Capítulo 15

15

Kris se sintió como una votante sin registrar el día de las elecciones cuando tragó su desayuno aquella fatídica mañana. Todos recibieron raciones para comer, incluso aquellos que no iban a salir. Descubrió que estos no superaban la docena, incluso contando a Spens y a los tres que seguían en la enfermería después del último viaje al campo. El coronel estaba detallando la organización del día.

Kris se dio prisa en llegar hasta el almacén para resolver algunos problemas de última hora, en realidad eran bastantes, y para despedirse de casi todos aquellos a quienes conocía en aquel planeta. Incluso Courtney tenía un convoy; Tommy, con unos cocineros locales, regresaría para cenar.

Con el patio vacío, Kris fue a buscar a Jeb. Su mano derecha le garantizó que él y sus civiles sacarían las naves de transporte de la playa, enviarían sus cargamentos al almacén y prepararían los envíos del día siguiente. Kris contempló la peor lluvia de cuantas había soportado desde que aterrizó y le pidió a Jeb que supervisase a sus trabajadores.

—Para eso cuento con mis tiradores. —Quizá fuese un cuáquero, pero no se oponía a que hombres y mujeres armados vigilasen el perímetro del almacén.

Mientras Kris regresaba al cuartel general, notó que alguien la seguía: eran las mismas dos mujeres que habían acompañado a Ester la noche anterior. No la siguieron hasta la puerta, custodiada por un único recluta de la Marina, pero se unieron a la media docena de civiles armados que recorría el perímetro de la valla que rodeaba el edificio.

Kris pasó por la enfermería; el doctor y uno de los médicos procuraban buenos cuidados a los heridos. Mientras deambulaba por los pasillos del cuartel general, Kris escuchó los ecos de sus pisadas; aquel lugar estaba totalmente cerrado. Al final del pasillo, las interferencias de una radio llamaron su atención. La sección de radio había sido trasladada a los convoyes de comida, pero su equipo aún monitorizaba la red. Uno de los equipos estaba conectado a la red principal, de modo que podía escuchar lo que ocurría en cualquiera de los convoyes. Eso solo hacía que se sintiese más abandonada. Hizo que Nelly lo apagase, para que se encendiera solo al recibir palabras de alerta como «auxilio», «fuego» o «emboscada».

La otra radio estaba monitorizando los canales civiles. Con un gesto de su muñeca, Kris la puso en modo de escaneo. Comprobó la banda de frecuencias hasta dar con una línea de interferencias y no se movió más. Kris volvió a activar el escaneo y el equipo llevó a cabo una larga búsqueda antes de dar con otra banda de interferencias. Entonces se sentó cómodamente en la silla, apoyó los pies sobre la mesa y golpeó el botón de escaneo en intervalos regulares hasta que la radio diese con algo. Pasaron un par de minutos hasta que se dio cuenta de que estaba cayendo en la misma frecuencia una y otra vez. Se incorporó, pulsó el botón de nuevo y observó que la búsqueda alcanzaba la sección superior de la banda hasta llegar al límite, para luego descender hasta llegar al mismo punto.

Lo hizo una vez más, con idénticos resultados.

—¿Te gustaría que aislase la señal de todo ese ruido? —le preguntó Nelly.

—¿Hay una señal entre todas esas interferencias?

—Sí.

—Hazlo.

Los altavoces permanecieron en silencio y entonces resonó una gran perturbación en la frecuencia.

—Lo siento —dijo Nelly cuando el estruendo cesó. Entonces regresaron las interferencias de antes, más bajas en aquella ocasión. A Kris le pareció escuchar palabras sueltas entre aquel crepitar: «Gripe», «inundaciones», «hambruna». Pero claro, ya había supuesto que se trataría de ese tipo de cosas. Finalmente, Nelly dio con el algoritmo adecuado y el mensaje pudo escucharse, débil pero con claridad:

—Tienen que ayudarnos. Nunca hemos pedido ayuda antes, pero estamos al límite. ¿Nos puede oír alguien?

Kris asió el micrófono de la radio.

—Aquí la alférez Longknife. El volumen es bajo, pero la señal es clara —gritó—. Repitan el mensaje. —Soltó el botón y esperó. Las interferencias seguían allí. Solo eso—. Nelly —llamó Kris.

—No hay señal.

Kris se inclinó en la silla y contó hasta diez con lentitud. Cuando llegó a diez, cambió de opinión y contó hasta cien. Si hablaba, no escucharía el mensaje entrante. Cuando Kris empezaba a desesperarse ante la perspectiva de no volver a oír el mensaje, la radio volvió a la vida.

—Apenas nos queda batería, pero voy a intentar repetir este mensaje el tiempo que pueda. Aquí el rancho Anderson, al norte de Willie del Sur. Estamos sufriendo un brote de la fiebre de Grearson. Hasta ahora tenemos dos muertos. Alrededor de una docena muestran síntomas. Hemos quemado los cuerpos para que no contaminen el agua. Estamos enfermos, hambrientos y ahora el río no deja de crecer. No podemos llegar hasta el muro del cañón. Si saben lo que les conviene, será mejor que vengan a ayudarnos, porque si morimos y contaminamos el agua con nuestros cuerpos, este virus va a extenderse por todo Olimpia.

—Nelly, ¿qué es la fiebre de Grearson?

—Un conjunto de síntomas parecidos a los de la gripe que reside en el cuerpo como un tifoideo, provocando malestar a quien lo padece hasta que sus resistencias bajan hasta cierto punto. Tiene un cincuenta por ciento de mortandad en adultos no tratados, más alto en niños y ancianos. Descubierto por primera vez en Grearson…

—Suficiente. ¿Tenemos vacunas contra eso en el almacén?

—Sí. Alrededor de mil unidades.

Kris apretó los párpados con fuerza. Con mil no tendría ni para empezar solo en Puerto Atenas.

—Nelly, muéstrame dónde está el rancho Anderson. —Si estaba al norte de un río en dirección sur, eso significaba que estaba en las colinas. No sería fácil llegar—. Actualiza la información del río con las últimas fotografías.

Al norte, el caudal del río no paraba de aumentar hasta desbordarse, aproximándose a las paredes del cañón.

—Esta fotografía tiene una semana. Desde entonces, las nubes han impedido actualizar las instantáneas —informó Nelly. Y no había dejado de llover. Si la última semana había sido mala, la actual parecía todavía peor.

Kris se puso en pie. Una vez en la puerta, recordó que debía advertir al coronel. Pero él se dirigía hacia el sur, y el problema estaba en el norte. Extrajo dos hojas de un montón próximo a la radio y escribió una rápida nota en la que detalló adonde se dirigía y porqué. Dejó una en la habitación de la radio y otra en el escritorio del coronel; luego, echó a correr hacia la enfermería.

—Tenemos un brote de la fiebre de Grearson a unos sesenta kilómetros río arriba, en un lugar que está a punto de quedar inundado —anunció.

El doctor tenía los pies apoyados en la mesa mientras leía una revista de medicina.

—Mierda —dijo, mientras bajaba los pies con gran estrépito—. Eso sería diez veces peor que el brote tifoideo del mes pasado. No ha habido un brote de la fiebre de Grearson en treinta años.

—Bueno, pues ahora tenemos uno. ¿Quién viene conmigo? —preguntó Kris.

—Puede que Hendrixson todavía esté sangrando —dijo el médico—. Supongo que eso significa que iré yo. —Empezó a llenar una bolsa.

—Si están sufriendo un brote de Grearson, Danny, va a haber un montón de enfermedades oportunistas flotando por allí. —El doctor suspiró y ayudó a su compañero con el equipaje.

—Nos vemos en el almacén del muelle. Yo recogeré las vacunas —dijo Kris mientras se dirigía a paso ligero hacia la salida—. ¿Cuántas personas viven en el valle? —le preguntó a Nelly.

—Doscientas treinta y siete.

—Nos llevaremos doscientas cincuenta dosis de la vacuna. Búscame a alguien en el almacén que vaya a buscarlas.

—Localizadas. Haré que Jeb vaya a por ellas.

—Alférez Lien —dijo Kris a través de la red—, ¿dónde estás?

—Entre camiones estropeados —respondió Tommy.

—Nos vemos en la puerta del almacén. Tenemos un problema.

—¿Tengo que llevar también mi fusil? —Suspiró.

Kris corrió hasta la puerta seguida por su escolta, a la que consiguió ignorar mientras se mantenía a una docena de metros de ella. Encontró a Jeb a los mandos de una carretilla elevadora en la que llevaba pequeñas cajas de suministros médicos.

—Trescientas unidades, pero a menos que haya leído mal, caducaron el mes pasado.

Kris se subió a la carretilla.

—Al muelle —ordenó antes de ponerse en contacto con la enfermería a través del comunicador—. Doctor, nuestras vacunas contra la fiebre de Grearson caducaron el mes pasado. ¿Podemos utilizarlas?

—¡Maldita sea! —Después, una pausa—. Puede. Quizá tengamos que utilizar un poco más de lo normal. No me puedo creer que esté diciendo esto.

—Tenemos trescientas dosis para doscientas cincuenta personas. Quizá le interese empezar a elaborar una nueva remesa.

—Si llega al agua no podremos hacer suficientes.

—Lo entiendo, doctor, pero tenemos que impedir que llegue al río. —Siempre y cuando el río se mantuviese lejos del rancho.

Ya se habían llevado el camión grúa, junto con dos de los barcos. Kris se dirigió hacia el barco más próximo al agua y lo activó a través de un pequeño teclado. Las instrucciones aparecieron en una diminuta pantalla. Después de leer varias partes, Kris oprimió el botón número 6 de los mandos. Tal y como aseguraban los mensajes, el metal tomó la forma de una lancha de río a motor. Diez metros de longitud, dos de anchura, proa alta, popa baja y una estación de control con remo a uno de los lados de la columna, con el teclado y la pantalla al otro. Kris estudió el resultado y concluyó que tenía buen aspecto. Jeb interrumpió a una docena de hombres que estaban apilando sacos de arena en el rompeolas para contener la crecida del agua lo bastante como para poder llevar el barco al agua, unos centímetros por encima del muro de cemento. Jeb dividió al grupo, enviando a la mitad al rompeolas y a la otra mitad al almacén, a por suministros.

—¿Quiénes van a ir? —preguntó Jeb.

—Yo, un médico que vendrá de un momento a otro y Tommy. Necesito más hombres, gente que conozca bien el río.

—Ester dijo que no debías abandonar el pueblo.

—Lo que no tengo que hacer es coger un camión. Esto es distinto.

—Como sigas con esa actitud, jovencita, vas a conseguir que te maten.

—Hasta ahora lo ha intentado mucha gente, pero nadie lo ha conseguido.

—Así que estás comprobando hasta qué punto tienes suerte.

—Carga el barco, viejo.

—Ahora mismo. Mick, no haces más que quejarte de que no haces nada. Mueve tu pecoso culo hasta el Andrea Doria y dile a Addie que quiero ver a José. Esta señorita va a navegar por el río y va a necesitar al mejor marino del que disponemos.

—Ahora mismo, abuelo —dijo un joven de unos dieciocho años antes de echar a correr.

—Que vaya también Olaf, ese tío de ahí que parece un oso. Vas a adentrarte entre cañones, así que quizá necesites a alguien capaz de trepar. Nabil, Akuba, venid aquí. —Dos hombres altos y delgados, oscuro uno de ellos, más oscuro todavía el otro, corrieron hacia ellos.

El médico llegó acompañado por Tommy. Miró a su alrededor, como si esperase ver humo extendiéndose bajo la lluvia.

—¿Qué pasa? —le preguntó a Kris. Ella se lo explicó. Para empezar, el médico vacunó a todos los que participarían en el viaje.

—Kris, se supone que tienes que quedarte aquí —dijo Tom cuando hubo terminado.

—Ya se lo he dicho —refunfuñó Jeb—. Pero esta chica no escucha, así que ahorra saliva. —Jeb estaba estudiando el bote; se había hundido unos diez centímetros después de cargar la comida y los suministros médicos—. Dejaré que José diga la última palabra con respecto al cargamento. Hay que tener cuidado con el peso. Lleváis demasiado, y no hace falta que te diga que estos días el río es letal. ¿Has navegado alguna vez?

—Mi familia tiene un barco. He navegado por un lago en Bastión.

—Esto no se va a parecer en nada.

—Ya me lo imaginaba.

José llegó seguido de Mick a poca distancia. El hombre, cetrino y de unos treinta años, echó un vistazo a la embarcación, subió a bordo, la estudió un poco más y ordenó finalmente:

—Asegurad todo el equipo con cuerdas. Navegar por el río va a ser una jodienda, y no quiero enfrentarme a más problemas de los que ya vamos a tener. Mick, dame remos y palos. —Una vez más, el pecoso se marchó corriendo.

Los hombres que cargaban el barco habían traído cuerda de sobra consigo; empezaron a enrollar el cargamento con ella. José cogió las tres pequeñas cajas planas de vacunas.

—¿Para esto tanto alboroto?

—Sí —dijo Kris—. Ya entenderás lo que va a pasar si no llevamos esta vacuna río arriba.

—Morirá gente, y si el río se lleva los cuerpos, todos nosotros moriremos. ¿Crees que estaría participando en esta tontería si fuese otro el motivo? Jeb, busca un chaleco para cada uno. Y busca tres mochilas. Que sean los de la Marina los que lleven las vacunas.

A Kris no le gustaba la idea de hacer de mulo de carga. Abrió la boca, pero José la interrumpió antes de que llegase a pronunciar palabra.

—Escucha, mujer, soy el capitán de este barco. Si estuviese ahí arriba… —Señaló al cielo gris—. Y quisiese salir con vida del espacio, quizá te escucharía. Quizá, si me diese la impresión de que sabes de lo que hablas. Pero aquí abajo, José sabe todo lo que hay que saber de este río. Si quieres llevar esto a esa gente, escucharás a José. Harás lo que te diga si quieres permanecer con vida.

El hombre miró con el ceño fruncido a la ensenada que se extendía ante ellos.

—La bahía es cruel, con corrientes, crecidas y bajadas desconcertantes. El río va a ser mucho peor. Pero creo, quizá, que José puede llevarte a tu destino.

—Quizá —dijo Kris.

—Sin José estarías muerta, chica, así que considérate afortunada.

—Haz lo que te dice, marine. De lo contrario, no pienso enviar a mi gente —añadió Jeb.

—No estaba discutiendo. ¿Crees que es mejor que llevemos las medicinas encima? —le preguntó a Jeb.

—Si caéis al agua, flotaréis, y los chicos harán lo posible por rescataros. Si las cajas caen al agua, se hundirán. Supongo que podría hacerse algo al respecto, pero parece que José ya ha pensado en algo.

—Eso parece —tuvo que admitir Kris.

Diez minutos después, con los suministros cargados, dejaron el muelle atrás.

—Debería regresar antes que el coronel, pero si no es así, dile dónde estoy —le gritó Kris a Jeb.

—¿Por qué no utilizas esa cosa que llevas en la muñeca para decírselo personalmente?

—Hoy ha pedido el resto del día libre. ¿Para qué molestarlo?

—Vale. ¿Qué otra cosa podría esperar de una Longknife? —Kris ignoró el comentario y empezó a achicar agua. Desde que el barco había adquirido su forma, se había acumulado un centímetro de agua en la cubierta, que empezaba a chapotear; todo aquel que estuviese desocupado tenía que achicarla.

—¿Te acuerdas de esa suerte del novato de la que te hablé? —dijo Tommy cuando se cruzó con Kris—. Pues he visto a los veteranos saludando desde el puerto: ellos no tienen la suerte que tenemos nosotros de adentrarnos en este maldito río.

—Tommy, tenemos que llevar las medicinas río arriba —dijo Kris, señalando con el pulgar a su mochila.

—Alguien tiene que llevarlas. Nadie ha muerto y te ha legado su trabajo. Empiezo a pensar que si hay tanto escrito sobre los Longknife en los libros de historia es porque se negaban a que otro hiciese su trabajo. —Kris no tuvo respuesta para Tommy.

José enseguida puso el barco a toda velocidad, a unos doce nudos. Maniobraba bien a través de las olas, salpicando cada vez que pasaba sobre una y proyectando la rociada sobre el agua, por lo que solo caía una parte en el barco. Las cosas marchaban bien hasta que golpearon algo, que provocó un estruendo, un parón y una pérdida súbita de velocidad, aunque el motor seguía a plena potencia.

—Maldita sea —gruñó José mientras retrocedía, para finalmente parar el motor. A su izquierda, a unos centímetros bajo las olas, flotaba un tronco de casi un cuarto de metro de diámetro, cubierto de ramas y dando vueltas a consecuencia del golpe. José extrajo algo del tamaño de un estilete del bolsillo de su camisa, lo ató a un palo de un metro, esperó a que el tronco se mantuviese estable y lo empujó con el palo. En cuanto hizo contacto, una llama roja se encendió en su extremo. Al cabo de un instante, el capitán del barco de Kris se dirigió a la radio.

—Addie, tengo un tronco cerca del tramo de amerizaje. Lo he señalado. Será mejor que vengas a por él.

—Ya he visto la bengala —respondió una voz de mujer—. Vamos para allá. ¿Tenéis problemas?

—Quizá. Creo que nos ha dejado la hélice tocada. Puede que necesitemos que nos remolquéis.

—Podemos ocuparnos también de eso.

Kris no estaba dispuesta a retroceder. Soltó el cubo con el que achicaba agua y se dirigió hacia la estación de control.

—¿Crees que puedes hacerlo mejor? —dijo José, con una expresión en la que se mezclaban el desafío masculino y la vergüenza por ver disputado su rango.

—Puede que sí —dijo Kris mientras presionaba las teclas al otro lado del timón. La pequeña pantalla se encendió—. A bordo de la Tifón, mi trabajo era controlar el comportamiento del metal líquido en combate. Tiene que haber un modo de que el metal se repare a sí mismo.

—¿Eso crees?

—No lo sabremos hasta que no lo hayamos intentado. —La pantalla era pequeña y el teclado solo era numérico; Kris empezó a introducir una serie de complejas series a través de las pantallas de opciones, navegando a través de lo que parecía una especie de árbol. No ayudó el hecho de que las pantallas pareciesen escritas por alguien que no dominaba el inglés.

—¿No vas a echarnos a pique, verdad? —preguntó Tom. Kris se tomó la pregunta en serio, especialmente después de que Nabil y el gran Olaf asintiesen.

—Intentaré no hacerlo, pero quizá os convenga abrocharos los chalecos. Nunca se sabe cómo va a comportarse una marine espacial en el agua.

—Muy gracioso. —Tom no se rio—. Como si equivocarse en el espacio fuese mejor: prueba a respirar vacío —la retó. Pero Olaf se abrochó bien el chaleco y Nabil escudriñó las olas que se formaban en los alrededores. Kris encontró una opción para reparar el equipo de propulsión, localizó el problema en el barco, seleccionó el tornillo hidráulico y pulsó «reparar». La pantalla parpadeó y se apagó.

—¿Lo ha arreglado? —preguntó José.

—Compruébalo —contestó Kris, no muy segura.

José empujó la palanca hacia delante y el barco se puso en marcha.

—Parece que va todo bien —dijo él—. ¡Sí! ¿Crees que podrás ocuparte de la abolladura de proa? —Señaló la zona en la que el metal había quedado combado.

—Lo intentaré… cuando estemos en tierra —respondió Kris. Sus palabras provocaron carcajadas entre el capitán y su tripulación. José hizo que el barco fuese sensiblemente por debajo de la velocidad máxima, situó a dos vigías con palos largos en la proa y ordenó al resto que achicasen agua. Indicó a Kris con un gesto que se dirigiese a la estación de mando.

—¿Tienes un mapa de la bahía? —Kris extrajo el lector y abrió la imagen más reciente del acceso a la costa y superpuso sobre esta un mapa previo al desastre.

—¿Así está bien?

—Sí. Tres ríos desembocan en un pantano del que surgen doce meandros. Navegarlos es un caos. Podríamos ir por el camino equivocado sin darnos cuenta.

Kris pulsó el botón del satélite de posicionamiento global y apareció más información en la pantalla.

—Así que tú también tienes uno. Yo tuve que empeñar el mío.

—Funcionará —le aseguró Kris antes de entregarle la unidad y volver a achicar agua. No tuvo que preguntar cuándo habían llegado al río. Aunque José puso el motor a toda máquina, tuvieron que frenar. Los troncos de los árboles asomaban sobre las aguas allí donde antes se encontraba la orilla. Incluso después de que el planeta se secase, aquella zona tardaría mucho tiempo en recuperarse.

Kris se irguió, estiró la espalda y se volvió hacia José.

—¿Vamos a continuar por el centro del río?

—No si queremos llegar antes de la semana que viene. La corriente se mueve a una velocidad de seis, quizá ocho nudos. Tenemos que alejarnos de ella. Y claro, corremos el peligro de chocarnos con los árboles. Nabil, Akuba, mucho ojo con lo que se acerque de frente. No queremos que el barco de esta mujer encalle por culpa de un árbol o una piedra. —La lluvia escogió aquel instante para caer con más fuerza, reduciendo la visibilidad a la distancia de un bote. José aminoró la marcha, por lo que la velocidad se redujo hasta casi desaparecer.

Su avance era lento y los vigías de proa no hacían más que desviar el barco de rocas, desechos, restos de un edificio y árbol tras árbol. Kris echó sucesivos vistazos al canal principal, pero no podían ir por allí. Quizá en el pasado hubiese sido tan plácido como el lago de su hogar. Pero entonces el agua estaba agitada, formando olas que rompían en películas de espuma. El agua había enloquecido con una fuerza capaz de reducir árboles a astillas y rocas a grava. Por peligroso que fuese navegar a través del terreno anegado, adentrarse en la corriente principal era un suicidio.

El fatigoso viaje no estuvo exento de miedo. Una corriente los alejó de un árbol que estaban apartando, enviándolos de lado, río abajo, hasta impactar contra una roca que acababan de esquivar con precaución. Incluso el gran Olaf necesitó ayuda para retirarla. Todas las manos del barco empujaron la roca con palos, remos o por sí mismas, solo para mover el barco. A través del agujero empezó a salir el agua.

—Todos los de la Marina al otro lado, a la izquierda —gritó José en cuanto Tom se dirigió a la derecha. Kris se aferró a las cuerdas que asían el cargamento para situarse en el extremo izquierdo, hasta donde se atrevía. Nabil y Akuba movieron la proa del barco y José dejó que la corriente los moviese cien metros río abajo mientras se aseguraba de que todo iba bien antes de poner el motor en marcha y renovar el combate con las salvajes aguas.

Kris echó un vistazo a su reloj; a la velocidad a la que iban tendrían suerte de llegar al rancho Anderson antes del anochecer. Contempló la posibilidad de llamar al coronel, pero desestimó la idea. Estaba decidida a cumplir con su tarea; ya la colgarían por rebeldía o insubordinación más tarde. En aquel momento no podía hacer otra cosa. Kris se concentró en el río.

La lluvia caía a rachas. Tommy comentó que parecía como si cayesen sábanas de agua sobre ellos. Mick contestó que estaba listo para irse a la cama, con sábanas o sin ellas. Aquella observación hizo que Olaf se preguntase quién dormiría con quién. Pese a estar cansados y empapados, aún tenían fuerzas y ganas para reír. Kris pensó que, para navegar por un río enloquecido, no había tripulación como aquella.

A medida que pasaban las horas, el frío y la humedad empezaron a hacer mella en Kris. Le dolían músculos que no sabía que tenía. No podía limitarse a quedarse quieta, sino que tenía que emplearse a fondo a cada instante para no golpearse contra los costados de metal líquido, las cajas de comida o los frágiles viales de cristal que contenían las vacunas. De modo que se mantuvo en pie, poniéndose en cuclillas para achicar agua, doblando las rodillas para mantener el equilibrio frente a los vaivenes y las sacudidas. Aquella experiencia no se parecía en nada al crucero que Tommy y ella compartieron en el Oasis. Después de aquello, ¿estaría dispuesta a meterse en algún lugar lleno de más agua de la que pueda contener un jacuzzi?

—Ese es el rancho Harmosa —le indicó José a Kris, señalando un tejado que asomaba entre ellos y el embravecido río—. El siguiente es el de Anderson, a unos cinco kilómetros río arriba. Todo va a ir bien.

Mientras el capitán les informaba, tomó una curva y una corriente procedente del canal principal cayó sobre ellos. José sujetó el timón con ambas manos y envolvió su poste con las piernas, luchando contra la fuerza de las aguas. El barco giró bruscamente, subiendo y bajando con una violencia desconocida durante aquella jornada. Tommy perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, pero Kris pudo sujetarle del cinturón. El siguiente vaivén los hubiese arrojado a los dos por la borda de no ser por Mick, que introdujo los pies bajo las cuerdas que sujetaban el cargamento. Finalmente, Olaf consiguió abrirse paso a través de las cajas; sujetó a Tommy y a Kris por las mochilas con sus manazas y los arrojó hacia el interior como si no pesasen nada.

Kris permaneció tendida bocabajo durante un largo minuto, dando bocanadas, dejando que la lluvia la empapase hasta los huesos. En menudo lío se había metido, arrastrando a Tommy consigo. Pero ya casi habían llegado. Solo un poco más, se dijo a sí misma mientras se esforzaba por ponerse en pie, aferrando las manos (y uno de los pies, además) a las cuerdas que mantenían el cargamento unido.

—Gracias, Kris —dijo Tommy.

—Gracias a todos —añadió Kris, escudriñando a la tripulación a través de la oscuridad.

—Somos nosotros los que tenemos que darte las gracias a ti. —José rio—. Piensa en las historias que podremos contar cuando regresemos. —Olaf y Mick parecían disfrutar de la idea. Nabil se limitó a negar con la cabeza. Akuba ni la levantó, centrado como estaba en buscar restos flotantes.

Empezaba a oscurecer de manera muy intensa. Después de echar un vistazo a su muñeca, Kris comprobó que era muy temprano para semejante negrura. Parte de las tinieblas se debía a la incesante lluvia. Pero también eran el resultado de los precipicios de trescientos metros de altura que se extendían al sur del desfiladero por el que corría el río.

—Hay rápidos a cinco o seis kilómetros del rancho Anderson. —José llamó a todos los presentes—. Tened los ojos bien abiertos. Si nos pasamos, nos meteremos en un buen lío.

Kris intentó conectarse a la red, pero solo escuchó interferencias.

—Nelly, haz una búsqueda de radio. Ponte en contacto con cualquiera que esté conectado a la red.

Nelly no consiguió dar con ninguna señal.

—Quizá se haya quedado sin energía —explicó Kris a José y a la tripulación—. No significa nada que se quede en silencio —los tranquilizó. Pero ¿por qué no se tranquilizaba ella misma?

Nabil y Akuba extrajeron unas linternas y apuntaron con ellas hacia la proa. La lluvia parecía haber perdido intensidad, aunque no era más que una ilusión debida a la oscuridad reinante. Más de cien metros separaban el haz de Nabil de los restos anegados de un edificio de varias plantas. José aminoró la marcha y se aproximaron cuidadosamente a este. La planta superior había ardido; algunos grandes troncos asomaban ennegrecidos sobre las aguas. Allá donde el río lamía la planta superior, dos calaveras los observaron desde sus cuencas vacías.

—Madre de Dios. —José se santiguó y cambió el rumbo del barco.

—Dijeron que habían incinerado a los muertos —recordó Kris—. Supongo que fue aquí donde lo hicieron.

—Esa era la vieja casa, donde los Anderson empezaron hace cincuenta años. El rancho principal debería estar allí —dijo José, señalando a su izquierda. Lentamente, el barco se dirigió hacia aquella dirección. La lluvia recobró intensidad; a punto estuvieron de darse de bruces contra el primer edificio inundado antes de avistarlo. El agua había cubierto sus altos muros hasta la mitad—. Allí es donde guardan el ganado. Tened cuidado con la verja —previno José. Kris decidió que era el momento de llamar a casa.

—Coronel Hancock, aquí la alférez Longknife. —Seguía sin escucharse otra cosa que no fueran interferencias. Kris repitió la frase, con idénticos resultados—. ¿Nelly?

—Me temo que los precipicios bloquean la frecuencia —dijo Nelly—. No puedo establecer una conexión con el satélite de comunicaciones desde nuestra posición.

—No pienso exponerme a la corriente con esta oscuridad solo para buscar un sitio desde donde pueda conectar —dijo José antes de que Kris llegase a articular palabra.

—No iba a pedírselo —concluyó Kris.

—Hemos llegado a la verja —anunció Mick desde la proa.

José viró hacia la derecha.

—Creo que hay una puerta por algún lado en esta zona. Voy a apagar el motor. Preparaos para empujar el barco.

Encontraron un agujero en la verja antes de dar con la entrada. Una vez lo atravesaron, José se adentró en la oscuridad. La luz reveló más edificios inundados. El barco chocó contra lo que sea que estaba oculto bajo las aguas. El capitán detuvo el motor y empujaron el barco con palos. Cuando la lluvia hizo una nueva pausa tuvieron la oportunidad de echar un buen vistazo alrededor, comprobando que estaban en medio de una granja, rodeados de casas, graneros y otros edificios, todos ellos inundados. No había ninguna luz.

—Tienen que estar por alguna parte —dijo Kris con el ceño fruncido.

José hizo una mueca idéntica.

—Hay un par de graneros cerca de los riscos. También hay una o dos casas. —Señaló hacia la derecha, y en esa dirección se encaminaron. Cuando atravesaron un enorme granero y la verja que comenzaba en uno de sus extremos, la corriente cobró fuerza, por lo que les costó más mover el barco. José se dispuso a encender de nuevo el motor.

—Espera un segundo —le pidió Kris—. ¿Escucháis eso? —El rumor de la lluvia y el río dificultaban oír cualquier otro sonido. Pero a medida que se asentó el silencio y la tripulación contenía la respiración, el sordo murmullo se hizo más persistente.

—Las cataratas —suspiró José—. Deben de tener mucha fuerza para hacer tanto ruido. Pero no vamos a ir a ninguna parte si nos limitamos a empujar. —Encendió el motor, pero mantuvo la velocidad muy baja. La tierra que habían dejado atrás había visto tiempos mejores. En los alrededores había vacas perdidas sobre pequeñas islas o hundidas en el barro hasta las ubres. Pasaron ante un reducidísimo rebaño que debía de haberse refugiado en una isla menor. Por muy lamentable que fuese el aspecto de las vacas, debían de haber sido seleccionadas para sobrevivir: la esperanza de un optimista que aspiraba a salvarlas para empezar con un nuevo rebaño cuando las lluvias cesasen. Pero el agua les llegaba ya hasta la parte superior de las extremidades; se ahogaban de forma lastimosa mientras los humanos, incapaces de ayudarlas, pasaban ante ellas.

—No va a quedar nada de nosotros —le susurró Nabil a Akuba.

—Hay algo ahí al frente. Parece fuego —gritó Olaf desde su posición en la proa. José detuvo el motor. Tardaron un rato en separar los sonidos de la lluvia y el rugir del río, pero pocas cosas había más dulces que el sonido de una voz humana. Olaf puso las manos alrededor de su boca y gritó con su tronante voz de barítono—: ¡Ah del rancho!

Recibió respuesta al tercer grito.

—¿De qué maldito rancho hablas? ¿Quiénes sois? Tengo un fusil.

—Soy José —replicó el capitán a voces—, con un barco lleno de medicinas y comida. ¿Quieres que pare, o sigo mi camino?

—Puede que encontremos un lugar al que amarraros durante la noche, si traéis una cuerda.

—La tenemos. ¿Hay algún árbol cerca?

—No, pero si tenéis comida, pienso sujetar la cuerda con mis propias manos toda la noche. —Seis figuras se materializaron lentamente entre la niebla. Una de ellas tenía la mano levantada y Olaf le tiró una cuerda. Los seis hombres tiraron con fuerza y el barco se movió hasta atracar en el barro.

—Por Dios, nos alegramos muchísimo de veros. ¿Vienen más barcos con vosotros?

—Estamos solos. ¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Kris mientras saltaba sobre el costado hasta aterrizar sobre el fango, que le cubrió hasta los tobillos.

—Algunos se marcharon antes de que la situación empeorase. Otros están durmiendo bajo los pocos tejados que todavía aguantan. Otros estamos aquí fuera, preocupados. ¿Escuchasteis nuestro mensaje?

—Hemos oído lo de la fiebre de Grearson. He traído a un médico con la vacuna. —Kris señaló al médico mientras bajaba del barco, con sus dos bolsas con los símbolos de la cruz, la luna creciente y la estrella rojas. Kris extendió la mano hacia el hombre con el que había estado hablando—. Soy la alférez Kris Longknife, de la Marina de la Sociedad de la Humanidad, a su servicio.

Kris escuchó una voz procedente de la niebla.

—¿Además de todo por lo que hemos pasado, va y viene una Longknife? —Sin embargo, el apretón de manos y la sonrisa con los que la recibió el hombre eran genuinos.

—Agradecemos mucho cualquier cosa que llevéis con vosotros —dijo un hombre con el pelo cano, vestido con unas ropas que colgaban sobre él como si un año atrás hubiesen tenido mucho más que cubrir—. Soy Sam Anderson. Mi padre fundó este rancho. —Miró alrededor, a la neblinosa oscuridad, como si viese algo que ya pertenecía al pasado—. Y supongo que concluirá conmigo. Escuchad, ¿a cuántos podéis sacar de aquí en el barco? Tenemos a un par de docenas de enfermos, además de los ancianos y los niños. Creo que antes del amanecer vamos a tener que empezar a trepar por el precipicio. Sería un detalle que os llevaseis a los más débiles en el barco.

—¿Cuántos sois? —preguntó Kris, regresando a la vacía embarcación.

—Exceptuando a los tres que murieron hoy, noventa y ocho. ¿Por qué?

—Porque este no es un barco corriente. En su caso, las apariencias sí engañan. —Kris encendió la pantalla y repasó la lista original—. Hay una opción para convertirlo en un barco más grande y de menor calado con motor. Apto para transportar camiones de hasta diez mil kilos. Debería haber sitio para ciento diez personas. Quince metros por seis. Treinta centímetros de espacio libre con la carga completa. José, ¿estás dispuesto a maniobrar algo así por el río?

—Mañana. No con esta oscuridad.

—Lo modificaré ahora por si el río crece demasiado esta noche.

—Buena idea —dijo Sam mientras Kris introducía los comandos de conversión. Incluso en la oscuridad, las paredes de metal que rodeaban a Kris tenían una apariencia brillante. La elevada proa empezó a descender y los costados se desplegaron mientras el barco aumentaba de tamaño, pasando de sus tres metros originales a seis.

Entonces, la estructura entera del barco se desplomó sobre la tierra. Durante un instante, Kris pensó que aquello era parte del proceso, pero entonces algunas secciones lisas de metal empezaron a resquebrajarse, mezclándose con las gotas de lluvia y hundiéndose en los charcos. Kris asió la palanca de control y empezó a desmoronarse. Rápidamente, se agachó y recogió un poco de aquella mezcla de barro y metal líquido de un charco con la otra mano. En su palma, el metal empezó a formar glóbulos, como mercurio líquido.

—Pero ¿qué demonios…? —soltó Kris con la boca abierta de par en par, acompañada por reacciones similares a su alrededor. Contuvo la tentación de tirar el metal líquido al suelo—. Rápido, que alguien saque dos de esas vacunas de mi mochila. Vaciad el recipiente. Tengo que almacenar esta sustancia.

—¿Quieres que echemos a perder una vacuna? —preguntó Tommy mientras abría la mochila de Kris.

—Tenemos trescientas vacunas y aquí solo hay cien personas. Quiero saber qué ha ocurrido.

—Si vivimos para comprobarlo —puntualizó Sam con amargura.

Kris y Tommy metieron las muestras del barco en frascos y los cerraron. Una de ellas tenía algo de barro mezclado con el metal. Bueno, así eran las cosas en Olimpia. Kris miró alrededor en busca de otra muestra, pero en el tiempo que le llevó hacerlo, todas las pruebas de que allí había habido un barco desaparecieron.

—Vamos a resguardar los suministros de la lluvia —dijo Sam—. Si vamos a ahogarnos antes del amanecer, que al menos lo hagamos con el estómago lleno.

—No imaginaba que fueses tan optimista, Sam —dijo José.

—Un año de cielos grises, vacas muertas, cosechas arruinadas, aislamiento y ahora esta fiebre harían tirar la toalla a cualquiera.

—Quizá. Ya habéis oído al hombre, vamos a dar de comer a esta gente. No se pueden tomar decisiones relevantes con el estómago vacío, y el agua no deja de subir. —La tripulación cargó con todo lo que pudo, ayudada por una docena de rancheros que apareció de entre la lluvia y la niebla. Los recién llegados permanecieron en silencio. Los rancheros retomaron lo que parecía una conversación interrumpida.

—Propongo que construyamos algunas balsas. Aún nos quedan dos casas: podríamos derribar los muros y utilizarlos para flotar río abajo.

—No son más que tablones de madera y yeso, Ted. No durarían ni una hora en el río. Además, no podemos adentrarnos ahí fuera con algo más pequeño que un barco. ¿Qué opinas, José?

—Las cosas no pintan bien. No creo que lo consiguieseis. Pero quién sabe, puede que ocurra un milagro.

—No voy a confiar la vida de mi Candi a un milagro. Yo opino que es mejor trepar por el precipicio. Solía hacerlo cuando era joven.

—Sí. Yo subí hasta la cima cuando tenía diez años.

—¿Y cuándo fue la última vez que intentaste trepar por una verja, Bill? —Aquella frase hizo que la conversación concluyese con un resoplido.

—Además, todos hemos conseguido subir por el camino del Afortunado. Hay dos metros de profundidad aquí y allá —observó Sam.

—La única ruta accesible es el salto del Enamorado, y nadie ha sido capaz de subir por él.

—¿Dónde está? —preguntó Akuba en voz baja.

—Detrás de nosotros —dijo Sam.

Akuba orientó su haz de luz en aquella dirección. A través de la lluvia y la niebla, Kris solo alcanzó a ver una superficie rocosa con algún que otro árbol talado. Sobre ella corría agua embarrada. La luz titiló.

—Menuda subida más chunga —dijo Nabil.

—Tenemos una cuerda. ¿Vosotros? —preguntó Akuba.

—Alguna.

Llegaron a dos edificios. Uno era un pequeño granero. Cuatro vacas, sobre las cuales se deslizaban cortinas de agua de lluvia, observaban malhumoradas el refugio del que habían sido expulsadas. El otro era una casa de una única habitación todavía más pequeña.

—La habitan los recién casados durante el primer año, si así lo desean. —Sam proporcionó la respuesta antes de que Kris formulase la pregunta—. Vamos a ver si podemos calentar algo de comida sin despertar a nadie.

Dos docenas de personas, jóvenes o ancianos en su mayoría, dormían en el suelo. Tres mujeres descansaban sobre una cama, brillantes de febril sudor, mientras otras dos intentaban aliviar su malestar. El médico se dirigió hacia ellas mientras Kris seguía a Sam hacia la cocina y empezaba a calentar una ración de campaña estándar. El olor a café atrajo a la gente. Aquellos que podían se levantaron en silencio y desaparecieron en la lluvia.

Cuando las cosas se hubieron puesto en marcha, Sam le dio un golpecito a Kris en el codo.

—Tenemos que hablar.

Kris lo siguió hasta la mesa de la cocina. Sam, Karen, su mujer, y un grandullón que se presentó como Brandon e intentó aplastar la mano de Kris al estrecharla tomaron tres sillas, dejando la cuarta para Kris.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Brandon.

Kris hizo una pausa, esperando a que Sam o su mujer dijesen algo, pero se limitaron a mirarse el uno al otro.

—Mi médico se está ocupando de los afectados de la fiebre de Grearson lo mejor que puede. En unos minutos empezará a vacunar a los vuestros. Después… —Kris dejó la frase inconclusa.

—Después, moriremos todos —sentenció Brandon súbitamente.

—No —insistió Karen.

—Sí, así será —replicó Brandon. En torno a la habitación se arremolinó un grupo de personas, apoyándose contra la pared o sentándose en el suelo. Todos aquellos que estaban despiertos en aquella casa contemplaban al cuarteto reunido en torno a la mesa, aguardando su destino—. Afrontadlo —añadió, volviendo su rostro hacia quienes escuchaban más que hacia aquellos con quienes compartía mesa—. El agua sube a razón de cinco centímetros por hora. Para el amanecer, la tendremos a la altura de los tobillos. No va a venir la caballería al rescate. Ha llegado la maldita Marina y tiene los mismos problemas que nosotros. Ha sido un bonito truco eso de hacer desaparecer el barco, hasta para una Longknife.

—Como tú has dicho, estamos en el mismo barco, o a falta de él —dijo Kris—. Pero no pienso morir mañana.

Brandon resopló con desprecio.

—Creerás que va a venir un helicóptero a rescatarte, bomboncito. ¿Es que no te has enterado? Por la acidez de la lluvia, vendieron todos los aviones y demás juguetitos y los sacaron del planeta. ¿Ha traído alguno la Marina?

—No —dijo Kris, que no estaba dispuesta a mentir delante de la gente. Echó un vistazo alrededor, esperando leer en sus ojos que contaban con ella, independientemente de lo mal que se presentasen las cosas, para que les sacase de aquel aprieto. Pero no encontró nada más que vacía desesperanza, como si ya se supiesen muertos. Kris tragó saliva; aquella gente no la estaba mirando en busca de esperanza, sino de la última confirmación de que solo les quedaba rendirse.

—Así que estamos en el siglo XXIV y no contamos con otra cosa que nuestras propias manos para salvarnos, y, hermanita, hemos trabajado de sol a sol para ello y no lo hemos conseguido. Si vamos a morir, yo propongo que nos llevemos esta bola de barro con nosotros.

Aquella absurda sugerencia ni siquiera provocó el menor revuelo entre los espectadores. Kris observó a Sam y a Karen. Estaban mirando hacia la mesa, con la mirada tan muerta como las reses ahogadas que Kris había tenido que apartar por el camino hasta aquel lugar. ¿Cómo podía alguien acabar tan desesperanzado e indefenso?

—¿Por qué no íbamos a llevarnos este planeta por delante? —continuó Brandon—. Sus habitantes no han hecho nada por nosotros. Y ya sabéis qué oferta recibió Sam. ¿Está al corriente la señorita Longknife de ello? Quizá fuese tu abuelo el que le hizo la oferta.

—No sé mucho acerca de los negocios de mi abuelo Alex. Por si no te has dado cuenta, soy una alférez de la Marina y, en estos momentos, dependo de mí misma. —Venga, gente, reíd, sonreíd, mostrad emociones.

Pero, a su alrededor, la gente se limitó a mirar al suelo.

—A Sam le hicieron una oferta desastrosa, marine. ¿Qué te parece? Cuando todo esto acabe, no seremos más que un montón de esclavos, como los trabajadores de las fábricas en la Tierra. Desde luego, no es así como yo quiero vivir.

Así que era eso. Kris tragó saliva; habían trabajado durante toda su vida y ahora iban a perderlo todo. Habían trabajado bajo un cielo que entonces se les caía encima. No habían pedido nada y nada se les había dado, y todo cuanto les quedaba a tipos como Brandon era alimentar su rabia mientras el río crecía. Y la fiebre les daba motivos para dirigir aquella ira. Kris se volvió lentamente, sin levantarse de la silla, estudiando a quienes se apoyaban en las paredes y se sentaban en el suelo. Estaban derrotados, desesperanzados y aguardando el fin. Vale, alférez Longknife, ¿cómo vas a conseguir que quieran pelear por lo que les queda de vida? Aquello sí que era un desafío a su liderazgo.

—¿Quieres morir? —le preguntó Kris a una mujer que en aquel momento la miró a los ojos. La mujer pestañeó y miró rápidamente al suelo—. ¿Eso es todo? —le dijo a un hombre apoyado sobre la pared—. ¿Vais a tumbaros en el barro y dejar que el río os mate?

Se encogió de hombros. Un bebé que apenas tenía unos meses de vida chilló. Su madre lo meció con delicadeza y le ofreció el pecho.

—¿Estás dispuesta a dejar morir a ese bebé? —soltó Kris, sin tratar de suavizar la pregunta.

—No —respondió la madre, con lágrimas en los ojos.

—Pues será mejor que te prepares, porque es de lo que está hablando este tipo. —Kris se puso en pie—. Vale, las cosas no pintan bien, de hecho pintan mucho peor que para cualquier otro humano en todo el espacio. —Se volvió lentamente, mirando a todos los rostros con los que se cruzaba, exigiendo que la atendiesen y que la escuchasen con atención.

»Cuando el padre de Sam vino aquí hace cincuenta años, había muchas corporaciones listas para comprar lo que tenía… para poseer la mitad de sus propiedades, para controlarlo. Él pidió un préstamo y cumplió, pagando todo cuanto debía. Apuesto a que antes del plazo —aventuró. Parecía llevar razón, porque Sam asintió con orgullo y Brandon lo miró con el ceño fruncido.

»Pues tengo noticias para vosotros. Todavía quedan muchos bancos dispuestos a prestar dinero. De acuerdo, no envían personal a zonas catastróficas para aprovecharse de la gente dispuesta a firmar cualquier cosa. Porque no les hace falta. Pero cuando este desastre haya terminado, cuando vuelva a salir el sol, estarán a vuestra disposición.

—¿Vas a prestarnos dinero, Longknife? —escupió Brandon.

—Brandon, debes andar un poco corto de oído. ¿No acabo de decir que pertenezco a la Marina? —dijo Kris, señalando a la barra dorada que rodeaba su cuello—. La Marina no concede préstamos. Estamos aquí para sacar a cuantos podamos de este desastre. Pero Brandon, también pareces ser un poco corto de entendederas. Quieres contaminar el suministro de agua con la fiebre de Grearson y matar a todos los habitantes de esta bola de barro. Por favor, pensad todos en ello. —Kris continuó su lento vistazo alrededor.

Las miradas estaban dirigidas hacia ella. Había captado su atención.

—Si dejáis que la fiebre llegue al río, envenenará Puerto Atenas. Allí la gente está enferma y hambrienta. El virus significaría su muerte. Y muchos de los fallecidos serán gente como yo, que ha venido a ayudar. ¿Así es como nos lo vais a agradecer?

Algunos negaron con la cabeza. Por fin están reaccionando.

—Todo el mundo al sur de Atenas se muere de hambre. Estamos distribuyendo comida todo lo rápido que podemos. Y si la fiebre llega al río, eso significa que también estaremos distribuyendo la enfermedad. La fiebre de Grearson normalmente mata a la mitad de los contagiados. Si uno de vosotros y su mujer la contraen, uno de los dos morirá. Si vuestro hijo y vuestra hija la contraen, uno de los dos morirá. Pero la gente está pasando hambre. Ya están enfermos. Las tres cuartas partes de los infectados morirán. Si vuestra familia la contrae, quizá sea solo uno de vosotros quien sobreviva. Quizá sea vuestra hija. ¿Quién va a ocuparse de una huérfana de seis años? Hay peores formas de morir que de fiebre.

Los ojos que antes parecían vacíos mostraban ahora emociones: miedo, terror, ira. Sí, había logrado captar su atención.

—Pero ¿queréis saber qué es lo realmente enfermizo de la idea de Brandon? Después de que la fiebre haya acabado con casi todos los habitantes de Olimpia, va a haber casas, tractores, graneros vacíos. Aún habrá granjas que los muertos trabajaron durante toda su vida, granjas desde las que se puede volver a crear. Entonces, las comprarán a precio de saldo. Y cuando las corporaciones envíen a su mano de obra desde la órbita del planeta… —Kris señaló al techo con el pulgar—. Antes de que aterricen, les darán una vacuna como la que va a administraros mi médico, y no importará que el virus aún contamine el agua. La vacuna los mantendrá sanos para que puedan dedicar su vida a la corporación. Fijaos qué gracia —se burló Kris.

Nadie rio.

Tras escuchar sus palabras, el médico extrajo el administrador de vacunas, introdujo un vial en él, indicó la cantidad a inocular, lo comprobó a la luz de una linterna y echó un vistazo en derredor.

—¿Quién quiere ser el primero?

La mujer del bebé se quitó el abrigo, dejando su hombro desnudo. El médico colocó la aguja sobre su piel; después, sonó un pequeño chasquido. Entonces la mujer retiró el pañal del bebé para mostrar sus posaderas. Un segundo chasquido. Sam se quitó el abrigo, también Karen.

Kris se volvió hacia Sam.

—Ya tengo a dos escaladores listos para subir por el salto del Enamorado. ¿Cuánta cuerda tenéis?

—De sobra.

Kris miró alrededor, a la habitación.

—¿Quién quiere ayudar a mi gente a subir?