16
—Bueno, Kris, ¿quién va a subir por el acantilado y quién se quedará aquí abajo? —preguntó Tom, susurrando para que nadie lo escuchase. El bajo volumen de sus palabras no impidió que le temblase la voz.
—No tienes que ir si no quieres —le comunicó Kris, reconociendo que Tom ya se había ofrecido voluntario suficientes veces aquel día.
—Déjate de chorradas, Longknife —dijo con dureza, en un susurro impregnado de rabia—. Uno de nosotros tiene que quedarse aquí. Alguien tendrá que espabilarlos si al chico listo le da por empezar una nueva revuelta. Eso se te dará mejor a ti. Si hay una Longknife entre ellos, sabrán que no se los ha abandonado. —Tom se encogió de hombros, resignado ante su propia lógica—. Yo voy a trepar ese acantilado. Si ellos no lo consiguen, alguien tendrá que daros la noticia a los de abajo. Y si consigo llegar hasta arriba, puede que consiga señal y pueda solicitar ayuda —concluyó.
—Suena bastante lógico —dijo Kris, asintiendo con calma.
—Sí, ¿por qué no te gusta, entonces?
Kris barajaba una docena de motivos.
—No lo sé —dijo finalmente.
—Debí echar a correr la primera vez que te vi. Si sigo mezclándome con los Longknife, voy a acabar llevándome una medalla. Lo último que me dijo mi madre fue: «No aspires a conseguir medallas. Aquí tenemos todo el metal que necesitamos».
—¿Por qué no vas a comprobar si hay duendes en esa colinita dispuestos a ayudarte?
—De colinita nada, es un acantilado. Allí no habrá más que ogros. ¿No entiendes de duendes?
—Mi padre me leía discursos y análisis políticos en vez de cuentos de hadas.
—¿Qué quieres decir con «cuentos de hadas»? Son tan reales como cualquier análisis político. —Tommy había recuperado su sonrisa.
—No puedo discutir contigo. Entonces, tú subirás colina arriba y yo me ocuparé de mantener la calma aquí abajo. —Hasta que el río se lleve cualquier esperanza, pensó Kris. Ambos soltaron una carcajada. La gente a su alrededor parecía complacida por el gesto. Juntos, Kris y Tom caminaron bajo la implacable lluvia.
Sam, José y los dos escaladores habían reunido a una docena de hombres y mujeres. Una mujer trajo unos termos llenos de té caliente. Mientras los escaladores reunían cuerda, martillos y otras herramientas, Sam explicó el plan general.
—Tenemos material para subir en dos tiempos. He traído todo el equipo del granero principal. Debería haberlo utilizado hace días, pero no pude prever que las cosas se pondrían tan feas. Lo siento —se disculpó.
—Ninguno de nosotros pudo preverlo —dijo un granjero.
—En cualquier caso, vamos a subir un par de cuerdas; tendréis que irla recogiendo mientras subís. Una vez estéis arriba, podréis montar las poleas. Entonces subirá más gente. En el peor de los casos, tendréis que tirar a pulso. Los que puedan subirán por sus propios medios, pero tendréis que ayudar a otros. Con eso debería bastar —concluyó Sam.
—¿Cómo sabrás cuándo hemos llegado? —preguntó un granjero.
Kris se dio un par de toques en la muñeca.
—El alférez Lien subirá con vosotros. Me llamará cuando estéis listos y llamará a Puerto Atenas para solicitar ayuda.
—No pueden ayudarnos —observó José—. Hay entre tres y cuatro grandes barrancos entre los dos puntos. Tendrán que dar un buen rodeo. Por eso viajamos por el río.
—Dile al coronel que utilice los barcos como puentes —dijo Kris.
—¿Los barcos? —repitió Tom, incrédulo.
—Sí. El nuestro funcionó bien la primera vez, incluso después de que yo lo reparase. Dile a Hancock que no los transforme una tercera vez.
—Si tú lo dices… —Tom no parecía muy convencido. Kris estaba segura de que Hancock haría todo lo posible por echarles una mano. Bueno, a ella. Después de todo, era uno de esos Longknife.
—O eso, o es que a los barcos no les gustan los Longknife —bromeó Kris, ignorando la pregunta de si su filántropo proveedor querría que cierta Longknife en concreto muriese. Ya la formularía más tarde.
Los escaladores se dispusieron a subir por el salto del Enamorado. Kris los siguió, intentando ver a través de la oscura lluvia el punto más alto. La EAO la había formado para flotar o nadar durante una hora seguida. Eso podía hacerlo, pero tenía que mantener a cien civiles enfermos y hambrientos a flote. El agua subía lentamente. Los pocos árboles que quedaban estaban talados. A medida que se aproximaba al acantilado, observó más piedras afiladas, prueba de que aquella superficie rocosa era propensa a desprendimientos. Después de todo por lo que había pasado Kris aquel día, un desprendimiento no era más que otra forma de morir.
Los escaladores compartieron la cuerda con la que iban a trepar; primero Nabil y Akuba, luego José, seguidos por los granjeros. Tommy fue en último lugar; Kris lo sorprendió con un abrazo.
—Cuídate, Tom, recuerda que tu madre no quiere una medalla.
—Es un poco tarde para empezar a pensar en eso —gruñó mientras suavizaba sus palabras con una tensa sonrisa. Kris había arrastrado a un chico río arriba, pero era un hombre quien iba a subir por aquel precipicio—. Te veo por la mañana —dijo antes de volverse para seguir a los demás. Los extremos de dos delgadas cuerdas estaban atados a los árboles más grandes a los que habían podido acceder. Los escaladores llevaban consigo rollos de cuerda que irían soltando mientras subían. Debía durarles hasta la cima.
Kris no esperó a que desapareciesen para ponerse manos a la obra por su cuenta.
—¿Quedan balas de paja? —preguntó a Sam.
—No muchas. Solo iban a pasar unas pocas semanas antes de que diésemos cuenta de la última cabeza de ganado. Entonces fue cuando las aguas crecieron.
—¿Crees que podríamos utilizarlas para construir un dique alrededor de esta zona? —Se volvieron hacia el precipicio, observando cómo el líder y su luz desaparecían en la neblina que se extendía sobre sus cabezas—. No sé cuándo tendrán listas las poleas —concluyó Kris. Aquel era su problema: había mucho que hacer y demasiadas incógnitas. Los dos regresaron por un camino que Kris no tardó en describir como un pasillo al infierno. Al menos así lo hubiese llamado Tommy.
Kris había dedicado cuatro días a la preparación del desembarco en Sequim. Para ello, disponía de mucha información, quizás demasiada, aunque acabó descubriendo que no era la información adecuada. En aquel momento, no tenía nada. Allí disponía de un pelotón de marines. En ese lugar, los hombres a su cargo tenían edades comprendidas entre los tres meses y los noventa y siete años. Tenía que cuidar de los enfermos, los deprimidos y, sobre todo, de los exhaustos y los hambrientos. Dejó dormir a los que estaban más cansados.
Al menos, con los suministros que había traído consigo, los hambrientos se llevaron una comida decente a la boca por primera vez en un año. Les proporcionó suficiente energía para la subida sin saturar sus estómagos, azotados por la hambruna. Los exhaustos se despertaron y comieron. Algunos, los más jóvenes o ancianos, se tumbaron de nuevo. Otros, sintiéndose casi bien por primera vez en meses, anduvieron de acá para allá, deseando hacer algo sin saber muy bien qué. Kris hizo una lista con los individuos a los que podía enviar precipicio arriba por su cuenta. Brandon, que por algún motivo no se había unido al primer grupo, encabezaba la breve lista de la alférez.
—¿Es que no vas a hacer nada? —insistió por quincuagésima vez.
—No. —Kris respondió mientras daba de comer a un niño de tres años—. Hemos llevado la cuerda y las poleas al comienzo de la ruta. Algunos hombres están trasladando balas de paja allá arriba. ¿Quieres contribuir? —Le había ofrecido aquella tarea antes, pero al parecer no se adaptaba a sus intereses. En aquella ocasión, tampoco. Los picos y palas ya estaban allí. Lo que Kris quería saber era a qué altura estaba el agua, pero era una tarea que no estaba dispuesta a encomendar a Brandon. Una vez alimentado el niño, su madre lo tomó en brazos y empezó a cantarle una canción de cuna. Kris echó un vistazo a su muñeca; quedaban tres horas hasta el amanecer. Quizá tres y media hasta que les llegase la luz del alba. Había que esperar.
Esperar era lo que se suponía que hacían las mujeres del pasado mientras sus hombres estaban en la guerra o ganándose la vida. Kris concluyó que aquellos hombres eran unos débiles. Así que dio la espalda a Brandon y se dirigió hacia la puerta. Una vez fuera, se encontró con Sam.
—¿Cómo va el río? —preguntó cuando este retrocedió.
—Creciendo. Según la marca que hicimos en la tierra, entre esta zona y el comienzo de la ruta el río ha ganado treinta centímetros de profundidad. Estamos desmontando una verja de alambre de espino, la utilizaremos para marcar el rumbo.
—Buena idea.
—¿Podrías llamar a tu compañero de la Marina y preguntarle cómo van las cosas?
—Podría, pero ¿querrías contestar a una llamada en mitad de una subida?
—No, pero no saber cómo va la cosa hace que todo el mundo esté nervioso.
—Sam, podrían subir los primeros doscientos cincuenta metros de ese precipicio y quedarse atascados en los últimos cincuenta. —Kris no quería pensar en ello, pero era la verdad. Podrían no saber exactamente qué había sido de ellos hasta después de que saliese el sol.
—Sam, Sam, ven, date prisa —dijo un hombre, aproximándose a ellos a toda prisa.
—¿Qué pasa?
—Benny acaba de caerse del salto.
Kris no pidió más explicaciones, echó a correr. El mensajero dio media vuelta y marcó el camino; Sam los siguió de cerca. Tal y como había informado, el agua en aquella sección les llegaba hasta los gemelos, pero estaban martilleando una sección de valla. Las puntas de la alambrada no parecían demasiado agresivas. Una vez cerca del precipicio, Kris vio una luz y corrió hacia ella.
Media docena de hombres rodeaba a uno. Kris solo necesitó echar un vistazo para saber todo cuanto necesitaba. Los brazos, la espalda y las piernas apuntaban todos en direcciones diferentes. Los cortes en el rostro del hombre indicaban que había rebotado sobre las piedras durante la bajada. Sobre él, un pino retorcido. Pero no fue aquello lo que llamó la atención de Kris. El equipo estaba alternando el puesto de líder de la expedición. Ese escalador recorrería el siguiente trecho y tiraría de los demás una vez atada la cuerda a una roca, árboles o cualquier asidero fiable. ¿Qué había salido mal? ¿Se habría roto la cuerda? ¿Habría más escaladores caídos ocultos en la oscuridad? Kris apretó los dientes mientras consultaba su comunicador de soslayo. Antes de molestar a Tom, haría que el cadáver le contase todo cuanto necesitaba saber. Se detuvo cerca del cuerpo, encontró una sección de cuerda y la siguió. Eso requería mover el cuerpo, así que lo hizo, con un firme empujón.
—Por Dios, señora, que es Benny.
—Sabe lo que hace —intervino Sam mientras Kris seguía la cuerda. Había sangre en ella, así como en sus manos, pero siguió la cuerda hasta dar con su extremo bajo el magullado cráneo de Benny.
—La cuerda ha sido cortada —dijo ella—. ¿Llevaba Benny un cuchillo?
—Por supuesto que sí.
—¿Lo veis por algún lado? —El cuerpo fue trasladado de nuevo, pero en aquella ocasión por hombres que conocían y apreciaban a la víctima. No encontraron su cuchillo.
Kris se puso en pie, sosteniendo el extremo de la cuerda, y tragó saliva al comprender el mensaje que esta le transmitía.
—La cortó él mismo cuando se desprendió el pino. —Kris conocía el valor necesario para liderar una misión de desembarco, así como para encabezar una carga entre disparos, pero se preguntó si hubiese tenido las mismas agallas que Benny en una situación similar. ¿Sería capaz de cortar la cuerda, de dejarse caer, para asegurarse de no arrastrar a sus compañeros consigo?
—Kris, ¿estás ahí? —preguntó Tom a través del comunicador.
—Sí, Tom. ¿Cómo va todo?
—Hemos pasado unos momentos terribles.
—Estoy aquí con Benny.
—¿Así se llamaba? Que Dios… —El enlace se cortó durante un instante.
—Se apiade de él —concluyó alguien próximo a Kris, que se arrodilló para cerrar los ojos del muerto.
—En cualquier caso, hace un rato las cosas se torcieron, pero ya estamos bien. Los próximos cien metros parecen bastante asequibles, pero sigo sin ver la cima. Ya hemos vuelto a atarnos juntos. Te llamaré luego. Corto.
—Kris, corto.
Dejaron a Benny donde había caído; subirían el cuerpo en caso de disponer de tiempo. Como todos los escaladores, Benny había recibido la vacuna, pero Kris no tenía modo de saber si sufría la fiebre de Grearson. En ese caso, Kris dudó que la vacuna hubiese hecho efecto durante las pocas horas que habían transcurrido desde que le fue inoculada.
El agua ya había crecido hasta el nivel de sus rodillas. Kris se dirigía, a través de la zona menos cubierta, hacia la cabaña. La alférez dio la situación por concluida; quedaban dos horas para el amanecer y ya tenía a todo el mundo abrigado con aquello que tuviera a mano y en marcha.
—¿Cómo están los enfermos? —preguntó Kris al médico cuando entró en la cabaña.
Este negó con la cabeza.
—Si pudiese trasladarlos a un hospital, apostaría mi último dólar a que sobrevivirían. Pero llevándolos bajo la lluvia… no sé yo.
—Tengo que sacarlos de aquí ahora. Si nos quedamos mucho más tiempo, no sé si podrán llevárselos.
El médico cerró los ojos y profirió un largo y profundo suspiro.
—Y tenemos que subirlos por ese maldito precipicio. Sí, alférez, sé que mi responsabilidad para con la salud pública es mayor que mis obligaciones hacia mis pacientes. Maldita sea. Lo sé. Pero eso no significa que me guste.
—Hoy las cosas no están siendo del gusto de nadie, ¿no cree? —dijo ella, apoyando la mano sobre su hombro—. Llevaré lonas para el recorrido. El viento está ganando fuerza, pero haremos lo posible.
Kris los condujo bajo la lluvia en grupos de cinco. No le sorprendió descubrir, una hora después, que Karen y ella estaban prácticamente solas. Solo quedaba una anciana; se había quedado rezagada protestando por unos chicos. La mujer con el bebé también se había quedado atrás.
—Tiene una tos muy fea —trató de explicar.
Kris echó un último vistazo por aquella casa de una sola habitación. Estaba llena de cartones de comida vacíos, frascos de vacuna y los restos de una marcha apresurada. La cama había sido despojada de sábanas y mantas, empleadas para transportar a los enfermos. Si la estancia apestaba, la nariz de Kris ni siquiera lo notó. Cogió la linterna de la mesa y se volvió hacia la madre y su hijo. El agua cubría hasta sus tobillos cuando abandonó el porche. Kris siguió a Karen y a la anciana; parecían conocer el camino. Cuando llegaron al comienzo de la alambrada, el agua les llegaba a las rodillas y la corriente se dejaba notar. Kris rodeó los hombros de la madre con un brazo y sujetó el alambre con el otro. La madre abrazó a su bebé con ambas manos.
Cuando llegaron al punto más profundo, resultó evidente que la anciana tenía un problema. Su baja estatura hacía que el agua le llegase hasta los hombros.
—Quédese aquí —le dijo Kris a la madre antes de dirigirse a ayudar a Karen con la anciana. La sostuvieron entre ambas y atravesaron los cien metros de agua, que se agitaba con fuerza torrencial. Durante su adolescencia, Kris había dudado de que hubiese un buen motivo para que una chica midiese un metro ochenta. Aquella noche, hubiese añadido de buena gana unos cuantos centímetros a su estatura.
Después de cruzar, Kris entregó la linterna a Karen y se volvió de inmediato.
—Voy contigo —se ofreció Karen.
—No, vosotras dos id al comienzo del recorrido. Hay una sección de tierra: secaos allí.
—¿Bajo esta lluvia? —protestó la anciana—. Estás soñando. —Pero Karen se ocupó de que se pusiese en marcha. Kris regresó con lentitud, negándose a creer que la corriente hubiese crecido a semejante velocidad desde su último viaje.
Una vez más, Kris rodeó con el brazo a la madre y con el otro sujetó el alambre.
—Cuidado con dónde pisas —le advirtió a la madre, que seguía sujetando al niño. Avanzaron lentamente, pisando con firmeza antes de retirar el peso de la pierna trasera. Kris estaba levantando el pie cuando la mujer que tenía a su lado cayó.
En un segundo, Kris supo que la estaba perdiendo. Se sujetó a lo que pudo y asió firmemente el cuello de su chaqueta. Entonces Kris se aferró al alambre, clavándose una de las puntas. El metal se hundió profundamente en su palma, pero ahogó un grito que le hubiese robado aire mientras el peso de la madre la arrastraba al fondo.
La verja estaba pensada como guía, no como sujeción. Mientras Kris y la mujer caían, los postes cedieron y se desprendieron del barroso sustrato. Kris peleó por permanecer en pie, por mantener la cabeza sobre el agua, para respirar y aferrarse al alambre y a la mujer al mismo tiempo. Y de algún modo, lo consiguió.
Cuando la alférez consiguió al fin resistir erguida, había recorrido ya veinte metros corriente abajo. Sujeta al alambre y a la madre, Kris sabía que con un solo pie no podría aguantar, pero logró mantener el equilibrio, mantener la cabeza sobre el agua y boquear para llenar sus pulmones de oxígeno.
Kris se concentró en apoyar la segunda pierna. Dio dos saltitos y hundió los dos pies en el barro. Sin embargo, la fuerza con la que la corriente las arrastraba a la madre y a ella era demasiado intensa, llevándolas tres saltos hacía atrás antes de que pudieran resistir el envite del río. Kris sacó la cabeza del agua y tiró de la madre hacia ella, exponiendo su cabeza a aquel aire nocturno.
—¿Puedes respirar? —le gritó Kris al oído.
—Sí.
Pese al vaivén, la mujer aún sostenía a su hijo sobre las aguas.
—¿Y el bebé?
—Tose.
—Vale. —Kris dirigió la vista hacia las furiosas aguas. Con los pies firmemente plantados, inclinándose contra la corriente a cuarenta y cinco grados, Kris se sacó la punta de alambre de la mano con los dedos de su mano ensangrentada y desplazó el agarre un palmo a la izquierda. Se arriesgó a dar un paso lateral de escasos centímetros. Luego otro. Movió la mano hacia adelante, sujetó el alambre y avanzó otro poco. Comprobó el agarre de la mujer. Repitió el proceso.
El agua estaba fría. La mano ensangrentada de Kris le enviaba señales de dolor. Su problema era asegurarse de que la fría carne se sujetase con fuerza al alambre y a la prenda. Sacó los pies del barro y avanzó. Con cuidado. Con cuidado. Ignora los calambres en los gemelos, el dolor en los muslos, la pérdida de sensibilidad en todo el cuerpo.
Transcurrió un mes, quizá un año entero, mientras Kris avanzaba paso a paso contra la furiosa corriente. Pese al transcurso de los eones, el sol no salió para proyectar ni siquiera una luz grisácea sobre los esfuerzos de Kris.
Solo cuando el agua le llegó a la cintura se atrevió a soltar a la mujer.
—Gracias —dijo la madre sin resuello. El bebé estornudó. Aquello bastaba como agradecimiento.
Tardó menos de una semana en avanzar hasta que el agua le llegó a los tobillos. Karen y Sam estaban esperándolas.
—Me preocupaba que tardases en aparecer —le gritó Karen a Kris al oído—. ¿Estáis bien?
—Creo que sí —respondió Kris, y agradeció que Sam le extendiese el brazo para ayudarla. El ranchero echó un vistazo a su maltrecha mano.
—Veamos si podemos utilizar los suministros médicos que has traído —le dijo—. Me aseguraré de que te suban cuanto antes.
—¿Por esta pequeñez? —dijo Kris, cerrando el puño—. ¡Au! —Le dolió mucho, y eso que no llegó a cerrarlo con fuerza.
—Arriba —ordenó el médico antes de devolver la atención a sus febriles pacientes. Habían fabricado una camilla a partir de lona y madera del granero.
Ochenta personas se apiñaban en el espacio comprendido entre el precipicio y las crecientes aguas. Cinco niños que ya habían comido jugaban entre ellos a perseguirse en el agua, alrededor de los adultos. Aquella escena hizo sonreír incluso a los enfermos.
Kris echó un vistazo a la escena para decidir qué hacer a continuación.
A su izquierda se escuchó un murmullo cuando unas rocas se desprendieron del precipicio. Un segundo después, un cuerpo oscuro cayó tras ellas, golpeándose sobre la piedra y aterrizando sobre un pino talado. Kris y Sam se dirigieron hacia el cuerpo cuando el comunicador de Kris se encendió.
—Kris.
—Lo sé, Tom. Habéis perdido a otro. —Era Akuba, el hombre moreno al que Kris había llevado consigo en su viaje por el río. La caída había despojado al cuerpo de su vida. Detrás de Kris, las madres reunieron a los niños y los alejaron de aquella escena macabra, como si quisiesen aislarlos de la muerte.
—Nos encontramos a unos veinte metros de la cima —gritó Tom a través del comunicador—. No hay un camino fácil. Akuba, José y Nabil estaban explorando tres rutas distintas.
—La de Akuba no sirve —concluyó Kris por él mientras se volvía hacia los granjeros. Varios hombres y mujeres estaban arrodillados en el barro, rezando. Kris esperó que su Dios los estuviese escuchando. En casa del primer ministro, los domingos servían para nutrir a los medios de comunicación de idílicas imágenes de la familia camino al templo. Aquello era todo cuanto padre esperaba de la iglesia y todo cuanto Kris comprendía de ella. Tommy se encontraba allí arriba, pendiendo de una roca y rezando. Kris esperó que alguien estuviese prestando atención a sus palabras.
—Lo sé —continuó Tom—, José y Nabil siguen trepando. Ni siquiera echaron la vista atrás cuando Akuba cayó. Por Dios, y yo que pensaba que los marines eran los más duros.
—Mantente en contacto —le rogó Kris antes de cortar la comunicación.
»Enseguida tendremos noticias —gritó a los interesados antes de volverse hacia el cuerpo de Akuba. De su chaqueta cayó una pequeña cadena, cuyo medallón estaba cubierto con elegantes letras árabes. Kris sabía que el islam prohibía el uso de imágenes—. Alá es grande —susurró con delicadeza mientras cerraba los ojos del hombre. Kris se preguntó si debería haber rezado por Willie, su aspirante a héroe. Otra cosa que debía aprender si pretendía mantener aquel trabajo.
Si es que no se ahogaba aquel día.
—Kris, Kris —se escuchó a través del comunicador—. Creo que Nabil tiene problemas. Quédate ahí. No te muevas —gritó Tom a través de la línea—. Deja que José suba hasta la cima, por el amor de Dios, tío, no lo hagas.
Kris intentó imaginar la batalla que estaba teniendo lugar sobre su cabeza. Cuando se delega un trabajo, hay que vivir con las consecuencias, se recordó. Luego se obligó a permanecer en silencio. Lo último que necesitaban Tom o cualquiera de los escaladores era escuchar el murmullo de los que esperaban abajo.
Kris se concentró en lo que podía hacer. El agua empezaba a extenderse hasta su posición. La caída de Akuba parecía mostrar que los escaladores se encontraban a la derecha de la ruta, en el lado del río.
—Aquellos que queráis un trabajo podéis empezar a traer las balas de paja aquí —anunció con calma pero con firmeza, de modo que se la escuchase sobre el murmullo. Algunos se dieron prisa en obedecer, otros permanecieron de rodillas. En aquel momento, Kris no estaba segura de poder discernir quiénes estaban haciendo lo correcto.
—Maldita sea, Nabil —se escuchó desde el comunicador. Kris se preparó para esquivar más cuerpos en caída libre—. Lo ha conseguido —continuó Tom, con un tono que oscilaba entre la sorpresa y la risa—. ¡Ese hijo de perra lo ha conseguido! —Aquellas palabras del bienhablado Tommy hicieron que Kris arquease una ceja mientras pulsaba su unidad de muñeca.
—¿Adonde ha llegado? —preguntó con suavidad.
—No hasta la cima —matizó Tommy rápidamente—. Pero estaba colgando de una mano y un pie y parecía que iba a caerse. Ya ha retomado la marcha.
—El escalador está a salvo —gritó Kris a los granjeros. Varios se santiguaron. Otros susurraron: «Alabado sea el Señor».
—Kris —dijo Tommy, quejumbroso.
—¿Sí, Tom?
—Alférez Longknife, quédese donde está —ordenó una voz familiar, no muy contenta.
—Gracias a Dios que está aquí, coronel —gritó Kris—. ¡Ha llegado la Marina! —gritó, lo bastante alto como para que se escuchase desde la cima del precipicio sin necesidad de usar el comunicador—. ¡Han llegado!
—Los marines han llegado, alférez, y espero que la situación esté controlada. He conducido como el demonio durante toda la noche, pero hemos llegado y estamos vivos. Vamos a soltar cuerdas, así que cuidado ahí abajo. ¿Cuántas personas hay?
—¡Cuerda! —gritó Kris, y todos se apartaron para que los seis mercenarios contratados en Puerto Atenas pudieran lanzar las cuerdas hasta abajo—. Hay unos ochenta o noventa, señor. Por cierto —añadió mientras se giraba hacia el comunicador—, no podemos fiarnos de esas barcazas.
—Ya me he dado cuenta. Una se hundió cuando intenté retirarla para poder continuar. Un convoy terminó en el lado equivocado de un barranco muy profundo por culpa de otra. Y la tercera no resultó mucho mejor: me quedé con la mitad de mi convoy y tuve que regresar a la base antes de lo que esperaba, justo a tiempo para enterarme de que mi alférez se había precipitado y había actuado sin pensar.
—Lo sé, señor. Lo siento muchísimo.
—Casi me lo creo.
—Ha sido un día muy largo, lleno de experiencias y situaciones nuevas para mí.
—Alférez, quiero que suba en la primera cuerda.
—Señor, hay gente que está muy enferma —respondió Kris.
Sam avanzó hasta situarse junto a ella.
—Subirá la primera, tranquilo —dijo, tapando la voz de Kris.
—Menos mal que hay alguien con un poco de juicio por aquí. ¿Quién es usted?
—Sam Anderson, el dueño del rancho.
—Yo soy el coronel Hancock, y la alférez está a mis órdenes. Mándemela para acá. —Cuando quiso darse cuenta, Kris estaba atada a la cuerda, trepando al tiempo que tiraban de ella desde arriba. Cuando empezó a ascender, se escuchó un aplauso, pero ella quiso pensar que se debía a que al fin comenzaba el rescate, no tanto a su labor allí. El precipicio no era totalmente vertical: en algunas partes había rocas, gravilla y barro con un ángulo de no más de cuarenta y cinco grados. Kris siguió trepando y ayudó a guiar la camilla de salvamento de los tres civiles que habían salido peor parados. En otras zonas, la pared era un muro de piedra totalmente liso y no tuvo más remedio que dejar que la subieran con la cuerda.
Como era de esperar, el coronel estaba esperándola en la cima. También estaba Jeb, acompañado de una buena representación del equipo del almacén. Al parecer, era él quien controlaba la polea de ascenso; al menos el coronel no parecía estar supervisando la tarea.
—En mi camión —fue lo único que Hancock fue capaz de decir a Kris cuando le entregó una manta.
Kris se encontró a Tommy en los asientos traseros. Estaba envuelto en una manta y bebía café lentamente con una sonrisa de satisfacción. Señaló hacia los termos y Kris se sirvió un café, dio un sorbo y se atragantó. Era demasiado irlandés: a alguien se le había ido la mano con el whisky.
—No me extraña que te guste tanto —dijo entre toses.
—El café está bueno, pero no lo suficiente como para merecer todo lo que he pasado. —Sacó una mano llena de arañazos y sangre—. No pienso volver a trepar en mi vida; lo más alto que pienso subirme es a una silla.
—El médico llegará en la próxima cordada. Puede mirarte esa mano si quieres —respondió Kris mientras le enseñaba la suya vendada—. El alambre de espino es una pésima cuerda de salvamento. —En silencio, Tom dio un sorbo al café pasado de whisky. Kris cogió la taza con las dos manos para calentarse un poco. El whisky, sinceramente, le sobraba.
Unos minutos, o quizá unos años después, dado que el tiempo parecía bastante flexible en aquellos momentos, el coronel se subió al asiento de atrás. Kris y Tommy le hicieron un hueco y otros dos civiles se montaron en la parte delantera. El conductor puso en marcha el motor, metió la primera y avanzó bajo la densa lluvia. Los parabrisas luchaban contra el agua. Quizá desde el asiento del conductor se viera algo, pero desde ahí atrás solo podían imaginarse lo que los acompañaba en el exterior.
—¿No tendrá miedo, alférez Longknife? —la reprendió el coronel. Kris se echó hacia atrás, concentrada en el café. Después de todo lo que había pasado, no tenía sentido que el coronel pensara que la asustaba un paseo por el campo… aunque el conductor fuera a ciegas en plena noche—. Ahí atrás van los médicos y los heridos más graves, así que no se descuiden ni un instante —advirtió el coronel a los civiles, y ambos se incorporaron en su asiento, casi tocando el cristal.
—Entendido, jefe. Los llevaremos allí enseguida. Con suerte, llegarán vivos y no le cobraremos ningún extra.
—¡Civiles! —rugió el coronel—. Son casi tan idiotas como una alférez que conozco. ¿Se puede saber en qué estaba pensando, Longknife?
Kris sabía que en algún momento iba a ocurrir eso.
—Señor, había una emergencia médica en el rancho Anderson que podía suponer una amenaza para la salud pública de todo el planeta. Siguiendo mi criterio y asumiendo los mínimos riesgos, organicé una expedición para salvar a esa gente. Sin embargo, nuestros esfuerzos se vieron truncados por culpa de lo que creo que es un defecto en el diseño de las barcazas de metal líquido. Estábamos en pleno rescate cuando llegó usted, señor. —El informe de Kris fue fiel a la realidad, aunque la historia no terminase de convencer al coronel.
Hancock negó con la cabeza.
—¿Y no tuvo usted tiempo de llamarme y consultar su plan de acción con su oficial al mando?
—Señor, usted estaba con el convoy. No había ninguna carretera que llegase al rancho Anderson. La única forma de llegar era en barco —dijo Kris, a sabiendas de que el camión en el que estaban viajando en ese instante ponía en tela de juicio sus suposiciones—. Todo iba bien hasta que la barcaza pasó a estado líquido, señor. Se moldeó como quiso. Llegué a reparar la hélice cuando se dobló por culpa de un tronco. Señor, no teníamos ninguna alternativa.
Mientras Kris intentaba explicar por qué había tomado esa decisión, el semblante del coronel Hancock permaneció impasible; apenas añadió algo de tensión a su ceño, que ya de por sí tenía fruncido.
—Ya había activado la modificación de la barcaza dos veces.
—Sí, señor, pero no sabía que eso supusiera ningún problema.
—Si llega a tocar el teclado una vez más durante el ascenso, usted y todo su equipo habrían terminado en el río.
—Lo sé, señor —reconoció Kris sin demasiada convicción.
—Descubrí que el sistema era una mierda cuando lo usé para un puente. Se rompió cuando no había nadie montado. Me bastó solo un día para saber que teníamos un problema y nadie corrió ningún peligro excepto ustedes, que no tenían ninguna alternativa. —Ante las afirmaciones del coronel, Kris no supo qué responder.
»Alférez Lien, su nombre es Tom, ¿no?
Kris se alegró por un momento de librarse de la atención del coronel, pero luego se sintió culpable. Tom no había hecho nada que ella no le hubiera pedido. No, aquello era la Marina. Ella le ordenó que hiciera lo que hizo. Ella era su superior y, por tanto, la responsabilidad era suya.
—Sí, señor —respondió Tom.
—¿No consideraron ustedes ninguna otra alternativa?
—No, señor, y sí las había.
El coronel abrió la boca, pero la cerró y miró a Tom un instante.
—¿Por qué lo dice?
—Siempre hay alternativas, señor. Al menos eso decía mi abuela. Aunque las cosas tengan mala pinta, siempre se puede hacer algo.
—¿Y qué es lo que usted podría haber hecho que no se le ocurriera a la alférez Longknife?
Cielos, su sarcasmo pesaba como una losa.
—Podíamos haberlo llamado para pedirle consejo. Al menos, deberíamos haberle informado de lo que hacíamos. No se me ocurrió que pudiera venir hasta aquí como finalmente ha hecho, señor, pero si le hubiéramos dado vueltas al asunto, seguro que se nos hubiera ocurrido algo. No teníamos ninguna grúa para subir y bajar los puentes de los camiones. No tengo claro que lo hubiéramos logrado.
—Pero en su momento no lo pensó, ¿no?
—No, señor.
—¿Y por qué no?
—Kris dijo que fuéramos en la barcaza, señor. Yo me limité a seguir sus órdenes.
—Siguió sus órdenes sin cuestionarlas.
—Eso es, señor —contestó Tom.
Kris sabía que eso no era del todo cierto: Tom había cuestionado la decisión y se había quejado, pero ella no le había prestado atención. Lo ignoró, como hacía siempre.
—Sería capaz de seguirla aunque fuese de cabeza al infierno.
—Sí, señor.
—O se tiraría por un precipicio detrás de ella.
—Sería capaz incluso de escalar uno, señor —contestó Tom con una sonrisa de medio lado.
—¿Lo ha oído, alférez? —Kris recuperó de nuevo la atención del coronel, pero ella todavía andaba asimilando lo que acababa de decir Tom.
—Sí, señor.
—¿Ha oído bien?
Kris pensó unos instantes antes de responder.
—Creo que sí, señor.
—Usted es la líder, probablemente la mejor que este grupo improvisado pueda tener. Existía un vacío que yo consentí, pero por suerte usted lo ha ocupado. Por eso precisamente tengo algo de responsabilidad en esto, señora. Pero usted no puede renegar de lo que supone su liderazgo. Desde que puso un pie en este planeta, ha sido la líder de quienes sufrían, de quienes estaban perdidos, de quienes estaban solos. De eso se trataba; pero se ha visto desbordada por completo. Usted es alférez de la Marina, un puesto importante… pero su capacidad no llega ni de lejos al valor que usted ha pretendido darle.
Kris estaba esforzándose de verdad por seguir el hilo de lo que decía el coronel pero, llegados a ese punto, se había perdido.
—Señor, creo que no entiendo lo que quiere decir.
—Usted es una Longknife. No tiene ninguna otra alternativa, al menos eso es lo que su bisabuelo Peligro dijo después de llevar un batallón a montaña Negra y echar a patadas a la división que allí se encontraba. Al igual que Tom aprendió de su abuela que siempre se puede hacer algo, su abuelo le enseñó a usted que nunca hay alternativas.
—Eso no es cierto, señor. Me sobran dedos en la mano para contar las veces que he visto a mi bisabuelo Ray, y el bisabuelo Peligro es la última persona en el universo a la que mi madre querría ver. No ha vuelto a pisar nuestra casa desde que yo tenía doce años. —Y me salvó la vida—. La única razón por la que estoy en la Marina es porque no quiero ser una Longknife, señor. —El coronel no estaba siendo nada justo con ella.
De hecho, no sabía prácticamente nada de ella y lo más seguro es que tampoco le importase. Kris dejó la taza de café que apenas había probado, se cruzó de brazos y se recostó para ignorar todo lo que tuviera que decirle ese especialista en antidisturbios.
Pero el coronel no dijo nada.
En cambio, se acomodó en su asiento y la examinó durante un rato.
Fuera, la lluvia seguía cayendo y resonaba en la cabina del camión como un tambor. La conversación del conductor y su compañero apenas salía del «Hay una roca más adelante», «¡Cuidado con el socavón!» o «Ese barrizal parece demasiado profundo, gira a la derecha».
Kris estaba cansada y exhausta tras un día tan complicado, aunque también se sentía agotada por las críticas del coronel. Lo único que quería es que Hancock terminase su discurso y la dejase dormir.
Entonces, el coronel sonrió.
—Las familias son un fenómeno curioso. Me acuerdo de aquella vez que fui a ver a mi padre cuando mi hijo tenía unos siete u ocho años. Yo también puedo contar con los dedos de una mano los días que pasó con su nieto, pero reconozco que tuve que disimular mi sonrisa aquel fin de semana en concreto. Mi hijo hacía los mismos gestos que mi padre; resultaban algo toscos en un niño de siete años, pero me conmovía ver que se tocaban el pelo o se rascaban la oreja de igual manera. Como le decía, era curioso, porque mi hijo y mi padre apenas se habían visto, así que me extrañaba que pudieran parecerse tanto —dijo el coronel mientras se echaba el pelo hacia atrás con la mano derecha y se rascaba la oreja. Kris apenas dibujó una sonrisa.
—Su hijo sacó de usted los gestos de su padre —dijo Tom.
—Bueno, no me paso el día frente al espejo y no puedo conocer mis gestos, pero mi hijo sí se fijaba… al igual que yo también me fijaba en mi padre, supongo.
—Pero no de forma consciente —añadió Kris.
—Eso no.
Kris descruzó los brazos, se colocó el pelo nerviosa y comenzó a pensar en voz alta.
—Recuerdo a mi padre dándome un discurso acerca de por qué no pudo abolir la pena capital hasta que los asesinos de Eddy terminasen colgados de una soga. Cuántas veces lo escuché decir que no había otra opción; lo mismo que me decía antes de los partidos de fútbol: «Tienes que ganar, no hay más opción».
—¿No podías perder? —preguntó Tommy con incredulidad.
—Eso parecía pensar mi padre —asintió Kris, y a continuación miró con el ceño fruncido al coronel—. Señor, cuando vi la base por primera vez pensé que era un desastre. Había que hacer algo: limpiar esa entrada, mejorar la comida. O hacíamos algo, o terminaríamos revolcándonos en el barro.
—Sí, lo hizo usted muy bien, menos mal que se puso manos a la obra. Fue una segunda oportunidad para mí: hizo que el mando se pusiera en marcha en vez de quedarse mirando. Un montón de gente se sintió molesta, así que acertó de pleno —observó el coronel clavando sus ojos sobre Kris con una mirada exigente, pero no tan dura como cuando llegó a la plataforma.
—Pero esta vez no he acertado en absoluto.
—Cierto.
—¿Y cómo puedo saber cuándo voy a acertar y cuándo voy de cabeza hacia un precipicio? —preguntó Kris.
El coronel se acomodó en el asiento y gruñó.
—Eso es lo que quiere saber cualquier alférez.
—Pero… —insistió Kris.
—Con un poco de suerte, seguro que lo habrá aprendido cuando sea teniente. Más le vale que así sea cuando le pongan los galones.
Esa afirmación no hizo más que confundir aún más a Kris.
—Señor, eso no responde a mi pregunta, ¿o sí?
—No, tiene que encontrar la respuesta por su cuenta. Mejor dicho, las respuestas. Desconoce muchas más cosas de las que imagina.
—¿Cómo? —preguntó Kris muy extrañada.
—¿Quién mató al presidente Urm? —preguntó el coronel en voz baja.
Kris parpadeó y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Mi bisabuelo Ray.
—Sí, salió todo en prensa. Ni un solo libro de historia dice lo contrario. ¿Ha leído mucha documentación sobre la operación?
—Creo que todos los libros que se han publicado al respecto. La biblioteca municipal tenía un par de estanterías sobre esa guerra que viví cuando apenas tenía trece años. —Y estaba desintoxicándome.
—Pero no leyó el posterior informe clasificado del servicio de inteligencia del Ejército, ¿verdad?
—Si no estaba en la biblioteca, supongo que no.
—No se preocupe, ya está desfasado. La próxima vez que vaya a una estación de seguridad, puede echar un vistazo.
Kris no quería enterarse más adelante, quería saberlo todo ahora. Iba a pedirle toda la información a Nelly justo cuando Tommy se inclinó hacia ellos.
—Coronel, ¿qué decía ese informe?
El coronel se rio ante la inesperada pregunta y prosiguió.
—Decía que el coronel Longknife y su mujer Rita debían de ser de la gente más valiente de todo el universo. Recorrieron medio espacio humano con una bomba y atravesaron el perímetro de seguridad más estricto que el hombre había podido diseñar hasta ese momento. Todo ello con una tranquilidad y una templanza admirables, y sin levantar ninguna sospecha acerca de lo que se traían entre manos. Ni la tripulación de la nave ni los guardias de seguridad se enteraron de nada; menudas agallas.
—Y mataron al presidente Urm —añadió Kris.
—Eso podría parecer, pero hay unas cuantas cuestiones que no pudo resolver la pobre gente de inteligencia que redactó el informe. Como el coronel estaba de visita, se sentó todo lo lejos que pudo del podio que presidía Urm, para que los guardias de seguridad no pudieran alcanzarlo. Sin embargo, la autopsia reveló que la bomba estalló en la cara del presidente. Había restos de metralla que habían entrado por la parte frontal del cráneo y que prácticamente lo habían atravesado por completo.
—¿Cómo se puede plantar un maletín delante de las narices de alguien? —preguntó Tommy.
—Buena pregunta —dijo entre risas el coronel—, aunque la cuestión en realidad es cómo plantas un maletín delante de las narices de alguien y vives para contarlo.
—Pero el bisabuelo dio cientos de entrevistas para hablar del asesinato. ¿Insinúa que mintió a todos esos periodistas?
—He leído muchas entrevistas y estoy seguro de que su bisabuelo no contó ni una sola mentira a esos imbéciles de los medios. Quien no haya estado en primera línea, Kris, no tiene ni idea de cómo son las cosas a ese nivel. Los periodistas preguntan lo que sus editores creen que el público medio quiere oír. Les da bastante igual lo que suceda en realidad. —Resopló—. Este planeta se está secando, pero es igual; los periodistas solo entienden de fiestas al aire libre y se creen que saben mucho de campañas políticas. ¿Pretende que sepan a qué se dedican los soldados de la Marina? Eso es del todo imposible.
A continuación, el coronel centró toda su atención en Kris.
—Pero ya sabe cómo son estas cosas, lo ha vivido alguna que otra vez. Si pretende seguir dando esperanzas a gente como el pobre Tom, esos barqueros o a su departamento de mercancías, más le vale saber por qué la gente valora así a los Longknife.
»Será mejor que descanse, tenemos a gente de fiar encargándose de todo. El cuarto de las Tierras Altas llegará mañana y se encargará de todo esto —dijo el coronel con una extraña sonrisa en la cara—. Quizá pueda convencer a su coronel para que organice una cena antes de que la saquemos del planeta.
A Kris no le gustó nada el gesto que acompañó las palabras del coronel. No sabía muy bien por qué, pero cenar con los soldados de las Tierras Altas le sonaba raro; bueno, la cena no, porque solo era una comida.
—¿El cuarto de las Tierras Altas, señor? —preguntó, para intentar sacarle algo de información.
—El cuarto batallón de LornaDo del regimiento de las Tierras Altas. Creo que el sargento mayor Rutherford sigue todavía allí. Su padre perteneció al cuarto batallón y también a la sección que su bisabuelo Peligro lideró hasta la montaña Negra. Con solo un batallón y una sección pretendían echar a una división de la montaña donde se habían asentado. Pero no era una división cualquiera, precisamente; sus oficiales eran criminales de guerra con cargos. Tanto los sargentos como los soldados sabían que terminarían en la cárcel si no se deshacían del recién elegido Gobierno de Sabana. Ya conoce la historia.
Kris asintió porque estaba al tanto de aquello; al menos, sabía lo que ponía en los libros.
—El padre del sargento mayor Rutherford fue de los pocos soldados de las Tierras Altas que logró salir de aquella montaña por su propio pie, así que tiene una opinión muy interesante sobre la manera en que el batallón logró ganar esa particular guerra de honor —dicho lo cual, el coronel se volvió hacia la ventana y se quedó dormido a pesar de los baches del camino.
Kris cayó apenas diez segundos después.