Capítulo 10

10

Kris se despertó con un pertinaz dolor de cabeza y la boca seca.

—Nelly, enciende la luz. ¿A qué humedad estamos?

—Un momento, mientras me conecto a la red del hotel. —No era lo que Kris quería oír, pero así supo que ninguna otra red se había mezclado con el sistema general. No era ningún genio de la informática como la tía Tru, pero la gestión era, en general, mala—. La humedad en esta habitación es del ocho por ciento y tu unidad se está aproximando al modo de fallo.

—Enciéndela —ordenó Kris mientras echaba un vistazo en derredor, a aquel caos de ropa colgada y calcetines, y reparaba en el hedor que desprendían sus, por fin, secas botas. Se dirigió a la ducha para remojarse un poco la cabeza, regresó al dormitorio cuando terminó, hizo la cama y puso todo lo que ya se había secado en el baño sobre ella. Solo entonces se tomó una aspirina y fue a darse una ducha. Sintiéndose casi humana, se puso las botas y el poncho y se encontró con Tommy a las seis en el pasillo, de camino al comedor.

Se detuvieron en seco, bajo la intensa lluvia, a medio camino hacia el otro hotel. El comedor estaba a oscuras. Pero claro, tampoco había luces en las ventanas del hotel que se extendía sobre ellos.

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo Tommy mientras tragaba saliva.

—Quiero visitar un sitio antes de hacer algo de lo que me voy a arrepentir —dijo Kris, encogiéndose de hombros, antes de dirigirse al cuartel general. Tal y como esperaba, las luces brillaban a media intensidad; los guardias dormían sobre los recibidores. La luz aún brillaba en la oficina del coronel. Su ocupante estaba dormido, con la cabeza caída hacia atrás, roncando. Tom frunció el ceño, como si lanzase una pregunta. Kris le indicó con un gesto que la esperase en el recibidor.

—Bueno —dijo Tom—, así están las cosas. No podemos hacer nada.

—Pues yo tengo hambre y voy a comer —dijo Kris mientras marchaba a paso ligero bajo la lluvia hacia el comedor—. Nelly, enciende los despertadores de las habitaciones de todo el personal. Que se enciendan todas las luces. Localiza a los cocineros. Diles que los quiero aquí mismo, ahora.

—Sí, Kris.

—¿Puede hacer eso tu ordenador?

—La tía Tru ha instalado un par de rutinas nuevas en Nelly. Fuiste tú quien dijo que necesitaría un dragón si iba a combatir contra demonios.

—Sí, pero no estoy seguro de que me guste la idea de un ordenador ajeno despertándome por la mañana. —Tom frunció aún más el ceño—. Ah, Kris, ¿somos los alféreces los únicos oficiales de por aquí?

—¡Oh, no! —dijo Kris, ahogando un grito—. Nelly, ¿hay algún oficial superior por aquí?

—Afirmativo. Además de vosotros, los alféreces, está el teniente comandante Owing, el teniente comandante Thu, que también es médico, y la teniente Pearson.

—¿Los hemos despertado? —preguntó Kris con la boca pequeña.

—No oigo ningún ruido en las habitaciones de Owing y Thu, salvo sus ronquidos.

—Apaga las luces —gritaron al unísono Kris y Tom.

—Hecho.

—¿Qué hay de la habitación de la teniente Pearson? —preguntó Kris.

—Se está duchando.

—Dos de tres, no está mal —suspiró Kris.

—Alférez superior, ¿hemos hecho lo correcto? —preguntó Tom, con todo respeto, como un subalterno.

—Me parece que no —reconoció Kris mientras Nelly abría la puerta del comedor sin molestarse en preguntar. Kris repasó la situación durante un largo minuto. Que la hermana pequeña de un político tratase con mano dura a los trabajadores que participaban en su campaña podía resultar incluso tierno, pero ¿cómo reaccionarían los oficiales ante ello? Alguien podría opinar que estaba mostrando demasiada iniciativa. Otros tacharían su conducta de insubordinación o motín. Después de reflexionar sobre ello, Kris optó por una nueva perspectiva—. Nelly, localiza a quienes llegaron ayer. Infórmales de que se requiere su presencia en el comedor en quince minutos. Muéstrame una lista de quienes estén asignados al comedor.

En medio minuto, Kris supo que la mayoría de los marines que había traído consigo se encontrarían en su departamento. Bien. Si iba a jugar con el poder, sería mejor empezar con una base bajo su supervisión. Kris echó un vistazo al comedor y la primera impresión le hizo poner mala cara, que se acentuó a medida que observaba. Los suelos de aquel restaurante se encontraban cubiertos de barro y las mesas estaban sucias. Se dirigió a la cocina; definitivamente, necesitaba una limpieza.

—Muéstrame las fichas del personal de cocina. —Nelly lo hizo y a Kris no le impresionaron los resultados. Dos oficiales de tercera clase que parecían alternar el mando… en intervalos irregulares. Umm. De acuerdo, tenían la costumbre de desviar patatas para sí, llevándolas a algún lugar sin identificar. ¿Es que aquella operación estaba compuesta por lo peor de lo peor? Bueno, es donde tú estás, ¿verdad?—. Nelly, ¿tiene el resto del personal algo de experiencia en cocina?

—El oficial de segunda clase Blidon se graduó en la escuela de artes culinarias de Nuevo Towson. Su padre es un chef de cinco estrellas. El oficial de segunda clase Blidon se ha formado en la academia de mantenimiento de armas. —Kris y Tom intercambiaron miradas divertidas.

—Otro chaval que intenta librarse de la maldición familiar —observó Kris.

—Es un oficial de segunda clase. Por lo menos ha llegado más alto que los de tercera —dijo Tommy entre risas.

—Nelly, dile al señor Blidon que se solicita su presencia en el comedor inmediatamente, o antes. ¿Y dónde están nuestros cocineros?

—Siguen durmiendo.

—Nelly, ¿puedes encontrar algún toque de corneta entre tus ficheros?

—Sí.

—Ponlo a todo volumen en las habitaciones de los cocineros. —Kris llegó a escuchar aquel sonido desde la planta baja del hotel. Dos minutos después, el oficial de segunda clase Blidon apareció. Para sorpresa de Kris, Blidon resultó ser una mujer menuda con sobrepeso, lo que quizá explicaba que hubiese sido asignada a aquel lugar.

—¿Querían verme? —dijo sin resuello.

—¿Comiste aquí ayer?

—Sí, lo hice, y no, no me gustó, pero no, no estoy interesada en limpiar este desorden. —Después de una larga pausa, añadió—: Señora.

—¿Cuál es tu precio? —preguntó Kris.

—¿Mi precio?

—Sí, todo el mundo tiene uno. Ahora mismo, te necesitamos. Por si no te has dado cuenta, no nos vamos a ir a ninguna parte, aquí es donde vamos a vivir. La comida puede suponer una diferencia importante para un soldado espacial. Necesitamos cambiar las cosas por aquí, y tú pareces la persona ideal para ello.

Blidon recibió el halago con el ceño fruncido.

—¿Eres una Longknife?

—Sí, aunque no me gusta mucho que me restrieguen lo que hace mi padre, como supongo que también te ocurrirá a ti.

—¿Cuántos cocineros hay aquí? —dijo Blidon, echando un vistazo alrededor.

—Dos que parecen tragarse los sacos de patatas y tres renegados del campamento de instrucción. —Blidon arrugó la nariz al escuchar aquello. Lentamente, se dirigió a la cocina. Reaccionó con un gruñido de repugnancia.

—No me extraña que la comida sea tan mala. —Se volvió hacia Kris y le extendió la mano—. Mis amigos me llaman Courtney. Ya te diré mi precio más adelante, y no será barato. Pero de momento, me atrae el reto. Y tengo hambre. Quiero a seis voluntarios para empezar a limpiar esta cocina ahora mismo.

Kris seleccionó a los seis primeros soldados asignados al almacén en cuanto cruzaron la puerta.

Cuando llegaron los cocineros, Courtney les echó un vistazo y declaró que no estaban ni lo bastante limpios ni preparados para trabajar en una cocina. Kris reunió otro grupo de seis de su tripulación, con un oficial de tercera al mando y órdenes de conducir a los cocineros a las duchas para que se adecentasen, aunque tuviesen que utilizar cepillos de alambre. Después de la cena de la noche anterior, Kris tuvo que rechazar voluntarios para aquella tarea.

La teniente Pearson apareció mientras los cocineros eran conducidos a las duchas.

—¿Aquí cuándo se desayuna? —preguntó. Su tono de voz era agudo, estrechaba la mano sin fuerza y las raíces oscuras que asomaban en su cabello rubio hicieron que Kris se preguntase si había algo auténtico en aquella mujer.

—Deme media hora —gritó Courtney desde la cocina.

Pearson no disimuló su decepción. Mientras la teniente echaba un vistazo al comedor, Kris pudo oír cómo le rechinaban los dientes.

—Esperaré en mi despacho. Todavía estoy intentando definir la política correcta que debemos seguir a la hora de ayudar. Muchos pasan necesidad, pero la mayoría van armados. Lo que este lugar necesita es una buena ley de control de armas. En serio. Alférez, que alguien me lleve una tostada cuando esté lista, y algo de fruta, a poder ser melón, si queda algo de ayer. Voy a empezar el día delante del escritorio. —Su salida, no obstante, fue lenta, como si esperase que Kris la detuviese para preguntarle, como se esperaba de todo oficial menor hacia su sabio superior, qué debía hacer exactamente.

Pero Kris no tenía tiempo para ello; se dirigió a la cocina, hacia el equipo de limpieza. Eso hizo que Pearson se moviese en la dirección opuesta.

—Nelly, ¿cuál es la asignación de Pearson?

—Dirige la división administrativa.

—Los que se quedaron a trabajar hasta tarde —observó Tommy.

—Eso parece. ¿Te la imaginas a ella y a Hancock reunidos?

—¿Por qué sospecho que no vamos a tener muchas reuniones? —Tommy sonrió ante aquella idea—. Pero ¿he oído bien? ¿Está trazando nuestra política?

—Y puede que lo haga durante los próximos diez años. —Kris conocía a las personas como Pearson, ya fuese como voluntarios o en campaña. Solían estar demasiado preocupados por minucias como para interponerse en el camino de Kris—. Daremos de comer a todo el mundo, entre o no dentro de nuestra política.

Courtney apareció en el umbral de la cocina, con los brazos en jarras.

—Lo que menos tiempo me llevará preparar esta mañana será huevos revueltos con beicon. ¿Alguno de vosotros, niños bonitos, habéis preparado hamburguesas o cocinado para un regimiento? —Kris se estremeció al escuchar las palabras de Courtney; esta sonrió sin pudor. Se escogieron nuevos voluntarios de entre las tropas allí reunidas. La nueva cocinera les indicó con gestos que pasasen a la cocina mientras sonreía de oreja a oreja y les decía—: Lavaos las manos y luego poneos un delantal y guantes.

Mientras el olor de la comida se extendía por el lugar, Kris deambuló de un lado a otro. Nelly le contó quién llevaba a cabo las distintas asignaciones y cuánto tiempo había permanecido en Olimpia. Con la ayuda de Nelly, Kris hizo una pregunta aquí, una observación neutral allá y consiguió que la mayoría hablase sobre su respectivo trabajo.

Entonces Kris escuchó. Había mucho resentimiento, en parte hacia los habitantes de Olimpia, en parte hacia los oficiales, pero casi todo era fruto de la frustración, pura y simple. Aquel era un destino desagradable, y allí estaban ellos, cruzados de brazos mientras la situación empeoraba.

—¿Quién está a cargo del almacén? —preguntó a la primera persona que admitió trabajar allí.

—No lo sé, señora. Creo que pertenecemos al departamento de administración, como la mayoría de quienes estamos aquí. Hay un oficial de tercera que se pasa por allí de vez en cuando, pero la mayoría nos limitamos a esperar y almacenar los suministros cuando llega un envío.

—¿Quién construyó la valla?

—Un contratista local. ¿Por qué, señora?

—Porque tiene un agujero que hay que arreglar.

—No estaba ayer cuando nos marchamos, señora —le aseguró el marine.

—No, un camión la atravesó la otra noche mientras le disparaba.

—¡Fue allí por la noche!

—¡Y les disparó! —añadió la mujer que estaba sentada a su lado.

—Era lo apropiado. Me estaban disparando. ¿Qué saben de los envíos nocturnos que parten del almacén? —Se miraron, visiblemente incómodos.

La mujer respondió:

—Sabemos que hay cosas que echamos en falta por la mañana. Nadie nos dijo nada sobre ello.

—Creo que vamos a hacer algo al respecto —dijo Kris.

Mientras se alejaban de aquellos dos, Tom negó con la cabeza.

—Empiezo a pensar que lo más inteligente que he hecho en mi vida fue aquella vez en la que me detuve para atarme la bota durante aquella pista de obstáculos. No sabes cuánto me alegro de que te graduases en una posición superior a la mía en la escuela.

—Y yo que pensaba que pinchaste en el examen final de etiqueta militar —dijo Kris, lanzándole un amistoso codazo.

Los cocineros regresaron de las duchas, fueron recibidos por una lluvia de aplausos y pasaron a ser supervisados por la atenta Courtney. Dos de los voluntarios pidieron quedarse. Kris empezó a hacer una lista de cosas por las que iba a tener que pedir perdón. Pero, desde luego, no iba a pedir permiso de antemano. Padre siempre decía que era mucho más fácil que el Parlamento perdonase cualquier acción que convencer a aquellas divas para aprobar una decisión impopular. Todo cuanto había visto durante los últimos cuatro meses la había convencido, por lo menos en ese aspecto, de que padre y la Marina funcionaban de la misma manera.

Una vez preparado el desayuno, Kris regresó a la fila y cogió una bandeja y una taza, que llevó en dirección al cuartel general. Pearson estaba sentada ante su terminal, moviendo un párrafo de una parte del documento a otra. Hancock seguía dormido en su silla. Kris dejó la bandeja y la taza en su escritorio y dio media vuelta para marcharse.

Escuchó un gruñido a sus espaldas cuando cesaron los ronquidos y, después, el ruido de un par de botas apoyándose en el suelo. Se volvió. El coronel dirigió sus ojos enrojecidos hacia ella durante un buen rato, para después extender el brazo hacia la taza. Cuando hubo terminado de dar aquel largo trago, la dejó donde estaba.

—¿Qué está mirando, alférez? —gruñó mientras atacaba el contenido del plato.

Kris tomó una decisión al azar. Como hija de Billy Longknife, se le habían pasado por alto muchas cosas. Como alférez, quizá fuese una buena idea transmitirle sus intenciones al coronel.

—Nada, señor. Me preguntaba si podría solicitarle algo de ayuda o debería esperar al toque de oficiales.

—No voy a… —El coronel optó por no concluir la frase—. De acuerdo, Longknife, ¿qué quiere?

—¿Estoy al mando del almacén?

—Sí.

—Entonces debo informarle a usted, directamente.

—Como ya le dije.

—Hay un agujero en la valla del almacén, por donde un camión la atravesó ayer por la noche. ¿Con quién tengo que hablar para que lo arreglen?

—Pearson —gritó—. Venga aquí.

La teniente respondió a la llamada de su superior sin prisa. Después de ajustarse la ropa, se detuvo al lado de Kris, en el umbral de la estancia del coronel. Su «sí, señor» estaba teñido por una mezcla de dolor y desdén.

—La alférez aquí presente quiere que se arregle la valla del almacén.

—Tendré que inspeccionarla, señor. Es mi división la que supervisa el almacén.

—Ya no. Ahora es tarea de la alférez, suya y de ese novato pecoso.

—¡Señor! —Pearson estuvo a punto de chillar. Kris había escuchado gritos similares, agudos pero burocráticos, cuando su padre se llevaba una tajada del imperio de alguien. Esperó a ver quién llevaba las riendas en aquel puesto de mando.

—Ahora se ocupará esta joven del almacén. Usted puede quedarse con los otros dos alféreces. Quizá entre los tres puedan terminar sus políticas. —El coronel echó un vistazo a los huevos revueltos, pegó otro bocado y comió un poco de beicon—. Este desayuno está la mar de bien. ¿El cocinero es nuevo?

—Sí, señor —intervino Kris—. La oficial de segunda Blidon tiene experiencia entre fogones. Se ha ofrecido a supervisar la cocina. —Luego se volvió hacia Pearson—. Con permiso de la teniente.

—Mi tostada sabe igual que siempre —dijo Pearson con desdén.

—Pues estos son los mejores huevos que he comido en una buena temporada. Alférez, ¿quiere que asigne el comedor a su división?

—No si usted y la teniente no lo desean, señor. —Incluso la hija de un primer ministro podía aprender alguna que otra cosa sobre el tacto.

—Pues es lo que quiero. Además, a ver si pueden hacer algo con los dormitorios. Están sucios. Pearson, deriva el presupuesto de los anteriores responsables a Longknife y que se ocupe ella de gestionarlo.

—Si usted lo dice, señor.

—Creo que me he expresado con claridad. Y ahora fuera de mi vista, mujeres. Necesito afeitarme.

Kris saludó y se marchó. Pearson la detuvo en el recibidor.

—Recuerde, alférez Longknife, que voy a estar supervisando sus gastos, y que puede ir a la cárcel por apropiación indebida de fondos públicos, independientemente de su nombre.

—Sí, señora. Lo entiendo perfectamente —dijo Kris, y se alejó del cuartel general—. Nelly —susurró Kris—, ¿hay alguien formado en contabilidad que no tenga asignada ninguna tarea?

—No.

—¿Alguien tiene un contable en la familia? —Sospechó que otro recluta iba a odiarla por arrastrarlo a la profesión que había aprendido a odiar en las rodillas de su padre—. Así son las cosas, chaval —susurró a su próxima e imaginaria víctima.

Kris pidió a Nelly que informase al personal del almacén de que debía formar en una división, armada, a las ocho en punto. El uniforme del día era el traje de faena y ponchos impermeables. Rechazó la tentación de vestir a sus cinco marines con la armadura de combate. Por algún motivo, dudaba que aquel pesado equipo se fuese a emplear en misiones de paz. Kris delegó en Tom el comedor y los dormitorios, lo que le dejó suficiente tiempo para entrevistar a un par de oficiales de tercera que compartían el mismo punto de vista sobre contabilidad, gracias a sus respectivos progenitores. Kris respondió a la enérgica protesta de «no me he alistado en la Marina para contar judías» del oficial Spens indicando que aquella era la tarea que debía desempeñar, le gustase o no.

A las ocho en punto, Spens formó la división y la dirigió hacia el almacén; si había llegado a aprender instrucciones de mando, las había olvidado. Se inventó varios reemplazos creativos para poner en marcha a la división; las tropas captaron el mensaje, aunque no llegasen a mantener el paso.

—Marcad el paso, marcadlo —gritó Kris.

El «uno» fue bastante flojo, proferido por los marines en las filas posteriores. El «dos» ganó intensidad. Para el segundo «cuatro», hasta los más torpes se las habían apañado para acompasar sus pasos a los del resto.

—Elevad vuestras cabezas y mantenedlas erguidas —canturreó alguien desde las filas posteriores, en las que los marines marchaban firmes y orgullosos—. Somos soldados de la Marina. Uno, dos, tres, cuatro.

Sus reclutas, con la cabeza echada hacia atrás y los hombros estirados por el paso, se unieron a la cuenta movidos por su falta de experiencia, sin darse cuenta de que ya lo habían marcado los marines.

Spens, sin embargo, era plenamente consciente de ello. Esperó a que terminase una cuenta para incorporarse a las voces, concluyendo con la frase: «Somos soldados de la Armada». Bueno, un poco de polémica no hacía daño, y las tropas habían dejado de parecer cachorritos asustados para convertirse en reclutas de la Marina. Vale, unos reclutas muy mojados, pero de la Marina al fin y al cabo. Kris deseó que el coronel les hubiese escuchado. Quizá incluso habría sonreído.

Los civiles empezaron a aparecer alrededor de Kris, encorvándose para protegerse de la lluvia. Dirigieron sus miradas hacia las tropas que marcaban el paso, algunos con la boca abierta de par en par, otros con curiosidad. Algunos echaron un buen vistazo y salieron corriendo. ¿A quién dirigirían su mensaje? Kris no tenía ni idea. Pero le gustaba la idea de que extendiesen la noticia de que empezaba un nuevo día en el almacén.

A medida que se aproximaban, escucharon los gritos de la multitud que ya se encontraba en torno al almacén; gente reunida alrededor de la puerta y el agujero de la valla. Otros se les unieron a toda prisa desde el interior del patio del almacén. Al parecer, el edificio estaba bien cerrado; quienes habían conseguido colarse en el patio regresaron de vacío. Solo cuando la división se detuvo, Kris ordenó a Nelly que desbloquease el almacén.

Volvió su rostro para dar su primera orden real. Algunos la conocían; había hecho cuanto estaba en su mano para resguardarlos de la lluvia lo antes posible la noche anterior. Otros eran veteranos, estacionados en aquel lugar durante un mes… mucho tiempo para servir en el infierno. La observaron como ratas empapadas, preguntándose si podría llevarlos a algún lugar seco. Kris rememoró las arengas que había dado a las tropas en campaña, hizo un resumen y empezó:

—Soldados, no sé qué opináis del trabajo que habéis llevado a cabo hasta ahora. Quizá algunos estéis contentos. Puede que otros no. No importa. Hoy, aquí y ahora, damos comienzo a la misión en Olimpia. Ahí afuera hay gente hambrienta. Nosotros tenemos la comida. Y vamos a garantizar que estén alimentados. Aquellos que llevéis una temporada trabajando en esto, guiad a los novatos. Yo estaré rondando de aquí a allá. Si tenéis algún problema, avisadme. Si tenéis una solución, avisadme también.

»La mayoría de vosotros sois nuevos en la Marina. Si se os hubiese asignado al mantenimiento de naves, estaríais en un lugar seco y cálido. —Aquella frase despertó risas amargas—. Pero también seríais una ínfima pieza de la maquinaria, obedeciendo sin rechistar. Aquí, sois necesarios para salvar vidas.

»Estamos juntos en esto. Necesito ideas. Si se os ocurre una buena, descubriréis que se me da muy bien escuchar. ¿Alguna pregunta? —Kris pronunció las inevitables últimas palabras de aquella clase de discursos. Como era de esperar, no hubo ninguna.

«Suboficial, que la división rompa filas y se dirija a sus puestos. Asegúrese de que aquellos que necesiten tareas las reciban. —Ah, qué fácil sonaba aquello. Quizá hubiese funcionado con un puñado de buenos jefes. Su suboficial de tercera estaba tan superado por las circunstancias como ella. No obstante, lo dejó solo para que se ocupase como buenamente pudiera de las asignaciones mientras ella emprendía el primero de muchos paseos entre el barro y la lluvia.

La zona del almacén se abría a un gran muelle embarrado, con un rompeolas desde el que salpicaba agua. Sobre la vía férrea de la Marina, que se extendía a la izquierda, una nave de transporte vacía descansaba tras haber sido extraída del agua. Tenía el aspecto de una ballena varada, abierta y medio vacía. Los sacos de arroz y alubias estaban empapándose. Un joven soldado condujo a un grupo de reclutas para cargar con aquellos sacos de casi cincuenta kilos y llevarlos al almacén más próximo. Era un trabajo agotador; no podrían seguir llevándolo a cabo de aquella forma por mucho tiempo.

La gente se arremolinó en torno al agujero en la valla, bajo la intensa lluvia. Necesitaban comida, también trabajo. Y ella necesitaba manos para llevar la comida.

—Nelly, ¿puedo contratar trabajadores locales?

—No, señora. Esta misión no dispone de fondos para contratar a trabajadores locales. —Cómo no, aquella era la forma de trabajar de la Marina. Cuantos menos gastos destinase a las emergencias, más dinero tocaba para el resto de la flota. Kris había oído que algunos mandos incluso comisionaban una nave adicional, apostando a que aquellos gastos se amortizarían gracias a las emergencias.

—Señora —dijo alguien en voz baja a Kris mientras se dirigía hacia la valla. Kris se volvió, encontrándose con una mujer delgada, con el cabello gris, vestida con un chubasquero y un pañuelo—. ¿Es usted la nueva persona al mando?

—Sí —reconoció Kris; entonces, como la mujer parecía incapaz de responder, esta suavizó su respuesta—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me llamo Ester Saddik. Mi iglesia gestiona un comedor de beneficencia. Muchos hombres perdieron sus trabajos cuando las cosechas se arruinaron. Hay familias enteras pasando hambre. Nosotros nos aseguramos de que tengan una comida caliente al día.

—Es todo un detalle —le dijo Kris cuando esta parecía insegura acerca de cómo continuar. Si bien no estaba muy segura de si podía ayudarla, al menos sí podría escucharla mejor.

—No tenemos comida. —Kris sabía lo que iba a pasar a continuación; asintió. La mujer tartamudeaba—. Estábamos comprando comida a un hombre de la Marina, pero no tenemos dinero.

—¿Un suboficial de tercera? —preguntó Kris, recordando lo que había aprendido acerca de quién mandaba en el almacén. La mujer se encogió de hombros; los rangos eran un misterio para los civiles. Kris se preguntó si podría identificar al hombre, pero sospechaba que el culpable ya se habría marchado, si no había abandonado el planeta el día anterior. No, el problema de Kris era cómo seguir adelante, no mirar al pasado. Se retiró el agua de lluvia del rostro mientras contemplaba el problema. Estaba allí para dar de comer a la gente, pero no podía entregarla por las buenas. Era obvio que alguien lo había hecho, por un precio. Pero yo soy una Longknife. Ay, qué bien.

—Nelly, ¿quién puede contratar trabajadores locales en misiones así?

—Las organizaciones no gubernamentales suelen ser las contratistas habituales de trabajadores locales. —La mujer escuchó, empapada a causa de la lluvia, mientras Kris continuaba su conversación con aquella inteligencia artificial.

—¿Tenemos alguna aquí?

—No.

Vaya sorpresa. Aquel lugar era un desastre, en todos los aspectos. Pero Kris había sido orientadora voluntaria en un campamento de verano para niños discapacitados el primer año de carrera y les había conseguido la exención de impuestos que les correspondía.

—Nelly, ¿qué hace falta para fundar una ONG?

—Ya he completado el papeleo para crear una. Antes de que la envíe al registro, ¿cómo debería llamarla?

—Nelly, eres estupenda. —Kris sonrió y la mujer, que permanecía inmóvil ante ella, esbozó algo parecido a otra sonrisa—. Llámala fundación Ruth Edris para granjeros desplazados —dijo Kris. Eso sí que alegraría a su bisabuela.

—Yo fui al colegio con una chica llamada Ruth Edris —murmuró la mujer—, hace mucho tiempo, en Hurtford. Éramos pura alegría, por aquel entonces.

—Yo he oído que mi bisabuela Ruth todavía lo es. Vivía en Hurtford mucho antes de que yo naciese. Nelly, ¿has enviado ya los papeles?

—Listo. ¿Cuántos fondos dedico a la fundación?

—¿Cuánto debería pagarte para que continúes con lo que estás haciendo? —le preguntó Kris a Ester.

—Si es necesario que me pague, estoy dispuesta a trabajar por un dólar terrestre al mes —contestó la mujer. Kris intentó no reaccionar a aquellas palabras. Con el salario semanal de su fondo fiduciario podría contratar a todas las personas del planeta durante un año. La última actualización de Nelly había costado dos meses de sueldo, y en dólares de Bastión—. Puedo reunir voluntarios para que trabajen gratis —continuó la mujer, confundiendo el silencio de Kris con desaprobación—. Si puede enviar la comida a las cocinas, un montón de hombres estarán dispuestos a trabajar para usted. No solo los de mi congregación. Hay muchos otros en el pueblo.

—Creo que tenemos un trato —dijo Kris rápidamente para tranquilizar a la mujer. Después añadió en voz baja a Nelly—: Pon cien mil para empezar. —Entonces se dirigió de nuevo a Ester—. Deja que informe de esto a mi superior. Nelly, ponme en contacto con el coronel.

—Hancock —escuchó a través del comunicador al cabo de un instante.

—Coronel, aquí la alférez Longknife. Necesito consejo.

—¿Y espera que se lo dé yo? —Kris ignoró la pregunta y le comentó rápidamente lo que había hecho—. ¿Esa fundación para granjeros desplazados es una ONG de verdad? —preguntó cuando hubo acabado.

—Lo he corroborado con los mejores asesores legales —dijo mientras sonreía a Ester. En aquella ocasión, la anciana sí sonrió.

—Sí, podemos enviar comida para caridad, bancos de alimentos y cosas así, siempre y cuando una ONG supervise el proceso. Esta operación no es que sea muy popular en la Tierra, así que ya habrá observado que no hay ni medios ni ONG. Si dispone de una, adelante, alférez. —Y cortó la comunicación.

Kris extrajo una moneda de un dólar de Bastión de su bolsillo y se la entregó a Ester.

—Supongo que esto te convierte en la primera empleada de la fundación. ¿Conoces a alguien más que pueda ayudarme?

Ester miró alrededor y un hombre dio un paso al frente. Sus botas tenían agujeros en la punta; tenía los pantalones empapados.

—Me llamo Jebadiah Salinski. La mayoría me llama Jeb. Era capataz en esta estación antes de que llegasen las lluvias y los encargados abandonaran el planeta. Veo que estáis cargando con sacos de alubias. Conozco a unos cuantos que solían trabajar aquí. Sabemos dónde están las máquinas y las carretillas elevadoras, aunque desde las lluvias no funcionan muy bien. Antes de largarse, mi jefe nos advirtió que la lluvia ácida las había dañado.

—Contratado —dijo Kris, y extrajo otro dólar de su bolsillo. Al igual que el primer ministro, Kris siempre llevaba un par de dólares encima. Nunca se sabía cuándo podía apetecerte un refresco con la red caída. Después de contratar a su segundo empleado, preguntó—: ¿Alguno de vosotros conoce a alguien que trabajase en el hotel en el que nos encontramos?

—Millie uZigoto era la encargada de las amas de llaves —dijo Ester—. Cuando la gente dejó de venir, el hotel cerró y los gerentes se marcharon.

—Parece que se fue un montón de gente.

—No mucha. Solo los que pudieron.

—Bueno, pues esto es lo que van a hacer los que aún siguen aquí. —Kris dio las instrucciones rápidamente, antes de que cambiasen de opinión—. El sueldo será de un dólar al mes. —Kris entregó el tercer y último dólar a Ester—. Déselo a Millie. El resto tendrá que esperar para recibir su paga. Además, podrán comer todo lo que quieran en la iglesia. ¿Os parece bien?

Ester y Jeb observaron al resto, que esperaban a una buena distancia bajo la lluvia. Una cabeza asintiendo aquí, un dedo moviéndose nerviosamente allá, una mano sensiblemente alzada. Avanzaron cuando Jeb así se lo indicó con gestos. Bajo las instrucciones de Ester y Jeb, empezaron a descargar a mano los recién llegados suministros. Después de comprobar los tres camiones que había en el patio, solo uno funcionaba.

Kris habló a través de su comunicador.

—Tom, ¿cómo están los barracones?

—Hechos un asco. Kris, yo no era capaz de mantener limpia mi habitación en una estación sobre un asteroide, en un entorno controlado donde se regulaba hasta la humedad. ¿Cómo se supone que voy a limpiar este lugar?

—Creo que nuestra organización no gubernamental local acaba de contratar a alguien para que te reemplace en los barracones.

—No sabía que hubiese ninguna ONG aquí.

—Esta mañana no, desde luego. Pero ahora sí.

—¿Por qué me da la impresión de que no quiero saber cómo ha ocurrido?

—Reza a tus ancestros y a San Patricio para que Hancock tampoco quiera saberlo. Bueno, tengo tres camiones aquí fuera, y solo uno de ellos arranca. Tengo carretillas elevadoras y vehículos dañados por la lluvia ácida. ¿Tienes alguna idea sobre cómo repararlos?

—Seguramente sean daños en los paneles solares. Tampoco es que haya mucho sol, pero tendremos que apañárnoslas con lo que tenemos. Podría utilizar los nanos con los que abrillanto el metal de mi uniforme para que los paneles solares vuelvan a funcionar.

—¿Utilizas nanos para sacar brillo a tu uniforme?

—Por supuesto, ¿no lo hace todo el mundo? —preguntó, con franca perplejidad.

Kris miró hacia el cielo, resignada… y consiguió llenarse los ojos de agua de lluvia. Pestañeando, devolvió sus atenciones al comunicador.

—Tom, mañana por la mañana llegará alguien que conoce los barracones para reemplazarte, así podrás marcharte de allí y poner tus duendes a trabajar en mi equipo averiado.

—También llevaré el kami de mis ancestros.

—Créeme, necesitamos todos los milagros posibles.

El único camión que funcionaba ya estaba cargado. Kris hizo que tres cadetes armados vigilasen el cargamento mientras la comida era descargada en las cocinas de las que había hablado Ester, que prometió devolver los camiones sin daños antes de que oscureciese. Puede que los cadetes fueran los únicos que llevaban fusiles M-6, pero la garantía de la mujer pareció tranquilizarlos. Habiéndose quedado sin dinero en el bolsillo, Kris hizo que Nelly incluyese unos cuantos dólares con cada envío de ayuda, intentando no llamar la atención, y concluyó el día sintiéndose bastante bien.

La mañana siguiente empezó mal y fue a peor. En primer lugar, que Millie uZigoto se ocupase de la gestión del hotel requería una reunión entre el coronel y la teniente Pearson. El coronel aceptó inmediatamente, como si no le importase quién lo hiciera, siempre y cuando los barracones estuviesen limpios. Pearson insistió en aferrarse a un contrato firmado y solo cedió en su larga lista de pegas cuando fue evidente que aquel servicio se llevaba a cabo a través del programa de entrenamiento básico para voluntarios de la Sociedad, por lo que no le costaría dinero a la Marina. La rápida búsqueda de Nelly en los archivos legales dio con el resquicio que Kris andaba buscando. El coronel parecía disfrutar de lo lindo contemplando a Kris hacer malabares para convencer a Pearson.

Una vez recibida la aprobación del cuartel general, Kris hizo que Tommy inventariase todas sus herramientas y todo cuanto necesitasen para convertir aquel pedazo de chatarra húmedo y oxidado en algo útil. Kris se asignó a sí misma la desagradable tarea de reunir un inventario completo de los suministros, separando los de la Marina de las ayudas. Apenas había empezado aquella tarde cuando un corredor sin aliento se le acercó a toda velocidad. Le informó de que unos matones armados habían tomado una cocina, habían saqueado toda la comida y habían golpeado a Ester Saddik con una pistola, por motivos que a Kris se le escapaban.

La alférez se detuvo a dos pasos de la cocina de Ester. Intervenir así no serviría de nada. Nadie dejaba rastro con semejante lluvia y, tal y como estaban las cosas, nadie veía nada. Mientras Kris sopesaba sus pobres opciones, Jeb la reemplazó en el inventario. Libre de aquella responsabilidad, Kris regresó al exterior para que la lluvia la refrescase.

No tenía sentido correr por el pueblo; el muchacho dijo que Ester ya estaba siendo atendida por el mejor médico de la zona. Se sentía tentada de reunir a una docena de cadetes armados y perseguir a los culpables. Pero apenas obtendría resultados. Aquello le presentó un nuevo y desagradable problema: asegurarse de que no volviera a ocurrir. Pasó una hora yendo de acá para allá bajo la lluvia. La situación no era muy diferente a ordenar una oficina de campaña. Pero claro, cuando las cosas se tuercen, la opción más sensata es ponerse en contacto con algún líder local antes de meter demasiado las narices. Aunque conseguir que dicho líder obedeciese a Kris por las buenas significaría, con toda probabilidad, pedir demasiado.

Aquella noche, durante la cena, colocó su bandeja ante la del coronel Hancock, se quitó el poncho y se sentó.

—Necesito consejo, señor.

—Empiezo a asustarme cada vez que utiliza esa palabra por las buenas, alférez. ¿Con qué me viene esta vez?

Kris le puso al corriente de los cambios en el almacén. Asintió, satisfecho, mientras untaba mantequilla en un cruasán que parecía a punto de deshacerse en su mano. Entonces le informó del problema de los robos de comida, protagonizados por hombres capaces de golpear a ancianas. No probó bocado mientras la observaba.

—¿Y pretende que haga algo al respecto?

—¿Señor…? —Kris no terminó la pregunta.

Él se reclinó sobre la silla.

—No me cabe duda de que estará al corriente de mi escasa popularidad en el cuerpo, acusado de utilizar ametralladoras para controlar a la muchedumbre.

—Lo estoy, señor.

—Además, será consciente de la calidad de los reclutas de los que disponemos, alférez Longknife. —Los dos echaron un vistazo a aquella estancia llena de personal de la Marina y marines novatos a medio entrenar.

—La verdad es que no, señor, pero…

—Pero ¿qué? —la interrumpió—. Quienes se asentaron en esta bola de barro escogieron que en cada casa hubiese un arma, a poder ser automática, guardada en el armario. Con un buen seguro, para que los chavales no se hagan daño. Por Dios, ¿es que estos idiotas pensaban que sus pistolas de juguete detendrían a unos monstruos cuando estos atacasen? —Resopló—. Bueno, pues ahora están pagando las consecuencias, con intereses, y no pienso exponer a los hombres que tengo a mi cargo para que quien quiera les pegue un tiro. —Miró fijamente a Kris y continuó con más suavidad.

»Me dijeron que esos granjeros se defendieron con piedras. Y yo juro por Dios que escuché disparos de armas automáticas. Pero no las hemos encontrado, y nadie cree a los marines. Excepto otros marines. Pero aún estoy metido en este agujero, y no pienso empeorar la situación de nadie. —Hizo una bola con su servilleta y la tiró sobre su cena, que apenas había probado. Lanzó una mirada ceñuda al plato. Después, alzó la vista hacia Kris.

»Entonces, alférez Longknife, ¿qué pretende hacer con esos matones que roban comida y pegan a ancianas?

—Quiero poner guardias en los almacenes, todo el día.

—Es decir, dejar a nuestros pobres novatos en el barro, bajo la lluvia. Convertirlos en objetivos fáciles.

—No, señor. Uno de los almacenes tiene una torre de cuatro pisos. Desde allí, los guardias tendrían un buen campo de visión sobre los alrededores de la valla. —Y una buena línea de tiro—. He rellenado los antiguos sacos de arroz con arena y he construido un pequeño búnker ahí arriba. Eso debería proteger al guardia. Y necesitaré linternas.

—Puedo conseguirte una.

—También voy a pedir a los religiosos, oficiales y comerciantes locales que ayuden en los turnos de guardia.

—¿Para que puedan ordenar abrir fuego?

—No, señor. Para que sirvan como testigos en cualquier tribunal local si uno de nuestros oficiales da órdenes de disparar.

El coronel miró un buen rato a Kris.

—No está mal, alférez. ¿Sabe? En las granjas están pasando hambre.

—Sí, señor. Tenemos que mandar una docena de camiones esta semana. Me pondré a ello.

—El primer convoy va a acabar tiroteado, puede que incluso saqueado.

—Iré con él, señor. A menos que me ordene lo contrario.

El coronel resopló.

—Lo siento, criatura. Ya he estado en esta situación. Cuando la cadena de mando te da la espalda, aprendes a tomar cualquier pequeña ventaja de la que puedas sacar provecho.

—Gracias, señor. —Aquella parecía ser su única respuesta. El coronel se puso en pie, dejando la cena sin terminar—. Una última cosa, señor —añadió Kris rápidamente—. He oído que la ONG que me está ayudando está contratando a lugareños armados para proteger las cocinas.

Aquella afirmación le ganó una prolongada mirada antes de que el coronel optase por retomar su camino.

—Lo que hagan los lugareños entre ellos es su maldito problema —dijo lentamente—. Pero no pierda mucho tiempo en ello.

—Por supuesto que no, señor.