Capítulo 11

11

Lo primero que hizo Kris a la mañana siguiente fue comprobar cómo iban las cosas en el almacén; Jeb y una docena de miembros de su equipo se habían pasado buena parte de la noche trabajando. Esperaban completar el inventario al mediodía, así que Kris los dejó continuar.

Tommy llegó al cabo de unos minutos. Millie había aparecido en la puerta principal de los barracones aquella misma mañana, acompañada por un pequeño ejército de antiguos empleados del hotel.

—Podemos ocuparnos de las cosas por aquí, buen señor, si es tan amable de dejarnos pasar para que así podamos tenerlo todo como los chorros del oro para la cena. Ahora, buen señor, por favor, piérdase.

Tommy tenía varias ideas sobre cómo poner en marcha el equipo defectuoso, de modo que Kris dejó al «buen señor» solo, concentrado en lo que ella quería que hiciese.

Ester regresó al edificio donde repartía la comida, un lugar ordenado que, si bien agradecería una mano de pintura en el exterior, era de lo más hogareño en el interior. La mujer tenía la cabeza vendada, pero eso no hizo que trabajase más despacio. Nelly había descubierto un banco local con rollos de dólares de Bastión en su cámara. Kris dejó cuatro rollos, cien dólares en total, sobre la mesa que se extendía ante Ester.

—¿Cuánto tardarás en poner a guardias armados en cada cocina?

—Ya están aquí —contestó Ester. Tras la mesa, dos jóvenes mujeres sonrieron y sacaron sendos fusiles de debajo de la mesa—. Son mis hijas —explicó Ester—. Sus maridos están fuera.

—¿Y las otras cocinas?

—Hoy todas disponen de guardias. Ningún hombre quiere que su mujer pase por esto —comentó al señalarse la cabeza.

Kris señaló los rollos de dólares.

—Asegúrate de que todo el mundo cobre. Y, Ester, si alguno de tus guardias hiciese algo que avergonzase al coronel, me estarían buscando un problema. ¿Podrías asegurarte de que comprendan que, mientras cobren de nuestros dólares y coman nuestra comida, deben…?

—Comportarse como es debido, claro —concluyó Ester con una sonrisa—. Sí, les haré saber que la abuela Ester no espera más que lo mejor de sus hombres.

Aquella no era exactamente la forma en la que Kris solía expresarse en un acto de servicio, y desde luego no era el modo en el que un coronel de la Marina hubiese expresado sus expectativas de disciplina en las filas. Sin embargo, todo marchaba lo mejor posible en aquella improvisada organización. Kris regresó a la base.

Por algún motivo, había corrido el rumor de que Tom necesitaba operarios y componentes mecánicos; la valla del almacén ya estaba rodeada de hombres y mujeres en marcha, buscando trabajo. Tommy identificó un gran edificio próximo al almacén (podía incluirse en el perímetro de la valla) para que hiciese las veces de taller de reparación. Uno de los recién contratados era el dueño de una empresa de camiones, que había quebrado, ubicada a medio camino del pueblo. Estaba deseando vender su inventario por diez céntimos de dólar. A Kris le incomodaba la idea hasta que el hombre admitió lo poco que iba a pagarle el banco por el embargo. Si Kris le pagaba, podría librarse de su deuda y encontrarse en posición de comprar el equipo de nuevo cuando la Marina se marchase.

Bajo aquellas condiciones, la fundación para granjeros desplazados no tuvo el menor problema en firmar un cheque y trasladar el equipo al interior de la valla.

Si bien el acuerdo se cerró en lo que dura un apretón de manos, el papeleo hizo que Kris tuviese que coordinar las secciones de suministro, finanzas y administración. Kris no tardó en descubrir por qué las dos primeras no querían tener nada que ver con la tercera. No le importaba que los suboficiales de las dos secciones, que normalmente hubiesen tenido que informar a la administración, se ocupasen de firmar todo el papeleo necesario. Pero conseguir el apoyo de Pearson se convirtió en una tarea hercúlea.

—¿Para qué necesita todo esto? —preguntó la teniente, escéptica.

—Si está roto, tenemos que arreglarlo. —Kris tendría que dirigirse después al coronel para que diese la respuesta por válida. Pese a ello, la jefa de administración le devolvió el papeleo a Kris en cinco ocasiones para que llevase a cabo correcciones sin importancia. Y cinco veces lo reenvió Kris.

—¿Por qué aguantas todo esto? —preguntó Tommy.

—No lo haría si ya tuviésemos camiones funcionando, pero los que deberían estar en marcha ni siquiera arrancan.

Kris suspiró y decidió seguirle el juego a la teniente. Cuando la docena de camiones llegó finalmente, Kris se alegró de todo el trabajo que había llevado a cabo. Eran camiones donados, y los más nuevos habían recorrido ya ciento sesenta mil kilómetros. Los mecánicos les echaron un vistazo, negaron con la cabeza, se pusieron manos a la obra y empezaron a repararlos, utilizando todos los componentes y herramientas que Kris había puesto a su disposición.

Kris no permitió que Pearson y sus subalternos consumiesen todo su tiempo. Por la mañana se ocupaba de todas las tareas de la Marina. Por la tarde, dedicaba la mayor parte del tiempo a la fundación Ruth Edris. Si no conseguía poner en marcha un camión de suministros, distribuía la comida a pie y así comprobaba cómo iba todo. Se acabaron los robos y las palizas. La lluvia seguía cayendo a mares mientras Kris recorría las anegadas calles de Puerto Atenas; la gente continuaba guareciéndose de ella mientras saltaba de charco en charco, pero parecía menos abatida.

Condujese o caminase, siempre recibía el atardecer calada hasta los huesos, desde el sombrero a las empapadas suelas de sus botas. Lo único que facilitaba la vida a Kris eran los controles de humedad de los barracones y, cuando Millie informaba de que toda su unidad estaba lista para dar por terminada la jornada, Kris pagaba un dinero extra para contratar al único hombre del planeta capaz de mantener aquel destartalado sistema. Pasar una noche seca y tibia valía su peso en oro.

Pearson seguía desarrollando su política cuando los mecánicos se quitaron la grasa de las manos y declararon que seis de los camiones estaban totalmente listos para recorrer las carreteras. Kris no quería esperar más a las instrucciones; había hambre en las granjas. Reunió a las personas con las que había contactado para la tarea y lanzó la pregunta:

—¿Por dónde empezamos?

—Creo que en el sur es donde peor lo están pasando —aconsejó un comercial de artículos de granja—. Al norte, la tierra está llena de colinas y barrancos. Los barrancos absorben buena parte del agua. Pero el sur es llano. El agua no tiene adonde ir. Se está convirtiendo en un cenagal.

Al otro lado de la mesa, un sacerdote y un religioso negaron con la cabeza.

—Eso es lo que nosotros hemos oído también —dijo el sacerdote—. Pero, joven, en el sur es donde más actividad de bandas hay. La zona está llena de pistoleros. Y, por culpa de los pantanos, no hay quien pueda seguirles el rastro.

—Tenemos equipo para ello, padre —contestó Kris.

—Lo sé, pero no lo he visto por aquí —replicó el colorado sacerdote—. ¿Me da esa impresión, o están racaneando en esta misión?

—¡Padre! —Ester Saddik le dio una manotada en la muñeca—. Mi madre me enseñó a dar las gracias cuando alguien te ofrece una mano, en vez de ponerse quisquilloso.

—Lo siento.

—No se preocupe, padre —dijo Kris—. Mañana me llevaré media docena de camiones al sur. Regresaremos en un día. Gracias por la ayuda.

—¿Quieres que envíe a hombres armados contigo? —propuso Ester.

Kris había estado pensando en ello. No le gustaba la idea de llevar a civiles armados con la Marina. Además, ¿testigos? Mejor no.

—Este es un asunto de la Marina, señora. Lo haremos a nuestra manera.

Los camiones eran grandes remolques de ocho ruedas, supuestamente de óptima calidad para garantizar buena tracción y maniobrabilidad. Pero a Kris le bastaba con que girasen. Cada cabina tenía asientos para el conductor y el copiloto y un gran asiento trasero.

Se acabaron los días en los que las tropas viajaban en la parte trasera del camión, donde no había cinturones de seguridad. Kris asignó a tres artilleros al asiento trasero de cada uno de los camiones. Eso dejaba espacio para un conductor y un oficial en la sección frontal. Kris se ocuparía del primer camión. Hubiera querido asignar el último a Tommy, pero él le pidió que condujese ella; quizá después de todo fuese una buena idea contar con dos oficiales en los asientos de delante. Incluyendo a su pareja de suboficiales de tercera, solo pudo designar a un supervisor en tres de los seis camiones. Su contable insistió en conducir uno de los grandes vehículos.

—O salgo de la oficina o los auditores van a encontrar algunas cosas muy extrañas —había sido su amenaza, y Kris la transigió.

Por desgracia, cuando uno cede ante una amenaza, no tardan en llegar las siguientes.

—Como no conduzca un camión, vas a encontrarte quemadas las tostadas —dijo Courtney con una sonrisa. Así que consiguió un día libre, lejos del comedor.

El sexto camión estaba tripulado exclusivamente por marines.

Una vez el convoy se puso en marcha, Kris se encontró con mucho tiempo en sus manos y un rompecabezas que no terminaba de resolver. Se suponía que allí todo el mundo estaba armado hasta los dientes; al menos los ciudadanos lo estaban. Entonces, ¿cómo era posible que las granjas estuviesen desconectadas de la red, mientras se extendían los rumores de que habían sido saqueadas? Las fotografías orbitales revelaban que la mayoría de ellas se encontraba en mitad de extensos campos, vías despejadas desde las que cualquier tirador podría disparar. Todo aquel que intentase robar una granja acabaría muerto con solo acercarse a quinientos metros de distancia. Quizá alguien pudiese saquear una o dos, pero a Kris le habían sugerido que se detuviese en cinco. ¡En cinco! Algo iba mal.

Eso mismo pensaban, desde luego, los tres reclutas que viajaban en el asiento trasero, aunque no con respecto a lo que preocupaba a Kris.

—No me alisté en la Marina para ser el chico de los recados —dijo uno de ellos, sin importarle que Kris lo escuchase.

—Joder —protestó otro, dándole la razón—, si quisiese encargarme del reparto, me hubiese quedado en casa, trabajando para la tienda de mi padre. Al menos allí, después de haber cumplido las ocho horas, tienes el resto del día libre. Sin ofender, señora. No es culpa suya que tengamos que montar guardia una vez a la semana.

—No me ofendo —lo tranquilizó Kris, a sabiendas de que todas las tropas conocían bien el motivo de las guardias nocturnas.

—Tampoco ganaríais mucho teniendo tiempo libre —intervino la tercera recluta, una mujer—. No hay lugar al que acudir, y si sales, no hace más que llover, y llover, y llover. Te unes a la Marina para caer en el barro.

El primero estaba listo para intervenir de nuevo.

—Yo me alisté para ser artillero. Obtuve la puntuación más alta de Sauceria en el simulador. Nadie se carga a esos bichos de ojos saltones como yo.

—No hemos vuelto a dar con alienígenas —observó Kris—. Llevar comida a gente hambrienta es un poco más importante que prepararse para amenazas a las que aún no nos hemos enfrentado.

—Sí, lo sé. Usted es una oficial, señora, y tiene que pensar como tal. Pero a mí, deme un láser de cuatro pulgadas y un escuadrón enemigo aproximándose, y verá lo que puedo hacer. Todo esto solo sirve para que los buenos samaritanos de la Tierra se tumben en sus sofás y sientan que han hecho algo bueno al pagar sus impuestos. Deberían salir de casa y venir a jugar aquí, al barro.

Kris no le dijo que Bastión también tenía buenos samaritanos, y que por eso se había unido a la Marina.

La primera granja de su lista era grande: allí estaban sus dueños, sus hijos y esposas, sus nietos (algunos ya aproximándose a la edad de casarse), en una docena de casas. Varias familias procedentes de pequeñas granjas también se habían refugiado allí. Antes de desconectarse de la red, habían informado de la presencia de bandidos a caballo y camiones rondando la zona. Kris negó con la cabeza; deberían haber establecido una vigilancia continua. No deberían haberse desconectado de la red.

Mientras se aproximaba a la granja, Kris comparó el mapa de su lector con la realidad. La embarrada carretera era lo bastante ancha para que pasasen por ella dos camiones, pero necesitaba que la reparasen; el vehículo de Tom resbaló y patinó de lado a lado, buscando los socavones menos profundos. Los campos que se extendían a ambos lados de la carretera estaban llenos de fango a causa de una cosecha que jamás crecería y de una lluvia que jamás terminaba. Podía contemplar aquellos campos anegados en toda su extensión, hasta llegar a un arroyo que se había desbordado, engullendo los árboles que lo rodeaban e inundando cientos de metros a la redonda. Un tractor abandonado estaba prácticamente hundido en el agua. Aquel barrizal hubiese reorientado cualquier ataque; los asaltantes no habrían tenido otro remedio que atacar desde la carretera. Deberían haber sido abatidos.

¿En qué lío se estaban metiendo Kris y su pequeño convoy?

—Preparad las armas —ordenó Kris cuando atisbaron la granja. Aquello alegró el día de unos cuantos reclutas. Tom dejó su fusil en la funda que colgaba de la puerta.

—No puedo sujetarlo y conducir.

Había sido una granja próspera antes de la aparición del volcán, como atestiguaban los tres grandes graneros. Un gran caserón se erguía orgulloso ante un patio central. Otras casas y edificios conferían a la granja la apariencia de un pequeño pueblo. No había nadie a la vista.

Kris ordenó detenerse a los otros camiones e indicó a sus ocupantes que fuesen a echar un vistazo, explicándoles lo que entendía por «echar un vistazo», con los fusiles listos mientras Tom se adentraba lentamente en el lugar. Le pareció ver movimiento tras una ventana. Quizá fuese el cañón de un arma lo que asomaba tras una puerta. Con una mueca de preocupación, Kris ordenó a Tom que se detuviese en la puerta, se bajó del vehículo e indicó al resto el camino hacia el interior.

Después de activar su megáfono, Kris anunció:

—Aquí la alférez Longknife, de la Marina de la Sociedad. —Se encontraba a cien metros del edificio más próximo. Su voz resonaba a través del altavoz del camión—. Traigo comida en los remolques. Perdimos el contacto con ustedes hace varios meses. ¿Necesitan ayuda?

Se abrió la puerta de un granero; tres hombres la cruzaron y se dirigieron caminando hacia Kris. En el caserón, varias mujeres aparecieron en el porche, con dos bebés en brazos. Ellas también se dirigieron hacia el centro de la granja. Kris las imitó.

Se encontraron justo en el centro. Un hombre alto y calvo extendió la mano a Kris.

—Soy Jason McDowell. Mi padre construyó esta granja. —Hizo una señal con la mano a la mujer delgada y canosa que dirigía al resto—. Y esta es mi mujer, Latishia.

Kris estrechó sus manos.

—Tengo paquetes de comida. Tenía pensado dejar lo suficiente para un mes. ¿Cuántas personas viven aquí? —El hombre sacudió la cabeza, apesadumbrado.

—Alrededor de cien, pero la comida para un mes es demasiado. Vendrán y se la llevarán —dijo con amargura.

—Podrías esconder una parte, Jason —susurró su mujer.

—Nos harían confesar. Alguien se iría de la lengua. Nos obligarían.

La mujer apartó la mirada pero asintió con resignación.

—Supongo que podríamos venir aquí una vez a la semana —ofreció Kris, aunque no le gustase nada la idea de trabajar tanto. Surgió más gente de los graneros, de las casas y de los edificios anexos; su número no dejaba de aumentar. Kris esperaba ver armas, pero no dio con ninguna—. Antes de entregar la comida, necesito que todo el mundo me enseñe una identificación para certificar la entrega.

—No tenemos. Se las llevaron. —Jason dejó caer las palabras como gotas de metal fundido.

—¿Significa eso que no puede ayudarnos? —inquirió Latishia, apretando su delantal con las manos. Las dos silenciosas mujeres que iban tras ella abrazaron a los niños.

—No hemos conducido hasta aquí para decir a personas hambrientas que no podemos darles de comer por un problema burocrático —dijo Kris. A la mierda las políticas de la teniente Pearson. Encendió su micrófono—. Tommy, trae los camiones.

No obstante, que hubiesen perdido las identificaciones no era ninguna tontería. Durante los últimos meses, aquellas personas podrían haber perdido sus ahorros o ver reemplazadas sus identidades en la red interplanetaria. Podría haberles pasado cualquier cosa mientras estaban desconectados de la red y no podrían haber dicho ni una palabra en su defensa. Aquello no parecía fruto de un grupo local de aficionados.

—Si no tienen modo de identificarse, necesitaré sacar una foto a todo el mundo —anunció Kris antes de ordenar a Tom que trajese una cámara.

—Hermano, si tienen un comunicador, podría comprobar cómo están nuestras cuentas bancarias —dijo uno de los hombres que acompañaban a Jason.

—Ocúpate de eso, Jerry.

—Tom, asegúrate de que este hombre pueda conectarse a la red. —Tom recibió aquella ristra de órdenes con una sonrisa.

—Ahora mismo, señora.

—¿Puede traer a todo el mundo hasta aquí? —preguntó Kris.

—Mi madre no puede salir de la cama —dijo Jason—. Supongo que podríamos traerla aquí abajo, pero…

—Yo iré a verla. Solo intento que los burócratas no se me echen encima cuando todo esto haya terminado.

—Lo comprendo. Estamos en el negocio de… —Jason se detuvo, miró alrededor y agachó la cabeza, contemplando aquel patio embarrado—. Estábamos.

—Y volveremos a estarlo —dijo su mujer, ofreciéndole una mano que él rechazó. Como oficial al mando, Kris no debía remover aquel asunto. Sin embargo, Judith nunca hubiese permitido que Kris terminase la terapia dejando de lado un problema como el que afectaba a aquellos dos, y Kris le debía la vida a Judith. Una vez en el porche de la casa, Kris se quitó el poncho antes de dirigirse a las escaleras que conducían al tercer piso. La casa estaba hecha de madera, bien pulida por el trabajo y el uso.

En un dormitorio repleto de los trabajos resultantes de años de costura, sobre una enorme cama, yacía una mujer. Gemía de dolor. Con tres rápidos pasos, Kris alcanzó la cama hasta arrodillarse a su lado, retirando las sábanas que cubrían a la anciana. Su acalorada piel lucía los tonos azules y amarillos que siguen, semanas después, a una paliza.

—Tengo un médico en el convoy. ¿Quiere que le eche un vistazo a su madre?

—Hemos hecho todo lo que hemos podido por ella —dijo el hombre, volviendo su mirada hacia la mujer.

—¿Tiene analgésicos? Se llevaron los nuestros —lamentó la mujer.

—Tom, avisa a la doctora. Que esté localizable por el comunicador.

—Sí, señora.

Kris volvió la cabeza hacia la pareja, permaneciendo de rodillas.

—¿Van a decirme lo que ha ocurrido aquí? Todo el mundo me dijo que me anduviese con cuidado en cuanto recibí órdenes de venir a Olimpia. Que todo el mundo iba armado. Nuestro coronel no quiere vernos rondando por la calle durante la noche. Dice que hay demasiadas armas. Pues bien, yo en esta granja no he visto ninguna. —Kris señaló un armero, en una pared cercana a la ventana… vacío—. ¿Dónde están sus armas?

—Desaparecieron —dijo el hombre—. Desaparecieron, y ya está. Déjelo así, alférez.

—Mi marido se dirigió a los campos… —empezó la mujer.

El hombre se volvió hacia su esposa, rogándole silencio con la mirada. Ella lo observó, segura y sin pestañear. Como ella no apartaba la mirada, él se retiró a la esquina más alejada de la estancia.

—Una granja no es algo que defender solo cuando te apetece, no si eres como Jason y su familia. Su padre la construyó desde la nada. Aquí, cuando llegó hace cincuenta años, no había más que pantanos. Los secaron. Hay que comprobar las bombas, especialmente ahora. Están cerca de los pantanos.

—Éramos cinco —intervino Jason sin apartar la mirada del suelo—. Todos estábamos armados. Lo sabíamos. —No consiguió encontrar las palabras—. Pensábamos que los veríamos venir. —Jason miró a Kris—. Somos buenos tiradores. Padre nos hacía practicar cada semana, y por aquí hay criaturas a las que llamamos búfalos de pantano que pueden convertir las cosechas en un barrizal. Se nos da bien cazarlos.

»Surgieron de una zanja. Debían de haber estado respirando a través de juncos huecos o algo así. Se nos echaron encima antes de que supiésemos que estaban tan cerca. Si hubiésemos ido a por nuestras armas, nos hubiesen masacrado. —El hombre miró a su mujer. Se le cortó la voz—. Cielo, ojalá hubiésemos podido defendernos.

Entonces fue la mujer la que se aproximó a su marido, ofreciéndole un hombro sobre el que llorar. Kris no estaba acostumbrada a ver a hombres llorar. En la cama, la anciana se esforzaba por encontrar una postura cómoda entre gemidos. Kris se puso en pie y apoyó la mano en la empuñadura de la pistola. Se había alistado en la Marina para ocuparse de situaciones como aquella. Y los malos le llevaban ventaja. No le gustaba cómo iba el resultado.

Mientras el hombre sollozaba, la mujer continuó con la historia con un tono bajo cargado de indignación, pero suave al mismo tiempo.

—Los camiones se detuvieron a unos cuatrocientos metros y doce hombres se bajaron de ellos. Los teníamos a todos en el punto de mira. Entonces alguien gritó: «Mujer, estoy apuntando a tu marido con una pistola en la cabeza. Diles, tanto a los hombres como a las mujeres, que tiren las armas y todo el mundo saldrá de esta con vida. Como alguien dispare, él será el primero en morir».

—Te dije que disparases. —La voz del hombre rogaba comprensión y perdón—. Te grité, te grité que disparases.

Kris se preguntó qué hubiese hecho ella en el lugar de la mujer y del marido.

—En los camiones aparecieron todavía más hombres —continuó la mujer— que se echaron a tierra en cuanto bajaron. Debían de ser entre treinta y cuarenta tiradores. Teníamos niños —gimió mientras miraba a Kris, rogando comprensión. Kris asintió, intentando proporcionarle a la mujer aquello que demandaba. Esta negó con la cabeza y prosiguió—: Algunos hombres estaban dispuestos a pelear y que Dios repartiese suerte. —Miró a Kris a los ojos—. Pero allí estaban nuestros hijos. Las mujeres votamos por deponer las armas. —Después miró hacia su marido—. Quizá si hubiésemos sabido lo que ocurriría después, hubiésemos peleado. Algunos de nosotros desearían haberlo hecho. La mayoría no.

Kris estuvo a punto de decirle a la mujer que no tenía por qué terminar su historia; ya conocía el final. Pero ya había llegado a aquel punto; el resto lo pronunció tartamudeando.

—Primero se llevaron nuestras armas, después nuestra comida, las identificaciones, todo lo que parecía importante o aquello que querían. Después hicieron que los hombres se atasen las manos unos a otros. Allí, en el barro, ante nuestros maridos y nuestros hijos, nos violaron. Parecía como si aquello fuese un aliciente para ellos. El padre de Jason, su marido… —dijo mientras señalaba con la cabeza a la anciana que yacía en la cama—, peleó; atado, pero peleó.

—¿Por qué yo no? ¿Por qué yo no? —gemía Jason.

—Porque te pedí que no lo hicieses. Porque si lo hubieses hecho, te hubiesen matado como lo mataron a él. Y lo más probable es que me hubiesen dado una paliza como la que le dieron a ella. —La mujer suspiró, dolida—. Estamos vivos. En la granja de Sullivan están todos muertos. Mataron a los niños como a cerdos porque intentaron defenderse. Estamos vivos, Jason. —Sujetó el rostro de su marido con las manos—. Estamos vivos. Sobrevivimos.

—Y colgaremos a esos cabrones —susurró Jason.

—Si podemos. Todo está en manos de Dios.

La doctora llegó finalmente; Kris dejó a la mujer en la habitación para que la ayudase y se dirigió escaleras abajo. Una vez fuera, se detuvo un momento; su misión consistía en repartir comida. Las reglas de compromiso solo le permitían disparar en respuesta al fuego enemigo.

—Venga, hijos de perra —susurró al plomizo aire—. En este convoy tengo treinta tiradores y ningún niño. Sabéis que estamos aquí. Sabéis que queréis lo que tenemos. Venid a por ello. Por favor. —Mientras Kris caminaba por el patio, el hombre a quien había encargado comprobar las finanzas del negocio regresó, negando con la cabeza.

—Han vendido la granja. Han vendido hasta la tierra que pisamos.

Kris lo interrumpió.

—Estoy grabando mis palabras para que consten en acta —informó a Nelly y al hombre.

—¿Puede hacer eso?

—Eso y más. —Kris narró rápidamente cómo había encontrado la granja, despojada de identificaciones y desconectada de la red—. Cualquier acción financiera llevada a cabo durante el período transcurrido desde la desconexión no es legal ni vinculante. Yo, Kristine Anne Longknife, así lo testifico ante cualquier tribunal —concluyó.

—Gracias —dijo el joven.

—Vamos a ver qué otras cosas puedo hacer —dijo Kris. Vio a Tom y gritó—: ¿Hemos terminado?

—Eso creo. Tengo fotos de todo el mundo. Hasta Pearson se daría por satisfecha.

—Bien. Vamos a recoger y a ponernos en marcha. Tenemos mucho trabajo que hacer.

—Sí, señora. —Tom se acercó a ella—. Kris, ¿algo va mal? Parece como si… bueno, como si quisieses ver muerto a alguien.

—¿Qué tiene eso de malo? —respondió Kris—. Estamos armados y ahí fuera hay tipos de los malos. Venga, todo el mundo en marcha. Tenemos que darnos prisa.

Las tropas empezaron a reunirse en los camiones. Parecía que no tenían la menor prisa por marcharse. Varios de ellos aún estaban sosteniendo a niños pequeños, ayudándolos a comer.

—¿Señora? —empezó uno de los guardias de Kris—. Es cuestión de tiempo que los saqueadores regresen. Se llevarán todo lo que les hemos dado. ¿Podríamos, al menos, llevarnos a los niños al pueblo? Han pasado el último mes muertos de hambre. Esa madre me ha dicho que los niños no tienen estómago para digerir la hierba que mantiene vivos a los adultos.

—Puede que la semana que viene. Ahora no —declinó Kris—. He dicho que os mováis, tropas. Así que en marcha de una vez —gritó. Los marines obedecieron.

Jason apareció en el caserón, la vio y empezó a correr lentamente hacia ella. Por famélico que estuviese, fue capaz de moverse hasta aferrarse a la puerta del camión de Kris.

—Escuche, esos tipos utilizan los pantanos como escondrijo. Si se alejan de los más intrincados, puede que consigan esquivarlos. —Kris abrió la ruta planeada en su panel de estrategia y la compartió con Jason. Él negó con la cabeza—. Entre cinco y ocho kilómetros carretera abajo darán con el pantano de la Vaca Muerta. Tendrán que dar un rodeo.

—No podemos. —Kris descubrió que estaba sonriendo mientras hablaba—. Los alrededores de la carretera están inundados. Es el único camino seco que queda. Así que por allí es por donde iremos.

—Os estarán esperando.

—Eso espero —dijo Kris, dejando que la sonrisa se extendiese, radiante, por su rostro. El bisabuelo Peligro estaría orgulloso.

—Solo quería avisarles de lo que van a encontrar —advirtió Jason.

Kris se volvió, echando un vistazo a la fila de camiones.

—Aquí no hay niños. Solo marines. Para esto nos pagan.

—Tenga cuidado, teniente, o alférez, o lo que sea. Pensé que podía ocuparme de cualquier amenaza. Y, por Dios, qué equivocado estaba…

—Puede que para la semana que viene, cuando regresemos, ya tenga fotos de usted y de su mujer. Así podrán hacerse identificaciones nuevas y no tendrán que esperar hasta que todo esto haya terminado para verlos colgados. —Maldita sea, esto empieza a gustarme.

—Por Dios, tenga cuidado.

—No me pagan para ello —sentenció Kris, asomando por la ventana y mirando hacia atrás. Todas sus tropas habían montado ya—. Tom, en marcha.

—Sí, señora.

Por el espejo retrovisor, Kris percibió que Jason se dirigía de grupo en grupo, diciendo algo. Algunas de las mujeres cayeron de rodillas en el barro, orando con las manos juntas.

—Rezad por los cabrones con los que nos vamos a encontrar, no por nosotros —susurró Kris sin apenas separar los labios.

—¿Te importaría decirme qué demonios está pasando aquí? —preguntó Tom sin dejar de mirar hacia delante, asiendo el volante con firmeza—. Soy tu segundo al mando y se supone que tengo que reemplazarte en caso de que te ocurra algo.

Kris encendió el micrófono.

—Tropas, ya habéis visto por qué estamos aquí. Esa gente se muere de hambre porque una banda de matones les robó lo que habían cosechado. Mataron a un anciano y pegaron una paliza a su mujer. Violaron a la mayoría de las mujeres que habéis visto.

—¿Que las violaron? —resonó desde el asiento trasero, como una descarga eléctrica. Parecía que no habían recibido toda la información. Bien, pues eso se había acabado.

—Hasta a las niñas —continuó Kris—. Algunos de vosotros estabais cansados de hacer las veces de repartidores. Quizá, a juzgar por lo que habéis hecho hasta ahora, penséis que os hubiese ido mejor quedándoos en casa y repartiendo pizzas. Bueno, pues me han dicho que la carretera que vamos a tomar se va a poner peligrosa en unos minutos. A esas alimañas les gusta robar y nuestros camiones son lo único que merece la pena robar en estas carreteras. Preparad las armas. Vamos a devolvérselas todas juntas.

Kris se volvió hacia Tom; mientras ella hablaba, él había situado la ruta en el panel del camión. Después, superpuso una imagen y señaló el pantano de la Vaca Muerta.

—¿Allí?

—Eso parece.

Tom estudió el mapa.

—Podríamos desviarnos a unos cinco kilómetros. Hay otra carretera en terreno elevado.

—A mí me parece que está inundada —lo interrumpió Kris—. Tenemos que repartir la comida. Si perdemos el tiempo dando rodeos, no conseguiremos llegar a la base por la noche.

—Podríamos acampar en una de esas granjas. Sus habitantes son amistosos. Se alegrarían de que pasásemos la noche con ellos.

—Tenemos más envíos para mañana. Tom, vamos a ir por esta carretera. Te sugiero que tengas el arma preparada. No te he visto disparar una sola vez.

—Demostré que sé disparar en la EAO. Tuve que hacerlo para poder graduarme.

—¿A qué disparaste?

—Al objetivo mínimo requerido —dijo Tom sin llegar a mirarla.

—Por el amor de Dios, Tom, eres un oficial de la Marina. Sabías que iba a ser parte de tu trabajo cuando lo aceptaste.

—Puede que ya te hayas dado cuenta, pero estoy conduciendo un camión para repartir comida a gente hambrienta. ¿No predicaba el cura de mi ciudad aquello de «no matarás» cada vez que había una trifulca en la ciudad y alguien se llevaba un navajazo? Me uní a la Marina para que me condonasen los préstamos con los que me financié la carrera, no para matar.

—¿Ni siquiera a hombres que violan, matan y les roban la comida a niños hambrientos? —preguntó Kris con rabia.

Tommy clavó su mirada en la tierra anegada que se extendía ante él.

—No era eso lo que tenía en mente.

—Pero es con lo que tendremos que lidiar. —Detrás de Kris, mientras Tom y ella hablaban, reinaba el silencio. ¿En qué estaban pensando los guardias? ¿Importaba? Tenían órdenes. La seguirían. ¿Por qué estaba perdiendo el tiempo discutiendo con Tom? Tenía cosas que hacer. Una vez más, encendió el micrófono—. Aquí Longknife. Bajad las ventanillas. No quiero que os salpiquen los cristales rotos. —Kris miró hacia arriba, examinando el parabrisas del camión. Vio un botón y lo pulsó. La ventana que tenía a su lado bajó hasta descansar sobre el capó mientras la lluvia empezaba a caer sobre ella. Ordenó al resto del convoy que hiciese lo mismo. Durante un buen rato avanzaron en silencio, tambaleándose de lado a lado mientras Tom intentaba esquivar los agujeros.

—Señora —dijo alguien en voz baja desde el asiento trasero.

—¿Sí? —Quien había formulado la pregunta no era el aspirante a héroe, cuyo rostro orientado hacia la ventana estaba blanco como una sábana. Era una mujer joven, sentada en el centro del asiento trasero.

—¿Tenemos permiso para disparar a esta gente?

—Ellos nos dispararán a nosotros. Así que sí, dispararemos.

—Mi madre y el predicador siempre decían que la muerte pertenece a Dios, a Dios y a los médicos. Por eso lo que hacen las bandas está mal. Pero ahora nos está diciendo que matar está bien. ¿Está segura, señora?

El padre de Kris era un político que hacía lo que fuera para ganar las siguientes elecciones. El bisabuelo Peligro había acudido en su ayuda como un caballero de brillante armadura cuando estaba tocando fondo, hasta el punto de llegar a pensar que no podría recuperarse. Le encantaba leer los libros de historia acerca de lo que había hecho durante la guerra. Él y el bisabuelo Ray. Incluso sus bisabuelas, Ruth y Rita, aparecían en aquellos libros, luchando por lo que era justo. Por supuesto que Kris había aprendido aquello de «no matarás», pero para ella no era ningún mandamiento que hubiera que cumplir de manera estricta. Cierto, Harvey acostumbraba a coger a las arañas y dejarlas fuera en vez de matarlas, para contentar a su mujer, pero había combatido codo con codo con el bisabuelo Ray en la batalla de la Brecha y estaba muy orgulloso de ello.

—Por lo que a mí respecta —comenzó Kris lentamente, buscando las palabras que imprimieran coraje en el alma de sus soldados—, hay un momento para construir y un momento para destruir. Un momento para vivir y un momento para morir. Yo digo que, si esos hombres nos disparan, será su momento de morir. O pueden tirar sus armas, poner las manos en alto y balancearse al final de una soga cuando hayamos terminado de juzgarlos.

Kris se volvió para estudiar a los tres jóvenes reclutas sentados tras ella: estaban blancos. Uno de los chicos se mordía el labio con fruición. La chica daba golpecitos nerviosos con los dedos a su arma, como si quisiese comprobar que era real. El aspirante a héroe miró a Kris y luego siguió observando a través de la ventana.

—Lo que hicieron esos hombres en la granja sobrepasa los límites de lo humano. Si nos disparan, los dispararemos como a los perros salvajes en los que se han convertido. Esas son vuestras órdenes. Y las ejecutaréis. Si me equivoco, será a mí a quien juzguen, no a vosotros.

—Pero seguirán muertos, independientemente de lo que diga el tribunal —dijo uno de ellos.

—Como pasó con el coronel —añadió la mujer.

La situación no estaba yendo como Kris había previsto. En los libros de historia no había soldados dubitativos. Pero claro, aquellos eran reclutas de la Marina recién salidos del campo de entrenamiento. Kris pensó que quizá debería ordenar a los marines que se aproximasen más al frente del convoy.

Quizá debería reconsiderar todo esto.

Kris se revolvió en su asiento. Mientras hablaba, los campos abiertos se habían convertido en árboles destrozados y maleza. Algunos árboles habían sido arrancados, con sus raíces cubiertas de tierra asomando por las tranquilas aguas. Kris observó el camino que se extendía ante ellos y el tramo que estaban dejando atrás. No había más que asfalto y agua. Una zanja se extendía a un lado de la carretera. ¿Cómo podría dar la vuelta a aquel convoy? No, no podía, por mucho que lo intentase. Se lamió los labios secos y descartó aquella opción. Para bien o para mal, seguirían adelante.

Kris se concentró en lo que tendría lugar en unos minutos. ¿Lo tenía todo preparado? ¿Había olvidado algo? Aquella era la pregunta que siempre rondaba en la cabeza de todo comandante. ¿Qué queda por hacer? Sintió un pánico creciente. ¿Qué había pasado por alto? No recordaba que se mencionase aquella ansiedad en los libros de historia.

Kris comprobó su arma y echó un vistazo a los árboles, que cada vez se aproximaban más a la carretera. Activó su micrófono una vez más.

—Tropa, estad atentos a los árboles por si nuestros objetivos se esconden tras ellos. Vuestros fusiles tienen calculadores de alcance que determinan automáticamente la potencia de los dardos que disparan, pero será demasiado baja por defecto, así que fijadla al máximo.

—Señora —dijo una voz trémula—, ¿qué botón es?

—El de delante —respondió Kris, aunque luego se lo pensó mejor—. El más cercano al cañón. Delante del selector de dardos somníferos.

—Gracias. —Aquella muestra automática de civismo parecía fuera de lugar en aquel momento. El menor atisbo de civilización parecía inoportuno en aquel momento. Kris empezó a decirlo cuando tragó saliva al tomar el camión una curva. Los árboles que bloqueaban cuanto se extendía ante ella pasaron a situarse a la derecha de Kris. Delante, a unos doscientos o trescientos metros de distancia, había un árbol bloqueando la carretera.

Kris analizó la escena con rapidez. Aquel árbol caído carecía de raíces; un tocón recién cortado asomaba al lado de la carretera. Kris activó la visión térmica de su fusil. Sí, había tres personas tras el árbol caído. La joven alférez escaneó rápidamente el bosque que se extendía a ambos lados. Sí, más señales térmicas: una docena, veinte. Muchas. Kris recordó la historia del hombre, la historia sobre gente que aparecía de entre las aguas. Intentó escanear la zanja que se hallaba al lado de la carretera. Parte del agua parecía más tibia, pero la corriente difuminaba su señal.

Tom, a su lado, empezó a frenar.

—¿Cuánto quieres acercarte, Longknife? —preguntó con los dientes apretados.

Kris sopesó sus opciones con rapidez. Podía caer en la trampa y detenerse, dejar que los malos disparasen primero y después ocuparse de ellos. Tenía más personas… Perdón: tenía más reclutas. Sus objetivos eran asesinos desesperados. Kris contempló el agua que corría ante ellos; habían sido los tiradores que surgieron de entre las aguas los que sorprendieron al granjero.

—Para aquí —ordenó. Tom frenó lentamente hasta detener el vehículo en mitad de una carretera cubierta de barro, a unos doscientos metros del árbol caído. Durante un largo minuto, Kris observó la barricada sin que pasase nada.

—Tirad las armas y nadie saldrá herido —tronó por todo el pantano, haciendo que los pájaros volasen hacia el cielo plomizo entre graznidos. Kris frunció el ceño; estaba a punto de decir lo mismo.

Bueno, aquello dejaba claro cuáles eran sus intenciones. Kris apuntó con su fusil a la señal térmica que se encontraba más hacia la derecha tras el árbol caído. Activó su micrófono.

—Abrid fuego.

Obedeciendo su propia orden, Kris descargó una prolongada ráfaga sobre el árbol, de derecha a izquierda. Alguien intentó ponerse en pie y huir. No llegó demasiado lejos.

Kris volvió su atención a la zanja que estaba a la izquierda de la carretera y disparó otra salva hacia la sección tibia del agua. Un hombre apareció entre burbujas y se dispuso a apuntar a Kris cuando los proyectiles impactaron sobre su pecho y cayó de espaldas.

De la zanja a la derecha de Kris emergieron formas que avanzaron agazapadas hacia ella. Golpeó la puerta. En cuanto se abrió, bajó del vehículo, se puso en cuclillas y se protegió tras la rueda. Disparó una ráfaga rápida sobre el tirador más cercano, tendido bocabajo sobre el asfalto. Su objetivo se desplomó sobre su fusil.

Apuntó al siguiente. Este tiró el arma, se tumbó bocarriba y extendió los brazos.

—Tirad vuestras armas y viviréis —gritó Kris con una voz que resonó por el pantano, entre los disparos—. Mantenedlas en vuestras manos y moriréis.

Cinco o seis personas se arrodillaron en el borde de la carretera, con las manos en alto. Kris escudriñó los árboles de la derecha a través de su fusil. Los saqueadores se pusieron en pie mientras levantaban los brazos. Miró por encima de su hombro: la escena se repetía en el lado izquierdo del convoy.

—Tú —le dijo con brusquedad a la recluta que seguía en el asiento trasero del camión—. Pon a esos prisioneros bajo custodia.

—Sí, señora. —La voz de la mujer era apenas un susurro. Tropezó al bajar del camión. Kris dejó de mirar a través de su fusil y comprobó que el suyo no era el que tenía que preocuparle. La recluta tenía el seguro puesto.

—Quítale el seguro a tu fusil —susurró Kris, que recibió una mirada de perplejidad como respuesta. Kris extendió el brazo hacia el arma y se ocupó personalmente de ello—. Ahora podrá disparar.

La recluta agachó la cabeza.

—Oh —suspiró, y siguió apuntando a los prisioneros, desplazando el cañón de lado a lado con torpeza.

—Los de la zanja, dirigios a la carretera lentamente —ordenó Kris—. Nada de movimientos bruscos. Los de la carretera, poneos en el centro y tumbaos. —Kris echó un vistazo al camión. Tom estaba sacando su fusil de la funda. El aspirante a héroe y su amigo estaban petrificados, cubriendo el flanco izquierdo con sus ojos y sus armas pero sin hacer nada.

»¿Estáis bien? —preguntó Kris. Cuando no respondieron, repitió—: ¿Estáis bien ahí atrás? —El aspirante a héroe pestañeó dos veces… parecía desolado.

Dos marines avanzaron desde la sección trasera del convoy con las armas listas. Por lo menos a ellos sí les habían enseñado en el campamento de instrucción a quitar el seguro a sus armas.

—Cubrid esta sección —les gritó. Hicieron un gesto con el puño para confirmar que llevarían a cabo la orden.

Kris se dirigió al otro lado del convoy y vio a tres marines avanzando sin dejar de apuntar a los prisioneros, que se movían lentamente.

—Yo me ocupo de ese —dijo un marine.

—No, me ocupo yo —le contradijo el que estaba a su lado.

—No, yo estaba disparando a los del árbol. —El primero señaló a la arboleda. Un cuerpo había caído de espaldas sobre un montón de ramas caídas.

—Yo también, chaval. Ha sido cosa mía.

—Os ocuparéis los dos. —Kris puso fin al debate—. Aseguraos de que los demás estén vigilados. No quiero que se escape ninguno. —Uno de los prisioneros escogió aquel momento para tropezar. Cayó de bruces sobre el agua. Kris esperó a que se incorporase, pero no lo hizo, y activó la mira térmica del fusil y buscó por las aguas, pero la señal estaba demasiado mezclada como para revelar un objetivo.

—Creo que uno de ellos está escapando —observó Tom mientras se bajaba del camión.

Kris frunció el ceño.

—Prisioneros, andaos con cuidado. El próximo que tropiece se llevará un tiro antes de llegar al suelo.

—Pero están desarmados —dijo la recluta tras Kris.

—Están escapando —replicó Kris—. Y, hasta que lo hayamos comprobado, no sabemos si están todos desarmados. Que todos los cadetes salgan de los camiones. Necesito más manos para cachear a los prisioneros, por si tienen armas. —Los restantes vehículos empezaron a vaciarse.

Los reclutas llevaron consigo sus armas, pero la mitad de ellas aún tenían el seguro puesto. La mayoría de las otras armas no tenían aspecto de haber sido disparadas recientemente. Fue entonces cuando Kris cayó en la cuenta de por qué el combate había sido tan silencioso a su alrededor. Ella y los marines habían sido los únicos en disparar.

Un par de reclutas de la Marina se dirigieron a la fila de prisioneros, que caminaba lentamente. Mientras uno apuntaba con su fusil, rígido como una estatua, un recluta desarmado cacheaba a los cautivos, asegurándose de que estuviesen desarmados.

—Eh, esta es una chica —dijo un recluta, apartándose dos pasos de la figura cubierta de barro a la que había empezado a cachear. La respuesta de la mujer fue, por así decirlo, impropia de una dama.

Kris ordenó con un gesto a una recluta que cachease a esa prisionera y se detuvo a comprobar que la pila del equipo requisado no paraba de crecer. No tenían medios para comunicarse ni ordenadores, pero sí muchos cuchillos y un arma cada uno. Sin embargo, no llevaban mucha munición. Los prisioneros, desnudados hasta quedar en ropa interior en la mayoría de los casos, parecían delgados y hambrientos. No hasta el nivel de la hambruna de los granjeros, pero era evidente que hasta los malos habían tenido que racionar la comida.

Los malos y las malas. Cuatro de los catorce prisioneros eran mujeres.

Kris dejó de investigar a los vivos para centrarse en los muertos. Dos de ellos yacían tras la barricada, con los insectos congregándose ya a su alrededor para darse un festín. Kris tragó saliva para que el contenido de su estómago se quedase donde estaba. Uno de los rostros estaba deformado por un rictus. Kris no supo distinguir si era de rabia, ira o agonía, y era improbable que el muerto fuese a proporcionarle la respuesta. El que se encontraba próximo a él parecía dormido de lado, recogido en silencio como un niño; era el único que llevaba un comunicador encima. El tercer tirador había desaparecido, dejando solo un charco de sangre donde había recibido los disparos. En los camiones, un médico se ocupaba de su herida. Su salud no impediría que lo ahorcasen.

Kris devolvió su atención a la carretera. Dos cuerpos estaban tirados entre la cuneta y el asfalto.

—Tú y tú. —Señaló a dos prisioneros, los más jóvenes, de apenas catorce o quince años—. Recoged esos cuerpos. Colgadlos de los pies en aquellos árboles —les ordenó, apuntando a los cuatro árboles que aún permanecían en pie en torno al tocón del recién talado.

Tom no tardó en aparecer a su lado.

—No está bien deshonrar a los muertos.

—¿Y dejarlos tirados, para que se los coma cualquier alimaña que pase por aquí, es mejor que colgarlos para que sirvan de advertencia al resto? No voy a perder el tiempo cavando un hoyo para enterrarlos. —Echó un vistazo a la carretera, en toda su extensión—. En cualquier caso, aquí no hay donde cavar.

No obstante, Tom negó con la cabeza.

—Kris, esto es pasarse.

—Vosotros dos, empezad a hacer lo que os he dicho. Marine, asegúrate de que esos dos obedezcan. —El marine asignado puso en pie a los chicos con un gesto de su fusil. Antes, estaban pálidos como la panza de un pez; en aquel momento parecían fantasmas. Fantasmas aterrados.

Kris se volvió hacia Tom.

—Esposa a los prisioneros vivos y súbelos a los camiones. Una vez dentro, átales los pies a cualquier parte del camión. No pienso perder ni a uno de ellos.

—Sí, señora. —Tom exageró su respuesta hasta la caricatura, lanzándole una parodia de saludo, y se alejó.

—Y tráeme toda la cinta o la cuerda que te sobre. —Kris intentó hacerse oír, pero no parecía posible. Tom se alejaba con paso aún más firme. Media hora después, el convoy se alejó lentamente de la macabra advertencia de Kris a los habitantes del pantano: «Hay un equipo nuevo en la zona. Marchaos o así es como acabaréis».

Ese era el mensaje que Kris quería transmitir.

La siguiente granja de la lista estaba completamente vacía. Unos pocos cuerpos permanecían allí donde habían caído o donde se les había apartado.

—Supongo que esto es lo que les pasó a las granjas que se defendieron —observó Kris con hosquedad hacia Tom mientras la atravesaban con lentitud.

—Igual no es tan cabrona como parece —murmuró alguien a través del micrófono. Kris optó por ignorar aquellas palabras.

La siguiente granja era un calco de la primera. Kris distribuyó la comida con rapidez, sin preguntar cómo habían ido a parar a aquella situación ni ofreciéndose a escuchar aquellos silenciosos gritos tras los ojos secos. Se negó a que cualquiera de sus soldados diese la espalda a los prisioneros el tiempo suficiente para que los granjeros se tomasen la justicia por su mano.

—Son prisioneros de la Marina. Los entregaré a las autoridades locales en Puerto Atenas. Allí es donde se os proporcionará justicia —dijo cuando la mujer de un granjero, cuchillo en mano, fue alejada por la fuerza de los camiones.

—¿Crees que podrás llevarlos allí? —preguntó su marido.

—Yo los capturé. Ahora son míos.

—Buena suerte. ¿Sabe? No son la única banda de por aquí.

—¿Cuántos son en total?

—Unos doscientos.

—¿Quiénes son? —preguntó Tom—. ¿Qué los convirtió en bandidos?

—Pregúnteselo a ellos —escupió el granjero.

Dos granjas después, los camiones se habían liberado ya de buena parte del peso, pero Kris seguía sin comprender por qué una misma situación convertía a alguien en un asesino y a otro en una víctima hambrienta. Aquello no le gustaba en absoluto. Y no podía quitarse de encima un mal presentimiento acerca del regreso a Puerto Atenas.

La última granja era la más pequeña de la lista, pero acogía al triple de población que el resto. Sus habitantes parecían menos afectados; por lo menos, no hicieron el menor intento de acuchillar a los prisioneros. Dos mujeres incluso fueron de prisionero en prisionero, dándoles agua para beber y parte de las raciones.

El dueño de la granja era un hombre delgado de mediana edad que coordinó a su gente para que descargasen los camiones rápidamente y llevasen el contenido a los almacenes y varias casas pequeñas, incluyendo una que compartía con dos parejas y una docena de niños. Para entonces, el equipo de Kris había asimilado perfectamente sus tareas, así que Kris y Tommy se unieron al supervisor.

—Agradecemos mucho que hayan traído comida. Hemos tenido que alimentarnos de hierba y hojas.

—Aquí hay muchísima gente —observó Kris, sin saber exactamente qué quería preguntar.

—Sí, no dejé que los trabajadores a los que había contratado se marchasen cuando las cosechas se fueron al traste. ¿Adónde iban a ir esos pobres cabrones?

—¿Trabajadores contratados? —Aquello era lo bueno de ser una alférez novata: aprender algo nuevo continuamente.

—Sí, Nuevo Edén recortó su presupuesto hace cosa de unos años. Había dos alternativas: encontrar un trabajo o emigrar a Olimpia, o a un par de nuevas colonias donde los campos no son lo bastante grandes como para hacer negocio con ellos.

—Así que trabajaron para usted —dijo Tommy.

—No, trabajaban para reunir suficiente dinero para marcharse. Por el trabajo de un año, se les pagaría la séptima parte de un billete. En siete años podrían irse. —El hombre se puso en cuclillas para arrancar una brizna de hierba. La contempló como si fuese una copa de buen vino antes de llevarse la punta a la boca—. Por supuesto, los pobres desgraciados no recibieron ni subvenciones ni dinero. Los más afortunados acabaron trabajando en la ciudad, en las plantas de procesamiento.

—Les proporcionamos alimentos en un comedor de beneficencia —le contó Kris.

—Me preguntaba cómo se las apañaban para salir adelante —dijo el hombre.

Kris examinó la granja rápidamente. Había muchos niños, muchos ancianos, muchas personas de mediana edad.

—Contaban con mucho armamento cuando llegaron los saqueadores.

—Aquí no vinieron.

—Chicos listos. —Kris sonrió.

Tommy frunció el ceño.

—¿Entonces cómo es que se desconectaron de la red?

—Los molinos dejaron de funcionar. Nos quedamos sin electricidad. —El hombre se encogió de hombros.

—Les daremos algunas baterías —le prometió Kris. Tom asintió—. Pero ¿por qué ha sido la suya la única granja que no han atacado?

El hombre miró a Kris como si a esta le costase entender lo que decía.

—Mujer, ¿aún no sabes quiénes son los saqueadores del pantano, verdad?

—Ustedes mantuvieron a los trabajadores contratados en sus puestos —repitió Kris lentamente, viendo adonde conducía aquello—. Los otros granjeros no.

—Exacto.

—Los saqueadores del pantano son trabajadores despedidos.

—Exacto. —Esbozó algo parecido a una sonrisa.

Tommy pestañeó rápidamente y, durante un buen rato, abrió la boca con perplejidad.

—¿Así que las violaciones, los robos y los asesinatos los llevaron a cabo aquellos que habían trabajado para los dueños de las granjas?

El hombre volvió la mirada hacia Tommy.

—Puede. O puede que no.

Kris se detuvo cerca del granjero; este le ofreció un manojo de hierba. Ella se lo llevó a la boca; no tenía mucho sabor. Seguramente tampoco fuese muy nutritivo. Pero ella ya había comido una ración de las que transportaba el camión que serpenteaba entre las granjas. Para ella, el problema no era la falta de comida, sino las personas.

Mientras Tommy se sentaba, con la mirada perdida por el asombro, Kris negó con la cabeza.

—No me puedo creer que un puñado de trabajadores que no han hecho otra cosa que trabajar en los campos hayan sido capaces de robar identificaciones, aislar las granjas del mundo y en algunos casos, venderlas.

—Para ser de la Marina no eres muy tonta, jovencita. —El granjero sonrió—. Así es como los policías de Edén conseguían un dinero extra, cansados de vivir con una miseria. Agitadores, aspirantes a mafiosos, camorristas… así es como se libraban de todos. Un chaval problemático se despierta a bordo de un barco que ya ha zarpado y así ya no vuelve a causar problemas a la autoridad. Aquí es donde llegaban esos chavales, a los que poníamos a trabajar con el resto. Algunos hacían lo que se les ordenaba, pero otros no tardaron en causar problemas. Es el riesgo que corríamos todos. Algunos traían alcohol, incluso drogas. Por pobres que fueran, siempre encontraban dinero para eso. —El hombre esbozó un gesto de indignación.

—Y cuando la situación se volvió insostenible —dijo Kris, concluyendo la historia—, esa gente encontró el modo de escapar.

—Exacto. Reunieron a unos cuantos tipos como ellos, y armas, y fueron de pueblo en pueblo prometiendo a los trabajadores hambrientos venganza contra aquellos que los habían arrastrado a esta situación. Ya te imaginas el resto de la historia.

Tommy negó con la cabeza.

—Pero las violaciones…

—Algunos de los trabajadores tienen mucha rabia en su interior; no solo los cabecillas y los matones. He contratado a algunas mujeres cuyos hermanos y maridos trataron de impedirlo. Se llevaron una bala o una paliza por intentarlo.

Kris miró a sus prisioneros. Por algún motivo, su actitud se había tornado mucho menos amenazante.

—¿Crees que tengo a algún cabecilla o algún matón entre estos?

—No lo sé. Algunos de los granjeros de aquí todavía tienen familia en los pantanos. María, la que estaba dando de beber a vuestros prisioneros, tiene un novio entre ellos. —Kris frunció el ceño en dirección al granjero. Negó con la cabeza—. Milo siempre tendrá un trabajo aquí. Lo malo es que también tiene un hermano pequeño que cree que ser un hombre consiste en empuñar un arma. Milo está intentando que su hermano no se meta en líos hasta poder convencerlo de que no es así.

—¿Qué hay de estos? —Tom señaló hacia los prisioneros—. ¿Qué les ocurrirá si los entregamos a las autoridades de Puerto Atenas?

—No lo sé. Aunque no sean asesinos o violadores, estaban con ellos. La gente que se siente en el jurado estará desesperada, asustada y furiosa. No es una buena combinación para hacer justicia.

—Se acabó eso de sacar la verdad a relucir. —Tommy suspiró.

Kris asintió, rememorando el pequeño combate en el pantano.

—Primero disparé a los tiradores que estaban apostados tras el árbol que hacía de barricada, incluyendo al hombre del megáfono. Luego me ocupé de los primeros en salir del agua, a ambos lados.

—Y después de aquello, los demás se quedaron sin ganas de pelear. —Tommy asintió—. La mayoría parecía estar a punto de echar a correr. ¿De qué se acusa a nuestros prisioneros? ¿De tener tanta hambre como sus víctimas? ¿De mirar hacia otro lado cuando los más agresivos daban rienda suelta a sus impulsos? Maldita sea. En Santa María, ningún hombre toca a una mujer si ella no quiere. Si alguien se sobrepasa en ese aspecto, cualquier hombre o mujer que se entere se ocupará de enseñarle esa lección bien pronto. —Tommy esbozó una mueca de dolor mientras negaba con la cabeza—. Mi sacerdote me enseñó que un pobre tiene derecho a robar una barra de pan a un rico para dar de comer a su familia hambrienta. Pero no tuvo respuesta cuando le pregunté qué pasaba si un pobre robaba a otro pobre. Joder, Kris, esto es un desastre. Pero nadie toca a una mujer. Ningún hombre tiene que hacer oídos sordos a la petición de ayuda de una mujer. —Miró a los camiones cargados de prisioneros—. En menudo lío me has metido, Longknife. —Pero Kris apenas prestaba atención a los quejidos de Tommy sobre quién tenía razón y quién era el culpable. Tenía un problema más importante entre manos.

Había cabreado a un montón de tipos peligrosos con armas. ¿Qué vas a hacer ahora, listilla?

—¿Cómo vais a regresar a la ciudad? —preguntó el hombre.

—Por la carretera —dijo Kris, señalando la dirección con desgana.

—¿A través del lodazal del Ñu?

Kris extrajo el lector y compartió el mapa con él. La carretera se internaba directamente en una arboleda. Con árboles bastante bien conservados, pensó Kris al echarles un vistazo.

El granjero los señaló con orgullo.

—Eso antes no era más que un cenagal. Pero plantamos nogales para que afianzasen la tierra y cambiasen la acidez del terreno. En un par de años más, podré talarlos y duplicar la extensión de mis terrenos.

—No parecía que hubiese mucha agua estancada, así que pensé que sería un camino seguro de vuelta a casa.

El granjero negó con la cabeza.

—Esta tarde se han internado muchos camiones en esa dirección. Creo que habéis pateado un avispero. Si vosotros y vuestro convoy de comida podéis rondar por aquí con libertad, no pasará mucho tiempo hasta que la policía se deje caer también. Quizá así puedan comprar un billete para salir del planeta, si es que es lo que desean. Algunos incluso pensarán que pueden amasar dinero como para comprar esta bola de barro. He oído que las granjas de quienes se defendieron ya están siendo ocupadas de forma ilegal.

—No hemos visto a nadie en la de Sullivan —dijo Kris, hablando mientras pensaba en otra cosa—. Uno de los McDowell descubrió que su granja había sido vendida por los saqueadores, utilizando su identificación, a un comprador de otro planeta.

—Parece que los libros de historia están llenos de los bandidos de hoy, que serán los revolucionarios del año que viene y los respetados políticos del siguiente —observó Tommy con hosquedad.

—Sí, nadie se molesta en comprobar las credenciales de un líder rebelde —dijo Kris. Pero aquel era un problema para el año siguiente; Kris tenía que sobrevivir hoy—. ¿Cuántos guerrilleros cree que se dirigieron a la arboleda?

—Unos doscientos —dijo el granjero—. Todos los que pudieron reunir.

—¿Cuántos cree que son los líderes y sus lacayos?

—Treinta, puede que cuarenta.

—El problema está en distinguirlos —murmuró Kris. La lluvia volvió a caer con fuerza; durante las últimas horas el cielo simplemente había estado cubierto de grises nubes. Encendió su comunicador—. Cuartel general, aquí la alférez Longknife. Necesito hablar con el coronel.

—Espere un minuto —recibió por respuesta.

La espera fue mucho más breve que un minuto.

—Déjeme adivinar, alférez, necesita otro consejo.

—Eso parece, señor.

—¿Cuál es su situación?

Kris le informó sobre la contienda que había tenido lugar y la situación a la que, como todo apuntaba, tendría que hacer frente más adelante. Recalcó la división existente en el enemigo.

—Algo he oído acerca de que los mayores problemas los protagonizan personas hambrientas a quienes las autoridades locales no prestaron la menor atención —dijo el coronel—. Alférez, aquí en el pueblo tuvo algunas buenas ideas sobre cómo dar de comer a todo el mundo y no se le hicieron preguntas. La violencia descendió y el número de estómagos llenos aumentó. ¿Cree que podemos hacer lo mismo ahí fuera?

—Lo dudo, señor. Los asesinatos y las violaciones que han tenido lugar aquí han polarizado a la población. Muchos solo quieren venganza. —Como yo.

—Se enfrenta usted a todo un problema táctico, alférez —contestó, seco.

Le agradó no tener que soportar una de las charlas de padre sobre la tendencia de Kris a responder con sus emociones en vez de pensar con la cabeza.

—Y lo peor es que no sabré determinar el origen del conflicto hasta que esté frente a mí y empiece a dispararme —contestó Kris, centrándose en el problema que tenía entre manos en vez de regresar a un pasado que no podía cambiar—. Daría el brazo derecho por un soplón.

—Pensaba que en un momento como este estaba interesada en mi consejo. Los soplones son demasiado frágiles para un clima como este, pero un ojo espía de los de toda la vida puede volar en un maldito huracán. He solicitado uno de nuestro almacén en Bastión; prácticamente es una pieza de museo. Llegó ayer por la noche. Lo recibirá en una hora.

—Gracias, coronel —dijo Kris, suspirando con sincero agradecimiento.

—No me dé las gracias hasta que haya regresado.

—¿Alguna sugerencia, señor?

—Ninguna en la que no haya pensado usted ya. Intente que no maten a nadie de los suyos. No mate a más civiles de los necesarios. Ya sabe, la misma mierda de siempre. Y ahora, si me disculpa, tengo un ojo espía que enviar, y puede que sea el único lo bastante viejo como para recordar cómo darle cuerda. Hancock, corto.

Kris echó un vistazo a su alrededor, lentamente, sopesando sus poco alentadoras opciones. Los dardos somníferos le otorgaban la oportunidad de disparar sobre el enemigo y separar a los líderes más adelante, pero el viento estaba ganando intensidad. Además, eran de escasa potencia, se dispersarían por todas partes y no darían en el blanco. Acéptalo, princesa, este va a ser un ejercicio con fuego real.

Kris se puso en pie y se encogió de hombros bajo la lluvia.

—Tom, en marcha.

Tom se puso en pie, se sacudió el agua de encima y miró alrededor.

—Creo que me alegro de que este sea tu problema —murmuró. Mientras se dirigía hacia los camiones, empezó a dar instrucciones—. Ya habéis oído a la jefa. Nos largamos. Que cada líder reúna a su equipo. —No tardaron mucho. Los civiles se habían reunido para celebrar su llegada y algunos de los reclutas parecían haber sido invitados a quedarse por la gente del lugar, pero no tardaron en responder a la llamada de sus líderes. Tom se encontraba al lado del camión que iba en cabeza, comprobando cómo los demás reclutas subían a sus respectivos vehículos, cuando Kris se le acercó—. Entonces, ¿qué va a ser? ¿Vamos a utilizar el ojo espía del coronel para dar esquinazo a estos tíos, o vamos a matar a más violadores?

—¿Qué te parecería pelear?

Tom exhaló un prolongado suspiro.

—Son doscientos. Nosotros solo somos treinta, y ya hemos demostrado nuestro ardor guerrero esta mañana. No obstante, mi padre me daría unos buenos azotes si no respondiera a la petición de auxilio de una mujer. Aunque a mi abuela le disgustaría aún más que no regresase a casa. Dime, alférez Longknife, ¿qué vamos a hacer?

—Lo único que podemos hacer. Encontrar a los que quieren pelear. Dejar que los demás escapen, si quieren.

—¿Incluso los violadores? ¿Incluso los que miraron a otra parte?

—Tenemos que ocuparnos de los malos. Y llegar a casa, sanos y salvos. No podemos permitir que nada más nos distraiga.

—Si lo que queremos es llegar enteros a casa, podríamos dar un rodeo —observó Tom.

—Pero tenemos que darles una lección. —Kris no estaba dispuesta a ceder—. Y será más fácil ahora que están todos juntos.

Tom negó con la cabeza.

—Nos van a masacrar. La mitad de nosotros ni siquiera había quitado el seguro. La mayoría no tiene valor para disparar. Esta mañana eran treinta de los suyos contra veinte de los nuestros. ¡Y ahora nos vamos a enfrentar a doscientos!

—Eso fue esta mañana. Ya la hemos dejado atrás. Ahora somos veteranos.

Tom la miró como si estuviese loca.

—O quizá he aprendido un par de lecciones por las malas. Escucha, Tom, tenemos que hacerlo.

Tommy la miró durante un buen rato; después suspiró y dijo:

—Ya me lo advirtió mi padre: «Donde hay patrón, no manda marinero. Calla y obedece». —Tom se volvió y se dirigió a su lado del camión.

Kris también subió al vehículo, no sin sacudirse toda el agua posible del poncho antes de sentarse y lanzar una animosa sonrisa a los tres reclutas que estaban sentados tras ella. Se estaban quitando los ponchos, preparándose para el largo recorrido de regreso a la base. La mujer miró a Kris y comprobó que no se había quitado el poncho. Abrió los ojos de par en par. La amistosa charla que había empezado en el asiento trasero se convirtió en silencio cuando los hombres también volvieron sus miradas hacia Kris.

—Mierda —gruñó el aspirante a héroe.

—Marines, quiero que el camión número 6 se coloque detrás del mío. —Kris hablaba con calma a través del micrófono.

—¿Eso significa que nos va a dar algo a lo que disparar, señora?

—Nos detendremos pasados unos kilómetros para hablar de ello —continuó diciendo Kris a todos los que estaban conectados a la red. Después todos continuaron en silencio.

Cinco árboles se erguían solitarios a un lado de la carretera, sus copas ofrecían cierta protección contra la lluvia. Y los campos abiertos proporcionaban a Kris un buen rango de visión para detectar a cualquiera que se aproximase. La alférez reunió a su escuadrón a su alrededor, por equipos. Se aproximaron en silencio. Ella esperó a que llegasen y les pidió que tomasen asiento. Quería que estuviesen cómodos. Además, huir a la carrera es más difícil cuando se está sentado.

—Entre nosotros y el puerto hay unos doscientos bandidos —informó Kris llanamente. Silbidos y amargas maldiciones siguieron a aquellas palabras—. La buena noticia es que no todos están armados y la mayoría no están interesados en plantarnos cara. Treinta, puede que cuarenta de ellos quieran pelea. Los demás solo son una muchedumbre hambrienta que necesita llevarse algo a la boca. Ya habéis visto cómo pelearon hoy nuestros prisioneros cuando abatimos a sus líderes. —Aquel comentario hizo que varios de los presentes asintiesen con la cabeza. Kris describió a su equipo el enemigo al que iban a enfrentarse.

—Entonces, la mayoría de ellos no son más que trabajadores hambrientos a los que los granjeros despidieron cuando las cosas se pusieron difíciles —concluyó Courtney.

—La mayoría. No todos. Los tipos que vendieron las identificaciones, los que dirigen al resto, son gente a la que no podemos dejar suelta por ahí. Si les demostramos que podemos derrotarlos, si pierden, la civilización empezará a recuperar Olimpia. —Kris hizo una pausa y dejó que sus palabras hiciesen efecto. Después, tomo aliento.

»Esta mañana cometí un error. Os lancé de cabeza a un tiroteo sin prepararos para ello. Algunos de vosotros estaréis al corriente de la operación de rescate en la que participé hace unas semanas. —Asintieron—. Mi equipo y yo tuvimos cuatro días para prepararnos antes de aquello. —No era necesario mencionar que la mayoría de los marines eran veteranos con cinco o seis años de experiencia—. Debería haberos dado más tiempo para prepararos, para familiarizaros con vuestro armamento. Una cosa es que se os entregue un fusil y otra bien distinta estar cómodos con la idea de tener que utilizarlo. Por eso nos hemos detenido aquí. Voy a asignar un marine a cada camión con reclutas de la Marina. Quiero que el marine y el suboficial de cada vehículo se ocupen de explicaros todo lo que necesitáis saber acerca de vuestros fusiles. Sí, ya lo hicieron en el campo de adiestramiento, pero ¿cuántos de vosotros creíais que llegaría el momento de utilizar tecnología obsoleta como esta? —dijo mientras mostraba su fusil con una sonrisa—. No sé vosotros, pero yo repasé los apuntes cuando me salió la pajita más corta y me encontré desembarcando en una misión de rescate. —Aquel comentario despertó risas nerviosas.

»Por último, quiero que cada uno de vosotros dispare un cargador de dardos entero. No hay nada como la sensación del retroceso de un fusil golpeándote en el hombro, ver cómo los dardos alcanzan el objetivo. Es lo que te permite saber que puedes hacerlo. —Kris se desplazó hacia la izquierda, haciendo que tuviesen que seguirla con la cabeza.

»Una cosa más. Voy a asignar a los marines y a los suboficiales la responsabilidad de abatir a los líderes de los bandidos y a sus secuaces. El resto tendréis que disparar al aire, a tierra, a los árboles, para que acaben cubiertos de astillas; el objetivo es demostrar a todo aquel que quiera escapar que es un buen momento para ello. Haced que teman a la Marina. Dejad que los hambrientos huyan y que los marines y suboficiales se ocupen de quienes lo merecen.

—¿Podemos disparar también a los que no corran?

—Sí, ocupaos de esos también. Pero no disparéis a todo aquel que os dé la espalda.

—¿Adonde pueden escapar, señora?

—Creo que la primera granja con la que topen estará encantada de acogerlos.

Las tropas se miraron entre ellas. Algunos de los presentes sonreían con nerviosismo. Reinaba el silencio.

—Podemos hacerlo.

—Sí, no es muy difícil.

—Si escapan, les dejamos. Vale.

Kris dejó que asimilasen las instrucciones durante un rato y envió a cada equipo a su propia esquina de la pequeña arboleda. Tom parecía contento de ir en vanguardia con el primer camión. Kris se trasladó de un equipo a otro, observando, dando ánimos, poniendo firme a un marine que parecía convencido de que haber sobrevivido al entrenamiento básico del cuerpo le daba permiso para dar órdenes a los reclutas de la Marina. El siguiente marine se mostró mucho más didáctico con los novatos. Y es que la habilidad con el armamento es un bien para compartir, no un martillo con el que castigar al estudiante.

Kris se detuvo al lado de su aspirante a héroe mientras practicaba disparando a unos matorrales a doscientos metros de distancia.

—Buen tiro —dijo.

—No está mal para un cobarde —respondió bajo la lluvia.

—Yo no veo a ningún cobarde.

—Esta mañana me bloqueé. No hice nada.

—¿Cuánto duró aquel tiroteo, nueve, diez segundos?

—No lo sé. A mí se me hicieron eternos —dijo mientras contemplaba su fusil.

—Yo he comprobado el registro de mi fusil. Nueve con nueve segundos desde el primer disparo hasta el último. No es suficiente tiempo para reaccionar, seas un héroe o un cobarde. En esta ocasión, me ocuparé de que tengas más tiempo. Entonces me dirás cuál de las dos cosas eres.

—¿Eso cree?

—No te haría desperdiciar munición si no fuese así. ¿Cuántas veces disparaste en el campo de entrenamiento?

—Solo llevaba la mitad del tiempo cuando me trajeron aquí. No llegué a disparar.

¡Maldita sea! Kris tuvo que esforzarse por no gruñir. Debería haber revisado los informes de esta tropa antes de traerlos conmigo a la carretera.

—Ahora ya has disparado un fusil. ¿Qué te parece?

—Me encanta.

—Pues entonces sigue disparando —lo animó Kris, y siguió caminando. Cuando todos los reclutas, incluso los marines, hubieron disparado, entre la lluvia circulaba un aire de confianza.

Cuando hubieron concluido las prácticas de tiro, llegó la primera cobertura de los bosques por parte del ojo espía. Revelaba un montón de señales térmicas y latidos de corazones. Por lo menos, aquel montón de ladrones no había optado por invertir en alta tecnología. Dio gracias a Dios porque el coronel hubiese desplegado el ojo espía. Mientras los reclutas disparaban sus últimos dardos, Kris y Tom estudiaron la ubicación del enemigo.

—Esperan que subamos por la carretera —dedujo Kris.

—Sí —convino Tom—. Pero este grupo parece más listo que el anterior. No han talado ningún árbol. Quieren que caigamos en su trampa antes de empezar a disparar.

Kris se encogió de hombros.

—Entonces haremos que sean ellos los que caigan en la nuestra. —Mientras se volvía hacia los camiones, observó por el rabillo del ojo a uno de los prisioneros, que estaba sacando medio cuerpo del camión intentando que cayesen gotas de agua sobre su lengua.

»Tom, vamos a combatir. No podemos perder prisioneros por el fuego enemigo. Atalos a esos árboles. Si las cosas salen bien, regresaremos a por ellos. De lo contrario, llamaré a la última granja en la que hemos estado y les diré que vengan a recogerlos. Si quieren darles un trabajo, estupendo. Si no, pasaré a por ellos la semana que viene.

Tom miró a los prisioneros durante un rato y después se llevó la mano a la frente para saludar.

—Sí, señora.

—Ahora vamos a darles una lección a esos cabrones —dijo Kris, devolviendo el saludo.