más.

A lo largo de su vida, Kris había tenido que enfrentarse a las armas de unos secuestradores y a bandas nómadas hambrientas y armadas hasta los dientes. Ya había demostrado que tenía estómago para enfrentarse a una pelea de verdad. Esa clase de charlas de club de oficiales le resultaba bastante insulsa.

—Si me disculpan, la naturaleza me llama —dijo mientras se deshacía del grupo para dirigirse al aseo de mujeres.

Al entrar en el baño, Kris se dio cuenta de que sus pantalones estaban tan almidonados que iban a terminar más arrugados que un acordeón y le asaltó la duda de si habría alguna unidad de las Tierras Altas en Bastión. Un traslado no estaría mal, aunque esa gente tenía que cargar con pesadas ametralladoras en los combates, mientras que en la Marina habían sido lo suficientemente listos como para acarrear siempre una litera y algo de comida. Kris se refrescó la cara, le pidió a Nelly que dejase de grabar y se preparó para volver a la muchedumbre. La mayor Massingo y el capitán Rutherford la estaban esperando.

—Ese hombre es algo fanfarrón —le aseguró la mayor—. Ha hecho usted bien en no dejarse provocar.

Kris resopló.

—Ya dudaba de que llevase un micrófono para grabarme. Hace tiempo que aprendí que hay que tener cuidado con lo que se dice.

—No ha tenido que ser fácil ser la hija del presidente —señaló Emma.

—Poca gente se da cuenta de lo duro que es —asintió Kris—. ¿Podré evitar a don fanfarrón lo que queda de noche?

—No creo que haya problema —le aseguró la mayor.

—Tenemos un equipo de competición de esquifes, uno de los mejores de LornaDo. El entrenador y los remeros tienen muchas ganas de conocerte —dijo Emma.

—¡Pues hablemos de carreras de esquifes! —Así pudieron pasar el rato hasta que los llamaron a cenar. El anuncio para entrar en el salón fue de lo más extraño: uno de los camareros le dijo algo al oído a la mayor Massingo; esta se levantó, se ajustó el vestido y se dirigió hacia la puerta.

—Sargento gaitero, toque algo para llamar a cenar.

Un sargento vestido de ceremonia se presentó en la puerta y dio un par de saltitos que, al parecer, daban los soldados de las Tierras Altas cuando se detenían.

—Señora —gritó el soldado y, después de un elocuente silencio, prosiguió—: gaitas y tambor, ¡marcha de cena!

Entonces, el sargento empezó a avanzar seguido de dos gaiteros y un tamborilero. El sonido de las gaitas llegó al puerto espacial. Al otro extremo del salón de oficiales, algún tímpano se resintió. Kris y Nelly estuvieron a punto de comprobar la integridad del edificio, pero prefirieron quedarse mirando la cara de Tommy.

Tenía la boca abierta y los ojos como platos.

—Te lo mereces, mentiroso —gesticuló Kris. Podría habérselo gritado, pero nadie habría podido oírla. Sin embargo, no pudo deleitarse con el asombro de Tommy demasiado rato. Los oficiales se habían puesto en marcha, alguno que otro sin mucho equilibrio, y estaban desfilando detrás de los músicos. La mayor Massingo se puso al frente presidiendo el grupo, mientras los coroneles la seguían justo detrás. El teniente comandante Owing y los mayores iban después, luego los comandantes de la compañía del batallón y a continuación los capitanes. Kris imaginó que Tommy y ella, que solo eran alféreces novatos, cerrarían la comitiva, pero Emma agarró a Kris por el codo con delicadeza y la llevó con los comandantes de la compañía y los primeros tenientes. Tommy se quedó con los líderes de sección.

Y así llegaron al comedor, que resplandecía con la mantelería y la cristalería, la vajilla y la cubertería de plata. Kris se quedó estupefacta con el olor a carne asada, pero el creciente volumen de las gaitas la devolvió a la vida. En las paredes había diversas banderas de combate; la de la Sociedad estaba desplegada con orgullo detrás de la presidencia de la mesa, junto a la de LornaDo. También estaban expuestas algunas que el batallón había llevado o capturado en otras batallas.

La bandera roja y negra de la Unidad no podía faltar, además de otras insignias planetarias que debieron de conseguir hacía noventa años, en las épocas más convulsas, antes de que la Unidad impusiera su brutal mando en el sector exterior, en planetas que fueron derrotados brutalmente antes de que la Sociedad de la Humanidad se hiciera con todo el poder. ¿La transferencia de poderes suponía volver a aquella época en la que los planetas peleaban con sus vecinos por el comercio, los recursos y las indemnizaciones? En realidad, todo se reducía a la extorsión que los poderosos ejercían sobre los débiles. Las banderas de guerra del batallón eran un recuerdo visual de la historia galáctica de la humanidad, aunque no precisamente de los episodios más honrosos. Qué pena que en las paredes del Scriptorum no hubiese nada parecido. Eso sí que sería una buena lección para los estudiantes.

Kris se sentó donde le indicó Emma. El capellán bendijo la mesa y agradeció con orgullo las batallas que habían ganado. A continuación, el presidente de la mesa propuso un brindis por los ausentes, que sonó más bien a oración. Cuando los gaiteros se marcharon, el servicio les sirvió la sopa.

—Tengo entendido que ha vivido bastantes emociones por aquí —le dijo un capitán a Kris, que informó a todos los que la escuchaban acerca de la situación local y de sus acciones sobre el terreno.

—Entonces, el conflicto ha terminado —resumió otro capitán.

—Algunas granjas siguen sin vaciar el agua que anega sus fosas sépticas. Es fácil distinguirlas: tienen más barracones que gente pidiendo comida. En otras pasa justo lo contrario: las colas de gente hambrienta son interminables, y no tenemos ni idea de dónde los tienen alojados.

—¿Cómo cree que terminará todo esto? —preguntó otro capitán.

—Solo puedo hacer suposiciones, al igual que usted, pero me alegro de que no sea responsabilidad mía. Si me permiten el consejo, es mejor que no les asignen esa tarea. Hay asuntos muy complicados que no se pueden resolver con un rifle.

Unas cuantas personas asintieron.

—No me sorprende nada —añadió Emma—, si tenemos en cuenta el valor estratégico de este lugar. Desde aquí se puede llegar a casi cincuenta sistemas; la mayor parte del espacio humano está a menos de tres saltos de distancia.

—Eso leí cuando me puse al día con los datos de este sitio. Tiene un enorme potencial comercial.

—O militar —apostilló un capitán.

—El valor militar está bien, pero solo te sirve cuando estás en guerra —contrapuso Kris.

—No ha leído los periódicos últimamente, ¿eh? —dijo el capitán.

—Cuando estás hasta arriba de lluvia y gente hambrienta, no tienes demasiado tiempo libre —respondió Kris.

—Quizá deberías ponerte al día con las noticias cuando regreses —sugirió Emma.

—¿Qué está sucediendo?

—Hay mucha gente descontenta en la Sociedad —dijo un capitán.

—Y la cosa está cada vez peor —añadió otro.

—¿Te acuerdas de esa niña a la que rescataste? —preguntó Emma, y Kris asintió—. No pasa ni un solo día sin que salgan en las noticias ella o quienes la secuestraron.

—Pensé que el asunto se olvidaría con el tiempo.

—En absoluto —le aseguró Emma.

—Habrá alguien interesado en que no se olvide. —Los demás se encogieron de hombros ante el comentario de Kris.

Las gaitas volvieron a la carga para escoltar el pescado hasta la mesa. Cuando la música dio paso al murmullo de las conversaciones, Emma prosiguió:

—Algunos planetas han establecido restricciones de acceso. Quienes hayan nacido en la Tierra o en las Siete Hermanas tienen que pedir un visado para poder entrar. Sin visado, no hay forma de pasar. Algunos empresarios de la Tierra se han quejado de que es una forma de restringir el comercio y aseguran que perjudica sus negocios.

—Déjame adivinar —interrumpió Kris—. Los empresarios serios piden su visado con antelación, pero los que siguen creyendo en el clásico «una raza, una galaxia» prefieren salir en los medios.

—Eso es —dijo un capitán sonriendo—. Siempre he dicho que los Longknife tenían dos dedos de frente.

Kris respondió al halago con una sonrisa de oreja a oreja.

—Algunos planetas se han llevado sus naves a casa —dijo Emma—, han pintado las banderas y han dicho que su flota no se somete a las órdenes de la sociedad. La Tierra ha pedido que devuelvan esas naves o que paguen por ellas.

—Muchas naves se han construido en los planetas de sus respectivas tripulaciones —explicó Kris—. Bastión cuenta con varios escuadrones por los que pagamos en su momento, ¿se las hemos robado al mando de la Tierra?

—No, tu padre ha sabido lidiar con el asunto hasta ahora, pero tienes razón. Los planetas que se han llevado las naves afirman que no le deben nada a nadie. Las construyeron porque la Tierra no podía abarcar todo el sector exterior. Según la Tierra, las naves eran un regalo para que se evitasen más impuestos y no tener que pedir dinero. —Así volvieron al tema de los impuestos por el que Kris se había marchado a la playa y por el que la Tifón estaba fuera de servicio. En la universidad, Kris se sorprendió mucho al saber que se recaudaban prácticamente los mismos impuestos en la Tierra y en Bastión: aproximadamente, el treinta por ciento de media. Sin embargo, la Tierra destinaba gran parte de esa recaudación a políticas sociales, sobre todo donde hacía falta más presencia policial. Por su parte, Bastión destinaba muchos más fondos a la investigación y a las naves militares, que se utilizaban sobre todo en mundos recién creados, donde se invertía gran parte del capital de Bastión.

Ochenta años después, la Tierra y el sector exterior tenían opiniones e ideas muy diferentes acerca de qué era lo importante. La duda era si los abuelos de Kris encontrarían suficientes puntos en común como para seguir adelante sin que nada explotara por los aires. Los oficiales de la mesa tenían opiniones muy diversas, pero Kris se guardó la suya.

En algún momento de la conversación, un gaitero empezó a tocar. Algunos de los oficiales más jóvenes cogieron las espadas claymore de la pared y comenzaron a bailar con ellas. Tommy se levantó de su sitio al ver que una chica que bailaba se acercaba demasiado, pero algunos le gritaron que se uniera al baile. Kris sospechó que la bailarina tenía interés en llamar la atención de Tommy. Aquella subteniente se movió con mucha delicadeza y esbozó una sonrisa especialmente amplia cuando miró a Tommy.

Emma se acercó al oído de Kris:

—Parece que tu alférez acaba de hacer una amiga.

Kris se encogió de hombros.

—Muchos de mis amigos tienen amigas —aseveró. La historia de mi vida.

El anuncio de que se iba a servir la carne interrumpió el baile. Aquel manjar merecía todos los honores. El sargento, los gaiteros y el tamborilero abrieron camino a las dos personas de servicio que traían al animal asado ensartado en una pica. Todo el salón rompió a aplaudir cuando se cortó el primer trozo y se le ofreció a la presidenta de la mesa. Ella se lo ofreció a su vez al coronel de las Tierras Altas, que se lo pasó a su invitado de la Marina. Hancock aceptó el plato, cortó un trozo grande y, sin cambiar el tenedor de mano, probó la carne. Cuando confirmó que estaba en su punto, los sirvientes empezaron a cortar y a repartir platos al resto de la mesa.

—Tenéis costumbres muy interesantes —le dijo Kris a Emma cuando las gaitas se marcharon.

—Es la tradición.

—Cuando terminemos este asado tan exquisito, tengo que preguntarte algunas cosas sobre vuestras tradiciones. —Kris recibió un buen pedazo de carne y advirtió que el pudin de Yorkshire parecía más bien un rollito y que además se había perdido la tradición inglesa de estofar la verdura, aunque no lamentaba en absoluto aquella pérdida. Cuando trajeron el queso y la fruta, con menos ceremonia, Kris se dirigió a Emma.

—¿El batallón adquirió estas tradiciones en la montaña Negra? —Algunos asintieron al oírla—. Mi coronel me ha sugerido que le pida al sargento mayor del regimiento, el señor Rutherford, que me cuente la historia de la montaña Negra, pero la versión que les ha contado a ustedes antes y después de que se pusieran el uniforme. El coronel Hancock cree que podría contármela durante la cena.

—Ay, no —dijo Emma negando con la cabeza—. El sargento mayor del regimiento no entra jamás en el comedor de los oficiales, y mucho menos durante la cena. —Kris empezó a sospechar que había una forma correcta y otra incorrecta de hacer las cosas: al modo de las Tierras Altas o al modo de la Marina. No era de extrañar que la Sociedad de la Humanidad estuviera teniendo tantos problemas para poner de acuerdo a todos.

Uno de los capitanes le dijo a Emma:

—¿Por qué no cuenta usted esa anécdota? Le he oído contársela a sus lugartenientes y, desde luego, parecían embelesados.

Hizo falta insistir un poco, pero Emma se animó tras probar la selección de quesos y fruta. Se limpió los labios con la servilleta inmaculada, la dejó a un lado y comenzó a hablar.

—Si prestaron atención en las clases de historia de las civilizaciones, sabrán que la situación de Sabana era terrible. El anterior Gobierno había reprimido a los civiles y los soldados dedicaban más tiempo a violar a las mujeres y a cometer asesinatos que a la instrucción. Pasaban más horas merodeando por las calles con cuchillos y bates que en los puestos de vigilancia.

»Después, Sabana celebró sus primeras elecciones libres, gracias en parte al esfuerzo de los antepasados de Kris. Los poderosos salieron corriendo y se llevaron sus cuentas bancadas a Helvética. Se quedaron sus soldados, los que se dedicaban a violar y a matar, pero no quienes daban las órdenes. El Ejército se retiró a los cuarteles temporales de las montañas que se alzaban por encima de la ciudad. La mayoría de la gente se alegró de librarse de ellos. «Que se queden allí y que se mueran de hambre», decía el ciudadano de a pie. Por desgracia, el hombre que estaba al mando sabía que tenían una presa bajo control. Si conseguían abrir las compuertas, el agua inundaría la capital y ahogaría a gran parte de la población. Ray Longknife había sido nombrado general, pero tenía pocas tropas a su mando. Contaba con profesionales, entre ellos el cuarto de las Tierras Altas de la orgullosa LornaDo.

—¡Un brindis! —La petición corría a lo largo y ancho de la mesa, y Kris notó que de pronto el comedor estaba en silencio. Alzaron las copas para brindar y a ella le dio vergüenza hacerlo con un vaso de gaseosa, así que Kris hizo lo que su jefe y llamó a un camarero:

—Un whisky, por favor. —Ya estaba preparada para el próximo brindis.

—Se usan un montón de artilugios en la guerra moderna, esos trastos le hacen creer a cualquiera que es un soldado, cuando en realidad no lo es. Los del cuerpo primero tenían todo el equipo y, si alguno no sabía usar algo, obligaban a que lo usara a punta de pistola algún técnico que sí conociera el mecanismo. Eran capaces de masacrar a quien tratase de invadir su campamento.

»Nunca confíes en que el enemigo va a jugar limpio. Tampoco confíes jamás en un Longknife. Punto —concluyó Emma con una sonrisa dirigida a Kris—. Si no podía contar con militares nuevos —continuó la mayor—, al menos sabría acabar con esos bastardos a la vieja usanza. Contactó con las Damas del Infierno y con los estupendos marines con los que manteníamos contacto. Nos propuso luchar una noche tan oscura como el corazón del diablo, llena de lluvia, rayos y truenos. Luego añadió su propio relámpago del hades: un pulso electromagnético que despojó de cualquier ingenio técnico a los soldados que se encontraban a ochenta kilómetros a la redonda. Radares, radios e incluso las gafas de visión nocturna se convirtieron en mera chatarra que los pobres enemigos tuvieron que acarrear. Con decisión, los soldados de las Tierras Altas y los marines despojaron de las miras y los equipos informáticos a sus rifles. Solo disponían de las miras de metal y el frío acero para sobrevivir a la noche. Doscientos valientes de las Tierras Altas y cincuenta estúpidos marines salieron a dar una vuelta por el pedregoso jardín de Satán.

—¡Un brindis! —se volvió a oír de nuevo. La bebida de Kris acababa de llegar. Se alzaron los vasos y el coronel Hancock levantó su copa con orgullo.

—Pues sí, algo estúpidos sí somos. Nadie en su sano juicio habría aceptado esa misión.

Antes de que dejasen las copas en la mesa, el coronel Halverson se puso de pie.

—Por los malditos marines. Son los únicos con las suficientes agallas para invitar a las Damas del Infierno a ese baile.

Kris levantó su copa y no se ofendió por la afirmación. El bisabuelo Peligro tenía muchas mujeres en la sección de aquella montaña. Estaban los hombres corrientes, y luego estaban los hombres como él.

—En plena tormenta, subimos a la montaña Negra. La primera línea de combate no se enteró de que estábamos allí hasta que tuvo que elegir: luchar y morir o retirarse y resolver la cuestión delante de un jurado. La segunda línea de combate recibió el aviso al ver el fuego de nuestras armas. Las ametralladoras escupían, los morteros eructaban y los cañones hablaban… todo a ciegas. Cada soldado moría o sobrevivía según el antojo de los dados del demonio. Las secciones y escuadrones avanzaban por aquella tierra de muerte y lograron llegar a unas trincheras. Luchaban y caían mientras los demonios tocaban su música salvaje, hasta que la segunda línea fue nuestra.

—¡Un brindis! —se escuchó de nuevo, y volvieron a brindar. Kris bebió, pero el calor que sintió en el estómago no pudo hacer frente a los escalofríos que sentía. Las palabras de Emma la habían transportado a la batalla, a ella y a toda la mesa. Estaban allí, en la oscuridad interrumpida por los rayos, bajo aquella lluvia de disparos. Los soldados del batallón que lucharon en aquella noche oscura y lejana no eran hombres, sino dioses.

—Los artilleros se concentraron en su labor con vigor y atacaron a la segunda trinchera, y después a la tercera. Todos los soldados que estaban luchando con sus rifles o con el acero estaban agradecidos de que los cañones estuvieran haciendo correr y gritar a esos cobardes que se rendían nada más ver una espada o una falda escocesa.

»Pero cuando nos aproximábamos al último objetivo, los cañoneros no dispararon su azufre. Nuestro coronel optó por la bengala que se había acordado, pero el enemigo estaba esperando y tapó la luz con una lluvia de otro color. Los artilleros se desesperaron al comprender las intenciones enemigas. Se enviaron mensajeros, pero nadie puede correr más rápido que las balas. Tres hombres salieron a comunicar las palabras del coronel. Los tres murieron.

»Entonces, apareció el sargento primero McPherson, que acaba de cumplir sus veinte años de servicio y que llevaba los papeles de su baja en el bolsillo de la camisa. «Yo llevaré el mensaje, coronel. Si un viejo zorro como yo no es capaz de atravesar el campo de batalla, ningún ángel del cielo podría hacerlo».

»El sargento primero salió de la trinchera como un fantasma. Como la niebla en el páramo, se deslizaba de un cráter a otro, pero se quedó paralizado cuando las explosiones iluminaron el cielo de la noche como un día devastado por la tempestad. Le llovían las bombas, las balas lo perseguían, el enemigo quería echarle el guante, pero nadie lo logró. Ningún esbirro del infierno pudo alcanzar a nuestro mensajero de Dios.

»Sin embargo, nadie puede escapar a su destino, y todo se termina pagando. Cuando el sargento se encontraba prácticamente junto a la primera línea de trincheras, un misil lo alcanzó de lleno y lo lanzó de cabeza hacia ella. Antes de morir, logró darle el mensaje del coronel al soldado Halverson. La antorcha estaba en sus manos entonces. Sin mirar atrás, el soldado salió corriendo y cruzó el campo devastado como un ciervo sin miedo alguno hasta la posición de los cañoneros.

»Escucharon el mensaje y los artilleros se quedaron mudos. La montaña Negra quedó dividida por el silencio. Con un grito de júbilo, nos levantamos, y todos los hombres y mujeres nos abrimos paso en el barro. Los soldados de la tercera trinchera que no corrieron habían muerto o bien sobrevivieron con los brazos hacia el cielo. La gente de las Tierras Altas de LornaDo, junto a un puñado de marines, fuimos capaces de acabar con una división entera aquella noche tormentosa.

Una vez más, el grito de «¡Un brindis!» resonó en la sala, todos alzaron los vasos y bebieron un buen trago. Emma parecía exhausta, como si hubiera tenido que subir la montaña Negra en persona. Desde luego, había conseguido transportar a todos los comensales hasta aquella noche. Cuando comenzó a hablar de nuevo, suavizó su tono.

—Por la mañana, cuando los que presumían de liderar la refriega vieron nuestra bandera en lo alto de la montaña Negra, se volvieron totalmente locos. Dicen que se podían recorrer los cuarteles temporales de un lado a otro sin pisar el suelo porque estaba cubierto de los uniformes de los que se habían despojado. Los que sepáis cómo luchó la humanidad contra los tentáculos de los iteeche y lo reñido que fue ese enfrentamiento, preguntaos si hubiéramos podido aguantar este último combate a la desesperada de no ser por las armas forjadas en las fábricas de Sabana. Cuando vayáis a tomar algo, brindad siempre por las Damas del Infierno, que salieron a bailar aquella noche en la montaña Negra.

Todos volvieron a brindar y a beber. Kris se dio cuenta de que se le había olvidado un detalle. No había ninguna chimenea para lanzar esos vasos que ya eran demasiado sagrados como para usarlos solo para beber. Pero como en tantas otras ocasiones, el batallón podría sobrevivir a esa carencia.

El coronel Hancock se aclaró la voz cuando se hizo el silencio.

—¿Quién le contó esa historia por primera vez, capitana?

—Mi abuelo. —Sonrió—. Yo no era mucho más alta que su bastón de mando. Era sargento mayor de regimiento, al igual que mi padre.

—Usted se graduó.

—Sí, señor. Tanto mi padre como mi abuelo decidieron que la familia había luchado lo suficiente para salir adelante. Esta vez, preferían un oficial. —Se escucharon risas por lo bajo al fondo de la mesa donde Kris sospechaba que se sentaban los líderes de la sección de Emma. Seguramente, les parecería gracioso que tanto sus familiares como ella no trabajaran por dinero. Cuando volvió a hacerse el silencio, el coronel de la Marina prosiguió.

—Supongo que su padre le daría unos cuantos consejos el día que recibió los galones de teniente. Qué pena que nadie ejerciera esa labor sagrada con la alférez Longknife. ¿Le importaría compartir con ella lo que su padre o su abuelo le dijeron a usted?

—Sería muy revelador, pero no me gustaría contrariar al sargento mayor. No me lo perdonaría.

Los oficiales se miraron con seriedad y asintieron a sus palabras. El sargento mayor era de los pocos oficiales que podría molestarse.

El coronel Halverson se puso en pie.

—Creo que podría conseguirle la absolución del sargento mayor —dijo con sequedad. El salón rompió a reír, pero enseguida todos volvieron a callarse cuando vieron que el coronel no se había unido a las carcajadas, sino que había permanecido con semblante serio—. Si esta alférez, que lleva el peso del apellido de Longknife, no ha recibido ni la bendición ni las advertencias propias de su vocación, no creo que haya nada mejor que los consejos que el sargento mayor le dio a usted.

Emma asintió, se puso de pie y se giró hacia ella con una solemnidad que llenó de emoción los ojos de Kris y que la hizo temblar como no lo había hecho al graduarse en la universidad o en la Marina, ni tampoco en ninguna batalla. Kris descubrió que su cara ardía al ser el centro de atención de todos. Pero no era eso lo que la hacía temblar. Mirar a Emma a los ojos era como contemplar el rostro de una diosa. No hay nada más temible en el mundo que mirar a los ojos a la verdad absoluta.

—Esto es lo que me dijo el sargento mayor —comenzó Emma con dulzura—. La historia que he contado es verdad, no le he mentido. Ahora tendrá que dirigir a gente, hombres y mujeres que estarán igual de asustados, heridos, cansados y confusos que quienes protagonizaban esa historia. La diferencia entre alguien asustado y cansado y un soldado es usted, su líder. Es su deber ayudarlos a encontrar en lo más profundo de sí mismos el coraje para seguir en pie y acatar las órdenes que usted considere oportunas.

»No abuse jamás de ese poder. Si lo desperdicia, no le hará perder tiempo a alguien, sino que perderá la vida. Una vida a la que otro soldado podría aferrarse.

»Cuando llegue el momento por el que los soldados llevan toda la vida entrenando, tendrá la responsabilidad de decidir la vida o la muerte de su gente. Para ganarse ese poder, debe estar a su servicio. ¿Tienen frío en los pies? ¿La comida es decente? ¿Tienen un sitio donde dormir? Su deber es cubrir sus necesidades antes que las de usted. Le han otorgado la autoridad sobre ellos y no puede desperdiciarla: debe prepararlos y también debe prepararse a sí misma para el día en que la muerte vaya a por ustedes.

»Sobrevivirán o morirán. A pesar del cuidado con el que haya entrenado a sus soldados, el destino puede llamar a su puerta cuando llegue el momento, pero tampoco es una excusa para dejarlo todo al capricho de la suerte más de lo necesario.

»Todos han escuchado historias y en ninguna de ellas hay sitio para grandes héroes. Es imposible convertirse en un héroe por uno mismo. Si alguien persigue la gloria, pierde el tiempo y desperdicia la vida de los demás. La gloria buscará a quien la merezca. Si pierde el tiempo pensando en la fama venidera, rece para que su ejército y usted sepan llevar sobre los hombros el peso que eso supone en la batalla.

»Por último, recuerde que no se cuentan historias para divertir a la gente o regodearse en la gloria de los demás. Contamos las historias porque es nuestro deber. Lo hacemos para mantener la fe de quienes nos acompañan de noche y de día. Nuestros antepasados renunciaron a todo lo que uno puede desear (amor, hijos, atardeceres) por fe, no por unos galones. No lo hicieron por un planeta, sino por sus camaradas. No seguían órdenes de nadie, eligieron vivir así.

»Si elige este uniforme, acepte esa fe por la que tantos otros han vivido y muerto. Si pierde esa fe, podrá seguir respirando, pero no habrá vida en su interior.

Cuando Emma terminó, se incorporó en su silla como si un espíritu estuviera saliendo de su cuerpo. Kris permaneció en silencio; había sido el momento más sagrado de su vida. El coronel llamó a los gaiteros, pero su música no logró perturbar el silencio que albergaba el corazón de Kris. Cuando se graduó en la universidad, aún resonaban en su cabeza las palabras de sus padres en contra de su decisión de unirse a la Marina. Durante su etapa de formación en la academia militar, jamás tuvieron tiempo de ir a visitarla. En ambos casos, no había podido concentrarse en pensar dónde estaba, sino de dónde venía. En esos momentos se había sentido atrapada por ser una de esos Longknife.

Pero en aquel instante, unos desconocidos que habían mantenido vivas sus tradiciones le hicieron sentirse más cercana que nunca a lo que significaba ser una Longknife. En vez de hacerse más pequeña, se había convertido en alguien mucho más grande. Sentía algo dentro que no podía explicar. Con el tiempo, lo entendería todo. Y tenía tiempo de sobra.

Kris ya no tenía hambre, y se sentó con las manos en el regazo. A su alrededor, los oficiales prosiguieron con la celebración. En ese instante, Tommy se animó a bailar con las espadas y, aunque no lo hizo con demasiada gracilidad, al menos no dejó en mal lugar a la Marina. Los compañeros de mesa de Kris la dejaron tranquila en su burbuja, como un niño que bucea en el vientre de su madre. Al igual que ese bebé, los sonidos y sensaciones que la rodeaban le llegaban no tanto por la vista o el oído, sino a través de una especie de agujero muy estrecho.

Cuando terminó la cena y las gaitas sonaron para que se levantaran de la mesa y fueran a tomar el brandy y fumar un puro, Kris se acercó a Emma.

—Gracias por compartir conmigo lo que guardabas en tu corazón.

—Lo guardo ahí hasta que llegue el momento de transmitírselo a mis hijos.

—Espero que no les importe que me lo hayas contado a mí también.

—Estos secretos tienen magia. Cuando los compartes, se mantienen igual de vivos.