Capítulo 8

8

—¿Tu padre siempre es así? —preguntó Tommy.

El camino a casa estuvo protagonizado por un incómodo silencio. Kris agradeció que alguien lo rompiese, aunque la pregunta no tuviese una respuesta concreta. Kris había tenido toda la vida para acostumbrarse a su familia, pero Tommy había sido arrojado a ella por las malas… y había pedido mantenerse al margen de todo aquello.

—¿Qué es lo que te llama la atención de la forma de ser de mi padre?

Tommy se encogió de hombros.

—No lo sé. Siempre es tan protocolario… Quiero decir, si les contase a los míos que alguien quiere matarme, no me preguntarían si tengo pruebas que tengan validez en un juicio.

—Pues mi padre sí —contestó Kris con naturalidad.

—Entonces tú padre sí que sería capaz de trasladarte a Infierno en la Tierra.

—Desde luego —contestó, sin pensárselo dos veces.

—A su propia hija. Tienes que estar bromeando.

—Necesito un trago —declaró, mirando por la ventana del coche para contemplar los alrededores por primera vez desde que abandonaron la oficina de su padre. Estaban doblando una esquina del distrito universitario—. Harvey, para en el Scriptorum.

Harvey no tocó los mandos del coche.

—Señorita Kristine, no creo que eso sea lo más sensato.

—¿Acaso algo de lo que he hecho hoy lo ha sido? ¿Vas a decirle al coche que se dirija al Scriptorum, o tengo que hacer que Nelly lo piratee?

—He actualizado el sistema de seguridad del coche desde que se graduó —gruñó Harvey.

—Y yo he actualizado a Nelly. ¿Quieres que comprobemos quién se compró la mejor actualización?

Harvey dio nuevas instrucciones al coche. Pese a que el tráfico del distrito universitario era, como habitualmente, un caos, el ordenador localizó una plaza de aparcamiento a media manzana del Scriptorum; viajar a bordo de un coche con una matrícula personalizada de la flota del primer ministro tenía sus ventajas. El Scriptorum no había cambiado nada en los cuatro o cinco meses que habían transcurrido desde que Kris se graduó. Una nueva partida de novatos se reunía ante las mesas más próximas a la puerta. En la mesa de los estudiantes de último grado tenía lugar el inevitable bullicio; Kris escuchó la palabra «delegación» y se sintió tentada de unirse. Pero ya no estaba en el último curso. Y, además, discutir a favor o en contra de la Tierra cuando no se trataba más que de un juego era una cosa, pero en aquel momento era real, y ella era una oficial en activo que tendría que asumir las consecuencias de sus palabras. De algún modo, se había acabado la diversión.

Kris se acomodó ante una mesa de la sección de profesores. Relajándose en la silla, intentó observar aquel lugar como lo había hecho durante sus cuatro años de educación universitaria. La luz difusa mostraba cada grieta y desperfecto en aquellas paredes de agua y barro que pretendían emular ladrillos. Sobre el olor a pizza y cerveza destacaba el de los estudiantes: sudor, lectores y hormonas, confiriéndole la atmósfera de una librería, más que de un bar. Las gruesas mesas de madera estaban cubiertas con las marcas que grababan los estudiantes. La mesa en la que Kris y su clase de «conflictos del siglo XXIV» habían grabado sus iniciales el sábado en el que se reunieron allí se extendía a través de la estancia; el viejo doctor Meade se había negado a hablar de los conflictos de seiscientos planetas sin una cerveza en la mano, de modo que se saltaban sus clases y quedaban allí todos los sábados del semestre. La mesa estaba ocupada: una docena de estudiantes la habían cubierto de lectores, láminas y teclados. Algunos estaban realmente concentrados en su trabajo, mientras varias parejas se concentraban en sí mismas. Kris sonrió al observar aquella escena tan familiar.

—¿Qué quieres? —preguntó un camarero-estudiante, con la falta de tacto característica de los servicios que se ofrecían en el Scriptorum.

Tom le pasó la pregunta a Kris con una mirada. Harvey se sentó en una silla, con la espalda perfectamente recta y una mueca de circunspecta desaprobación en su rostro. Había conducido a Kris al colegio en muchas ocasiones cuando tenía doce años y la resaca le martilleaba la cabeza. Debería haberla llevado con su bisabuelo Peligro. En aquel momento, observaba a Kris con silencioso reproche y severa expresión, como lo haría el sargento de artillería.

Aquello respondía a la pregunta de por qué Kris sobrellevaba tan bien la presencia de supervisores y sargentos en la EAO. Había vivido con uno de ellos permanentemente a su lado, caramba. Y, cómo no, sabía lo que pensaban tras aquellas expresiones agrias y formales con las que se dirigían a los futuros oficiales.

—Yo tomaré agua con gas, con un chorrito de lima —pidió Kris. Y Harvey se relajó un poco, que era todo el margen que estaba dispuesto a conceder a Kris. Todo cuanto Kris necesitaba, por otra parte.

—Yo tomaré un refresco con cafeína, lo que tengáis en este planeta —fue el pedido de Tom.

—Lo mismo para mí —dijo Harvey.

—Ahora mismo, soldaditos —obedeció el camarero. Cuando regresó a la barra, añadió—: ¿No se supone que los militares no pueden entrar en un bar?

Kris reaccionó con perplejidad ante aquel comentario. Vestían ropa de civil, aunque Tom y Harvey llevaban el pelo cortado al estilo militar, y Kris lo llevaba mucho más corto y peinado que cuando se sentaba junto al doctor Meade y mantenían apasionadas discusiones. La joven estuvo a punto de ponerse en pie, responder a aquel mocoso y echarle una buena bronca. Al menos eso era lo que todo alférez hacía con los reclutas díscolos.

Pero el camarero no era ningún subordinado y, pese a que Kris entró en el Scriptorum para sentirse en casa, era cierto que ella y los suyos tenían prohibido entrar en aquel lugar. La estancia estaba llena de soñadores que no tenían la menor idea del coste de sus alocadas acciones y carecían de la responsabilidad para pagar las consecuencias. Ahora que Kris se había jugado la vida por un plan que ella misma había elaborado, aquel lugar se le antojaba ramplón, irreal, una pérdida de tiempo. Estuvo a punto de marcharse.

Sin embargo, Tom le había formulado una pregunta y merecía una respuesta.

—Sí, si me enfrentase a mi padre, me asignaría a Infierno en la Tierra, y pasaría el resto de mi carrera al servicio de la Marina allí.

Tom pareció perplejo por un instante, y entonces conectó aquella frase a la conversación que habían mantenido hacía cinco minutos.

—No me lo puedo creer.

Kris observó que Harvey no había intervenido. Una vez más, aquel silencio era la confirmación que ella necesitaba. Se le daba bien leer la mente del anciano.

—Mi padre es un político —le dijo a Tom—. Una vez le oí decir que un buen político es aquel que siempre devuelve un favor. La lealtad es la única virtud que le he oído admirar. Si le eres leal, moverá cielo y tierra por ti. Si le fallas, convertirá tu vida en un infierno sin pensárselo dos veces. Tendrías que haber visto cómo se puso cuando un aliado que había permanecido veinte años a su lado lo traicionó. Ni siquiera parpadeó, pero aquel antiguo amigo no volvió a obtener ni la hora de Billy Longknife. —Kris se reclinó en la silla, inhaló profundamente y expiró con lentitud—. Supongo que mi padre tiene que soportar una presión terrible. —Cuando miró a Harvey de soslayo, este contestó asintiendo con la cabeza de forma casi imperceptible—. Su amenaza es real; pero al cuerno con este asunto. No quiero añadir una carga más a la que ya soporta.

Tom sacó su lector y empezó a desplazarse a través de las pantallas.

—Quizá pueda viajar a Santa María desde aquí. Alférez Longknife, empiezo a pensar que conocerte puede dar al traste con una carrera.

—O con una vida —gruñó Harvey.

Kris extendió el brazo y cerró el lector de Tom.

—Listos para marchar, tropa —ordenó, en el momento en el que el camarero se aproximaba con las bebidas. Mientras el chaval las depositaba sobre la mesa sin ninguna delicadeza, vertiendo el pegajoso contenido de los vasos sobre la madera, Kris se puso en pie. Tom y Harvey la imitaron. Temiendo que se marchasen sin pagar, el joven se dispuso a detenerlos cuando Kris estampó sobre la mesa un billete que cubriría el doble del precio de los tres refrescos. Aquello bastó para silenciarlo.

»Mis marines salvaron a una niña de seis años de los terroristas la semana pasada —dijo con una voz que había aprendido sentada sobre las rodillas de su padre, y que se extendió por todo el local—, pero, por lo que parece, la gente que se gana la vida trabajando no es lo bastante buena para este lugar. —Mientras el silencio se extendía por las mesas, observó aquella en la que se sentaba el año pasado—. Podéis añadir ese a vuestros conflictos del siglo XXIV.

Una vez dicho todo cuanto tenía que decir, se dirigió hacia la puerta. Tom y Harvey la siguieron. No tardaron en recorrer la distancia que los separaba de la salida. Un par de estudiantes entraba. Echaron un rápido vistazo a la falange que se dirigía hacia ellos y retrocedieron dos pasos, manteniendo la puerta abierta mientras Kris conducía a su pequeño destacamento hacia el exterior, bajo la luz del sol, y después se dirigieron al interior rápidamente mientras dejaban que la puerta se cerrase tras ellos.

—Ha sido divertido —dijo Tom con una sonrisa.

Kris observó el cielo azul que se extendía sobre ella, en el que brillaba un sol digno de un hermoso día de primavera.

—Tenemos que conseguirle un par de gafas de sol a Tommy.

—¿Gafas de sol? —repitió el de Santa María.

—Sí. Ahora estás en mi pozo de gravedad, viajero del espacio —dijo Kris mientras se volvía hacia el coche—. No tienes ningún casco con visor que proteja esos ojos azules que tienes, ni un traje que te aísle del sol. Necesitarás algo de protección solar, astronauta blancucho.

—¿Y por qué iba a necesitar todo eso?

—Harvey, ¿mis padres aún conservan el Oasis en el lago?

—Y los operarios lo revisan dos veces a la semana para asegurarse de que no hay problemas, aunque el primer ministro y su esposa no han navegado en él en cinco o seis años.

—Ellos se lo pierden. —Kris cogió a su compañero alférez por el codo—. Tommy, chaval, estás a punto de descubrir lo bien que se siente uno con el viento acariciándote el rostro, un barco bajo tus pies y una buena estrella guiándote, aunque sea hasta el otro extremo del lago.

—¡Un yate de verdad! —dijo Tommy con poco entusiasmo—. ¿Crees que podría pedirle a Thorpe unas seis semanas de permiso a bordo de la Tifón? Cada vez me atrae más la idea de irme a mi litera.

—Venga ya, Tommy, has viajado por las estrellas. ¿Nunca te has preguntado cómo viajaban los antiguos por los mares de la antigua Tierra?

—No. Y tampoco he querido nadar en toda mi vida.

—No tengas miedo, chaval, te pondré un chaleco que te mantendrá a salvo en caso de que te encuentres con más agua de la que puedas tragar.

—Eso es lo que siempre he querido, que me proteja de ahogarme un pedazo de corcho y plástico.

—¿Y qué es un traje espacial en comparación? —preguntó Kris sin poder reprimir una carcajada.

—Algo con lo que estoy familiarizado.

—Harvey, al lago.

Mientras el coche se incorporaba al tráfico, Kris dedicó un instante a ponerse en contacto con Nelly.

—Haz una búsqueda planetaria sobre Longknife y Peterwald, cualquier contacto entre ambos y todo negocio que hayan llevado a cabo en los últimos ocho años. Después, amplía la búsqueda a toda la Sociedad de la Humanidad. Antes de que vayas demasiado lejos, explora el ordenador de la tía Tru para comprobar si tiene información sobre estos temas.

—El ordenador de Tru está muy bien protegido —observó Nelly.

—Sí, pero puede que encuentres un fichero o dos con menos seguridad en el interior de Sam. Padre me dijo que no hablase con Tru, pero no dijo nada acerca de que tú te comunicases con Sam.

—Comenzando búsqueda.

Kris se relajó en el asiento trasero de cuero del vehículo. Incluso si alguien la quería muerta (algo a lo que ya se había acostumbrado como hija del primer ministro), en Bastión se sentía como en casa. Le quedaban seis semanas para decidir si cierta alférez novata tenía más problemas entre manos de los que preocuparse que una carrera en la Marina. Tiempo de sobra. Al crecer bajo el mismo techo que un político, Kris había aprendido aquella lección a una temprana edad: el tiempo puede cambiarlo todo.

Al día siguiente, un poco quemada por el sol pero contenta, Kris se sentía feliz después de que el viento sacudiese las telarañas de su cerebro. Tommy y ella vestían con ropas blancas y almidonadas mientras Harvey los conducía a través de la carretera circular ante el museo de Historia Natural. Su enorme salón había sido acondicionado para lo que Harvey definió, gruñón, como lo que iba a ser la peor en una sucesión de charlas cargadas de palmaditas en la espalda.

—Así se rompan los brazos. —Era la esperanza del viejo soldado. Tommy había hecho todo lo posible por escabullirse del evento, pero Kris lo arrastró consigo, haciendo caso omiso de sus continuas protestas.

—¿Por qué preocuparse? Nunca ha habido ningún herido en reuniones como esta —le aseguró Kris a su amigo.

—Con suerte, será la primera vez.

—Imposible. Es absolutamente imposible que algo salga mal —aseguró Kris con una confianza que se evaporó cuando Harvey los condujo a través del aparcamiento. Varias limusinas ya habían estacionado allí, incluyendo una idéntica a la de Kris, salvo por la pintura roja y amarilla que goteaba sobre su brillante carrocería negra.

—¿De quién es esa?

Gary, que iba en el asiento del copiloto, apuntó su unidad de muñeca a aquella limusina pintarrajeada y pulsó un botón.

—Es una de las nuestras, la número 4. Hoy le tocaba llevar al general Ho, de la Tierra. Creí que habíamos dado esquinazo a los manifestantes contra la Tierra.

—Yo no he visto ninguna manifestación —dijo Kris.

—Entonces supongo que nosotros sí conseguimos darles esquinazo —dijo Harvey, arrastrando las palabras, mientras aparcaba al lado de una limusina blanca todavía más grande, que necesitaba cuatro ruedas traseras para sostenerse.

—¿Quién es el dueño de ese monstruo? —preguntó Tommy.

Una vez más, Gary apuntó al vehículo con su unidad y luego sonrió.

—Ya decía yo que me sonaba. No hay muchas como esa. Es el crucero de batalla privado de Henry Smythe-Peterwald XII —declaró el guardia de seguridad de Kris.

Tommy arqueó una ceja mientras abría la puerta.

—¿Y dices que nadie ha muerto en una de estas reuniones?

—¿Y no decías tú que siempre hay una primera vez? —replicó Kris inmediatamente, mientras observaba el colosal vehículo que se encontraba a su lado. Su blindaje era lo bastante ligero como para un vehículo de aquellas características. ¿Qué hacía que aquel elefante blanco necesitase cuatro ruedas traseras enormes para soportar su peso?

—¿Cómo voy a explicarles a mis ancestros que me presento ante ellos sin descendientes que lleven el apellido de la familia? —exclamó Tommy mientras ofrecía paso con educación a Kris, tras abrirle la puerta.

—Estoy segura de que tu labia irlandesa bastará para inventarse una bonita historia con la que agasajarlos —respondió Kris mientras se bajaba del vehículo, tras lo cual estiró los hombros. Si bien era cierto que nunca se había derramado sangre en aquellos eventos, el equivalente político de aquel líquido rojo podía llegar a correr hasta cubrir las rodillas. Antes había sido la querida hija de padre, la candidata al matrimonio para su madre. Aquel día era Kris Longknife, alférez, oficial en activo condecorada con una medalla. Quizá debería pensar sobre ello.

Kris se encogió de hombros y se unió a la marea de gente que se dirigía desde los peldaños de piedra del museo hacia el pórtico de planta semicircular. Una criatura de seis metros provista de unos largos colmillos en pose altiva presidía el centro de la estancia; un homenaje a la pericia del taxidermista más que al ser que había aterrorizado a los pobladores originales de Bastión. El hábitat de los astados había sido reemplazado por flora terrestre; pese a ello, algunos rebaños se las habían apañado para sobrevivir en el continente norte. De pequeña, Kris siempre se entristecía al contemplar aquella criatura disecada. En aquel momento, le recordó que quien ostenta el poder hoy puede acabar convertido en una alfombra disecada el día de mañana. Y tú querías ser tú misma. Una parte de ella se rio.

La sala de recepción, de techos altos y con altas columnas de mármol de un hermoso color gris con vetas rojas, anaranjadas y azules resplandecía. La vasta extensión de la regia alfombra azul que se desplegaba bajo sus zapatos blancos hacía destacar el color del mármol y reforzaba la apariencia tranquila de la inmensa estancia hasta hacerla sobrecogedora. Qué lugar tan espléndido para que los ilustres invitados celebrasen aquel instante de gloria.

Kris se reunió con sus compañeros y los encontró empequeñecidos por el lugar que los rodeaba. La mayoría de los hombres llevaba anodinos fracs negros con pajaritas blancas, pantalones más ajustados o más holgados, según su elección… y no siempre les favorecían. Madre había creado tendencia en la moda femenina con un vestido rojo hasta el suelo que se extendía más de un metro a su alrededor, abultado por lo que Kris estimó que debían ser al menos una veintena de cancanes. La parte superior del vestido concluía mucho antes de lo que a Kris le hubiera gustado, con un ceñido y brillante corsé que forzaba hacia arriba todo de cuanto disponía una mujer para que lo viese todo el mundo, salvo la mujer que lo llevaba. Los hombres parecían muy ocupados dejándose ver para percibir la pulcritud que los rodeaba. Todos los hombres salvo Tommy.

Cuando Kris se puso por primera vez una gargantilla a juego con un vestido, lo consideró un artefacto de tortura. Pues bien, madre fue capaz de idear algo aún peor. Kris, que no tenía nada que el corsé pudiese realzar, estaba contenta con su almidonado traje blanco. Por desgracia, aquel atuendo no llamaba la atención de Tommy tanto como los corsés.

Madre estaba reunida en el extremo sur de la estancia con la mayoría de las mujeres ilustres, esposas de parlamentarios y demás. Padre, por sus propios motivos, rondaba en círculos en torno a la mayoría de los parlamentarios y hombres de negocios en la sección norte. Su hermano mayor, Honovi, aún en su primer mandato parlamentario, no se separaba de su padre. Estaba aprendiendo el oficio familiar; Kris le deseó suerte.

El ala este estaba repleta de almirantes de la flota y generales. Capitanes y comandantes formaban una línea divisoria que parecía guarecer a los altos mandos de los civiles más insistentes. Kris sopesó la posibilidad de refugiarse entre sus filas, pero en el corazón de aquel grupo había otros familiares: sus bisabuelos Longknife y Peligro. No tenía ni idea de cómo afrontar una reunión con ellos por primera vez en diez o quince años. ¿Sería correcto que una alférez extendiera los brazos hacia un viejo general y le diera un abrazo, o debería cuadrarse bien estirada y pronunciar un escueto «buenas tardes, señor»? El general McMorrison, jefe del Estado Mayor de Bastión, se encontraba cerca del general Ho, jefe del Estado Mayor de la Tierra. A su alrededor había un contingente, por su tamaño, inusual de homólogos de otros planetas. Por algún motivo, Kris dudó que tuviese la acreditación de seguridad necesaria para escuchar lo que para ellos no sería más que una charla informal.

Resignándose a lo inevitable, la alférez se volvió hacia el grupo del primer ministro para comprobar qué tareas oficiales se le habían asignado. Antes de que Kris alcanzase a padre, Honovi se separó de su lado y se desplazó para interceptarla. Lo seguía un desconocido que, a juzgar por su indumentaria y su corte de pelo al estilo militar, tenía que ser un agente de seguridad. Kris sonrió y saludó a ambos. El agente llegó a asentir con la cabeza en su dirección. Honovi no tardó en abordar su objetivo.

—Hermanita, tienes al viejo hecho polvo. Está peor que cuando te alistaste en la Marina.

—Parece que consigo ese efecto. —Ambos se encogieron de hombros, como lo habían hecho tantas veces ante situaciones que no llegaban a comprender del todo.

—Bueno, yo he conseguido calmarlo aunque sea por hoy. ¿Qué te parece si nos ahorramos el riesgo de que os pongáis a hablar?

—Podría pasar de largo, sonreír y decir algo amable.

—Pero que sea muy corto y muy amable —enfatizó Honovi con aquel irritante tono de voz que empleaba cuando creía haber convencido a Kris de algo que ella ya había decidido.

Kris respondió exagerando sus maneras.

—Sí, señor. Sin preguntas, señor.

—Me da que ni siquiera la Marina es capaz de sacarte una respuesta así. —Honovi sonrió—. Por cierto, hermanita, valoro mucho lo que hiciste por mi campaña. Hasta padre dice, cuando está tranquilo, que me sacaste las castañas del fuego.

Kris se inclinó y le dio a su hermano mayor, dos centímetros más bajo que ella, un beso en la mejilla.

—Sigue así, hermano. Haz que padre se enorgullezca.

—Lo haré. Y ahora, en marcha. Cuantos más Longknife haya circulando, más manos estrecharemos. —Citó la perenne demanda de padre y miró a cada una de las esquinas de la habitación en las que aún no había familiares presentes—. Di algo agradable a ese grupo de oficiales, o a los veteranos. Tú y yo sabemos que a padre le vendría bien toda la ayuda posible en el ala derecha y, con tu medalla y todo eso, seguro que algo consigues.

Era agradable comprobar hasta qué punto valoraba su padre que pusiese en peligro su vida.

—Ahora mismo —dijo Kris, obediente, mientras se daba la vuelta.

—¿Así funciona? —preguntó Tommy cuando Honovi se hubo marchado.

—¿Quieres decir si lo primero es la política y todo lo demás, secundario?

—Supongo.

—¿Tu familia no antepone los negocios a todo?

—Sí, pero también nos divertimos.

—Tommy —dijo Kris mirando alrededor, manteniendo su sonrisa firmemente pegada a su rostro—, este es un entorno en el que se forjan muchas lealtades políticas. Es en ocasiones como esta cuando mi familia hace negocios.

—¿Crees que Harvey podría llevarme a casa?

—Sonríe, escucha y todo saldrá bien —concluyó Kris, concediendo a Tommy aquel consejo básico de supervivencia que su padre le había dado cuando tenía seis años. Al lado opuesto de los militares se encontraba un grupo de viejos veteranos cubiertos de medallas que lucían orgullosos en sus solapas y en las impecables pecheras de sus ropas de civil. Dado que en aquel grupo no había ningún miembro de su familia que pudiese reconocer, Kris se dirigió hacia ellos, pero lentamente.

—Kris, casi no te había reconocido vestida de blanco —espetó unas de las amigas de madre en voz alta—. Ay, es que no es propio de ti, para nada. —Kris suspiró e hizo una pausa mientras una mujer acompañada de su hija se aproximaba hacia Tommy y ella. La madre lucía todas las últimas tendencias en los lugares incorrectos. Su hija tenía sus atributos tan realzados que a Tommy se le salían los ojos de las órbitas… O se había dado colorete en los pechos o estaba mostrando unos milímetros más incluso que la madre de Kris—. Esperaba que pudieses organizar el desfile de moda estival, como hiciste el año pasado —dijo la madre—. Tienes una mano con los horarios, las listas de asistencia y cosas así…

—Madre —intervino la hija, poniendo los ojos en blanco—, hasta tú puedes darte cuenta de que tiene otras cosas que organizar. ¿Te dejan hacer algo que no sea tu trabajo? —preguntó, mirando a Kris de arriba abajo—. Estás empezando desde abajo, ¿verdad? Quiero decir, como banderín, corneta o un rango así.

—Alférez —le informó Kris. Tras ella tenía lugar una conversación mucho más interesante.

—Los beneficios potenciales no tendrán límite, hijo —aseguraba una voz aguda—, una vez nos hayamos quitado de encima a ese montón de viejas asustadas de la Tierra, que tanto han limitado nuestra expansión. Nos están chupando la sangre, obligándonos a asentarnos en todo planeta habitable en su área de expansión antes de permitirnos dar un pasito al exterior. Es una vergüenza que un maldito tratado que no hace sino estrangular el crecimiento lleve el nombre de Bastión.

—Bueno, conozco a un chico encantador, McMorrison —continuó la mujer—. Quizá, si le hablo bien de ti, podría conseguirte un pase para el desfile de este año.

Kris murmuró algo parecido a «buena suerte» y se volvió en cuanto ellas lo hicieron. Se encontró cara a cara con un rotundo hombre de negocios, que se puso tan rojo como su corbata cuando se dio cuenta de que había hecho su última observación ante una de las tataranietas del hombre que, como presidente de la Sociedad de la Humanidad durante el fin de la guerra iteeche, elaboró el tratado que limitaba la expansión humana como último gran logro antes de retirarse definitivamente.

Kris sonrió, le extendió la mano y, mientras la estrechaba, dijo con aplomo:

—¿No cree que expandir el límite del crecimiento humano cuatro veces en los últimos sesenta años ha mostrado mucho valor por parte de quienes combatieron a los iteeche?

El hombre murmuró algo y Kris continuó su camino.

—¿Cómo lo haces?

—¿Qué?

—Estar al corriente de todas las conversaciones y pasar de una persona a la siguiente como una especie de ordenador —dijo él.

—Bueno, en primer lugar, yo no olvido mi nombre cada vez que se me pone una mujer con grandes pechos delante.

—Tiene que ser genial tener tu propio par para mirarlos siempre que te duchas. —Tommy esbozó una desvergonzada sonrisa.

—No sé yo.

—Pues a mí me gustaría opinar al respecto —dijo Tommy, solícito, antes de ahogar una carcajada—. ¿Te imaginas la cara que pondría Thorpe cuando recibiese órdenes de darte un permiso temporal para que pudieses asistir a un desfile?

—No quiero ni pensarlo —dijo Kris, intentando no poner cara de asco. Todo cuanto había hecho para ser una alférez corriente se esfumaría en el acto si el general McMorrison hacía caso a aquella vieja.

—Kris, ¿qué haces en la Marina? Pensé que lo tuyo era la política —dijo alguien a su izquierda. Se detuvo y vio a una mujer joven que, como excepción en aquel acontecimiento, vestía con normalidad. Sin embargo, Kris no acertó a recordar su nombre, así que sonrió y le extendió la mano.

—Apuesto a que no me recuerdas —empezó la mujer—. Soy Yuki Fantano, del norte de Tuson. Pasaste una semana preparando nuestros cuarteles generales de campaña para la última reelección de tu padre.

—Claro, Yuki —mintió Kris—. ¿Cómo van las cosas por el norte?

—Con un calor del demonio, y eso que todavía estamos en los primeros meses. No me puedo creer lo rápido que te ocupaste de aquel caos y lo convertiste en un espectáculo de primera.

—Bueno, tengo algo de experiencia en esa clase de cosas.

—Apuesto a que sí. —Yuki sonrió.

—Y, además, no conocía a nadie, y todos fuisteis lo bastante amables como para seguirme la corriente cuando empecé a ponerlo todo patas arriba.

—¿Cuándo va a admitir Billy Longknife que estamos obligados a imponer tasas a la importación para proteger nuestras industrias de la basura barata que vomita la Tierra? —escuchó Kris a sus espaldas. Observó con un rápido vistazo a dos mujeres mayores que charlaban entre ellas—. Y mira a todas estas mujeres, vestidas como Brenda Longknife. Parecen fulanas terrícolas. Espero que ahora Billy apoye las restricciones turísticas. Por lo más sagrado, en unos minutos van a colocarle una medalla a esa Longknife por salvar a una de nuestras niñas de un montón de escoria de las «Siete Rameras». Un buen sistema de pasaportes se hubiese ocupado de dejar a esos matones en el lugar al que pertenecen.

—Si lo ha hecho un Longknife —le aseguró su amiga—, no ha podido ser muy difícil. Después de todo, los secuestradores no eran más que matones de tres al cuarto. Los mundos interiores no enseñan en los colegios otra cosa que a robar bolsos.

Yuki se puso pálida.

Kris se encogió de hombros, sonrió y prosiguió.

—¿Por qué no les has dicho nada a esas? —preguntó Tommy.

—¿Has intentado enseñar a cantar a un cerdo? —contestó ella.

—Supongo que sería una pérdida de tiempo. Entonces dime, ¿qué cambios hiciste en la oficina de Tuson para impresionar tanto a Yuki?

—Al final todo es muy sencillo, Tom, si no te importa tener éxito o si las personas que te rodean están «honradas» de contar contigo. Eso lo aprendí la segunda vez que me arrojaron en mitad de ninguna parte con órdenes de coordinar a un montón de extraños para conseguir votos a padre. —Y me uní a la marina para que no continuasen enviándome allí donde necesitaban que alguien les sacase las castañas del fuego. Los militares se mantienen al margen de la política, así que la alférez Longknife también lo hará—. Y cómo no —concluyó—, todo lo que hagas, hazlo con una sonrisa.

—¿Así que una sonrisa?

—Sí, y no dejes de sonreír, que a estos dos los conozco.

—Los negocios de la Tierra me están dejando sin blanca por el escaso tiempo de vigencia de las patentes —se quejaba el doctor U’ting, investigador en nanobiología—. Cada vez que hemos puesto en marcha una de mis ideas, esos ladrones de la Tierra declaran que la patente ha expirado y empiezan a quedarse cosas para ellos. El sector exterior está llevando a cabo todas las investigaciones y ellos a cambio no nos pagan ni con dinero falso. Yo propongo que nos libremos de ellos y que se pudran.

—Necesitamos una ley central de patentes, Larry, y el sector exterior ha estado intentando extender la duración de las nuestras —apuntó el doctor Meade, antiguo profesor de ciencias políticas de Kris.

—Y la última vez que el Senado la aprobó, ese maldito presidente de la Tierra vetó la propuesta. Joder, Grant, ¿cuándo fue la última vez que el sector exterior eligió presidente? Alguien que no fuese un Longknife. Oh, una o dos veces; pero siempre que tiene lugar una elección popular, la Tierra y las «Siete Brujas» se ocupan de colocar a alguien y nosotros somos incapaces de aprobar una ley. Por lo que a mí respecta, estaríamos mejor por nuestra cuenta. Que cada planeta se ocupe de sí mismo. Desarrollamos nuestras propias patentes, organizamos nuestros propios archivos. Y que esos ladrones intenten duplicar mi trabajo sin mi autorización expresa, a ver qué pasa.

—Son el principal mercado —observó el doctor Meade mientras daba un sorbo a su bebida.

—Y tienen la mayor flota —intervino Kris, uniéndose a la conversación—. Durante la guerra iteeche, fue esa flota la que nos salvó. Con miles de millones de terrícolas a bordo.

—Hola, Kris. Veo que te ha ido bien —dijo el doctor Meade con una sonrisa.

—Solo hice mi trabajo —contestó Kris.

—¿A quién le importa la historia antigua? —gruñó el otro—. El imperio iteeche se ha echado a dormir y nadie ha vuelto a encontrar indicios de otra especie alienígena.

—Gracias al tratado de Bastión. Realmente no nos hemos esforzado mucho por encontrarlos —aclaró el doctor Meade.

—Es una galaxia gigante y no hemos hecho más que tocar su superficie.

—Suenas como un terrícola con la cabeza metida en la arena.

Kris asintió en dirección al doctor Meade y continuó, dejándole a él con aquella familiar discusión. Era como si estuviese compitiendo por estrechar el mayor número posible de manos. El bar no quedaba demasiado lejos. Kris se detuvo el tiempo necesario para pedir un vaso de agua con gas; Tom pidió una cerveza.

A poca distancia, a su derecha, se encontraban los veteranos hacia los que se había estado dirigiendo. Era fácil reconocerlos por las medallas que lucían en sus solapas; veteranos de la guerra iteeche. Las mujeres ancianas del grupo debían de ser las únicas en toda la estancia que vestían chaquetas, blusas y pantalones de una era pasada. Pero claro, Kris no podía pensar en ningún modo de abrochar medallas a un corsé. Pensar en su madre colocándose la insignia dorada en forma de sol de la Orden Terrícola o la medalla al Mérito Militar en su indumentaria hizo sonreír a Kris.

Varios veteranos le devolvieron la sonrisa y Kris se unió a ellos con confianza. Como la hija del primer ministro, había pasado poco tiempo con aquellos individuos. Como alférez de la Marina, le dieron la bienvenida. Lo que no hicieron fue interrumpir la conversación que ya estaba teniendo lugar cuando se incorporó al grupo.

—Lo que estos críos necesitan es una buena guerra.

—Son demasiado blandos, demasiado blandos y complacientes, te lo digo yo.

—Una buena guerra les daría agallas. Como las de antes.

—Míralas a ellas, mostrándolo todo como libertinas.

—Panda de borregos.

—Una buena guerra les enseñaría a defenderse por sí mismos.

—Y mirad quién los dirige. Ese maldito Longknife y sus escándalos. El muy bastardo no ha servido de uniforme ni un día de su vida.

—Un par de horas con un sargento instructor meterían a ese hombre en vereda.

—Mi sargento instructor lo hubiese dejado arrastrándose.

—Eso ya lo hace. —La pulla provocó risitas en el grupo.

Algunos contertulios repararon en la presencia de Kris; era difícil no verla, vestida de blanco en contraste con los estridentes colores que recorrían la estancia. A su paso le dedicaban cordiales saludos y miradas, pero no contuvieron las protestas hacia su padre. (Tommy parecía listo para marcharse, pero Kris lo ignoró). Cuando te has enfrentado a un guerrero iteeche, una nadería como la hija de un político no va a hacer que cambies de opinión, mucho menos sobre tu tema favorito.

Nada de aquello era nuevo para Kris; lo había escuchado todo con anterioridad. Hasta algunos oficiales con antigüedad, el capitán Thorpe incluido, creían que los jóvenes solo se alistaban para ganar su primer sueldo fijo, sin preocuparse por la comunidad. El deber y el honor eran valores perdidos en una generación conducida por políticos. En algunos rincones se murmuraban cosas aún peores. El sistema estaba manejado por las personas equivocadas, se oía. Una buena guerra demostraría al mundo quién merecía ser el líder.

Después de intercambiar miradas y sonreír a todo el mundo, Kris se volvió.

—¿Sabes? Puedo llegar a entender por qué algunos de estos viejos veteranos son como son —le dijo a Tommy—. Lo que me cuesta comprender es que alguien con menos de cien años hable como ellos.

—Puede que sea porque perteneces a una familia acomodada —sugirió Tommy.

—¿Insinúas que soy parte del problema?

—No, solo que quizá estés demasiado cerca de un bando para ver el otro.

—¿Estás a favor de cargar hacia lo desconocido?

—Eh, Kris, soy de Santa María. Nosotros ya estamos rodeados por lo desconocido. Pero incluso allí, hay gente que ve las cosas de una manera y gente que las ve de otra.

—Pero todos tenemos que vivir en la misma galaxia. Y tenemos que hacerlo todos juntos. ¿Alguna sugerencia?

—Si la tuviese, ¿no se la hubiese contado a tu padre la primera vez que lo vi?

Kris estudió la estancia. Madre y su gallinero se encontraban a su derecha. Los militares, ante ella. Kris echó un vistazo en derredor para decidir su próximo destino.

Y fue a toparse con el comodoro Sampson y con…

—Kristine Longknife, apuesto a que no te acuerdas de mí. —Un hombre de mediana edad, con algunas canas, impecablemente vestido, extendió su gruesa mano hacia ella. Tras él había tres, no, cuatro guardias de seguridad que hacían que los escoltas de padre pareciesen anémicos. Estos la miraron de arriba abajo y continuaron observando a los presentes. Ya había más de cuatro personas que no estaban tan seguras de que aquel día no se derramaría sangre.

—Hola, señor Smythe-Peterwald —lo saludó Kris, asegurándose de no perder la sonrisa ni por un instante—. ¿Qué le trae a Bastión?

—Oh, hay tantas cosas en marcha. Casi puedes oler el futuro. Aquí se concentra el auténtico poder, así que aquí he venido. Cuando consiga quitarle a tu padre todos esos pájaros de la cabeza sobre los límites de la expansión humana, ante nosotros se extenderá una galaxia entera a la espera de que la colonicemos.

—La última vez que lo intentó, nos encontramos con los tentáculos de los iteeche en torno a nuestros cuellos —dijo alguien tras Kris. Se volvió y dio con el bisabuelo Peligro, espléndido con su traje rojo y azul, observando a Peterwald con cara de póquer.

—El imperio iteeche no ha dado señales de vida en los últimos sesenta años —señaló el comodoro Sampson.

—Eso no significa que haya desaparecido —observó Peligro mientras sorbía su cerveza—. A sus emperadores nunca les gustó la idea de expandirse.

—Pero la humanidad sí debe expandirse —dijo el señor Peterwald en voz baja—. Nada puede limitarnos. ¿Por qué deberíamos limitarnos nosotros mismos, entonces?

Aquel era el planteamiento esencial de los expansionistas. La magnífica humanidad. Kris estaría encantada de adherirse a aquella corriente. Pero los iteeche estuvieron a punto de convertirnos en la extinta humanidad. Kris mantuvo la boca cerrada.

—Sí —asintió Peligro—. La expansión es necesaria. Pero una expansión organizada garantiza que, la próxima vez que sea necesario, estemos preparados para hacer frente a una posible amenaza. Todo lo preparados que podamos estar, claro. La galaxia es un lugar bastante extenso, Petie, y quién sabe lo que hay ahí afuera.

—¿Tú qué opinas, Kris? —El señor Peterwald volvió su sonrisa hacia Kris. Esta intentó medir la sinceridad de sus palabras y concluyó que en una escala del cero al diez… estaba en números rojos.

—La galaxia es un lugar interesante, pero acabo de empezar a aprender a desenvolverme en ella —respondió Kris, esquivando la pregunta tal y como le habían enseñado a hacerlo. Los medios opositores no recogerían ninguna de sus declaraciones para utilizarlas como munición contra su padre en el informativo de la tarde.

—Suenas como una jovencita muy precavida. —La sonrisa de Peterwald se volvió todavía más falsa, si es que aquello era posible.

—Lo cual no me parece nada malo. —Peligro asintió.

—Bueno, mi hijo está con el grupo que acompaña a tu madre. Espero que nos reunamos más adelante. Creo que no lo conoces.

—No, no he tenido el placer.

—Bueno, quizá hoy.

—Sí. —Kris permaneció quieta mientras Peterwald se alejaba, sonriendo y saludando a su paso, hacia el lugar en el que se encontraba su madre. Sin mediar palabra, el comodoro Sampson dio la espalda al general Peligro y se unió a otro grupo de oficiales. Kris se tomó su tiempo para recuperar el aliento y comprobar que su sonrisa no se hubiese desvanecido.

—He oído que lo hiciste muy bien —dijo el bisabuelo Peligro, deslizando una mano al interior de su bolsillo y llevándose la cerveza a los labios con la otra.

—Saqué a todos de una pieza, señor.

—¿Vas a empezar a llamar «señor» a tu viejo bisabuelo?

—Cuando ambos llevemos el uniforme y estemos en público, eso creo, señor.

—Así se habla —dijo él.

—¿Cómo están de mal las cosas?

Aquella pregunta hizo que el viejo soldado hiciese una pausa. Estudió las burbujas de su cerveza durante un instante, negó con la cabeza y volvió la mirada hacia Tommy.

—No tan mal como para desear que no llevases ese traje, jovencita. Creo que los viejos como yo que todavía recordamos lo que es una auténtica guerra deberíamos advertir a los olvidadizos y los mal informados para que no comentan ninguna estupidez. —Dio un sorbo a su cerveza—. Eso espero. ¿Qué bebes?

—Agua con gas.

—Sigo pensando que tu principal problema eran las pastillas que te daba tu madre cuando eras una «señorita». No creo que seas una alcohólica.

—Hay muchas cosas en la vida que no necesito saber. —Kris sonrió al comprobar que su bisabuelo dejaba atrás aquel problema que aún la despertaba por las noches, entre escalofríos.

—Damas y caballeros, si me permiten. —Aquellas palabras solo consiguieron rebajar un poco el volumen que reinaba en la estancia.

—¿Quieres unirte a nosotros? —ofreció el bisabuelo Peligro—. Estáis vestidos para la ocasión y, por lo que tengo entendido, hoy es tu día especial.

—Si no te importa, creo que me quedaré donde estoy —dijo Kris, y Tommy asintió rápidamente a su lado.

—¿Te da miedo un puñado de viejos generales?

—Con tantas estrellas, lleváis varias galaxias encima.

—Es vuestra galaxia, niños. Algún día llevaréis vuestra propia constelación.

—Somos alféreces. No tenemos autorización para participar en vuestros cotilleos y, además, no necesitamos escucharlos.

—¿Ahora te acobardas? Eh, te has enfrentado a minas y fusiles. No es posible que tengas miedo de unos cuantos viejos y viejas. ¿O somos nosotros dos los que os asustamos? Sabe Dios que, viendo tu árbol genealógico, tienes derecho a apartarte de tus familiares.

—Nunca de ti, abuelo.

Él la tomó del brazo y ella permitió que la guiase por la estancia. Tommy los siguió con el entusiasmo de un barco siendo remolcado al desguace. Pasaron ante las patrullas de vigilancia como si tal cosa. Padre estaba entregando la primera pareja de medallas a unos artistas y burócratas cuando Peligro incomodó a un par de generales de tres estrellas para abrir un hueco en el que pudiesen entrar Kris y él, cerca del jefe del Estado Mayor de la Tierra. Kris sonrió de oreja a oreja y se sentó en una silla vacía entre los dos generales mientras Tommy aprovechaba la oportunidad para dirigirse a un rincón seguro y tranquilo.

—General Ho, esta es mi bisnieta, la alférez Kris Longknife. —Mientras Kris se esforzaba por recordar que era la hija del primer ministro y que había sobrevivido a situaciones peores que aquella, repasó mentalmente el protocolo: Ya le ha presentado. Y a ti. No saludes como un militar. No hace falta, ¿verdad? Es un encuentro social, ¿no? Ni hablar.

Kris le devolvió un formal ademán.

—Tengo entendido que le ha ido muy bien.

—Hice lo que cualquier alférez hubiese hecho en mi situación, general.

—Y que no se le olvide. Aunque siendo una Longknife, no creo que eso ocurra. ¿Verdad, Ray?

¡Maldita sea! Su otro bisabuelo había quitado a un general de cinco estrellas de su asiento, al otro lado de Ho, a empujones. Justo lo que Kris necesitaba: una reunión familiar. Todavía estaba intentando actuar como una alférez en un entorno tan variopinto y ahora tendría que soportar a su disfuncional familia. Genial.

—Si sobrevive, puede que aprenda alguna que otra cosa —dijo Ray.

El primer ministro estaba siguiendo la lista en orden ascendente, pronunciando los nombres con mayor énfasis a medida que los mencionados ganaban relevancia política para su partido. Sin embargo, la actitud de los militares que rodeaban a Kris hizo que contuviese su reacción. Estos habían sido invitados por sus superiores políticos, por eso habían acudido. Sin embargo, una vez reunidos, permanecieron sentados con los brazos cruzados, silenciosos como esfinges ante una sociedad que no los comprendía, rara vez los necesitaba y, en general, optaba por ignorarlos.

Mientras padre se aproximaba al final de aquella lista despiadadamente larga, anunció que el último galardón sería entregado no por él, sino por el general Ho, pasando por alto al jefe del Estado Mayor de Bastión, el general McMorrison. Cierto, Kris estaba sirviendo en la Marina de la Sociedad de la Humanidad, pero la Tifón había sido construida en Bastión y de allí provenían sus tripulantes: era, a todos los efectos, una nave de Bastión. El primer ministro estaba pidiendo recibir otra lección acerca de cómo cuidar y mantener a sus propios guerreros… una lección que Kris no le impartiría.

El general Ho arqueó las cejas una fracción de centímetro, del mismo modo se torcieron de forma casi imperceptible las arrugas en torno a los ojos y la boca de los generales y almirantes que lo rodeaban, por el mismo motivo. Sin embargo, se abrió paso hasta el estrado sin vacilar. El maestro de ceremonias entregó al general la carpeta con la citación de Kris y le entregó la medalla a su padre. Kris había pasado la última hora rezando a todos los dioses de la burocracia del panteón familiar para que aquella tarea recayese en los soldados que sabían cómo llevarla a cabo. No sirvió para nada. Madre estaba encaramándose al estrado, con sus bamboleantes cancanes. Aquello se estaba convirtiendo rápidamente en un maldito circo político. Por suerte, el general Ho parecía inmune a los circos políticos, malditos o no.

—Alférez Longknife, dé un paso al frente —gruñó.

Los otros galardonados se habían dirigido al estrado entre risas, charlando, hablando con padre, o incluso gritando cosas al público. Kris marchó con los hombros rectos y la cabeza alta; su sargento instructor hubiese estado orgulloso de ella.

El general Ho leyó la citación con una voz clara y hosca, concluyendo con un:

—Sus acciones contra actos criminales y bajo fuego enemigo merecen un reconocimiento hacia usted y hacia la Marina en la que sirve.

Kris pestañeó; en el pasado, aquella fórmula siempre concluía con un «y la Marina de la Sociedad de la Humanidad, en la que sirve». El general Ho le ofreció la carpeta a Kris. Tras ella, los oficiales de alto rango se revolvieron en sus asientos, oponiéndose sin palabras a aquel fragmento no mencionado.

Kris echó un vistazo a la fórmula. Aquella frase tradicional estaba bien clara. El general Ho la había omitido. ¿Era aquel su modo de comunicar a sus compañeros oficiales que la bandera verde y azul estaba perdiendo poder?

Los civiles, por supuesto, pasaron por alto el drama que estaba teniendo lugar ante ellos. Se levantaron mientras madre y padre rodeaban a Kris. Madre, por supuesto, fue quien le puso la medalla.

—Bueno, cielo, ahora que ya tienes tu premio, ¿estás lista para volver a casa? —le susurró mientras se las ingeniaba para poner el imperdible sobre el pecho izquierdo de Kris—. Una versión en miniatura quedaría preciosa como pendiente. Conozco a un joyero que podría incrustar unos diamantes para que quedase divino del todo.

—Madre… —le susurró Kris, modulando su voz para que recordarse al tono que tenía a los catorce años… ella y una generación entera de chicas—. No puedo dejar la Marina así como así. Lo llaman deserción, amotinamiento, cosas así.

—Oh, tu padre me estaba contando esta misma mañana que han recortado el presupuesto de la Marina. ¿No van a enviar a los marineros pronto a casa?

—Sí, madre, pero yo soy una oficial. Cobramos la mitad y quieren que volvamos al trabajo por esa mitad.

—Bueno, me parece a mí que…

—Señoritas, sonrían para las cámaras —ordenó padre a través de una sonrisa de dientes apretados. Kris y madre obedecieron.

El ritual de la foto familiar concluyó cuando todo el mundo siguió por su camino. Madre y padre tenían gente a la que saludar.

El general Ho había levantado muchas suspicacias. Kris buscó alguna silla despejada desde la que recuperar su disposición naturalmente optimista y quitarse de encima la necesidad de pedir un trago de los de verdad.

Casi esperaba verse asediada por una multitud, o al menos responder a un puñado de invitados que le transmitiesen sus mejores deseos. Pero se encontró sola, con Tommy, y libre para observar a su alrededor. La brecha entre los sectores civil y militar de la ceremonia reflejaba las diferencias entre los distintos caminos que habían seguido hasta llegar allí. Los civiles construían, destruían, llevaban iniciativas a cabo, todo por la gloria de la humanidad… y la suya, por supuesto. Kris había estado a punto de morir para que una niña pudiese vivir.

Kris negó con la cabeza.

—El general Ho murmuró algo en voz baja mientras abandonaba el estrado. Algo sobre algunos que están tan lejos en un extremo del terreno de juego que no saben a qué se está jugando —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. No le pregunté a quiénes se refería, si a la audiencia o a los generales, pero sospecho que sé lo que quería decir.

Tommy miró alrededor.

—Podría aplicarse a ambos. —Con esas palabras, dejó que Kris dibujase una imagen mental de un partido de béisbol en el que los dos equipos jamás abandonaban sus respectivas áreas.

Kris observó a sus bisabuelos pasar, intentando conseguir una victoria para la Sociedad de la Humanidad, deseando suavizar las tensiones entre dos facciones: una con una fe casi religiosa en que la humanidad permaneciera unida; la otra, defendiendo férreamente el libre albedrío. Sin embargo, una vez salvada esta diferencia, se formarían dos grupos distintos en cada una de las nuevas facciones: uno movido por el beneficio, el poder y la gloria que traía consigo; el otro por el sacrificio, el poder y la gloria. Juegos dentro de juegos. Kris observó los rostros que la rodeaban. ¿Hasta qué punto podría sobrevivir la sociedad a aquellos juegos?

Kris cayó en la cuenta de que los abuelos Ray y Peligro se estaban dirigiendo hacia ella al mismo tiempo que madre, que llevaba un joven tras ella. Kris esperó que madre cambiase de dirección; Peligro era la persona a la que madre más odiaba en toda la galaxia. Pero no hubo suerte. Kris se resignó a sufrir un rato más a aquella disfuncional familia en la que nadie debería verse obligado a sobrevivir.

—Kris, quiero presentarte a Henry Smythe-Peterwald XIII. Deberíais conoceros mejor. Tenéis mucho en común. —Vale, pensó Kris, y si me caso con él, mi suegro dejará de intentar matarme. La mirada de los abuelos Peligro y Ray al observar a aquel joven no dejó ninguna duda al respecto.

El joven Peterwald, sin embargo, sonreía de oreja a oreja y le estaba extendiendo la mano. Debía de tener la misma edad y altura que Kris y poseía aquel aspecto cincelado que los padres con demasiado dinero y ego otorgaban a sus hijos en aquellos días de descendencia manipulada genéticamente. Kris le estrechó la mano, pero antes de que llegase a decir nada, el comunicador de Tommy y el suyo sonaron al unísono. Miró rápidamente su muñeca y leyó: «Su permiso ha sido cancelado. Una emergencia en Olimpia precisa su retorno inmediato a filas».

¡Pues vaya permiso! Pero Kris preguntó inmediatamente después, ceñuda:

—Olimpia… ¿dónde está eso?

Antes de que Nelly pudiese contestar, el abuelo Peligro rio.

—Oh, ese lugar. Te ha tocado una muy buena, niña. Es una nueva colonia, no tiene ni cincuenta años. Un volcán ha entrado en erupción en el lado opuesto del planeta al asentamiento principal.

—Qué suerte —dijo Kris, arrastrando las palabras.

—No creas. La erupción, que ha debido de ser colosal, ha vertido tantas cenizas a la atmósfera que el planeta se ha saltado el verano. Todas las cosechas se han ido al traste. Ahora han perdido una de las corrientes oceánicas y han sufrido unos cuantos días de lluvia, con sus noches.

—¿Unos cuantos? Ya les gustaría —intervino el abuelo Ray—. Ha estado lloviendo durante los últimos doce meses y nada apunta a que vaya a parar. Me parece que te espera todo un trabajo por delante, jovencita. Hambrunas, inundaciones y, ah, claro, una pérdida absoluta de autoridad civil. Bandas armadas hasta los dientes y desesperadas deambulando por un entorno anegado, luchando por lo poco que queda. —Ray sonrió en dirección a Peligro—. Sí, parece que a esta chica le ha tocado una bien buena.

—Me recuerda a los viejos tiempos. —Peligro rio.

Madre frunció el ceño. El joven Peterwald se encogió de hombros y Kris, pese a las malas noticias, sintió que se había quitado una tonelada de peso de encima. Presentaron sus disculpas a los presentes y emprendieron camino.