9
Un antiguo teniente de la EAO advirtió una vez:
—Estar de tránsito es lo más parecido a ser un civil que viste de uniforme. Y no me vengáis con sonrisas. Es un infierno. Y si eres el oficial de más alto rango, es todavía peor.
Kris solo había estado de tránsito una vez: entre Bastión y Alta Cambria. El oficial de más alto rango había sido un comandante. Había pasado la mayor parte del pasaje en la esquina de un bar al que se refería, alternativamente, como el cuartel general de la Marina o el club de oficiales. Kris se había centrado en aquello que Nelly fue capaz de encontrar sobre la clase kamikaze y no salió de su ensimismamiento hasta que llegaron a su destino.
Entonces deseó haber tomado mejores notas. En aquel viaje, Kris era la oficial de más alto rango.
No había muchos oficiales entre los que elegir: primero dos, luego cuatro alféreces recién salidos de la academia. Pero Kris se graduó un poco antes que Tommy, principalmente por sus puntuaciones en el campo de tiro. Los dos alféreces que se unieron a ellos en Esperanza se habían licenciado una semana más tarde que Kris. Kris lo supo a través de sus fichas, ya que en cuanto los dos embarcaron, se dirigieron a sus habitaciones sin mediar palabra y no salieron salvo para comer.
—Dudo que la puerta que separa sus habitaciones se cierre a menudo —se burló Tommy. La puerta entre las habitaciones de Kris y la suya permanecía cerrada… salvo cuando Kris necesitaba ayuda con tareas oficiales, como revisar los registros de vacunación del personal a su cargo. Kris era la responsable de todos los integrantes de la Marina que iban a bordo, como si fuesen sacos de patatas. También tenía que verificar que todo el mundo tuviese sus vacunas al día y todo preparado para Olimpia. Por desgracia, aquellos requisitos podían cambiar. Las condiciones en Olimpia eran malas y estaban empeorando. El planeta no solo estaba incubando toda clase de nuevas enfermedades, sino que otras que los humanos sanos habían mantenido bajo control se estaban convirtiendo en una pandemia—. Tifus —masculló Tommy—. Pensaba que nos habíamos deshecho de él hace un par de siglos.
—Yo también, pero debe de haber un brote en Olimpia, porque la gente está empezando a contagiarse.
Aquel problema en particular hizo que Kris recorriese en círculos la cubierta en Alta Esperanza, esperando recibir un cargamento urgente de vacunas mientras la nave Dama Hespéride se preparaba para levantar la pasarela y partir. Los viales llegaron unos segundos antes de que la cuarta fecha de entrega del tercer oficial de la nave expirase, de modo que Kris no tuvo que quedarse en la estación mientras la nave se alejaba. Kris no estaba segura de que eso le hubiese importado.
Kris dudaba que la Libertina, vieja y hecha polvo, hubiese sido una buena nave en algún punto de su historia. Aunque ningún miembro de la tripulación mercantil se lo aconsejase, Kris aprendió deprisa a abrocharse el cinturón de su asiento y agarrarse con fuerza a su destartalado equipamiento. Parecía que los motores de la Libertina tenían problemas a la hora de mantener la potencia estable. Los acelerones y frenazos de la nave se vieron sometidos a violentos cambios en la gravedad, que pasaba de una pequeña fracción a tres unidades y vuelta a empezar, sin la menor advertencia.
Las carcajadas y vítores de la tripulación civil hicieron que los pasajeros se sintiesen como animales en un zoo, más que como personal de la Marina dirigiéndose a salvar un planeta.
Un vistazo en los registros explicó a Kris que sus compañeros hubiesen tardado tanto en adaptarse a los salvajes modos de la Libertina. Para muchos, aquel era su primer viaje espacial. La mayoría de los reclutas acababan de licenciarse. Otros ni siquiera habían terminado el entrenamiento básico, y saltaba a la vista que no sabían ni cómo ponerse el uniforme de forma adecuada. Kris llamó a uno de sus petulantes oficiales de tercera clase y le ordenó que echase una mano a los más despistados. «Sí, señora», respondió antes de ir a solucionar aquel banal problema. Sin embargo, cuando Kris echó la vista atrás, comprobó que el oficial había optado por dirigirse al bar, y que el recluta seguía tan desaliñado como antes.
Kris optó por leer en profundidad los registros de personal de los que disponía. Cuando terminó, negó con la cabeza y llamó a la puerta que separaba su habitación de la de Tommy.
—Adelante —gritó él. Lo encontró inmerso en la lectura.
—¿Te has fijado en nuestras tropas? —preguntó ella, mostrando su propio lector.
—Eso creo. No tienen buena pinta.
—No, me refiero a sus registros. No tenemos más que dos oficiales de segunda y cuatro de tercera. Todos están en su segundo o tercer reclutamiento y les sacaron de las EAO para este trabajo. Los dólares de Bastión no han llegado a ninguna parte; las últimas políticas han hecho que ni siquiera salgan del planeta.
—Le hace sospechar a uno que esta misión en Olimpia es el modo que tiene la Marina de decirnos a todos que o espabilamos o nos larguemos —comentó Tommy, sin separar la vista de su lector—. O puede que solo quiera que nos marchemos y punto.
Kris no le preguntó su opinión acerca de lo que aquello decía sobre ellos dos. ¿Acaso padre estaba intentando otra estrategia para que volviera donde él quería? Ni de coña, señor primer ministro.
—¿Sabías que el sistema de Olimpia tiene siete puntos de salto? —preguntó Tommy a medida que la pausa se prolongaba.
—No —dijo ella, echando un vistazo a su lector. Mostraba Olimpia y sus alrededores.
—Pero lo importante es que desde cada uno de esos siete saltos puedes llegar a casi cualquier lugar en el espacio humano en dos o tres más.
—Podría ser un excelente puesto comercial —murmuró.
—Eso parece, pero entonces, ¿por qué envían a lo más bajo de la flota?
Kris frunció el ceño.
—Nelly, ¿cuál será la organización de la misión una vez en el terreno?
Nelly tardó más de lo habitual en llenar el lector de Kris de datos. Finalmente apareció una tabla de organización.
—Lo siento —se disculpó—. Los informes diarios no cambian de un día para otro sin explicación.
Tommy arqueó una ceja al escuchar eso. Hasta los alféreces novatos sabían que la Marina se tomaba los informes diarios (o cualquier informe, ya puestos) muy en serio.
—¿Quién está dirigiendo el espectáculo?
—El teniente coronel James T. Hancock —dijo Nelly.
—Él… —suspiró Tommy.
—Debe de ser otro —trató de tranquilizarlo Kris, pero no pidió a Nelly que lo comprobase. Había cosas que era mejor comprobar primero. En vez de eso, observó la tabla de organización. Las misiones sin importancia como en la que se encontraban embarcados no estaban sujetas a ninguna estructura específica; los comandantes tenían margen para improvisar en el terreno. No obstante, solían seguir la estructura de un batallón o regimiento, dependiendo de la magnitud del problema. Olimpia no era tan extenso como para requerir un batallón, y los treinta informes diarios no parecían decidirse entre precisar más o menos de doscientos marines. Pero la tabla de organización tenía el aspecto de un puñado de amebas bailando una de las danzas irlandesas de Tommy en la pantalla del comandante.
—Comunicaciones, servicios médicos, inteligencia, finanzas, operaciones de abastecimiento, policía militar —enumeró Tommy—, todos responden directamente ante el comandante, y luego está este enorme sector administrativo, que se lleva la mayor parte del personal.
—¿Te has fijado en quién falta? —dijo Kris.
Tommy levantó la vista hacia ella y luego puso los ojos en blanco.
—Mucho ladrar, pero poco morder.
—Eso es, todo ladrar y nadie que eche una mano.
—Quizá no haya más que administración.
—Esperaremos para comprobarlo. —Kris suspiró. Quizá padre tuviese razón, los problemas del día a día eran suficientes para mantenerla ocupada. Quizá los problemas del mañana se solucionasen entre ellos antes de afectarla.
Kris se preguntó si su padre era, en el fondo, un optimista.
Dos días después, Olimpia se presentó ante sus ojos, dándole a Kris la primera oportunidad de ver el desastre al que había sido convocada. El orbe brillaba con más intensidad de lo que Kris hubiera esperado después de que una pequeña isla de treinta kilómetros de longitud y doce de anchura estallase hasta verse reducida a polvo. Pese a las cenizas que cubrían la atmósfera, alcanzó a ver una serie de tormentas sobre el océano para sumarse a las ya saturadas y enormes nubes que no dejaban de verter agua, en su intento por atravesar una cordillera. El desierto que dejaban tras ellas mostraba signos recientes de haber estado anegado. Incluso la sombra de la lluvia estaba empapada.
—¿Tú eres la mujer a cargo de esos demonios que están haciendo pedazos mi nave? —Kris se volvió para dar con un hombre panzudo que no se había afeitado en días y se dirigía con paso torvo hacia ella, con algo parecido a un sombrero de capitán colgando apenas de su cabeza y un papel en la mano.
—Me temo que soy la oficial de más alto rango —reconoció Kris.
—Firme aquí.
—Y aquí dice…
—Mi contrato estipula que lleve a noventa y seis reclutas y cuatro oficiales a los servicios de emergencia de Olimpia.
—Nelly, ¿tenemos un total de noventa y seis reclutas? —Kris había estudiado los ficheros pero no había llegado a fijarse en las cifras.
—Sí.
—Kris, la nave está abarrotada —informó Tom a través de la red.
—¿Tienes noventa y seis reclutas a bordo?
—No lo sé.
—Cuéntalos.
La voz de Tommy desapareció durante un largo minuto, al cabo del cual regresó:
—Noventa y seis reclutas presentes, señora. Otros dos reclutas y yo te estamos esperando.
—Ve yendo —dijo Kris antes de despedirse—. Quiero una copia.
El capitán extrajo una segunda hoja bajo la primera; la firma de Kris había dejado su marca en ella.
—Gracias, capitán. Con suerte, no volveremos a compartir ningún trayecto.
Kris recogió su bolsa. El traje de combate de los marines era el uniforme del día, la noche y la semana de operaciones que tenía ante ella. El viejo suboficial de Bastión que los reunió disfrutó mucho observando que los nuevos alféreces tenían permiso para mancharse las manos en aquel viaje. Por lo que parecía, tendrían oportunidades de sobra.
El viaje en lanzadera transcurrió de manera nefasta, y continuó empeorando a medida que los nuevos reclutas expulsaban sus respectivos almuerzos. Si Kris no se hubiese apretado tanto las correas, se habría levantado a relevar al piloto. Pero claro, volar en un esquife era una cosa; un transporte para cien pasajeros, otra bien distinta.
Dentro de lo que cabe, fueron afortunados; Puerto Atenas disfrutaba de una tregua entre las tormentas que lo estaban sacudiendo aquel día. El aterrizaje, sin embargo, fue una experiencia completamente distinta. Al bajar, Kris encontró una pista en mal estado, llena de grietas y surcos.
—¿Es que esta gente no tiene orgullo? —bufó un recluta.
—En Refugio nunca hubiésemos permitido que estuviese en estas condiciones.
—Ya me gustaría ver vuestra pista después de un año de lluvia ácida —replicó un lugareño mientras vaciaba la plataforma de carga.
—Parece que los nativos no tienen sentido del humor —observó Tommy.
—Creo que se ha acabado disolviendo, como la pintura de los edificios.
Entre hileras rojas, la terminal mostraba fragmentos de su pintura original. En el pasado pudo estar llena de alegres tonos azules, verdes, naranjas… Pero todos los colores lucían entonces el mismo aspecto gris.
Dos autobuses se aproximaron a la pista, pero sus puertas permanecieron cerradas mientras las tropas de Kris aguardaban bajo la lluvia. Solo cuando el repiqueteo sobre la nave cesó se abrieron las puertas.
Un par de docenas de reclutas echaron a correr hacia la pista a través de la lluvia. No tenían órdenes de partir ni ninguna instrucción que los instase a abandonar la formación en estampida. Muy pocos dedicaron a los refuerzos otra cosa que no fuese un grito o gesto obscenos. Tommy los miró y después se encogió de brazos hacia Kris.
Con los autobuses vacíos, los otros dos alféreces se sentaron en los primeros asientos del más próximo.
—¿Me están esquivando o ignorando? —murmuró Kris, inmóvil bajo la lluvia mientras observaba cómo los noventa y seis reclutas subían a los vehículos.
—Quizá se hayan dado cuenta de que las cosas se vuelven letales a tu alrededor —dijo Tommy, con una sonrisa que solo redujo en parte el veneno que llevaban sus palabras.
—¿Y tú? —replicó Kris.
—Yo tengo la suerte del novato —dijo para tranquilizarla.
—Entonces tú y tus novatos podéis ir al último autobús. Yo iré con las divas. ¿Acaso nadie les ha contado que los oficiales de alto rango entran en último lugar?
Tommy miró hacia arriba, parpadeando para protegerse de la lluvia.
—El que escribiese esa norma no pasó mucho tiempo en Olimpia. —Tommy se dirigió a su autobús mientras Kris se dirigía al otro… donde tuvo que permanecer de pie, pues el vehículo solo tenía capacidad para cuarenta y ocho personas y, con ella, allí había cincuenta y una. Un recluta natural del espacio con el rostro picado le ofreció su asiento. Madre o padre lo hubiesen aceptado sin pensárselo dos veces; Kris no pudo imaginar al bisabuelo Peligro haciendo lo mismo. Se quedó de pie durante el trayecto de quince minutos.
El camino se encontraba en un estado tan deplorable como el puerto. La carretera tenía más socavones que asfalto; todos los edificios mostraban los efectos del constante asalto del agua. Una cañería principal se había roto en alguna parte, añadiendo su pútrido contenido al desastre. La gente caminaba con dificultad, con la cabeza gacha y los hombros encogidos bajo la lluvia. Había muchas ventanas rotas; una tienda había sido calcinada. La tripulación de Kris permaneció en silencio a medida que los rodeaba la desolación y la desesperanza.
Se detuvieron ante un complejo de edificios rodeados por roñoso alambre de espino. A la derecha se encontraba lo que pudo haber sido un edificio de oficinas. La bandera verde y azul de la Sociedad había sido pintada sobre la chapa de madera que tapaba una ventana rota. Al otro lado de un parque anegado y lleno de barro se alzaban dos hoteles, uno de cuatro plantas, el otro de diez.
El conductor apremió a Kris a bajar a sus tropas del autobús; tenía que ir a otra parte a ganarse el sueldo. Kris lo dudó, pero los autobuses eran civiles y la Marina nunca dejaba de moverse. Por desgracia, eso solo significó que sus tropas salieron corriendo del autobús para permanecer a la espera bajo la lluvia. El camión que los había estado siguiendo, transportando su equipo, frenó tras ellos. Los dos civiles que iban a bordo empezaron a tirar los petates en los charcos más profundos de la zona.
—Muy bien, reclutas, formad una única fila y recoged vuestro equipo —ordenó Kris—. Tú, tú y tú —dijo señalando a los hombres más grandes de la fila—, ayudad a los civiles a descargar el camión. Aseguraos de que el equipaje aterrice en seco. —El plan funcionó; los petates empezaron a caer a sus pies, de modo que Kris pudo leer los nombres. Pensó que sería mejor llamar a los reclutas uno a uno a tenerlos en una fila.
—¿Quién está al mando aquí? —le susurró Tom.
La cortante respuesta de Kris murió en su garganta cuando vio movimiento por el rabillo del ojo. La puerta del edificio de administración se abrió. De él salió un oficial de la Marina con uniforme de combate, recto como una estatua, con una vara de mando golpeteando su cadera. No había duda de quién estaba al mando. Y, a juzgar por la expresión ceñuda en su rostro a medida que observaba los hombres a los que iba a dirigir, era evidente lo que pensaba de ellos.
—Atención —ordenó Kris.
—¿Quién está al mando? —intervino el oficial, formulando la pregunta como un desafío.
—Yo, señor —respondió Kris, sin dudar por un momento a la hora de asumir su responsabilidad.
—¿Y quién eres tú?
—La alférez Longknife, señor.
—Bien. —La observó un instante, pero no pareció importarle mucho lo que vio, así que le dio la espalda—. Forme al personal a su cargo en dos divisiones, alférez.
Era una orden fácil, pero no había modo de que Kris la obedeciese debidamente. Por toda la bondad, por todo lo más sagrado y por la Marina, Kris debía dirigirse a un jefe y ordenarle a él o a ella que formase las divisiones. Cualquier otro protocolo se salía de lo oficial. Pero Kris solo contaba con un par de oficiales de segunda clase que no habían mostrado la menor iniciativa, ni a bordo de la nave ni al llegar. No, ella, y puede que Tommy, eran los únicos que poseían la más mínima ilusión de liderazgo.
¿Qué había dicho el abuelo Peligro aquella mañana que viajó en esquife por primera vez, con permiso de sus padres o sin él? «Si, hagas lo que hagas, va a estar mal, al menos hazlo con estilo». Se volvió hacia Tommy.
—Alférez Lien, forme una división con su equipo del autobús.
Él saludó.
—Sí, señora. —Puso cara de ponerse manos a la obra… y pisó un profundo socavón. Pese a ello, mantuvo el equilibrio y se alejó.
Kris se volvió hacia aquella empapada amalgama de tripulantes espaciales y marines.
—Los que hayan ido en el autobús conmigo, que formen ante mí. Los oficiales formarán en filas a mi izquierda. —Como sugerencia, señaló el lugar donde quería que se ubicasen. Estos siguieron sus indicaciones y obedecieron. Kris contaba con un oficial de segunda y dos de tercera; eso le dio margen para proferir la primera orden—. ¡En formación! —Los oficiales extendieron los brazos. Hasta el recluta más novato cayó en la cuenta de que debía sentir los dedos de un compañero tocándole el brazo derecho. Todos imitaron el gesto.
A veinte metros a la derecha de Kris, los pasajeros del autobús de Tommy hicieron lo mismo. En un tiempo sorprendentemente breve, aquella muchedumbre se había convertido en dos divisiones de tres filas. Seguían calados hasta los huesos y protestando por ello, pero al menos parecían marines.
Los otros dos oficiales observaron bajo un tejadillo que los protegía del agua, como si estuviesen ahí para contemplar un espectáculo. Kris siguió el consejo de Hancock y los ignoró cuando puso la misma expresión severa de Tommy, saludó e informó a su superior.
—Divisiones listas, señor. Todos los recién llegados presentes. —El teniente coronel se volvió, todavía ceñudo.
—¿Tiene un manifiesto, alférez? —Kris lo extrajo de su bolsillo. Podría haberlo enviado desde su ordenador al del oficial, pero este lo había solicitado a la antigua, y, al fin y al cabo, él era quien poseía el rango superior.
El oficial cogió los papeles y, sin echarles siquiera un vistazo, se los guardó en el bolsillo.
—Bienvenida a la base de la Marina de Puerto Atenas. Soy el teniente coronel Hancock, y esta es toda la bienvenida que puede esperar en este lugar.
»Aquellos que os habéis alistado para ayudar, echad un vistazo alrededor. Las cosas no van a mejorar. Se os asignará equipamiento y armas de fuego. No os separéis de ellos, durante la misión o en la base. Cuando no estéis en una misión, no se os permite sacarlos de la base. ¡Oficiales! —Su expresión se tornó más severa, si es que aquello era posible—. También se os asignará equipo informático y armas de mano. Si sois listos, también solicitaréis un fusil. Si no sabéis cómo utilizarlos, aprended.
»He enviado a tres de vosotros a casa —gruñó a las tropas—. Puede que uno de ellos conserve el brazo. He enviado a tres personas a casa y, hasta ahora, los únicos disparos efectuados han sido los de una joven que abrió fuego contra un nativo con su propia pistola. Ella sostiene que lo hizo en defensa propia. Él tiene testigos que afirman lo contrario. Está siendo juzgada por un tribunal civil, ya que lo hizo fuera de la base y estando de permiso. Mi consejo, chicos y chicas, es que os quedéis en la base y consideréis que me debéis los permisos. Hacedlo y puede que lleguéis a casa, con vuestras mamás, de una pieza.
Se volvió hacia ella.
—Así que alférez Longknife, ¿eh? ¿Es usted de esos Longknife?
Kris volvió la cabeza lo justo para mirarle a los ojos.
—Sí, señor. —No añadió «el general Peligro le envía recuerdos», aunque se sintió tentada. Peligro jamás enviaría recuerdos al coronel Hancock. No a ese Hancock.
—Me lo imaginaba. —Frunció el ceño—. Bien, alférez, que sus oficiales estén listos para informar al administrador, que después recojan su equipo y se registren en sus dependencias. Si se dan prisa, puede que lleguen a tiempo para el rancho antes de que el comedor cierre por la noche. El administrador se encargará de distribuir las raciones y las asignaciones. Le aconsejo que entregue todo el dinero en metálico que lleve encima, así como las tarjetas de crédito personales. Llevarlas por aquí significa jugarse la vida. —Redirigió su agria mirada de las tropas en formación a los dos alféreces, luego a Tom y, por último, a Kris—. Que sus oficiales pasen a verme cuando hayan terminado.
—Sí, señor —dijo Kris a la par que saludaba. El gesto que recibió como respuesta pareció el manotazo desganado con el que se aparta a un insecto.
La alférez se volvió hacia sus tropas. Parecían tan confundidas como ella. Si aquello era lo que consideraban liderazgo en aquel lugar… Pero ese no era su problema. La lluvia estaba ganando intensidad y Kris parecía la única oficial en los alrededores que se preocupaba por ellos.
—Oficiales de segunda, rompan filas y llamen por su nombre a los propietarios de los petates —ordenó Kris. Tras aquellas palabras, las tropas se organizaron. Kris se aseguró de que los soldados recogían sus pertenencias de forma ordenada para luego dejarlos en el edificio de oficinas que se extendía ante ellos, donde el administrador se ocupaba de colocarlos en la planta baja. Desde allí, fueron trasladados a la armería para recoger su equipo y armas. Sin apelotonarse, los recién llegados entraron de forma ordenada en sus barracones y, desde allí, al comedor. Por supuesto, los dos últimos de la lista se calaron hasta los huesos.
La fortuna quiso que los otros dos oficiales fuesen llamados inmediatamente. Cogieron su equipo y se dirigieron al interior del edificio. El petate de Kris también fue de los primeros. Recordó en qué parte del barro se encontraba y permaneció con su menguante grupo, reemplazando a uno de los encargados de anunciar los nombres en cuanto este encontró su equipaje. Con expresión de dolor, Tom reemplazó al segundo encargado. Cuando llamaron a la última persona, Tom y Kris siguieron al empapado recluta hasta llegar al edificio, con las botas «impermeables» caladas y contribuyendo con un par de litros a los profundos charcos que cubrían las baldosas del recibidor.
—¿Realmente teníamos que hacer eso? —preguntó Tommy.
—El abuelo Peligro me hubiese dado una buena lección si los hubiese dejado solos bajo la lluvia.
—Ningún miembro de mi familia se hubiese quejado. ¿Qué te parece si la próxima vez lo echamos a suertes? Cara, hacemos lo que dice tu familia; cruz, lo que dice la mía.
—Vosotros dos, llegáis tarde. He terminado con esos oficiales hace una hora —se quejó un corpulento oficial de primera clase—. Por vuestra culpa voy a llegar tarde a la cena.
—Habrías tenido que esperar a todos estos —dijo Kris mientras señalaba al resto de la tripulación, que se estaba registrando.
—No, solo tengo que esperaros a vosotros, los oficiales. El coronel me dijo que me asegurase de que teníais alojamiento, órdenes y recibos. Entonces habré terminado con las tareas.
—Pensaba que el coronel había sugerido que trabajásemos desde el amanecer hasta el atardecer. Que así estaríamos a salvo —observó Tommy.
—¿Y quién quiere estar a salvo? Escucha, ahí fuera hay un montón de mujeres desesperadas. Es increíble lo que un poco de dinero puede conseguir. —El oficial de primera clase miró los papeles que estaba extendiendo a Kris—. Ah, cierto, eres una Longknife. Vosotros siempre podéis comprarlo todo.
Kris firmó su recibo y se guardó el dinero para sí.
—¿Dónde está el jefe de la operación, la armería y el comedor?
—Estás delante de lo más parecido que tenemos a un jefe de operaciones, señorita. Nosotros, los pringados alistados, no vamos a llevarnos ni la mitad de la paga por solucionar este desastre. Aquí no viene nadie a menos que haya cabreado a alguien de lo lindo.
—¿Y tú? —preguntó Kris.
Él ignoró la pregunta.
—La armería está al otro lado del camino que lleva a los barracones. El comedor es el edificio alto. Cierran en media hora, así que yo me daría prisa en ir.
—Gracias por el consejo. —Kris echó un vistazo a las órdenes—. ¿Debo informar directamente al coronel Hancock?
—Hancock quiere supervisar toda la operación. Además, tampoco le sobran oficiales. Solo hay un par de los buenos. La mayoría de los superiores preferiría un recorte de sueldo a estar aquí. No tardarás en darte cuenta. Bueno, ya he terminado contigo, así que me largo. —Se volvió hacia la puerta—. Apagad las luces antes de marcharos.
Tom guardó las órdenes y los recibos en los bolsillos de su traje de combate.
—Siempre es un placer trabajar con gente motivada. ¿Crees que la cosa mejorará?
Kris guardó los papeles y se echó el petate al hombro.
—No lo sé. Creo que primero iré a agenciarme un fusil y un arma de mano; después ya veremos si me da tiempo a comer. —Kris se hizo con su equipo, un arma larga y otra corta; guardó lo primero en su habitación, lo segundo en el almacén de armas del edificio y después echó a correr hacia el comedor, llegando cinco minutos antes del cierre. Lo que le sirvieron en la bandeja no habría ganado ningún premio, a menos que el jurado estuviese compuesto por porqueros, pero le llenó el estómago. Ella y Tom estaban llevándose a la boca los primeros bocados cuando sus localizadores pitaron. Kris hizo un gesto a Tommy para que siguiese comiendo. Sospechaba de qué se trataba.
—Aquí los alféreces Longknife y Lien. ¿En qué lo podemos ayudar, señor?
—¿Dónde demonios están? —protestó el coronel Hancock.
—Disfrutando de una cena deliciosa y nutritiva, señor, en el comedor. Justo lo que una chica hambrienta necesita, coronel.
—Les dije que me informasen en cuanto hubiesen terminado. —Tommy empezó a levantarse. Kris le indicó con un gesto que se volviese a sentar.
—Sí, señor, eso tenía previsto hacer. Vimos que los recién llegados estaban registrándose correctamente, recogimos nuestros informes y recibos, nuestro equipo y armas, lo guardamos todo y estábamos disfrutando del primer bocado de esta estupenda comida que están sirviendo en el comedor, señor. Estaremos con usted en media hora.
—¿Qué van a hacer, dar un paseo bajo la luz de la luna?
—Puede, señor. De hecho, ha dejado de llover hace dos minutos. —Tommy estaba perplejo. Kris se limitó a sonreír.
—Longknife, mueva el culo hasta aquí en quince minutos o asuma las consecuencias.
—Comprendo, coronel. Nos vemos en quince minutos. —Kris apagó el localizador y extendió el brazo para alcanzar el segundo bocado.
—Podemos estar ahí en cinco minutos —comentó Tommy mientras tragaba.
—¿Y sumar el estrés a nuestros problemas? No, pienso comer despacio y masticando bien.
—¿Como una Longknife?
Kris estudió su bandeja mientras masticaba aquella inidentificable y probablemente indigerible comida.
—No lo sé. Puede que me esté dejando llevar demasiado por un par de historias del abuelo Peligro sobre el mar. Pero, Tom, cuando te toca vivir en el infierno, puedes correr con los demonios o hacia ellos. ¿Tú qué opinas?
—Que quien combate contra demonios necesita un dragón a su lado.
—¿Es un viejo dicho irlandés?
—No, es mío, basado en pasar demasiado tiempo a tu lado.
Kris tocó la puerta del coronel Hancock exactamente quince minutos después de colgar el localizador. Estaba sentado, con los pies sobre la mesa, observando un lector. Ella y Tommy se presentaron y se situaron ante sus botas. Él levantó la vista, echó un vistazo a un reloj de pared y devolvió la atención a su lector.
—Se han tomado su tiempo.
—Sí, señor —contestó Kris.
—El almacén es un caos —dijo el coronel, sin apartar la mirada del dispositivo—. Ordénenlo. Por algún motivo, solo estamos distribuyendo sacos de arroz y judías. Tiene que haber algo mejor que comer en ese almacén. Encuéntrenlo.
—Sí, señor —dijo Kris. Esperó. No pasó nada más.
Saludó a las botas del coronel; Tom la imitó. El coronel Hancock les lanzó otro gesto desganado. Ella y Tom mantuvieron una expresión pétrea y se marcharon de la oficina.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Tom, repitiendo la pregunta que ya había formulado aquella tarde.
—Es una competición —dijo Kris.
—¿Y sabes el resultado?
—Creo que vamos ganando —opinó Kris—. ¿Dónde está el almacén? —Nelly no tenía la respuesta a esa pregunta, así que Kris se puso a buscar por la sección. Al final del pasillo en el que se encontraba la oficina del coronel encontraron un lugar que podría ser el que buscaban… Dos individuos dormían en sus respectivas sillas, tras el mostrador—. ¿Dónde está el almacén? —preguntó Kris. Dos veces.
Uno se despertó, miró a su alrededor, vio a Kris, cogió una hoja de papel y la tiró hacia ella. Kris la observó: mostraba la distribución de las calles. Rotó la hoja lentamente, intentando que la orientación de las calles reales encajase con la situación del plano. Finalmente, la mejor posición del mapa resultó al girarlo unos treinta grados.
—Parece que está a dos calles de aquí —concluyó Kris.
—¿Vais a ir allí esta noche? —preguntó el único «bello durmiente» que se había despertado, acomodándose en su silla.
—Eso tenemos previsto —contestó Kris.
—Llevad vuestras pistolas.
Kris dejó a ambos dormidos.
—Panda de incompetentes. ¿Crees que deberíamos haberlos despertado? —preguntó Tom.
—Si se sienten a salvo durmiendo en el pasillo del coronel, ¿crees que un par de alféreces novatos van a preocuparlos lo más mínimo?
—¿Qué clase de Marina es esta?
—Pensé que la reconocerías, alférez Lien. Esta es la Marina de la que hablaban vuestros predicadores. Es la Marina del infierno. —Kris se detuvo ante su taquilla para coger su M-6. Tuvo que recordarle a Tom cómo cargar y descargar su arma. Juntos, con los fusiles sobre el hombro y el cañón hacia abajo para que no les entrase agua de lluvia, recorrieron las dos calles que los separaban del almacén. Un guardia civil custodiaba la puerta; su cañón también apuntaba hacia abajo.
—¿Quiénes sois? —les preguntó.
—Alféreces Longknife y Lien. Estoy al mando de las instalaciones de almacenamiento aquí en Puerto Atenas. He venido a inspeccionarlas.
—No puedes. Está oscuro.
—Ya me he fijado —dijo Kris mientras se dirigía al almacén. La zona estaba bañada de luz, varios camiones se encontraban en el área de carga—. Pero parece bien iluminado.
—Escucha, no sé quiénes sois o qué creéis que estáis haciendo aquí, pero este no es vuestro sitio. Largaos ahora que podéis o… —El fusil empezó a orientarse hacia Kris.
Kris dudó que pudiese esquivar una bala, pero en aquel instante, el fusil parecía a su alcance. Sin dudarlo un instante, lo agarró del cañón. Sus manos envolvieron aquella fría arma de metal, provocándole un escalofrío. Estás loca, mujer. Sin embargo, parecía la clase de cosa que haría Peligro. El guardia parecía tan impactado al ver una mano en su arma como ella. Forcejeó durante un instante, pero ella consiguió arrebatarle el fusil de las manos y situó la culata sobre la barbilla de su antiguo portador.
—Parece que tendremos que mantener una pequeña charla —gruñó Kris. De cerca, bajo la luz, Kris pudo observar al guardia por primera vez: un chaval de unos trece años contemplaba el fusil en sus manos, atónito—. ¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kris. Se había metido en algunos buenos líos cuando apoyó la campaña de su hermano Honovi.
Por supuesto, la mayor parte de los miembros de la campaña de Honovi no llevaban armas y parecían mucho menos hambrientos. A modo de respuesta, el chaval empezó a gritar nombres. Entonces Kris le propinó un fuerte golpe en la mandíbula con la culata de su arma, tal y como se le había instruido en los vídeos y, para su sorpresa, este puso los ojos en blanco y se desplomó sobre un charco de barro. Al mismo tiempo, de los camiones y puertas cercanos empezaron a asomar cabezas. Kris había llamado la atención de entre veinte y treinta personas. Hora de pronunciar un discurso de campaña.
—Estáis entrando sin permiso en una propiedad del Gobierno —gritó, y se agachó en cuanto un fusil apuntó en su dirección. La bala pasó demasiado alto, pero Kris se dio cuenta de que no había ningún lugar en el que ponerse a cubierto. Agachada, apuntó con su M-6 y disparó una salva de tres balas, por encima de donde suponía que se encontraban las cabezas de sus objetivos. La gente abandonó los almacenes y ocupó los camiones. Se encendieron varios motores.
—¿Hay algún otro modo de salir de este almacén? —preguntó Tom, en guardia, desde el fondo del socavón más profundo que había podido encontrar.
—No lo creo.
—¿Significa eso que van a pasarnos por encima? —gimió.
—Dios mío —suspiró Kris. Pero no tenía de qué preocuparse.
Los camiones se alejaron de ella y, con unos cuantos disparos más sobre su cabeza, abrieron un agujero en la valla del lado opuesto a la salida. Kris se puso en pie cuando el último camión hubo desaparecido. Miró hacia abajo, hacia el muchacho.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó el chico, aterrado.
—Enviar un mensaje —dijo Kris, indicando al chaval que se levantase con el cañón de su M-6. Parecía famélico. Sus ropas necesitaban un remiendo—. ¿Quién te ha contratado?
—No voy a decirte nada.
—¿Cuánto te pagan por esto?
—Un saco de arroz. Mi madre, mis hermanos y mi hermana están hambrientos.
—Ven al almacén mañana. Ahora trabajas para mí, así que me aseguraré de que los tuyos coman bien. Y diles a los que acaban de irse que si vuelven aquí mañana, veré qué trabajos puedo encontrarles. Pero si vienen mañana por la noche, habrá marines armados recorriendo el perímetro. Diles que ahora en este almacén mandan otros. Pueden cambiar y comer, o pueden seguir como antes y morirse de hambre.
El rostro del chico cambió mientras ella hablaba. El terror desapareció. El abatimiento y la sorpresa permanecieron allí un rato más, junto con una persistente sombra de duda. Pero cuando la alférez puso fin a su discurso, el chaval asentía con la cabeza, y empezó a retroceder con precaución. Kris lo observó hasta que desapareció entre las sombras.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Tom.
—Bueno, a menos que quieras pasarte el resto de la noche vigilando la valla, yo propongo que regresemos a nuestras habitaciones y descansemos. Sospecho que mañana vamos a tener otro día de mierda.
—Pero la valla tiene un pedazo de agujero.
—Ya me he fijado. Y seguirá así hasta que alguien la repare. Tal y como está, parece como si invitase a cualquiera a pasar. Mujeres hambrientas, niños, a todos. Pero te digo una cosa, Tommy: estamos aquí para dar de comer a la gente, ¿verdad?
—Sí.
—Bueno, pues si un puñado de personas quiere ayudarme a distribuir la comida, me parece bien.
—¿Entonces por qué disparaste a los camiones?
—Porque tenían armas. ¿Cuánta comida crees que estaban dispuestos a repartir?
—Cierto —bufó él—. Los políticos siempre se preocupan más por el modo que por la acción en sí.
Kris pensó que solo estaba siendo práctica. Se encogió de hombros, se volvió y regresó al complejo principal llevando dos fusiles consigo.
—¿Qué otra cosa puedes hacer, Tommy? Nueve veces de cada diez, la perspectiva influye más en el resultado final que cualquier otra cosa.
Una vez en la base, Kris se detuvo bajo la lluvia. La ventana de la oficina del coronel seguía encendida; la única luz de todo el edificio de administración.
—Pero ¿a ese hombre qué le pasa? —preguntó Tommy mientras negaba con la cabeza.
—Hubo problemas en un planeta, Infratinieblas —explicó Kris—. Los granjeros no consideraban justa la parte que estaban recibiendo de sus cosechas. Ocurre de vez en cuando. Hancock envió a un batallón de marines para que mantuviesen el orden. Algunos informes dicen que se movió por motivos económicos. Otros dicen que desplegó a un puñado de veteranos que tenía disponible. En cualquier caso, los métodos estándar de control de masas no parecían funcionar y alguien pensó que sería mejor utilizar ametralladoras. Hubo muchas protestas. Hancock fue juzgado, pero el tribunal marcial lo encontró no culpable.
—Así que es ese Hancock. Sí, hemos oído hablar de él hasta en Santa María. Los medios se pusieron como locos. ¿Cómo puede declararse no culpable a un hombre que ha matado a cien granjeros desarmados?
—¿Conoces a muchos granjeros en Santa María? —preguntó Kris.
—A unos pocos.
—Yo conozco a unos cuantos generales. Pensaban que Hancock había hecho su trabajo. Había parado los pies a un puñado de anarquistas que querían asesinar, violar y saquear las calles.
—¿Estás de acuerdo con ellos?
—No, pero entiendo su postura. También me pregunto si la Marina hubiese enviado dos o tres batallones a Infratinieblas si la gente no hubiese optado por volver a sus casas antes de que la situación se descontrolase aún más. En cualquier caso, Hancock fue absuelto por el tribunal, y ya ves qué misión le asignaron a continuación.
—Sí, pero no lo entiendo.
—Los peces gordos no van a colgarlo porque así lo quieran los civiles. Pero tampoco quieren que otro oficial cometa el error de pensar que puede permitirse esa clase de errores. Dado que no escogió la opción más honorable, dimitir, está aquí, para que se entere de su fracaso.
Tom echó un vistazo alrededor del complejo.
—Desde luego, este lugar es un desastre.
—Y sospecho que va a ir a peor. Cuando estaba en la universidad, leí un ensayo sobre liderazgo escrito por el abuelo Peligro. Tenía mucho que decir, pero lo que más me llamó la atención era que su idea del liderazgo dependía de las creencias, incluso de la ilusión.
—¿Creencias? ¿Ilusión? —Tom no parecía convencido—. Como comandante, tienes que creer que eres la persona más apta para liderar, que puedes llevar a cabo la misión con el menor número de bajas, con menos sufrimiento y mejor que cualquier otro. Y tus soldados deben creer lo mismo. Incluso aunque no sea así, todos tienen que creerlo. —Negó con la cabeza—. Y aquí nadie se cree nada.
—Cierto —convino Kris—. Y eso es lo que hace que este lugar sea un infierno, no la lluvia.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé —dijo Kris lentamente—. Bueno, sí, sí que lo sé. Vamos a asegurarnos de que esta gente no pase hambre. Aparte de eso, tendremos que esperar a ver.
—¿Por qué será que me da miedo esperar a ver qué nos tiene reservado la alférez Longknife?
—Oh, no sabes tú bien cuánto te vas a asustar, Tommy, querido. Bueno, ¿te parece si nos guarecemos de esta lluvia?
De regreso a su dormitorio, Kris llevó a cabo una rápida inspección. Las instalaciones eran las típicas de un hotel: un baño con una ducha, un dormitorio con armario, una silla, un escritorio y una preciosa cama. Mientras los sistemas autónomos de energía, agua y alcantarillado del hotel siguiesen funcionando, Kris podría atender sus asuntos personales. Su petate estaba tirado sobre una alfombra empapada de agua. Lo arrastró hasta el baño; casi todo su contenido estaba calado. Por un momento, consideró la posibilidad de dejarlo en manos del personal de lavandería. Sin embargo, un vistazo al moho que crecía en las baldosas sugería que el personal no estaba dispuesto a hacer gran cosa, independientemente de la propina.
Con una débil sonrisa, Kris llevó su traje a la lavadora, la secadora y la estación de planchado, todo ello ubicado en el baño. Se preguntó cuántas muchachas de Bastión sabrían hacer la colada, pero tenía cosas que hacer mientras sus manos estaban ocupadas. Tener que pedir un mapa para encontrar su propio almacén era ridículo.
—Nelly, ¿te entregó Sam alguna nueva rutina antes de marcharnos?
—Varias.
—¿Puedes sincronizarte con el sistema militar?
—Tengo varios modos de hacerlo.
—A ver si puedes colarte en la red militar local.
—Buscando. —Nelly respondió con obediencia y quizá con una pizca de entusiasmo, si Kris había interpretado bien su entonación de inteligencia artificial. Para cuando Kris tuvo su ropa interior color caqui y el traje blanco listos para tender, mientras se preguntaba por qué no había seguido el consejo del oficial y lo había dejado en casa, el sistema de planchado se había sobrecalentado y amenazaba con quemarle los dedos. Nelly escogió el momento adecuado para responder—. Ya tengo acceso.
—Nelly, ¿puedes apagar las luces del almacén?
—Sí.
Kris caviló durante un instante.
—A las ocho de la tarde, hora local, apaga las luces del almacén. Eso debería dar a la gente del lugar el tiempo necesario. ¿Puedes apagar los sistemas de cierre? —Kris se tomó un instante para quitarse su empapado uniforme y colgarlo en la ducha junto a las anegadas botas. Bajó la humedad de la estancia al mínimo. Se quitó de encima a Nelly y la depositó cuidadosamente sobre el escritorio.
—Esa información no está en la red militar. —Hubo una breve pausa—. Puedo acceder a ella a través del sistema del almacén.
—¿El almacén tiene su propio sistema?
—Sí, señora.
—Apágalo a las dos y media —ordenó Kris, colándose bajo la manta y tirando de ella hacia arriba. Tenía los pies fríos, pero eso no duraría mucho—. Nelly, ¿a qué hora es el toque de diana?
—La división administrativa va a daros la bienvenida en la base de apoyo Olimpia a las seis de la mañana.
No en la base de marines de Puerto Atenas. Kris se fijó en la discrepancia entre el recibimiento de Hancock y el de la división administrativa. Otra cosa de la que preocuparse al día siguiente.
—Nelly, despiértame a las cinco y media.