14
Kris se despertó sin recordar sueño alguno y con solo un leve mal sabor de boca; estar sobria tenía sus ventajas. Se duchó, se vistió y, sintiéndose dolorosamente viva, se dirigió al comedor. Quizá fuese solo cosa suya, pero las tropas parecían más despiertas. Y ¿era su impresión, o tenían la cabeza más alta? Un vistazo a la ventana reveló la misma lluvia gris de siempre; eso no había cambiado. El coronel le hizo una señal para que fuese a su mesa.
—¿Has dormido bien? —se interesó. Kris ocupó su silla y asintió. El coronel analizó el modo en el que lo hizo y concluyó que era sincero—. He comprobado cómo se encuentran tus heridos. Están bien los tres.
—Pasaré por el hospital después de desayunar —dijo Kris, hambrienta, abalanzándose sobre su comida.
El coronel se inclinó hacia atrás.
—Odio tener que decírtelo, pero hoy tengo otra misión difícil para ti. —Entonces, ¿por qué estaba sonriendo?
—No puede ser más difícil que la de ayer.
—Mucho más difícil, pero más segura. —Su sonrisa se ensanchó más aún, si es que era posible.
—Coronel, ¿le ha dicho alguien que tiene un fantástico sentido del humor?
Frunció el ceño por un instante.
—No, la verdad es que no recuerdo a nadie.
—Quizá quiera pensar en ello, entonces. —Kris hizo una breve pausa antes de añadir—: Señor.
—Solo por eso, acabo de perderle cualquier simpatía, alférez. Hoy va a venir a visitarnos un buen samaritano: ha recorrido un largo, largo camino para ver todas las cosas buenas que estamos haciendo con sus donaciones. Quiero que lo escolte durante su recorrido y que le muestre lo que hacemos, mientras yo doy una vuelta por el campo.
Parecía un modo bastante aburrido de desperdiciar el día.
—¿Y quién es nuestro viejo invitado?
—No es tan viejo. Puede que incluso lo encuentre atractivo. Es un tal Henry Smythe-Peterwald, el decimotercero en llevar ese nombre —puntualizó el coronel—. Ya es bastante malo hacerle cargar a un pobre chaval con ese nombrecito, pero que encima sea el decimotercero… —El coronel negó con la cabeza.
Kris consiguió tragar lo que estaba masticando y responder al intento de broma del coronel con una sonrisa. ¡Ay, madre! Con todos mis intentos por dar esquinazo a este hombre, y ahora tengo que pasar el día entero con él. El hecho de que su padre estuviese en los primeros puestos de la lista elaborada por la tía Tru de gente que quería ver muerta a Kris no debería complicar su relación, ¿verdad?
Y usted que pensaba que la misión iba a ser segura, coronel.
Kris inspeccionó la carga de los camiones mientras Tom comprobaba por última vez su estado. Mientras los tres convoyes se preparaban para ponerse en marcha, Kris mantuvo una sonrisa en su rostro ante la idea de que la encadenasen a un mostrador mientras la mayoría de aquellos que la habían acompañado el día anterior se enfrentaban a más carreteras embarradas, pantanos y bandidos. Kris bromeó con insistencia acerca de cambiarle el puesto a alguien hasta que ya no quedó nadie que la escuchara.
Cuando los camiones hubieron partido, se dirigió a su oficina. Jeb estaba esperándola; elaboraron rápidamente el horario de descarga, almacenaje y preparación del cargamento del día siguiente. Spens se encontraba en su estación de trabajo, fuera de la oficina; un único viaje al exterior del perímetro había sido suficiente para el contable. Como especialista en operaciones, ordenaba el torrente de información que inundaba los tableros de batalla. Estaba haciendo lo mismo para ella. Negó con la cabeza cuando la vio pasar.
—¿Te molesta algo? —le preguntó Kris.
—No nos envían más que basura. Raciones de veinte años que no hay quien mastique. Tengo medio almacén lleno de suministros médicos caducados. Mira esto. —Le enseñó un impreso—. Vacunas caducadas hace un mes. ¿Es seguro utilizarlas?
—Compruébalo con la farmacia —le pidió Kris, mirando sobre su hombro. Sí, la mitad del almacén número 3 estaba llena de basura pasada de fecha—. Seguramente estaban caducadas cuando las donaron.
—¿Cuánto, una semana? ¡Alguien nos está utilizando de vertedero!
—No, alguien nos está utilizando para deducir impuestos por sus generosas donaciones —replicó Kris.
—Seguramente fue mi viejo el que propuso la idea —gruñó Spens—. Y se pregunta por qué no quiero su trabajo.
Kris miró fijamente el impreso, acusando para sí al mundo que había querido dejar atrás al unirse a la Marina.
—Eh, mira lo que he encontrado por ahí —dijo una voz alegre a su espalda.
—Esperaba una presentación algo más… formal.
Kris se volvió, encontrándose con un sonriente Tommy y con Henry Smythe-Peterwald XIII, con los brazos cruzados, esperando en el umbral. Su atractivo, esculpido con exquisitez, era mucho más llevadero sin madre colgando de su codo. Aquel día llevaba un costoso traje hecho a medida. Kris recordó que aquella era la misma actitud con la que su madre la esperaba a su regreso de las montañas Azules.
Reprimió una mueca al recordar aquella situación, para que su invitado no pensase que estaba dirigida a él.
—No lleva puesta la acreditación de visitante. Lo llevaré al cuartel general para que se registre —dijo Kris, actuando según el procedimiento estándar mientras se aclaraba las ideas—. Querrá ver al comandante Owing. Está al mando, dado que el coronel Hancock está de permiso.
—¿No podemos ahorrarnos todo eso? Ya relleno bastantes formularios en casa —dijo, sin la menor acritud.
—¿Qué quiere ver? —le preguntó Tommy, lanzándole a Kris una mirada de soslayo que gritaba: «Además de a cierta alférez novata».
—Cualquier cosa menos a mi padre. ¿Qué haces aquí, Kris? —Henry se alejó rápidamente de Tommy para situarse junto a su cicerone.
—Lo que la Marina me ordena, Henry. Unirse a la Marina parecía el mejor modo de provocarle un ataque al corazón a madre.
—Ah, nuestra dedicación a la salud coronaria de nuestros padres… —Rio en voz baja—. Bueno, tenemos mucho en común. Y llámame Hank. Me basta con que mi padre me llame Henry.
—Por mí bien. A madre le encantará saberlo.
—¿Tu madre te está empujando hacia mí como mi padre me empuja hacia ti?
—Con la fuerza de una catapulta para asteroides.
—Entonces creo que te debo una disculpa. —Hank esbozó una débil sonrisa.
—Aceptada y devuelta —dijo Kris, extendiendo la mano. Él la estrechó; por un momento pensó que iba a besársela, pero no, se limitó a estrecharla con firmeza. No vayas a hacerte primeras impresiones, se dijo Kris. Aquel hombre iba a tener que definirse a sí mismo, independientemente de la historia de sus padres, las ilusiones de madre o, ya puestos, las sospechas de la tía Tru.
—Bueno, ¿qué podemos hacer por ti? —dijo Tommy, propiciando el abrupto fin del apretón de manos.
—Creo que la idea es que yo haga algo por vosotros. Al menos, así es como conseguí convencer a mi padre de que no me enviase a Grozen a trazar los planes de construcción de una central. «Si podemos aparecer en los medios gracias a una buena acción, hagámoslo», le dije. Así que tengo la nave llena de cosas que podrían veniros bien.
—¿Y cuando esté todo descargado…? —preguntó Kris.
—Entonces sí que me tocará ir a Grozen.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en descargarlo todo? —preguntó Tommy.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaré en decidir qué os es útil?
—Unas cuantas horas —dijo Tom.
—Unos días —respondió Kris.
Tom le lanzó una mirada de sorpresa.
Bueno, nadie ha dicho que este chico haya venido aquí a matarme.
—Spens ha descubierto algo muy interesante esta mañana. —Kris observó cómo reaccionaba Hank cuando su contable le describió su hallazgo matutino. Cuando Spens hubo terminado, el visitante encendió su comunicador.
—Ulric, ¿tenemos suministros médicos a bordo?
—Varias toneladas, señor.
—Envíe toda la información sobre ellos aquí abajo, incluyendo las fechas de caducidad. ¿Cómo se llama?
—Spens, señor.
—A ese nombre lo enviaré, señor.
—Bien, Ulric. Haz que los Smythe-Peterwald se sientan orgullosos. —Se volvió hacia Kris—. Esto debería solucionarlo.
Kris asintió. Si los suministros habían resultado ser un timo, aquella decisión pondría fin al problema, al menos ese día.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres ver?
—Cómo es un día cualquiera para vosotros.
—Puede resultar un tanto desagradable —dijo Kris.
—Y peligroso —añadió Tom.
—Me he enterado de lo de ayer. Un tiroteo al estilo del lejano oeste.
—Algo así —contestó Kris.
—¿Por qué no te enseño cómo volvemos a montar los camiones? —intervino Tom.
—No está mal —dijo Kris. Le proporcionaría la oportunidad de ordenar sus pensamientos mientras Tom y Hank se entretenían con algo propio de hombres. Aunque seguramente el primero fuese el único en encontrarlo entretenido, pues Tom tenía intención de mostrar a aquel niño rico lo poco que sabía.
—¿Nunca has desmontado un motor? —preguntó Tom quince minutos después, mientras se limpiaba el aceite de las manos.
—Nunca me he acercado a uno descubierto.
—¿Ni siquiera al de un coche?
Hank miró hacia la nada a través de la puerta del garaje.
—Mi chófer se ocupaba de eso. ¿El tuyo no, Kris?
Kris interpretó correctamente aquella petición de ayuda, pero no estaba dispuesta a ponérselo en bandeja a Hank.
—Ayudaba a nuestro chófer a cambiar el aceite y preparar las limusinas constantemente. —Bueno, en dos ocasiones en las que madre no miraba.
—Esa experiencia viene muy bien cuando recibes camiones en este estado —dijo Tom.
Hank suspiró profundamente y encendió su comunicador.
—Ulric, ¿hasta qué punto hemos utilizado los camiones que llevamos a bordo?
—El que más ha rodado lo ha hecho quince kilómetros, señor. —Hank cortó la comunicación mientras sonreía, satisfecho—. Dudo que alguno de los treinta camiones que voy a entregaros tenga que pasar por el taller. ¿Cuál es la siguiente parada en mi tour por vuestro duro día de trabajo?
Tom parecía muy molesto por el hecho de que ya no fuese a ser tan necesario. Su sonrisa desapareció durante tres segundos antes de regresar con toda su intensidad.
Kris intervino antes de que las cosas fuesen a más.
—Deja que te enseñe mi almacén. —Aquella frase trasladó el centro de atención de Tom a ella y le dio la oportunidad de mostrar lo que había conseguido. Mientras Kris conducía a Hank, descubrió que tenía muy buena conversación. Bueno, siempre y cuando esta se limitase a aquello de lo que ella se sentía orgullosa: cómo había mezclado a los trabajadores del almacén que había heredado con unos voluntarios a los que había reunido y un puñado de guardias de la Marina a los que había encargado la protección del edificio. Durante su vida, había enderezado el rumbo de numerosas campañas y programas de voluntarios que los amigos de su madre soñaban con formar pero que no eran capaces de organizar. Aquel almacén y las personas a las que daba de comer eran buena prueba de ello.
El recorrido también le proporcionó numerosas oportunidades de enseñarle otras cosas a Hank. Y mientras él observaba, ella lo estudiaba. Había preocupación en los ojos que adornaban aquel rostro perfectamente esculpido, pero permanecieron abiertos de par en par a la vez que expectantes mientras contemplaba su trabajo.
Kris también tuvo la oportunidad de comparar a los dos hombres que había en aquel momento en su vida: el primero mostraba una preocupación casi infantil por que el otro no fuese una amenaza; el segundo era reservado y no parecía preocupado más que por las palabras de Kris. No dejaba de prestar atención y solo formulaba preguntas inteligentes que hacían que continuase hablando cuando creía no tener otra cosa que decir. Era fácil conversar con alguien así.
Concluyeron su recorrido en el rompeolas, contemplando el amerizaje de una nave sin tripulación. Salpicó al finalizar su trayectoria, mezclando espuma y agua con las gotas de lluvia. Un remolque partió de los raíles de la Marina en cuanto la nave de suministros se detuvo.
—Es una de las mías —explicó Hank—, cargada con algo que llaman galletas contra la hambruna. Son barritas de doscientos gramos; cubren todas las necesidades de proteínas, vitaminas y minerales de un día. Lo bueno es que, si se mezclan con agua, se expanden en el estómago y producen sensación de saciedad.
—Agradecerán un cambio después de tanto arroz y legumbres —aseguró Tom.
—¿Qué vas a hacer con todas esas naves cuando las hayan vaciado?
La pregunta iba dirigida a Kris.
—Vamos a reciclar el aislante —dijo señalando los montones donde se acumulaba aquel material—. Los motores los reducimos a polvo de carbón. En la mayoría de las misiones de rescate el material reciclado se emplearía en la economía del lugar, pero Olimpia no tiene una economía propiamente dicha, así que tendremos que dejarlo aquí hasta que puedan hacer algún uso de él. —Se encogió de hombros.
—Pero ¿podéis usar mis camiones? —Miró a Kris a los ojos por primera vez.
—Ahora mismo —afirmó Kris—. Nelly, muéstranos un mapa de ciento sesenta kilómetros a la redonda. —Ante ellos apareció un holograma; Kris se concentró en el mapa para evitar la intensa mirada del joven. No había escuchado una sola cosa que no quisiese oír en la última media hora. ¿Cómo no iba a gustarle estar con un hombre generoso que empleaba su tiempo en averiguar sus necesidades? Ella misma se había alistado en la Marina precisamente para eso.
A juzgar por el imperio comercial que Hank compartía con su padre, aquella situación era la más cercana al mundo real que aquel joven había experimentado.
—Ahora podemos repartir comida entre los más necesitados —dijo Kris mientras señalaba al centro del mapa, llamando la atención de los dos chicos—, así que aquí nadie pasa hambre. El problema es el campo que se extiende más allá del perímetro. Incluso con los hombres de Tom trabajando a contrarreloj, solo tenemos quince camiones que funcionen. Dos de cada tres están estropeados por culpa de alguna avería. Los mecánicos locales tienen que desmontar uno para que otro funcione, pero en el estado en el que se encuentran las carreteras, por cada uno que arreglan se estropean dos. —Suspiró.
—Mis treinta camiones podrían ayudar a ese respecto —dijo Hank mientras seguía la mirada de Kris por el mapa—. Pero el norte presenta sus propios problemas. Está lleno de colinas y valles con ríos. No veo muchos puentes.
—Porque no los hay —intervino Tom. Kris informó a ambos sobre lo que había aprendido del coronel acerca del objetivo del planeta de tener un Gobierno mínimo.
—No habrá puentes hasta que los granjeros locales no los construyan. —Superpuso un mapa previo a la erupción del volcán. Antes había cuatro puentes; todos ellos habían sido arrasados por la corriente.
—Lo que necesitáis son barcos y puentes portátiles —afirmó Hank. Después, su sonrisa se hizo más amplia—. Dejad que os muestre lo que tengo para vosotros —dijo, mostrando absoluta confianza en sí mismo—. Papá ha comprado una empresa que hace embarcaciones de metal inteligente, el mismo material del que está hecha la Tifón. Los barcos pueden plegarse hasta alcanzar el tamaño de un contenedor estándar, una carga perfecta para cualquier camión. Depositadlo en el agua, seleccionad una forma y apartaos. En cinco minutos tendréis un barco, una barcaza o un puente listo para los pasajeros o para que pase un vehículo por encima. Y el precio es inmejorable, señorita; puede llevárselo gratis.
—¿Cuánto pesan? —intervino Tom, sin terminar de creerse lo que Hank les ofrecía—. Esas carreteras están embarradas. ¿Y cómo pueden sacarse del camión para depositarse en el agua? ¿También andan?
—No —contestó Hank—. Son pesados. Normalmente utilizamos una grúa. Puede que el metal sea inteligente pero nadie, ni siquiera en Santa María, ha descubierto cómo hacer que también sea ligero.
Kris se esforzó por contener la sonrisa que le provocaba aquel enfrentamiento cargado de testosterona.
—¿Alguno de esos camiones que tenéis en órbita lleva alguna grúa consigo? —preguntó.
—Puede que unos pocos. Tengo hambre. ¿Os apetece comer conmigo?
Entonces Kris se echó a reír.
—Creo que puedo invitarte a algo en el comedor a cambio de esos puentes portátiles. Pero te advierto que todo son platos fríos que apenas se han descongelado del todo. La mitad del personal se marchó esta mañana con los convoyes.
—Estaba pensando en algo un poco más íntimo —replicó Hank—. Hay un restaurante en el pueblo que sirve unos filetes deliciosos.
Tom parecía un niño al que le hubiesen robado su osito de peluche.
—Es imposible que siga abierto.
—Mis fuentes me aseguran que así es.
Kris tenía serias dudas al respecto. Tenía una docena de motivos para decir que no, desde «mis jefes no me permiten cruzar la puerta» a «¿está bien que comamos filetes mientras los demás se mueren de hambre?».
—Me encanta la idea —dijo finalmente—. ¿Quieres venir, Tom?
—Alguien tiene que quedarse a proteger el perímetro —dijo él. Kris nunca había visto a su duendecillo pecoso tan abatido.
Después de comprobar su arma de mano, Kris permitió a Hank que la condujese a través de la puerta, donde les aguardaba un lujoso todoterreno con dos atractivos hombres, que bien podían ser antiguos marines, esperándolos.
—Papá no me deja ir a ninguna parte sin estos dos. ¿Dónde está tu escolta?
—El ejército no autoriza escoltas para los alféreces, por mucho que des la lata al respecto —contestó Kris—. En casa, mi chófer era un antiguo militar, pero lo veía más como un amigo. Quiero decir, es complicado pensar en alguien que te anima en todos los partidos de fútbol como otra cosa que un colega.
—¡Jugabas a fútbol! Debías de pasártelo en grande.
—¿Tú no?
—No. Papá creía que no era sano y que los otros chicos eran unos salvajes. «Demasiado arriesgado», insistía. Pero claro, yo era hijo único. Tú no.
Kris pensaba que había tenido una infancia demasiado segura, sobre todo después de lo de Eddy. Nunca había considerado a su hermano mayor Honovi como un escudo frente a la excesiva protección de sus padres; sencillamente era un incordio.
—No, yo era la hermana mediana —dijo ella sin permitir que el recuerdo de su hermano pequeño la inmutase.
—Me hubiese gustado tener una hermana pequeña con pecas —dijo Hank, lanzándole una divertida mirada de soslayo. Antes de que Kris pudiese contestar, ya habían llegado a su destino.
El restaurante se encontraba en una calle perpendicular al camino que Kris solía recorrer. No había ningún letrero que revelase su presencia, aunque Kris observó a un grupo de hombres armados a su alrededor, uno de ellos apostado en el tejado. Si ella necesitaba tiradores para la comida que repartía en la base, podía hacerse a la idea de la protección que necesitaría un lugar en el que se sirviese comida decente.
La puerta se abrió antes de que los guardaespaldas de Hank la tocasen. Un corpulento hombre vestido con un frac y corbata negra se alzaba en el umbral de la puerta, con los menús en las manos. Condujo rápidamente a Kris y a Hank a un tranquilo rincón en el que había una mesa cubierta de cristal, plata y lino. Kris tuvo que esforzarse por escudriñar la posición de sus guardaespaldas, que tomaron mesas separadas en lados opuestos del establecimiento, con sus trajes grises fundiéndose con las maderas, los brillos cristalinos y el rojo de la alfombra del restaurante. Había otros clientes, pero una serie de plantas minuciosamente colocadas impedía ver los rostros de los comensales. Así que el coronel estaba en lo cierto; no todo el mundo pasaba hambre en Olimpia. Allí donde había dinero, también había comida a la altura. Otra lección para una alférez novata, la hija de un primer ministro y la heredera de los muchos millones de Ernie Nuu.
El menú prometía varios cortes deliciosos de carne, e incluso marisco. Curiosamente, no incluía los precios.
—No sé qué pedir —dijo Kris después de echar un vistazo al menú.
—Deja que pida por ti —contestó Hank.
A Kris no terminaba de gustarle que un hombre asumiese que leer un complicado menú estaba más allá de las limitadas capacidades de una mujer.
—Sé lo que pone en el menú, Hank. Pero el coronel nos hizo entregar nuestras tarjetas de crédito. —Una mentira piadosa—. No sé si me alcanzará.
—He oído que en el mercado negro hay tarjetas de crédito. Tu coronel es un hombre precavido —dijo Hank—. Pero invito yo. —Dado que ella debía de ganar diez veces menos que él, Kris decidió que tampoco estaría mal dejarse agasajar por un joven de su misma edad, para variar. Después de lo ocurrido el día anterior, ¿por qué no permitirle el lujo de elegir las ensaladas?
—Entonces —empezó Kris—, dejaste que tu padre te metiese en el negocio familiar en cuanto saliste de la universidad.
—No exactamente. A papá no le gusta eso de perder el tiempo entre libros. Empecé en el negocio con catorce años. Hizo que pasase el verano gestionando correos, ¿te lo puedes creer? He progresado en mi carrera, ¿no te parece? —dijo, moviendo los dedos como si subiesen una escalera imaginaria.
—¿Sin ir a la universidad?
—Bueno, la verdad es que papá trajo a profesores de la Tierra o de donde fuese para que me enseñasen durante la jornada. Mi trabajo de graduación del instituto fue el proyecto de una planta farmacéutica, basado en el de uno de los mejores hombres de mi padre, del que aprendí todo lo que sabía. Se lo entregué a papá y al profesor Maxwell. Sí, creo que ese era su nombre. Maxwell me puso un sobresaliente. Papá repasó el trabajo de cabo a rabo y me enseñó por qué no merecía más que un notable. Nunca más volví a ver a aquel profesor.
El sumiller llegó con un sauvignon cuya marca le hubiese valido un elevado precio en Bastión. Hank inició la cata como un experto.
—Muy bueno —asintió después de probar un sorbo—. Te va a gustar —le aseguró a Kris.
Kris aguardó mientras él llenaba su copa y llevó a cabo el obligatorio ritual, halagando después el contenido con mucha pompa para dejarlo finalmente al lado de su vaso de agua, prometiéndose a sí misma no volver a tocarlo. Después de la noche anterior, no estaba dispuesta a cometer el mismo error.
—Parece que no has llegado a formar una rutina en tu vida —dijo Kris para dejar el tema del vino.
Hank meditó antes de formular la respuesta.
—No —dijo finalmente con una sonrisa—. Pero ya sabes lo que dicen: lo único permanente en la vida es el cambio.
—Sí, lo leí en alguna parte —dijo Kris con sorna—. En mi caso, había algunas cosas estables. Harvey siempre estaba allí para llevarme a los partidos de fútbol y animarme. Su mujer siempre estaba dispuesta a agasajarnos en la cocina. Y siempre estaba rodeada de tías y tíos, de los cuales solo algunos eran familiares de sangre. ¿Tú no tenías familia?
—El tío Steven murió en un accidente durante una carrera cuando yo era pequeño. La tía Eve hizo que uno de sus muchos amoríos saliese peor que mal, y a lo grande. Si no hubiese insistido en rondar por lugares tan peligrosos, quizá seguiría con nosotros. Por cierto, el camión que he traído dispone de una estación médica de emergencia. El conductor no es que sea un neurocirujano, pero apuesto a que le encantaría echar una mano por aquí.
Kris apoyó los codos sobre la mesa, la barbilla sobre sus manos y pestañeó de forma exagerada.
—Escucharte hace que mi infancia, vista en perspectiva, sea maravillosa.
—Oh, venga ya, no será para tanto. Nadie ha tenido una buena infancia. Eso pone en todos los libros.
Y así transcurrió la comida, en una competición entre las miserias vividas durante sus respectivas crianzas. Era un juego en el que Kris nunca había tenido la oportunidad de participar; es difícil jugar en igualdad cuando hasta tus amigos más cercanos te tienen envidia. En la universidad, Kris aprendió rápidamente que incluso aquellos con los que desarrollaba cierta confianza no entendían que una Longknife tuviese motivos para quejarse.
La velada transcurrió rápidamente y, cuando Kris se excusó para ir al servicio, se sorprendió al comprobar que habían transcurrido dos horas. Mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo. Su nariz seguía igual de grande, y los efectos del clima sobre su piel hubiesen hecho que su madre fuese corriendo al balneario más próximo. Su pelo corto tenía un aspecto sensiblemente parecido al de los espantapájaros. No obstante, Hank seguía dispensándole un trato igual de cálido. Era un hombre que no quería estar con ella por su dinero, si podía fiarse de lo que le dijo la tía Tru sobre su estado financiero. Pero de lo que la tía Tru estaba segura era de que él, o al menos su familia, la querían muerta.
Kris tiró el papel usado a la basura, echó un vistazo a las lociones, colonias y otros productos personales a disposición de los clientes al lado del lavabo, hizo buen uso de ellos para cambiar su aspecto de «alférez» a «noche de fiesta» y regresó a la mesa. Hank estaba hablando a través del comunicador integrado en los gemelos de sus mangas.
—Descargad los tres siguientes cuanto antes —dijo antes de ponerse en pie para recibir a Kris—. Si te tomas el postre con calma, encontrarás unos regalos muy bonitos en el puerto.
—¿Qué sugieres? —Su maître trajo entonces un carrito lleno de chocolates, fruta y confituras que hacían la boca agua. A Kris le bastó olfatear aquellos manjares para comprobar que no eran de adorno, sino reales y suculentos postres. No podía esperar a hincarles el diente, como diría la mujer de Harvey—. Muchas gracias, puede dejarlo aquí. Vuelva en una hora a recoger las migas —dijo con una sonrisa.
—Ya ha oído a la señorita —dijo Hank, indicándole que se marchase con un gesto.
—No, no, no —dijo Kris—. Estoy lo bastante llena para el poco trabajo que he hecho esta tarde. ¿Tienen sorbetes?
—De mora, fresa o mezcla de cítricos —dijo el maître.
—El de cítricos —dijo Kris.
—Yo tomaré lo mismo —concluyó Hank, aunque contempló cómo se llevaban el carrito con ojos lastimeros.
—Que yo renuncie no quiere decir que un chico en edad de crecer como tú tenga que hacerlo —observó Kris.
—Disciplina. Mi padre suele afirmar: «Imponte una severa disciplina, porque nadie puede hacerlo por ti, ni lo hará» —citó Hank—. Sospecho que ya has descubierto que, a la hora de rebelarse contra padres exitosos, uno debe ser muy selecto. No todo lo que nos legan carece de sentido.
—Ah, sí —contestó Kris con sinceridad—, pero separar el grano de la paja es un reto que puede llevar toda una vida.
—¿Por eso estás en la Marina?
—¿Por eso estás tú en Olimpia?
—Estoy aquí para comprobar por mí mismo en qué necesitáis ayuda.
—Sí, pero ¿por qué has optado por venir aquí en primer lugar? Seguro que a tu padre no le hace ni pizca de gracia que te hayas desviado del proyecto —dijo Kris, reemplazando las generalidades en torno a las cuales había girado la conversación por un específico «¿qué haces aquí?» que hubiese hecho que la tía Tru estuviese orgullosa.
—Sí, pero ir directamente a ello le hubiese alegrado demasiado. No me gusta hacer exactamente aquello que él espera.
—Pero ¿por qué quieres hacer esto?
—Ah, eso sería confesar demasiado para ser la primera cita, ¿no te parece?
Quizá, pero claro, ella agradecería saber qué tramaba tras aquella sonrisa y aquellos ojos entrecerrados. Sin embargo, antes de que Kris pudiese formular más preguntas, su comunicador emitió una señal.
—Alférez Longknife —contestó.
—El almacén ha sufrido un ataque con cohetes.
El estómago de Kris se congeló en un instante y el excelente filete solicitó regresar a la boca.
—¿Ha habido bajas?
—No lo sabemos todavía —respondió Tom.
—Ahora mismo estoy allí —dijo Kris, poniéndose en pie y apartando a un lado al maître, que le llevaba el sorbete. Hank se puso en pie a la misma velocidad y se dispuso a rellenar el cheque con el que pagar la comida. Sus guardaespaldas aseguraron que el camino hasta el coche estaba despejado, incluso mientras Hank firmaba una cuenta que hizo tragar saliva a Kris. Fuera apenas llovía, pero la calle estaba desierta, tampoco había nadie en los tejados ni asomando por la ventana.
Los habitantes de Olimpia habían aprendido a esconderse tras escuchar explosiones a plena luz del día.
Cinco minutos después, Kris se encontraba en el almacén del complejo. En la sección sur de la torre de vigilancia había un enorme boquete. De la zona de su propia oficina manaba humo.
—Voy a tener que dejarte aquí —dijo Hank—. Solo puedo desobedecer las órdenes de mi padre hasta cierto punto antes de que estos dos me inmovilicen.
—Entiendo a lo que te refieres. No tenías modo de saber el avispero que se ha despertado durante la cita.
—No te olvides de los próximos tres desembarcos. Quería estar aquí cuando aparecieran. Contienen los camiones y esos barcos de los que te hablé.
—¿Querías ver mi cara de sorpresa y de paso robarme un beso?
—Lo cierto es que lo había contemplado.
Ella le dio un rápido beso en la mejilla.
—Ahora ya sabes qué es tener una hermana. Tengo que ponerme en marcha. Hasta la próxima.
Él rio, quizá un poco sorprendido por el beso.
—Sí, definitivamente habrá una próxima vez. —Y entonces se marchó.
Kris no miró atrás; era el momento de reincorporarse a la Marina. ¿Dónde estaban las bajas? ¿Dónde estaban los atacantes? ¿Hasta qué punto era seguro aquel lugar? Activó el comunicador.
—Alférez Longknife al complejo del almacén. ¿Ha habido bajas?
—Hemos rescatado a los tres heridos del almacén número 2.
Era donde se encontraba la oficina de Kris.
—Estamos todos. Hemos tenido suerte. No ha habido muertos —informó Tom.
Le alegró oír aquellas noticias. Kris avanzó a paso ligero para reunirse con los heridos. Ester Saddik estaba vendando el brazo de un civil. Spens, el contable de Kris, estaba tumbado, con el uniforme hecho trizas y ensangrentado. Un médico lo examinaba.
—¡Au! —protestó Spens cuando le levantaron una sección de la camisa cubierta de sangre.
—No será para tanto si todavía puedes quejarte —bromeó el médico.
—Sí que lo es. Maldita sea, ¿por qué mi padre nunca tenía días así en la oficina?
—Quizá porque tu padre nunca cabreó a los malos como lo hicimos nosotros ayer —aventuró Kris.
—Qué va, mi padre no hacía más que mezclarse con los malos, pero con los respetables, no como los que se enfrentaron ayer a nosotros… pero igual de peligrosos. Alférez, me alegro de volver a verla.
—Siento haberme perdido la diversión —dijo Kris, recriminándose haber invertido dos horas en comer.
—No, señora. Me alegro de que no estuviese. Si le parece que tengo mal aspecto, debería echar un vistazo a su escritorio: le alcanzó un cohete. Ahora que no tiene oficina, va a tener que dar vueltas por aquí.
—Empezaré ahora mismo —dijo Kris—. ¿Se va a poner bien? —le preguntó Kris al médico.
—Sí, si no me obliga a cortarle la garganta para que se calle —respondió.
—¿Y si te entretengo con algunos de mis chistes de contabilidad? —sugirió Spens.
—¿Dónde está el escalpelo cuando lo necesito?
Después de comprobar que las cosas estaban, dentro de lo posible, bajo control, Kris se dirigió a su oficina. Ester se unió a ella.
—No sabía que nuestros enemigos tuviesen cohetes —dijo Kris.
—El arsenal del Gobierno contenía algunos; no se consideraban propiedad personal.
—¿Y qué hay de ese arsenal?
—Ardió un mes después de que empezasen las lluvias.
—Deja que adivine: no hubo explosiones.
La mujer asintió.
—El fuego fue sorprendentemente escaso, teniendo en cuenta el contenido del edificio.
—¿Alguien había utilizado cohetes desde entonces?
—No.
—Eso significa que hay muchos más ahí fuera.
—Eso imagino, pero ¿se ha fijado en este ataque? Solo dispararon dos cohetes. Alcanzaron su oficina y su torre de vigilancia. Ninguno impactó en los almacenes donde se guarda la comida o en el patio donde trabaja la gente.
—Disparos selectos y muy precisos —concluyó Kris.
—Eso creo.
En su oficina, Tom estaba supervisando cómo un improvisado equipo de bomberos apagaba el fuego provocado por el cohete. Como dijo Spens, no quedaba nada de su escritorio; sin embargo, Kris había conseguido una ventana nueva. Si se hubiese encontrado allí, no hubiese quedado nada de ella. Bueno, tía Tru, si no he estado aquí ha sido gracias a Hank Peterwald. ¿Te demuestra algo eso?
A Kris, desde luego, sí.
—¿Ha habido problemas en el complejo principal? —le preguntó a Tom.
—Ni el más mínimo. El comandante Owing sigue durmiendo la mona después de su almuerzo de cinco martinis. —Kris observó al equipo de la manguera, formado por más locales que miembros de la Marina. Jeb se separó del grupo.
—La mayoría de nosotros somos voluntarios del departamento de bomberos —le explicó—. Sabemos lo que hacemos.
—¿Y sabéis quién lo hizo?
—Sabe tanto como yo, señora.
—Bueno, gracias por contribuir. —Kris se volvió hacia Ester—. Si cualquiera de los trabajadores del almacén creéis que se ha vuelto demasiado peligroso, veré lo que puedo hacer para que trabajéis desde otra parte.
Ester se dirigió al bombero.
—Jeb, ¿qué os parece?
—Preguntaré, pero creo que si quisiesen irse ya lo habrían hecho. La mayoría de nosotros estamos contentos con lo que hizo ayer. —Echó un vistazo al fuego—. Obviamente, no todos.
—Podrían haberme matado —observó Kris.
—Lo sé, señora. Y si descubro quiénes, le daré sus nombres. Pero de momento no sé nada, así que nada puedo hacer.
—Con lo que hace de momento es suficiente —dijo Kris—. Espero un envío para esta tarde. Contendrá camiones y maquinaria pesada. ¿Conoce a conductores de fiar?
—Mandaré a uno de los muchachos al pueblo a por un par —contestó Jeb.
De modo que Kris pasó el resto del día como si el hecho de que su lugar de trabajo hubiese saltado en pedazos mientras ella almorzaba fuese pura rutina.
Tal y como había prometido, las dos naves de transporte de Peterwald depositaron treinta camiones en el patio de Kris. Una tercera le proporcionó una grúa y media docena de cajas cuyas instrucciones prometían que se abrirían hasta adquirir una serie de formas capaces de sortear el agua. Kris agradeció la ayuda a Hank con una llamada. Él parecía pletórico por su alegría, pero no se ofreció a aterrizar para compartirla en persona. Su nave había sufrido un cambio de horario; su padre estaba poniendo fin al viaje de Hank. Había algún problema con el proyecto.
Esa misma tarde, el coronel Hancock silbó sorprendido al descender de su camión, poco después de que el convoy de suministros cruzase la puerta del almacén.
—Mujer, insiste en quedarse con toda la diversión, ¿verdad?
—Siento este desastre, señor.
—¿Bajas?
—Tres heridos. Uno de ellos de la Marina: mi contable, Spens. Mi oficina ha quedado hecha añicos. Los sacos de arena de la torre parecen haber minimizado los daños. Un ingeniero local jura que no hay daños estructurales.
—Bueno. ¿Va a apostar guardias esta noche?
—Sí, señor. Vigilaré junto a un par de marines.
—Serán los marines los que vigilen, no usted.
—Señor.
—No me venga con «señor», jovencita. Puede que lo haya olvidado, pero yo no. Es una Longknife y no me apetece tener que rendir cuentas al primer ministro, su padre, después de que la maten.
—No van a matarme, señor.
—Pero si ocurre, habrá sucedido en mi turno. Y, por si no lo ha notado, en la Marina, si ocurren cosas en tu turno, la responsabilidad recae sobre ti. Lo sé de primera mano, alférez. Bueno, ¿qué tal le ha ido con ese tal como se llame?
—El señor Peterwald ha sido muy generoso entregándonos treinta camiones y seis barcos convertibles en puentes. También me invitó a un almuerzo de dos horas fuera de la base, que explica que no me encontrase en mi puesto cuando saltó en pedazos.
—Demos gracias a los dioses por estos milagritos. Así que él y usted se fueron por ahí.
—Mejor que haberme quedado con los lugareños, por lo que parece.
—Alférez, no tardará en descubrir que raro es el día en el que todo el mundo está contento. Si llega a disfrutar de algún día así, aprovéchelo.
Kris rio.
—Si algún día tengo esa suerte, tendré su consejo en cuenta.
El coronel Hancock se quedó con ella mientras inspeccionaba los convoyes. También echó un vistazo a los camiones nuevos. Los mecánicos locales ya los habían analizado y habían concluido que se encontraban en buen estado. Kris dobló el número de trabajadores durante el turno de guardia para que todos los camiones disponibles estuviesen cargados con los suministros del día siguiente. El coronel respondió ceñudo al reparar en la nueva flota de vehículos.
—Odio admitir que me avergüenzan los medios de los que dispongo. Hasta que lleguen los norteños, voy a tener más camiones que tropas para conducirlos.
—Los norteños llegarán mañana, ¿no es así? Ya tengo contratados cuatro autobuses —dijo Kris.
—Me han informado antes de marchar esta mañana de que su transporte ha perdido dos motores. Andan arrastrándose por el último sistema de camino a aquí a media potencia. Hazte a la idea de que llegarán con dos o tres días de retraso.
—Así que tendremos comida y transporte pero nadie para trasladarlos adonde hacen falta. —A Kris no le gustaba nada aquella idea. Había muchos niños hambrientos ahí fuera.
—Alférez, ¿qué hay de esa ONG que estás financiando?
—No dije que la estuviese financiando, señor.
—No, se ocupó de ocultar ese pequeño detalle cuando estaba explicándole los pormenores a un oficial superior. ¿No se le había ocurrido que puedo hacer una búsqueda por ordenador con la misma facilidad que usted?
—No, señor, quiero decir, sí señor. Quiero decir… ya sabe a lo que me refiero.
—Seguramente. En el pasado yo también fui un teniente segundo moderadamente insubordinado. Por fortuna, me libré de los cargos por amotinamiento como espero que lo haga usted. Entonces, ¿podría conseguirme a una docena de civiles que mantengan a los tiradores de la ONG a raya y sigan todas las órdenes que reciban de gente como Owing y Pearson?
—Ester y Jeb son bastante cabales. He conocido a un sacerdote, un predicador y un par de vendedores que creo que se han ganado el respeto de los locales y podrían llevarse bien con miembros decentes de la Marina.
—No he hablado de miembros decentes, he hablado de Owing y Pearson.
—Puede que Ester y Jeb puedan estar asignados a su cargo.
—Entonces tendrá la base a su disposición mañana y yo lo tendré todo listo en la carretera.
Una rápida conversación con Ester proporcionó a Kris una lista de personas con las que podía dirigir a un puñado de tiradores, siempre bajo la supervisión de un coordinador de la Marina. Jeb no podía participar; era cuáquero y su fe le impedía llevar un arma. Kris no estaba dispuesta a obligarle a portar una. En vez de eso, se ofreció voluntario para trabajar en el almacén durante toda la noche para cargar los camiones. Con el trabajo diario cumplido, Kris regresó a la base, acompañada por Ester y dos mujeres armadas.
—Puedo cuidarme sola —le dijo Kris a la mujer.
—Lo sé. Pero me apetece dar un paseo.
—Ester, no ha dejado de llover en todo el día.
—Así es. Puede que me esté acostumbrando. —Después de varios comentarios más por parte de Kris, esquivados con humor o replicados con comentarios absurdos por parte de Ester, las mujeres la dejaron en la puerta de la base. Kris llegó a tiempo para el último rancho, que gracias a Courtney era tan sabroso como reciente. El coronel apareció para tomar una taza de café mientras ella se sentaba a la mesa. Se colocó a su lado.
—Hemos trasladado su estancia.
—Señor, ¿no cree que eso es llevar las cosas demasiado lejos?
—Culpe a su amigo Lien. Quería alojar a los norteños en un bloque para que sus oficiales los mantuviesen alejados de los problemas. Ha hecho que Millie le acondicione un alojamiento nuevo.
—Pensaba que los norteños se iban a retrasar.
—Y así es, pero ese alférez novato no atendía a razones. —O se negaba a escuchar a cierto coronel.
—Entonces, ¿ya han vaciado mi viejo dormitorio?
—Y todos los que estaban a su alrededor. Quería asegurarse de que los de la limpieza supiesen que se trasladaba, pero no adonde.
Kris no iba a discutir la decisión si así impedía que alguien se viese alcanzado por un cohete dirigido a ella. Cuando llegó, Tommy la esperaba en el mostrador de recepción.
—El coronel me ha dicho lo que has hecho. Gracias.
—Yo no he hecho nada —mintió Tom mientras en su rostro pecoso se formaba una sonrisa—. Aquí tienes la llave. Estás en la segunda planta. Lo bastante lejos como para no ser un objetivo fácil y lo bastante bajo como para que no puedan escapar si intentan algo.
Así que, pese a cómo se encontraba, Kris durmió plácidamente.